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Rolando Astarita Discusiones en torno a la TMM

Discusiones en torno a la TMM


En la edición del 7/03/19 de ​Sin Permiso​ se publicó el artículo de Michael
Roberts, “El modelo macro de la Teoría Monetaria Moderna”. Allí Roberts
analiza, desde una perspectiva marxista, la macro de la TMM. El artículo de
Roberts fue respondido por Eduardo Garzón, en “Réplica a Michael Roberts
sobre el modelo macro de la Teoría Monetaria Moderna” (véase bibliografía).
Dado que en notas anteriores he criticado a la TMM (véase​ ​aquí​,​ ​aquí​,​ ​aquí​,
aquí​,​ ​aquí​,​ ​aquí​,​ ​aquí​,​ ​aquí​), el escrito de Roberts y la respuesta de Garzón me
dan la oportunidad de profundizar en las diferencias que tenemos los marxistas
con los keynesianos (o los poskeynesianos). Con este fin, en primer lugar,
sintetizo el argumento de Roberts; en segundo término, la respuesta de Garzón;
y en tercer lugar presento algunas consideraciones, críticas de Garzón y en
apoyo al enfoque de Roberts.

Antes de entrar en el tema, señalo que esta nota se ha beneficiado de las


observaciones y sugerencias que me ha enviado Michael (por supuesto, los
errores y problemas que pueda contener son de mi entera responsabilidad). Por
otra parte, y a fin de que se puedan considerar los argumentos de conjunto, no
he dividido la nota en partes, a pesar de que excede el tamaño habitual de las
entradas que subo al blog.

Roberts sobre la macro poskeynesiana

Roberts presenta el modelo macro de la TMM, tal como lo describe Scott


Fullwiler.

Fullwiler parte de la igualdad Ingreso Nacional = Gasto Nacional. El cual se


puede descomponer en salarios + beneficios = inversión + consumo.
Suponiendo que todos los salarios se gastan y todos los beneficios se ahorran,
queda que ganancias = inversión. Fullwiler, sin embargo, escribe inversión =
ganancias, dado que, según la teoría poskeynesiana, es la inversión la que lleva
a los beneficios, y no al revés.
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Luego sostiene que existen salarios que se ahorran, y se agregan a los beneficios
para conformar el ahorro privado, S. Además, agrega el ahorro público:
impuestos (T) – gasto público (G); y el sector externo, exportaciones (X) –
importaciones (M). En términos de los cursos habituales de macro, se trata del
tradicional modelo se saldos sectoriales: (S – I) + (T – G) = (X – M) (*)

Se trata de la presentación habitual de la identidad de la renta nacional en


términos de saldos sectoriales (véase, por ejemplo, Dornbusch, 1993, cap. 2). La
diferencia que contiene el modelo de Fullwiler es que todas las ganancias van al
ahorro (en las presentaciones de manual de macro usual las ganancias –por caso,
dividendos- que reciben los hogares se dividen en ahorro y consumo).
Obsérvese también que el sector externo está representado por la balanza
comercial. Si se incorporan las transferencias internacionales netas, R, habrá
que sumarlas tanto del lado del ingreso, como del sector externo. Así, el S sería
Y + R – T – C; y el sector externo, la cuenta corriente, (X + R – M). De manera
que los saldos sectoriales quedarían (S – I) + (T – G) = (X + R – M) (véase
Dornbusch, citado). Lo importante sobre esta última cuestión es que el saldo de
cuenta corriente nos estaría indicando la tasa a la cual están variando los activos
exteriores netos. Por ejemplo, la variación del endeudamiento público con el
exterior, o de las reservas internacionales. Variaciones que a su vez pueden ser
potenciadas por los movimientos de capitales (registrados en la llamada cuenta
financiera). Nada de esto, sin embargo, es considerado por Fullwiler. El neto
externo está conformado por la balanza comercial.

En cualquier caso, una cuestión central que subraya Roberts es que estas
identidades no muestran relaciones de causalidad: “las identidades no revelan la
causalidad y la causalidad es lo que importa”. Una afirmación que coincide con
lo que plantea Dornbusch, cuando sostiene que ​no existen argumentos para
sostener que uno de los saldos sectoriales,​ por ejemplo, el de la balanza
corriente, esté determinado por los otros dos (véase p. 26). Es que las
identidades de saldos, necesariamente, ​siempre se establecen simultáneamente
por la simple determinación de los beneficios, salarios y precios × cantidades.

Sin embargo, Fullwiler sí introduce relaciones de causa y efecto: de (*) obtiene


que (S – I) – (X - M) = (G – T). Dado que (G – T) es el déficit público, y
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suponiendo que el sector externo no varía, afirma que el aumento del déficit
público ​implica​ el aumento del ahorro neto privado (S – I). Pero si los saldos
sectoriales de la macro se establecen simultáneamente, no hay forma de derivar
de ellos implicaciones o relaciones causales.

