Você está na página 1de 74

Comentario

ESCENAS DE LA CONTROVERTIDA CONCEP-


CIÓN HEGELIANA DE LA HISTORIA
Román Cuartango

1. La consideración de la historia

A la filosofía de Hegel le acompañan, como “lo más natural del mundo”,


ciertos predicados que condicionan lo que cabe esperar de ella. Esto sucede en
general con todas las filosofías que han hecho historia. En efecto, la historia de
la filosofía, en lo que tiene de un corpus doctrinal, presenta antes que nada
numerosos pensamientos e ideas de un modo que podría muy bien denominar-
se “pre-juzgado”. En el caso de Hegel, la definición de su filosofía como sistema
de la identidad, como idealismo (en un sentido vulgar del término para el que
se trata de una reducción a la abstracción conceptual de la realidad viva y múl-
tiple), etc., imposibilita en muchas ocasiones el acceso pensante a la verdadera
letra de sus escritos. En lo que respecta al asunto de la historia, la filosofía he-
geliana queda prejuzgada precisamente como “lo otro” de lo que la cosa misma
requiere. Puesto que se trata de idealismo, no cabría esperar de ella una ade-
cuada comprensión de lo histórico, es decir, de la realidad diversa, variable,
etc. O dicho de otra manera: dentro de una filosofía idealista, cualquier ente
histórico se vería sometido a una operación reductora que lo convertiría en un
ejemplar, un caso particular, un momento, etc., de la idea (ella sí universal y
omnicomprensiva. Es posible expresar lo paradójico de la expectativa mencio-
nada en una interrogación: ¿Hegel, el reductor, haciendo historia?
De hecho, la filosofía hegeliana se convirtió en el punto de partida negati-
vo de la ciencia histórica, en el ídolo que por fuerza debía ser derribado ya que
su autoridad resultaba perniciosa para el desarrollo de un saber cabal acerca de
1
lo histórico. La filosofía hegeliana llegó a simbolizar, de tal modo, el tipo de
“agresión filosófica” a la realidad que una ciencia positiva debía superar. El
propio Hegel se refiere a ello en el escrito que nos ocupa cuando menciona el
reproche que se le hace a la filosofía de dirigirse a la realidad pertrechada de
prejuicios. La posición autónoma de la ciencia histórica nace, así, en abierta
oposición al forzamiento que representa la filosofía, lo que implica la reivindi-
cación del plano horizontal histórico (de los hechos, de los acontecimientos, de
la particularidad) más allá de las ideas, así como el correspondiente método
positivo de investigación. Tal reivindicación constituye uno de los significados
(aunque no el único) del término “historicismo”. Éste representaría eso que se
acaba de llamar positivismo de las ciencias del espíritu, que fue en su origen la
tarjeta de presentación de la escuela histórica antihegeliana. El objetivo de este
positivismo es el desarrollo de una ciencia histórica que, haciéndose fuerte en
la primacía de la realidad fáctica, de los hechos históricos –de acuerdo con el
modelo exitoso de la ciencia natural–, se encuentre libre de valores (tanto de
los supuestos que ordenan la realidad haciendo que unos hechos reciban más
relevancia que otros, como de la subjetividad que se manifiesta en las cons-
trucciones filosóficas, etc.). Se trata, pues, de una determinada praxis científica
cuyos rasgos principales son la actitud contemplativa (observar atentamente,
establecer diferencias, describir) y la abstinencia valorativa y práctica (dejar
todo como está, no intervenir). De este modo la escuela histórica representó
un cierto conservadurismo opuesto al manejo de los hechos, que era visto por
ella como la característica principal de las filosofía de la historia (en especial de
la hegeliana). La escuela histórica, y este tipo de “historicismo”, representa en-
tonces una crítica radical de la interpretaciones de la historia que se abalanzan
desde fuera sobre la horizontalidad histórica. El “historicismo”, entendido de
este modo, se opone también a la concepción universalizante de la razón y del
hombre, es decir, al racionalismo ahistórico de la ilustración, que ve en el
desarrollo del género humano un proceso, y un proyecto, unitario.
En este problemático y disputado territorio de lo histórico se sitúa Hegel,
no se sabe si con la pretensión de proporcionar un cierto esclarecimiento de los

2
conceptos que se manejan en él o de suplantar –ésta es a menudo la acusa-
ción– al historiador valiéndose del “método filosófico” para exponer más ade-
cuadamente el asunto que debía competerle a aquél. De ahí que se haga forzo-
so preguntar antes que nada por el objeto de las lecciones a cuya introducción
se dedican los textos que aquí nos ocupan. Pero no hay una respuesta sencilla a
esta pregunta.
En primer lugar, Hegel toma distancia frente a las reflexiones tradiciona-
les sobre la historia, aquellas que, lejos de pretender algún saber científico, que
no parecía posible en este ámbito de lo humano, se orientaban preferentemen-
te a la producción de unos cuantos “pensamientos” sobre los diferentes modos
de obrar, sobre el acontecer, etc. Semejantes observaciones y “pensamientos”
tenían, sobre todo, una finalidad moral: se trataba de aprender algo de la histo-
ria que pudiera convertirse en guía de las acciones futuras. Tales reflexiones
filosóficas sobre los acontecimientos y los procesos históricos daban lugar a
reflexiones generales que tomaban la forma de máximas de imprecisa aplica-
ción a cualquier acontecimiento histórico característico. Éste es el caso, p.e., de
las Consideraciones histórico-universales de Jacob Burckhardt.
Sin embargo, Hegel no aspira a esto. Su concepción sistémica de la filoso-
fía le impide entender el trabajo de ésta como una reflexión que sobrevuela sus
objetos, pertrechada de un “método” mediante el cual los abordaría con la in-
tención de extraer ciertos pensamientos generales de ellos. El sistema exige el
tratamiento de cualquier asunto desde el punto de vista absoluto o de la totali-
dad, es decir, teniendo en cuenta la relación en la que se encuentra con los
conceptos que lo hacen posible y también con los conceptos que se siguen de
él. Lo propio del pensamiento filosófico tiene que ser, por tanto, la introducir
del tema en cuestión en el orden de razones, un orden que no es preexistente
puesto que se trata del orden mismo del asunto propuesto y –por decirlo así–
viene con él. Esto, que es una constante en la filosofía de Hegel, constituye
también aquí, en lo que concierne a la historia, la perspectiva adecuada. Hegel
quiere tratar la historia filosóficamente, por lo tanto, de un modo que se aleja
de ese pulular reflexivo que extrae pensamientos y máximas: lo que quiere es

3
aprehender y exponer el asunto histórico o, lo que es lo mismo, disponerlo en
el orden de razones que le corresponde. Pero esto comporta también algunas
dificultades.
Hay que distinguir entre el orden de la razón en tanto que tal y aquello de
lo que se va a dar cuenta y razón. Hegel indica que el concepto y los principios
filosóficos de los que es necesario servirse cuando hay que dar cuenta de la his-
toria han sido establecidos en el sistema –que es el lugar en el que los concep-
tos se hallan en las adecuadas relaciones de surgimiento, encadenamiento y
derivación–, en particular en los Fundamentos de la filosofía del derecho. Allí
es donde pueden hallarse los elementos conceptuales imprescindibles para que
el trato con la cosa empírica misma, la historia, no se vea dominado por la
desorientación, la inmediatez, el desconcierto.
El lugar sistémico de la filosofía del derecho es la esfera de la filosofía del
espíritu que representa la mediación de lo interno de las determinaciones del
pensar y de lo absoluto, la lógica, con lo externo característico de la filosofía de
la naturaleza. El espíritu es la realidad que media la subjetividad, principio de
toda actividad moral, creativa, productiva, con la exterioridad de lo encarnado
y subsistente –su lema es “cabe sí en lo otro”. El derecho pertenece a la esfera
del espíritu objetivo, de la realización objetiva de la subjetividad, de la volun-
tad libre. Y la historia pertenece sistémicamente al derecho, más exactamente
al derecho realizado, es decir, a la mediación entre el derecho abstracto, el que
está marcado en las cosas en forma de propiedad, y el derecho subjetivo, la
moralidad, el principio autoconsciente que representa la referencia última de
toda actividad libre. Semejante mediación o superación de unilateralidades co-
bra su desarrollo máximo en el estado, el cual, para Hegel, constituye el verda-
dero sujeto real de la historia. Ésta forma parte, podríamos decir, de la vida del
estado: la historia tiene lugar como expresión de la in-quietud político-social,
de que la constitución de la realidad humana (ampliada de modo intersubjeti-
vo) tenga una configuración contradictoria. Por eso se dice que el estado, for-
ma de esa realidad humana ampliada, tiene vitalidad, es decir, no se trata de
una esencialidad terminada, meramente estante, sino que es activa, lo que im-

4
plica la no estabilidad, la negatividad. Pues bien, la historia es, como desarrolla
Hegel más adelante, la vida efectiva de esa constitución.
Puesto que situada al lado de esta exposición sistémica del concepto de
derecho, así como del de historia, que no es, como hemos visto, otra cosa que
un despliegue o realización de aquél, la “filosofía de la historia” tiene que ser
entendida por Hegel como “otra cosa”, pero ciertamente compatible con lo an-
terior. De acuerdo con ello, la filosofía de la historia habrá de ocuparse no tan-
to del lugar sistémico del concepto de “historia” en tanto que concreción del de
“estado” y, por extensión, del de “espíritu”, sino de la historia en tanto que tal,
de su realidad particular, de los acontecimientos, de las formaciones socio-po-
líticas y culturales, de los enlaces, contradicciones, enfrentamientos, entre
ellos, etc.; en resumen: de lo realmente acontecido. Pero esto exige, por su
puesto, un sesgo característico. La investigación tiene que ser realizada desde
un punto de vista filosófico, lo que significa que, en relación con la realidad,
hay que preguntar por sus condiciones de posibilidad, por su racionalidad, por
su razón de ser.
Y aquí aparece una diferencia interesante entre los inicios respectivos de
las introducciones de 1822/1828 y de 1830/31. En la primera se dice que el ob-
jeto de las lecciones es la historia universal filosófica mientras que, en la se-
gunda, se habla de la filosofía de la historia universal. En realidad, la primera
formulación se adecua mejor a lo que viene después en las lecciones, algo que,
lejos de lo que suele tenerse por filosofía de la historia desde una perspectiva
como la del positivismo de la ciencia histórica a la que hemos hecho referencia,
lejos pues de una agresión filosófica desde fuera sobre la realidad particular,
diversa, concreta, de la historia, se compadece mejor con una investigación ho-
rizontal de esa realidad, con profusión de detalles. Y aunque la exposición ten-
gan una orientación generalizante no es con ello demasiado diferente de lo que
realizan ciertos historiadores de oficio cuando escriben historia desde un punto
de vista global. Por otra parte, hay también en Hegel una insistencia en lo filo-
sófico, en la aprehensión del concepto y en la mirada de la realidad en cuestión
desde la perspectiva de su adecuación a concepto, lo que parecería más propio

5
de la filosofía de la historia. Una solución a este dilema consistiría en estable-
cer una distinción entre las lecciones propiamente dichas, que constituirían
una historia filosófica, y las introducciones, que serían algo más parecido a una
filosofía de la historia. No obstante, esto presenta sus propias dificultades: las
introducciones no tienen, para Hegel, más que un carácter externo. Proporcio-
nan ciertas aclaraciones porque miran el conjunto desde el punto de llegada,
desde el resultado. Quien las escribe ya sabe lo que va a pasar porque ha reco-
rrido el camino y ofrece ese saber al lector para presentarle la obra en la que va
a penetrar, suministrándole con ello una orientación mediante una suerte de
visión sinóptica de todo lo que el asunto involucra. Otras veces, la introducción
se dedica a la disolución de determinados prejuicios que le parecen contrapro-
ducentes al autor, precisamente porque conoce la trama y el resultado de la
obra, y que éste lleva a cabo para despejar el camino al lector.
¿Es esto filosofía de la historia? Sí, en alguno de los sentidos que ha esta-
blecido la tradición filosófica de los últimos dos siglos, pero no en el sentido
hegeliano estricto, de acuerdo con el cual la filosofía de la historia estaría o
bien en la Enciclopedia o bien en la Filosofía del Derecho. En todo caso, este
aspecto queda abierto en los textos que tenemos ante nosotros. Sin embargo,
en otro escrito con carácter introductorio, el prólogo a la propia Filosofía del
Derecho, parece acortarse la distancia entre lo que podríamos tomar por filosó-
fico en sentido estricto, sistémico, y el conocimiento de lo particular (aun
cuando sea con sesgo filosófico). Se dice allí que “Comprender lo que es consti-
tuye la tarea de la filosofía, pues lo que es es la razón”. Y la razón sí que consti-
tuye la cosa de la filosofía. La máxima es, por tanto, atender a la historia. Eso
significa no ir a ella con la idea de reducirla a un concepto preestablecido y en-
cuadrarla así en un sistema que se presenta como lo subsistente, aquello que es
condición de cualquier establecimiento y, por lo tanto, de que algo sea siquiera
estable. Al contrario, la pretensión consiste en seguir el curso de la historia,
con la vista puesta en la aprehensión del desarrollo de la cosa misma, lo que
implica entregarse al desenvolvimiento de lo racional. Todo ello es profunda-
mente filosófico. Hay sistema y hay, por lo mismo, consideración sistémica,

6
punto de vista absoluto; pero el sistema no es una substancia inmóvil que se
defina por la mera identidad consigo, sino resultado del movimiento, de la ac-
tividad, de la inquietud.
Además, por fuerza lo que, en la filosofía del espíritu, ha sido tratado en el
puro elemento del pensar requiere ser considerado también en su realidad más
concreta. Ésta es la historia, y de ahí que en ella la investigación tenga por ob-
jeto el modo en que el “espíritu es concreto en la historia universal”. De tal
forma, lo que hace Hegel podría ser considerado tanto una historia filosófica
cuanto una filosofía de la historia concreta que no entraría en contradicción
con su concepción idealista –que es la consideración de que la realidad de lo
efectivo no reside únicamente en esa su efectividad sino en el concepto que lo
subyace y en el que se sustenta–, pero sí que ofrecería una nueva imagen de
ella diferente de esa según la cual el idealismo (hegeliano, en nuestro caso) es
algo así como una negación de la realidad concreta, puro nihilismo pues.

2. Tipos de Historia

La lectura problemática que hemos hecho hasta aquí del objeto de las lec-
ciones hegelianas se vuelve coherente con la primera interpretación a medida
que se avanza en la introducción de los años 1822/28. Para aclarar lo que es la
historia universal filosófica, distingue Hegel enseguida los diferentes modos de
tratar la historia, entre los que se encuentra uno específicamente filosófico, lo
que le permite medirlos por el patrón de este último.
Los distintos modos históricos de ser o, en su versión particular, las dife-
rentes formas presentación de la historia, de historiografía, a los que se refiere
Hegel son expresiones de las diversas posibilidades de la relación existente en-

7
tre la conciencia y la vida o entre la razón y la realidad que, como hemos visto,
se tornan concretas en el caso de la historia. Pero tal relación es básicamente la
que se establece entre el pasado y la representación –que es también una posi-
ción frente a, lo que implica un modo de ser– que del mismo hacen los diversos
tipos de historia: la original o ingenua, la reflexiva y la filosófica. Todos ellos
responden, por un lado, a una cierta distancia respecto del objeto histórico y,
por otro, a diferentes momentos de lo racional o de lo lógico. En cuanto a la
distancia, puede distinguirse entre los polos de la inmediatez característica de
la historia original, realizada en contacto con lo relatado, y de la mediación
propia de la historia escrita desde la distancia. En cuanto a lo lógico o racional,
puede distinguirse entre la ingenuidad que es peculiar de una conciencia pega-
da a su objeto, la vanidad de un entendimiento que se toma a sí mismo por la
medida de la realidad, proyectando sobre ésta sus categorías y la mediación de
una razón especulativa que ve en la realidad lo concreto, es decir, la realización
de la idea –máxima singularidad y, a la vez, máxima universalidad.
Así pues, los historiadores originales son aquellos que han tenido ante sí
el mundo, la realidad que describen, que la han vivido, transformándola des-
pués en una obra de la representación –es decir: en discurso, lo que implica la
fijación de universales, etc. Pero ésta no es, para Hegel, similar a la que tiene
como rasgo definitorio la distancia entre la cultura del autor y la de aquello que
constituye su objeto. El mundo del historiador no se encuentra en otro plano
formativo, aunque si se requiera –puesto que hay una cierta labor de ordena-
ción, de compilación y de relato– alguna distancia representacional. Lo que
Hegel pretende subrayar es que el historiador original o ingenuo deja hablar a
su “objeto” –los pueblos, culturas, personas, etc.–, reservándose poco o nada
con vistas a la reflexión. Se sitúa –problemáticamente, puesto que su trabajo
produce alguna– en un antes de la reflexión, en todo caso en una posición que
no reserva para el historiador preeminencia alguna: lo suyo es una completa
entrega, una fidelidad casi total.
En este modo de representación se hacen evidentes algunos aspectos del
trabajo del historiador que han sido destacados a menudo como inconvenien-

8
tes inevitables para una legitimación científica de la historia (según los cánones
dominantes en la corriente principal de la cientificidad). El historiador, como
hombre que es, se encuentra prisionero de su propio tiempo, no puede superar
su época; además participa del espíritu de un pueblo, lo que implica una espe-
cificidad que lo clava a una época y a una cultura determinadas. Pero esto su-
pone también una ventaja: el historiador original proporciona una vía de acce-
so insustituible a ese espíritu específico, sin el cual no podría hablarse tampoco
de historia –en último término, se necesita siempre un historiador que pueda
decir “yo estuve allí”.
Este modo de operar histórico parece más bien una figura teórica, puesta
en circulación por requerimiento heurístico, pues lo que Hegel quiere es hacer
patente las limitaciones de la posición unilateral a la que más se enfrenta: la
que caracteriza a un entendimiento que se considera así mismo el principio de
toda realidad y que, en consecuencia, trata a ésta de un modo vanidoso. A dife-
rencia de lo que ocurre con esta demasía de razón, al historiador original le fal-
ta aún trabajo racional. Lo suyo es, como se ha dicho, la inmediatez, la fideli-
dad al tiempo en el que opera, con lo que el resultado de su labor tiende que
ser forzosamente antes un conjunto de imágenes que de pensamientos. Pese a
todo, el pensamiento tiene que volver continuamente a tales historias inmedia-
tas, al testimonio de las épocas pasadas, porque en él se tiene noticia directa de
una realidad que para la historia más elaborada está llegando o ha llegado a su
fin, que ha ido declinando y perdiendo con ello su vivacidad para regresar
como contenido de la memoria, como asunto para la lechuza de Minerva.
Hegel percibe, a este respecto, una diferencia importante entre la anti-
güedad (griega) y la época moderna. Para la primera, la relación entre vida y
pensamiento es inmediata. En cambio, en la época moderna todos los aconte-
cimientos son comprendidos y transformados inmediatamente en relatos para
la representación. La época moderna es un tiempo caracterizado por el retrai-
miento con respecto a la vida, una época de abstracción que afianza su poderío
en su razón autónoma pero que se extravía a sí misma en tanto que viviente.
En ese sentido, puede decirse que los historiadores originales resultan impres-

