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Determinismo y libre albedrío

Últimamente la racionalidad más respetable, aquella que tiene el nombre de perito, doctor y
maestro asegurado de por vida por cumplir las exigencias de un programa tradicionalmente
eminente, se decanta por la opinión de que aquello que se conoce como libertad no es más
que el invento y el anhelo de un ser coartado por mecanismos que aún no alcanza a
comprender. Tan imposible de ejecutar e idílico como el motor de moción perpetua. Un rápido
sumario de sus declaraciones puede llegar a ser más impactante de lo que sus razonamientos
para sostenerlos demuestran serlo. Al vulgo pseudointelectual por excelencia, ese que por
creer en lo que los sabios creen y compartir sus mismas opiniones ya se siente con la autoridad
para arremeter contra quienes propugnan opiniones adversas con base al puro argumento de
la falacia ad ocurrentiam. Una proposición puede ser divertida, ingeniosa, proveer de un
montículo inicial de respaldo doctoral: estudios, pruebas incluso, sentencias de expertos en el
tema; ello le dará superioridad estratégica, pero si este es su apoyo más sólido, está asentada
sobre lodo. ¿Cuál ha sido desde la antigüedad la única prueba de autenticidad ya en una
teoría, ya en una antítesis para los verdaderos buscadores del conocimiento? ¿Cómo hacían
para inclinarse a un costado del camino más que por otro, de modo que fuera la bifurcación
del saber, y no su propia orientación, lo que los condujera a levantarse en un debate del ágora
por la diestra o la siniestra? Es una sola, y es dual. Tiene cara y sello. Así como la suerte,
también es impredecible, opinen lo que opinen los adversos, va más allá que la sola
preferencia o predisposición personal en una idea, a pesar de que esto nunca pueda ser
comprobado. La dialéctica siempre fue un diálogo soliloquo, de Platón con su alma “Sócrates”,
de Sócrates con sus muchos daemones dispersos por Atenas en forma de sofismos. La ironía
hace hablar a otro en contra de lo que defendía porque la razón le dicta silogismos más
armónicos usando sus propias afirmaciones, salvo afirmándolas de lo opuesto. No es que se
utilice para deshacer creencias, sino con el fin de destruir falsas concepciones afianzadas sobre
ellas. La creencia sigue siendo el cimiento de la torre de babel sintética, cuyo objetivo aún
esperamos que se cumpla pese a la confusión de las lenguas. Lo prueba el que su mayor
expositor la haya manejado para aducir con éxito conceptos que para la mayoría progresada
hoy son homéricos (tal y como aquél entendía este calificativo). Siguen apelando a ellos como
hermosos leitmotiv de la literatura y la poesía, pero los confinan―a la creación artística con
ellos― a la alucinación de un trastorno psicológico autista del que todo el hombre está
agonizante. Dicho de otro modo: la palabra por sí misma de comprender realidades. ¿Qué han
demostrado ser hasta ahora nuestras concepciones de amor, justicia, verdad, inmortalidad,
permanencia, vida, espiritualidad, virtud, vicio, destino, Dios, dirección, sentido? Palabras. Es
cierto, el hombre (las culturas, sus civilizaciones: esas modernidades que quedaron ya en la
antigüedad) no tiene otro aval que él mismo para abogar por sus verdades. Es por eso que su
testimonio siempre nos parecerá blando. (Como ya el de su Hijo para los fariseos: el nosotros
frente a un él.) Fuera de esta circunstancia todos somos uno. En cuanto chocan creencias y no-
creencias los territorios se delimitan y el que quede del otro lado, ése normalmente queda
abajo. ¡Libertad! ¿No era antes un grito, emblema de la afamada ilustración antidogmática?
Pues ahora, para el cientifismo, es otra de esas ficciones remanentes del pensamiento mágico
que erróneamente se enseñan hasta en las universidades. Pues bien. Un átomo, aunque en
esta área pise arenas movedizas de mi conocimiento, ¿es o no es un circuito dentro de otro
sólo relativamente más grande que conforma nuestro universo? Éste, ¿tiene o no tiene leyes
que, válidas para cada uno de los disímiles cuerpos o sistemas, a diferentes escalas y con
variadas reacciones, los hacen funcionar como las teclas para un piano? Siguiendo entonces
esta misma analogía, ¿no se necesita presionar un pestillo para que se ponga en marcha la
mecánica que producirá el sonido? Descomponiendo esta premisa: tenemos este texto, que es
un nodo en la red de causas y efectos que llamamos destino o azar, o determinismo cuántico.
Asumimos que se trata de creación artística, plasta del pensamiento abstracto en un discurso
(que espera se) lógico, una tentativa de escalar hacia nuevas alturas del saber. En realidad es
un acto más simple que consiste en movimientos reiterativos dactilares mecánicos que
preceden la reiteración de códigos inmóviles digitales mecánicos. Habiendo establecido un
conjunto de condiciones definidas obtendremos siempre el mismo conjunto de resultados
esperados en tanto ningún factor imprevisto se inmiscuya en proceso. Bajo esta premisa ha
avanzado la técnica y la ciencia a pasos agigantados que nos arrojaron luz sobre los orígenes
de la vida en el mundo como sobre los instrumentos de su final en apenas dos grandes guerras
y cien años. Bajo la lente del microscopio y a través de aquella en la sala de pruebas el
universo se revela soldado de hojalata que marcha porque una llave en su espalda gira y nada
lo ha detenido todavía. Cuestiones sobre su ensamblaje, desarrollo y funcionamiento interno
quedan enmarcados dentro de esta inducción general a la que todo terminará encuadrándose
tarde o temprano. Tiempo, espacio: son medibles, calculables, modelables; y de aquí a un
tanto más adelante en ellos, serán también escolarizados y predecibles. Necesariamente. El
ritmo del progreso lo pronostica. Ah, he ahí el omphalos. Ésta determinación: ¿Proviene del
objetivo fijado en la mente de un ser racional dispuesto a coronarlo a base de constancia y
esfuerzo o es un tanteo de lo que puede o no ocurrir según se alineen ciertos horóscopos
cuánticos? El hombre no escoge por ser libre, escoge libremente.