A su vez, si, como hace Fullwiler, excluimos los salarios, los ahorros son
iguales a los beneficios. O sea, los beneficios después de la inversión son
iguales al déficit público (siempre considerando que el neto comercial no varía).
A partir de esta identidad, los poskeynesianos sostienen entonces que la
inversión ​genera​ el beneficio; y que el déficit público ​genera​ el ahorro privado.
De nuevo debemos señalar que a partir de las identidades de saldos sectoriales
los poskeynesianos están postulando relaciones de causa – efecto (a “genera” b),
que no están justificadas.

Por otra parte, y como señala Roberts, la identidad de Fullwiler es, en esencia, la
identidad básica de Kalecki: ganancia = inversión. Si se agrega la inversión
pública, tendremos que ganancia = inversión capitalista (o privada) + inversión
pública. De nuevo, lo importante aquí es ​la causalidad,​ que va de la inversión al
beneficio. Por lo tanto, según el enfoque de la TMM, si la inversión pública
aumenta (y podría aumentar todo lo que se quisiera, con el simple expediente de
la creación del dinero por parte del Estado), aumentan los beneficios. Roberts
subraya: para los keynesianos es la inversión la que causa los beneficios. O sea,
es el gasto de los capitalistas en inversión y consumo el que genera las
ganancias. Insistimos en que estamos ante una relación de implicación (de la
inversión al beneficio) sacada de unas identidades contables macro que en
absoluto la demuestran.

Por lo tanto, y en oposición al planteo keynesiano, Roberts sostiene que en el


mundo real de la producción capitalista los beneficios conducen a la inversión.
Es que la “demanda efectiva” (incluyendo los déficits públicos) ​no puede
preceder a la producción​. La razón es que la demanda solo puede ser satisfecha
cuando los seres humanos trabajan para producir cosas y servicios a partir de la
naturaleza. En otros términos, la producción precede a la demanda y el tiempo
trabajado determina el valor de la producción. Los beneficios son el resultado de
la explotación del trabajo, y son invertidos o consumidos por lo capitalistas
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(podemos agregar que también van a impuestos). Todas estas relaciones


implican secuencias temporales que desaparecen en la determinación simultánea
de los saldos sectoriales.

La crítica de Garzón a Roberts

En respuesta al escrito de Roberts, Garzón sostiene –en acuerdo con Wray,


referente de la TMM- que la causalidad va del gasto a los ingresos; desde la
inversión a los beneficios; y desde el déficit al superávit. Pero en lugar de partir
de las identidades macro, Garzón aspira a dar un argumento teórico fundado en
la naturaleza del mercado, y la relación mercancía - dinero. Para esto sostiene
que en toda compraventa “lo que una parte gasta lo ingresa la otra, porque el
dinero no desaparece ni su cantidad se altera en la transacción”. Señalemos aquí
que por “compraventa” Garzón entiende el acto único del cambio de dinero por
mercancía (o mercancía por dinero). Esto es, no se trata de la metamorfosis “a lo
Marx”, mercancía – dinero – mercancía, propia de la circulación simple; ni de la
secuencia dinero – mercancía – dinero, característica de la circulación del
capital.

Garzón agrega enseguida que la parte que inicia la transacción de compraventa,


y permite que esta tenga lugar, “es la que gasta, no la que ingresa [el dinero]”.
Esto porque esta última “no puede lograr por su cuenta ganar dinero con una
venta porque necesita que alguien comience el proceso”. Sin embargo, la parte
que gasta “sí puede decidir por su cuenta si va a gastar dinero o no con la
compra”. El endeudamiento, a su vez, será normalmente posible, a no ser el
caso en que el deudor no goce de credibilidad. “Por lo tanto, si el comprador no
quiere gastar, no lo hará; y si quiere gastar, lo hará…”. Sin embargo, el
vendedor “no puede decidir por su cuenta si va a ingresar dinero o no. En otras
palabras, el que gasta es quien tiene la llave de la compraventa”. De manera que
el argumento clave de Garzón para la causalidad es que la compra tiene
precedencia (es el punto de arranque, el factor activo) sobre la venta.

Garzón afirma luego que este razonamiento “se puede extrapolar al caso de los
beneficios y la inversión”. Esto porque “[s]i suponemos dos agentes
económicos, el superávit de uno de ellos es igual al déficit del otro”. Es que
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nadie “puede ahorrar si no hay al otro lado alguien que “desahorre”. En cambio,
para “desahorrar” no hace falta que haya alguien queriendo ahorrar, basta –en el
peor de los casos– con endeudarse o crear dinero, lo cual es siempre posible en
condiciones normales”. Criterio que aplica a las identidades macro descritas
más arriba, para concluir que, si bien el sector privado no puede “desahorrar”
indefinidamente (no tiene el poder para crear moneda, o de imponer su
utilización), el sector público “sí puede hacerlo porque emite la moneda que
utiliza y además impone por la fuerza su uso”.

¿Análisis de la “compraventa” o de la metamorfosis de la mercancía?