9
cindibles y que, por tanto, lo original tiene que formar parte, en cierto modo,
de todo trato con la realidad histórica. En realidad, la historia siempre hace pie
en la historia original, parte de la inmediatez y tiene regresar de nuevo a ella.
Hegel indica, además, que quien no pretenda convertirse en un erudito, sino
disfrutar de la historia, puede atenerse únicamente a los historiadores origina-
les. Éstos aportan un elemento de vitalidad que puede ser suficiente para cier-
tas necesidades propias del operar histórico, que no son precisamente ni las
teóricas en general ni mucho menos las de un saber especializado.
A diferencia de lo que ocurre con el historiador original, el historiador re-
flexivo labora desde la extrañeza, desde la distancia con respecto a lo vivido. Su
lugar, su posición, es la del entendimiento que se separa de lo inmediato. La
historia reflexiva va más allá de lo que está presente para el propio escritor (no
sólo en el tiempo, también en el espíritu). Y al ir más allá puede tomar su obje-
to como tal objeto y no sólo entregarse a él. De ese modo, estará en condiciones
de realizar un trabajo de compilación, de reunión, de separación, de compara-
ción de las historias originales, de los testimonios directos. Pero al hacer esto
no sólo agrupa o clasifica, no sólo ordena, sino que también construye. Cuando
compone, organiza, selecciona, lo que hace este tipo de historiador es crear la
historia como un relato representacional, como algo distinto de lo acontecido.
Si la tomáramos como un momento de una consideración histórica global,
es decir, como la parte de un todo que tiene sentido en éste, la historia reflexiva
representaría la toma de distancia que requiere la elaboración a la que nos he-
mos referido: la producción del relato representacional en el que lo acontecido
se convierte en historia. Pero si se coagula, si se fija como la única forma de
historia válida, como el único trato, entonces en esa unilateralidad destacará
sólo la separación, la abstracción, y esto es algo a lo que Hegel se ha enfrentado
a lo largo de toda su trayectoria filosófica. Cuando la historia se solidifica de
esta forma, se desvanece su capacidad para entregarse al pasado, a la realidad
efectiva, y con ello también la competencia que se requiere para que aquél
pueda ser comprendido. Entonces, la actividad de los historiadores reflexivos
se torna negativa –separadora–: el pasado es para ellos algo extraño, de tal

10
modo que el principio o el sentido se encuentra únicamente en el presente del
historiador y no en el pasado de la cosa misma. Este presente se agranda hasta
convertirse en la fuente de todo sentido, de tal modo que la época del historia-
dor, una entre otras, termina creyéndose a sí misma como la medida de objeti-
vidad y el principio de toda justicia. Como dice Nietzsche, los últimos en llegar
al convite se creen con derecho a exigir el mejor lugar en la mesa. O también,
como indica Marx, lo que no es más que resultado de la historia misma termi-
na por ser entendido como la realidad sin más, eterna y necesaria para todo
tiempo. Aparece entonces eso que Hegel denomina la vanidad del entendi-
miento. No obstante, en tanto que momento de la propia razón y de la concien-
cia de lo histórico, la historia reflexiva representa el necesario paso de la me-
diación, el abandono del punto de vista ingenuo propio de la historia original
que es necesario para que se abra paso la interiorización filosófica –inmediatez
mediada con la mediación.
La historia filosófica, la que Hegel mismo realiza, sólo puede consistir en
una cabal apreciación de los puntos de vista anteriores, es decir, en un modo
de historia que otorgue a cada cual el derecho que le corresponde: a una la in-
mediatez, la relación directa con la cosa y a la otra la distancia reflexiva, pero
que elimina lo que no es en ellas sino escoramiento –la inmediatez frente a la
mediación, la distancia frente a la atención y entrega. Semejante historia re-
presenta, en los términos hegelianos, Aufhebung (superación): adopta el pasa-
do, pero como superado, contemplando en él lo histórico, su ser devenido.
La historia filosófica no es de este modo más que una forma de la Erinne-
rung, que había sido establecida por Hegel en la Ciencia de la Lógica como el
camino de interiorización que va de las determinaciones externas del ser hacia
la esencia y el concepto. Este camino hacia adentro –Er-innerung– es al mis-
mo tiempo recuerdo, rememoración. El término “Erinnerung” es además la
traducción hegeliana de la anámnesis platónica y es utilizado por él sistemáti-
camente –en la doctrina de la esencia de la Ciencia de la Lógica– para concep-
tuar un fenómeno similar al que describe Platón. Como categoría de la Lógica,
sirve para definir el movimiento de la esencia (la reflexión) que consiste en ir

11
más allá de las determinaciones inmediatas –las del ser, es decir, las de la on-
tología. Dicho movimiento, en el que lo siempre supuesto en todo ser y decir se
vuelve temático da lugar a una investigación cuyo título tradicional es “metafí-
sica”.
Hay sin embargo alguna diferencia en la concepción hegeliana de la meta-
física. Ésta se origina cuando se prolonga la investigación de la ontología o doc-
trina del ser, preguntando por lo que es en verdad. Las determinaciones onto-
lógicas son entonces investigadas en cuando a su propio ser, lo que obliga a un
cierto desplazamiento de la perspectiva. Para Hegel, esta nueva indagación no
ha de conducir necesariamente a un reino del más allá, a un ámbito positivo de
sustratos en el que se encuentre la substancia, entendida como aquello que es
por sí y, por consiguiente, es en verdad como algo distinto y separado de aque-
llo que es dependiente de otro (de la substancia misma). En el “ir más allá”
mentado, la Erinnerung representa una interiorización de las propias deter-
minaciones del ser, es decir, el penetrar a través de la negatividad propia del
pensar para el que valen tales determinaciones. Se trata en definitiva de hacer
valer dicha negatividad de tal modo que no se quede únicamente como limita-
ción, es decir, se trata de pensarla, de hacer saber de ella (si es posible), pero
entregándose a sus exigencias, a la relación entre las determinaciones por me-
dio de la cual puede ser aprehendida. Esa especie de entrega –que debe ser
distinguida del pensar representativo de objetos– es, al tratarse de la esquiva
negatividad, el principio de lo que Hegel entiende por “dialéctica”. Precisamen-
te por ello, para Hegel la “dialéctica” no es la doctrina de la confusión sino el
núcleo mismo de la realidad aprehendida especulativamente. Cuando es toma-
da en todas sus dimensiones, la realidad no sólo presenta su cara positiva sino
que se muestra en su negatividad escapándose a la determinación.
Erinnerung es, pues, reflexión o recuerdo (o internalización) de lo su-
puesto en el saber ontológico (en la determinación), de aquello que, en cierta
forma, ese saber implicaba, pero que no era a su vez sabido. Y al hacer efectivo
eso siempre supuesto, el suelo del que se alimentan las figuras unilaterales,
mediante una rememoración que es “vuelta en sí”, el pensamiento lleva a cabo

12
la superación de las posiciones escoradas características de la historia original
y de la historia reflexiva cuyo resultado es la historia filosófica. Puede decirse
que lo histórico afecta también a las determinaciones del pensamiento, al me-
nos de dos maneras: en tanto que éstas son posiciones que remiten a una si-
tuación y, con ello, a lo anterior y posterior, así como al conjunto, y en tanto
que esa referencia conlleva la posibilidad de una rememoración y, con ello,
tanto una reconstrucción del camino recorrido cuanto una actualización de lo
que ya siempre era.

3. La razón en la historia

Como se ha indicado anteriormente, a la filosofía se le reprocha que se


abalance con sus conceptos sobre la cosa, sobre lo particular, que es diverso,
plural, llevada de su afán de reducir esa diversidad a una unidad presupuesta,
así como de su ansia de generalidad. En el caso de la historia, esta acusación se
agudiza aún más si cabe, porque lo histórico es aquello que deja de ser tal si se
lo reduce a universalidad y unidad. La historia es justamente la diversidad rea-
lizada de lo humano, tanto de los individuos como de los grupos, las institucio-
nes y todas aquellas realidades que tengan factura humana. La pretensión de la
filosofía tiene entonces forzosamente que ser vista como el intento de sustituir
el curso de los acontecimientos diversos que han tenido lugar para hombres y
sociedades diferentes por una suerte de “historia a priori”, donde “a priori”
significa precisamente lo contrario de “histórico”.
De este modo, ha acusado a la filosofía de la historia de pretender susti-
tuir a la historia misma, proponiendo una suerte de “historia filosófica” –
¿como la que emprende aquí Hegel?, cabría preguntar– alternativa a la historia
sin más. Esta sería la versión clásica de lo que se ha dado en llamar filosofías
substantivas de la historia, frente a las que se alzó la escuela histórica para

13
reivindicar la especificidad de su oficio y sobre todo de su punto de vista. Pero
cabría asimismo una versión débil de lo anterior, que sería el entendimiento de
la filosofía de la historia como un conjunto de interpretaciones hacia las que
debieran converger el trabajo de los historiadores como hacia su idea o su con-
cepto. Frente a esta pretensión menor también se levantó la escuela de la histo-
ria reivindicando un positivismo de la investigación como su cometido más
propio y opuesto a esa voluntad valorativa dominante en la filosofía. En cual-
quier caso, la historia se ha visto forzada a combatir por su propia legitimidad
como ciencia contra una filosofía que parecía movida por la pretensión de ser
una “historia significativa”, una forma de representación depurada de lo mate-
rial y objetivo, aquella forma en la que los hechos tienen una importancia bas-
tante menor que una trama erigida en lo principal, en el asunto mismo, de tal
modo que los acontecimientos se ven impelidos a adecuarse a las formas que se
les asigna en aquélla.
Por lo tanto, la situación de partida para la reflexión se halla caracterizada
por el dominio de una noción negativa del hacer filosófico. La filosofía es vista
como una matrona entrometida que puja por subordinar la realidad a su impe-
rio. Absorta en ese empeño no se detiene en los detalles. Pero éstos constituyen
lo principal, aquello de lo que debe darse cuenta. Si esto es fundamental para el
pensamiento en general, lo es mucho más cuando se trata de la historia, puesto
que ésta es precisamente la realidad variada, diversa, detallística. Hegel se
opone a esa extendida idea de la filosofía. Para él, lo universal y lo particular
pueden hacerse confluir y precisamente con ese objetivo se esfuerza la auténti-
ca filosofía. Como necesaria preparación para una cabal comprensión del tra-
bajo filosófico, Hegel se ve obligado a disolver los prejuicios, así como a escla-
recer lo que se presenta como paradójico y a ese cometido se dedica también la
introducción que nos ocupa, aunque en realidad lo que se discute a propósito
de ello tiene, como se verá enseguida, un calado mucho más hondo.
Hegel aprovecha la ocasión que se le presenta, puesto que se ve forzado a
enfrentarse a la desconfianza imperante respecto de la filosofía, para establecer
el principio fundamental que rige su consideración de la historia y que no es

14
(no puede ser) otro que el propio de la filosofía. Y el principio de la filosofía es
la razón. La filosofía no es más que averiguación de lo racional y eso no es, para
Hegel, contradictorio con la aprehensión de lo real efectivo. Hegel insiste, en el
Prólogo de la Filosofía del Derecho, en que “Concebir lo que es es la tarea de la
filosofía, pues lo que es es la razón”; y precisamente por tratarse de la averi-
guación de lo racional, la filosofía “es la comprensión de lo actual y de lo real, y
no la exposición de un allende…”.
No obstante, se le reprocha a la filosofía ir a la historia –abordarla– con
pensamientos, es decir, mediante abstracciones que no tienen que ver con las
cosas. ¿Se corresponde esto con el modo de proceder de la filosofía? No lo
piensa Hegel. La filosofía no lleva contenidos –pensamientos– a la historia.
Por el contrario, lo único que pretende es extraer de ella los conceptos que le
corresponden, puesto que su asunto principal es la razón. Sin embargo, la ra-
zón no viene de fuera, de la mano de la filosofía, sino que está en las cosas
mismas, es lo que las constituye como principio de determinación, como sus-
tento de su realidad. A ésta, en tanto que racional, atiende la filosofía y, por
ello mismo, el único pensamiento que ella enarbola y que hace valer como un
supuesto ineludible en su consideración de la realidad, es el que se desprende
de la propia razón: que lo real es racional o, lo que es lo mismo, que la razón
gobierna el mundo.
Pese a todo, el supuesto mencionado no puede ser absoluto, ya que es
también un resultado del pensamiento, algo que ha sido deducido (es relativo a
otra investigación). En la filosofía especulativa, el pensar del pensar mismo, ha
sido probado que la razón es la substancia, que la idea es lo verdadero y eso es
algo que la filosofía de la historia habrá de comprobar también en su investiga-
ción de la realidad concreta. Pero el trabajo filosófico no puede confundirse
con el del historiador. Aunque Hegel insista en que no va a la historia con ideas
preconcebidas y extrahistóricas, ello no significa que el filósofo tenga que hacer
dejación de su principio, Su tarea no puede consistir en otra cosa que en mos-
trar que la realidad humana, en su acontecer, es racional, que lo que aparece
como caótico, enredado, como inajustable a regla, es, de acuerdo con su con-

15
cepto, racional, que hay un orden. Y a la filosofía le corresponde exponer ese
orden, descubriéndolo si es preciso velado por la apariencia de la confusión.
Una filosofía que no ponga su empeño en esta tarea será únicamente una
pseudo filosofía.
Para Hegel, la idea es la substancia, una substancia no inmóvil, sino acti-
va, no mera positividad, sino movimiento de la negatividad. Precisamente por
ello, el sentido de todo lo real particular, finito, diverso, no puede residir más
que en la idea que lo anima, como su concepto, en la forma de fundamento ra-
cional-real. Por eso, porque la verdad de lo finito es su idealidad, para Hegel
toda filosofía auténtica tiene que ser idealismo, fundamentándose como tal, es
decir, mostrando la idealidad de lo real-efectivo, lo que significa el desarrollo
de su postulado: superación en la unidad y en la universalidad. No obstante, la
idea no se percibe sin más en la realidad particular, se requiere trabajo especu-
lativo, elevación a un punto de vista adecuado. Tal punto de vista es lo que, se-
gún Hegel, ha resultado ya de la filosofía especulativa y constituye entonces lo
único que el filósofo de la historia puede dar por sentado. No hay, por tanto,
forzamiento de la realidad histórica, sino únicamente punto de vista filosófico
para la consideración.
Con todo, puede que muchas personas se encuentren poco familiarizadas
con la filosofía y que, por tanto, les sea extraño el principio de la razón que se
acaba de mencionar. Aun cuando el conocimiento adecuado del principio ra-
cional corresponde a la filosofía y, por tanto, quien quiera comprender su de-
ducción completa tiene que familiarizarse con ella, esto no significa que fuera
de la filosofía no pueda haber entendimiento alguno de la razón. Pues la razón,
que está continuamente presente, es algo de lo que se tiene siempre cierto co-
nocimiento, en lo que de un modo u otro se está. Así, por ejemplo, hay un
comportarse ingenuo que se orienta por la convicción de que el mundo tiene
sentido y de que las acciones, tanto propias como de los demás, así como las
instituciones, el estado, etc., también lo tienen, que responden a un orden, por
mucho que sea desconocido. Ese comportarse ingenuo se apoya en la confianza
que tiene puesta (aun cuando de modo no explícito) en la razón y ésta, por su

16
parte, se alimenta de dicha confianza. De una confianza así puede resultar la fe
en la razón que Hegel pide a aquellos que aún no se encuentran en posesión del
conocimiento filosófico. Esa fe comporta una sed de conocimiento, a la que
subyace también la idea de que se puede conocer, de que hay orden en lo cog-
noscible y concierto entre esto y las facultades cognoscitivas.
Pero Hegel está capacitado para reclamar no sólo una fe global, puede pe-
dir también que el oyente (o lector) se fíe del autor que le introduce en un co-
nocimiento que este último ya posee y que, por lo mismo, puede anticipar. Tal
conocimiento puede ser entonces adelantado como una suerte de visión de
conjunto, pero se trata de un resultado, de algo que se deduce del curso de la
historia universal que va a ser abordardada ahora por el lector. El autor lo ha
recorrido ya y eso le capacita para ofrecer un avance o un resumen en forma de
presentación sinóptica de lo que sólo puede resultar –encontrando, así, su lu-
gar adecuado– en el desarrollo, i. e.: que la historia ha transcurrido de forma
racional, que ha sido el curso racional del espíritu del mundo.
Pese a que la filosofía se realiza desde el punto de vista racional (su punto
de vista), eso no significa que no sean admisibles otros supuestos, que son asi-
mismo racionales, pero en los que no se apunta a la razón sin más, sino a su
realización, a su concreción y vida efectiva. De este modo, la filosofía tiene que
proceder, cuando el asunto es la historia, históricamente, es decir, empírica-
mente. La realidad tiene que ser tomada tal como es. Hegel no pretende, pues,
sustituir el trabajo empírico ni reducir sin más la particularidad y la diversidad
a un conjunto de conceptos externos. Los conceptos, antes bien, tienen que re-
sultar como aquello que anima a esa realidad particular, no como algo que se
encuentra fuera de ella, sino como lo más íntimo.
La fidelidad al objeto puede ser tenida por una condición impuesta no
solo a la filosófica, sino en general a cualquier clase de investigación. En el caso
que nos ocupa, la exigencia es concebir fielmente lo histórico. Pero en lo que
concierne a esto, tampoco puede tomarse a la filosofía por la única averigua-
ción racional tentada de infidelidad. Hegel afirma que los historiadores tam-
bién hacen lo que reprochan a los filósofos y construyen invenciones, por

17
ejemplo, la suposición no probada de la existencia de un pueblo primero que,
directamente enseñado por Dios, ha sido sabio y espiritualmente desarrollado,
etc.
Con todo, ésta no es ni la dificultad exclusiva ni siquiera la más peliaguda.
Hegel responde al reproche que se hace a la filosofía de tener un esquema con-
ceptual predeterminado de un modo muy similar a como se contraargumenta
en disputas sobre el carácter ideológico de los saberes, el subjetivismo, la no
neutralidad valorativa, etc. La tesis subyacente es esta: todo ejercicio pensante,
toda investigación racional, por pegada que pueda estar a los hechos empíricos,
comporta un esquema conceptual, sin el que el pensamiento mismo no sería
posible. Cuando se acusa a la filosofía de investigar la historia pertrechada con
sus conceptos y no se tiene en cuenta que también el historiador interviene en
la realidad, aportando su propio esquema conceptual incluso si intenta proce-
der –de acuerdo con el ideal científico– del modo más receptivo posible, es de-
cir, sin supuesto alguno.
¿Es posible escapar a esta maldición del esquema conceptual? La respues-
ta no la puede proporcionar Hegel en este lugar, pues comporta también valer-
se nuevamente de los resultados de la filosofía especulativa. La filosofía es la
que establece los procedimientos imprescindibles para que el pensamiento
pueda aprehender la cosa misma, porque expone el camino que va desde la
conciencia inmediata separada de su objeto –que es el punto de partida inge-
nuo que se reproduce, más tarde, en la unilateralidad propia de la abstracción
del entendimiento– hasta el punto de vista absoluto en el que se descubre a sí
misma como espíritu, es decir, como unificada con su objeto. La transforma-
ción de la conciencia que se exige para que la cosa pueda darse por sí misma es
lo que constituye, para Hegel, la especulación, es decir, la dialéctica del enten-
dimiento, la aniquilación del propio punto de vista que se descubre unilateral.
La dialéctica constituye, pues, tanto la confusión en la que cae el entendimien-
to cuando persiste en su posición unilateral –de determinación separada de la
cosa–, cuanto el movimiento hacia la superación de esa misma unilateralidad

18
y, en ese sentido, el primer paso en el surgimiento de una concepción más
compleja, comprehensiva, etc.
Este camino –insiste Hegel–, lejos de constituir el proceso de aplicación
de un método en el sentido corriente del término, es decir, un aparataje epis-
temológico con el que cuente la conciencia cuando se dirige a objeto, no es más
que el despliegue de la cosa misma. Se trata del camino que la filosofía ya ha
recorrido y cuyas etapas van resultado del esfuerzo especulativo por exponer el
objeto del pensamiento, la cosa. En realidad, la filosofía se constituye a la par
que su objeto va desplegándose. De entrada es únicamente una inquietud, un
estado de necesidad de la razón que tiene que ser satisfecho. La filosofía, cuan-
do aún no ha seguido el camino especulativo, no tiene nada, es sólo aspiración,
anhelo. Puede decirse que, si nos atenemos a esta manera de ver las cosas por
parte de Hegel, su concepción de la filosofía coincide en cierto modo con la
idea contemporánea que ve en ella más una actividad más que una doctrina o
una ciencia (no obstante, hay también en Hegel una concepción más tradicio-
nal de la filosofía). A diferencia de lo que sucede con otros modos de conside-
ración, la filosofía sabe de la vanidad del entendimiento que ha tenido que su-
perar, sabe de los peligros que le acechan y sabe que lo que ella tiene que expo-
ner sólo puede tener sentido bajo el presupuesto de la identidad –lograda– en-
tre sujeto y objeto.
Pero tal vez el lugar en el que la confianza en la razón ha integrado, como
piedra angular, ya siempre una cierta comprensión de la realidad externa e in-
terna (del mundo y del principio de la acción) es el de la religión (parte impor-
tantísima de toda cultura). En la religión, la razón que todo lo rige se expresa
en el contenido “Dios” –como la providencia que gobierna el mundo. Y aunque
tal vez la forma de su despliegue pueda ser puesta en cuestión desde una pers-
pectiva más adecuada, como la filosófica, eso no significa que tenga que ser
despreciada o rechazada por completo. El rechazo de la religión en la ilustra-
ción es, para Hegel, una de las maneras en que se expresa la escisión moderna
de la que forma parte también la inadecuación entre conciencia y objeto, entre
razón y realidad. Cuando nos adentramos en las dificultades que comporta la

