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En Venezuela, durante buen parte del siglo XIX, “progreso” significaba alcanzar un
nivel socioeconómico y cultural similar al que habían logrado las grandes potencias
europeas desde la Ilustracion y la revolución industrial; pero no existiría desarrollo
social, pensaban los individuos progresistas de la época, sin un adecuado cuadro de
obras publicas. Esta visión del desarrollo predominó en la Venezuela republicana,
donde una creciente preocupación por la reconstrucción del país trataba de
superar la situación de devastamiento que los temblores y las guerras generaban,
contrariando sus aspiraciones civilizatorias.
Desde los finales del siglo XVIII, una sociedad diferenciada de su colonizadora
europea se divide, en sus capas más poderosas económicamente, en los llamados
conservadores y liberales. Son estos grupos los que emprenden, aliados o en
conflicto, la modernización del país y su unificación nacional.
Entre 1870 y 1888, Antonio Guzmán Blanco, llamado el Ilustre Americano, dominó
la política venezolana. Emparentado con la familia de Simón Bolívar y desde su
infancia vivenciando el Liberalismo venezolano conducido por su padre.
Una vez que llegó al poder, Guzmán Blanco se propuso integrar a Venezuela en la
corriente principal de la expansión mundial de la economía de mercados. Si bien su
objetivo fue el de emplear las inversiones europeas en la modernización del
sistema de transporte venezolano y la explotación de los recursos mineros del país,
las transformaciones concretas emprendidas por su régimen ocurrieron en Caracas.