Las consideraciones de Garzón sobre la compraventa, y el rol que le asigna al


comprador, pueden parecer triviales en una primera lectura, pero tienen un
propósito evidente: responder a la afirmación de Roberts de que la “demanda
efectiva” no puede preceder a la producción, ya que “solo puede ser satisfecha
cuando los seres humanos trabajan para producir cosas y servicios a partir de la
naturaleza”. A ese fin, su argumento clave es que para llevar a cabo una
transacción de compraventa la parte que la inicia y permite que la misma tenga
lugar es la que compra (gasta), no la que vende (ingresa el dinero).

Garzón presenta el asunto como si fuera trivialmente “evidente”, pero no lo es.


Es que para que el comprador pueda “iniciar” la transacción, ​el producto tuvo
que haber sido llevado al mercado​. Y si esto es así, el inicio de la transacción
no es el acto de comprar, sino el “poner a la venta”. Para lo cual, antes de ser
puesto a la venta ​tuvo que ser producido​. Que es lo que dice Roberts, y Garzón
no responde.

Pero además, para que el comprador pueda ofrecer el dinero para adquirir el
bien tuvo que haber producido valor; o tuvo que haberse apropiado del valor
generado por alguna otra persona; o debe tener la capacidad de endeudarse (o
sea, debe tener crédito). En cualquiera de los casos, se pone en evidencia el
error de Garzón de considerar el acto de compraventa de forma ​abstracta.​
Abstracto significa “separado”, “aislado”. Pero la explicación científica debe ser
concreta, esto es, tomar el conjunto de las relaciones que intervienen en la
determinación del acto singular de “compraventa”. Típicamente, esto significa
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la necesidad de analizar ese acto ​en el marco de la concatenación de la


circulación de las mercancías y del dinero.​ En su forma más sencilla, en un
escenario de circulación simple de mercancías. En esta, la compraventa no es un
acto aislado, sino un eslabón de una larga serie de metamorfosis por las cuales
las mercancías se transforman en dinero, y el dinero en mercancías. Pero desde
este enfoque, el acto “compraventa” se desdobla en los actos separados de venta
y compra: M – D, por un lado, y D – M, por el otro, en la formulación de Marx.

Por supuesto, en cada una de esas operaciones existe la “compraventa” de la que


habla Garzón (es una verdad trivial que si alguien compra es porque alguien al
mismo tiempo vende). Pero así considerada, esa “compraventa” es una unidad
abstracta, que no nos dice nada del verdadero proceso por el cual lo que en el
trueque es identidad, se transforma, con la introducción del dinero, en los actos
separados, para el productor, de venta y compra. Lo cual, a su vez, ​implica la
concatenación con todo el resto de compras y ventas.​ Por eso Marx sostiene que
las dos​ metamorfosis (venta y compra, en la circulación simple) “que
configuran el ciclo de una mercancía constituyen a la vez las metamorfosis
parciales e inversas de otras dos mercancías” (1999, t. 1, p. 136 edición). Y por
eso, inmediatamente agrega que “[l]a misma mercancía (lienzo) ​inaugura
[énfasis nuestro] la serie de sus propias metamorfosis y clausura la
metamorfosis total de otra mercancía (el trigo)”. Lo cual concuerda con la
realidad: es el productor-vendedor quien lleva el producto al mercado, iniciando
el proceso de transformaciones en dinero y en mercancía. Es lo opuesto de lo
que Garzón dice que sucede.

Naturalmente, la esencia del asunto no se modifica por el hecho de que el


comprador del lienzo compre a crédito (entregando, por caso, una promesa de
pago). En su debido momento deberá disponer del dinero para saldar su deuda;
y para ello deberá realizar el valor contenido en la mercancía que ha producido
(o apropiarse del valor generado por alguien).

Agreguemos que el razonamiento abstracto de Garzón sobre “la compraventa”


se potencia por las consideraciones arbitrarias que realiza. Por ejemplo, cuando
afirma que la parte que ingresa el dinero (o sea, que vende la mercancía) no
puede por su cuenta generar dinero con una venta, porque necesita que alguien
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comience el proceso. Pues bien, con ese razonamiento también pudo haber
escrito que la parte que gasta no puede por su cuenta iniciar el proceso ni
ingresar la mercancía, ya que necesita que alguien la haya puesto en venta. En el
mismo sentido, frente a la afirmación de Garzón de que la parte que gasta sí
puede decidir por su cuenta si va a gastar el dinero o no con la compra, también
se puede sostener que la otra parte puede decidir no producir para el mercado; o
no vender si el bien es duradero, etcétera.

En definitiva, en todos los casos, y contra lo que pretende Garzón, permanece el


argumento de Roberts (y de la teoría marxista). A fin de que se realice la venta,
es necesario: a) que se haya producido el bien; b) que se lo lleve al mercado; c)
que el comprador haya realizado valor en una operación anterior; o esté en
capacidad de realizar el valor correspondiente en una operación posterior, si
adquiere la mercancía a crédito.