La materia, la incredulidad, el secularismo son un símbolo y lo que normalmente se considera


recurso aforista en su obra son, para Nietzsche, de hecho imágenes literales, lo sostendría aun
en su contra.

Lo que más anonada de la religión judía es que se empeñaron en ver a su dios bueno. Más aun:
Dígase lo que se crea del Yahveh del antiguo testamento, este dios siempre fue visto como el
héroe por el pueblo, aun cuando conscientemente le atribuían la responsabilidad de todas sus
catástrofe. Se le consideraba un Bien a mayor a lo bueno para el bienestar terrestre pudiendo
incluso imponerse si se le oponía a estos y a los propios deseos inherentes e irrenunciables de
nuestra naturaleza (malamente vilificados por doctrinas posteriores. Volubles, efímeros,
corruptibles, reprensibles claro, pero bienes intrínsecos independientemente. La Jerusalén
celeste, si tendrá hombres y mujeres de carne e instinto…). Incluso remontándonos a los
tiempos donde los mejores místicos semitas situaban el paraíso en uno de nuestros
supermercados actuales, con su superabundancia en delicias y riquezas, y muy poco de algo
más; su reticencia a adoptar las religiones de otros pueblos para ganarse el favor de las
divinidades de esa tierra en que eran extraños es necia. Mucho les convenía, en nada les
perjudicaba. Sobre todo después de que su dios los desamparara en tantas batallas. ¡Su
supervivencia como pueblo dependía de erigir un burdo altar de piedras a un Baal! Pero
surgen los Elías y los Isaías con tal fuerza verbal que pueden oponerse al régimen de los
sensatos sentados en el trono, a los cielos de otras religiones. La clase de los profetas, aunque
fuese dirigente, no hubiese tenido el éxito que tuvo en la historia de esta cultura― lo más
sagrado para ella― de no haberse puesto en desventaja. Del lado de los impotentes cuando
estos se enfrentaban a los intereses de los potentados, característicamente. Nietzsche se queja
de que la suya era una naturaleza de esclavos, que amaban su esclavitud y luchaban por
defenderla. Lo cierto es que para los vencidos convenía arrimarse al escabel del conquistador,
enarbolarse sus estandartes, convertirse en celadores fanáticos de su soberbia. Yahveh bien
podría seguir recibiendo su alabanza en segundo plano, al menos en tanto que vivían
sometidos a leyes y señores gentiles. En su mente su dios jamás aceptó este convenio.
Falsamente atribuiríamos esta actitud a un etnocentrismo exacerbado o a una descomunal
xenofobia como quieren entenderlo los sionistas desde el siglo pasado, desarraigados de otros
aspectos fundamentales de su identidad racial más allá de su tierra y esa religión seca que ya
no se presta más que para marcar fechas en el calendario, sin espiritualidad. Ezequiel arremeta
con mordaz elocuencia contra ese nacionalismo celoso que estaba tan exacerbado o más en su
raza como en todas las demás vestir tribus y religiones que derivaron de las indoarias al referir
la fábula de las dos hermanas, la leona y sus cachorros, la ciudad sanguinaria, peor en su
pecado que las circundantes, incircuncisas e idólatras. Éste era un pueblo orgulloso,
prepotente, altanero y tan empotrado en su jingoísmo que siempre fue imposible separar lo
judío de la Judea y la kipá o de una genealogía de su tribu incluso en cuestiones relativas a la