19
escisión mencionada, se puede apreciar que la pretendida victoria de la ilustra-
ción sobre la religión (de la razón sobre la fe) es un acontecimiento al que
acompañan grandes interrogantes. Como dice Hegel en Fe y saber, se hace ne-
cesario preguntar si la razón victoriosa de la fe no ha logrado más que una vic-
toria pírrica. En realidad, esa victoria sólo ha tenido lugar al precio de una re-
ducción tanto de la religión misma (convertida en religión positiva) cuanto de
la razón (convertida en entendimiento). Puede decirse que la razón se ha visto
forzada ha invertir tanta energía en la consecución del mencionado triunfo que
se ha quedado vacía, seca. De ahí que la razón triunfante, la razón que gobierna
el mundo efectivo de la ilustración no sea una razón plena. Se trata, antes bien,
de una razón rebajada a entendimiento o, lo que es lo mismo, que ha perdido
la capacidad de aprehender lo infinito (eso que, en la religión, se convertía en
una referencia imprescindible bajo el nombre de Dios, pero que a menudo
también en ella, sobre todo en la religión positiva, se veía reducido a mero con-
tenido, a determinación, a finitud,) que ha quedado ahora desplazado en un
más allá o en un deber ser (o también en forma de idea trascendental o de
“cosa en sí”, etc.).
La confianza en la razón, alentada por la religión, ya sea bajo la forma de
Dios o de la providencia, posibilitaba al hombre un cierto reconocimiento de sí
en la realidad, que venía garantizado por la existencia de un suelo común (di-
vino) de sentido sobre el que todo descansaba. Precisamente por ello, por alen-
tar semejante confianza, necesaria tanto para dirigir las investigaciones de las
ciencias o de la filosofía cuanto para la conducción de la propia vida de los
hombres, la religión no puede ser arrojada fuera del mundo, sino a lo sumo su-
perada en la filosofía misma. Aunque la forma expositiva de la religión pueda
ser considerada inadecuada en relación a las necesidades del saber, lo que ella
contiene no debe perderse en un impreciso más allá, como ocurre en el presen-
te dominado por la escisión del entendimiento. La filosofía es la encargada de
alimentar esa confianza mediante su propio trabajo. De ahí que uno de los
asuntos fundamentales de la filosofía haya de ser la búsqueda y exposición de

20
ese plan oculto (que se sustrae siempre) de la providencia (del Dios, de la ra-
zón).
Ya hemos dicho que el asunto de la filosofía es la razón; en nuestro caso,
pues, la razón en la historia. La exposición de la razón tiene que abrirse paso,
no obstante, por entre un mar de prejuicios, el mayor de los cuales es el ya
mencionado de la escisión. Según tal presuposición, resulta imposible conocer
a Dios (o el principio, el sentido, el ser). El mundo moderno, por el contrario,
ha convertido en su saber propio, el saber de la ilustración, la certeza de que
únicamente lo fenoménico es cognoscible, las particularidades, las determina-
ciones, pero no así los principios, el dios. Aquí reaparece el enfrentamiento en-
tre la recusación de la filosofía a causa de su tendencia a los principios y la de-
fensa en contrario de la historia positiva, de las determinaciones y de las parti-
cularidades.
Pero no se trata de una simple (si es que una tal puede ser simple) cues-
tión epistemológica –la verticalidad del abordaje filosófico frente a la horizon-
talidad de la positividad histórica–; de lo que trata la filosofía es del sentido
todo del mundo y, por su puesto, del de la existencia humana en él. Y esto no
constituye, en último término, más que la exigencia de exponer y, por tanto, de
hacer concebible como saber –más allá de la representación y del sentimiento
religiosos–, que la realidad es racional, pero no sólo la realidad natural, que no
parece presentar problemas, sino sobre todo la realidad humana, el mundo éti-
co, el de la substancia-sujeto espiritual. Porque para Hegel lo que ocurre en su
propio tiempo no deja de ser expresión de esa esquizofrenia racional contra la
cual dirige toda su reflexión filosófica: que el hombre que se presenta a sí mis-
mo como la razón activa deba reconocer que lo extraño a él, la naturaleza, es
más racional que su propio mundo –que la historia, la economía, la sociedad,
el arte, etc. Esa situación, cuya característica principal es que el mundo ético se
encuentra abandonado de la mano de Dios –del sentido, de la razón–, debe re-
pugnar a la (verdadera) filosofía. De ahí que ésta tenga que ser concebida como
una teodicea, una justificación de Dios –una argumentación en favor de la ra-
zón. Pero esta justificación no representa una negación del mundo, sino la

21
comprensión de este como algo ideal. Por consiguiente, la historia universal,
que trata de lo particular y efectivo, debe constituir el lugar más apropiado
para emprender, por medio del pensamiento, esa reconciliación entre la idea y
la realidad. La contribución de la filosofía a dicha reconciliación vale como
fuerza impulsora tanto del desarrollo de la propia filosofía cuanto de la reali-
dad (para la que resulta enormemente conveniente que pueda llegar a ser sabi-
da como siendo racional).

4. El elemento espiritual

Una vez despejadas algunas incógnitas y disueltas ciertas representacio-


nes sobre la filosofía y la razón, hay un segundo aspecto que debe ser tratado
en la introducción. Éste tiene que ver con la pregunta, más concretamente
formulada, referente al fin último de la historia o, lo que es lo mismo, al descu-
brimiento del plan que debía orientar la labor filosófica. La pregunta por el fin
último del mundo toma, para Hegel, la forma de una consideración del espíritu
tal como se encarna en la historia, pues el espíritu es el fin buscado.
Lo que hay que preguntar en este punto es, por tanto, ¿qué es el espíritu?
Como sucede siempre con Hegel, dado el carácter sistémico de su concepción
filosófica, la aclaración por medio del lugar que le corresponde en el sistema a
un determinado concepto proporciona como un supuesto lo que ha resultado
del trabajo mismo de la filosofía. Eso es lo que ocurre aquí con el espíritu. El
concepto de espíritu resulta del sistema –o de la filosofía especulativa– y, como
tal, se debe dar por supuesto en la historia. A ésta le corresponde exponer
cómo ese espíritu se hace concreto en la historia universal, de qué manera se
vuelve realidad efectiva.
De entrada, el espíritu representa respecto de la escisión entre conciencia
y realidad que es característica, para Hegel, del mundo moderno, la integra-

22
ción, la identidad o la reconciliación. Constituye, así, un suelo de sentido. Pero
este suelo, el elemento comparativo de los términos de la relación o mediador
de la escisión no es de suyo evidente, tiene que ser logrado, resultar del movi-
miento de superación dialéctica en el que está inmersa la propia conciencia
inmediata. De ahí que el espíritu comporte una transformación de la concien-
cia. En la introducción a la Filosofía de la historia, semejante variación consti-
tuye ya –como hemos visto que ocurre también con otros contenidos– un re-
sultado, algo que ha sido deducido, que ha surgido del propio camino de
desarrollo recorrido por la filosofía. La experiencia del saber de sí de la con-
ciencia, que ha dado lugar a la transformación a la que se ha hecho referencia,
ha supuesto un hito en el desarrollo de la especulación, como camino de acceso
al sistema. Esa experiencia de la dialéctica de la conciencia –de la confusión y
de la superación– ha sido el tema de la Fenomenología del espíritu. Podría de-
cirse que en esta obra la conciencia experimenta, a partir de la realización de
sus propias pretensiones, que su constitución en realidad es espíritu y, por eso,
mucho más que mera conciencia.
En relación con esta experiencia de que la conciencia es mas que escisión,
la historia debe mostrar cómo la reconciliación de la que se ha hablado toma la
forma de la vida humana individual y de la vida humana objetiva. Porque todo
ello constituye la realidad espiritual. El espíritu no es otra cosa que “la esencia
que es en y por sí y que, al mismo tiempo, es ella real como conciencia y se re-
presenta a sí misma” (Fenomenología). Se trata del sí mismo de la conciencia
–su actividad, su libertad (separación)– enfrentándose a lo que supone es su
otro, el mundo real objetivo, que ha perdido ya la significación de algo extraño,
de la misma forma que el sí mismo ha perdido la significación de algo exclusi-
vamente para sí que se encuentra separado del mundo. “Cabe sí en lo otro”
reza otra formulación hegeliana de lo mismo. El espíritu es la subjetividad que
se descubre como substancial, como siendo no sólo actividad, inquietud, liber-
tad de (el no estar fijado, ser únicamente causado o dependiente), sino también
realidad objetiva, encarnada (pero no simple objetivación, sino objetivación
sabida, vivificada, etc.). De ese modo, como producción, autoproducción y

23
como substancia, realidad, contenido, el espíritu es “la esencia real absoluta
que se sostiene a sí misma” (Fenomenología). El espíritu representa sistémi-
camente el regreso a la interioridad de la idea que fuera desarrollada primero
en la lógica y que, después, se ha exteriorizado en la filosofía de la naturaleza;
por lo tanto, se trata de una interioridad mediada, de la mediación de la idea,
del ser, con la realidad. Por eso en la historia, que se encuentra en el territorio,
en el elemento, de lo espiritual, lo que rige, lo que es sujeto –tema, substancia,
actividad– no puede ser nada diferente de la idea, tal y como indica continua-
mente el propio Hegel.
El espíritu consta también de sus momentos, pero puede decirse que en sí
es ya subjetividad. Su determinación más específica es que se trata de un yo. La
yoidad, y todo lo que ello conlleva, es la expresión más inmediata del espíritu.
Lo que manifiesta son esos caracteres que acaban de ser mencionados: inquie-
tud y actividad, autorreferencia y autoproducción, desafección, separación, etc.
De ese modo, el espíritu es la capacidad para abstraerse de todo contenido, de
toda realidad, al no encontrar en ella sentido, es decir, la única legitimidad
para él aceptable que sólo puede provenir de él mismo. De ahí que la tendencia
más íntima que afecta a lo espiritual sea escindirse, verse expulsado de la
realidad externa, que aparece entonces únicamente como algo que rodea y que
ahoga –cf. el diagnóstico hegeliano al que se ha hecho referencia. Pero por eso
mismo, porque tiende a la separación, no puede alejarse del todo de los conte-
nidos, éstos constituyen para él lo negativo, aquello de lo que se separa y que,
por tanto, arrastra consigo en su huida, siendo impulsado por ello como por
una necesidad. El espíritu ama –según las palabras de Hölderlin– la colonia, el
viaje a lo otro, el alejamiento del suelo natal. Necesita contenido, que su activi-
dad termine consolidándose como una fundación. Es, pues, libertad, negativi-
dad –pero ésta exige en cierto modo positividad. Encarnarse, darse realidad,
constituye por tanto el fin de lo espiritual, aquello a lo que se orienta su activi-
dad. Aunque tal realidad no debe entenderse como fin y detención de la activi-
dad, como una arribada a puerto a la que hubiera de seguir el aquietamiento,
sino como la objetivación en la que la actividad yoica pueda reconocerse sin

24
acabamiento. El proceso de encarnarse, de tornase realidad sabida, una reali-
dad en la que puede encontrarse autoconscientemente legitimado, y que por
eso constituye un proceso de acontecer que tiene su sentido en la propia activi-
dad libre, es lo que, para Hegel, da lugar a la historia universal. Ésta es, pues, el
desarrollo o realización del concepto de espíritu.
La idea de espíritu o, también, el principio espiritual entendido como lo
absoluto es un asunto filosófico de primer orden, es el asunto filosófico. Y, en
efecto, Hegel había convertido ya desde los comienzos este propósito en parte
fundamental de su programa filosófico. En el prólogo a la Fenomenología ha-
bía establecido la necesidad de aprehender y exponer lo verdadero “no sólo
como substancia sino también como sujeto”. Que la verdad es no sólo substan-
cia significa que además de lo supuesto, lo estable, es también actividad, nega-
tividad, autorreferencia y que es no sólo sujeto significa que la estabilidad, la
positividad, los contenidos que se establecen con cierta gravedad como algo
objetivo, resulta también imprescindible. Ambas, substancia y sujeto, sujeto y
substancia, tienen que constituir los momentos –algo más que partes indepen-
dientes que se reúnen después para formar un compuesto– de esa susbtancia-
lidad activa, de lo absoluto o de la idea.
Este rasgo principal del programa filosófico hegeliano, que acaba de ser
mencionado, ha exigido para su realización tanto de modificaciones en el con-
cepto de “substancia” cuanto de un ensanchamiento del concepto de “subjeti-
vidad”, de tal forma que pueda caber en él mucho más contenido ontológico
que el que comprende la mera subjetividad abstracta. Eso obliga a Hegel a
pensar de nuevo los conceptos de substancia que proporciona la historia de la
filosofía con el fin de encontrar en ellos las claves para el nuevo entendimiento
que su proyecto requiere.
Como se ha dicho, la substancia tiene que ser concebida de modo que en
ella haya lugar para el movimiento, la actividad, la vida (es decir: contradic-
ción, negatividad), algo más por tanto que lo que suponía su entendimiento
como el substrato de inherencia fijo, estable y positivo. De ese modo, tiene que
ser pensado como el resultado de un proceso animado por la negatividad y no

25
como un lugar abstractamente opuesto a ella. De acuerdo con lo que Hegel de-
fine como el modelo de la reflexión raciocinante del entendimiento, por un
lado se encontraba la substancia y, por otro, sus accidentes, que aparecían
como predicados incluidos en las diferentes proposiciones. Para él se trata, sin
embargo, de concebir la substancia como suelo de esa relación expresada en la
proposición y, por lo mismo, de concebir eso otro no como una determinación
extraña, sino como el devenir otro de esa substancia en la que tiene lugar la
predicación misma. Sin embargo, puesto que la substancia, al ser también su-
jeto y, con ello, “negatividad simple”, es también y por sí lo otro que se mantie-
ne a la vez como lo mismo, tiende mediante la propia actividad a producir un
restablecimiento de la igualdad originaria. Resulta igual, pero ampliada en de-
terminaciones, relaciones (mediada, compleja) de aquella negatividad subjeti-
va.
En la substancia hegeliana, modificación de cierto modelo dominante en
la tradición filosófica, los accidentes se convierten en modos de una substancia
que es concebida a su vez como actividad noética, como percepción y apercep-
ción. Así es como alcanza a tener sentido la “movilidad subjetiva” que le es
propia. La substancia se encuentra, pues, en continua transformación; pero no
se transforman sus accidentes, sino ella misma. Ahora bien, “movimiento
esencial” y “subsistencia” son predicados contradictorios: constituyen la con-
tradicción que expresa la fórmula “substancia-sujeto”. La substancia tiene que
ser, esencialmente, negatividad subjetiva. Pero a Hegel no le vale, como hemos
dicho, ni lo meramente “subjetivo” ni lo exclusivamente “substancial” en el
sentido de la tradición. Hegel quiere incluir en la concepción transformada
tanto la apercepción trascendental kantiana como el yo fichteano, pero elimi-
nando las limitaciones “reflexivas” a que tales principios se encontraban some-
tidos en los sistemas correspondientes. Necesita, por tanto, de un modelo que
sea una Aufhebung de ambos lados, que podían venir representados por dos
concepciones clásicas sobre la substancia: la de Spinoza y la de la mónada (o
“substancia viviente”) leibniziana. Además, la crítica hegeliana toma como
orientación o referencia la filosofía aristotélica, que representa siempre para

26
Hegel la pauta filosófica que él pretende revalorizar bajo las condiciones de la
filosofía idealista de su tiempo. El elemento aristotélico al que se remite es el
de la substancia o realidad concreta o “viviente”: la entelequia.
Para Hegel, la concepción spinozista de la substancia es unilateral y limi-
tada, precisamente porque, en relación con ella, la reflexión es una actividad
externa. Esto divide el campo de consideración en dos polos (subjetivo y obje-
tivo) que, a su vez, requieren reflexión. Y de hecho en esta separación y enfren-
tamiento entre polos reside el núcleo tanto de la metafísica criticada por Hegel
cuanto de la filosofía moderna del sujeto. Ambas, la filosofía que se fundamen-
ta en la substancia y la filosofía que se fundamenta en el sujeto, son unilatera-
les y hacen de lo absoluto una inmediatez dependiente de la reflexión (“puesta”
por ella). Cuando se toma cada una por separado queda por un lado –Spinoza–
la substancia, entendida como absoluto, y por otro la reflexión subjetiva, pues-
ta por su parte como otro absoluto. En el caso de Spinoza, la actividad substan-
cial no es inmanente, sino producto de la reflexión, es decir, de la actividad de
la determinación (característica de un pensamiento que no es idéntico con su
objeto) que se mantiene, como consecuencia de la separación apuntada, en la
forma de una limitación. Al lado de esta substancia carente de negatividad y
enfrentada por ello a la reflexión se encuentra, para Hegel, la substancia leib-
niziana, cuyo rasgo principal es la actividad. Esta substancia, la mónada, inclu-
ye la reflexión en sí misma: representa la realidad y se representa a sí lo que
implica un referencia que trae consigo, en cierto modo, la desubstancialicación,
la inquietud (eso que es propio de la subjetividad). Precisamente por ello, para
Hegel la unilateralidad de la concepción spinozista requiere, por necesidad de
la cosa misma (una substancia entendida unilateralmente que reclama lógica-
mente lo que le falta, el otro lado) complementarse con la concepción leibni-
ziana.
La característica diferencial de la mónada en relación con la substancia
spinozista reside, para Hegel, en que aquélla representa una unidad negativa
reflejada en sí misma: es actividad aperceptiva. También la substancia de Spi-
noza es un uno, pero los contenidos que en ella se unifican no se encuentran

27
como resultado de la propia actividad de la substancia, sino que son competen-
cia de la reflexión externa, son asunto del pensamiento. La mónada, por el con-
trario, al encontrase constituida como negatividad reflejada es unidad en ella
misma, en su propia reflexión inmanente. Las transformaciones y determina-
ciones a que se ve sometida constituyen su propia manifestación o exterioriza-
ción –no son asunto de una consideración o reflexión ajena. Es actividad pura:
es entelequia, su propio hacer es manifestarse. Lo principal, por tanto, del mo-
delo leibniziano es esto: que se concibe la substancia como actividad, como
“vida” que remite a sí misma y se determina como una realidad concreta. Las
concreciones de la substancia no son externas a ella, no son limitaciones (de-
terminaciones), sino precisamente su propia manifestación. Por eso, para He-
gel, el principio básico de la filosofía de Leibniz es la individualidad, la concep-
ción de lo que es como actividad, como negatividad referida a un uno propio.
De ahí que el despliegue de las determinaciones no suponga una pérdida de sí
(una enajenación) o tránsito a lo otro.
Este modelo activo de la substancia proporciona no sólo lo contrario de la
substancia de Spinoza, sino principalmente aquello que se andaba buscando: la
substancia subjetiva, el principio especulativo, mediante el cual lo absoluto no
queda degradado al papel de una de las determinaciones de la reflexión del en-
tendimiento. Lo absoluto puede concebirse ahora como un principio activo ca-
paz de tranformarse y, con ello, de comprender en sí mismo los diversos con-
tenidos de la realidad. De ese modo, la principal dificultad que ha acechado
siempre a cualquier determinación de lo absoluto, a saber, que se convierta en
un algo, en un ser determinado (lo que tiene como consecuencia la volatiliza-
ción de la absolutez), puede ser evitada. Si lo absoluto es por sí mismo refle-
xión, podrá comprender en sí la determinación a la vez que va más allá de ella.
Ahora bien, el modelo leibniziano se encuentra también afectado de unila-
teralidad. En él, es el principio de la reflexión lo que ha sido elevado a determi-
nación esencial que tiene su fundamento de modo inmediato en su propia ma-
nifestación. Y la reflexión comporta asimismo fijación, determinación, separa-
ción del objeto. De ahí que Hegel mencione la individualidad (separación antes

28
que nada) como principio fundamental de la filosofía de Leibniz. Esta separa-
ción opone a la positividad característica de la fijeza substancial spinozista una
negatividad asimismo separada: la manifestación de la mónada es dependiente
de la negatividad y, por tanto, deja de lado la substancialidad. Precisamente a
causa ello se alza la exigencia de que el sujeto sea concebido también como
substancia. Sin embargo, para esta empresa el modelo leibniziano de la móna-
da presenta una nueva limitación. A una mónada le acompañan otras, de tal
modo que las relaciones entre ellas se encuentran preestablecidas por un prin-
cipio que es ajeno a todas en conjunto.
Así pues, la mónada es, por una parte, totalidad y, sobre todo, el origen de
esa totalidad –en tanto que actividad, que movimiento reflexivo. Pero su pro-
pio principio, su fundamento, le es en cierto modo ajeno: su actividad es origen
de sus determinaciones y, sin embargo, no es causa sui, cosa que ocurría con la
substancia spinoziana. En realidad, no se trata de un principio substancial ab-
soluto. La mónada leibniziana necesita de un dios que la ponga en coordina-
ción con las otras mónadas y que, de ese modo, garantice la necesidad de una
totalidad más amplia de la que constituye cada mónada por su lado. Su deter-
minación recae en cierto modo en un absoluto que le es ajeno y, por ello mis-
mo, se enfrenta a la reflexión, que es la encargada de ponerla en conexión con
lo absoluto, en el que desaparecen todas las limitaciones. De ese modo, el co-
rrecto principio de la actividad substancial, que se halla contenido en la noción
de “mónada”, no queda por completo desarrollado en la filosofía leibniziana,
sino que en ella recae bajo las coordenadas del punto de vista del entendimien-
to. La substancia leibniziana es, pues, al igual que la spinoziana, unilateral y,
precisamente por ello, reclama también lo que le falta. A la filosofía especulati-
va le corresponde, según Hegel, la integración o mediación de esas dos concep-
ciones de la substancia. Lo especulativo no es más que la eliminación (Aufhe-
bung) de ambas posiciones unilaterales, una eliminación que ponga de mani-
fiesto la necesidad de ambas al convertirlas en momentos de un proceso que
las deje atrás en tanto que tales pero que las conserve en una nueva determina-
ción.