Interludio: observación sobre dinero y crédito en Garzón

En una comunicación personal Roberts sugiere que de hecho Garzón iguala el


dinero con el instrumento de crédito, y no hace distinción entre ambos. Acuerdo
con su observación: Garzón sostiene que, aunque el comprador “no tenga
suficiente dinero puede endeudarse (o crear dinero, que es un tipo de deuda) y
luego comprar el producto”. De manera que el crédito sería una forma de dinero
tan asequible como el dinero propiamente dicho.

Se trata del mismo error que cometen los monetaristas, y que ya Marx, o la
banking school,​ criticaron a Ricardo y los partidarios de la ​currency​. Para
explicarlo en términos modernos, una tarjeta de crédito permite realizar una
compra, y en ese sentido constituye lo que Marx llamaba un “crédito
monetizado”; lo mismo ocurre con un pagaré, o un cheque posdatado, y
similares. Se trata de instrumentos de crédito que permiten realizar ​una​ función
del dinero, la de medio de cambio. Y esa función solo cierra en la medida en
que la compra a crédito sea saldada en términos de dinero “contante y sonante”,
esto es, ​con dinero que encarne valor​. Pero esto es lo que no ocurre con la
tarjeta de crédito: por eso no puede ser medida de valor; ni reserva de valor o
medio de atesoramiento; y tampoco medio de pago. Naturalmente, si se tienen
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en cuenta estas funciones inherentes a la naturaleza del dinero (medida de valor,


medio de pago, medio de atesoramiento y reserva de valor), se derrumba
enteramente la idea de que se pueda generar poder de compra mediante el
simple recurso de generar instrumentos de deuda.

La “ley de Say al revés” y la crítica marxista

La afirmación de Garzón de que la demanda (o sea, el polo del “comprador”)


tiene la prioridad, o la iniciativa, en la transacción de compraventa, y el
relegamiento de la producción a un segundo plano, enlaza con una suerte de
“ley de Say al revés”, una concepción que parece subyacer a buena parte de los
razonamientos keynesianos.

Esto es, en tanto la ley de Say viene a decir que toda oferta genera, en un lapso
relativamente corto de tiempo, su demanda correspondiente, la “ley de Say al
revés” da a entender que toda demanda genera su correspondiente oferta. Por lo
cual bastaría fomentar la demanda para que haya producción. Idea que es muy
conveniente para la TMM: la demanda se podría sostener a los niveles deseados
por el gobierno, ya que este siempre podría inyectar dinero creado ​ex nihilo​ por
el Estado. La cadena causal es: a) el aumento de la demanda provoca el aumento
de la producción (factor pasivo); b) la parte compradora, poseedora del dinero,
da lugar a la demanda (factor activo); c) el Estado crea todo el dinero necesario
para sostener la demanda.

La realidad, sin embargo, es que ni la ley de Say, ​ni su inversa,​ rigen en el modo
de producción capitalista. En cuanto a la ley en sí, y como anota Marx (en el
capítulo 3 de ​El Capital)​ , la simple introducción del dinero en la circulación
abre la posibilidad de que a las ventas no le sigan las correspondientes compras;
lo cual lleva a una crisis de sobreproducción. Y las crisis capitalistas
–sobreproducción generalizada- constituyen la mejor “negación práctica” de la
validez de la ley de Say.

Pero el rechazar la ley de Say no significa que la oferta, ​y la producción​, puedan


pasar a un segundo plano. En primer lugar, y como también observa Marx, el
gasto (o sea, la demanda) tiende a aumentar a medida que aumenta la
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producción. En segundo término, y vinculado a lo anterior, es una realidad (de


nuevo, trivial, pero que a esta altura hay que recordar) que ninguna sociedad
puede consumir permanentemente más de lo que produce (para que se entienda,
el endeudamiento no puede crecer indefinidamente). Y en tercer lugar, porque la
producción tiene primacía sobre el consumo, ya que proporciona a este no solo
su material, su objeto, sino también crea al consumidor y sus necesidades (véase
Marx, 1981, p. 292). Por ejemplo, la producción de teléfonos celulares y
computadoras generó la necesidad de consumir teléfonos celulares y
computadoras, y no al revés. En un plano histórico más amplio, Marx señala
cómo el hambre del hombre moderno es un hambre moldeada socialmente por
el desarrollo de las fuerzas productivas. “El hambre es hambre, pero el hambre
que se satisface con carne guisada, comida con cuchillo y tenedor, es un hambre
muy distinta de la que devora carne cruda con ayuda de manos, uñas y dientes.
No es únicamente el objeto de consumo, sino también el modo de consumo, lo
que la producción produce no solo objetiva, sino también subjetivamente”
(​ibid.​ , pp. 291-2). Es la base para una comprensión materialista de la historia.

