Você está na página 1de 4

“La Constitución de Rionegro ha dejado de existir, sus páginas manchadas han sido

quemadas entre las llamas de la Humareda”, dijo el 10 de septiembre de 1885, desde el


balcón del Palacio Presidencial, el entonces presidente Rafael Núñez.

Esta conocida frase sintetizó el triunfo de la Regeneración sobre el Liberalismo Radical,


tras la Batalla de la Humareda de 1885. De paso, supuso un cambio de paradigma
constitucional a partir de la vigencia de la Constitución Política de 1886, que rigió los
destinos de nuestro país –con algunas reformas– hasta la reciente Constitución de 1991.

Ese cambio de paradigma amerita reflexión, porque es enriquecedor mirar hoy, en pleno
siglo XXI, dos Constituciones que, aunque derogadas, expresan el péndulo en el que se ha
movido nuestra historia. Sin caer en el fundamentalismo de considerar que la historia
constitucional de nuestro país debió haberse estancado en 1863, máxime porque todas las
Constituciones del siglo XIX reproducían la lógica de los vencedores contra los vencidos –
a diferencia de lo que ocurrió con la CP de 1991–, sí se debe recordar que los cambios
constitucionales del siglo XIX suponían concepciones diferentes del ser humano, de la
organización estatal, del ejercicio de derechos y libertades, de las relaciones centro-
periferia, las cuales siguen siendo en nuestros días fuente de posiciones disímiles y de
debates dentro de la sociedad civil.

Luego de la guerra civil de 1860-1861 se propició el escenario para un ambiente


constitucional más apropiado para impulsar la llamada Revolución Liberal de medio siglo
iniciada en 1849. La Constitución de 1843 era conservadora y las de 1853 y 1858 no eran lo
suficientemente liberales. Mediante la Constitución de 1863 o Constitución de Rionegro,
proclamada en esa ciudad el 8 de mayo de ese año, se avanzó en la consagración del ideario
liberal.
Entre 1863 y 1991, es decir durante 128 años, Colombia tuvo dos Constituciones, la
primera –la de 1863– por 23 años y la segunda –la de 1886– por un espacio de 105 años.
No en vano el tiempo marca improntas muy profundas: la Constitución de 1863 perduró
durante menos de una generación y la de 1886 por cerca de cuatro. ¿Qué se dispuso en
1863 y que se abolió en 1886? ¿Hasta dónde la concepción de nación formulada por la
Constitución de 1886 que perduró por más de un siglo cegó y segó principios
fundamentales que se consagraron en 1863 y que ahora vuelven a estar a la orden del día?
¿Cómo es posible que lastres anacrónicos impidan o debiliten conquistas sociales y
políticas de diferente tipo que el país ya había logrado desde hace más de 150 años?

La Constitución de 1886, cuyos padres fueron Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro, trajo a
nuestro país los principios del Movimiento de la Regeneración: un Estado centralista,
autoritario, vinculado orgánicamente con la Iglesia católica y restrictivo de las libertades
públicas. En efecto, los Estados soberanos pasaron a ser departamentos sometidos al férreo
centralismo administrativo en donde los gobernadores eran nombrados por el presidente; se
permitió el uso indiscriminado y permanente de los estados de excepción en los cuales el
presidente adquiría plenos poderes en desmedro del poder Legislativo; se dispuso que la
religión católica era “la de la nación” y se le otorgaron a esa iglesia todas las prerrogativas,
aumentadas poco después con el Concordato de 1887; este esquema se llevó a la educación
pública, de manera que se eliminó la lectura de autores modernos para la época como
Spencer y se retornó a la tomística y escolástica coloniales, hasta el punto que en la
Universidad Nacional se impartió obligatoriamente la clase de religión; se impuso la
censura de prensa y el exilio para los críticos del Gobierno.

