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LA HISTORIA: HABITAR EN LO PROPIO COMO EN

TIERRA EXTRAÑA

Román Cuartango

[La páginas que siguen tienen por objeto reflexionar sobre los límites de la Historia. Ello comporta plantearse
la conveniencia de una transformación de la ciencia histórica, puesto que existe la sospecha de que ésta
corre el riesgo de volverse ciega para percibir la fundamental necesidad de la Historia para la vida humana.
Se propone entonces mantener abierta la posibilidad de un pensar histórico que se ocupe de hacer com-
prensible el carácter existencial de la historia, preparando así el terreno para la construcción de una nueva
cientificidad histórica al desarrollar las posibilidades que laten en la necesidad de la repetición del acontecer
humano: contar y escuchar historias, hacer memoria repitiendo lo sido.]

Los historiadores se han esforzado, como ha ocurrido en general con todos


los saberes humanísticos, en convertir al suyo en una ciencia. Un esfuerzo que
se ha visto animado por un interés racional de primer orden: conseguir un estatu-
to de universalidad y necesidad para la Historia. No obstante, como se ha seña-
lado a menudo en relación con todas las disciplinas de cientificidad cuestionable
(o no dura, es decir, que no son la física matemática o sus ciencias derivadas),
se corre siempre el riesgo de perder lo fundamental en el curso de ese intento
por volverse aceptablemente científico. Y lo fundamental en las ciencias del espí-
ritu, y en particular en la historia, puede ser la comprensión de la singularidad del
acontecer humano, así como de su tiempo (el tiempo histórico es cualidad y no
cantidad). La búsqueda de grandes legalidades no ha podido, pese a todo, aho-
gar por completo la reflexión en torno a esa singularidad finita que constituye lo
humano, aunque haya tenido que soportar el sambenito de "metafísica", es decir,
de apriórica, despreocupada de los hechos documentables, de lo empírico en fin.
Pero una reflexión que asuma la pregunta por el "qué" de la historia –por la
"historicidad", podríamos decir– ni desprecia el trabajo del historiador que recopi-
la y ordena materiales en su quehacer cotidiano, ni se lanza sin más a elucubra-
ciones que no tuvieran fundamento en las cosas mismas. Es más, su interés ra-
cional es precisamente poder dar cuenta de aquello que podríamos llamar las
condiciones de posibilidad de lo histórico: que la vida humana es radicalmente
histórica y que necesita de la Historia para su reproducción. Se trata de poder
responder a ese "qué" de lo histórico. Y este "qué" no es sólo (ni principalmente)
un lugar de la ciencia, es antes que otra cosa un lugar primordial del mundo de la
vida (en la forma de la posibilidad de ser del ser humano).
Lo dicho hasta aquí permite pensar que sustraer la pregunta por lo histórico
al dominio de la mera metodología científica habrá de resultar a la postre necesa-
rio para que aquello por lo que se pregunta no pierda ya de entrada sus contor-
nos y se desvirtúe entre las manos del hacer científico al uso. El preguntar histó-
rico debería ser cuidadoso para que la necesaria generalización científica no dé
al traste con lo singular y para que el tiempo y el mismo acontecer humano no
sean tomados por simples exterioridades; es decir: como si el hombre estuviera
en el tiempo, en la historia. Al contrario, el tiempo o la historia forman parte de su
propio ser. Se trata, pues, de volver a pensar el asunto "historia", para preguntar-
se por su sentido, de entender por qué el espíritu limitado y localizado requiere,
para su autocomprensión, volverse a otras vidas, a otros modos de ser lo mismo
que él es (experimentar la identidad en la diferencia y viveversa).
Pero esa necesidad corresponde a un determinado modo de ser y se satisfa-
ce a la par que ese ser se desarrolla (hace efectivas sus posibilidades de ser). El
ser que se desarrolla haciéndose cargo por sí mismo de sus posibilidades es el
ser humano, el ser espiritual (el ser que se refiere a sí: que es por y para sí).
Como espíritu, ese ser tiene que comprender tanto aquella necesidad como el
propio modo de ser. Los demás entes (los objetos inanimados, por ejemplo) no
comprenden sus necesidades ni toman a su cargo el desarrollo de su propio ser.
