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UN NUEVO “ESTADO DE NATURALEZA” COMO FUNDAMENTO DE

UNA SOCIOLOGÍA DE LAS EMOCIONES

Poder, violencia y dominación en las obras de Hannah Arendt y


Humberto Maturana.

Arturo Manrique Guzmán

“La hipótesis de un estado de naturaleza implica la existencia de un origen que


está separado de todo lo que le sigue como por un abismo insalvable (…) Que
tal origen debe estar estrechamente relacionado con la violencia parece
atestiguarlo el comienzo legendario de nuestra historia según la concibieron la
Biblia y la Antigüedad clásica: Caín mató a Abel, y Rómulo mató a Remo; la
violencia fue el origen y, por la misma razón, ningún origen puede realizarse sin
apelar a la violencia, sin la usurpación. Los primeros hechos de que da
testimonio nuestra tradición bíblica o secular, sin que importe aquí que los
consideremos como leyenda o como hechos históricos, han pervivido a través
de los siglos con la fuerza que el pensamiento humano logra en las raras
ocasiones en que produce metáforas convincentes o fábulas universalmente
válidas. La fábula se expresó claramente: toda la fraternidad de la que hayan
sido capaces los seres humanos ha resultado del fratricidio, toda organización
política que hayan podido construir los hombres tiene su origen en el crimen. La
convicción de que «en el origen fue el crimen» -de la cual es simple paráfrasis,
teóricamente purificada, la expresión «estado de naturaleza»- ha merecido a
través de los siglos tanta aceptación respecto a la condición de asuntos
humanos como la primera frase de San Juan «En el principio fue el verbo» ha
tenido para los asuntos de la salvación”.

Hannah Arendt: 1988, p. 20

INTRODUCCIÓN.

De acuerdo con su etimología, la noción de violencia está


estrechamente ligada al concepto de poder. El diccionario etimológico
castellano señala que el término violencia deriva del latín violentia y

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tiene como raíz la palabra latina vis, que significa poder. Se deduce,
entonces, que etimológicamente hablando todo poder se ampara, en
última instancia, en el uso de la violencia. Violencia y poder, de
acuerdo con la raíz latina, serían términos equivalentes. La tradición
sociológica y, en general, el pensamiento social moderno, desde
Hobbes hasta Parsons, así lo han entendido. Marx, en sus diversas obras,
asignaba a la violencia el rol de "partera de la historia". En "El Capital"
(1973), Marx nos refiere el proceso de "acumulación originaria" como un
hecho sumamente violento, que significó la expulsión de miles de
campesinos de sus tierras para convertirlos en una nueva clase social: el
proletariado. Lo central de su análisis, sin embargo, consiste en destacar
el carácter institucionalizado de la violencia. La violencia está inserta en
las relaciones de producción, las mismas que tienen como fundamento
la coacción, el uso de la fuerza. El poder político se edifica sobre esta
base, en el plano de la superestructura.

Max Weber (1969) tiene un planteamiento similar. Para este autor, la


violencia está asociada a las nociones de poder y dominación. Poder
significa la probabilidad de imponer la voluntad propia sobre la ajena
mediante el uso de la fuerza. Weber distingue entre poder y
dominación. La noción de poder es "sociológicamente amorfa" y tiene
como base el ejercicio indiscriminado de la violencia. La dominación,
por el contrario, tiene como fundamento la legitimidad, es decir, la
probabilidad de encontrar obediencia a un mandato que se acepta
como legítimo en el marco de una relación de subordinación. Su forma
sociológica viene a ser los tipos de dominación. Weber distingue tres
tipos de dominación: tradicional, carismática y racional1, que traducen
las distintas variantes que pueden asumir las relaciones sociales. Las
relaciones de dominación no excluyen la violencia, sino que la
circunscriben a su uso legítimo. El dominador tiene derecho a someter
por la fuerza a un insubordinado cuando éste hace caso omiso a un
mandato suyo. Es así como Weber atribuye al Estado el monopolio

1Los tipos de dominación, de acuerdo con la definición de Weber, son realidades sociológicas;
no realidades sociales. Se trata de conceptos sumamente abstractos, construidos en base a la
exaltación de determinados aspectos de la realidad histórica-social que se tienen como
significativos, con un propósito definido: el de contribuir a ordenarla conceptualmente y servir así
a la formulación de hipótesis; más no deben ser confundidos con la realidad. En otras palabras,
en el mundo real no es posible encontrar estos tipos de dominación en su forma pura. En la
sociedad moderna, por ejemplo, predominan relaciones de dominación que se ajustan al tipo
de dominación racional; pero ello no quiere decir que las relaciones de dominación
tradicionales o basadas en el carisma hayan sido del todo extinguidas.

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legítimo de la violencia en la sociedad moderna. El Estado moderno,
que es expresión de una dominación de tipo racional, basa su
legitimidad en el uso de la fuerza. Es decir, el poder, la violencia física y
simbólica, subyace a las diversas formas de dominación. El poder,
entendido como fuerza, constituye una garantía de orden en el marco
de un sistema de dominación. La legitimidad por sí misma no puede
garantizar la continuidad de una relación de dominación.

En esta línea de interpretación se ubica también Talcott Parsons (1966b).


Para este autor, el poder tiene como base la fuerza, simple y pura; pero
su eficacia radica en su legitimidad. En otras palabras, el poder tiene un
componente voluntario que consiste en el convencimiento que tienen
las personas de que las normas que permiten el acceso a él son las más
adecuadas. Si el poder es legítimo, es decir, si se ajusta a las normas
vigentes -las cuales previamente han sido interiorizadas por los individuos
en el marco de su proceso de socialización-, entonces las personas
confían en él. Sin esta dosis de confianza, el poder no podría operar
como "medio de intercambio generalizado" en la sociedad moderna.
Ahora bien, Parsons enfatiza el aspecto de la legitimidad del poder;
pero no excluye a la violencia como su componente básico: el Estado
o, más concretamente, las personas que lo encarnan (autoridades
policiales, miembros de las FF. AA., jueces, fiscales, etc.), están en
condiciones de doblegar la voluntad de uno o más individuos mediante
el uso de la fuerza, para obligarles a hacer lo que no desean hacer. En
eso se basa su poder; más allá de que se haga un uso legítimo o
ilegítimo del mismo. La capacidad de violencia que concentra el
Estado disuade a los individuos de hacer uso de la suya, pues se
encuentran en evidente desventaja. Esto, sumado al énfasis en la
legitimidad del poder, hace innecesario el recurso a la violencia en la
sociedad moderna. El poder regulado por normas impide la vuelta al
“estado de naturaleza” descrito por Hobbes, en el que los hombres se
encuentran en guerra permanente unos con otros. Parsons (1968) hace
precisamente del “problema hobbesiano del orden” el problema
principal de su sociología2. El poder tiene un componente normativo 3

2Como lo ha señalado Guillermo Rochabrun (1993), Parsons va más lejos que el propio Hobbes:
lo que en Hobbes era una preocupación política, nacida de una situación histórica particular -la
agitación política que vivía Inglaterra hacia 1650-, en Parsons se amplía y generaliza a una
pregunta por el orden social. Parsons (1968) pretende superar el “dilema utilitarista”, según el
cual los hombres actúan siempre en función de fines que eligen al azar; pero, al actuar así, lo
más probable es que produzcan una sociedad profundamente inestable. Este dilema conduce

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que operan desde “dentro” de los individuos y que impiden que éstos se
aniquilen mutuamente. Nadie, con excepción del Estado, tiene derecho
a hacer uso legítimo de la violencia.

En “El proceso de la civilización” (1994), Norbert Elías cuestiona el


carácter estático y reduccionista de la sociología de Parsons, e incluso
propone un concepto relacional de poder; pero no pone en duda el
significado de este último en relación a la violencia. En otras palabras, su
concepción del poder y de la violencia no varía en lo sustancial
respecto a Weber y a Parsons. Elías es, probablemente, el que mejor ha
descrito -desde la perspectiva sociológica- el vínculo existente entre la
violencia y el poder en la sociedad moderna. De acuerdo con este
autor, el proceso civilizatorio no es producto de una acción planificada
o racional, pensada a largo plazo4. Tampoco se trata de un proceso

necesariamente a la pregunta por el orden: ¿cómo es posible una sociedad estable en la que
los individuos actúen conforme a sus fines particulares?. Parsons responde a esta pregunta con
su “teoría voluntarista de la acción”. De acuerdo con esta teoría, puesto que los deseos
individuales son en principio ilimitados, la condición para que éstos produzcan un orden social
estable, que satisfaga igualmente el interés individual, es que estén regulados por normas. Las
normas no sólo regulan “externamente” la acción humana, sino que intervienen directamente
en la elección de los fines de los actores individuales. Parsons supera así el “dilema utilitarista”,
cuyos supuestos, de aplicarse de modo estricto, significarían una vuelta la “estado de
naturaleza” descrito por Hobbes.

3Parsons trabaja, de acuerdo con la clasificación propuesta por Habermas (1987), con un
modelo de acción regulado por normas. Este modelo de acción presupone la relación entre un
actor y dos mundos: el mundo objetivo (mundo de estado de cosas existentes) y el mundo
social. Como dice Habermas, “junto al mundo objetivo de estado de cosas existente aparece el
mundo social al que pertenece lo mismo el actor en su calidad de portador de un rol que otros
actores que pueden iniciar entre sí interacciones normativamente reguladas“ (T. I, pp. 127 - 128).
El concepto central en este modelo de acción es el de “observancia de una norma”, esto es, el
cumplimiento por parte de los actores involucrados en una situación de interacción de
expectativas generales de comportamiento.

4Elíasinsiste mucho en esta idea: “es impensable -nos dice- que el proceso civilizatorio haya sido
iniciado por seres humamos capaces de planificar a largo plazo y de dominar ordenadamente
todos los efectos a corto plazo, ya que estas capacidades, precisamente, suponen un largo
proceso civilizatorio” (p. 449). Y, más adelante, como para que no quede dudas, no dice lo
siguiente: “la civilización no es «racional», y tampoco es «irracional», sino que se pone y se
mantiene ciegamente en marcha por medio de la dinámica propia de una red de relaciones,
por medio de cambios específicos en la forma en que los hombres están acostumbrados a vivir.
Pero no es imposible en absoluto que podamos hacer de ella algo «más racional», algo que
funciones mejor en el sentido de nuestras necesidades y de nuestros objetivos. Puesto que
precisamente en correspondencia con el proceso civilizatorio, el juego ciego de los mecanismos
de interrelación va abriendo poco a poco un campo mayor de maniobras para las
intervenciones planificadas en la red de interrelaciones y en las costumbres psíquicas,

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anárquico o desordenado. Todo lo contrario, posee una dirección
determinada: consiste en el progresivo dominio de las emociones y en la
racionalización paulatina de la acción humana, la misma que
transcurre de manera simultánea a la monopolización de la violencia.
Para Elías, el monopolio de la violencia por parte del Estado supone la
existencia de individuos capaces de contener sus emociones y de
actuar racionalmente: “en la sociedad civilizada -nos dice- se responde
al cálculo con el cálculo; en la no civilizada se responde al sentimiento
con sentimiento” (p. 485). El sistema emotivo del individuo se transforma,
al igual que su comportamiento, a medida que avanza el proceso
civilizatorio. En el individuo se vuelve costumbre la capacidad de prever
las consecuencias de sus acciones. Es decir, aumenta su capacidad
para actuar racionalmente en la misma medida en que disminuye su
capacidad para expresar emociones fuertes, tanto en el ámbito público
como privado.

En este marco, cambian también las consideraciones recíprocas de las


personas: la imagen que el individuo se hace de sí mismo y de los
demás “se hace más matizada, más libre de emociones momentáneas,
es decir, se «psicologiza»”. El individuo, antes de actuar, trata de
entender las razones, los motivos que explican su comportamiento. La
observación de las personas, al igual que la de la naturaleza, se hace
más neutral desde el punto de vista afectivo. La individualidad se torna
más reflexiva en tanto que, antes de ponerlas en práctica, se piensa en
las consecuencias futuras de nuestras acciones. La coacción interna
opera también motivada por el espíritu de cálculo. El conocimiento que
tenemos de la capacidad de violencia que concentra el Estado a
través de sus institutos especializados -Policía, FF. AA., etc.- nos disuade
de actuar violentamente. En otros términos, el Estado posee un poder
disuasivo fundado en el monopolio de la violencia. Como dice Elías:

“La organización monopolista de la violencia física no solamente


coacciona al individuo mediante una amenaza inmediata, sino que
ejerce una coacción o presión permanentes mediatizadas de muchas
maneras y, en gran medida, calculables. En muchos casos, esta
organización actúa a través de su propia superioridad. Su presencia en
la sociedad es, habitualmente, una mera posibilidad, una instancia de
control. La coacción real es una coacción que ejerce el individuo sobre

intervenciones que se hacen en función del conocimiento de estas leyes no planificadas” (p.
451).

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sí mismo en razón a su preconocimiento de las consecuencias que
puede tener su acción al final de una larga serie de pasos en una
secuencia, o bien en razón de las reacciones de los adultos que han
modelado su aparato psíquico infantil. El monopolio de la violencia
física, la concentración de las armas y de las personas armadas en un
solo lugar hace que el ejercicio de la violencia sea más o menos
calculable y obliga a los hombres desarmados en los ámbitos
pacificados a contenerse por medio de la previsión y de la reflexión. En
una palabra, esta organización monopolista obliga a los seres humanos
a aceptar una forma más o menos intensa de autodominio” (p. 457).

El monopolio estatal de la violencia disuade a los individuos de actuar


violentamente, al constatar, por medio de la reflexión y la previsión, que
se encuentran en evidente desventaja respecto al Estado. Es así como,
gracias al monopolio de la violencia, surgen espacios pacificados en la
sociedad, esto es, ámbitos sociales que normalmente están libres de
violencia. La pacificación de la vida social en el mundo moderno es
consecuencia del monopolio estatal de la violencia. La violencia no
desaparece: se concentra. Esta es la conclusión a la que llega Elías. No
es que las personas hayan dejado de ser violentas. Ocurre de que se
persuaden, por medio de la reflexión, que es insensato recurrir a ella. El
poder del Estado radica entonces, conforme al argumento de Elías, en
el monopolio que tiene de la violencia física y simbólica.

La violencia simbólica, de acuerdo con Bourdieu (1997), complementa


a la violencia física y elgítima además las relaciones de dominación
instituidas. La violencia simbólica opera a través de la educación y de
los medios de comunicación. Su función es la de instituir habitus, esto es,
disposiciones de acción, que favorecen la reproducción del orden
simbólico y que, por tanto, refuerzan el monopolio estatal de la
violencia. “Una de las consecuencias de la violencia simbólica consiste
en la transfiguración de las relaciones de dominación y de sumisión en
relaciones afectivas, en la transformación del poder en carisma o en el
encanto adecuado para suscitar una fascinación afectiva” (p. 172). La
violencia simbólica permite sobrellevar la dominación y la sumisión en
los subordinados. “La violencia simbólica se instituye a través de la
adhesión que el dominado se siente obligado a conceder al dominador
(por consiguiente, a la dominación) cuando no dispone, para
imaginarla o para imaginarse a sí mismo o, mejor dicho, para imaginar
la relación que tiene con él, de otro instrumento de conocimiento que

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aquel que comparte con el dominador y que, al no ser más que la
forma asimilada de la relación de dominación, hacen que esa relación
parezca natural; o, en otras palabras, cuando los esquemas que pone
en práctica para percibirse y apreciarse, o para percibir y apreciar a los
dominadores (alto / bajo, masculino / femenino, blanco / negro, etc.),
son el producto de la asimilación de las clasificaciones, de ese modo
naturalizadas, de las que su ser social es el producto” (Bourdieu: 2000,
p.51). La violencia simbólica es entonces “violencia amortiguada,
insensible, e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce
esencialmente a través de los caminos puramente simbólicos de la
comunicación y del conocimiento o, más exactamente, del
desconocimiento, del reconocimiento o, en último término, del
sentimiento” (p. 12). La violencia simbólica ejerce un poder real en tanto
que permite, sin el ejercicio de la violencia física, una sumisión al orden
por parte de los subordinados. Poder y violencia, una vez más,
convergen en su significado.

I. LA HIPÓTESIS DEL “ESTADO DE NATURALEZA” EN HOBBES, ROUSSEAU Y


LOCKE, COMO PUNTO DE PARTIDA.