Al contrario, la Constitución de 1863, tuvo un carácter liberal, laico y federal. Los Estados
Unidos de Colombia, como se llamó el país a partir de 1863, establecieron una
confederación de nueve Estados soberanos con una gran autonomía en la cual pocas
funciones correspondían al Gobierno Central y las demás a los Estados que integraban la
federación. Cada Estado tenía rentas, potestad legislativa y gobierno propio debiendo ser,
eso sí, “popular, electivo, representativo, alternativo y responsable”. Los nombramientos de
los secretarios de Estado (hoy ministros), de los agentes diplomáticos y de los jefes
militares se sometían a la aprobación del Senado, que también elaboraba una lista de
candidatos para que el Presidente eligiera el General en Jefe del Ejército nacional. En un
tema que es de vital importancia en nuestros días, los Estados tenían a su cargo la
conservación de la paz en sus territorios, y para ello podían tener fuerza pública,
permitiéndose la existencia de políticas regionales de paz, lo cual en estos momentos parece
impensable, incluso subversivo. Se consagró un Estado laico respetuoso de la libertad
religiosa, totalmente separado de la autoridad de la Iglesia católica; se estableció un
catálogo de libertades individuales que situó a Colombia a la vanguardia jurídica y política
de la época en donde, por ejemplo, se consagró la libertad de palabra, la libertad “absoluta”
de prensa, la de pensamiento; se incorporó el derecho de gentes a la legislación nacional
para poner término a las guerras civiles por medio de tratados entre los beligerantes –no se
les llamaba delincuentes o enemigos–, con la advertencia de que “deberán respetar las
prácticas humanitarias de las naciones cristianas y civilizadas”; se eliminaron privilegios y
distinciones como la del fuero para los sacerdotes; se abolió la pena de muerte; se consagró
la libertad de enseñanza bajo criterios científicos y modernos y se creó en este periodo la
Universidad Nacional; se contempló la abolición de monopolios y se instauró el libre
cambio económico.

Para ilustrar la diferencia del escenario constitucional y del talante presidencial entre los
radicales de 1863 y los regeneradores de 1886, valga este ejemplo: en 1872 un amigo
preocupado le informó al presidente Murillo Toro sobre la aparición de un periódico de
oposición. Su respuesta fue la de disponer la compra de cien suscripciones de ese periódico
para los principales funcionarios públicos, porque, expresó, “siempre he creído que la
prensa libre es un poderoso auxiliar de los gobiernos democráticos y que los consejos que
callan los amigos, los dicen los adversarios”. A diferencia de esta actitud pluralista y
tolerante, durante los gobiernos de Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro en el marco de la
Constitución de 1886, se clausuraron diversos periódicos y fueron expatriados importantes
hombres públicos en virtud de sus opiniones y sus escritos. El caso más destacado fue el del
expresidente Santiago Pérez, codirector de la Universidad Externado de Colombia entre
1892 y 1893 –valga anotar que esta universidad nació del pensamiento de un puñado de
valerosos radicales como reacción a la Regeneración–, quien fue desterrado en 1893 por sus
escritos en el periódico El Relator.

Se trata entonces de dos paradigmas constitucionales que en pleno siglo XXI siguen
vigentes y en discusión. Si bien el célebre escritor e intelectual francés Víctor Hugo, al
referirse a la Constitución de 1863 expresó –en una frase cuya veracidad se cuestiona por
historiadores– que era una “Constitución para ángeles”, se debe anotar que si así lo hubiere
sido, lo habría sido solo en el sentido de expresar elevadas aspiraciones intelectuales y
convicciones de personas –de carne y hueso y no de ángeles– que creían en la libertad de
pensamiento, en el libre desarrollo de la personalidad, en un balance equilibrado entre los
tres poderes, en la libertad de expresión y de información, sin que estuvieran ubicados por
fuera de las coordenadas espacio-temporales.

Quienes seguimos creyendo que una sociedad debe sustentarse en una idea de democracia
que, como diría Habermas, supone “la inclusión del otro”, del que es distinto a nosotros, del
respeto a la alteridad y a la tolerancia, debemos rendir homenaje en su sesquicentenario al
bello ideario contenido en la Constitución de Rionegro que supuso una filosofía, un talante,
una manera de concebir el mundo de estirpe genuinamente liberal, en buena medida
recogido por la actual Constitución de 1991, que se apartó del régimen inspirado por la
Constitución de 1886. Se corrobora que históricamente nuestro país no está destinado a ser
siempre centralista, confesional, tradicionalista y autoritario.

Juan Carlos Henao


Especial para EL TIEMPO

Você também pode gostar