La imprescindible comprensión de ese ser espiritual se estructura y estabiliza en
la forma de un saber determinado: por medio de él se abre la estructura de ac-
ción que constituye al ser humano e incluso (reflexivamente) la manera misma en
que sabe de sí (con las dificultades y compromisos que esto último comporta).
La Historia se encuentra anclada en esa necesidad de comprensión que ac-
tualizan continuamente los saberes humanísticos y por ello debería pensar, antes
(en un orden lógico, aunque de hecho tiene lugar con posterioridad, en la forma
de una reflexión sobre la propia "historicidad", como se está haciendo, por ejem-
plo, aquí) de ocuparse de la metodología científica, esa condición trascendental
suya. Lo que, lejos de representar la entrada en el confuso territorio de lo metafí-
sico, podrá contribuir a desvelar la racionalidad que anima en la necesidad men-
cionada; y edificar si acaso sobre ella una metodología propia, no imitada. Esto
último ha sido por lo demás intentado en repetidas ocasiones, justamente cuando
se ha percibido que el carácter del objeto histórico se diferencia radicalmente del
carácter del objeto de las ciencias de la naturaleza. Principalmente en lo que tie-
ne que ver con las conexiones de totalidad, por un lado, con la singularidad de
los eventos, por otro, y con la característica particular de que el ser del que se
ocupa la Historia es esencialmente temporal (presente, futuro, y sido a la vez).
Esta característica del modo de ser (humano) del que se ocupa la Historia es,
como se ha dicho, antes que otra cosa un aspecto de la existencia; es decir, el
ser (humano) es histórico antes de tener tratos con la Historia (como discurso na-
rrativo general o como ciencia). El ser humano es, pues, histórico de un modo
"pre-específico" o pre-temático (y por tanto, pre-científico). De esta propiedad
existencial de lo histórico es de lo que debe hacerse saber. Sobre ella no sólo
cabe una reflexión cuya dignidad es relevante previamente al interés de la cien-
cia. La ciencia misma puede ser entendida como la especialización y la universa-
lización de los procedimientos cognoscitivos y comprensivos. Se trata de una re-
flexión harto necesaria para la reproducción misma de la vida en el sentido que
tiene para un ser (el humano) cuya referencia a la construcción de su propio ser
es constitutiva (y en esa construcción entra como una dimensión fundamental el
tiempo).
Heidegger ha sido uno de los pensadores que han desarrollado una concep-
ción existencial de "lo histórico" que entiende "la historicidad" como una estructu-
ra fundamental que es previa a cualquier tematización en forma de un saber es-
pecífico; y aún más: es, como ya se ha insinuado, su condición de posibilidad. Su
teoría existencial de la temporalidad y de la historia nos pueden servir, por tanto,
para ilustrar lo que venimos diciendo.
En su obra Ser y tiempo busca Heidegger desvelar la estructura ontológica
de ese ente (el humano) cuyo modo de ser incluye la comprensión no sólo del
ser de los demás entes sino también el suyo propio: su "vivir" es asunto suyo,
pero no un asunto meramente posible, lo es de modo necesario e inevitable.
Además, se ve interesado por ese "vivir" no sólo en cada momento, en cada
"ahora", sino principalmente en la globalidad de su existencia; a saber: en cada
ahora y en lo sido y en lo porvenir, todo ello en referencia a una identidad unita-
ria.
Sin embargo, para que sea posible pensar una tal estructura de ser, se hará
imprescindible la crítica de la categorías de la ontología tradicional, puesto que
se trata de derivaciones de una concepción criticable: la que piensa al ser como
un algo que asiste en forma de presencia ante un mirar fijo (el pensar): ser es
presencia. Así, la asistencia en uno de los modos temporales (el presente) ha
quedado privilegiada en relación con los otros, el pasado y el futuro. Y esto se
corresponde con una noción del tiempo, la elaborada a partir de ese presente,
del estar presente o del ahora, que resulta a la postre inadecuada para la com-
prensión de la estructura de ser de lo humano. El tiempo en general ha sido teni-
do, como resultado de lo anterior, por una línea de ahoras en la que el presente
destaca ontológicamente: es "lo que es"; derivadamente, el pasado es "lo que ya
no es" y el futuro "lo que todavía no es". El concepto de la temporalidad que ofre-
ce Heidegger es, por el contrario, el de algo unitario, un todo de referencias -el
sentido de un comportarse con respecto al mundo, su propio mundo, y con res-
pecto a sí mismo-, con lo que diverge de la clásica noción del tiempo que lo toma
por una línea de ahoras en la que algo acontece.