Marx, Weber, Parsons, Elías y Bourdieu, como acabamos de ver,


ponen de relieve la estrecha relación que existe entre el poder y la
violencia, confirmando la etimología de esta última. En realidad,
subyace a estos autores -con la excepción de Marx y Bourdieu- la
idea de una naturaleza humana “mala”, en el sentido en que ésta
fuera formulada por Hobbes. Como se sabe, este autor concebía al
hombre como un ser esencialmente solitario y egoísta (Hobbes:
1994). De acuerdo con este punto de vista, los seres humanos
tenemos una inclinación “natural” a la violencia. En el “estado de
naturaleza” descrito por Hobbes los hombres viven en guerra
permanente unos contra otros. El filósofo inglés abogaba a favor de
que los hombres renuncien voluntariamente, mediante un acuerdo
racional (“contrato social”), a su independencia, a su poder y a sus
derechos, para ponerlos en manos de un soberano absoluto. El
objetivo no es abolir la violencia entre los hombres, sino concentrarla
en un poder supraindividual que la ejerciera legítimamente en
contra de los propios hombres, para evitar que éstos se maten entre

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sí. El fundamento último del poder, de acuerdo con esta
concepción, sería entonces la violencia.

Tal es la filosofía que inspiró el estado moderno. Weber, Parsons y


Elías, cuando atribuyen al estado el monopolio legítimo de la
violencia, no hacen otra cosa que proyectar las ideas de Hobbes a
un plano sociológico. El problema central de la sociología de Talcott
Parsons, como ya ha sido señalado, es el “problema hobbesiano del
orden”. Este problema también subyace al “proceso civilizatorio” de
Norbert Elías, aunque la solución que este autor propone difiere de
la de Parsons. El pensamiento de Hobbes ha influido enormemente
en el pensamiento político y social moderno. Además de los autores
mencionados, podemos citar también el caso de Freud. El
psicoanálisis freudiano opera con una idea de naturaleza “mala”
que es afín a la de Hobbes, aunque no necesariamente es la misma.
Para Freud, lo que mueve al hombre son las pulsiones (triebe), que
tienen un origen biológico. La sociedad, la cultura, lo que hace es
reprimir etas pulsiones biológicas y, de su éxito, depende la vida
civilizada. En ausencia de esta, prevalece la fuerza, la violencia, en
sus distintas manifestaciones5. Para Hobbes, en cambio, lo que
mueve al hombre es su miedo, su egoísmo. Al igual que éste, Freud
también ha influido en autores como Parsons6 y Elías, que han hecho
suyos varios de sus planteamientos.

5De acuerdo con Freud (1970a y b), existen tendencias primarias en el hombre que él denomina
pulsiones (triebe), las mismas que tienen un origen biológico. Entre estas caben mencionar las
pulsiones sexuales y las agresivas. Estas pulsiones exigen su inmediata satisfacción y se rigen por
el principio del placer, que hace del hombre un ser egoísta, agresivo e irracional. Estas pulsiones
“naturales” son reprimidas por el hombre en tanto que accede a la cultura. La cultura se opone
a la naturaleza humana. Al hacerse civilizado el hombre renuncia a la experiencia placentera
de satisfacer sus pulsiones biológicas conforme a su interés egoísta. El hombre tiene que atenerse
al principio de realidad que le ordena reprimir estas pulsiones. Esta situación le produce malestar.
A los hombres les es imposible vivir en el aislamiento; pero igual, experimentan como un peso
intolerable los sacrificios que les impone la civilización. Esto es inevitable. Es lo que hace posible
la vida en sociedad. De lo contrario, de optar por satisfacer sus pulsiones primarias en función de
su interés egoísta, los hombres vivirían en guerra unos contra otros.

6Parsons realizó una recepción un tanto tardía de Freud en “El Sistema Social” (1966a), su
segunda gran obra, publicada originalmente en 1951. Como dice Alexander (1995), “Parsons
toma la brillante visión freudiana del proceso de formación del superyo y la generaliza,
convirtiéndola en un aspecto de su abarcadora teoría” (p. 39). La doctrina del superyo, que
Freud había circunscrito al funcionamiento de la autoridad paterna, Parsons la generaliza para
explicar el funcionamiento del orden social: las normas que regulan desde dentro el
comportamiento de los actores y determinan sus fines, son previamente “internalizadas” por los
individuos en el marco de su proceso de socialización.

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Distinta es la postura de Rousseau que, con su doctrina del “buen
salvaje”, le contrapone la idea de naturaleza “buena” a la
naturaleza “mala” defendida por Hobbes. El “estado de naturaleza”,
de acuerdo con este autor, es una estado anterior a la civilización,
en el que los seres humanos son felices, bondadosos y viven libres y
entre iguales, teniendo a la familia como unidad “natural”. Rousseau
critica las incoherencias del “estado de naturaleza” propuesto por
Hobbes y señala que éste “no ha visto que la misma causa que
impide a los salvajes usar de su razón (…), les impide asimismo
abusar de sus facultades, según lo pretende él mismo; de suerte que
podría decirse que los salvajes no son malos precisamente porque
no saben lo que es ser buenos, pues no es ni el desarrollo de sus
facultades ni el freno de la ley, sino la calma de las pasiones y la
ignorancia del vicio lo que les impide hacer mal” (Rousseau: 1999,
pp. 46 y 47). Otro aspecto que, según Rousseau, Hobbes no tiene en
cuenta, es la compasión, la piedad, “disposición propia a seres tan
débiles y sujetos a tantos males como lo somos nosotros, virtud tanto
más universal y útil al hombre, cuanto que precede a toda reflexión,
y tan natural, que aun las mismas bestias dan a veces muestras
sensibles de ella” (p. 47). Rousseau distingue entre el “amor propio” –
que es característico del hombre civilizado- y el “amor por sí mismo”,
que “es un sentimiento natural que lleva a todo animal a velar por su
propia conservación, y que, dirigido en el hombre por la razón y
modificado por la piedad, produce o engendra el sentimiento de
humanidad y el de virtud” (p. 125). Compasión, piedad, amor por sí
mismo, son los mecanismos naturales que mueven al “buen salvaje”.
La bondad natural, la corrupción por la sociedad y el retorno a la
vida natural son los ejes en torno a los cuales gira la obra de
Rousseau.

Guillermo Rochabrun (1993) ha hecho notar que el “estado de


naturaleza” defendido por Rousseau es mucho más coherente que
el de Hobbes. En el de este último existen ya fenómenos netamente
sociales, tales como el honor, el poder, el lenguaje y la razón, a los
que cabe agregar además la violencia y la guerra. En el “estado de
naturaleza” de Rosseau, por el contrario, “los hombres no luchan
unos con otros, sino son recíprocamente indiferentes” (p. 45).
Además, el “buen salvaje” de Rousseau carece de lenguaje y, por

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tanto, de capacidad de razonar. Lo mismo ocurre con el poder y el
honor que están fuera de lugar. La excepción es la familia, a la que
Rousseau le atribuye un carácter “natural”, para diferenciarla de la
sociedad que es “artificial”, producto de una convención entre los
hombres. Convención que, sin embargo, supone la existencia del
lenguaje, es decir, para que los hombres se constituyan en sociedad
ésta ya ha de existir como comunidad de lenguaje. Conclusión
paradójica. A lo anterior, cabe agregar que Rousseau considera el
“estado de naturaleza” en un plano hipotético-racional. Tal estadio,
en el caso de que efectivamente haya existido, se ha perdido a lo
largo de la historia y no es posible ni tiene sentido volver a él.

Locke asume una postura distinta de Hobbes y Rousseau. Para este


autor, los seres humanos en el “estado de naturaleza” no son ni
buenos ni malos y tampoco están en guerra permanente. Los
hombres, en la propuesta de Locke, nacen con “derechos
naturales” que le son innatos, universales e inalienables: la libertad, la
igualdad y la propiedad. El “estado de naturaleza”, de acuerdo con
Locke, es un “estado de perfecta libertad para que cada uno
ordene sus acciones y disponga posesiones y personas como juzgue
oportuno, dentro de los límites de la ley de naturaleza, sin pedir
permiso ni depender de la voluntad de ningún otro hombre” (Locke:
2006, p. 10). También es un “estado de igualdad, en el que todo
poder y jurisdicción son recíprocos, y donde nadie los disfruta en
mayor medida que los demás” (Ibíd.). “El estado de naturaleza tiene
una ley de naturaleza que lo gobierna y que obliga a todos; y la
razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera
consultarla que siendo todos los hombres iguales e independientes,
ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad
o posesiones” (p. 12). Evidentemente, en el “estado de naturaleza”
de Locke la razón tiene un carácter de ley natural y existen
fenómenos netamente sociales como es el caso de la propiedad.

De todos los enfoques señalados, el que terminó ejerciendo mayor


influencia en las ciencias sociales y, en general, en el pensamiento
moderno, sin duda, es el de Hobbes. El “estado de naturaleza”, en
todas las versiones expuestas, tiene como contrapartida el “contrato
social”, que instituye la sociedad moderna en sus distintas variantes.
La noción de “contrato social” y, en general, la idea de contrato,

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que incluye a Hobbes, Locke y Rousseau, ha sido fuertemente
cuestionada desde la teoría de género, por tratarse de un enfoque
que invisibiliza y excluye sistemáticamente a la mujer. Carole
Pateman, señala que “el contrato sexual es una dimensión reprimida
de la teoría del contrato” (Pateman: 1995, p. 5). Los teóricos del
contrato, con la excepción de Hobbes, sostienen que “la mujer
carece naturalmente de los atributos y de las capacidades de los
«individuos» (…) Las mujeres son el objeto del contrato. El contrato
(sexual) es el vehículo mediante el cual los hombres transforman su
derecho natural sobre la mujer en la seguridad del derecho civil
patriarcal” (p. 15). En este marco:

“La dominación de los varones sobre las mujeres y el derecho de los


varones a disfrutar de un igual acceso sexual a las mujeres es uno de los
puntos en la firma del pacto original. El contrato social es una historia de
libertad, el contrato sexual es una historia de sujeción. El contrato
original constituye, a la vez, la libertad y la dominación. La libertad de
los varones y la sujeción de las mujeres se crean a través del contrato
original, y el carácter de la libertad civil no se puede entender sin la
mitad despreciada de la historia la cual revela cómo el derecho
patriarcal de los hombres sobre las mujeres se establece a partir del
contrato. La libertad civil no es universal. La libertad civil es un atributo
masculino y depende del derecho patriarcal. Los hijos destronan al
padre, no sólo para ganar su libertad sino para asegurarse las mujeres
para ellos mismos. Su éxito en esta empresa se relata en la historia del
contrato sexual. El pacto originario es tanto un pacto sexual como un
contrato social, es sexual en el sentido de que es patriarcal -es decir, el
contrato establece el derecho político de los varones sobre las mujeres-
y también es sexual en el sentido de que establece un orden de acceso
de los varones al cuerpo de las mujeres (…) El contrato está lejos de
oponerse al patriarcado; el contrato es el medio a través del cual el
patriarcado moderno se constituye” (pp. 10 y 11).

Pateman señala que, mediante el “contrato social”, el derecho


político de los padres es sustituido por el “derecho de los hijos”, los
hijos varones, que nacen “libres” e “iguales” y, por tanto, no deben
subordinación a los padres, pero ejercen su dominio sobre las
mujeres. “El contrato original tiene lugar después de la derrota
política del padre y crea el patriarcado fraternal moderno” (p.12).
Los hijos, en un sentido simbólico, cometen parricidio y, con ello,
crean la sociedad civil, que opera a través de la “esfera pública” –la

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sociedad política- y la “esfera privada”, “no política”, que queda
“oculta” en la familia, en la que el varón ejerce su “derecho sexual”
o “conyugal” sobre la mujer. En este marco, la mujer es objeto de
ocultamiento en la vida pública y de subordinación en la esfera
privada.

La Pateman cuestiona y denuncia el ocultamiento del “contrato


sexual” en el “contrato social” moderno y señala que esta omisión
tiene su origen en la idea de “estado de naturaleza” que manejan
los autores del contrato. Esta idea “omite el punto crucial de que
tales habitantes estaban sexualmente diferenciados y, en los autores
clásicos (con la excepción de Hobbes), se sigue una diferencia en la
racionalidad debido a la diferencia sexual natural (…) Los teóricos
clásicos construyen una explicación patriarcal de la masculinidad y
de la feminidad, es decir de lo que es ser hombre y mujer. Sólo los
seres masculinos están dotados de los atributos y de las
capacidades necesarias para realizar un contrato, e! más
importante de los cuales es la posesión de la propia persona, sólo de
los varones cabe decir que son «individuos»” (pp. 14 y 15). En el
“estado de naturaleza” la mujer no es sujeto, sino objeto y, por tanto,
no firma el contrato, aunque es parte de él. “Las mujeres no toman
parte en el contrato originario, pero no permanecen en el estado de
naturaleza -¡esto frustraría el propósito del contrato sexual! Las
mujeres son incorporadas a una esfera que es y no es parte de la
sociedad civil. La esfera privada es parte de la sociedad civil pero
está separada de la esfera "civil». La antinomia privado/público es
otra expresión de natural/civil y de mujeres/varones” (p. 22). Para
Pateman, “las descripciones del estado de naturaleza y las historias
del contrato social que se encuentran en los textos clásicos varían
ampliamente pero a pesar de las diferencias más o menos
importantes, los teóricos clásicos del contrato tienen un aspecto
crucial en común: todos narran historias patriarcales” (p. 60). “Las
relaciones de subordinación entre los varones, si han de ser legítimas,
deben tener su origen en el contrato. Las mujeres por su parte nacen
en sujeción” (p. 60). En eso consisten las diversas nociones de
“contrato social” y las narrativas del “estado de naturaleza” que le
subyacen.

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Esta autora, entonces, realiza una desconstrucción de la idea de
“contrato social” y del “estado de naturaleza”, explorando los
aspectos que permanecen ocultos, pero no ofrece una revisión o
reformulación de esta hipótesis.

II. PUNTO DE INFLEXIÓN: HANNAH ARENDT Y LA GÉNESIS DE UN


CONCEPTO COMUNICATIVO DE PODER.

La hipótesis del “estado de naturaleza”, en la versión de los filósofos


contractualistas, ha sido rigurosamente cuestionada por Hannah
Arendt en sus distintas investigaciones en el campo de la filosofía
política. En su ensayo “Sobre la violencia” (1973), esta autora
distingue entre poder (Macht) y violencia (Gewalt). Ambos términos,
en su opinión, se excluyen mutuamente. La presencia de uno
presupone la ausencia de la otra. Y viceversa. El poder no se basa
en la violencia. La violencia, por su parte, no engendra poder.
Cuando el poder se ausenta de las instituciones, emerge la
violencia. El poder es producto del consenso, esto es, de la
capacidad de los hombres para coordinar sus acciones y configurar
una voluntad común. El poder no surge solamente de la capacidad
que tienen los hombres para actuar o hacer cosas, sino
fundamentalmente de su capacidad para concertarse con los
demás y para actuar de acuerdo con ellos. La violencia, por el
contrario, tiene un carácter instrumental: sirve a los fines de quienes
la ejercen, en detrimento de aquellos sobre quienes recae la acción
violenta. Quienes asocian el poder a la violencia operan con una
noción instrumental del poder. El portador de poder, en este caso,
dispone de medios a través de los cuales puede doblegar la
voluntad de otros sujetos capaces de tomar sus propias decisiones,
ya sea porque recurre a la amenaza, la persuasión o la
manipulación. El poder instrumental se basa en la capacidad de
coacción. La alternativa a la coacción es el consenso. El consenso
excluye a la violencia y es la base sobre la que se construye el poder
político.

La Arendt también distingue entre poder y dominación. El poder no


presupone la dominación, como habitualmente se concibe. El
poder suprime toda forma de dominación, en tanto que es
producto del consenso. La dominación, por el contrario, presupone

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la violencia. Las relaciones de dominación se basan en la coacción.
Cinco son, en nuestra opinión, los rasgos distintivos de toda relación
de dominación:

- En primer lugar, se requiere de una persona que ocupe la posición


de dominador y de otra u otras que sean los dominados.

- En segundo lugar, una relación de dominación demanda la


voluntad de los dominadores para influir en el comportamiento de
los dominados, mediante una serie de mandatos.

- En tercer lugar, es necesario que los dominados se sometan


voluntariamente al mandato de los dominadores, encontrando
éstos obediencia en los primeros.

- En cuarto lugar, se requiere de un testimonio directo o indirecto


de esta obediencia, traducida en un discurso de las personas
involucradas en la relación de dominación, el mismo que legitima
este estado de cosas.

- En quinto, pero no necesariamente en último lugar, una relación


de dominación requiere de una capacidad de coacción en los
dominadores para someter y sancionar a los dominados en caso
de que éstos decidan no acatar sus mandatos.