29
Con todo, el modelo que subyace a la consideración hegeliana es –como se
ha indicado más arriba– el aristotélico. Hegel relaciona la noción de “actividad
pura” con la definición de “energeia”, entendida como pura efectividad. Ello
permite pensar la substancia como actividad, como lo realizante, la negatividad
que se relaciona consigo misma. Pero esta es la reflexión que es idéntica consi-
go en el diferenciar, el "noesis noeseos", el pensar del pensar, momento álgido
de la filosofía aristotélica que reaparece en el “espíritu” hegeliano.
De la filosofía de Aristóteles ha extraído Hegel nociones como la de “acti-
vidad” o la idea general de una realidad que se determina por sí misma. Hegel
sostiene que con Aristóteles se introduce en la filosofía especulativa –en la me-
tafísica o filosofía primera– el principio de la subjetividad o de la “vida” en un
sentido esencial. Este principio de la vida queda expresado en la actividad o el
cambio. Pero lo característico, para Hegel, de la filosofía aristotélica es la inte-
gración en un solo principio de las nociones de “cambio” y “permanencia”. Se
trata de un cambio que permanece idéntico a sí mismo, de un cambio dentro
de lo universal, de un determinar que es autodeterminarse. Este principio que
se autodetermina, que es actividad (negatividad), pero también totalidad, es la
entelequia, fin y realización del fin en sí misma. Mientras que una esencia en-
tendida exclusivamente como potencia representa únicamente lo en sí, la posi-
bilidad carente de forma, la “enérgeia” aristotélica significa la actividad, lo que
se realiza por sí, la negatividad que se relaciona consigo misma.
Pues bien, la substancia-sujeto o la entelequia se presenta para Hegel
como el modelo según el cual la actividad negativa tiene que elevarse por sí
misma a principio y constituirse como lo absoluto, como la totalidad que per-
manece, pero que se forma y cambia. La negatividad absoluta no puede ser
principio si no se convierte en principio substancial, es decir, si permanece
como mera forma. Pero tampoco la substancia inmóvil puede convertirse en
principio especulativo. La actividad debe serle propia y sus determinaciones
han de tener su origen en ella misma. La substancia-sujeto, por el contrario,
representa la unidad de ambos momentos, pero no la simple identidad, en la
que no cabe ninguna diferencia. Precisamente porque se trata de un resultado

30
de la reflexión, es inmediatez mediada y unidad de los contrapuestos, que se
encuentran en ella como superados.
Pero la substancia absoluta, tal como la concibe Hegel a través de la me-
diación dialéctica que acabamos de exponer, es más que lo que la metafísica
entiende por substancia. Es, en primer lugar, la unidad reflejada o la unidad en
la que quedan superadas, como momentos, las substancias spinozista –la iden-
tidad consigo de lo universal– y leibniziana –la negatividad idéntica consigo
misma, en la forma de una totalidad o de lo singular. Se trata de una substan-
cia reflexiva, que incluye la actividad y, por lo tanto, se concibe como sujeto.
Por eso mismo, la exposición, en la medida en que se trata del autoconcebirse
de esa substancia, de un regreso sabido a sí, es el resultado de la actividad de la
substancia absoluta. Acontecer y saber del acontecer coinciden, ser libre y sa-
berse libre, estar realizado como realidad espiritual objetiva y reconocerse en
ella autolegitimándose.
El elemento de la substancialidad subjetiva es el elemento de lo espiritual
y en él, como parte de esa actividad, es donde acontece la historia. Por eso, He-
gel concibe la historia universal como una suerte de presentación del espíritu,
como su hacerse presente (concretarse, hacerse efectivo) en el proceso (y como
un proceso) de actividad orientada a la realización completa de sí mismo, lo
que implica tanto la objetivación cuanto el saber de sí en ella (el reconocimien-
to y la legitimación); es decir, llegar a saber lo que es en sí y, entonces, ser por y
para sí. Esta relación entre despliegue ontológico y saber es subrayada por He-
gel cuando insiste en que, por ejemplo, los orientales no son libres (efectiva-
mente) porque no saben que lo son (en sí). El principio mismo de la libertad no
tiene que ser únicamente puesto, sino que debe ser elaborado, desarrollado y el
saber forma parte de esa elaboración. Aquí sitúa Hegel la definición fundamen-
tal: “La historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad, un pro-
greso que tenemos que conocer en su necesidad”.
La concreción del espíritu en la historia universal consta de tres momen-
tos que Hegel se ocupará de desarrollar en lo que resta de la introducción: 1)
las determinaciones abstractas de la naturaleza del espíritu, que han resultado

31
en gran parte en la filosofía especulativa, de acuerdo con lo que ha sido expues-
to anteriormente; 2) los medios que son requeridos por el espíritu mismo para
su realización, para el cumplimiento de su concepto; 3) la figura que constituye
la realización completa del espíritu en su existencia, su verdadera concreción:
el estado.

5. El principio de los intereses mediándose en la historia: los individuos


actuando (como medio y motor)

El primero de los momentos del espíritu representa aún la abstracción –


en la terminología hegeliana, la sola posición, lo que también puede llamarse el
concepto en sí o en potencia, etc. Ese concepto que, en cuanto a su realidad
completa, es algo meramente (su)puesto, tiene que concretarse, hacerse efecti-
vo. A este respecto, dos cursos de concreción del espíritu podrían ser conside-
rados. Uno, el especulativo, corresponde a la filosofía del espíritu. En ésta es
expuesto el camino de mediaciones que describe la substancia espiritual –ella
es de entrada espíritu subjetivo que se exterioriza más tarde como espíritu ob-
jetivo enfrentado al primero, para que finalmente dicha oposición se resuelva
dialécticamente en el suelo común del espíritu absoluto: interioridad y exterio-
ridad, en y por sí, concreción ideal, es decir, universalidad singularizada. El
otro correspondería a la realización de esa misma concreción en la vida objeti-
va de los hombres y de lo humano. Y esta última debe comportar, como parece
evidente, la actividad de los hombres mismos.
Hegel considera que, en sí misma, la idea de libertad, de voluntad libre,
contiene la necesidad de realizarse. Eso significa, en primer lugar, convertirse
en conciencia para, después, pasar a ser móvil y máxima de la acción. Y aquí
tenemos ante nosotros nuevas dificultades, que tienen que ver con algo que in-
dica el propio Hegel: el principio es interno, pero los medios tienen que ser
algo externo, lo apareciente y compareciente, lo que se presenta en la historia,
32
la exposición del principio, en el doble sentido de ponerse fuera y de arriesgar-
se, aventurarse, comprometerse en el mundo. Aunque dicho así podría dar la
impresión de que un asunto que comporta una cierta facilidad general  –el
principio interno tendría que realizarse–, se ve envuelto en ciertas complica-
ciones –lo ideal tiene que venir de la mano de las acciones humanas que no son
ideales. Esta “no-idealidad” se muestra en que los hombres no actúan guiándo-
le por la idea, no parecen racionales. De hecho, lo que la historia ha mostrado
preferentemente es un confuso y contradictorio evolucionar de la humanidad
movida por necesidades cuasinaturales, pasiones, intereses, etc. Lo que tene-
mos ante nosotros es, pues, la particularidad más absoluta asociada a la arbi-
trariedad, una situación que Kant había definido ya como enredada y carente
de regla.
Así pues, esta situación constituye una de las dificultades que acechan a la
realización de la idea de espíritu. El hombre, aun siendo racional de iure no lo
es de facto, y por ello la racionalidad representa para él un deber ser, algo que
tiene que ser desarrollado. De ahí la relación estrecha que existe entre la ilus-
tración, entendida como la empresa orientada al logro de esa racionalidad, y la
historia, entendida como la realización de la idea de espíritu, de una libertad
que es la razón misma. La ilustración puede ser considerada no sólo como la
generalización de una razón convertida en principio, sino al mismo tiempo
como la historización de la razón. Ésta se convierte en un proceso de logro, de
realización, en un proyecto humano tendente a conseguir que lo que es con-
forme al concepto –el hombre como ser racional– tome realidad efectiva –el
hombre actuando racionalmente y el mundo construido también de acuerdo
con principios racionales.
Pero otro tipo de dificultades, relacionadas en parte con lo anterior, se si-
guen de que la realidad humana, las acciones efectivas, respondan a una dico-
tomía ontológica. No son únicamente ni entes fenoménicos, sometidos enton-
ces a la necesidad causal, ni tampoco entes nouménicos que se siguen de la vo-
luntad libre. Si pudieran ser encuadradas en un o en otro ámbito no se produ-
ciría uno de los dilemas fundamentales que acucian al mundo humano, al

33
mundo histórico: el planteado entre la necesidad y la libertad. Si las acciones
fueran sólo realidad fenoménica, natural, lo único que habría que hacer, cuan-
do se trata de racionalizarlas, sería buscar las causas que las producen y las le-
yes a las que están sometidas, tal y como ocurre con el comportamiento instin-
tivo de los animales; la acción respondería a una causa y la intención no sería
entonces lo relevante. Si, por el contrario, fueran únicamente asunto de la li-
bertad de la voluntad, se trataría de buscar los principios de la razón práctica
que dieran cuenta de ellas, así como de establecer las máximas derivadas de
aquéllos que fueran oportunas para orientar la acción humana. Una acción se-
ría entonces racional si fuera ejercida de acuerdo con una máxima de la razón
práctica ajustada a principio y lo sería independientemente de lo que pudiera
suceder en el mundo. Las consecuencias de la acción no serían relevantes por
lo que respecta a su racionalidad. Pero la historia enseña que la realidad hu-
mana es un territorio en el que el hombre puede proponerse fines particulares,
incluso universales, pero de tal manera que ese proponer no es lo único que
interviene en la producción de la realidad, del efecto en cuestión. El hombre
propone, pero parece como si fuera una necesidad ajena a él la que dispusiera,
como si incluso él mismo fuera dispuesto por fuerzas que se le escapan, que lo
convierten en un medio.
Los hombres pretenden la satisfacción de determinados intereses, casi
siempre particulares o de una generalidad local, limitada, y mediante su acción
dan lugar a efectos inesperados. No puede decirse, por ejemplo, que el sistema
económico moderno, capitalista, sea el producto de un propósito planificado
sino más bien de un conjunto de acciones llevadas a cabo por agentes econó-
micos con la vista puesta en la satisfacción de requerimientos peculiares del
momento histórico (la reunión de los trabajadores de un oficio en un único lo-
cal, la división del trabajo, la introducción de máquinas…, todo se hizo con el
propósito de maximizar el rendimiento, el beneficio). El ejemplo que pone He-
gel es el de la venganza frente a una persona particular que termina produ-
ciendo algo diferente de la intención que la movía (quemando una casa e inclu-
so una calle entera y matando a personas inocentes). Aquí se percibe esa com-

34
binación entre libertad y determinación fenoménica que caracteriza a los actos
humanos, históricos, y que convierte en peliagudo el asunto de la acción hu-
mana. Ésta no puede ser tomada como algo que depende exclusivamente de la
intención, de la determinación moral de la voluntad, hay que considerar tam-
bién las leyes que gobiernan el mundo real.
Este asunto ha tomado más recientemente la forma de un conflicto entre
la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad o entre la ética de los
principios y la de los efectos. La acción resultante, en el ejemplo, aunque dife-
rente de la intención, debe cargar con esos efectos y cargárselos al agente. Otro
ejemplo que pone Hegel es el de César: su fin particular de mantener la pre-
ponderancia frente a sus enemigos se combinó con ciertas determinaciones
provenientes de la necesidad real para terminar sirviendo no sólo a aquel fin
particular sino a los fines de Roma y a los de la historia universal (la extensión
del imperio romano). De ese modo, atendiendo a su fin particular, César reali-
zó lo que reclamaba el tiempo mismo. Los grandes hombres de la historia son
de este tipo: sus fines particulares contienen lo sustancial, su voluntad es el es-
píritu universal. Son los individuos históricos.
Los individuos históricos ocupan un lugar desatacado en la concepción
hegeliana de la historia. En ellos la conjunción entre intereses particulares y
fines universales es aún más extrema si cabe que en el caso de los individuos
normales y corrientes. Por lo que respecta a estos últimos, la particularidad es
lo principal, de tal modo que insisten en sus fines, necesidades, pasiones pro-
pios, sin que lo universal pueda comparecer en sus acciones más que en la
forma de lo que Hegel denomina “astucia de la razón”. Esto significa que aun
obrando con vistas a la realización del fin particular o arrastrados por la fuerza
de alguna necesidad cuasinatural o de alguna pasión, terminan sus acciones
por producir algún sentido, pudiendo ser reconstruidas al final como si res-
pondieran a razones. Sin embargo, en el caso de los individuos históricos pare-
ce como si lo que anima su acción, su pasión más propia, su interés más parti-
cular, no fuera en último término otra cosa que la idea misma, que el fin últi-
mo, universal, de la razón. Lo anterior podría expresarse también de este

35
modo: quieren –como su querer más propio, en el sentido de “particular”–
aquello que hay que querer (lo que exigen el tiempo, el desarrollo del espíritu,
la historia, etc.). De ese modo, en ellos el tiempo, más que una condición, es la
determinación absoluta: son los hijos del propio tiempo en un sentido que ago-
ta las posibilidades del tiempo mismo y que, de ese modo, va más allá de él in-
tempestivamente. Su penetrante intuición parece apreciar, sin necesidad de
tornarse explícito, aquello para lo que el tiempo está ya maduro y que reclama
cumplimiento en un porvenir en favor del que es preciso laborar. De ese modo,
su actividad produce algo así como una aceleración del tiempo mismo cuando
se trata de dar curso a algo que ya estaba en proceso o una orientación cuando
se trata de ir hacia ello. Si Hegel afirma que en el terreno de la historia nada
sucede sin pasión, eso significa que los individuos históricos representan una
altísima concentración de pasión, tan alta que termina por estallar, movilizan-
do con su energía cuantas potencias históricas haya a su alrededor. En los pro-
pósitos de tales individuos reside lo universal, pero eso no significa que sean
individuos teóricos, que hayan comprendido el sentido de la idea y se pongan a
su servicio. Se trata de hombres prácticos cuya pasión, como hemos dicho, co-
necta directamente con las necesidades del tiempo. Esto se expresa en que di-
chos individuos no buscan satisfacer las necesidades de la humanidad, sino las
suyas propias, son egoístas, pero su egoísmo termina sirviendo a lo universal.
Persiguen, como Cesar, tras su interés, pero de tal manera que su acción, la ac-
ción de un hombre solo, arrastra consigo importantes transformaciones histó-
ricas –en ellos parece encontrarse agazapada la propia astucia de la razón.
Así pues, tenemos aquí dos aspectos de esta problemática relación entre
necesidad y libertad que ya en la época de Hegel habían sido establecidos por
una larga tradición de pensamiento político y económico. Por un lado, la situa-
ción paradójica que representa la divergencia entre las intenciones que mueven
las acciones y sus efectos. Las acciones contienen mucho más, como posibili-
dad, de lo que la intención puede saber y proponerse. Por otro lado, el estado
de cosas según el cual los hombres buscan fines particulares o de universalidad
restringida, local y, no obstante, llevan a cabo la producción de realidades uni-

36
versales. Ejemplos de esto último son tanto la idea principal desarrollada en la
obra de de Adam Smith, La riqueza de las naciones, según la cual los intereses
particulares, egoístas, de los agentes económicos terminan produciendo el bien
común, dando con ello curso a la historia misma en general (que es entendida
como progreso tanto de la libertad y del fin universal cuanto del bienestar indi-
vidual). Las acciones particulares de los hombres, que forzosamente se hallan
enfrentadas en muchos casos, que son contradictorias con los intereses de los
demás, que son por tanto egoístamente interesadas, producen a fin de cuentas
racionalidad y un progreso en la idea de la libertad misma, en su conciencia y
en su concreción en las formas políticas. El hombre, entendido como ese agen-
te egoísta maximizador de utilidades, sirve, más allá de su propósito, al bien
general, a lo universal, a la idea de espíritu, a lo absoluto.
Pero aunque se vea forzado a moverse en el seno mismo de la paradoja,
este modo de considerar los asuntos humanos puede producir esperanza, una
esperanza racional que ya Kant había creído poder extraer de la idea de la his-
toria. La confianza en que la combinación entre libertad y necesidad dé lugar a
un mundo racional, a una sociedad mundial de ciudadanos racionales y libres.
Sin ella, como dice Hegel, el espectáculo de la historia produce únicamente
desconsuelo y la idea de que nada se puede en la historia, de que en ella nada
tiene remedio, de que todo sucede conforme a un inexorable destino que arras-
tra compulsivamente al hombre y a todo cuanto se relaciona con él. Abando-
nada tal esperanza –dice Hegel– dejamos atrás la historia para contemplar,
seguros y tranquilos en nuestro propio tiempo, el espectáculo (que expresa tal
vez cierta belleza) de la confusa masa de ruinas.
Pero también cabe pensar que no sólo es posible la desesperanza o el re-
gocijo estético. La razón se ve forzada siempre a preguntar ante cualquier
realidad lo que pregunta ante el banco de matarife de la historia (que es el ro-
paje bajo el que se presentan a nuestra vista los asuntos humanos): “¿a quién, a
qué fin último ha sido ofrecido ese enorme sacrificio?” O dicho de otra manera:
¿cuál es la razón de todo esto? La filosofía, cuyo asunto es la razón, tiene que
buscar algún sentido, tiene que aportar las razones que hagan posible dar