La temporalidad -el "qué" de ese "ser humano"- es el sentido de conexión o
coestructuración de tres referencias o modos de ser: ser siempre previamente
con respecto a la más propia posibilidad (anticipándola), ser ya siempre a partir
de una situación, posición y limitación (ser fáctico) y ser junto a las cosas que en
el mundo, su mundo, le vienen al encuentro1. En la temporalidad estas tres refe-
rencias se convierten en los momentos del tiempo: advenir, sido, presente, sobre
los que puede fundarse el futuro, el pasado y el presente. Pero estos tres carac-
teres no son "presentes" previamente constituidos que hayan sido reunidos pos-
teriormente. Son los momentos de un movimiento unitario, de una autorreferencia
necesaria e imprescindible que tiene la siguiente forma: en el advenir cobra sen-
tido lo sido y se ilumina la situación presente. El anclaje existencial de esta refe-
rencia cruzada cuyo sentido es la temporalidad, se encuentra en lo que el ser
humano (lo que Heidegger denomina "Dasein") es: cura, cuidado. Es decir: la
preocupación con respecto a la propia posibilidad (de ser) que adviene como
algo que se anticipa a partir de la asunción de la situación en la que siempre se
está (lo sido). El ser humano es tanto ser previamente a sí (anticipación que ad-
viene) cuanto ser-sido (continua referencia a un estar ya siempre antes ahí en
cuya médula late la posibilidad de ser: la memoria es pues necesaria para la
construcción de cualquier autoidentidad).
Pero el ser humano no se encuentra de suyo en esa totalidad de su ser. Lo
que ocurre la mayoría de las veces es que el ser humano tiende a interpretarse a
partir de lo que tiene en torno o a entregarse a un estado que viene ya interpre-
tado de un modo genérico o según el término medio: el "se" impersonal del "se
dice", de "la gente hace...o dice o...". Su modo cotidiano de ser o de "habitar" jun-
to a las cosas o a los otros seres humanos es ya un sustraerse a la propia posibi-
lidad. Para hacerse cargo de ésta tiene que advenir a sí (volver en sí) desde ese
estado de entrega en lo que le rodea anticipando esa totalidad de su ser. Esto
ocurre cuando el orden, la adecuación, la conveniencia de su mundo se desmo-
rona y pasa a ocupar la escena la conciencia (antes imposibilitada por la interpre-
tación inmediata que viene de lo que le rodea) de su propia limitación y finitud.
Entonces aparece ante sí, desnuda, la totalidad del propio ser (humano) como lo
que es en su esencia: en la forma que Heidegger denomina "ser-a-la-muerte". La
muerte no es, respecto del modo de ser de ese ser, un punto, un evento. Se trata
de la totalidad, del cierre de su ser, en el que habría de encontrar su sentido: la
muerte representa el cierre de la temporalidad humana en la forma de fin de la
biografía; pero no se trata de una conclusión que habrá de acaecer en el funturo
(o sea, en un tiempo que aún no es), sino de un advenir, puesto que el estar-a-la-
muerte es un estar referido ya siempre (la muerte es anticipada como posibilidad
de esa totalidad) y sobre todo cuando el ser humano se hace cargo radicalmente
de su propio ser: en la vuelta a sí desde ese estado en el que se encuentra per-
dido en las cosas, puesto que se comprende como una más entre ellas.
En la muerte el ser humano se desfonda; es decir, pierde su fundamento. La
muerte viene (o está viniendo siempre) entonces como esa totalidad, cuando el
ser humano se ocupa y preocupa (se cuida) de su propio ser, cuando se hace
cargo de su propia posibilidad. Y en la estructura que se muestra descarnada-
mente destacan los siguientes aspectos: la manera de ser como ser anticipada-
mente (el modelo del presente cae hecho añicos) y el arribar del sentido (la tota-
lidad) como un sentirse golpeado, expulsado; es decir, el advenir de lo propio
como un verse arrojado en lo extraño, una vez producido el desfondamiento
(puesto que el pretendido sentido, la totalidad, se muestra como la nada de ser,
la muerte; el fundamento falta). El ser autorreferido experimenta entonces la an-
gustia -experiencia de que su fundamento es la nada- y se pone en condiciones
de hacerse cargo de la totalidad de su ser: de ese final que se es ya previamen-
te, de lo sido en cuya situación se encuentra arrojado siempre fácticamente y de
donde arranca cualquier proyecto y cualquier abertura de su propio mundo, y de
su estructura de ser mundana, habitando junto a ellas transformadamente.