La dominación, en consecuencia, no es equivalente al poder. La


dominación se basa en la violencia física y simbólica; el poder, por el
contrario, es producto del consenso7. Poder y dominación no solo no

7Es necesario subrayar la diferencia entre poder y dominación: el poder es positivo, cardinal y
esencial; la dominación, por el contrario, es negativa, ordinal y existencial. “El poder -nos dice
Ibáñez (1985)- conecta el ser y la existencia: lo que es, pero no existe, puede llegar a ser; lo que
existe, pero no es, es potenciado en su ser. La dominación desconecta el ser y la existencia: que
lo que es no exista, que lo que exista no sea nada” (p. 2). Los juegos de dominación son juegos
cerrados o “de suma cero”, en los que lo que gana el uno (el dominador) siempre lo pierde el
otro (el dominado). Los juegos de poder, por el contrario, son juegos abiertos, en los que todos
tienen la posibilidad de ganar. Un buen ejemplo de juego de dominación viene a ser las
relaciones de género. Éstas pueden ser concebidas como el intento recurrente del hombre por
evitar que la mujer sea todo lo que puede llegar a ser. La separación entre lo público y lo
privado, característica de la sociedad industrial, responde a esta lógica de dominación. El
hombre tiene un acceso privilegiado a lo público y puede llegar a ser todo lo que se propone
en el marco de su proceso de individuación. Su ser está conectado a su existencia. La mujer, por
el contrario, está relegada a lo privado, subordinada al hombre, sin llegar a ser todo lo que

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son términos equivalentes sino se diría que hasta opuestos. El
problema es que la Arendt, como se verá más adelante, concibe la
dominación fuera del ámbito de la política. Lo cual entra en
entredicho con su propia argumentación.

a) El concepto de condición humana.

La Arendt nos propone un concepto comunicativo de poder distinto


a la concepción instrumental que se tiene del mismo. Esta
concepción, que asocia el poder con la violencia y la dominación,
en su opinión, es propia del mundo moderno. Ella, por el contrario, se
inspira en el enfoque de la antigüedad clásica. En “La condición
humana” (1974), la Arendt polemiza con el tradicional concepto de
naturaleza humana heredado de Hobbes y Rosseau. El concepto de
naturaleza concebido como maldad o como bondad es
sumamente limitado, en opinión de la Arendt, porque no da cuenta
de la verdadera condición humana. El conflicto entre el bien y el mal
solo puede resolverse apelando a la violencia. Los seres humanos,
por el contrario, practicamos tanto el vicio como la virtud y lo
hacemos con la mediación del lenguaje, sin necesidad de recurrir a
la violencia. De acuerdo con su concepción, la naturaleza humana
remite a la existencia del hombre como ente biológico, como una
especie que se renueva permanentemente en el incesante fluir del
nacimiento y la muerte. No importa el nivel de desarrollo que haya
alcanzado, el hombre siempre se verá apremiado por la necesidad
de comer, de abrigarse, de dormir, etc. Esto ha sido así siempre. Lo
fue en la antigüedad y lo es ahora. La especie humana comparte
con los demás seres vivos la misma necesidad de subsistencia. Este es
un hecho innegable como lo es también el hecho de que

puede ser. Su ser permanece desconectado de su existencia. Los roles de madre y esposa, tal
como fueron configurados en la sociedad industrial, le impiden realizarse en lo personal. Esta
situación cambia con el acceso de la mujer a la educación con posteridad a la segunda guerra
mundial. Entonces se inicia un proceso de individuación que conecta el ser de la mujer con su
existencia y que termina por replantear las relaciones entre los géneros, haciendo obsoleta la
separación ente lo público y lo privado tal como la heredamos de la sociedad industrial. En el
contexto de la sociedad del riesgo la relaciones entre los géneros tienden a ser cada vez más
juegos de poder, esto es, juegos abiertos en los que lo que gana el hombre también lo puede
ganar la mujer. O, mejor aún, ambos pueden ganar lo que se proponen en un régimen de
complementariedad y de mutua aceptación. Es decir, siempre que actúen consensualmente en
benéfico de ambos.

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compartamos un mundo creado por el propio ser humano. El mundo
está compuesto por las cosas que el hombre ha creado y por los
otros seres humanos que coexisten con uno. Precisamente porque el
hombre ha creado al mundo, lo conoce. Ahora bien, una vez
creado por el hombre, el mundo adquiere una existencia objetiva,
autónoma, independiente del ser humano. Se convierte, por tanto,
en un condicionante de la existencia humana. El concepto de
condición humana abarca entonces tanto al ser biológico como al
mundo objetivado, creado por el propio ser humano, que lo
trasciende en el tiempo.

Partiendo de estos supuestos, la Arendt desarrolla su concepción del


individuo y del ciudadano. De acuerdo con su punto de vista, el ser
humano nace dos veces en el curso de su existencia: una vez lo
hace como ser biológico y la otra lo hace como individuo que aspira
a trascender su propia existencia biológica a través de sus acciones.
Éste es el hombre como animal político, en el sentido en que fuera
definido por Aristóteles. En la Grecia antigua el hombre político era
aquel que en la “polis” buscaba distinguirse por sus actos frente a sus
conciudadanos. El propósito era acceder a la inmortalidad,
perennizándose en la memoria y el recuerdo de los mortales que le
sobrevivían. La condición humana responde a esta doble necesidad,
esto es, a la necesidad de conservar la propia existencia, como
cualquier otro ser vivo, y de trascenderla mediante nuestras
acciones.

En la tabla 1 se puede observar las diversas dimensiones que articula


el concepto de condición humana propuesto por la Arendt, con sus
respectivos tipos de actividad y espacios de realización. La vida y la
mundanidad requieren de las actividades de la labor y el trabajo
respectivamente, las mismas que en la antigüedad tenían lugar en la
esfera de la vida privada. Ambas actividades demandaban el uso
de la violencia, ya sea para dominar a la naturaleza o para someter
a los esclavos y obligarlos a ejecutar los trabajos más pesados.
Mediante la labor el ser humano se vinculaba al ciclo natural para
satisfacer sus necesidades primarias y asegurar su sobrevivencia
como especie. La actividad del trabajo, por su parte, se orientaba a
la construcción de objetos que configuraban el mundo en el que
transcurría la vida de los seres humanos. A estas actividades se

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contraponía la acción, que operaba en la esfera pública. La
condición humana de la acción era la pluralidad, esto es, la
posibilidad de compartir la existencia con una comunidad de
individuos. Los integrantes del espacio público mantenían una
relación de igualdad entre sí en la medida en que todos se
consideraban a sí mismos como individuos potenciales que
aspiraban a trascender su propia existencia a través de sus acciones.
La vida privada, entonces, era concebida como un espacio en el
que el jefe de familia se liberaba de la necesidad, como una
condición previa para su participación en la vida pública, en calidad
de ciudadano.

Tabla 1
DIMENSIONES DE LA CONDICIÓN HUMANA
Condición humana Tipo de actividad Espacio de realización
 La vida.  La labor.  La vida privada.

 La mundanidad.  El trabajo.  La vida privada.


 La acción y el
 La pluralidad.  La vida pública.
discurso.

En Grecia y en Roma la separación entre la vida pública y privada,


como se puede advertir, tenía que ver con la distinción entre las
esferas de la acción y el trabajo. La vida privada operaba en base a
la dominación; la vida pública, por el contrario, lo hacia en base al
poder. El trabajo acontecía en la esfera privada y suponía la
dominación; la acción, por el contrario, operaba en el espacio
público y tenía por objeto el poder. Aristóteles dio cuenta de esta
distinción en términos de techné y praxis. La techné es definida por
el estagirita como la acción deliberada a fabricar o hacer algo. Ella
opera con una racionalidad de tipo medios fines. La creación de
objetos demanda del “homo faber” el diseño de un plan en base a
una intención de lo que se quiere hacer, el mismo que antecede a
su fabricación en forma individual o con la ayuda de otros. La praxis,
por su parte, alude a la forma distintiva de la acción humana que se
realiza en el marco de una comunicación intersubjetiva. La praxis
estaba asociada, según Aristóteles, con el término lexis o habla. El
habla o discurso era concebido en la antigüedad como un acto
político en sí mismo por medio del cual el individuo podía

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distinguirse. La acción individual requería para su confirmación de la
presencia de otros individuos. El carácter original de la individualidad
solo podía aflorar en el marco de una pluralidad de individuos que
configuraban la escena pública. El individuo alcanzaba su
realización plena no de modo aislado sino ante la presencia de otros
espectadores que, a su vez, eran tenidos como iguales. La
individualidad era concebida en términos políticos. El individuo se
hacía inmortal cuando sus acciones rebasaban los límites de la
actualidad y eran recordadas en la obra de poetas, escultores e
historiadores. En otras palabras, las obras de arte y los documentos
históricos constituían evidencias tangibles de las acciones
individuales que se hacían dignas de ser juzgadas por la posteridad.

La época moderna difiere de la antigüedad en la configuración de


lo público y lo privado. En el mundo moderno, la actividad
económica se emancipa del ámbito doméstico y pasa a ser parte
constitutiva de la esfera pública. El trabajo, que en la antigüedad se
realizaba en la esfera privada, irrumpe en el espacio público y, por si
fuera poco, se convierte en la actividad por excelencia. Claus Offe
(1992) ha denominado a la sociedad moderna como la “sociedad
del trabajo”, debido precisamente a la centralidad que ha
adquirido esta actividad entre nosotros. La organización técnica de
la sociedad, orientada a la producción de bienes y servicios, influye
en forma decisiva en la configuración del espacio público moderno.
De acuerdo con la Arendt, el espacio público deviene en el mundo
moderno en un ámbito signado por el predominio del “homo faber”,
cuyo ideal viene a ser el utilitarismo. El imperio del "homo faber" en la
sociedad moderna desplazó del ámbito público la inclinación de los
hombres por la libertad para supeditarla a intereses utilitarios. La
acción, en el sentido clásico del término, es considerada como una
actividad ociosa en el mundo moderno. En la antigüedad, el actor
era valorado por sus actos y no por sus obras; en la época moderna
ocurre exactamente al revés. El espacio público se configura en
nuestra época como “espacio público del fabricante” en el que
éste, a través de sus productos, muestra algo de sí a los demás. El
propósito, sin embargo, no es trascender sino obtener una utilidad
dentro de los límites de la actualidad. En este contexto, los otros no
cuentan como individuos potenciales sino como medios para lograr
un fin. El espacio público, tal como fue concebido en la antigüedad,

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prácticamente ha desaparecido. En su reemplazo se enseñorea el
mercado que tiende a despersonalizar al individuo en tanto que lo
sumerge en una dinámica de producción y de consumo que
uniformiza a las personas y que, por tanto, elimina todo rasgo de la
individualidad.

A la organización de la vida moderna, centrada en el trabajo, le


subyace una estructura de carácter totalitario. El totalitarismo es el
gobierno de uno solo que se sostiene por la fuerza y/o mediante la
manipulación. El estado nación moderno, en determinadas
circunstancias, adopta este tipo de gobierno. Ahí está el caso de
Hitler en Alemania o de Stalin en la ex Unión Soviética. El
totalitarismo, en opinión de la Arendt, es expresión extrema de una
sociedad que carece de espacio público. En la sociedad moderna,
el gobierno se configura como un ente impersonal totalmente
alejado de los ciudadanos. Los que lo integran suelen borrar o
reprimir todo rasgo de su individualidad para desempeñar la función
que le es encomendada. Incluso los funcionarios de mayor jerarquía
en el gobierno operan como piezas en el engranaje burocrático.
Nada más distante de la individualidad. Si el individuo es aquel que
busca distinguirse por sus acciones en la esfera pública (tal como
fue concebido en la antigüedad), entonces éste ya no es viable en
el mundo moderno. La Arendt concibe al individuo en términos
políticos. El individuo no puede realizarse de modo aislado sino
como parte de la esfera pública. La desaparición de ésta en el
mundo moderno tiene como correlato el repliegue de la
individualidad a la esfera íntima. La esfera íntima es el sustituto
precario del espacio público como lugar de refugio de “lo
individual”. A través de ella el hombre moderno huye del mundo
para internarse en sí mismo. La Arendt fecha el origen de la esfera
íntima en el siglo XVIII, con el surgimiento de la sociedad civil, que se
caracteriza por su apoliticismo. Es por esa época que la intimidad se
convierte en el espacio de refugio de la individualidad que, en
adelante, será concebida como un asunto privado. Desde
entonces, los individuos tienden a vivir cada vez más aislados y
ensimismados, teniendo como contraparte una creciente
despersonalización de la sociedad.

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b) Guerra y revolución en el siglo XX.

Como se puede apreciar, la Arendt somete a una crítica radical a la


sociedad moderna. Y lo hace inspirada en su enfoque de la
antigüedad clásica desde el punto de vista de la filosofía política. Lo
que se cuestiona es el tipo de integración política que dio origen al
estado moderno, la misma que hizo desaparecer el espacio público
y terminó por coactar la libertad del individuo. Como se sabe, la casi
totalidad de los estados modernos fueron producto de guerras y
revoluciones. De acuerdo con la Arendt (1988), ambos fenómenos
tienen como denominador común a la violencia:

“Por necesario que resulte distinguir en la teoría y en la práctica entre


guerra y revolución, pese a su estrecha interdependencia, no podemos
dejar de señalar que el hecho de que tanto la revolución como la
guerra no sean concebibles fuera del marco de la violencia, basta para
poner a ambas al margen de los fenómenos políticos. Apenas puede
negarse que una de las razones por las cuales las guerras se han
convertido tan fácilmente en revoluciones y las revoluciones han
mostrado esta nefasta tendencia a desencadenar guerras es que la
violencia es una especie de común denominador de ambas” (p. 18).

Es un error, sin embargo, entender estos fenómenos como


determinados por la violencia. La guerra y la revolución son, antes
que nada, fenómenos políticos. La moderna teoría política -y, en
general, la teoría social clásica- imaginó estos fenómenos, en tanto
sucesos violentos, al margen de la esfera política. Se supuso
erróneamente la existencia de un estado prepolítico, al que Hobbes,
en el siglo XVll, denominó “estado de naturaleza”. Por supuesto que
nunca se aportaron pruebas acerca de la existencia real de este
“estado de naturaleza”. Es más, nunca fue considerado un hecho
histórico. La hipótesis, sin embargo, ganó consenso y fue tenida
como verdadera en los últimos tres siglos. El conflicto social, de
acuerdo con este punto de vista, deriva de los impulsos fratricidas
de los seres humanos. Toda organización política -y ello incluye al
estado moderno- hunde sus raíces en el crimen. La idea de que “en
el origen fue el crimen” subyace a las distintas teorías acerca del
estado moderno que se han construido desde Hobbes hasta
nuestros días.

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Lima – Perú, 2019 (Versión original: 2002) 20
La Arendt opta por una estrategia diferente. Ella rescata el
concepto de acción política formulado por los griegos -que es el
que le sirve de paradigma- para contraponerlo a las concepciones
modernas del poder que lo hacen derivar de la violencia. Aristóteles
definió al hombre, además de como animal político, como un ser
dotado de palabra. Como hemos visto, ambas definiciones se
complementaban dentro del cuadro de vida de la polis griega. La
violencia en sí misma no tiene la capacidad de la palabra. Esta
incapacidad hace que la teoría política tenga muy poco que decir
acerca de este fenómeno. La Arendt subraya el hecho de que ni
siquiera las guerras, y tampoco las revoluciones, en tanto fenómenos
políticos, son enteramente determinadas por la violencia. La
violencia, por así decirlo, es un fenómeno marginal en la política.
Cuando la violencia es señora absoluta, como ocurre con los
campos de concentración en los regímenes totalitarios, se produce
un silenciamiento de la política.

El pensamiento político en general solo puede basarse en


“expresiones articuladas” de los fenómenos políticos. En otras
palabras, está limitado a los asuntos humanos que solo pueden
expresarse a través de la palabra. Una teoría de la guerra o una
teoría de la revolución, en consecuencia, sólo pueden ocuparse de
la justificación de la violencia, siempre que esta justificación
constituya una limitación de la política. Si, por el contrario, la teoría
llega a formular una glorificación o justificación de la violencia en
cuanto tal, entonces deja de ser política y pasa a ser antipolítica. Los
nexos entre política y antipolítica son bastantes fluidos en el mundo
moderno. Ahí está el caso de Sendero Luminoso, entre nosotros,
para ejemplificarlo. De la justificación de la violencia en términos
políticos revolucionarios se pasó a su glorificación más absurda, con
las consecuencias que todos conocemos.