Un ejemplo ilustrativo en Argentina

A lo anterior agreguemos todavía un argumento: es un hecho que incluso


cuando pueda existir una fuerte demanda por algún producto, la misma no será
satisfecha por la correspondiente oferta en tanto no existan las debidas
condiciones de rentabilidad para la producción capitalista. Hemos tenido este
caso en Argentina: por ejemplo, en durante la primera década de los 2000 el
gobierno estimuló la demanda de electricidad (facilidades para la compra de
aires acondicionados, fomento del uso de la electricidad para cocinar, etcétera).

Defendiendo esta política, toda una serie de economistas “heterodoxos”


plantearon que esa demanda aseguraría las inversiones correspondientes en la
producción de energía (gas, petróleo, producción y transmisión de electricidad),
principio de aceleración mediante (discutí estas cuestiones​ ​aquí​,​ ​aquí​). Pero esas
inversiones no se realizaron, y la economía terminó con un fuerte déficit
energético. El argumento de los empresarios fue que no les aseguraban las
condiciones de rentabilidad suficiente. Lo cual pone en evidencia, desde el
punto de vista práctico, la prioridad de la rentabilidad sobre las inversiones. En
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otros términos, la tasa de ganancia es la variable central para explicar la


dinámica de la acumulación (ampliamos más abajo). No hay forma en que los
keynesianos, y la TMM en particular, puedan pasar por alto, con meras
maniobras monetarias, esta constricción social-material, objetiva.

Sobre el rol del dinero en el desarrollo económico

La idea de Garzón sobre que el dinero es el que “inicia y permite” la transacción


de compraventa, se vincula también con la noción keynesiana de que la
circulación monetaria fue, a lo largo de la historia, el factor decisivo para el
incremento de la actividad. Por eso, Keynes sostuvo que “la grandeza de Atenas
dependió​ de las minas de plata de Laurium”; que la dispersión de los tesoros
acumulados por Alejandro Magno “fue ​responsable,​ en último término, del
progreso económico de la cuenca Mediterránea” (Cartago primero, luego
Roma); y que “el largo estancamiento de la Edad Media” habría sido
provocado​, principalmente, por “la escasa oferta de metales monetarios de
Europa” (véase Keynes, 1996, p. 307).

Sin embargo, si bien el dinero puede estimular el comercio, ​su circulación no es


la causa de la producción de mercancías​, sino al revés, la producción para el
mercado es la causa de que se necesite dinero para la circulación. Esto se debe a
que ​la producción para el mercado está determinada por las relaciones sociales
de producción, y las fuerzas productivas.​ Por eso Pierre Vilar, en crítica a la
concepción de Keynes, observa que en un mundo sin división del trabajo, en
donde las comunicaciones eran difíciles, y donde el trabajo no era remunerado
en moneda, como ocurría en la Edad Media, no se necesitaba la moneda (véase
Vilar, p. 23). Sin embargo, sí es cierto que, dado el constante movimiento del
dinero, parezca que es este el que mueve a las mercancías. Por eso es natural
que un economista acostumbrado a navegar en la superficie de los problemas,
termine atribuyendo al dinero la función de “primer motor” del proceso de
intercambio. Pero se trata de una visión fetichista del dinero. Por eso, y sobre
esta cuestión, Marx observa que “…aunque el movimiento del dinero no sea
más que una expresión de la circulación de mercancías, esta se presenta, a la
inversa, como mero resultado del movimiento dinerario” (1999, p. 141, t. 1). Y
poco más abajo agrega que el movimiento del dinero, en cuanto medio de
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circulación, ​no es en realidad más que el movimiento formal de las mercancías​.


Es la razón más profunda de por qué, los problemas cruciales de la sociedad
capitalista –expresión de sus contradicciones sociales- no pueden ser superados
con meras reformas monetarias de superficie.

Las diferencias de enfoques entre Garzón y Roberts remiten, en buena medida, a


esta cuestión central. Por eso, cuando Roberts sostiene que lo decisivo para el
desarrollo, en el modo de producción capitalista, es la producción –esto es, el
trabajo productivo y la generación de valor y plusvalor-, está diciendo también
que los males fundamentales de la actual sociedad solo se suprimen con
cambios radicales en las relaciones de producción.

Identidades macro y “desaparición” de la plusvalía (o beneficio bruto)

Nos tomamos la licencia de recordar el argumento de Garzón con respecto al


beneficio y la inversión: la primacía de la demanda con respecto a la producción
y la venta “se puede extrapolar al caso de los beneficios y la inversión”. Esto
porque suponiendo dos agentes económicos, “el superávit de uno de ellos es
igual al déficit del otro”. Es que nadie, sigue su razonamiento, nadie “puede
ahorrar si no hay al otro lado alguien que “desahorre”.

Pues bien, a pesar de la importancia del asunto, Garzón no demuestra que exista
alguna manera lógica de “extrapolar” su tesis sobre la primacía de la demanda
(o la compra), a la relación entre beneficios e inversión. Y tampoco demuestra
que haya conexión lógica entre los beneficios y la inversión, por un lado, y su
afirmación de que “el superávit de un agente económico es igual al déficit de
otro agente económico”.