Esta necesidad de advenir hacia la más propia posibilidad, que es condición
de la apertura de su ser, y el hecho de que ese advenir se muestre en su sentido
como un momento de la temporalidad existencial del ser humano, de tal manera
que "adviniemdo" desde el futuro radical (la muerte como posibilidad de totalidad)
abre para sí con sentido (sentido precario) los otros momentos -el sido de la si-
tuación y el presente junto a los entes que encuentra en su mundo- es la prueba
del carácter radicalmente temporal del ser humano. Adviniendo a sí (concentrán-
dose, volviendo a sí) se hace cargo de su ser: se hace cargo de la totalidad y del
cierre de esa totalidad -que tiene principio y fin-, y por consiguiente también del
entre que abren esos dos hitos: del lugar que queda entre el principio y el fin. El
movimiento que tiene lugar en ese entre -que no es externo, sino el extenderse
de su propio ser- es el suceder o acaecer originario en el que se funda la histori-
cidad del ser humano. Porque éste existe de ese modo tiene tiempo y tiene histo-
ria. En el advenir, que abre su posibilidad en la forma de un acaecer, reside a su
vez la posibilidad de la historia. De ella se hace cargo, como de su ser, advinien-
do hacia su más propia posibilidad. Y adviniendo puede asimismo hacerse cargo
de su carácter de sido, repitiendo las posibilidades que se abren en su estar fác-
ticamente arrojado. Y adviniendo puede habitar el (su) mundo y no simplemente
perderse en él2.
De acuerdo con los términos establecidos hasta aquí, puede decirse que la
reflexión sobre la historia, entendida como carácter existencial del ser y habitar
humanos, presupone una reflexión sobre el advenir que abre y que posibilita la
repetición transformando el habitar. Pero además, y al mismo tiempo, sería im-
prescindible hacerse cargo de esa reflexión, pues ella despliega ya siempre la
historicidad originaria. Toda reflexión auténtica (es decir, que se haga cargo de la
problematicidad de las posibilidades existenciales del ser humano y de su falta
de fundamento) es interiorización en la forma de la memoria y retraerse o advenir
al sentido de lo que siempre es y es sido. Es por ello una repetición auténtica, la
que empuña la totalidad del ser, la totalidad del poder ser: existir, habitar, advenir
y hacerse cargo de lo sido "volviendo en sí". En el "entre" que dispone la tensión
de los momentos temporales se constituye la existencia humana en toda su (ra-
dical) historicidad. De ahí que, tanto de modo auténtico -haciéndose cargo de su
ser- como de modo inauténtico -entendiéndose a partir del "se"3, de lo ya inter-
pretado, en la forma en este caso de la tradición4-, el estar humano sea un habi-
tar histórico (sin que ello suponga plantear la cuestión específica de la historia).
Ahora bien, mientras lo humano no se recoja desde el extravío que represen-
ta encontrarse sin más "interpretado", las marcas históricas no serán más que
eso, marcas. La temporalidad, la historicidad se torna auténtica y originaria en el
recogerse, en el regreso desde el "se"; es decir, se constituye en una suerte de
movimiento, de transformación de lo inmediato, que exige otra interpretación; a
saber: un recuerdo de lo sido y un volver en sí tras la conmoción y la sacudida de
los anclajes ontológicos. En primer lugar, tienen que desmoronarse los muros del
edificio de interpretaciones que hacen que el ser humano aparezca, de inmedia-
to, como lo más próximo, cuando, ontológicamente (en cuanto al hacerse cargo
de su propio ser que "le va"), es lo más extraño: lo que sólo puede darse des-
pués de una reinterpretación de lo interpretado5, de la vuelta a sí y de la asun-
ción de la angustia. Porque entre estas Escila y Caribdis que representan lo pro-
pio y lo extraño, lo cercano y lo lejano, en la tensión de la distancia (diferencia) y
proximidad (referencia mutua) que hace que ambas sean un todo, se tiende lo