Hannah Arendt realizó un análisis riguroso el fenómeno de la


revolución que, en el siglo XX, se erigió como el fenómeno distintivo
de la época moderna. La revolución desplazó a la guerra como
medio para efectuar cambios sociales. El desarrollo tecnológico -
sobre todo, en lo que concierne a las armas nucleares- hizo de la
guerra un fenómeno improbable. En el pasado siglo, la guerra

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Lima – Perú, 2019 (Versión original: 2002) 21
incursionó en el terreno de la aniquilación total y se convirtió en una
amenaza tanto para el agredido como para el agresor. En este
contexto, la revolución se convirtió en el fenómeno que pasó a
caracterizar el uso moderno de la violencia. En el fenómeno
revolucionario moderno confluye la idea de libertad con la
experiencia de un nuevo comienzo, de una renovación total de la
sociedad. A esto hay que agregar el hecho de que se trata de un
fenómeno inducido por la voluntad humana que se expresa por
medios violentos. La revolución moderna viene a ser una suerte de
“violencia fundacional” que inaugura una nueva etapa, un nuevo
comienzo, en la historia de los pueblos. Este fenómeno responde a
dos distintas necesidades que operan como fuerzas impulsoras de la
voluntad humana: por un lado, a la necesidad de liberación, que
busca romper con las estructuras de dominación que subordinan al
ser humano e imposibilitan su desarrollo; y, por otro lado, a la
necesidad de libertad, en el sentido político del término, que refiere
a la búsqueda de la felicidad humana mediante la participación de
los ciudadanos en la esfera pública. La primera es compatible con
distintas formas de gobierno; la segunda, por el contrario, solo es
viable en el marco de un sistema republicano de gobierno. Esto
explica el por qué la mayoría de revoluciones que han tenido lugar
en los últimos tres siglos hayan adoptado esta última forma de
gobierno.

En el mundo moderno, siempre de acuerdo con la Arendt, han


tenido lugar dos modelos de revolución: el americano y el francés.
Como se aprecia en la tabla 2, las diferencias entre ambos modelos
revolucionarios son marcadas. La revolución americana fue
inducida por la idea de libertad. Su pasión revolucionaria se
mantuvo fiel a esta idea. La cuestión que se plantearon los
revolucionarios americanos no fue social sino política: se refería a la
forma de gobierno y no al ordenamiento de la sociedad. En rigor, se
trató de una revolución antihistórica, en el sentido de que fue
impulsada por el deseo de los ciudadanos de darse a sí mismos su
propia forma de gobierno. La revolución francesa también vino
inducida en un inicio por la idea de libertad. No hay duda respecto
a que los revolucionarios franceses se levantaron contra la tiranía y
la opresión y no contra la explotación y la pobreza. No obstante ello,
el derrocamiento de la monarquía no alteró en lo más mínimo la

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relación entre gobernantes y gobernados. En otras palabras, “la
liberación de la tiranía significó libertad sólo para unos pocos y
apenas nada para la mayoría, que siguió abrumada por la miseria”
(p.75). La pasión revolucionaria, poco a poco, fue ganada por la
compasión.

Tabla 2
MODELOS DE REVOLUCIÓN MODERNA
Revolución americana Revolución francesa
 Libertad.  Compasión.
 Cuestión política.  Cuestión social

 Antihistórica.  Histórica.

 Política.  Antipolítica.

Hasta antes de la revolución francesa, la compasión operaba fuera


del ámbito de la política. La caridad era vista como un asunto
privado. Esta situación cambió en el siglo XVIII. Rosseau llamó la
atención respecto a una “repugnancia innata para el espectáculo
del sufrimiento ajeno”. Y Robespierre elevó la compasión a virtud
pública. “Desde entonces -nos dice la Arendt- la pasión de la
compasión ha obsesionado e inspirado a los mejores hombres de
todas las revoluciones, siendo la americana la única revolución
donde la compasión no desempeñó papel alguno en la motivación
interna de sus actores” (p.72). A lo anterior se sumó, en el siglo XIX, la
denominada “cuestión social”. La lucha contra la explotación y la
pobreza sustituyó paulatinamente a la lucha contra la opresión y la
tiranía, que fue la que inspiró a la revolución francesa. La idea de
que la pobreza es la principal motivación para la lucha
revolucionaria debido a que los pobres no tienen nada que perder -
salvo las cadenas que los oprimen- y si mucho que ganar, es propia
del siglo XIX. Marx y Engels la elevaron a concepto político en el
“Manifiesto comunista” (Marx y Engels: 2000). La totalidad de
revoluciones que han tenido lugar en los últimos ciento cincuenta
años se han dejado llevar por este prejuicio. La revolución rusa, qué
duda cabe, es el caso más relevante. La necesidad histórica se
impuso como determinante de la lucha revolucionaria. Y la lucha

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política devino en muchos casos en antipolítica, con la consecuente
pérdida de libertad política e individual.

Como se puede apreciar, el modelo jacobino de revolución


finalmente se impuso en el mundo moderno. La Arendt extrae
consecuencias éticas de su argumentación teórica. Ella denomina
revolución “mala” al modelo que inauguró la revolución francesa,
para distinguirla de la revolución “buena”, representada por la
independencia americana. En Norteamérica, la independencia fue
producto de un consenso, es decir, del ejercicio efectivo del poder
por parte de los ciudadanos. El poder, como ya se dijo, es la
capacidad de los hombres para ponerse de acuerdo con los demás
y actuar conjuntamente en la realización de un objetivo común. La
violencia es contraria al poder. No es política sino antipolítica.
Tampoco es revolucionaria porque traiciona el “espíritu de la
revolución” en la medida en que anula la libertad política e
individual. La violencia engendra totalitarismo.

La Arendt se lamentaba de que el “espíritu de la revolución” haya


fracasado en encontrar su “institución apropiada”. En su opinión, el
principio de “libertad y de felicidad pública” -que es el que encarnó
la revolución en sus orígenes- es un privilegio de la “generación de
los fundadores”. Este principio de hecho ha sido “olvidado” en el
mundo moderno. La noción de olvido es clave en el pensamiento
de la Arendt: tiene que ver con su concepto de poder, que ella
rescató de la antigua Grecia, cuyo significado original -pese a que,
en su opinión, recobró vigencia en el caso de la revolución
americana- prácticamente ha sido dejado de lado en el mundo
moderno.

c) Poder, dominación y razón comunicativa: Los límites de la teoría


crítica de la sociedad.

La distinción que realiza la Arendt entre poder y dominación, como


ya ha sido mencionado, resulta problemática. Habermas (1984),
desde el punto de vista de la teoría crítica de la sociedad, ha
señalado que no tiene sentido hablar de libertad política si no se lo
hace en el marco de una liberación con respecto a las diversas
formas de dominio:

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Lima – Perú, 2019 (Versión original: 2002) 24
“Las condiciones de libertad política sólo pueden discutirse con sentido
en el contexto de una liberación con respecto al dominio. Esta
categoría de dominación no puede separar poder político y poder
social, sino que ha de mostrarlos como lo que ambos son: como
represión. En condiciones de dependencia social, incluso el mejor
derecho a la libertad política se queda en ideología. Más por otra
parte, Hannah Arendt insiste con toda razón en que la realización del
bienestar no debe confundirse con la emancipación respecto al
dominio. Precisamente el concepto más antiguo de libertad política,
según el cual la libertad sólo se hace realidad en la participación activa
de los ciudadanos en los asuntos públicos, aguza la mirada para el más
actual de los peligros: para el peligro de que la revolución pueda
traicionar su intención propiamente dicha cuando aparentemente está
cosechando éxitos. Tanto en el Este como en el Oeste el impulso
revolucionario inicial se agota en los objetivos de una eliminación
técnicamente eficaz de la miseria y del mantenimiento administrativo
de un sistema de crecimiento económico exento de conflictos sociales.
Tales sistemas pueden estar estructurados como democracias de masas
sin garantizar por ello ni tan siquiera un mínimo de libertad política” (p.
204).

Habermas incorpora el concepto de poder de la Arendt dentro de


su modelo de acción comunicativa y, en este marco, lo confronta
con la dominación que, en su opinión, tiene base en la razón
instrumental: “el poder generado comunicativamente que ostentan
las convicciones compartidas proviene de que los interesados se
orienten en función de un acuerdo y no buscando cada uno su
propio éxito (…). Hannah Arendt desliga el concepto de poder del
modelo de acción teleológica: el poder se forma en la acción
comunicativa, es un efecto grupal del habla en la que el
entendimiento se convierte para los participantes en un fin en sí
mismo” (p. 208). Para Habermas (1987), la “acción comunicativa” es
la capacidad racional para crear consenso de la que está investida
la sociedad moderna. En este contexto, el poder -nacido del
consenso- tiende a diluir las estructuras de la dominación y
simultáneamente prescinde de la violencia. En esta lógica es que
cabe interpretar el accionar de los nuevos movimientos sociales
(ecologismo, mujeres, derechos humanos, etc.). No obstante, el
principal problema que tiene que afrontar tanto la Arendt como

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Habermas es la relativa ausencia de soporte empírico de sus
respectivos planteamientos teóricos.

Hannah Arendt se inspira en la antigüedad clásica como modelo a


seguir, lo que entra en abierta contradicción con el diagnóstico que
realiza de la modernidad, de acuerdo con el cual, poco o nada de
su planteamiento inicial termina siendo validado. Habermas, por su
parte, recurre a la comunidad científica como paradigma de la
acción comunicativa. El hecho de que el conocimiento científico
haya sido puesto en entredicho desde Khun hasta nuestros días -
sobre todo en lo que respecta al ethos científico (honestidad
intelectual, desinterés, objetividad, etc.) y a su pretendida
universalidad-, deja muchas dudas en torno al planteamiento de
Habermas8. Una sociedad diferenciada y compleja como la que

8Es conocida la polémica que en la década de los ’60 de la centuria pasada sostuvieran Tomas
Khun con Karl Popper en el campo de la filosofía de la ciencia. Popper (1967) defendía la tesis
de la ciencia como “empresa acumulativa”. De acuerdo con este autor, el desarrollo científico
consistía en un aumento paulatino de conocimiento que progresivamente iban eliminando el
lastre pre científico. El criterio para establecer el status científico de una teoría, de acuerdo con
Popper, era su testabilidad o su refutabilidad. Las teorías científicas consistían en “conjeturas
audaces” que eran abandonadas cuando entraban en conflicto con posteriores
observaciones. Khun (1975) era contrario a la tesis de Popper. Para él el progreso científico no
consiste en la acumulación de conocimientos sino en la sustitución de un paradigma (viejo) por
otro (nuevo) en el marco de una revolución científica. Los paradigmas, de acuerdo con Khun,
vienen a ser logros científicos, universalmente reconocidos, que proporcionan durante cierto
periodo de tiempo modelos de problemas y modelos de soluciones a una comunidad de
científicos. Un paradigma no puede ser falseado, solo puede ser reemplazado por uno nuevo en
el curso de una revolución científica. Para Popper, el progreso científico es un proceso racional
que procede por ensayo y error; para Khun, por el contrario, se trata de un proceso no racional,
que involucra las creencias y los actos de fe que los científicos mantienen en torno a un
paradigma. Los juegos de intereses y la lucha por el poder (subvenciones, reconocimientos,
contratos, etc.) no son ajenos a la praxis científica. Habermas es más cercano a Popper que a
Khun en su planteamiento teórico. Así, por ejemplo, se sirve de la “teoría de los tres mundos” de
Popper para dar cuenta de los “presupuestos ontológicos” de los distintos conceptos de acción,
incluyendo la acción comunicativa. La teoría de Khun cuestionó en sus raíces el mito moderno
de la ciencia que la concibe como el único conocimiento verdadero. Como dice Lizcano
(1993), Khun introdujo el “virus relativista” en la “beatífica comunidad científica” que imaginaron
autores como Merton y el propio Popper. En adelante, la ciencia sería concebida como un
conocimiento más entre otros igualmente válidos. La nueva sociología del conocimiento (NSC),
que a mediados de la década de los ’70 relanzara David Bloor (1998), parte de esta premisa.
Más recientemente, Steve Woolgar (1991) ha develado la “ideología de la re-presentación” que
subyace a la praxis científica, desde una epistemología constructivista. En pocas palabras, el
ethos científico (honestidad intelectual, desinterés, objetividad, etc.) así como la pretendida
universalidad de la ciencia en la actualidad prácticamente han perdido vigencia. La ciencia
hoy en día asume una postura más reflexiva en torno a su quehacer -el “presupuesto de
objetividad” ha sido sustituido por el “presupuesto de reflexividad”- y, de hecho, es más modesta
que antaño.

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vivimos no admite un único tipo de racionalidad en los distintos
subsistemas que la configuran. La razón comunicativa que opera al
interior de la comunidad científica, en el supuesto de que así sea, no
necesariamente es extrapolable a otros subsistemas tales como la
economía o la política.

La idea de una comunicación libre, no coactiva, es una formulación


hipotética racional muy similar en su forma a la idea del “estado de
naturaleza” de Rosseau. Ambas hipótesis son “huecas”, esto es,
carecen de soporte empírico. Su función es la de imaginar un
estado ideal que luego sea contrastado con el mundo real 9.
Rosseau ubica al “buen salvaje” en un pasado lejano -un estado
original- del que, en el supuesto de que efectivamente haya
existido, ya no queda rastro. Y tampoco tiene sentido regresar a él.
Habermas, por el contrario, ubica el estado de comunicación ideal
en un futuro probable. Para él si tiene sentido y, además, es
deseable llegar a él. Una sociedad libre de cualquier forma de
dominación, que no distinga entre poder político y poder social, es a
la que aspira la teoría crítica de la sociedad.

El problema es que no existe un antecedente histórico de este tipo


de sociedad. No, por lo menos, en el marco de las sociedades
históricas, que son en su totalidad sociedades patriarcales, esto es,
basadas en la dominación. La Arendt -que, en rigor, asume una
postura que podríamos calificar de conservadora- se remonta a los
griegos y distingue entre poder y dominación en términos de esferas
diferenciadas de la vida pública y privada. Su planteamiento no
trasciende los límites de las sociedades históricas. Habermas intenta
ir más allá y -fiel a la tradición de la teoría crítica- pone a la
dominación como principal problema a resolver; pero lo hace
dentro de parámetros estrictamente racionales. Es decir, al igual que

9Comparto la observación de Guillermo Rochabrun (1993) en el sentido de que, a diferencia de


Rosseau, el “estado de naturaleza” propuesto por Hobbes se basa en la realidad que le toco
vivir y que él extrapoló: “el estado de guerra permanente de Hobbes es una abstracción que se
apoya en la situación real vivida en su época y que Hobbes extrapola hasta sus últimas
consecuencias. En cambio lo que Rosseau hace es reconstruir un ‘origen’ puramente hipotético-
racional, aunque obviamente al hacerlo no dejen de estar presentes las posibilidades que se
abrían de su época. Para Hobbes los hombres en estado de naturaleza son profundamente
egoístas, y lo serán eternamente; en cambio según Rosseau no son ni buenos ni malos, pero (por
ejemplo) están libres de las necesidades artificiales que la sociedad les impondrá más adelante”
(p. 46).

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la Arendt, se queda dentro de los límites de las sociedades históricas.
El problema, sin embargo, no se resuelve indagando en el tipo de
racionalidad que subyace a tal o cual planteamiento teórico.

Es necesario, en ese sentido, trasponer los límites de la razón como


fundamento de la acción humana. Y para ello es imperativo
reconstruir un “estado de naturaleza” original, esta vez, sobre un
soporte empírico distinto al que inspiró a Hobbes (y que fue el que
indujo a la replica “racionalista” de Rosseau). Obviamente, este
estado original tiene que estar puesto más allá del límite impuesto
por las sociedades patriarcales tanto en el plano histórico como
conceptual. Y tiene, además, que guardar relación con
determinados aspectos de la conducta humana actual que no han
sido codificados -o, en su defecto, han sido sistemáticamente
dejados de lado- por el pensamiento político y social moderno. En
otras palabras, se trata de poner entre paréntesis a la razón -en
tanto componente central del pensamiento social moderno- y de
incursionar en el ámbito de las emociones que subyacen a los
distintos modos de acción humana. En esta línea de argumentación,
considero que vale la pena confrontar las ideas de la Arendt y de
Habermas con las de Humberto Maturana en el campo de la
biología de las emociones.

III. LA HIPÓTESIS DE UN “NUEVO ESTADO DE NATURALEZA” EN LA OBRA DE


HUMBERTO MATURANA.