37
cuenta de lo real-efectivo cuya manifestación avasalladora es un enorme mon-
tón de ruinas, así como océanos de sangre, productos ambos de una vasta e
imparable destrucción.
En el presente contexto, se trata de exponer la relación (racional) que
existe entre el banco del matarife y la idea de espíritu, entre los fines particula-
res y el fin último, universal por tanto, entre la actividad dispersa y divergente
de los hombres y el curso de la historia que ha sido definido como “progreso en
la conciencia de la libertad” que corresponde a su encarnación en forma de ins-
tituciones, hábitos, relaciones de libertad. Y si los principios no tienen existen-
cia por sí mismos, sino que requieren a los hombres que los pongan por obra,
entonces hay que mostrar cómo las necesidades de los hombres favorecen el
cumplimiento de aquellos principios. Esto constituye también un asunto de
una cierta solera filosófica. La razón por sí misma, en cuanto abstracta –en
cuanto puro principio–, no es capaz de producir nada, tiene que convertirse en
substancia dinámica, motora. Dado que lo que mueve a los hombres son sus
necesidades y pasiones, tendrá ella misma que convertirse en una necesidad o
en una pasión. Entonces puede encontrarse una clave para su efectuación.
Esta idea de que lo único con lo que cuenta la idea de espíritu para salir de
su abstracción o de su en sí ya formaba parte de las intuiciones principales que
constituyen el Más antiguo fragmento de programa de sistema del idealismo
alemán, escrito por Hegel, Hölderlin y Schelling. Éstos afirman allí, en crítica a
ciertas abstracciones de la ilustración, que hay que volver estéticas, es decir,
sensibles, la ideas para que calen en el pueblo y puedan hacerse efectivas. De
manera similar, el Hegel maduro de Berlín insiste en que los hombres no reali-
zarán fin absoluto alguno en la historia si no se convierte primero en su propio
fin particular. Cuando sucede tal cosa, por ejemplo, cuando ese fin último coin-
cide de algún modo con el fin particular de los agentes económicos entonces
éstos lo realizan. Aquí descansa, como dice Hegel, el segundo momento de la
libertad: que el sujeto encuentre su satisfacción en la actividad que ha de reali-
zar. En la época moderna, además, este segundo momento se acentúa conside-
rablemente. Para el hombre moderno es fundamental la convicción. Precisa-

38
mente por ello las instituciones sociales y políticas, así como los ordenamientos
estatales, etc., del mundo moderno dependen por completo de la legitimidad
que proviene de los individuos que los integran o a los que se dirigen. El hom-
bre moderno o, lo que es igual, la razón subjetiva, tiene que servir también a lo
universal, pero no de tal modo que ello suponga menoscabo de su posición in-
dividual. Por el contrario, tiene que laborar con ello en favor de su propio inte-
rés particular.
De nuevo aquí coincide Hegel con la tradición moderna del pensamiento
político. El hombre no puede ser concebido como un ente universal, como un
agente altruista, sino que se descubre como un ente particularizado, como in-
dividuo. Y, además, esa individualidad aparece como un rasgo primero de la
estructura ontológica humana. La negatividad que conlleva el que los hombres
sean individuos produce conflictos, pero también el movimiento histórico. Se
trata de la “insociable sociabilidad” que Kant había establecido como motor de
su idea de la historia. El individuo quiere y no quiere la sociedad, tiene al res-
pecto preferencias contradictorias: necesita a los demás hombres, pero tiende a
expandir su propio ser con propósito egoísta y, de ese modo, se siente molesto
por la presión que ejerce la sociedad sobre él. De ahí que la forma propia de la
sociedad moderna sea, para Hegel, la “sociedad civil”, el ámbito de confronta-
ción de intereses, el mercado, la competencia, etc. De acuerdo con lo anterior,
puede decirse que un estado estará bien construido y será vigoroso si une a sus
fines generales el interés privado de los ciudadanos (en realidad, en esto con-
siste el concepto de hombre como ciudadano, a diferencia del de súbdito). El
ciudadano (moderno) sirve a su interés y, a través de ello, al bien común. Con
todo, se requieren largas contiendas hasta que pueda llegarse a concebir esta
necesidad de convergencia de ambos intereses.
Pero el problema lo plantea la mediación de tales intereses, que son en
todo caso constitutivos de la individualidad moderna. Y su carácter problemá-
tico es algo que se muestra, por ejemplo, en la terminología que nos hemos vis-
to forzados a emplear. Hemos dicho que la realización de la idea de libertad o
del espíritu requiere que se produzca de algún modo la convergencia entre el

39
fin último universal y los fines particulares de los individuos. ¿Qué significa
este “de algún modo”?, ¿por qué puede ser sustituido? La dificultad es tan
grande que convierte en misterioso aquello que debería constituir la media-
ción. Y esto no solamente sucede en el caso de Hegel. Éste se ve forzado a ha-
blar de la astucia de la razón, para hacer referencia a aquello que orienta los
intereses particulares y egoístas de acuerdo con el curso necesario de la idea,
de la razón, del espíritu, etc. Pero al fin y al cabo tal astucia de la razón no pa-
rece sino otra manera de referirse a lo (un lo que remite a algo desconocido, a
un X) que A. Smith había llamado la mano invisible y que movía los hilos de tal
forma que convertía la contradicción entre los intereses particulares en causa
de la riqueza de las naciones.
En lo referente a la comprensión de la necesidad de unificación de lo uni-
versal y la individualidad, es decir, al descubrimiento de las razones en que se
fundamenta el supuesto histórico de que la razón gobierna el mundo, es como
siempre el sistema de los conceptos puros, la filosofía especulativa, el lugar en
el que se ofrece la explicación y justificación adecuadas. En ella reside, por tan-
to, el fundamento de toda esperanza histórica, la confianza en que el dolor y la
destrucción tengan, a fin de cuentas, algún sentido, que lo disperso, caótico,
confuso, responda a un orden. El ámbito de las ideas, de los conceptos puros
acaba por ser la fuente de realidad a la que es preciso acudir para hacer posible
la existencia humana (que anhela sentido y reclama esperanza). Fuera de ese
ámbito, en la esfera de la realidad efectiva, de la historia, la conciencia actuan-
te no se encuentra en condiciones de saber cuál es el fin último, sólo tiene sus
fines propios (más o menos universales), y actúa de conformidad con ellos. No
obstante, ella es ya, en sí misma, espíritu y, por lo tanto, el concepto de espíritu
está en sus acciones, constituye el elemento necesario para que pueda desen-
volverse. Pero dicho elemento no se ha convertido aún en un contenido para
ella, en su fin particular y, de ahí que haya que recurrir a la astucia de la razón
como clave explicativa. Ésta intervendrá cada vez menos a medida que se vaya
ganando en conciencia. Entonces la racionalidad entrará en el mundo humano
de la manera que mejor se adecua a las condiciones de éste: como saber, como

40
principio de elección, como fundamento de las acciones. Esto explica por qué el
desarrollo de la conciencia es tan fundamental en el proceso histórico tal como
lo entiende Hegel.
Los individuos no son, pues, únicamente los medios para la realización de
los fines racionales, sino que son también fines en sí mismos. Esta insistencia
de Hegel es significativa por cuanto se le suele acusar de despotenciar el valor
de los sujetos individuales al concebir a los hombres que actúan en la historia
como si se vieran llevados por una idea que predetermina el curso de los acon-
tecimientos, ése que se supone que debería resultar de las acciones libres de
aquéllos. Sin embargo, Hegel es un pensador moderno. También para él, el in-
dividuo constituye un principio insoslayable y, por tanto, su concepción filosó-
fica descansa en él como en la pieza clave de todo ocurrir y suceder. Puesto que
los individuos son fines en sí mismos no puede haber ningún fin superior que
prevalezca sobre ellos. A lo sumo puede darse una astucia que convierta el fin
último en fin particular de los intervinientes particulares. Y dicha astucia es
necesaria justamente porque los individuos persisten en su particularidad, con
lo que no pueden ser concebidos como agentes plenamente racionales para los
que lo universal es siempre lo determinante. No se puede someter a los indivi-
duos a ninguna idea. De hecho, son siempre libres, porque son desafectos. En
suma, no queda otro remedio que vincular el principio universal, el fin último
al querer de aquéllos. O dicho en la terminología hegeliana de juventud: el fin
último debe volverse estético para que los hombres, afectados por él, puedan
llegar a quererlo.
Es también plenamente moderna la idea de que sin servir al egoísmo par-
ticular no puede favorecerse el bien común. No obstante, requiere mayor de-
terminación: ¿hasta dónde alcanza la astucia de la razón?, ¿llega a ofuscar el
entendimiento humano?, ¿transforma a los hombres en peleles? Ésta suele ser
la interpretación más común: que la razón maneja a los hombres, que se en-
cuentra entre ellos como un agente más que –como se dice– “mueve los hilos”.
Pero es posible una interpretación diferente. Tal vez la expresión “astucia de la
razón” no se refiera a nada más que a un expediente teórico necesario en cierto

41
modo para que una situación paradójica no colapse la compresión. Alcanzar la
confianza en que los fines particulares contrapuestos se tornan fin universal
común y último. De este modo, lo único que haría Hegel – o A. Smith y otros–
es proponer una interpretación ex post de lo acontecido y no un mecanismo a
priori que, como si se tratara de un algoritmo, produjera resultados determi-
nados para cada valor de las variables, con lo que la libertad humana quedaría
despotenciada, convertida en un valor más a procesar. Pues hay que tener en
cuenta que los modos, las formas, los caminos que siguen los hombres pueden
ser muy diferentes. En eso consiste la libertad. Aunque ésta no basta, ya que
las acciones humanas podría ser, como se ha dicho, únicamente variables
computables, expresiones de una misma y permanente “forma lógica” previa-
mente establecida. Lo que hace que sobre los modos de comportamiento hu-
mano no quepa decir nada por anticipado, desde la perspectiva de la idea abs-
tracta, es la no existencia de ese algoritmo, de una ley universal. O dicho de
otro modo, sólo si se concibe la historia como la realidad cambiante y plena-
mente horizontal, que no es de ningún modo una substancia en la que descan-
saran las acciones de los hombres, entonces para tratar de ella valdría única-
mente la perspectiva histórica, el conocimiento de lo concreto, la investigación
empírica y la consiguiente reconstrucción de lo ocurrido, puesto que entonces
no habría garantía de que, por el hecho de que algo hubiera pasado una vez tu-
viera que volver a suceder si se dieran las mismas condiciones. Es justamente
la necesidad de reconstrucción la que conduce a suponer la astucia de la razón.
Lo que pasa es que unas veces se trata únicamente de una concesión inevitable,
e hipotética, de carácter analítico, mientras que otras veces se trata de la hipós-
tasis de una legalidad fuerte que despotenciaría la libertad humana. Sería en
todo caso muy aventurado suponer que Hegel puede tener una concepción
plenamente horizontal de la historia, una que no la entienda como una forma
previa, como una ley o como un algoritmo. Lo que sí hace su filosofía de la his-
toria es plantear las exigencias provenientes de todos los términos que se en-
cuentran actuantes. Reconoce la potencia de los individuos, aunque reconoce
también los requerimientos de la razón universal, de la legalidad.

42
Sea como fuere, lo importante para Hegel es mostrar que los hombres, en
tanto que individuos, no constituyen únicamente el elemento negativo de la
realidad, de la historia y de ese modo, aun cuando motor, el opuesto de la idea
abstracta de espíritu. No sólo son medios, en tanto que inquietud y actividad;
son también, y principalmente, fines, y de ese modo también positividad y uni-
versalidad. Eso es, precisamente, lo que sucede cuando para el hombre su fin
particular contiene lo universal en la forma de moralidad, eticidad, religiosi-
dad. La religión contiene lo universal, el dios, y al perderla en una ilustración
unilateral, escorada, abstracta, es cuando los fines particulares se oponen a lo
universal. De ahí el diagnóstico hegeliano: el hombre moderno ha construido el
principio del que extrae el sentido para su vida en lo negativo, en su capacidad
de separarse, de ser “libre de”. Esta negatividad es fundamental para él, consti-
tuye su principio espiritual, pero si cuenta únicamente con ella, entonces care-
ce de contenido, de universalidad.
De un modo similar, en tanto que hombres morales –sobre todo en tanto
que hombres éticos, es decir, dotados de una moralidad mediada con la reali-
dad, no mera adecuación abstracta a principio– los individuos se proponen fi-
nes que, aunque particulares, pues son los suyos, tienen un contenido univer-
sal (el bien, las instituciones adecuada a concepto, etc.). De ese modo, la liber-
tad, principio “divino” en el hombre, constituye más que la sola actividad pro-
veniente de la separación, de la desafección respecto de todo contenido –con-
dición sine qua non de cualquier reconocimiento o legitimación ulterior–, re-
presenta la potencia de autodeterminación (que combina en lo individual nece-
sidad y libertad). Pero ésta es más que separación, es autoformación ética. Así,
la libertad negativa se transforma en libertad positiva. Cuando los hombres
consideran la realidad desde el punto de vista de su adecuación a concepto (de
bien: las instituciones, etc.) descubren que el presente no se corresponde con
las ideas que pueden hacerse del concepto de la realidad (social, política, etc.).
De ese modo, se distancian de él, se ponen más allá de la realidad, pero ahora
lo hacen éticamente, es decir, no se sitúan exclusivamente en el deber ser o en
la abstracción del entendimiento –que dice “no me reconozco en esa

43
realidad”–, sino que su reflexión, al incluir el concepto, propone la realización
de éste, lo que significa que su separación, que su negación se hace por mor de
la cosa misma. El centro interior de la libertad subjetiva escapa al estruendo de
la historia universal. Es conveniente que esto sea así y, aunque a veces no se
subraye, Hegel lo considera imprescindible para que no tenga lugar un mero
sometimiento a lo fáctico, para que pueda servirse a la cosa misma según su
concepto y no sólo ser un medio (no libre) para su realización. No obstante,
Hegel sigue afirmando al final que el derecho del espíritu universal pasa por
encima de todas las legitimaciones particulares, “comparte también éstas, pero
sólo de manera condicionada por cuanto pertenecen a su contenido, pero se
encuentran afectadas a la vez de particularidad”. De este modo, éticamente, los
hombres no se ven determinados por lo particular, por la pasión –esto puede
ser entonces medio–, sino por la razón, por el derecho, por la libertad en el
sentido de la idea de espíritu.
Así pues, puede decirse que la capacidad moral del hombre –su ser volun-
tad libre autodeterminante– se juega en la historia en la forma de “eticidad”.
Este concepto es fundamental en la concepción hegeliana de lo humano en ge-
neral (lo ético, el derecho, la historia, lo espiritual sin más). “Eticidad” –o tam-
bién, según otras traducciones posibles del término “Sittlichkeit”, “vida ética”,
“ética social”, “ética concreta”, “moralidad social”– intenta definir la moral rea-
lizada en una comunidad, es decir, una moral no meramente subjetiva, sino
concretizada en la realidad por medio de su objetivación en instituciones vivifi-
cadoras de la verdadera libertad. Se trataría del conjunto de concepciones y va-
lores compartidos y universalmente aceptados, que están vivos y operantes en
las acciones y actitudes de los miembros de la comunidad y que se encarnan en
las costumbres leyes e instituciones que regulan sus relaciones. La realización
de la libertad requiere, entonces, no sólo de un principio autoconsciente que se
proyecte sobre lo real legitimándolo o rechazándolo, sino también la existencia
de una sociedad construida a imagen suya, ya que, según Aristóteles, una so-
ciedad es la mínima realidad humana autosufuciente.

44
Para Hegel, la eticidad se encuentra en la cúspide de la realización social
del espíritu de un pueblo. De acuerdo con la visión modélica de Grecia en la
Aufklärung alemana, la eticidad había sido en lo griego la expresión de la uni-
dad espiritual y objetiva propia de la vida de la polis. La colectividad represen-
taba allí la esencia y significado de la vida de los hombres, por ello éstos habían
buscado su gloria en esa vida y sus recompensas en el poder y la reputación
dentro de ella, así como la inmortalidad en su recuerdo. Así pues, “eticidad”
designa la virtud –la fuerza vivificante– que es fundamento del entramado po-
lítico-social en el que habitan los hombres, pero no sólo la antigua, significa la
virtud moderna que soporta sobre sus espaldas –como en Montesquieu– la
obra del estado.
Hegel mantuvo siempre a lo largo de su existencia como ideal político –en
el sentido de vida de la polis que, como estamos viendo, presupone la unidad
entre lo moral y lo social y que se piensa, por tanto, contra su escisión moder-
na– esa forma armónica de la ciudad griega, pero sin encastillarse en la nostal-
gia por un pasado perdido. La eticidad a la que aspira Hegel es moderna: una
que tenga como condición fundamental el principio del individuo que ha resul-
tado de la revolución francesa y que no puede ser rehuido sin que las ideas
principales sobre la realidad se vengan abajo. En la Fenomenología describe
así la totalidad realizada de la polis griega: “El todo es un equilibrio quieto de
todas las partes, y cada parte es un espíritu en su propio medio que no busca su
satisfacción más allá de sí, sino que la posee en sí misma, porque él mismo es
en este equilibrio con el todo”. Hay un fluir ininterrumpido entre las partes y,
sobre todo, entre el lado interior y el exterior, entre la autoconciencia y sus ob-
jetivaciones. Las cosas del mundo se vuelven autoconciencia a la vez que lo que
era producto de ésta se presentiza como la verdadera realidad. El mundo apa-
rece entonces como el lugar de la autoconciencia –y no sólo como el lugar del
que la autoconciencia se retrae–, de tal modo que la subjetividad se encuentra
como en su propia casa en él. Y éste es, como se ha dicho, el rasgo característi-
co de lo espiritual, estar “cabe sí en lo otro”. En su concepto ético, el mundo es
la creación de los hombres que se reconocen en él y combina tanto lo objetivo –

45
algo encontrado, que está ahí– cuanto lo subjetivo –responde al sentido de
quien lo ha creado. Éticamente, la esencia se convierte en presencia real y, por
ello, virtuosa, llena de fuerza y potencia tanto objetiva como subjetiva. Como
eticidad se concreta el espíritu que había sido definido, en la Fenomenología,
precisamente como la mediación entre lo individual subjetivo y lo social objeti-
vo: “…lo que el espíritu es, esta substancia absoluta que, en la perfecta libertad
e independencia de su contraposición, es decir, de distintas conciencias de sí
que son para sí, es la unidad de las mismas: el yo es el nosotros y el nosotros el
yo”. Se trata, así, de la reunión entre las producciones fenoménicas, efectivas, y
la conciencia individual o colectiva tanto fijada en la tradición cuanto viva y
activa en cualquier revalidación de la misma. La eticidad, en tanto que concre-
ción espiritual, es el resultado de la crítica hegeliana al formalismo kantiano o,
lo que es lo mismo para Hegel, a la escisión característica del mundo moderno
a la que hemos hecho referencia.