Tratamos en este apartado esta última cuestión. La única “demostración” que


presenta Garzón de que el superávit de un agente económico es igual al déficit
de otro agente económico es la identidad macro (S – I) – (X - M) = (G – T).
Según esta ecuación, si el sector externo está en equilibrio, el superávit en (S –
I) se corresponde con el déficit (G – T).
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Sin embargo, y como ya hemos señalado, aquí estamos ante saldos ​sectoriales,​
no de “agentes”, obtenidos, además, simultáneamente por el equilibrio general
entre sectores.

Razón por la cual no hay manera de aplicar esta identidad a la explicación de los
beneficios y su relación con la inversión. Más precisamente, y como ha señalado
Roberts, al utilizar los balances sectoriales macro las identidades de la TMM
dejan en la oscuridad el excedente bruto del beneficio​. Esto es, el concepto que
significó una verdadera ruptura en la historia del pensamiento económico, por
parte de los clásicos (sobre esta cuestión,​ ​aquí​). Toda la compresión científica
de la dinámica del sistema capitalista gira en torno a la relación entre la
plusvalía (la forma social que toma el excedente en la sociedad capitalista) y el
capital invertido. Pero esto es precisamente lo que queda borrado en el enfoque
de la TMM (y también queda borrado en el enfoque neoclásico).

Para mostrarlo a través de un ejemplo práctico, es perfectamente posible que


exista equilibrio entre S e I (o sea, el flujo de ahorro va enteramente a la
inversión), y equilibrio entre G y T, ​sin que esos dos equilibrios anulen la
existencia del beneficio capitalista.​ En otros términos, y contra lo que afirma
Garzón, ​el beneficio capitalista no es sinónimo de “excedente de un agente y
déficit del otro”​. Es que el capitalista que invierte en capital constante y
variable, y obtiene plusvalía, no genera en algún otro lado un “déficit”
equivalente a la plusvalía que obtiene. Esa plusvalía es trabajo no pagado, y por
lo tanto no constituye transferencia alguna de valor creado en cualquier otro
sector de la economía. El capitalista habrá abonado al trabajador el valor de su
fuerza de trabajo; y lo mismo habrá hecho con los capitalistas a los que les
compró los insumos (en términos más precisos, los habrá comprado a sus
precios de producción). En consecuencia, el sistema puede reproducirse a escala
ampliada ​sin que exista la necesidad de que aparezcan déficits o superávits en
los saldos sectoriales que se consideran en la macro.​ Por caso, el capitalista que
ha obtenido beneficios los invierte en ampliar la producción (aumenta I; en aras
de simplificar tomamos la inversión como sinónimo de la acumulación “a lo
Marx”); lo cual genera plusvalía (aumenta S); y también puede aumentar T, que
a su vez financia mayor gasto estatal.
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Dicho esto, agreguemos todavía una observación a las identidades


macroeconómicas, que tiene relevancia para las discusiones sobre las propuestas
de la TMM. Se refiere a que el sector externo se representa siempre como la
diferencia entre X e M. O sea, ni siquiera se trata del balance de cuenta corriente
(como ocurre cuando agregamos R; véase más arriba). Por supuesto, esto se
puede admitir en aras de la simplificación. Sin embargo, si decimos que la
monetización de los déficits fiscales lleva con frecuencia a la desvalorización de
la moneda nacional. Si decimos también que esto provoca la fuga de capitales (o
sea, que parte importante de S fugue al exterior mediante la compra de reservas
internacionales). Si además señalamos que este es un hecho que ha ocurrido
repetidas veces (por ejemplo, en Argentina, donde partidarios de la TMM han
hecho experimentos). Y si afirmamos por último que estas experiencias ponen
en serio cuestionamiento la receta “cubramos el déficit creando dinero, sin
importar el activo del Banco Central”, no parece que se pueda defender el
enfoque de la TMM con una identidad contable tan simple como la conformada
por (S - I) + (T - G) = (X - M)

Enfoques opuestos sobre el beneficio y la fuente de la demanda

Vayamos ahora a la relación entre beneficios y demanda, tal como la conciben


los keynesianos, y su diferencia con el enfoque marxista. El tema lo discuto en
el capítulo 3 de ​Keynes, poskeynesianos y keynesianos neoclásicos,​ y aquí
presento el argumento de manera sintética.

En este punto la raíz de las diferencias radica en que el énfasis que puso Keynes
en la demanda deriva de su concepción del valor. Cuestión que a su vez enlaza
con las concepciones de Malthus, y su rechazo de la teoría del valor trabajo (a
fin de no prolongar el texto, dejo de lado la influencia de Marshall en Keynes).