humano en su ser, justamente como posibilidad irresuelta, inquietante e inquieta,
como temporalidad e historicidad. La reflexión (pretemática, existencial) hacia lo
histórico exige como su primer paso el encontrarse arrojado fuera de casa, ex-
pulsado de la situación de acomodo en la interpretación inmediata y aceptar, y
hacerse cargo de lo inquietante de esa falta de hogar. El habitar que corresponde
a una temporalidad e historicidad empuñadas es una suerte de exilio: como en
tierra extraña ha de advenir siempre la posibilidad de lo humano, repitiendo lo
sido como una forma de hacer efectiva esa misma posibilidad. La repetición
misma no debe ser entendida como un volver a pasar por un "ahora" que haya
formado parte de una línea uniforme de "ahoras" que ya no son, sino más bien
como el mantener abierta la inquietud de la extrañeza misma (de lo fuera de
casa) e intentar hacer sentido de ella (como exploración de las posibilidades de
ser que se encuentran agazapadas en ella). La falta radical de sentido no tiene
que conducir al pesimismo y la desidia. De ello se encarga la reflexión auténtica y
la repetición sobre la que se asienta la Historia: repetir (haciendo memoria), con-
tar historias, representa un impulso para la vida humana en sentido propio; per-
trecha para afrontar la angustia, puesto que colma el anhelo de comprensión al
permitir que, tras decir "no" a lo inmediato rechazable, pueda decirse finalmente
"sí" a la necesidad del propio ser. La comprensión que posibilita la reflexión exis-
tencial sobre la que, después, se construirían las ciencias del espíritu, tiene mu-
cho que ver con aquella que era atribuida por Aristóteles a la tragedia: la contem-
plación del propio ser en la escena posibilitaba la purificación. Por eso los griegos
pudieron ser joviales aun conociendo los horrores de la existencia, porque
desarrollaron (en el arte de un modo ejemplar) formas reflexivas que les permitie-
ron asumir la angustia y convertir la tragedia de lo real en obra de arte bella6.
Es la forma del espíritu mismo -como en cierto modo ha sido concebido des-
de antiguo-: negatividad, inquietud, proyecto y memoria: habitar consigo (ningún
otro ser habita o está siquera consigo) en la forma de un inexorable fuera de sí.
Pero, como se ha insinuado más arriba, lo inquietante de ese estar sin hogar no
puede ser sin más eliminado -sólo cabe una solución, la de la asunción inauténti-
ca: la caída en el estado en que domina lo interpretado, lo por-supuesto y el tér-
mino medio: la muerte es su único fundamento, su único asiento y quietud. La
asunción que no soluciona, pero que representa el único modo posible del habi-
tar humano auténtico, ha de acogerse a esa tensión entre lo propio y lo extraño,
entregándose a la inquietud (lo fuera del hogar) y aprehendiendo radicalmente la
finitud y la falta de fundamento (la muerte). Una sentencia de Hölderlin puede va-
ler entonces como fórmula: "el espíritu ama la colonia"7. Con ello quiere decirse
no sólo que el espíritu es en sí lo extraño, sino también que lo es para sí, por eso
responde a su requerimiento y acepta el viaje por tierra extranjera.
La Historia tiene que (pro)seguir entonces las pistas que cortan y penetran
este modo de ser que resulta de un habitar cabe sí como en tierra extraña. O di-
cho de otro modo, y de acuerdo otra vez con Hölderlin, debe entregar lo propio
en el viaje de regreso desde la colonia. El hombre, por su misma constitución
existencial, se encuentra siempre regresando a sí, volviendo en sí: primero cree
estar en sí en las cosas y los hechos que acepta sin más (en el mundo como es,
que aparece como pleno de coherencia), después esa coherencia se hunde y el
mundo inmediato es rechazado, comenzando el viaje al exilio, viaje necesario
para que pueda encararse el propio poder ser, la propia posibilidad.