6. El estado como la realización y concreción de la idea. La historicidad


requiere estatalidad: sólo los pueblos constituidos en estado son históricos

La eticidad, en tanto que resultado, concreción, remite por supuesto al


principio que la anima, pero sobre todo está postulando, reclamando existen-
cia, estructura, forma tangible. Semejante realización de la eticidad se encuen-
tra efectiva en el estado; de ahí que éste represente un fin imprescindible en el
desarrollo histórico. Precisamente por ello, Hegel no puede concebir el estado
como lo han hecho ciertas tradiciones de pensamiento político: como la suje-
ción de la libertad individual a instancias heterónomas (“el poder” en abstrac-
to) de las que los hombres tienen que intentar escaparse. Para Hegel, no se tra-
ta de una superestructura política que, construida por encima y separadamente
de la sociedad, funciones como aparato coercitivo con vistas al desempeño de
la dominación de una parte de la sociedad por otra. Un domino que es resulta-
46
do de las correlaciones entre las fuerza interactuantes en la sociedad civil, que
a su vez descansa sobre el entramado de formas de propiedad y relaciones eco-
nómicas. El estado no es para Hegel tampoco, como sucede en algunas teorías
modernas de la sociedad, una realidad que, aunque surgiendo de la sociedad
misma, ha perdido la relación fluida con ella, se ha petrificado, cosificado, para
gravitar entonces sobre la sociedad, alimentándose de y oponiéndose a ésta.
En la filosofía hegeliana, el estado representa, como se ha indicado, la
realización del espíritu y, por ello, también la concreción de la libertad indivi-
dual y no su negación. De acuerdo con la definición (§ 257 de la Filosofía del
Derecho), “El estado es la realidad de la idea ética, el espíritu ético en cuanto
voluntad patente, ostensible a sí misma, sustancial, que se piensa y sabe y
cumple aquello que sabe y en la medida en que lo sabe. En la costumbre tiene
su existencia inmediata, y en la autoconciencia del individuo, en su saber y ac-
tividad, tiene su existencia mediada, así como esta autoconciencia –por el ca-
rácter– tiene en él cual esencia suya, finalidad y productos de su actividad, su
libertad sustancial”. De acuerdo con esto, el estado es una realidad dialéctica-
mente mediada o resultante, lo que significa que representa la Aufhebung de
ciertas unilateralidades y, por consiguiente, una realidad que concreta lo que
las realidades eliminadas ponían de modo parcial, únicamente ideal. Esto, lo
ideal de las realidades superadas, lo constituye la realidad resultante, en tanto
que el suelo sobre el que se han precipitado aquellas realidades incompletas
puesto que unilaterales. Éstas se han hundido o se han ido al fondo (al funda-
mento) puesto que sus posiciones respectivas se han mostrado como carentes
de verdad.
Pero al tratarse de una mediación, el estado representa no solamente el
eliminar de las posiciones unilaterales sino también su conservación en una
forma más adecuada, en una forma mediada. De ese modo, el estado es lo que
ya eran (en parte) tanto la idea abstracta de espíritu cuanto la libertad negati-
va característica de la individualidad, tanto la costumbre de la tradición de un
pueblo, expresión de una cierta necesidad histórica, cuanto la autoconciencia,
la voluntad para sí como fuerza individual que no consiente, que es desafecta

47
con respecto a a cualquier tradición. O, dicho en otros términos: el estado es la
mediación de lo substante en tanto que lo dado y en cierto modo causa para el
hombre –el que esté fijado a algo, a un contenido determinado– y de lo moral
en el sentido moderno (kantiano) del término, la voluntad libre y autodetermi-
nante que no acepta ninguna otra substancia que no sea el principio de esa su
libertad. En cuanto resultado de una eliminación dialéctica, el estado no es ni
substancia ni libertad tomadas por separado, abstractas, sino ambas cosas en
la siguiente combinación: es substancia subjetivizada, vivificada y es libertad
realizada de modo concreto en instituciones, leyes, formas representativas, en
una suerte de casa en la que el hombre puede sentirse a gusto como sujeto mo-
ral. De esa manera es como los individuos representan, en forma de eticidad –
de libertad substancial–, la vitalidad del estado mismo, procurando que no sea
una superestructura cosificada y lejana en su abstracción. Al mismo tiempo,
recíprocamente, los individuos, siempre viajeros, a los que por definición les
cuesta descansar en algún lugar, experimentan en la eticidad, en tanto que
substancia libre, el reconocimiento y la satisfacción en la forma de una existen-
cia espiritual objetiva, que se refleja en las instituciones, las leyes, el arte, la
historia del propio país.
La totalidad espiritual que, como una esencia, constituye el espíritu de un
pueblo, tiene que darse una forma, tiene que establecerse. Semejante estable-
cimiento de la eticidad es, para Hegel, el estado. Pero, como se ha dicho, no se
trata de una superestructura, de una armadura con la que se vea forzado a re-
cubrirse ulteriormente la sociedad a causa de ciertas necesidades –de organi-
zación, seguridad, administración, defensa, etc. Hegel lo entiende, antes bien,
como la columna vertebral, como el alma o la esencia de la sociedad. Un pue-
blo forma una verdadera comunidad únicamente en la medida en que sus in-
terrelaciones, su vida y vitalidad propias, se encuentran animadas por la etici-
dad y estructuradas estatalmente. Esta eticidad estructurada estatalmente es lo
que establece, como se ha dicho anteriormente, una transformación dialéctica,
una eliminación de las formas unilaterales tanto de la eticidad simple cuanto
de la moralidad y el derecho abstractos. De ahí que el estado sea substancia

48
ética, pero una substancia que, como se ha visto, incluye autoconciencia, subje-
tividad, lo que significa que es más que mera costumbre o tradición. La ética
transformada en alma del estado, bajo las condiciones que han sido menciona-
das, no puede seguir siendo únicamente lo que era antes de que se produjera la
mediación que ha dado lugar a la nueva realidad, i.e., la voz fundante de los
ancestros. De igual modo, la moral subjetiva experimenta una transformación
en la vida política (estatal) hasta convertirse en la disputa coordinada y con-
vergente de los intereses particulares que, por ello, se organizan en función de
lo universal, del bien común. Y algo parecido sucede con el derecho tradicional,
en tanto que abstracción o cuerpo de leyes fijas cuya legitimidad –ya fuera di-
vina, natural o de cualquier otro tipo– se encontraba más allá de los propios
ciudadanos. La vida del derecho no puede separarse, en la concepción hegelia-
na, de la vida autodeterminativa de los individuos en la que halla la imprescin-
dible legitimidad.
En tanto que tal, como esencia espiritual precisa, formada, la eticidad-es-
tado se autodetermina como una personalidad no sólo política, sino también
histórica. Un pueblo dotado de tal personalidad, una nación en el sentido mo-
derno del término –es decir, una comunidad constituida políticamente a partir
de su propio principio interior y que se da realidad externa definida e identifi-
cable–, se convierte por ello en un individuo histórico. Para Hegel, lo siguiente
constituye una tesis fundamental: un pueblo que no se ha estructurado como
estado no ha alcanzado aún la forma de una individualidad histórica y, enton-
ces, no puede ser tomado como un agente histórico, sino que se encuentra en la
historia de modo confuso. De ello se sigue que la forma estatal deba ser enten-
dida como el principio de autodeterminación, que confiere personalidad al es-
píritu de un pueblo con vistas a su concreción histórica. El tránsito de la
prehistoria a la historia se produce por la vía de la constitución ética de un
pueblo en la forma estatal.
Ahora bien, se haría un flaco favor a la propia concepción hegeliana si fue-
ra tomada de un modo excesivamente omicomprensivo, es decir, si en este caso
el estado fuera entendido como el perfecto encuadramiento armonioso de to-

49
das las fuerza intervinientes en la sociedad –individuales, tradicionales, jurídi-
cas, etc. En el estado, en tanto que concreción de la idea de espíritu, se mani-
fiestan fuerzas que no pueden por menos que entrar en liza, pujando por im-
ponerse. Por eso mismo, el estado es sujeto histórico y ente en devenir. Es lo
primero en tanto que mediados en él es como los individuos, actores en la his-
toria universal, cobran sin embargo verdadera dimensión histórica. Pero esto
no debe ser entendido como si tales individuos fueran algo parecido a un
vehículo que viajara a través de la historia, de tal forma que apenas fueran
apreciables y sólo se tuviera noticia de los intereses, movimientos, enfrenta-
mientos, etc., de los estados interactuantes. Son los propios individuos los que
están activos en la historia. Pero una individualidad semejante, la implicada
por el significado moderno del término, requiere no sólo la separación, la capa-
cidad de no afectarse, sino también, como algo imprescindible, que los hom-
bres encuentren equilibrio, que su hacer, su moralidad, alcance algún sentido,
es decir, que pueda tornarse real –en forma de propiedad, obras de arte, reli-
gión, saberes, instituciones, relaciones. Y es esto lo que hace posible el estado,
pero el estado comprendido, al modo de Hegel, como algo más que mera su-
perestructura administrativa o represiva. Dicho de otra forma: el estado en-
tendido como constitución. Los individuos se constituyen como ciudadanos
plenos y, con ello, como hombres realizados, por medio de la constitución (que
garantiza su individualidad). Este reconocimiento y concreción tampoco están
simplemente dados, requieren esfuerzo, logro, combate histórico. Y ese comba-
te abre nuevas vías siempre por el lado de la potencia individual. El individuo
es hijo de su pueblo y también de su tiempo, de ese modo ni queda detrás de él
ni salta por encima de él. Pero esto no agota las posibilidades individuales. Si
bien es cierto que sólo en la realidad fáctica que representa un determinado
pueblo puede tener existencia el principio (la idea de espíritu), justamente por
eso, por requerir la vinculación temporal y local es por lo que, como hemos vis-
to, los intereses individuales se tornan centrales. El individuo es lo que se ne-
cesita para que el principio no sea una nada separada de la interioridad de la
conciencia, como algo abstracto e indeterminado. Sin embargo, él necesita al

50
mismo tiempo de los principios, de la religión, del derecho, de las institucio-
nes, para poder tener contenido, es decir, algo más que mera conciencia o vali-
dez únicamente trascendental. Y aquí, en la exigencia de una realización con-
forme a concepto, así como de una desrealización de lo no legitimable, comien-
za el curso de una nueva superación, la que transforma el espíritu objetivo en
espíritu absoluto, haciendo entonces de lo espiritual bastante más que simple
interioridad o abstracta exterioridad. Pero la vida en el estado es la condición
de esta elevación a lo absoluto, puesto que en ella se forma el individuo como
tal, es decir, como la superación de la mera unilateralidad, como una realidad
que combina lo interior y lo exterior. Y se forma asimismo para ser capaz de
algo más, de saber apreciar la idea y no la letra (de la ley). La actividad consti-
tuyente del estado enseña a entender cuál es el espíritu de la ley (arte, religión,
filosofía); que no es únicamente lo que la vivifica, sino lo que la convierte en
tal, ya que ella no es otra cosa que un producto del espíritu.
Pero en la medida en que es un ente histórico, en devenir, el estado puede
ser visto como una dinámica de fuerzas que produce en cada momento una re-
sultante (de los intereses contrapuestos). ¿Es eso el estado? En cierto modo no
y en cierto modo sí. Por una parte, él no es otra cosa que la superación de las
posiciones subjetivas expresadas en la forma de intereses contrapuestos en la
esfera de la sociedad civil. En tanto que superación, que Aufhebung, él es la
eliminación de esa oposición, pero también su conservación (sólo que media-
da). ¿Qué significa esto? Que la sociedad civil no desaparece, ella constituye la
vida misma de la sociedad en tanto que autónoma. Pero en el estado dicha au-
tonomía es recogida de tal modo que pueda tener lugar la autodeterminación
de los individuos concurrentes, que no podía darse en la esfera civil precisa-
mente a causa del enfrentamiento que producía menoscabos en forma de la
imposición, bajo la apariencia de algo general e incluso necesario, de intereses
particulares. Reposando y siendo regulada en el estado, la sociedad civil puede
seguir siendo lo que es y, al mismo tiempo, producir también sentido universa-
lizante. De este modo, el estado tiene que ser entendido como algo distinto de
la simple resultante de fuerzas contrapuestas, algo así como un equilibrio tem-

51
poralmente condicionado y, por ello, a punto siempre de ser desestabilizado.
No obstante, siendo lo anterior, que representa un suelo renovado, sobre el que
lo superado no puede seguir activo del mismo modo que lo estaba antes de la
superación, el estado, si es entendido como estado moderno, es decir como
Aufhebung y no simple negación, tiene que ser concebido a la vez como una
realidad mucho más holgada que lo que sería un estado absoluto que, median-
te su ejercicio, barriera de la faz de la tierra la autonomía de la sociedad. El es-
tado hegeliano, un estado moderno, que se pretende concreción de la idea espi-
ritual, de la libertad, tiene no sólo que permitir, sino que está obligado a hacer
posible también la evolución de la sociedad civil o, lo que es lo mismo, dar cur-
so a las contradicciones y enfrentamientos que caracterizan a ésta. De tal
modo, el equilibrio que él representa no significa la última palabra, el que el
problema quede zanjado. El mencionado equilibrio se encuentra por fuerza
condicionado siempre históricamente, es una realidad cambiante que da lugar
a un proceso de metamorfosis cuyo resultado son las diferentes configuracio-
nes políticas.
Aquí, en la concepción hegeliana, se condensan tanto las ideas fundamen-
tales del pensamiento político moderno cuanto una crítica de ellas que se pre-
tende orientada hacia su superación. La idea básica es una que podríamos lla-
mar hobbesiana: que el imperio de la ley supone la mejor defensa de la libertad
de los individuos o, también, que la libertad absoluta puede, precisamente por
su absolutez, no ser libertad. En el estado de naturaleza, uno cuenta nominal-
mente con toda la libertad, pero como esa libertad no se encuentra protegida,
no vale más que la libertad, asimismo total, de cualquier otro. Toda agresión es
no sólo posible, sino también probable. La existencia humana se degrada hasta
perder el significado mismo de “humana”. Es únicamente vida en bruto acosa-
da por el peligro, lo que conlleva la imposibilidad de hacer nada distinto de
“intentar mantenerse con vida”. El resultado es el aplanamiento del concepto
mismo de “libertad”: esa libertad total es igual que la carencia de toda libertad,
uno se ve sujeto al temor frente a los otros, así como a la necesidad de autode-
fensa.

52
En relación con esta situación de merma, ésta sí casi completa, de la vida
humana, el estado, en cuanto determinación de la libertad, representa la posi-
bilidad de su ejercicio y disfrute; y lo representa justamente en la medida en
que significa determinación, limitación. Pero Hegel lleva a cabo también una
crítica de la idea hobbesiana. No es que los hombres estén dispuestos a limitar
su libertad y entrar en sociedad, bajo el imperio de la ley que proviene del po-
der estatal, mediante contrato. Tal decisión representa una quimera alucinada
por el entendimiento, que se toma a sí mismo siempre como lo absoluto. De
manera originaria, la sociedad constituye ya de entrada al individuo. El indivi-
duo era ya siempre social, de modo que lo social era y es ya una determinación
esencial, constituyente, suya. De acuerdo con esto, incluso en la sociedad civil
entendida absolutamente, como si fuera posible en ausencia de toda huella de
forma estatal, el individuo no es otra cosa que individuo privado (a éste le falta
o le es negada una determinación esencial: lo político). Ese individuo privado
es, tal como se expresa en la esfera de la sociedad civil, que es el territorio de
las necesidades (y la búsqueda de su satisfacción), un ser de necesidades. Pero
es justamente este ser de necesidades, que evoluciona a la búsqueda de su sa-
tisfacción, el que se define como el ente político por antonomasia: el bourgeois,
el ciudadano.
De nuevo aquí surge la paradoja: el ente individual político, constituyente
del estado, es el burgués-ciudadano que, como tal, extrae su determinación
principal, su definición más precisa, de la esfera de las necesidades, de la so-
ciedad civil, que tiene que ser superada en la esfera política. De ahí que se
mantenga siempre abierta esa (problemática) relación e interacción entre so-
ciedad civil y estado. Eso es lo que se manifiesta que la necesidad que, por su
parte, tiene el estado de la sociedad autónoma: el estado moderno no es nada
sin la legitimidad que le proporcionan los individuos. Por tanto, tal estado no
puede ser absoluto, en el sentido de que no deje holgura a la sociedad civil. An-
tes bien, el estado hegeliano, puesto que realización de la idea de espíritu, de la
libertad, debe ser entendido de un modo que podríamos denominar “liberal”,
es decir, un estado que no sea más que el curso indefinido de equilibrios,

53
desetabilizaciones y reequilibrios, como consecuencia de la potencia negativa
de lo individual, que se encuentra viva y se manifiesta en la sociedad civil. Esta
libertad es, por lo demás, aquello que, según indica el propio Hegel, tiene que
encontrarse en la vida del estado como en la propia casa, puesto que éste es re-
sultado de aquélla pero también, como ha sido mostrado anteriormente, su
condición de posibilidad. De la “vida del estado” habla precisamente Hegel; el
estado no puede valer como algo substancial en el sentido de fijado, firme e
inamovible, sino sólo en el de la substancia-sujeto, de acuerdo con los términos
ya establecidos anteriormente.
Es la propia vida del estado, entendida como la forma que toma el espacio
necesario para el desenvolvimiento de las actividades humanas, como la holgu-
ra imprescindible para el florecimiento de la individualidad, la que tiene que
posibilitar la evolución histórica del estado mismo. ¿Qué significa esto? Que los
individuos, aun partiendo de una situación temporal y localmente concreta –
de las condiciones de existencia político-sociales organizadas de acuerdo con
los términos de este estado realmente existente–, puedan saltar por encima de
él –Hic Rhodus, hic saltus. De acuerdo con esta manera de ver las cosas, el es-
tado no puede constituir el fin último si éste es entendido como algo concluido,
zanjado. Que sea fin último no puede significar que se trate de una estación a la
que se llega para no poder partir ya nunca más de ella. Entre otras razones, no
puede ser la terminación del viaje si tiene, a su vez, que ser entendido como la
realización y la concreción de la libertad en la forma de la presencia, de la
realidad efectiva de esa libertad: el presente verdaderamente moral en el que lo
activo en la historia, la voluntad subjetiva, se encarna. Pues esta voluntad sub-
jetiva libre es principio de acción, comienzo siempre renovado y, aunque fina-
lidad –nunca medio–, ni terminación ni consumación (¿o puede acaso consu-
marse la voluntad subjetiva?).
La concepción sistémica del estado que Hegel propone hace necesaria la
disolución de ciertas representaciones que era dominantes en su época y que
siguen siéndolo. Por ejemplo, aquella que ve al hombre como un ente libre por
naturaleza, con lo que su entrada en la sociedad, concebida como algo ulterior,

54
aunque necesario, representa únicamente una suerte de sometimiento (al esta-
do, que es entendido entonces como algo externo a la naturaleza humana).
Para Hegel, el hombre es, en efecto, libre por naturaleza, pero lo es sólo según
su concepto, lo es únicamente en sí, en potencia, como algo puesto pero no
desarrollado, no realizado. En tanto que concepto, la libertad natural es úni-
camente ideal (es decir: algo que es unilateral si se toma sin la referencia nece-
saria a la totalidad, a la idea, es decir, al concepto realizado y que, precisamen-
te por ello, reclama su otro, aquello de lo que carece pero que está puesto como
el otro lado de sí). En tanto que ideal, la libertad natural es algo más que inme-
diatez en sí, tiene que ser lograda, tiene que convertirse en resultado del proce-
so histórico, de la acción humana. Por eso, dice Hegel, el estado de naturaleza
es una situación dominada por la injusticia, la violencia, por los impulsos natu-
rales indómitos. Según su concepto, a la libertad le pertenece el derecho y la
eticidad, que son esencialidades, objetos y fines universales, que hay que ela-
borar contra el arbitrio y la unilateralidad. De ahí que a Hegel le parezca un
malentendido tomar la libertad sólo en sentido formal y subjetivo, separado de
los objetos esenciales. Pero con ello apunta a un asunto que entraña bastante
dificultad y que ha dado lugar a largas disputas filosóficas (y respecto del cual
cabría oponer a Hegel como una figura representativa frente a Kant como la
contrafigura necesaria). La cuestión no es otra que el enfrentamiento entre los
defensores de un hipotético concepto positivo de libertad (como el que preten-
de Hegel) y los que afirman, por el contrario, que la libertad sólo puede ser en-
tendida como un “estar libre de”, es decir, como libertad negativa. Para algu-
nos autores, como Berlin o Tugendhat, una noción positiva de libertad, que
implica realización en forma de contenidos, no sería otra cosa que una perver-
sión del verdadero concepto que es el de el ser (o estar) libre de. La libertad
implicaría siempre desprendimiento de toda sujeción, incluso de aquella
inapreciable a la máxima de mi acción como principio de libertad. “Ser libre”
significaría, así, tomar distancia, soltarse, ser desafecto incluso respecto del
propio principio de autonomía, de la máxima que se convierte en el asunto