fe, no lo olvidemos. Y con todo es un testimonio de cómo llegó a estimar su teocracia no ya
como un medio de justificar el derecho divino de su realeza y su cultura encima del extranjero,
sino al grado de supeditar aquellos, en situaciones críticas para su Estado, al dicho de un dios
que dejaba rodar por tierra las máximas insignias de su patria, de su testamento. Y así, según
la historia, reaccionaban a las inflaciones, a la amenaza de exterminio nuclear. Comparemos
sus profetas con la pitia de Apolo. Por más que la respetaran y pidieran su parecer, en nombre
del Olimpo, antes de atreverse a realizar cualquier empresa de importancia colectiva para la
península; no irían a echar para atrás las decisiones gubernamentales por profecías, ni se les
ocurriría proponerlo. Eran las mociones de la polis las que poseían autoridad divina, los Zeus
de Grecia daban su consentimiento y si eran contrarios, habían cedido su potestad a las moiras
o a la suerte: no sabían lo que hacían. El dios de Israel triunfó sobre el sistema político que se
cimentó sobre su religión, y lo más llamativo es que no lo hizo en la práctica. La moral de los
reyes israelitas siguió siendo esa misma de la monarquía que imperaba en la tierra cananita y
ella también era sustentada por libros sagrados, profetas y leyes mosaicas. ¡Cuántos escritos
contrarios al canon de la Torah no habrán circulado bajo el nombre del legislador de Yahvé!
Prevaleció una versión “inspirada” como pudo haberlo sido una “apócrifa”. Heterogénea,
cuneiforme, moralmente indignante en muchos santos pasajes. Sin marca de agua que las
distinguiera, empero, se recopiló y siguió enriqueciendo con una misma intención siglos
después de haberse herrumbrado la época de los héroes. El espíritu y la visión que inspiró la
épica homérica y las tragedias de Esquilo llegó a convertirse en sátira de sí mismo no bien el
pueblo que las concibió transitaba hacia el estadio humanístico de su civilización. La
inviolabilidad del mythos comenzó a resquebrajarse a garras de los acertijos que la esfinge del
cosmos postulaba con sus injusticias a las Tebas de creencias tradicionales. No era que el
pueblo simplemente e hubiera vuelto más crítico, refinado o consciente: las divinidades del
Panteón nunca lograron anidar tan hondo en la raíces de la inquietud griega. Nunca les
satisfizo la explicación teológica de Hesíodo para el problema de la trascendencia. Haciendo a
un lado su natural inquisitiva siempre en búsqueda de saberes más fundados, que les condujo
por la vía del cartesianismo secular en materias de ¿a qué el llamado? ¿A volver a poblar las
iglesias, a que las campanadas manden a la grey urbana que apague la tele y se ponga a rezar
rosarios? ¿A reavivar las buenas costumbres y vestir a la juventud con paños menores como
mínimo, sacarlos de los antros a chupar del cáliz en vez que de los tarros? Pues los modelos de
virtud que celebran los católicos se ven muy bonitos pintados en los retablos y son divinos los
íconos de sus exvotos, pero de ahí en más, ¿sirven los trípticos de sus vidas ejemplares como
modelo para guiar la religiosidad del hombre contemporáneo? Ni quien les quite lo

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