Para entender el problema, recordemos que, según la teoría del valor trabajo, al
valor total generado en la producción ​le corresponde un poder de compra
potencial equivalente​, que está en manos de los terratenientes, los empresarios y
los trabajadores. Esto significa que ​si​ los terratenientes, los empresarios y los
trabajadores ejercen sus poderes de compra respectivos, la producción se
venderá en su totalidad (de ahí que la explicación de las crisis por parte de Marx
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pasa por explicar por qué, en determinado momento, los capitalistas no ejercen
su poder de compra, o sea, atesoran, y la economía se precipita en una crisis).
Lo esencial es que, en esta concepción, ​la ganancia se genera en la producción
(es trabajo no pagado). O sea, no surge en la venta; en esta solo ​se realiza​.

En Malthus, en cambio, el beneficio surge cuando existe una demanda lo


suficientemente elevada que hace que el precio de venta supere el costo de
producción (en el cual, además de salarios e insumos, incluye un interés por el
capital). Esto es, el beneficio surge por “recargo” sobre el costo. Y lo mismo
sostiene Keynes: la ganancia surge de la diferencia entre el precio de venta y el
costo. Así, en su esbozo biográfico sobre Malthus, lo reivindicó como el primer
economista de Cambridge porque había elaborado la tesis de que “los precios y
las utilidades están determinados por algo que describe, aunque no con
demasiada claridad, como demanda efectiva” (Keynes, 1946, p. xxv). Y en la
Teoría General​ (cap. 6) el beneficio surge simplemente de la diferencia entre el
precio de venta de los productos finales y los costos (“costo de uso” + “costo de
factores”; véase p)

Pero esto plantea el problema de cómo es posible que los beneficios de los
capitalistas se originen por comprar barato y vender caro. En otros términos, la
pregunta es de dónde surge un mayor poder de compra general, con relación al
valor del producto ofertado. Marx plantea la cuestión en ​Teorías de la plusvalía​,
al analizar la teoría de Malthus. Luego de señalar que en Malthus el “aumento
nominal del precio [en la venta] representa la ganancia”, pregunta “¿cómo se
realizará este precio? ¿Quién lo pagará? ¿Y de qué fondos se pagará?” (Marx,
1975, t. 3, p. 34). Algo similar anota Rubin: “¿De dónde viene ese exceso que
forma el beneficio? Malthus no da respuesta a esta pregunta. … piensa que el
beneficio es un recargo que el capitalista agrega al valor de la mercancía, a ser
pagado por el consumidor…” (1989, p. 297). Lo mismo plantea Bleaney;
cuando se dice que hay ganancia porque la demanda supera al producto, “parece
como si la demanda efectiva debiera venir de algún lugar extraño al sistema”
(Bleaney, 1977, p. 67).

A pesar de los problemas, esta explicación de la ganancia por una suerte de


“recargo” se repite una y otra vez en los manuales de Macro usuales. Los
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poskeynesianos también la han mantenido. Por caso, Chick (1983) considera


que la ganancia está “dada” por la diferencia entre el precio de venta y el costo
(p. 51). Y en una revisión abarcativa del enfoque poskeynesiano de los precios,
Downward (2000) sostiene que en las teorías poskeynesianas los beneficios en
el largo plazo surgen del procedimiento de agregar un ​mark-up​ sobre el
promedio de los costos directos, en un contexto determinado organizativo
(véase p. 216).

Es claro entonces que, en esta explicación de la ganancia, o bien se postula que


hay algún poder de compra que surgió de la nada; o bien se recurre a la tesis “el
superávit de uno es el déficit de otro”. Pero esta última explicación remite, en
última instancia, a la misma pregunta de antes: ¿cuál es ese sector que genera
siempre un poder de compra renovado, de manera que la demanda efectiva sea
lo suficientemente elevada como para que haya ganancia? De hecho, hasta ahora
los poskeynesianos no tenían respuesta a esta pregunta. Por eso en los modelos
tradicionales de Cambridge (caso típico, los modelos de crecimiento de Kaldor)
la ganancia es un dato, cuya naturaleza y posibilidad nunca se explica. En este
respecto, la TMM proporcionaría una respuesta: el poder de compra adicional lo
generaría el Estado al crear dinero. Puede verse, además, la conexión entre la
concepción keynesiana de la ganancia y la “extrapolación” que realiza Garzón
desde el rol de la demanda en la transacción de compaventa, al beneficio.

La relación entre beneficio e inversión

Lo anterior nos permite entender, además, por qué los keynesianos dan
precedencia a la inversión sobre el beneficio. Es que, según Keynes, la inversión
está determinada por la eficiencia marginal del capital (un ​proxi​ a la tasa de
ganancia “a lo Marx”); la EMC, a su vez, está determinada por los ingresos
esperados por parte de los empresarios (además de los costos); esos ingresos
dependen de la demanda esperada; la cual depende del consumo y de la
inversión. Como la demanda determina –dados los costos- los beneficios, se
concluye que los empresarios obtienen beneficios en la medida en que deciden
invertir (y consumir). Y deciden invertir porque esperan que los beneficios sean
elevados. O, en palabras de Kalecki, los empresarios ganan lo que gastan. Desde
este punto de vista se plantea entonces el problema de por qué, en determinado
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punto del ciclo, los empresarios interrumpen la inversión, precipitando el viraje


a la crisis y la recesión (o depresión). Si los empresarios ganan lo que gastan, y
durante el auge económico el gasto es elevado, ¿por qué entonces cae la
inversión?