55
mismo de la libertad. Libertad se entiende entonces como “un paso más allá
de”, que resulta de que el hombre tiene, justamente, conciencia y voluntad.
Es en este punto donde reside, para Hegel, la dificultad que afecta –y ter-
mina a su modo de ver por asolar– al mundo moderno. En tanto que desarrollo
de la libertad en la forma de un presente, de una vida moral efectiva, el propio
concepto de estado postula que sean encontradas instituciones para que lo que
acontece dentro del estado efectivo sea adecuado a aquel concepto. Y una tal
adecuación se logra por medio de la constitución. Ésta requiere que no se pon-
ga el principio de la libertad individual como la única determinación de la li-
bertad política, pues si fuera así, si fuera necesario el asentimiento subjetivo de
todos y cada uno, no habría constitución (he aquí un problema teórico-prácti-
co): habría únicamente un centro que observaría las necesidadesgenerales, así
como el estado de la opinión pública, que recogería los votos, etc., para proce-
der enseguida conforme a la voluntad mayoritaria expresada en un momento
dado. Pero una administración de este tipo resultaría demasiado pobre, tan
exigua que no cabría calificarla de forma de la vida política o de substancia éti-
ca. ¿Qué piensa Hegel al respecto, pues su comentario es bastante irónico, ¿es
acaso en este punto contrario a la democracia? Puede que sí, sobre todo si la
democracia es tomada como el simple juego cuantitativo de mayoría/minoría
respecto a las opiniones. Pero también es posible entender de otra manera sus
palabras. No puede suceder que los votos de los individuos substituyan al con-
cepto constitucional, al principio subyacente (instituido a su vez por los hom-
bres mismos). Si ocurriera esto, se podría terminar teniendo un gobierno de la
mera opinión de los individuos, aunque fuera esa la voluntad de una mayoría
(que no dejaría de estar movida por la opinión por mucho que fuera de mu-
chos, incluso la de casi todos). Hegel señala a modo de ejemplo que aun cuan-
do el pueblo sea el que, en una democracia, decide la guerra, eso no elimina la
necesidad de que tenga que ser un general quien se ponga al frente para diri-
girla.
Ciertamente, la abstracción del estado adquiere vida y realidad mediante
la constitución. Pero ésta excede, como se ha visto, un concepto limitado y es-

56
tático de substancialidad –lo constituido, lo establecido, el “estado”. Lo consti-
tuido no es sólo producto de una fuerza natural o de una necesidad que se
substraiga a las acciones humanas. Es algo histórico, lo que se pone de mani-
fiesto en el hecho de que, con la modernidad, vaya siendo cada vez menos una
esencialidad o una necesidad cuasinatural. Precisamente como elemento histó-
rico, es resultado de la actividad humana, de una acción constitutiva (de la vo-
luntad subjetiva que actúa e interactúa en el medio político-social efectivo, es
decir, históricamente). En la época moderna, en la que el principio que rige es
el de la voluntad subjetiva, ante el que todo tiene que alcanzar su legitimidad,
incluso las tradiciones, que ofician en la historia como una suerte de necesidad,
valen cada vez menos por el mero hecho de ser tradiciones. En la medida en
que siguen valiendo, ello es debido a que pueden ser revalidadas históricamen-
te (es decir, de modo efectivo, concreto, aquí y ahora) por la voluntad libre.
Todo en el estado, en el mundo moral, se halla a expensas de la voluntad
libre. Y, no obstante, ella se encuentra también constituida. Éste es un aspecto
problemático, pero relevante, de la concepción hegeliana. Hegel insiste en la
vinculación temporal-histórica de la individualidad. Se trata de un fenómeno
que debe ser investigado puesto que constituye el asunto histórico por anto-
nomasia. Pero la individualidad, precisamente por ser libertad negativa, es
siempre, en tanto que constitutiva, la instancia de enjuiciamiento y, por consi-
guiente, presupone una cierta toma de distancia con respecto a aquello que es
constituido, enjuiciado, tomado como quid de la libertad y de la actividad. La
individualidad, al ser precisamente la capacidad negativa humana y encontrar-
se, por ello, afectada por la libertad y la actividad, se ve impelida a alejarse de
la situación en la que está, a desprenderse. Cuando encara su asunto, su objeto,
aunque sea para legitimarlo o para reconocerse en esa realidad que le corres-
ponde, la individualidad subjetiva (libre y activa) se encuentra ya ida, despla-
zada. Sólo así puede hacerse cargo (libremente) de su objeto. De ahí que pueda
decirse que aquella misma fuerza constituyente puede, en cualquier momento,
convertirse en la fuerza disolvente.

57
Éste es un aspecto que cabría calificar de crucial en la filosofía de la histo-
ria, tanto en su sentido más general cuanto en el específicamente hegeliano. El
individuo, ¿mueve o es movido? ¿Es sujeto directo o vicario: la historia es suya
o él es de la historia, laborando sin saberlo en favor de una dinámica que se le
escapa? Esto es lo que se pone de manifiesto en el asunto ya mencionado que
hace referencia a la problemática dependencia del individuo con respecto a su
pueblo y a su tiempo. Hegel dice, como se vio anteriormente, que la historia es
razón que comparece en el presente o razón que se presenta, razón efectiva.
Por ello mismo, sólo para una consideración unilateral aparece la razón como
algo eterno e inmóvil. Esto sucede también con respecto a la relación que se
establece entre el hombre y la historia. El hombre comparece (existe, es onto-
lógicamente efectivo) de modo histórico, es decir, como un ente inquieto, afec-
tado de mudanza, transformación, devenir. De ahí que no pueda ser pensado
como un ente universal eterno –dotado de una “naturaleza” o una “esencia”
fijadas de una vez por todas. Esto es lo que se encuentra contenido en la con-
cepción hegeliana: el hombre no es eterno, sino hijo de su tiempo (y de su pue-
blo, de uno que se estructura mediante la constitución estatal). Pero el tiempo
mismo es más que sólo presente, así como el pueblo y el estado son más que su
establecimiento momentáneo. Ser pues hijo del propio tiempo y del propio
pueblo no puede tener el sentido de una determinación inmóvil, significa ser
también hijo de las posibilidades ontológicas que se le abren a ese tiempo y a
ese pueblo. “Propio” no puede ser entendido como una “propiedad” natural –
que se semple siempre igual a sí misma– ni tampoco como algo que se tiene en
“propiedad” y que, por tanto, se encuentra ya zanjado, no habiendo lugar para
discusión ulterior. Si fuera de este modo, el presente se tornaría absoluto y,
convertido en principio, daría lugar a un desvanecimiento del futuro. El pre-
sente, en tanto que actualidad, significaría ya el futuro devenido, el fin de la
historia, no sólo su finalidad, sino su consumación y cierre. Entonces parecería
imposible que quedara algo aún por suceder (cualquier transformación queda-
ría excluida). Un presente absolutizado dejaría, pues, de ser devenir y se con-
vertiría en aquello hacia lo que todo deviene: un final de trayecto perfectamen-

58
te determinado, respecto del cual no sería siquiera pensable alguna desviación,
alguna novedad.
Sin embargo, el presente atesora más significados. Situar la razón en el
presente trae a la historia entera del lado de lo que tiene que ser sopesado. En-
tre otras cosas, el presente es un momento del tiempo y remite a los demás
momentos –pasado (como recuerdo) y futuro (como posibilidad)– temporales.
Esto es lo que se encuentra contenido en el lema hegeliana según el cual la ra-
zón es la “rosa en la cruz del presente”. Lo que esta fórmula pretende expresar
es que la razón significa la afirmación del presente, pero una afirmación que,
por serlo, incluye también la capacidad de fluidificación de lo coagulado, es de-
cir, el exprimir las posibilidades que el presente contiene como una suerte de
líneas de fuerza que se abrieran hacia el futuro (éste no es, por lo demás, otra
cosas que ese conjunto de líneas, de posibilidades). Cada presente es, de ese
modo, efectivo (y representa así una verdad sobre aquello de lo que viene),
pero no es tampoco la verdad sin más que requiere la totalidad del tiempo.
En este punto es donde el el trabajo de la filosofía encuentra su lugar
apropiado. La filosofía, en la medida en que es la averiguación de lo racional se
convierte en la comprensión de lo actual y lo real –“lo que es racional es real y
lo que es real es racional”. Pero se trata de comprensión, es decir, de pensa-
miento cuyo fin es la exposición verdadera de todo lo que la realidad actual
contiene (y semejante realidad contiene pasado, pero también futuro a
desarrollar). La filosofía trabaja así por la reconciliación, pero ésta no puede
tener lugar si la realidad no logra dar de sí todo lo que contiene. Además, es el
pensamiento el que trabaja por la reconciliación, lo que significa que es a la ra-
zón subjetiva a la que le corresponde aquí un papel fundamental. Esta razón
trabaja en favor de la recopilación cuando descubre en el presente las posibili-
dades que se abren en él y de esa forma, entregado a la cosa misma y no desde
la abstracción o la vanidad del entendimiento, posibilita su despliegue, su ad-
venimiento.
Pese a todo, la acción del pensamiento implica una nueva paradoja: con-
dición del advenimiento de la cosa misma (del espíritu concreto en la historia),

59
del cumplimiento del presente, es la capacidad para ir más allá de él. Precisa-
mente por eso –como se ha indicado– a la esfera del espíritu objetivo, en cuyo
seno tiene lugar el movimiento de la historia, le sigue en el curso del “devenir
hacia sí” de la idea, el espíritu absoluto, cuyos elementos constituyentes son las
formas de la representación, de la aprehensión (de la diferencia y de la identi-
dad, por tanto): el arte, la religión y la filosofía. Podría decirse, apurando el
sentido de la deducción hegeliana, que el tránsito desde el espíritu objetivo al
absoluto constituye el postulado de la radical historicidad. “Histórico” en su
sentido más profundo significa este “estar yendo más allá” de lo que es como
forma de ser de eso que es. Este devenir, que en el curso de los acontecimientos
remite a una serie de antes y después –primero es una cosa y después viene la
otra–, se anticipa, como presente mismo, en el pensamiento, es la fuerza cons-
tituyente que sólo puede serlo porque es también fuerza disolvente. La razón
de que el ser hijo del propio tiempo o del propio pueblo no comporte que el in-
dividuo se vea afectado por una determinación natural que impediría cualquier
holgura favorecedora de su actividad y desenvolvimiento es que el pensamien-
to se encuentra actuante en la dinámica histórica. De ese modo, puesto que el
pensamiento se objetiva como constitución de la sociedad, como estado en el
sentido hegeliano, es por lo que la vida en el estado, en ese hogar de la realidad
ética, se convierte en condición de posibilidad de la transformación histórica,
del acontecer.

7. El curso de la historia universal

La historia, movimiento y resultado de “lo histórico”, se convierte en el


tribunal universal, ante el que comparecen tanto las realidades objetivas cuan-
to las posiciones subjetivas. Por eso, dice Hegel, se trata de “la realidad espiri-
tual en todo su alcance de interioridad e interioridad” (Filosofía del Derecho, §

60
341). Y puesto que se trata de la combinación de ambas es más que una idea en
la cabeza de los hombres o una intención en su ánimo, pero también es más
que una realidad entendida como lo fijo e inamovible que se impone en la for-
ma de una necesidad de carácter casi natural. Pero no se trata de algo abstrac-
to, de una universalidad que se eleve sobre las particularidades, sobre la diver-
sidad, para emitir su veredicto, forzosamente universalizante, sin tener en
cuenta el sentido y el derecho de tales particularidades, de las singularidades,
en tanto que tales. Éste es siempre el problema cuando se trata de concebir la
historia por parte de la filosofía. Como se ha dicho, a ésta se le reprocha una
actitud despectiva hacia lo particular, hacia lo diverso en su diversidad, que es
consecuencia de que su vista se encuentre puesta en lo universal, en la idea
(que quienes hacen el reproche entienden como algo abstracto y alejado de lo
real, no como un concreto –universal singularizado– en el sentido hegeliano).
Sin embargo, para Hegel, la historia ha sido deducida sistémicamente no como
“la necesidad abstracta e irracional de un destino ciego”. En el caso de que fue-
ra obligatorio hablar de destino, éste no sería ciego, sino que al tratarse de ra-
zón en y por sí, es decir, de razón realizada, concreta, espiritual, sabida, ten-
dríamos ante nosotros el “despliegue necesario a partir sólo del concepto de su
libertad, de los momentos de la razón y por ende de su autoconciencia y de su
libertad: la exposición y realización del espíritu universal” (Filosofía del Dere-
cho, § 344). Hay necesidad y hay al mismo tiempo, en una identidad con ella,
libertad, y viceversa. Hegel pretende haber superado, por medio de su concep-
ción del espíritu, la cesura hasta ahora insalvable que afectaba a la historia, la
oposición entre libertad y necesidad.
Ahora bien, como se ha dicho, la historia no es quietud sino proceso. Pero
ese proceso, tratándose como se trata del movimiento espiritual, del devenir
del espíritu, no puede consistir únicamente en un acontecer. El devenir del es-
píritu, el proceso de la historia, es un movimiento de la conciencia misma y,
por tanto, es saber progresando. En la historia, el espíritu actúa para “hacerse
objeto de su conciencia, aprehenderse a sí mismo explicitándose” (Filosofía del
Derecho § 343). Esta aprehensión de sí mismo constituye el principio del cual

61
la consumación no representa sino la exteriorización, pero de tal forma que,
mediante el aprehender supera el espíritu su exterioridad para regresar a sí en-
riquecido. El tránsito puro del espíritu toma, pues, la forma höderliniana de un
curso de exilio en el que se va logrando el derecho para la vuelta a casa. En
realidad, ese lugar al que se vuelve se va conformando durante el viaje, Así que
puede decirse que, en un principio, la casa no es propia más que como anhelo.
Después, a medida que la existencia humana vaya formándose como conse-
cuencia de la experiencia, aquel impreciso hogar, únicamente anhelo, se va ha-
ciendo poco a poco propio de modo efectivo (en el punto de partida se trataba
únicamente de inmediatez, de una vacía afirmación del sí mismo que se mos-
traba enseguida como pura inhospitud). Para Hölderlin, el hombre es inhóspi-
to, esa su pretendida y supuesta casa representa de entrada el verse arrojado
fuera de sí, el tener que emprender el camino por lo extraño. En ese largo viaje
formativo va despuntado poco a poco y va esbozándose, cada vez con contor-
nos más precisos, el verdadero contenido y ser de lo propio, de eso que, al co-
mienzo no era más que un nombre sin referencia y que se va haciendo pleno en
la vuelta a casa, en el regreso. Un itinerario similar, presidido siempre por la
imperiosa potencia de la negatividad, es el que recorre el espíritu como concep-
to dialéctico. Pero es también el que recorre el hombre que hace concreto ese
mismo espíritu. Como ser que carece de hogar, que no tiene lugar, el hombre –
lo espiritual– en vez de ser natural es viajero, es decir, histórico.
Ese hombre, que no se tiene a sí mismo en la inmediatez, en el punto de
partida, se ve movido por la in-quietud que le aqueja y constituye en forma de
perfectibilidad. Puede ser siempre de un modo diferente a como es en cada
momento. De ahí que el cambio que tiene lugar en la historia haya sido conce-
bido como un progreso hacia lo mejor y más perfecto. Este movimiento de per-
fección es lo que produce en el mundo humano su novedad específica frente a
la recurrencia de los cambios que tienen lugar en la naturaleza. Historia y na-
turaleza pueden distinguirse por tres caracteres: 1) la irreversibilidad de lo
humano frente a la recurrencia de los procesos naturales, 2) la prevalencia del
futuro frente a los orígenes (lo finalístico) que caracteriza a la historia frente a

62
importancia del origen (lo causal) en la naturaleza y 3) el antropocentrismo del
acontecer histórico, dominado por la intencionalidad, que se opone al mecani-
cismo causal de la naturaleza. Pero la perfectibilidad, dice Hegel, “es algo casi
tan carente de determinación como la variabilidad en general; carece de fin y
meta; lo mejor, lo más perfecto, a lo que debe encaminarse, es algo por com-
pleto indeterminado”. De ahí que la oposición de características que acabamos
de hacer defina la diferencia entre el reino de la libertad y el de la necesidad.
Sin embargo, el reino de la libertad, el mundo humano, no es el territorio
de la contingencia, no se encuentra –como hemos visto– dejado de la mano de
Dios: es racional, tiene sentido. Lo que ocurre es que tal sentido o principio no
puede ser ajeno al hombre mismo. El hombre tiene que constituir su propio
sentido y su determinación ontológica. Puesto que no puede ser natural, habrá
de tener una determinación por libertad, es decir, una auto-determinación. De
ese modo, la realidad espiritual es lo que ella misma se va haciendo y, puesto
que trabaja con una materia que no es externa, no puede hacer consigo misma
otra cosa que desarrollarse, que lograr que dé de sí lo que ella misma es ya en
sí. El espíritu, entonces, se autoproduce o se media. Los elementos intervinien-
tes en tal mediación no pueden tampoco venir de fuera, puesto que se trata de
una autodeterminación. El espíritu no puede contar con nada diferente de sus
propios atributos: la conciencia y la voluntad. El aspecto de la conciencia es
aquel ya señalado desde la antigüedad mediante la fórmula “conócete a ti mis-
mo”. Este conocimiento, la aprehensión del propio ser, constituye ya una for-
ma de ser superior a la inmediata anterior. La voluntad tiene que ver con la de-
terminación del propio hacer que se sigue de la adecuada conceptuación del
propio ser.
Ahora puede cobrar un significado más preciso la definición hegeliana que
ha sido mencionada más arriba: la historia es el progreso en la conciencia de
libertad; o, lo que es lo mismo, el progreso en la autoconciencia del espíritu; o
también, la autodeterminación del espíritu en el curso del advenir consciente
de sí. Y tampoco puede concebirse este curso, este advenir, como un simple y
fácil recorrido de etapa en etapa, por un camino que se encuentre expedito. Del

63
mismo modo que Hegel ha criticado con firmeza a la epistemología por supo-
ner que es necesario para la ciencia encontrarse en posesión de un método
cognoscitivo que aplicar a su objeto para conocerlo, ya que esa suposición im-
plica un saber de la ciencia anterior al saber mismo, de una manera similar
puede ser entendido aquí el curso espiritual. Si la autodeterminación tiene que
ser el resultado de una actividad, algo que se produce, entonces no puede ha-
ber un camino que se encuentre ya tendido, predispuesto y por el que tenga
que transcurrir el espíritu. Tampoco la historia puede ser comprendida como
un camino ya descrito, delineado, establecido. Si fuera así, la historia resultaría
comprendida como una naturaleza, como una suerte de determinación exter-
na. Precisamente por ello el advenir hacia sí del espíritu tiene que irse consti-
tuyendo, conformando, como el camino que resulta de la mencionada autode-
terminación. Eso es, por otro lado, lo histórico. Y ese camino tampoco es fácil:
se va delineando como resultado de la oposición interna del propio espíritu –
éste se vuelve negativamente contra sí mismo, se distancia de cada posición
para regresar ulteriormente a una identidad consigo. De entrada, la conciencia
y la voluntad se encuentran hundidas en la vida natural inmediata (que es, jus-
tamente, lo contrario de lo que significa espíritu). Por lo tanto, el desarrollo en
el espíritu es una dura e infinita lucha contra sí mismo. Aunque lo que el espí-
ritu quiere es alcanzar su propio concepto –dice Hegel–, esto se lo oculta a sí
mismo lleno de satisfacción en su propia alienación. El espíritu es contradicto-
rio, por eso se mueve, evoluciona, tiene historia.
La historia universal presenta el curso de las etapas del desarrollo del
principio cuyo contenido es la conciencia de la libertad. Un curso que, como se
ha dicho, no se encuentra predeterminado en su resultado, aunque sí puede ser
establecido por la filosofía especulativa en lo que tiene de formal, es decir, en lo
que implica el concepto de espíritu –a saber: actividad, inquietud, exilio, me-
diación, cabe sí en lo otro. El desarrollo tiene etapas porque requiere media-
ción (ésta es resultado de la contradicción y prueba de la vitalidad), la división
y diferenciación del espíritu mismo (concretización). Hay que decir en este
punto que la lógica que subyace a esa mediación y concreción no es otra que la