Humberto Maturana es uno de los más destacados científicos de


nuestro tiempo. Junto a Francisco Varela, su compatriota y discípulo
-ambos de nacionalidad chilena-, es el creador del paradigma de la
autopoiesis, enfoque que ha revolucionado la teoría general de
sistemas y, en general, el pensamiento científico contemporáneo. En
la sociología, este paradigma ha sido adoptado por Niklas Luhmann,
en el marco de su teoría general de la sociedad. Maturana es
también el creador de la biología del amor, a través de la cual nos
ofrece una lectura diferente de la sociedad. Para Maturana (1993),
la vida humana, como cualquier vida animal, es vivida en el fluir
emocional que subyace a cada una de nuestras acciones. Nuestras
emociones, vale decir, nuestros deseos, preferencias, miedos,

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ambiciones, etc., son las que determinan cada una de las cosas que
hacemos o dejamos de hacer. No es nuestra razón, como solemos
creer. En otras palabras, los argumentos racionales que esgrimimos
para justificar nuestras acciones ocultan los fundamentos
emocionales en los que supuestamente se apoya nuestra conducta
racional. Maturana nos dice que “si atendemos a los fundamentos
emocionales de nuestra cultura, cualquiera que ésta sea, podremos
entender mejor lo que hacemos y lo que no hacemos como
miembros de ella” (p. 20). Y también podremos hacer que nuestro
entendimiento y nuestra capacidad para darnos cuenta de estos
fundamentos emocionales, “influencien nuestras acciones al
cambiar nuestro emocionar con respecto a nuestro ser cultural”. Esto
quiere decir, en otros términos, que la reflexividad de la acción
humana no es posible si no se toma conciencia de los fundamentos
emocionales en los que descansa nuestro ser cultural.

a) Los fundamentos emocionales de la cultura.

Maturana define la cultura como redes de conversaciones que


entrelazan el emocionar y el lenguajear que tienen lugar en el hacer
humano. Lo novedoso de esta definición es que no excluye a la
naturaleza. La cultura no se opone a la naturaleza sino que la
incorpora en tanto hecho social. Las emociones preexisten al
lenguaje en la historia evolutiva en tanto que son constitutivas de lo
animal. Ellas tienen una base biológica: aluden a las “disposiciones
corporales dinámicas” que especifican un determinado
comportamiento en un ser vivo, animal o humano. La emociones se
corresponden con el dominio de las acciones. Es en las acciones
que distinguimos las emociones. Toda acción humana, en opinión
de Maturana, tiene una base emocional. La emoción define el acto
como una acción. Es la emoción la que hace que cierto movimiento
corporal sea tomado como una caricia o como una agresión. En
términos del propio Maturana:

“Cada vez que los seres humanos distinguimos una emoción en nosotros
o en otro animal, humano o no, hacemos una apreciación de las
acciones posibles de ese ser, y las diferentes palabras que usamos para
referirnos a diferentes emociones, denominan respectivamente los
distintos dominios de acciones en que nosotros o los otros animales nos

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movemos o podremos movernos. Así, al hablar de amor, miedo,
vergüenza, envidia, enojo… connotamos dominios de acciones
diferentes, y actuamos en el entendimiento de que en cada uno de
ellos un animal o persona sólo puede hacer ciertas cosas y no puede
hacer otras. De hecho, yo mantengo que la emoción define la acción,
y que hablando en un sentido biológico estricto, lo que connotamos
cuando hablamos de emociones, son distintas disposiciones corporales
dinámicas que especifican en cada instante la acción que un cierto
movimiento o una cierta conducta es” (p.21).

El lenguaje surgió necesariamente entrelazado con el emocionar. Y


se sostiene en él. El lenguajear, esto es, la “coordinación de
coordinaciones conductuales consensuales”, cambia en función del
emocionar. Y, viceversa, en la medida en que en una conversación
cambia el flujo de las coordinaciones consensuales, puede cambiar
también el emocionar. Al entrelazamiento entre el emocionar y el
lenguajear en el que tiene lugar todas las acciones humanas,
Maturana lo denomina conversar. Todo lo que hacemos y lo que
somos en nuestro ser cultural tiene lugar como conversaciones y
redes de conversaciones. Los seres humanos vivimos en el lenguaje,
en un convivir de coordinaciones de coordinaciones de acciones y
emociones que constituyen el conversar. La cultura viene a ser una
red cerrada de conversaciones en la que confluyen distintas
emociones y acciones que definen una manera de convivir
humana. El significado de las palabras, esto es, de las
coordinaciones de acciones y de emociones que ellas implican
como elementos en el fluir del conversar de una determinada
cultura, cambia con el fluir del emocionar. Y, viceversa, el fluir del
emocionar está sujeto a cambios al cambiar el significado de las
palabras en el fluir del conversar.

El cambio cultural tiene lugar cuando cambia la configuración del


actuar y del emocionar de los miembros de una cultura. “La
pertenencia a una cultura -nos dice Maturana- es una condición
operacional”. Cualquier ser humano puede pertenecer a distintas
culturas en los distintos momentos de sus vida, de acuerdo a las
distintas redes de conversaciones en los que haya participado en
cada uno de esos momentos. Las culturas se pueden distinguir unas
de otras de acuerdo al tipo de emociones y de acciones que
configuran las redes de conversaciones de sus miembros. Es

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importante subrayar, sin embargo, que “ninguna acción particular, y
ninguna emoción particular, define a una cultura, porque una
cultura como red de conversaciones es una configuración de
coordinaciones de acciones y emociones” (p. 22). La distinción entre
acciones y emociones es de carácter analítico. En el plano real no
es posible disociarlas. Para comprender el significado de una acción
humana es necesario dar cuenta de la emoción que subyace a la
misma en el marco de la red de conversaciones en la que tiene
lugar. Las emociones, pues, dan cuenta de nuestras acciones en el
seno de la cultura a la que pertenecemos.

b) Biología del amor: Desmitificando el “estado de naturaleza”


hobbesiano.

La emoción básica en el hombre, de acuerdo con Maturana, es la


del amor: el amor como emoción tiene que ver con el dominio de
acciones que constituyen al otro como un legítimo otro en
coexistencia con uno. Para Maturana, el amor es un fenómeno
biológico relacional, inherente a nuestra naturaleza animal humana
que, en nuestra condición de mamíferos, se manifiesta como un
aspecto central de la convivencia íntima de la relación materno-
infantil, en total aceptación corporal. El odio también es una
emoción; pero, a diferencia del amor, se corresponde con el
dominio de acciones que niegan al otro en coexistencia con uno 10.
Para Maturana, la violencia y la guerra tienen su base en la emoción
del odio que, a su vez, es una adquisición cultural que tiene su origen
con el advenimiento de la sociedad patriarcal. El odio tiene poco
que ver con nuestra biología: surge con la cultura. Es una adquisición
evolutiva en el proceso de hominización.

Con frecuencia olvidamos que somos, antes que nada, animales.


Nuestra cultura ha disminuido, ocultado y desvalorizado nuestra
animalidad. Lo ha hecho desde hace aproximadamente tres mil

10Esimportante distinguir con Maturana entre emociones y sentimientos. Con frecuencia


confundimos en nuestro sentido común la emoción del amor con el sentimiento del amor. Lo
mismo ocurre con la emoción del odio. El sentimiento no es otra cosa que la distinción reflexiva
que hacemos al observar nuestro emocionar o el emocionar de otro. En otras palabras, es un
proceso conciente, proyectado reflexivamente en el Yo, que tiene base en el emocionar. Las
emociones son anteriores a los sentimientos, cualesquiera que sea la forma como éstos se
manifiesten.

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años, tiempo que tiene el pensamiento racional. Olvidamos nuestra
animalidad y olvidamos que olvidamos. Maturana señala que en
buena parte nuestro sufrimiento cotidiano tiene que ver con este
olvido. No tenemos en cuenta que somos animales y, más
específicamente, que somos mamíferos. Como mamíferos somos
animales sensuales, esto es, un tipo de animal que tiene necesidad
de contacto corporal con otros de su misma especie. Pero somos
primates, un tipo especial de mamífero. Somos bípedos: primates
andadores, movedizos, caminantes. Nuestra morfología de primates
bípedos determina que en nuestra sexualidad nos encontremos
frente a frente, cara a cara. El estar cara a cara en el acto sexual
significa que tengamos que enfrentarnos, mirarnos de frente. Las
expresiones del rostro son sumamente importantes en la vida sexual
normal. Es decir que para hacer algo tan fundamental como
procrearnos tenemos que coordinar nuestras acciones mirándonos a
la cara. En consecuencia, el emocionar del amor es inherente a
nuestro ser biológico. El amor, al igual que nuestra animalidad, tiende
a ser reprimido en nuestra cultura basada en el emocionar del odio y
la apropiación. El odio no es natural sino cultural. Como ya se ha
señalado, viene a ser una adquisición evolutiva en el ser humano. El
odio tiene su origen cuando la sociedad humana deviene en
sociedad patriarcal.

Para Maturana el odio surge con la cultura patriarcal en los pueblos


indo-europeos, cuando estos se hacen pastores, antes de que
invadieran Europa, hace aproximadamente siete mil años. El
pastoreo comienza cuando el hombre restringe el acceso alimenticio
normal de otros comensales con respecto a los animales que forman
parte de su dieta alimenticia. Al hacer esto, el hombre traza una
frontera de exclusión en lo que define como el área de su posesión.
Lo que antes estaba a disposición de las diversas especies de
animales en la naturaleza, sin restricciones, en adelante pasa a ser
posesión exclusiva del animal humano. La cacería que hacen otros
animales, como el lobo, por ejemplo, para alimentarse, pasa a ser así
un problema para los humanos. En este contexto es que tiene su
origen la enemistad y el odio. La enemistad, el “emocionar
fundamental” de la cultura patriarcal, es plenamente compatible
con el deseo de la apropiación: “la enemistad, la interferencia
activa con el acceso que otro ser viviente podría normalmente tener

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a sus medios de subsistencia, es una característica de nuestra cultura
patriarcal que ésta justifica con argumentos que hacen de la
apropiación del mundo natural una virtud, o aún un derecho
trascendental” (p. 59). La enemistad, el odio, una vez que surgen, no
tardan en proyectarse hacia los propios humanos. El antiguo dicho
latino que enseña que "el hombre es el lobo del hombre" (homus
hominis lupus) es bastante ilustrativo a este respecto. Nos recuerda el
origen de la enemistad y el odio entre los hombres y su correlato: la
violencia y la guerra. Lo demás, es historia conocida. Es la historia de
la sociedad patriarcal: una sociedad en la que prevalece la
apropiación, la jerarquía y la subordinación de las mujeres y los niños
a los mandatos del hombre adulto.

Maturana es contundente en afirmar que “la guerra, la agresión, la


maldad, como maneras de vivir en la negación de los otros, no son
característica de nuestra biología. Como animales, nosotros los seres
humanos somos, sin duda, biológicamente capaces de agresión, de
odio, de rabia, o de cualquier emoción que la experiencia nos
muestra que podemos vivir y que constituye un dominio de acciones
que conduce a la negación y destrucción de los otros, pero nosotros
vivimos estos dominios de acciones ya sea como episodios
transitorios, o como alineaciones culturales que sabemos nos
distorsionan en nuestra condición humana y nos llevan a la locura o
a la infelicidad” (p. 64). La violencia, la guerra, el odio, no son parte
de la manera de vivir que nos dio origen como seres humanos. Las
conversaciones de guerra, de odio, de obediencia, surgen con la
cultura patriarcal que cultiva estos dominios de acciones, desde la
que conformaron nuestros ancestros indo-europeos hasta las culturas
patriarcales descendientes de éstos, como es el caso de nuestra
propia cultura. El quererle atribuir a la naturaleza el origen de la
violencia y la agresión entre los seres humanos -punto en el que
convergen, con distintos matices, autores como Hobbes, Freud,
Weber, Parsons y Elías, por citar solo a los más destacados- constituye
no solo un prejuicio patriarcal, sino que expresa el grado de
enajenación cultural en el que vivimos. Maturana llama la atención
respecto a las distintas contradicciones en las que incurrimos en las
conversaciones que tienen lugar en el seno de nuestra cultura
patriarcal moderna, como consecuencia de este hecho:

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“Como seres humanos occidentales y modernos decimos que
valoramos la paz y vivimos como si los conflictos que surgen en la
convivencia pudiesen ser resueltos en una lucha por el poder; hablamos
de cooperación y valoramos la competencia, decimos que valoramos
la participación, pero vivimos en la apropiación que niega al otro los
medios naturales de subsistencia; hablamos de la igualdad humana,
pero continuamente validamos la discriminación; hablamos de justicia
como un valor, pero vivimos en el abuso y la deshonestidad;
mantenemos que valoramos la verdad, pero negamos que mentimos
para conservar las ventajas que tenemos sobre los demás… Esto es, en
nuestra cultura patriarcal occidental vivimos en conflicto y
frecuentemente decimos que la fuente de estos conflictos está en el
carácter conflictivo de nuestra naturaleza humana. Frecuentemente se
dice que tanto la lucha entre el bien y el mal como el vivir en agresión,
son características propias de la naturaleza biológica de los seres
humanos. Yo no estoy de acuerdo con esto, no porque piense que el ser
humano en su naturaleza sea pura bondad o pura maldad, sino que
porque considero que la cuestión del bien y el mal no es biológica sino
cultural” (p.64).

El quererle atribuir a la naturaleza el origen de la enemistad y el odio


nos lleva no sólo a evadir la verdadera causa del problema, sino que
además nos induce a perpetuarlo. Siendo la causa de la violencia
“natural”, “biológica”, no hay forma cómo librarse de ella; más aún
cuando se concibe lo “natural” como lo inmutable, lo constante: “lo
dado”. La naturaleza “exterior” e ”interior” es algo a “dominar” y
“autodominar”; pero no es posible alterar sus “leyes”. La tendencia a
la “naturalización” y a la “objetivación” de la violencia es
característica del emocionar patriarcal. En la cultura patriarcal,
donde la relaciones entre las personas está fundada en la autoridad
y en la obediencia, los objetos son lo que son determinados por la
autoridad de su creador; aunque éste tienda a concebirlos como
objetos “en si”, independientes de sí mismos. Todo objeto remite a
una “esencia”. El hombre sería, “en esencia”, un ser violento. La
violencia es “lo dado”, aquello que somos en virtud de nuestra
herencia genética. Eso es precisamente lo que la hace “inmutable”
en el imaginario patriarcal. En las culturas matristicas, por el
contrario, donde las relaciones entre las personas -como luego
veremos- no está fundada en la autoridad y en la obediencia, los
objetos son lo que son en la relación en que ellos surgen al ser
distinguidos. La violencia es expresión del emocionar patriarcal:

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surge como consecuencia de relaciones de autoridad y obediencia
que tienden a negar al otro en coexistencia con uno. No existe
razón para pensar que al desaparecer el emocionar patriarcal no
desaparezca con él la violencia. En todo caso, no es posible evadir
más el problema culpando a la “naturaleza”, cuando las causas de
la violencia no son biológicas sino culturales.

c) Agresividad y violencia: Una distinción necesaria.

De lo dicho, se desprende que la violencia no deriva de un acto


destructivo en sí mismo, sino de la emoción del odio que, como tal,
es un fenómeno específicamente humano. Su origen no es natural
sino cultural. El odio, como acabamos de ver, consiste en la
negación del otro, más allá de que este otro sea una persona
conocida o un desconocido o, si se quiere, otro ser vivo. En otras
palabras, el odio puede ser personal o impersonal: cubre por igual el
ámbito de las relaciones personales como impersonales que, como
lo ha señalado Luhmann (1985), tienden a intensificarse en la
sociedad moderna11. Esto es importante subrayarlo: delimitar la
violencia al ámbito de lo humano. Concretamente, al ámbito de la
sociedad patriarcal. La negación del otro puede manifestarse de
diversas maneras. No necesariamente como violencia física. El
racismo y el machismo son manifestaciones concretas de la
violencia, más allá de que se expresen por medios verbales y/o
físicos. Ambos conducen a la negación del otro: el indio, el negro, la
mujer, etc., considerados “inferiores” en el orden de jerarquías
patriarcales. El racismo y el machismo también se justifican por la
herencia genética. La “culpa” aquí también la tiene la biología. Las

11Según Luhmann (1985), la modernidad tiende a incrementar por igual tanto las relaciones
personales como las impersonales: “en comparación con otras formaciones sociales más
antiguas, la sociedad moderna se caracteriza por una doble acumulación: un mayor número de
posibilidades de establecer relaciones impersonales y una intensificación de las relaciones
personales. Esta doble acumulación de posibilidades ha podido construirse porque la sociedad
es más compleja en su conjunto, y porque está en condiciones de regular mejor la
interdependencia existente entre distintos tipos de relaciones sociales; y de filtrar también con
mayor efectividad las interferencias que puedan presentarse” (pp. 13-14). Esta observación de
Luhmann va a contracorriente de la tradición sociológica que sobrevalora el rol de las
relaciones impersonales (incluso cuando las critica) en desmedro de las relaciones personales.
La división de la sociología en macro y microsociología tiene su origen en este mal entendido
sociológico.