En este último respecto, el enfoque marxista proporciona una explicación más


coherente. Esta coherencia se basa en una teoría del valor, concretamente la
teoría del valor trabajo (a diferencia de los keynesianos; esta es la razón última
de por qué no pueden explicar la naturaleza y origen del beneficio). Según
entonces el enfoque de Marx, en determinado punto la acumulación de capital
constante por obrero ejerce una presión bajista sobre la rentabilidad del capital,
lo cual incide negativamente en la inversión. Por eso las crisis estallan en
momentos en que el auge llega a su pico. Subrayamos, en el enfoque keynesiano
cuesta encontrar una razón por la cual la inversión se contrae, en determinado
punto de la fase expansiva del ciclo. Por otra parte, y desde el punto de vista
empírico, Tapia (2017) y Roberts (2017) han demostrado que las ganancias
preceden a la inversión; en particular, que la caída de las ganancias precede, en
varios trimestres, a la caída de la inversión. Es muy difícil encajar este hecho
con la relación que establecen los keynesianos entre inversión y beneficio.

A margen de esta cuestión, y según el enfoque de la TMM, dado que el gasto


precede a los beneficios, si se debilita el gasto de los capitalistas privados el
Estado puede intervenir manteniendo el gasto público mediante emisión
monetaria, Esto es, las crisis serían imposibles, provisto que el gobierno emita
dinero en la cantidad necesaria. Una nueva expresión de la idea básica que
sustenta la TMM: que todos los males del capitalismo pueden evitarse con una
adecuada dosis de emisión monetaria. En definitiva, y como he sostenido en
notas anteriores, estamos ante una suerte de curanderismo social estilo
Proudhon.

Señalo por último​ que las críticas presentadas en esta nota complementan las
presentadas en anteriores entradas (que no veo que hayan sido respondidas al
día de hoy). En especial, sigue pendiente que algún defensor de la TMM
explique por qué la receta de la emisión monetaria “solución todo terreno” tuvo
tan poco éxito en Argentina, país que habría aplicado la receta (bajo el gobierno
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kirchnerista). O por qué ha funcionado tan mal en Venezuela, a pesar de las


ingentes cantidades de dinero que inyectaron los gobiernos chavistas.

Bibliografía citada​:
Bleaney, M. (1977): ​Teorías de las crisis,​ México, Nuestro Tiempo.
Chick, V. (1983): ​Macroeconomics after Keynes. A Reconsideration of the
‘General Theory’,​ University College, University of London.
Dornbusch, R. (1993): ​La macroeconomía de una economía abierta​, Barcelona,
Bosch.
Downward, P. (2000): “A realist appraisal of post-Keynesian pricing theory”,
Cambridge Journal of Economics​, vol. 24, pp. 211-24.
Garzón, E. (2019): “Réplica a Michael Roberts sobre el modelo macro de la
Teoría Monetaria Moderna”
https://www.elsaltodiario.com/dinero/economia-marxismo-replica-michael-robe
rts-modelo-macro-teoria-monetaria-moderna?fbclid=IwAR2rRH1_U45nuQIA7
5dcbWaDR1An5yJIM2E0xfuiSi7BvV84B9xPGeAK9Yc#​.
Keynes, J. M. (1946): “Robert Malthus. El primer economista de Cambridge, en
Malthus, ​Principios de la Economía Política,​ México, FCE.
Keynes, J. M. (1986): ​Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero​,
México, FCE.
Keynes, J. M. (1996): ​Tratado del dinero​, Madrid, Aosta.
Marx, K. (1975): ​Teorías sobre la plusvalía,​ Buenos Aires, Cartago.
Marx, K. (1981): “Introducción a la crítica de la Economía Política” en
Contribución a la crítica de la Economía Política​, México, Siglo XXI.
Marx, K. (1999): ​El Capital​, Madrid, Siglo XXI.
Roberts, M. (2017): “The profit-investment nexus: Keynes or Marx?”, Paper to
Historical Materialism New York, April,
https://thenextrecession.files.wordpress.com/2017/06/the-profit-investment-nex
us-michael-roberts-hmny-april-2017.pdf​.
Roberts, M. (2019): “El modelo macro de la Teoría Monetaria Moderna”, Sin
permiso, 7/03/2019,
http://www.sinpermiso.info/textos/el-modelo-macro-de-la-teoria-monetaria-mo
derna​.
Rubin, I. I. (1989): ​A History of Economic Thought,​ Londres, Pluto Press.
Rolando Astarita Discusiones en torno a la TMM

Tapia, J. A. (2017): ​Rentabilidad, inversión y crisis. Teorías económicas y datos


empíricos,​ Madrid, Maia.
Vilar, P. (1982): ​Oro y moneda en la historia (1450-1920),​ Barcelona, Ariel.

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