Sólo esa reflexión, cuyos caracteres han sido esbozados, puede fundar His-
toria (discurso histórico) e incluso historia (en tanto que acontecer), de un modo
previo a cualquier especificidad metódica. Es más, la especificidad de los estu-
dios históricos debería construirse sobre la abertura misma de la reflexión men-
cionada, concentrándose en lo propio que siempre, y necesariamente, se hurta,
se torna extraño, y por tanto concentrándose en la búsqueda de eso propio -"No-
sotros no somos nada; lo que buscamos es todo" (Hölderlin, Hyperion, II, 81). En
este sentido, la Historia escrita debería parecerse, de un modo u otro, al relato de
esa experiencia, de ese viaje a las colonias en el que se aguanta la respiración
para colocarse en el punto (sin asiento, desfondado) en el que lo inquietante más
inquieta. Narración, pues, de esa angustia debería ser la Historia y no mera
apropiación de lo extraño, para la que esto debe dejar de serlo de modo inmedia-
to. La apropiación, es decir, la vuelta hacia lo sido que lo toma como el pasado
(que ya no es) que puede ponerse sin más a disposición del presente, representa
justamente el cierre del "entre" (de la abertura que es herida), la sutura que entie-
rra la historicidad, puesto que aquieta la tensión y acaba de un plumazo con el
viaje: tranquiliza de entrada, pero convierte a fin de cuentas al hombre en una
cosa más.
En el curso de esta reflexión (histórica) también podrían servir de ayuda las
tesis benjaminianas referentes a la redención del pasado8. Lo sido es de suyo lo
digno de redención, puesto que en ello reside la posibilidad aún (y siempre) por
explorar. Lo opuesto a ese volverse atrás redentor es el "científico" querer apro-
piarse de ello. Pero no se trata de preconizar algo más allá de la ciencia (una
empatía irracional o algo así), sino de fundar una nueva ciencia histórica, cuyos
caracteres estén más próximos a la reflexión anteriormente expuesta que a la
apropiación metódica de ciertos contenidos. O dicho de otra manera: la reflexión
sobre los presupuestos no pensados de la ciencia histórica ha de representar ya
de hecho una transformación del modo de pensar que le es habitual y, por tanto,
del modo de disponer los materiales con los que opera, etc. Por ejemplo, en lo
que toca a la apropiación: si la historiografía ya se ha percatado desde siempre
de la necesidad que existe para ella de entregar (por tanto, de preservar y no di-
luir en la entrega) la singularidad radical del acontecimiento y si, al mismo tiempo,
su modo de proceder, el entero acto de la entrega, tiende a nivelar los hechos, a
generalizar, a acercar el pasado estrechando la distancia que posibilita que lo
singular sido se mantenga como tal, entonces la ciencia histórica tiene que hacer
la experiencia de esa su contradicción y sacar las consecuencias oportunas de
ella. Y aquí apunta uno de los cabos de la madeja: la Historia no puede permitir-
se el lujo de aquietar la reflexión una vez que la entrega se ha llevado a cabo.
Todo lo contrario: una y otra vez debe volverse sobre la entrega misma para po-
ner en cuestión el modo en que se realiza -el modo de narrar, de ordenar, etc.-,
porque sólo así estará en condiciones de evitar una apropiación niveladora y de
mantener la distancia imprescindible para que lo singular lo sea9. De ahí que el
elemento propio de la Historia (tal y como aquí se propone) haya de ser la repeti-
ción: volver(se) una y otra vez sobre la situación, sobre lo sido de un ser radical y
existencialmente temporal, para desmontar las construcciones de sentido, sa-
biendo que en cada historia, en cada interpretación, anida, como su posibilidad
de ser, pero también como su nada, como su desfondamiento, un malentendido
(pero no simplemente una equivocación, puesto que se trata de algo que sucede
necesariamente y que, por ello, exige una continuada y repetida puesta en cues-
tión).
La Historia como repetición (en el viaje inquietante por tierra extraña) en-
cuentra modelos en lo poético. La narración que es propia de la palabra poética
(y de modo derivado la literatura en general) ofrece precisamente esa reflexión
sobre la experiencia del fundamento en falta sobre el que se asienta (sin que en
realidad pueda sostenerse, ya que se trata de un agujero) lo humano. Pero la na-
rración poética se tambalea como modelo cuando se pregunta por su referencia
a los hechos, por su certeza. Aun así, no puede ponerse sin más en duda su ca-
pacidad de verdad10. Y esta capacidad para abrir lo histórico en tanto que tal tie-
ne que hacer reflexionar a la ciencia histórica sobre su "cientificidad". A ella tam-
bién le convendría ganar, a través de la experiencia de la crisis, algo de tenden-
cia filosófica.
Sea como fuere, lo cierto es que la importancia de la narración (del contar
historias) ha sido puesta de relieve por multiples trabajos y debates en los últimos
tiempos, los cuales sólo son posibles porque lo histórico mismo despunta como
esa necesidad de asunción de la historicidad constitutiva: en toda reflexión sobre
la historia, ya desde antiguo, late esa necesidad y, por ello, se convierte casi
siempre en efectuación de la experiencia del inquietar ya definido.