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desigualdades entre blancos e indios, entre hombre y mujer, se
atribuyen a las diferencias de orden natural. Eduardo Galeano (1998)
nos dice lo siguiente al respecto:

“El racismo y el machismo beben en las mismas fuentes y escupen


palabras parecidas. Según Eugenio Raúl Zaffaroni, el texto fundador del
derecho penal es El martillo de las brujas, un manual de la Inquisición
escrito contra la mitad de la humanidad y publicado en 1546. Los
inquisidores dedicaron todo el manual, desde la primera hasta la última
página, a justificar el castigo de la mujer y a demostrar su inferioridad
biológica. Ya las mujeres habían sido largamente maltratadas por la
Biblia y por la mitología griega, desde los tiempos en que la tonta Eva
hizo que Dios nos echara del Paraíso y la atolondrada de Pandora
destapó la caja que llenó al mundo de desgracias. «La cabeza de la
mujer es el hombre», había explicado San Pablo a los corintios, y
diecinueve siglos después Gustave Le Bon, uno de los fundadores de la
psicología social, pudo comprobar que una mujer inteligente es tan rara
como un gorila de dos cabezas. Charles Darwin reconocía algunas
virtudes femeninas, como la intuición, pero eran «virtudes características
de las razas inferiores»” (pp. 70 - 71)

La violencia entonces está estrechamente ligada a las estructuras


de dominación que subyacen a la sociedad patriarcal. La violencia
no deriva de la agresividad, como solemos creer, sino de la
dominación. Como tal, se trata de un fenómeno netamente cultural.
El racismo y el machismo son discursos legitimadores de relaciones
de dominación que operan al interior de la sociedad patriarcal. Es
necesario, por tanto, distinguir entre violencia y agresividad. La
primera es cultural; la segunda natural. La violencia es aprendida; la
agresividad, por el contrario, es innata a todo ser vivo. La
agresividad es una disposición biológica de todo ser vivo que sirve a
su proceso de adaptación. No es lo mismo el acto de cazar que el
de matar o asesinar. La caza es un acto agresivo; el matar o
asesinar, por el contrario, es un acto violento. Ambas acciones
vienen inducidas en el ser humano por emociones diferentes: la
primera, por el amor; la segunda, por el odio. El animal cazado no es
necesariamente un enemigo: es una vida que se toma para que la
del cazador (y los que dependen de él) pueda continuar. Los
pueblos cazadores, a menudo, se muestran agradecidos con la
naturaleza y viven en perfecta armonía con ella. En la sociedad
patriarcal, por el contrario, la acción de matar (más allá de que esté

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revestida de legitimidad, como en la guerra, o se trate de una
acción criminal) está ligada al espíritu de apropiación y supone la
ruptura del equilibrio con la naturaleza. La caza misma está imbuida
de este espíritu: los que se dedican a esta actividad en la sociedad
patriarcal lo hacen para coleccionar “sus” piezas o para
comercializarlas, como ocurre en la actualidad. Maturana distingue,
entonces, entre la emociones de un cazador, que toma la vida de
un animal para alimentarse, de aquel que mata a un animal para
restringir su acceso a su alimento natural. Como él mismo dice:

“En el primer caso, en el caso del cazador, el cazador o la cazadora


realiza un acto sagrado, un acto propio de las coherencias del vivir en
el que una vida es tomada para que otra vida pueda continuar. En el
segundo caso, el que mata lo hace dirigiéndose directamente a tomar
la vida del animal que mata, y esa matanza no es un caso en el cual
una vida es tomada para que otra pueda continuar, sino que es el caso
en el que una vida es tomada para conservar una posesión que queda
definida como posesión en ese mismo acto” (p. 34).

Las emociones que cualifican estos dos actos como acciones son
totalmente opuestas. En el primer caso, el cazador está agradecido;
en el segundo caso, la persona que toma la vida de un animal está
orgullosa. Esto es lo que distingue al acto de cazar del acto de
matar o asesinar. El cazador toma al animal cazado como un amigo
al que está agradecido; el que mata o asesina, por el contrario,
toma a su víctima como un enemigo. En consecuencia, lo que hace
que una lanza deje de ser un instrumento de caza para convertirse
en un arma es el hecho de esta sea utilizada para aniquilar a un
enemigo. Cuando esto ocurrió en la historia de la humanidad, es
decir, cuando los hombres convirtieron sus instrumentos de caza en
armas dirigidas a sus semejantes, tuvo su origen la violencia.

d) Cultura matrística y Cultura patriarcal: Hacia una transformación de


la convivencia.

La convivencia humana, en opinión de Maturana, tal como la


experimentamos en la cultura patriarcal, no siempre fue así ni tiene
porqué seguir siéndolo. La sociedad humana antes de ser patriarcal
se asentaba sobre bases matrísticas. Lo matrístico no es lo opuesto a
lo patriarcal, sino que nos remite a un modo de vida anterior en el

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que el hombre vivía en plena armonía con la naturaleza. Los seres
humanos somos, en palabras de Maturana, “seres hijos del amor”,
esto es, del emocionar matrístico. En la actualidad, existe suficiente
evidencia científica para respaldar esta tesis 12. Nuestra condición
humana de “seres hijos del amor” se enajena en el contexto de la
sociedad patriarcal. El patriarcado es un modo de vida fundado en
la apropiación, las jerarquías de autoridad y el control del otro, es
decir, todo lo contrario al modo de vida matrístico, que tiene que ver
con la convivencia armónica, la cooperación y el respeto al otro.
Maturana ha observado que el modo de vida matrístico no ha
desaparecido y que subsiste aun en nuestra infancia. Como él dice,
los seres humanos experimentamos en nuestra cultura una
contradicción fundamental: aprendemos a amar en la infancia y
debemos vivir en la agresión cuando nos hacemos adultos.
Consecuentemente, la violencia es expresión del emocionar adulto
que prevalece en la sociedad patriarcal, esto es, la emoción del
odio, entendida como el dominio de acciones que tienden a negar
al otro en coexistencia con uno. Los valores patriarcales, tales como
la desconfianza, la competencia, la lucha, la procreación, el control
de la naturaleza, el éxito material y la justificación racional del control
y de la dominación de los otros, mantienen aún vigencia entre
nosotros, aunque lo hacen bajo una apariencia impersonal y
andrógina.

La globalización promueve, en el plano de las expectativas, la


igualación entre los individuos, sin distinción de sexo, clase social o
etnia; pero lo hace condicionada por estos valores patriarcales. La
mujer tiene derecho a participar en el poder, a trabajar, a tener
éxito profesional y material, etc. Bajo ninguna circunstancia se
cuestiona este derecho. Es más, como dice Beck (1998), los hombres
han desarrollado una "apertura verbal" en la que se reconoce el
derecho de la mujer a tener las mismas oportunidades; pero este
cambio no ha venido acompañado de una modificación en el
comportamiento masculino. A la "revolución educativa", que
favoreció la igualación de oportunidades educativas entre hombres
y mujeres, no le ha seguido una revolución de similares

12Maturana basa sus afirmaciones en las investigaciones del arqueólogo norteamericano Marija
Gimbutas, además de sus propias investigaciones en el campo de la biología de las emociones
(véase la bibliografía).

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características en el mercado ocupacional y en el sistema de
representación política. La mujer sigue siendo discriminada en la
vida pública y también en la vida privada. Esto puede ser
interpretado como un retraso, como un rezago de la tradición; pero
en realidad tiene que ver con la vigencia de los valores patriarcales
en el contexto de la sociedad del riego. El movimiento feminista, a
menudo, no repara en este detalle. La igualación que se promueve
entre hombres y mujeres con frecuencia es una igualación en torno
a valores patriarcales, lo cual termina siendo contraproducente. La
estrategia, en todo caso, tiene que estar orientada a promover los
valores matrísticos en un plano de igualdad entre hombres y mujeres.
Veamos lo que nos dice Maturana a este respecto:

“El mundo está cambiando y los derechos de la mujer han llegado a ser
aceptados, ¿es así? Podemos decir que las mujeres están recobrando
sus derechos como ciudadanos totalmente democráticos a través de
los movimientos feministas. Pero, el hecho de que la mujer afirme, y de
que los hombres concuerden con ella, de que ella tiene que luchar o
pelear por lo que ella afirma son sus legítimos derechos como
ciudadana democrática, reafirma la patriarcalidad, que es
precisamente el dominio cultural donde la cuestión de la dignidad y el
respeto mutuo en las relaciones humanas son vividas en términos de
derechos y deberes que tienen que ser asegurados en alguna forma de
lucha social, no como algo natural y propio de la convivencia social
humana. Es la disolución de la lucha que debe llegar después de la
lucha el verdadero propósito de esa lucha, y tal disolución sólo es
posible en el pasaje de una cultura patriarcal a una neomatrística” (p.
66).

En esta argumentación subyace la propuesta de una utopía


ecológica. Para Maturana (1997), las utopías recuerdan el trasfondo
matrístico que subsiste en la cultura patriarcal. Como tal, son
plenamente posibles. La utopía no es lo mismo que la esperanza.
Aquí hay una diferencia sustancial con lo planteado por Ernest Bloch
desde las canteras del marxismo. Lo humano no es consustancial a
la esperanza como a veces solemos creer. La esperanza niega lo
humano en tanto que su cumplimiento no depende de nosotros. La
utopía, por el contrario, tiene que ver con la experiencia humana. La
utopía es reveladora de la historia personal y de la historia cultural. Si
anhelamos vivir en un mundo de iguales, en el que todos seamos
cooperantes y vivamos en armonía, es porque así lo hemos

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experimentado en algún momento de nuestra vida, sobre todo en
nuestra infancia. En esto consiste la utopía ecológica de Maturana:
en expandir el modo de vida matrístico, liberándonos de la
enajenación cultural de la guerra y el abuso, de la jerarquía y la
obediencia, del control y la discriminación, todos rasgos propios de
la cultura patriarcal. De lo que se trata entonces es de proyectar los
valores matristicos, experimentados en la infancia, a la vida adulta; y
de atrevernos a ser responsables de nuestro vivir y no pedirle a otro
que dé sentido a nuestra existencia. Maturana (1993) traza una
frontera entre le modo de vida matrístico y el modo de vida
patriarcal que no admite dudas respecto a estas dos opciones de
vida:

“La manera matrística de vivir intrínsecamente abre un espacio de


coexistencia con la aceptación tanto de la legitimidad de todas las
maneras de vivir, como de la posibilidad de acuerdo y consenso en la
generación de un proyecto común de convivencia; la manera
patriarcal de vivir restringe intrínsecamente la coexistencia a través de
las nociones de jerarquía, de dominación, de verdad, y de obediencia,
que exigen la autonegación y la negación del otro. La manera
matrística de vivir nos abre a la posibilidad de comprensión de la vida y
la naturaleza, porque nos conduce al pensamiento sistémico al
permitirnos ver y vivir la interacción y coparticipación de todo lo vivo en
el vivir de todo lo vivo: la manera patriarcal de vivir restringe nuestro
entendimiento de la vida y la naturaleza al conducirnos a la búsqueda
de una manipulación unidireccional de todo en el deseo de controlar el
vivir” (p. 65).

Si queremos ser coherentes con la defensa de la vida y de la


naturaleza entonces debemos ser capaces de promover un cambio
cultural en nuestra sociedad. El cambio cultural se produce cuando
cambia la configuración del actuar y del emocionar de los seres
humanos. De nada sirve hablar de la defensa de la vida, de los
derechos humanos, de la protección del medio ambiente, si todo
esto tiene lugar en el marco de conversaciones patriarcales. Puede
que se generen discursos muy hermosos y hasta conmovedores;
pero todo quedará en la buena intención. Ya he hecho referencia
en el primer ensayo a las consecuencias que éste modo de pensar
y de actuar tuvo en el siglo XX. Los nuevos movimientos sociales -el
movimiento de mujeres, los jóvenes, los grupos ecologistas, el
movimiento de defensa de los derechos humanos, etc.- deberían

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aprender de esta experiencia. De alguna manera, el modo de vida
patriarcal experimentó una situación límite en la sociedad industrial.
El problema ecológico, el peligro atómico, la cuestión de los
géneros, significan un cuestionamiento frontal a este modo de vida
en la sociedad del riesgo. La modernización reflexiva -esto es, la
destradicionalización de las formas de vida a las que dio lugar la
sociedad industrial- tiene sentido si es que se encamina a producir
un cambio orientado a sustituir la cultura patriarcal (heredada de
nuestros antepasados y en la que hemos sido formados) por una
neomatrística. Los nuevos movimientos sociales tienen que sintonizar
con este objetivo en la búsqueda de un proyecto común de
convivencia para las nuevas generaciones. Este proyecto pasa
necesariamente por afirmar la democracia, no sólo como sistema
político, sino como un modo de vida que favorece el encuentro con
el otro, sin el lastre de la dominación y la violencia. La democracia,
como veremos más adelante, tiene en su origen una inspiración
matrística. De lo que se trata es de recuperarla y desarrollarla entre
nosotros.

e) La recepción del emocionar matrístico en el marco de la teoría


sociológica contemporánea.

Las nociones de acción y de poder están estrechamente


relacionadas en la teoría sociológica. El poder, nos dice Giddens
(1993), es inherente a la acción humana, cualquiera que sea el
significado que esta tenga. Una remite a la otra: la acción implica la
aplicación de medios por parte de un agente para la consecución
de resultados que deliberadamente quiere alcanzar; el poder, por su
parte, supone la capacidad del agente para movilizar los recursos
orientados a constituir los medios de los que ha de servirse su acción.
Giddens le atribuye dos sentidos a la noción de poder. En un sentido
amplio, el poder alude a la capacidad transformadora de la acción
humana; en tanto que, en un sentido más “estrecho”, la noción de
poder es una “propiedad” de la interacción, esto es, tiene un
carácter relacional: alude a “la capacidad para asegurar resultados
donde la realización de estos resultados dependen de la actividad
de otros. Es en este sentido como los hombres tienen poder «sobre»
otros: este es el poder como dominación” (pp. 112 - 113). La

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etimología de la violencia, que mencionamos al inicio de este
ensayo, deriva de esta segunda acepción de la noción de poder -
que es típica de la sociedad patriarcal-; pero no agota su
significado.

La noción de poder, en consecuencia, es más amplia que la de


violencia: alude a la capacidad del hombre para transformar la
naturaleza transformándose a sí mismo en el proceso de
hominización. Todo orden social fundado por el hombre es al mismo
tiempo un sistema de poder (así el orden matrístico como el
patriarcal). El poder deviene en dominación, justamente, con el
advenimiento de la sociedad patriarcal. Es en este contexto que el
poder aparece estrechamente ligado al ejercicio de la violencia. La
violencia no es un atributo del poder sino de la dominación. La
violencia y la dominación surgen con la sociedad patriarcal. La
etimología de la violencia -que la hace derivar en su raíz latina de la
noción de poder- es expresión del imaginario patriarcal y cumple
una doble función: de un lado, oculta el significado anterior de la
noción de poder, asentado en el orden matrístico; de otro lado,
identifica el poder con el uso de la fuerza y, por lo tanto, con la
violencia. Esta es la verdadera causa del olvido al que hace
mención Hannah Arendt. La historia de la sociedad patriarcal
consagra este olvido y hace derivar el poder de la violencia. Es decir,
se invierte el orden etimológico: la violencia no deriva del poder, sino
todo lo contrario, el poder emana de la violencia. La “violencia
fundacional” es común a todas las sociedades patriarcales. La
violencia funda el orden social asentado en un determinado tipo de
dominación. El poder, en este contexto, aparece estrechamente
ligado a la violencia y a la dominación.

La teoría sociológica no ha sido ajena a este ocultamiento. El caso


de Weber quizás lo ilustre mejor. Los tipos de dominación (tradicional,
carismática y racional), como ya lo mencioné al inicio de este
ensayo, no son realidades sociales: son realidades sociológicas; pero
traducen, en opinión de Weber, las distintas variantes que pueden
asumir las relaciones sociales en la sociedad humana. Weber incluso
recurre a su erudición histórica para ilustrar la validez de estos
conceptos. En otras palabras, las relaciones sociales no pueden ser
entendidas fuera del marco de los tipos de dominación. Weber no

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Lima – Perú, 2019 (Versión original: 2002) 42
puede imaginar un orden social en el que las relaciones sociales no
sean relaciones de dominación. No es capaz de imaginar un orden
social más allá de los límites de la sociedad patriarcal. Para Weber, el
poder en su forma pura -que él entiende como fuerza, como
violencia-, es sociológicamente amorfo. El poder solo tiene sentido
como dominación. El poder entendido fuera de los parámetros de
los tipos de dominación equivale al desorden, es decir, a una vuelta
al “estado de naturaleza” hobbesiano. Los tipos de dominación no
sirven para pensar el desorden. El desorden, esto distingue a Weber
de Marx y de Durkheim, no tiene relevancia sociológica. Las nociones
de poder y violencia, por tanto, convergen en la de dominación. En
el mundo moderno, el Estado tiene el monopolio legítimo de la
violencia. Este monopolio obedece a un dominio racional asentado
en un poder impersonal que es lo que caracteriza al Estado
moderno. A la dominación racional -lo mismo que a las nociones de
poder y violencia que coinciden con ella- subyace un tipo de acción
que Weber denomina igualmente como racional o teleológica
(racionalidad de medios fines). Es precisamente este modelo de
acción el que resulta problemático en la argumentación de la
Arendt y de Habermas, desarrollando este último una crítica
sistemática del mismo.