64
que ha sido expuesta en la Ciencia de la Lógica. En cuanto a la exposición, la
necesidad, la fuerza interna, proviene de la lógica, pero su concreción debe ser
proporcionada por la filosofía del espíritu. Esta diferencia es importante y debe
ser señalada. La lógica y la filosofía del espíritu no coinciden. Precisamente por
ello, la filosofía del espíritu no se reduce sin más a lógica. Ésta puede (y tiene
que) proporcionar un conocimiento adecuado de las particularidades, así como
de las relaciones y mediaciones que tienen lugar entre ellas. Todos los aspectos
de la realidad son importantes y tienen que ser considerados de acuerdo con
esa importancia.
El espíritu –y también la historia– tiene su comienzo, como se ha visto, en
su posibilidad infinita. En ella se encuentra contenido de algún modo el
desarrollo todo, aunque sólo en sí (y sólo como posibilidad, no como realidad
simplemente anticipada). Sin embargo, el mencionado desenvolvimiento no
tendría lugar sin aquella actividad que implica exteriorización, extrañamiento.
La posibilidad de la que se ha hablado lo es de perfección. Pero en el comienzo
únicamente es, de modo fáctico, algo imperfecto, algo extraviado en lo externo.
Como esto último contradice el propio concepto de espíritu, éste se ve forzado
a moverse, para superar dicha contradicción. Ello impulsa la vida espiritual. Y
esto representa, según indica Hegel, tanto como romper con las raíces, con
aquello que lo ata y determina. Debe ir más allá de lo natural, de la eticidad en-
tendida como la llamada de las voces ancestrales, para alcanzar la conciencia
de sí mismo. La eticidad, como se ha dicho anteriormente, se encuentra en
cierto modo en el plano de la naturalidad (y posiblemente la moralidad es un
avance imprescindible con respecto a esa eticidad natural a la que hace refe-
rencia Hegel en este punto). Por eso tendría que ser distinguida de otra etici-
dad, de esa que representa la concreción del espíritu en y por sí, una eticidad
moral. Así pues, cabría distinguir, y oponer incluso, eticidad-natural y eticidad-
moral. Lo que resulta es que el hombre, el espíritu, necesita siempre de una
base ética para no ser sólo aire, abstracción Pero que ese suelo no puede tam-
poco ser lo principal, puesto que esto es para el espíritu la actividad, la subjeti-
vidad, la negatividad. Lo negativo tiene que mediarse con lo positivo, pero sin

65
aquietarse, sin convertirse en realidad meramente orgánica, en naturaleza o en
substancialidad no subjetiva. En todo caso, la historia se mueve en esta direc-
ción: de la pérdida al encuentro de sí o, también, de la identidad vacía hacia la
ganancia de lo propio como un contenido lleno de sentido, pasando por el exi-
lio.
Según ya ha sido señalado anteriormente, Hegel ha puesto siempre repa-
ros a la suposición teórica de un estado de naturaleza, de tanta relevancia en el
pensamiento político moderno. Para él, no hay necesidad de partir de una tal
situación ideal. No obstante, sí que hay algo que comparte con semejante hipó-
tesis, a saber: la idea de que es condición de entrada en la historia la constitu-
ción estatal. La constitución inicial de pueblo no es la estatal, de tal forma que,
de persistir en ella no alcanzará una configuración imprescindible para conver-
tirse en sujeto. Mientras que un pueblo no se determine en la forma de estado,
carecerá de la objetividad y de la autonomía necesarias para darse a sí mismo
la estructura de un ente histórico, es decir, de un sujeto. Hay, por tanto, pue-
blos que, en este sentido de logro de autonomía, pueden ser llamados “pre-his-
tóricos”. Éstos llevan una existencia informe y apática, aunque pueda ser larga.
No les corresponde papel propio alguno en la historia (se encuentran a expen-
sas de las intervenciones de otros). No son libres, lo que les sucede es única-
mente producto de la necesidad. No recorren su propio camino, sino que son
arrastrados por fuerzas que, consideradas desde su perspectiva, dan pie a un
destino implacable, pero que pueden ser vistas también como la historia que
hacen los sujetos históricos autodeterminantes, extraños para ellos.
Por lo tanto, Hegel sugiere que en lugar de imaginar ese estado de natura-
leza, lo único adecuado y digno de consideración filosófica sería tomar la histo-
ria en el punto en el que la racionalidad comienza a entrar en la existencia
mundana, es decir, en el punto en el que se presenta un estado dentro del que
aparecen la conciencia, la voluntad y la acción. Estas fuerzas son las que pue-
den ser consideradas como lo verdaderamente histórico. De ahí que, más allá
del valor heurístico que pudieran tener, las hipótesis hayan de ser investigadas
en lo que tienen de real y efectivo. Pues hay que tener en cuenta que lo que im-

66
porta a la filosofía es la razón y a la filosofía moderna, mundana, la razón en-
carnada, presente –histórica por tanto. La existencia inorgánica del espíritu,
que puede decirse que es sólo nominalmente espiritual, no es objeto de la his-
toria. La eticidad natural se halla fuera de la historia, pues carece de concien-
cia. Y sólo la conciencia es lo abierto a lo que, cuando se ha tornado reflexiva,
se le puede revelar el dios, lo universal.
Ahora bien, de acuerdo con lo ya establecido, la libertad es concebida por
Hegel de un modo muy especial, a saber, no como libertad negativa (aunque la
negatividad constituye para ella un momento): “La libertad consiste únicamen-
te en saber y querer semejante objeto universal, substancial, como la ley y el
derecho y producir una realidad que es adecuada a ella, el estado”. Pero con
esto retorna siempre la misma pregunta: ¿la libertad sólo puede ser entendida
como sometimiento a la idea, al principio que rige, como la holgura suficiente
con vistas a la producción de lo que tiene en todo caso que ser realizado? Pues
la sospecha es que aunque a esa libertad le quepan extravíos, precisamente
porque sigue su propio interés, se trata de un epifenómeno, pues en realidad
no hace otra cosa que servir a un interés que anida en ella y que la dirige, el fin
último del espíritu.
Especulativamente, es decir, partiendo de la consideración de lo que sig-
nifica el concepto de espíritu como actividad histórica, pueden establecerse las
etapas del camino –ese que se hace al andar– de concreción del espíritu, de la
historia efectiva. Pero conviene insistir en que semejante consideración espe-
culativa no puede sustituir de ningún modo a la investigación empírica de la
historia. En todo caso, las etapas resultantes, definibles de acuerdo con el
desarrollo del concepto, coinciden con los imperios históricos (Filosofía del
Derecho, § 353). El primero es, en tanto que inmediatez, aquel que tiene como
figura el espíritu substancial en la forma de una identidad en la que la indivi-
dualidad se hunde en su esencia. El segundo está constituido por el saber de
ese espíritu substancial, de modo que se da la forma de un para sí, de la bella
individualidad ética. El tercero se encuentra constituido por la agudización de
la oposición entre los dos anteriores: la subjetividad abstracta frente a la obje-

67
tividad carente de espíritu. El cuarto está representado por el movimiento de
superación de los opuestos, es decir, de la reconciliación entre lo interior y lo
exterior, o el acogimiento en la interioridad del espíritu objetivado, es decir, la
constitución de una realizad efectiva pero que responda a una subjetividad viva
que la legitime o, también, el logro de una eticidad no natural sino espiritual.
Estos momentos coinciden, más o menos, con periodos de la historia universal,
pero igualmente lo hacen con los momentos del desarrollo de la conciencia y
del despliegue del concepto de estado (dando lugar a las figuras de estados que
han existido en la historia).

8. El doble significado de “historia”

Las consideraciones que se han venido haciendo hasta aquí han permitido
hacer numerosas referencias a un doble juego de fuerzas que se encuentra ac-
tuante en la historia y que se halla contenido en el término mismo mediante el
que se la designa. “Historia” significa tanto el suceder y el conjunto de lo que
sucede (res gestae en la formulación clásica) cuanto la conciencia de lo que
acontece, la referencia en forma de saber, que entra también como una fuerza
en la dinámica histórica (rerum gestarum memoria). En primer lugar, “histo-
ria” arrastra un significado que proviene de Grecia y que hace referencia a la
investigación ajustada a la forma misma de la realidad, a lo que ésta tiene,
como hemos visto, de particular, múltiple, diversa. Hace referencia, pues, al
conocimiento que se adquiere no por deducción, no especulativamente, a par-
tir de principios, sino mediante investigación, es decir, atendiendo antes que
nada a lo que está ahí delante –en relación con lo cual se tratará, ulteriormen-
te, de encontrar los principios adecuados para que el pensamiento pueda dar
cuenta de ello. Como consecuencia de lo anterior, “historia” significa también
la información adquirida mediante búsqueda, esto es, no la que ya se tiene y se

68
desarrolla, sino la que tiene que ver con lo novedoso, diferente, que va compa-
reciendo. A este respecto, en la historia cobra entonces gran importancia ese
comparecer y también el aguardar atentamente a lo que se va produciendo –
sin ideas preconcebidas. El aspecto de la adecuación a lo que se da, la pregunta
por la “cosa misma”, se halla, pues, íntimamente vinculada a lo histórico. Y
además, la investigación se convierte en un aspecto principal del darse de la
cosa. Sin una ajustada investigación, la cosa no será accesible, se cerrará sobre
sí. La única manera de proceder con la que cuenta el pensamiento si tiene que
ser investigación, saber de la experiencia, averiguación cercana a la cosa misma
que no puede contar con principios de los que deducirla, es una que consista en
ir tomando notas, en ir apuntando todos los aspectos de la cosa. Esto convierte
a la investigación en un seguimiento de las modificaciones de la cosa que se co-
rresponden con las modificaciones del propio pensamiento cuando va detrás
observando atentamente lo que se presenta y dando cuenta de ello. Lo que
hace la investigación es describir los datos obtenidos y construir con ellos, sin
encuadrarlos en una cadena deductiva, una narración, una historia. Precisa-
mente por esto, “historia” ha venido a significar el “relato de hechos” que se
ordena de a acuerdo con una línea cronológica, aquella que se desprende del
movimiento de la cosa o, lo que coincide con ello, del curso de la investigación.
Tenemos, así, la coincidencia mencionada entre el suceder –de la cosa– y la
narración de ese suceder, que se torna además condición de ese suceder o, me-
jor, un elemento fundamental del cual depende que pueda ser dicho de los as-
pectos de la cosa que constituyen un acontecer y, por ello, que hay un sentido
que los liga, que los encadena y que puede ser visto, retrospectivamente, como
lo que dota de sentido a cada uno de los aspectos.
Pero esta imbricación de los acontecimientos con la narración de los mis-
mos, otorgando un especial significado al concepto de historia, constituye para
Hegel algo más que una contingencia externa. Significa que la narración histó-
rica hace su aparición en el mundo acompañando a los hechos y a los aconte-
cimientos propiamente históricos. Y si surgen juntos es porque hay un funda-
mento común en el que se apoya dicha asociación. Pero hay algo más: sin apre-

69
ciación significativa, relatada, pensada, valorada, no habría propiamente histo-
ria, restaría tan sólo una dispersión de hechos. Así, ha podido afirmarse que
preguntar por el significado de un acontecimiento, en el sentido histórico del
término, es preguntar algo que sólo puede ser respondido en el contexto de un
relato (de una historia). Quizás ésta sea la mejor prueba de la tesis hegeliana
según la cual la historia es el progreso en la conciencia de libertad o, igualmen-
te, el progreso en la autoconciencia del espíritu como lo autodeterminante que,
a la vez, da lugar a una realidad efectiva y objetiva. Y precisamente por ello la
cuestión referente a la racionalidad en la historia, a la posibilidad de orientarse
en ella, de desarrollar un saber, una ciencia, tenga que dirigirse al que es su
verdadero lugar, i.e., el de las formas narrativas que son los elementos que do-
tan de significatividad, de sentido y racionalidad, a los acontecimientos históri-
cos. No obstante, esto comporta asimismo sus propios inconvenientes. Uno de
ellas, de gran importancia, es la dificultad para mantener separados los dos
miembros de la relación cognoscitiva –sujeto y objeto–, condición de una cien-
cia legítima.
El sujeto que narra se narra a sí mismo (aunque sea mediatamente, en
todo caso a un tipo de entes que son de su misma cualidad ontológica) y, ade-
más, interviene en la constitución del objeto mediante esa su narración. Otra
dificultad es la que se sigue de que el mundo histórico, justamente por cobrar
sentido en el contexto de la historia narrada, es principalmente algo significati-
vo y no objetivamente neutro, con lo que el principio científico de la “neutrali-
dad valorativa” se torna problemático en este contexto. Un corolario de la difi-
cultad anterior es que no percibimos la historia, como si de datos objetivos se
tratara, sino que la construimos, al situar lo sucedido en el contexto de (al me-
nos) una historia. Esto convierte en cuestiones disputables los asuntos de la
interpretación, el desde dónde se escribe y de qué se habla. Una prueba de esto
es el distinto valor que los mismos hechos pueden tener en el seno de distintos
relatos. Y no se trata aquí únicamente de puede; tiene que ver con una cierta
inevitabilidad, dado que la deriva histórica –doble: como dispersión sincrónica
(distintos puntos de vista) y como proceso diacrónico (las distintas posiciones

70
en el curso del tiempo)– da lugar de hecho a distintas reconstrucciones, inter-
pretaciones, relatos. Y lo mas peliagudo es que precisamente en esto consiste lo
histórico, puesto que se trata del despliegue de la cosa y de su conciencia co-
rrespondiente, ambas en movimiento, en deriva temporal.
Además, las dificultades mencionadas no son el resultado del escaso
desarrollo epistemológico de la historia, no constituyen un problema metódico,
sino que nacen de la cosa misma. Si no hubiera reconstrucción, lo significativo
humano (lo histórico) se perdería; ¿cómo podría dar cuenta de ello la historia
científica? Una forma real importante de esa interpretación, una en la que in-
siste el propio Hegel, es el estado. Éste es, como ha sido expuesto, encarnación,
realización de lo acontecido y de ese modo configuración, establecimiento e in-
terpretación del devenir que lo ha posibilitado a él mismo. En el estado, la his-
toria deja de ser un conjunto de imágenes movidas por el sentimiento y articu-
ladas por la fantasía, para convertirse en un cabal saber de sí mismo por parte
del espíritu. Al producir preceptos, leyes, determinaciones generales y univer-
salmente válidas, el estado origina también que se haga posible “tanto la narra-
ción cuanto el interés de los hechos y acontecimientos inteligibles”. El propio
estado, en la actualidad de uno de sus momentos –como éste estado que existe
en el tiempo– se encuentra incompleto con sus leyes, instituciones, determina-
ciones, pues en su temporalidad es, de entrada, sólo un presente. Pero como
consecuencia de esa misma temporalidad, es a la vez un presente abierto a
otros momentos temporales, i. e., un presente cuya comprensión “necesita
para su integración de la conciencia del pasado”. Esto abona la perspectiva de
lectura no sólo de la filosofía de la historia sino también de la filosofía política
hegeliana que ha sido tomada en estas páginas: el estado no puede ser enten-
dido como una entidad fija carente de holgura, sólo tiene sentido como subs-
tancialidad subjetiva. Esta holgura se la aporta al estado la reflexión histórica.
Así, los periodos anteriores a la memoria escrita carecen de historia objetiva,
precisamente porque les falta la historia subjetiva, el relato histórico. También
la falta de eticidad –en el sentido de esa integración de lo subjetivo individual
con lo universal en la forma de una organicidad social–, como en el caso de la

71
India, origina en un pueblo la carencia de dimensión histórica o, lo que viene a
ser lo mismo, que en éste no se encuentre a disposición ningún recordar pen-
sante.
En este recordar, en el sentido del término “historia” como memoria, el
lenguaje se convierte en una determinación principal. Sin él, dice Hegel, las ac-
tividades del recuerdo, de la fantasía, se quedarían únicamente en la forma de
expresiones internas, con lo que serían unilaterales. El lenguaje, al proporcio-
nar la posibilidad de una expresión concreta, confiere verdadera realidad a la
interioridad espiritual. Por medio del lenguaje, lo interior puede exteriorizarse,
a la vez que lo exterior puede ser llevado a lo interior. Y, de ese modo, se con-
vierte en un medio fundamental en la historia. La ausencia de lenguaje repre-
senta, en general, un menoscabo de lo humano. Sin él, “historia”, en el sentido
de lo acontecido, se escinde de “historia” en el sentido de experiencia. El acon-
tecer resta carente sin el decir. El espíritu es verbo y como tal se despliega en el
curso de su concreción

9. El modo de la marcha

La serie de las determinaciones, de las etapas del desarrollo lógico del


principio espiritual es ya conocida por la filosofía, con lo que puede se expuesta
de acuerdo con la necesidad –convertida en movilidad– del concepto. Lo que la
historia tiene que exponer es otra cosa. En ella hay que suponer “que cada fase
tiene, en tanto que distinta de las demás, su principio determinado, propio”,
que es una totalidad (aun cuando ideal, es decir, superable en otra que abarca
más), una realidad concreta –y conviene insistir aquí en algo que ya se ha di-
cho más arriba: que “concreto” significa universal individualizado.
Un tal principio lo constituye en la historia el fundamento y la capacidad
de determinación por sí mismo de un pueblo. En éste se hace concreto el con-

72
cepto de espíritu y, por tanto, la historia tiene que tratar de esas concretizacio-
nes. Todas las peculiaridades de un pueblo tienen que ser comprendidas a par-
tir del principio general del pueblo mismo, de su peculiaridad en tanto que tal;
y, a la inversa, “aquel universal de la particularidad tiene que ser extraído del
detalle fáctico presente en la historia”. Y esto debe suceder de modo empírico,
es decir, histórico. Pero para proceder así, hay que estar familiarizado con el
conocimiento de las determinaciones generales, pues en caso contrario la sola
observación, por atenta y detenida que fuera, no podría ser capaz de extraerlas,
lo tomaría todo indiscriminadamente. A la filosofía especulativa, aunque no
pueda sustituir a la investigación histórica, le corresponde un papel relevante:
ella aporta una hipótesis reconstructiva imprescindible para dirigir la investi-
gación, así como para la ordenación de los datos que resultan del trabajo reco-
lector. Esta imprescindibilidad y, sobre todo, el que deba darse por supuesta,
se encuentra en el origen del reproche que se hace a una consideración filosófi-
ca de la ciencia empírica. Como se ha indicado, a la filosofía se le echan en cara
los apriorismos, la agresión vertical. Pero Hegel insiste en que la filosofía no
actúa de acuerdo con las categorías del entendimiento, sino con las de la razón
(ésta distinción faculta a Hegel para tratar lo racional, respectivamente, desde
los momentos de la abstracción y de la mediación). La posición del entendi-
miento, aunque dé la impresión de estar atenta a las distinciones y particulari-
zaciones, no deja de ser abstracta. Y como no percibe el principio que anima a
cada realidad, y tampoco la relación entre ese principio y el principio universal,
es incapaz de entender esas realidades como singularidades. Al contrario, bus-
ca el denominador común en todo y se deja engañar con falsas familiaridades
que se originan a partir de la aparición de un mismo concepto o de una simili-
tud formal. El formalismo del entendimiento tiene como resultado una genera-
lización que origina una objetividad abstracta de la que se escapa toda indivi-
dualidad. El entendimiento es el que convierte un objeto, que en sí tiene un
rico contenido, en una simple representación (en la forma de “tierra”, “hom-
bre”, etc., o Alejandro, César), caracterizándolo por medio de una palabra. Se
trata de la expresión en el pensamiento de la escisión entre razón y mundo, que

73
en la filosofía ha sido llamada por Hegel “filosofía de la reflexión”. El entendi-
miento domina el mundo, pero al precio de reducirlo a abstracciones, a genera-
lizaciones o denominadores comunes. Lo que gana con ese dominio no es, sin
embargo, más que una imagen parcial de la realidad –por ejemplo, la totalidad
ontológica representada en la sombra de lo nouménico. Por el contrario, para
Hegel, la vida espiritual reconciliada es condición de una razón que vaya más
allá de la abstracción –del punto de vista absoluto–, y eso se logra en la con-
creción histórica que significa el estado. Entonces, la cultura formal tiene que
nacer del estado y florecer en él (las ciencias, la poesía, el arte). Sin embargo, la
filosofía que posibilita esta toma de conciencia, precisamente por ello se en-
cuentra un paso más allá incluso de la vida ética reconciliada. También ella
tiene que aparecer en la vida del estado y venir, por tanto, determinada en cier-
to modo por ésta. Pero la filosofía, en tanto que pensar del pensar se separa de
esa determinación. Por un lado, es lo común en la razón común, se encuentra
ya preparada en la cultura general, y por otro, como hemos visto, es la posibili-
dad misma de ir más allá de las determinaciones, más allá del espíritu de un
pueblo o de un tiempo, en la forma de espíritu absoluto.

74

Você também pode gostar