Lo que debe ser puesto a discusión, en los términos y bajo el punto de vista
expuesto en estas páginas, son las condiciones de un preguntar que ahonde en
el modo existencial de lo humano y que, así, pueda ser capaz de mantener abier-
to el "entre" de su acaecer histórico originario. Se trata con ello de llegar a pre-
guntarse incluso por la posibilidad misma de esa reflexión, convirtiendo la res-
puesta a ese preguntar en una experiencia pensante que produzca un saber, el
saber de un retrotraerse (una y otra vez repetido) al sentido. Porque tal vez la
aspiración de la Historia a ser una ciencia como Dios manda le esté perjudicando
e impidiendo que pueda hacerse cargo de lo suyo más propio.
Barcelona, Junio de 1994

1 Podríamos decir que el hombre está ahí (en presente) rodeado de (y dedicándose a) las cosas que conforman su mundo y de hombres.
Pero está ahí arrojado a partir de una situación (lo que hace que sea de esta o de aquella manera: su "historia", su pasado). Y finalmente el
hombre está como proyecto, como lo que puede ser y que tiene que ser realizado por él (y así es ahora viniendo desde la tematización de
ese futuro).
2 Lo que implica la asunción de la angustia y no su evitación: la asunción de la conciencia del fin, de la limitación, de la falta de fundamen-
to.
3 En lengua alemana "man": "se", "uno", "la gente".

4 Es decir: la interpretación heredada (entregada históricamente) que no ha sido cuestionada, que no ha sido sometida a la reflexión.
5 Esto, "lo ya interpretado" toma múltiples formas, pero que tienen como denominador común el ser la voz impersonal que aplaca la an-
gustia: tanto el "se dice" que evita la asunción del propio proyecto, cuanto (en general o colectivamente) la tradición que nos entrega conte-
nidos espirituales que parecen suficientes para satisfacer las necesidades de autocomprensión ("somos así", "siempre hemos sido [y por
tanto seremos] así"). Pero enseguida, por entre los resquicios de lo aquietado, resurge la inquietud fundamental en el ser humano (esa
negatividad que le distancia de cada ahora, de cada aquí, de cada esto y de cada determinación, puesto que lo suyo es la actividad y no el
estado inerte para siempre que es propio, por ejemplo, de una piedra): la preocupación por su posibilidad no afrontada y, con ella, asoma la
verdad de todo proyecto: la falta de fundamento.
6 ¿Acaso de contar una historia, de representar lo acaecido, no resulta ya, en cierto modo, una belleza, un placer que aplaca, sin huir,
que aquieta, sin convertirnos en cosas, nuestra angustia? Los hechos pueden ser espantosos, pero su narración puede producir placer.
¿Cómo agradecía Ulises la hospitalidad de los que le recibían en cada una de las etapas de su viaje sin fin?: contando la historia de sus
desgracias, lo que concitaba el interés y el disfrute de quienes le escuchaban.
7 La relación entre lo propio y lo extraño -constitutiva del ser de la historicidad- se expresa muy bien en el ir a la colonia, ya que ésta
representa lo otro que crece en el elemento de lo mismo. Los griegos, por ejemplo, fundaban colonias y, para ellos, éstas formaban parte -
de un modo hasta cierto punto extraño- de la misma patria.
8 Benjamin, W., Tesis de Filosofía de la Historia. En: Discursos Interrumpidos I. Madrid, 1989, págs. 175-191.

9 Puede recordarse aquí el concepto benjaminiano de "aura" (la expresión de una distancia, por cercana que pueda estar), elaborado
para expresar el mantenerse lejos que le es imprescindible a la obra de arte para que la difusión masiva, que tiene lugar por mor de la
posibilidad actual de reproducción, no acabe con su singularidad, que es lo que la caracteriza como tal obra de arte. El modelo de la obra
artística puede tener algún valor cuando se trata de la reflexión sobre lo histórico.
10 El interés que despiertan los personajes de la gran literatura no es sólo estético. Al narrar su historia se desvela algo sobre el ser de lo
humano que da mucho que pensar. No debería, pues, menospreciarse la inmensa potencia veritativa que tienen las construcciones narrati-
vas que ofrece la literatura.

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