En efecto, Habermas (1987) distingue cuatro conceptos de acción


“relevantes en la teoría sociológica”, que aluden a diversas
racionalidades y presupuestos ontológicos, a saber: acción
teleológica, acción regulada por normas, acción dramatúrgica y
acción comunicativa13. El concepto de poder utilizado por Weber,
como acabo de mencionar, se inspira en el modelo de acción
teleológica. El concepto de poder de la Arendt, por el contrario, se
ajusta más al modelo de acción comunicativa. El concepto de
acción teleológica presupone un actor y un mundo de estado de
cosas existente (mundo objetivo) en el que el primero realiza un fin o,
lo que viene a ser lo mismo, hace que se produzca un estado de
cosas deseado. La acción teleológica deviene en acción
estratégica “cuando en el cálculo que el agente hace de su éxito

13En lo que sigue de este ensayo solo haré referencia a la acción teleológica y a la acción
comunicativa. Al inicio hice mención al modelo de acción normativa cuando aludí a Parsons.
Para mayores detalles respecto a esta tipología de Habermas, véase el Tomo l de su “Teoría de
la acción comunicativa” (1987), pp. 110 y ss.

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interviene la expectativa de decisiones de a lo menos otro agente
que también actúa con vistas a la realización de sus propios
propósitos” (p. 122). La acción teleológica presupone un solo
mundo, que en este caso es el mundo objetivo, que es externo al
actor, en el que se produce el estado de cosas deseado. En este
modelo de acción, el lenguaje se subordina -cuando no se
prescinde de él- a un rol puramente instrumental. El dar una orden o
el acatarla no requiere de un acuerdo cuando la jerarquía entre el
que manda y el que obedece se encuentra preestablecida. El
mandato aquí sirve a los propósitos del que manda. Esto, que puede
ser valido para determinados aspectos de la vida social, no
necesariamente lo es para el conjunto de la sociedad.

En contraste con la acción teleológica, el concepto de acción


comunicativa alude a la interacción de a lo menos dos sujetos
capaces de lenguaje y acción que buscan entenderse para poder
coordinar de común acuerdo sus planes de acción. En este modelo
de acción el lenguaje tiene un lugar prominente, en tanto medio de
entendimiento en el que “hablantes y oyentes se refieren, desde el
horizonte preinterpretado que su mundo de la vida representa,
simultáneamente a algo en el mundo objetivo, en el mundo social y
en el mundo subjetivo, para negociar definiciones de la situación
que puedan ser compartidas por todos” (pp. 137 - 138). El concepto
de acción comunicativa presupone, además del mundo objetivo ya
aludido anteriormente, el mundo social (que hace referencia a la
vigencia de normas que regulan la interacción) y el mundo subjetivo
o mundo interno (que remite a las vivencias subjetivas del actor, a
las que éste, en relación a los demás, tiene un acceso privilegiado).
El “mundo de la vida” integra estos tres mundos en el acto
comunicativo. La comunicación es exitosa cuando los individuos
logran armonizar estos tres mundos, en el que están directamente
implicados, en torno a planes de acción conjuntos. La
comunicación Habermas la concibe como consenso. El consenso
no sólo excluye la dominación, sino que además es su opuesto. Las
estructuras de la dominación distorsionan y le ponen barreras y
límites a la comunicación. Una comunicación libre, no distorsionada,
no sólo es deseable sino posible en el marco de un proyecto político
orientado a diluir las estructuras de la dominación que subsisten en el
mundo moderno.

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Ambos conceptos de acción, como se puede apreciar, conducen a
distintas concepciones del poder: en el primer caso, el poder se
confunde con la dominación; en el segundo, por el contrario, el
poder equivale a consenso. Cuando la Arendt y Habermas definen
el poder como consenso, aluden a la capacidad transformadora de
la acción humana que se funda, antes que en la violencia y en la
dominación, en la posibilidad que tienen los seres humanos de
ponerse de acuerdo. Sin llegar a mencionarlo, estos autores evocan
el trasfondo matrístico del poder. El poder no deriva de la violencia,
sino del consenso: poder es a consenso lo mismo que violencia es a
dominación. El mérito de la Arendt y de Habermas consiste en haber
roto con la tradición de pensamiento social que hacía derivar el
poder de la violencia y en haberla sustituido por un enfoque
comunicativo, que pone en primer plano al consenso, esto es, a la
capacidad de los seres humanos para coordinar sus planes de
acción en torno a objetivos comunes.

Ahora bien, ¿hasta qué punto la racionalidad comunicativa, en el


sentido en que ésta ha sido formulada por Habermas, no es sino una
nueva forma de ocultar los fundamentos emocionales que
subyacen a la acción humana en nuestra cultura patriarcal, cuando
de lo que se trata es de develarlos y de cambiarlos?. Como ya se ha
señalado, los seres humanos somos seres emocionales, al igual que
los demás mamíferos, que por el hecho de existir en el lenguaje
utilizamos la razón para ocultar o justificar nuestros deseos y
emociones. No se trata de despotricar contra la razón y de echarle
la culpa de todos los males que aquejan a la humanidad, como
ocurre con cierta literatura postmodernista. Todo lo contrario, de lo
que se trata es de hacerle justicia. “Al destronar a la razón, cuidemos
de ponerla en su lugar”, sentenció Ortega y Gasset (1970) hace ya
varias décadas. Y eso es precisamente lo que tratamos de hacer:
poner en su lugar a la razón. No es por causa de ella -o, si se quiere,
de un determinado tipo de razón- que nos agredimos mutuamente
o somos capaces de ponernos de acuerdo. Lo que explica nuestras
acciones no es la racionalidad instrumental o comunicativa que la
“proveen” de sentido, sino las emociones que subyacen a cada una
de ellas.

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Para Maturana (1993), “el problema con la racionalidad no está en
ella, sino en la apropiación de la verdad en las situaciones de
conflicto que surgen cuando en un espacio de convivencia
humana se rompe la unidad cultural” (p. 67). En tanto que somos
miembros de la misma cultura, de la misma red de conversaciones,
esto es, en tanto que “vivimos inmersos en la misma red de nociones
fundamentales que guían nuestro hacer y nuestro pensar como
verdades evidentes, nunca vivimos discrepancias racionales, sólo
desacuerdos emocionales o meros errores lógicos” (ibíd.). La
dominación y la violencia no desaparecerán si se mantiene el
emocionar de la apropiación que le es consustancial. Y la “culpa”
no la tiene la “razón instrumental”, como ingenuamente todavía se
cree. De la misma manera en que la comunicación libre, no
distorsionada, solo será posible como expresión de un emocionar
matrístico que favorezca el encuentro con el otro, en un marco de
respeto y de mutua aceptación y reconocimiento. Por donde se le
mire, el cambio cultural, esto es, la transición de la cultura patriarcal
a una neomatrística, constituye en la actualidad la premisa de un
genuino cambio social.

Un enfoque de esta naturaleza permite también integrar las


perspectivas del “mundo de la vida” y del “sistema”, formuladas por
Habermas. En ambas perspectivas subyacen, de acuerdo con este
autor, un tipo de distinto de racionalidad. El mundo de la vida es el
lugar propio de la racionalidad comunicativa, que es una
racionalidad teórica que se abre a la práctica, conduciendo a una
concepción de la verdad entendida como consenso. El sistema, por
el contrario, es el lugar propio de la racionalidad instrumental, que
tiende a “cosificar” las relaciones sociales, reduciéndolas a
intercambios de poder o de tipo mercantil que excluyen la voluntad
individual. Cada una de estas perspectivas subrayan determinados
aspectos de la realidad que prevalecen de acuerdo con su punto
de vista. Los mecanismos de comprensión y de consenso
predominan en la perspectiva del mundo de la vida; en contraste
con los mecanismos de intercambio mercantil o de poder que son
los que prevalecen en la perspectiva del sistema. En principio, todos
los fenómenos sociales pueden captarse desde cada una de estas
perspectivas; pero no con el mismo nivel de profundidad. Los
valores, las normas, el mundo simbólico, se perciben mejor desde la

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perspectiva del mundo de la vida; la economía, el Estado, por su
parte, se explican mejor desde la perspectiva del sistema. Éste
conlleva su propia lógica, que opera al margen de las voluntades
individuales, en un proceso de complejidad creciente; el mundo de
la vida, por el contrario, supone una lógica discursiva que integra en
un mismo plano -el del lenguaje- los distintos puntos de vista
individuales. Los temas de la libertad y la democracia, en
consecuencia, se abordan con mayor profundidad en la
perspectiva del mundo de la vida.

Como se puede apreciar, Habermas opera dentro de los límites de


la teoría de la acción. Su teoría de la acción comunicativa se
propone, en último análisis, reorientar el sentido de la acción política
en la perspectiva del mundo de la vida14. El poder, desde este punto
de vista, tiene base en la comunicación. Habermas en todo
momento se mantiene fiel a la tradición weberiana -de la que es
tributaria la mayor parte de la sociología alemana- que coloca en
primer plano, como concepto fundamental, a la noción de acción
social. Incluso cuando se trata de explicar el sistema. La acción
social se define por el sentido. Para Weber, el sentido está en función
de una racionalidad de tipo medios fines; para Habermas, por el
contrario, el sentido obedece a una racionalidad de tipo
comunicativo. Para ambos el sentido transcurre a través de la
acción y supone un determinado tipo de racionalidad social.
Habermas es conciente de la tensión entre la teoría de la acción y
la teoría de sistemas que subyace a la obra de Parsons; pero él
mismo se muestra incapaz de resolverla. Es más, opta
decididamente por la teoría de la acción.

Esta postura contrasta con la de Maturana. Como ya ha sido


señalado, este autor es uno de los principales innovadores de la
moderna teoría de sistemas. Nada menos que el creador del
paradigma de la autopoiésis15. Su concepción de la sociedad se

14Toda la obra filosófica y sociológica de Habermas tiene una profunda motivación política. En
otras palabras, responde no sólo a la madurez intelectual que fue alcanzando a lo largo del
tiempo, sino también a los distintos momentos políticos que le tocó vivir. Véase a este respecto el
excelente ensayo de Ignacio Sotelo (1995) que se menciona en la bibliografía.

15Juntocon Heinz von Foerster, Humberto Maturana y Francisco Varela (1972 & 1984) son los
grandes innovadores de la moderna teoría de sistemas. El paradigma de los sistemas
autopoiéticos ha terminado por desplazar al paradigma clásico sistema/entorno formulado en

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Lima – Perú, 2019 (Versión original: 2002) 47
inscribe dentro de esta orientación sistémica. Para Maturana (1984),
las sociedades, al igual que los organismos, son metasistemas
conformados por unidades autónomas que pueden ser celulares o
metacelulares. Los organismos y los sistemas sociales humanos, no
obstante, difieren por el grado de autonomía de sus componentes
individuales. Los organismos son metasistemas con componentes de
mínima autonomía, esto es, con poca o ninguna dimensión de
existencia independiente; las sociedades, por el contrario, son
metasistemas con componentes de máxima autonomía, es decir,
con muchas dimensiones de existencia independiente (véase la
tabla 3). Organismos y sociedades difieren entonces de un modo
significativo. Cualquier intento de asimilación de los sistemas sociales
humanos a un modelo organicista constituye una distorsión de su
naturaleza intrínseca. Veamos los que nos dicen Maturana y Varela
al respecto:

décadas anteriores por von Bertalanffy. Este autor ponía atención a la relación entre sistema y
entorno a partir de la noción de sistemas abiertos. Maturana y Varela, por el contrario, señalan
que los sistemas surgen de la diferenciación sistema/entorno y que esta diferenciación se
reproduce al interior del sistema. La distinción sistema/entorno es constitutiva de todo lo que
funcione como elemento del sistema. Éste incorpora a su entorno en su dinámica interna; pero
conserva en todo momento su clausura operacional. Los sistemas son autopoiéticos. El término
autopoiesis viene de dos raíces griegas: autos, que significa sí mismos; y poiesis, que quiere decir
producir, fabricar. Un ser vivo es un sistema autopoiético organizado como una red cerrada de
producciones moleculares, en el que las moléculas generadas reproducen igualmente la red
que las produjo y especifican su extensión. La autopoiesis es la manera de existir de un ser vivo y
su manera de ser una entidad autónoma. Todos los sistemas vivientes existen en tanto que
conservan su organización interna. Los cambios que se producen en su interior son
consecuencia de su adaptación al medio en el que existen. Los sistemas vivientes aprenden de
su entorno. El conocimiento no es de naturaleza sensorial, sino que es producto de la
adaptación del organismo a su entorno. El conocimiento no es un privilegio de los seres
humanos, sino que pertenece a cualquier forma de vida: es la manera a través de la cual
los sistemas vivientes organizan su relación con el entorno y se adaptan a él. Los sistemas
vivientes son sistemas determinados estructuralmente: su funcionamiento depende de su
organización interna antes que de la influencia de su entorno. Todo lo que ocurre en el sistema
viene determinado por su propia estructura, ya sea como resultado de su dinámica interna o
como cambios estructurales “gatillados” en sus interacciones con el entorno. La relación con el
entorno está “internamente” determinada por el sistema, lo que explica su autonomía. Los
sistemas autopoiéticos, entonces, se constituyen y delimitan como redes cerradas de
producción de sus componentes, cuyas sustancias toman de su entorno, o se vierten en él o
participan transitoriamente en el ininterrumpido recambio de componentes que determina su
dinámica autopoiética. El cambio estructural se da como resultado de la dinámica interna del
sistema, “gatillado” por sus interacciones con el entorno, que también está en continuo cambio.
La congruencia entre sistema y entorno es un proceso continuo del que depende la
supervivencia del primero. Cuando esta congruencia se pierde, el sistema deja de existir. (Para
mayores detalles respecto a este nuevo paradigma, véase mi trabajo mencionado en la
bibliografía).

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Tabla 3
ORGANISMOS Y SOCIEDADES, SEGPUN MATURANA Y VARELA
ORGANISMOS SISTEMAS SOCIALES HUMANOS

 Metasistemas formados por la agregación  Metasistemas formados por la agregación


de unidades autónomas celulares. de unidades autónomas metacelulares.

 Los organismos son metasistemas con  Las sociedades son metasistemas con
componente de mínima autonomía, es componentes de máxima autonomía, es
decir, con muy poca o ninguna dimensión decir, con muchas dimensiones de
de existencia independiente. existencia independiente.

 Tienen clausura operacional que se da en  Tienen clausura operacional que se da en


el acoplamiento estructural de las células el acoplamiento estructural de sus
que los componen. componentes individuales.

 Lo distintivo de un organismo esta en su  Lo distintivo de los sistemas sociales es que


manera de ser unidad, por encima de sus su unidad depende de la adaptación de
componentes individuales, lo que le sus componentes individuales en los
permite operar con propiedades estables dominios lingüísticos que lo constituyen.
en un entorno en el que debe conservar su
adaptación.

 La existencia de un organismo requiera de  La existencia de un sistema social humano


la estabilidad operacional de sus requiere de la plasticidad operacional
componentes. (conductual) de los individuos.

 Los organismos requieren un acopla-  Los sistemas sociales humanos requieren


miento estructural no lingüístico entre sus componentes acoplados estructuralmente
componentes. en dominios lingüísticos, en los que
puedan operar con lenguaje y (puedan)
ser observadores.

 Lo central en el operar del organismo es el  Lo central en el operar de los sistemas


organismo mismo, lo que se expresa en la sociales humanos es el dominio lingüístico
restricción de las propiedades de sus que generan sus componentes
componentes al constituirlo. individuales y la amplificación de las
propiedades de éstos.

 El organismo restringe las propiedades  El sistema social amplía la creatividad


individuales de las unidades que lo individual de sus componentes, pues éste
integran, pues éstas existen para éste existe para éstos.

“Organismos y sistemas sociales humanos son, pues, casos opuestos en


la serie de metasistemas formados por la agregación de sistemas
celulares de cualquier orden. Entre ellos están, además de otros tipos de
sistemas sociales formados por otros animales, aquellas comunidades
humanas que por incorporar mecanismos coercitivos de estabilización
en todas las dimensiones conductuales de sus miembros, constituyen
sistemas sociales humanos desvirtuados, que han perdido sus
características de tales y han despersonalizado a sus componentes,

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Lima – Perú, 2019 (Versión original: 2002) 49
desplazándolo hacia la forma de organismo, como lo fue el caso de
Esparta. Organismos y sistemas sociales humanos no pueden, pues,
equipararse sin distorsionar o sin negar las características propias de sus
componentes” (Maturana y Varela: 1984, p. 132)

De lo que se trata es de corregir las distorsiones de las que han sido


objeto los sistemas sociales humanos en el marco de la cultura
patriarcal. Para ello es necesario fundamentar la posibilidad del
consenso -en el que confluyen los planteamientos tanto de la Arendt
como de Habermas-, antes que en la razón, en la existencia de un
emocionar neomatrístico. Ello supone, además, trasponer los límites
de la teoría de la acción. La noción de acción remite en la tradición
sociológica a la presencia de un sujeto o un individuo, que es el que
“actúa”. En este punto convergen tanto las posturas “individualistas”
como los enfoques “colectivistas”. En otras palabras, el concepto de
“actor social” presupone la existencia de un sujeto, que puede ser
individual o colectivo, que es el que realiza la acción. La tradición
sociológica, como acertadamente lo ha señalado Luhmann (1998),
es dependiente en su mayor parte de la filosofía del sujeto. El
problema es que el emocionar matrístico es anterior a la constitución
del sujeto, que opera a través de la cultura. O, para decirlo en
términos del psicoanálisis lacaniano, el sujeto es producido por el
“orden simbólico”, esto es, el orden del lenguaje. Y éste, en el
contexto de la cultura patriarcal, tiende a reprimir y excluir el
emocionar matrístico. Más aún en el mundo moderno, que privilegia
la razón y excluye las emociones de su entramado institucional,
constituyendo un caso límite de sociedad patriarcal. El sujeto, por
tanto, no puede ser el punto de partida de una propuesta teórica
que vaya al rescate de lo matrístico. El sujeto es sujeto dividido,
escindido. Esta escisión se da, primero, entre el emocionar patriarcal
y el emocionar matrístico, en el paso de la infancia a la
adolescencia. Y, luego, entre razón y emoción, en la vida adulta. El
emocionar matrístico configura lo Otro, es decir, aquello que es
reprimido por el “orden simbólico” y que no admite ser representado
al interior de él. Se requiere entonces de un enfoque teórico que
integre, bajo una mirada ecológica, los fundamentos emocionales
que subyacen a la cultura. La teoría de sistemas, desarrollada por
Humberto Maturana -y, en particular, su biología del amor, tal como
ha sido expuesta acá-, constituye hasta el momento el enfoque que
más se ha aproximado a este objetivo. Esta es una razón más que

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suficiente para no ser ignorada en el debate sociológico
contemporáneo.

IV. REFLEXIONES FINALES: LA DEMOCRACIA COMO UN MODO DE VIDA


NEOMATRÍSTICO.

En el siglo XX prevaleció el mito de la revolución social. Una gran


parte de la humanidad fue atraída por la idea de que los problemas
de desigualdad social y las demandas de justicia se iban a resolver
con una gran revolución política. El marxismo fue la ideología que
alimentó este mito. En la primera mitad del siglo XX, en el periodo
que va desde la revolución bolchevique hasta el inicio de la
segunda guerra mundial, Europa vivió un periodo de convulsión
revolucionaria que fue reprimido sangrientamente en casi todos los
países. En este marco es que surgen los regímenes fascistas en países
como Alemania, Italia y España, por mencionar solo los casos más
conocidos. Con posteridad a la segunda guerra mundial, el mito de
la revolución se traslada a los países del tercer mundo. La revolución
china en oriente y la revolución cubana en occidente fueron los dos
grandes paradigmas que guiaron la lucha revolucionaria en el tercer
mundo. En América Latina, la influencia de la revolución cubana fue
decisiva. No nos corresponde juzgar la actuación de mucha gente,
sin duda valiosa, que ofrendó su vida en la lucha revolucionaria.
Pienso en gente como el “Che” y tantos otros que siguieron su
ejemplo y corrieron la misma suerte. Hubo también intentos de
revolución pacífica, dignos de destacar. Obviamente me refiero al
gobierno de la Unidad Popular liderada por el Presidente Allende en
Chile. Sin lugar a dudas, hubo derroche de heroísmo y mucho
desprendimiento en los hombres y mujeres que participaron en estas
gestas revolucionarias. Lamentablemente, hubo también casos en
los que la lucha revolucionaria degeneró en violencia terrorista,
como es el caso de Sendero Luminoso y el MRTA entre nosotros.
Cualquiera que sea el caso, lo cierto es que el mito de la revolución
decayó al finalizar el siglo.

No cabe duda de que vivimos en otra época. En realidad, el siglo


XX, como lo anunció Hobsbawm (1995), concluyó al finalizar la
década de los ’80, con la caída de Muro de Berlín y el
desmoronamiento de los regímenes socialistas en Europa del este. El

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mito de la revolución decayó, entre otras cosas, por los resultados a
los que condujo ahí donde tuvo éxito. Los regímenes socialistas,
como en el caso de la ex Unión Soviética, no solamente coactaron
la libertad individual sino que, de facto, se convirtieron en regímenes
totalitarios. Además de que fueron incapaces de suprimir las viejas
desigualdades como, por ejemplo, las que tienen lugar en las
relaciones entre hombres y mujeres. Como dice Hobsbawm, “el
sueño revolucionario original de transformar las relaciones entre
ambos sexos y modificar las instituciones y los hábitos que
encarnaban la vieja dominación masculina se quedó por lo general
en humo de pajas, incluso en los lugares -como la URSS en sus
primeros años, aunque no, por lo general, en los nuevos regímenes
comunistas posteriores a 1944- en donde se intentó seriamente
convertirlo en realidad” (p. 318). Todos estos hechos -y otros más que
sería largo enumerar- pusieron en tela de juicio la legitimidad de la
lucha revolucionaria para lograr cambios en la sociedad.

Hannah Arendt fue una de las primeras que denunció el fracaso de


la revolución como método para lograr la emancipación humana.
Esta autora distingue, como ya ha sido mencionado, entre la
“revolución buena”, cuyo modelo es la independencia americana,
y la “revolución mala”, inspirada en la revolución francesa. En
Norteamérica, la independencia fue producto de un consenso, es
decir, del ejercicio efectivo del poder por parte de los ciudadanos.
Cabe recordar que el poder para la Arendt alude a la capacidad
que tienen los hombres para ponerse de acuerdo y para actuar
conjuntamente en la realización de objetivos comunes. La violencia
es contraria al poder. No es política sino antipolítica. Tampoco es
revolucionaria porque traiciona el “espíritu de la revolución” en la
medida en que anula la libertad política e individual. La violencia
engendra totalitarismo. Eso fue precisamente lo que tuvo lugar en la
ex Unión Soviética y en los países del llamado “socialismo real”,
donde tuvo éxito el modelo de revolución jacobina. La Arendt se
lamentaba de que el “espíritu de la revolución” fracasara en
encontrar su “institución apropiada”. En su opinión, el principio de
“libertad y de felicidad pública” -que es el que encarnó la
revolución en sus orígenes- es un privilegio de la “generación de los
fundadores”. Este principio, de hecho, ha sido “olvidado” en el
mundo moderno. El riesgo de la revolución violenta es que, una vez

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que triunfa, la violencia institucionalizada en el poder político se
vuelve contra aquellos a quienes aspiraba a liberar. Los nuevos
movimientos sociales, de algún modo, han asimilado esta lección de
la historia. Esto se expresa en el hecho de que no se insista más en la
lucha revolucionaria y que, por el contrario, se busque promover
cambios en la sociedad por medios pacíficos.

En efecto, los movimientos de mujeres, los jóvenes, los grupos


ecologistas, los movimientos de derechos humanos, etc., no son
movimientos antisistema, como en el pasado. Los nuevos
movimientos sociales operan dentro del sistema. No buscan cambiar
de sistema sino cambios en el sistema. Sus métodos son pacíficos y
actúan sobre una base común de ciudadanía. En este contexto es
que se produce una revalorización de la democracia como sistema
de gobierno y como modo de vida. La democracia en el siglo XX
estuvo bajo sospecha. La democracia era “democracia burguesa”.
La sociedad industrial, como ya se dijo, fue una sociedad de clases,
fundada en la producción y reparto jerárquico de la riqueza. En este
marco, la democracia era percibida como un privilegio de las clases
dominantes. La democracia se concebía como un señuelo de los
más ricos para contener a los más pobres, creando una apariencia
de igualdad política ahí donde predominaba la desigualdad social.
La crítica marxista a la democracia liberal partía del supuesto de
que ésta no ponía en cuestión la propiedad de los medios de
producción y, por tanto, no podía promover una “igualdad real” en
los ciudadanos. Las demandas de igualdad y de justicia no podían
tener solución en el marco de la “democracia burguesa”. Una vez
llegado a este punto, se concluía que la revolución era la única
alternativa viable para producir cambios en la sociedad en un
sentido deseado.

Esta situación cambió con el derrumbe del socialismo en el marco


del actual proceso de globalización. En este contexto, la
democracia ha sido legitimada como un espacio en el cual los
ciudadanos pueden hacer valer sus derechos sobre la base del
respeto a la autonomía y a la libertad individual. Los nuevos
movimientos sociales responden a esta lógica en la medida en que
buscan ampliar los derechos de los ciudadanos, influenciando en el
sistema político por medios pacíficos, sin coactar la libertad

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individual de sus miembros y manteniendo su autonomía respecto al
poder político, en tanto que forman parte de la sociedad civil. La
democracia, sin embargo, no puede ser concebida del modo
tradicional, como un mecanismo electoral para lograr el “poder
político”. Es necesario construir un concepto de democracia que
responda a la configuración actual de los nuevos movimientos
sociales en la sociedad contemporánea. Maturana nos da algunas
ideas que pueden servir a este propósito. Este autor concibe la
democracia más allá del sistema político, como un modo de vida
neomatrístico que tiene como fundamento emocional el respeto al
otro, en los distintos ámbitos de la convivencia humana.

Para Maturana (1993), la base emocional de la democracia se


encuentra en la oposición entre la infancia matrística y la vida
adulta patriarcal. La añoranza inconsciente por la directa e
inocente dignidad infantil, que es vivida en el respeto mutuo entre
madre e hijo, constituye el fundamento emocional de la
democracia. El caso de Grecia lo ilustra bien. Grecia era una
sociedad patriarcal cuando inventó la democracia. Los ciudadanos
griegos eran propietarios no sólo de tierras sino también de esclavos
que estaban a su servicio. Este emocionar de la apropiación definía
a Grecia, y más específicamente a Atenas, como una sociedad
patriarcal. No obstante, ello no impidió que en el seno de esta
sociedad patriarcal surgiera la democracia. Los ciudadanos
atenienses se conocían desde muy niños y se trataban los unos a los
otros como iguales. Esta convivencia de origen es la que los llevó a
preocuparse por los asuntos de la comunidad sobre los que
hablaban y discutían en el Agora. En la medida en que estas
conversaciones se fueron afianzando, los asuntos de la comunidad
se convirtieron, poco a poco, en “entidades” que se podían
observar como si tuvieran una existencia objetiva e independiente.
Los asuntos de la comunidad se convirtieron así en “públicos”, esto
es, de propiedad común de todos los ciudadanos. No eran, por
tanto, apropiables por nadie en particular. Los ciudadanos griegos
abolieron la monarquía y la reemplazaron por la democracia que
para ellos era parte de su manera de vivir y no se restringía, como
suele ocurrir en la actualidad, a la elección de autoridades.

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La democracia, como “coinspiración matrística”, significa pues,
desde sus orígenes, una ruptura con las conversaciones jerárquicas y
autoritarias de la sociedad patriarcal. Esto fue así en la antigua
Grecia y lo sigue siendo en la actualidad. Es precisamente la
naturaleza matrística del emocionar que da origen a la democracia
la que, como respuesta, genera la oposición del patriarcado hacia
ella. La ruptura con el patriarcado se expresa, por un lado, en la
larga lucha librada por los pueblos occidentales (incluyendo los
latinoamericanos) para mantener o restaurar la democracia, frente
a los esfuerzos recurrentes en el seno de nuestra cultura que buscan
imponer las “conversaciones que constituyen el estado autoritario
patriarcal”. Lo ocurrido en el Perú en los años noventa, con el
régimen autoritario de Fujimori, es un buen ejemplo de esta lucha.
Por otro lado, la oposición al patriarcado se manifiesta también en la
lucha por ampliar el ámbito de la ciudadanía y, por consiguiente, la
expansión del vivir democrático a todos los seres humanos, sin
distinción de raza, sexo o edad. Los nuevos movimientos sociales se
constituyen precisamente en el marco de esta lucha. La
democracia, en consecuencia, es un modo de vida cuya
inspiración matristica provee de sentido a la acción individual y
colectiva. Su vigencia es cada día mayor precisamente por este
motivo. Como dice Maturana:

“Aunque al surgir la democracia no niega completamente el


patriarcado, y a pesar de la presión continúa patriarcal para negar la
democracia revirtiendo a una patriarcalidad total, la manera de pensar
que la democracia implica, se ha expandido a todos los dominios de las
relaciones humanas, a las emociones, a las acciones, y a las reflexiones,
creando espacios en los que el acuerdo, la cooperación, la reflexión y
la comprensión, reemplazan a la autoridad, el control, y la obediencia,
como maneras de coexistencia humana. ¿En todos los dominios de la
coexistencia humana? Sí, dentro de los confines de la contradicción
básica de nuestra cultura patriarcal europea. De hecho, la democracia
en su manera de constitución es una manera de vivir que yo llamo o
considero neomatrística” (p. 55).

Siendo esto así, es necesario advertir respecto a algunas prácticas


que se hacen pasar por democráticas y que son opuestas a su
fundamento matrístico. La democracia, por ejemplo, no puede ser
reducida a un simple acto electoral para alcanzar el poder político.

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El poder, la autoridad, la obediencia, etc., son operadores de la
cultura patriarcal. La democracia, en tanto modo de vida
neomatristico, se construye a partir de “conversaciones de
coinspiración que generan cooperación, consenso y acuerdos”. La
democracia igualmente es incompatible con el deseo de
apropiación. No es un modo de vida excluyente sino incluyente. Las
conversaciones que niegan el acceso a los medios básicos de
subsistencia a un sector importante de la población, en nombre de
una “sociedad abierta” de libre mercado, carecen de credenciales
democráticas, así se sostengan “en democracia”. Lo mismo ocurre
con las conversaciones que oponen los derechos colectivos a los
derechos individuales como si fueran incompatibles. Quienes
defienden este punto de vista olvidan que el individuo no surge en
oposición a su comunidad o colectividad de la que forma parte,
sino que lo hace en el seno de ésta como consecuencia del
desarrollo del autorrespeto y de la dignidad que tiene lugar a través
de la confianza y el respeto mutuo en un ámbito propio de la vida
matristica como es la familia o la comunidad. En fin, la lista de
prácticas culturales de origen patriarcal que se hacen pasar por
democráticas puede alargarse aún más. Lo importante es mantener
una actitud vigilante que prevenga respecto a todo aquello que,
haciéndose pasar por democrático, se oponga a la democracia
como modo de vida neomatristico.

La democracia, entonces, implica una ruptura con la cultura


patriarcal. Ella es producto de nuestra añoranza matristica por la
vida basada en el respeto mutuo y la dignidad que experimentamos
en nuestra infancia. El modo de vida patriarcal, centrado en la
apropiación, la competencia, la desconfianza, el poder, la lucha, el
éxito material, etc., niega la infancia matristica. La democracia
surge como un proyecto de convivencia que busca revertir esta
situación. Ella es una invención humana; pero, contra lo que supone
el sentido común, no es producto de la razón. Sus fundamentos no
son racionales sino emocionales. “La democracia, nos dice
Maturana, es una obra de arte, es un producto de nuestro
emocionar, una manera de vivir de acuerdo a un deseo
neomatristico por una coexistencia dignificada en la estética del
respeto mutuo” (p. 62). La democracia es una apuesta constante de
convivencia matristica en medio de una cultura patriarcal que

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tiende a negarla sistemáticamente. La democracia no puede ser
defendida, ni estabilizada, solo necesita ser vivida. Todo lo que
tenemos que hacer para vivir en democracia es vivir de acuerdo
con ella en el respeto mutuo y la dignidad individual que son los
soportes emocionales del modo de vida neomatristico. Cualquier
otra medida que no contemple esta alternativa o que solo la
defienda en un plano retórico, significa un retorno al patriarcado. Es
responsabilidad de cada uno de nosotros velar para que ello no
suceda.

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