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Asombro y experiencia

Dr. Ricardo Rodulfo

¿Qué aspectos del desarrollo en salud del niño no quedan cubiertos por la tradicional
visita al pediatra ni por un eventual - menos frecuente -“psicodiagnóstico”?
Esta pregunta, esencial para los padres, desemboca en otra: ¿cuáles son los criterios a
tener en cuenta para hablar de “salud”? (lo cual implica un niño alegre y creativo, y no
solo sin enfermedad física).
Avanzaremos en algunos de esos criterios, que no figuran ni en la formación del
pediatra ni en los tratados de psicopatología infantil.

La capacidad para el asombro

El primero concierne a la capacidad para el asombro. Esta capacidad es innata,


genéticamente predispuesta.
Hay que reflexionar acerca de que los bebés no vienen al mundo sin nada en su
“mochila”; traen potencialidades, que deben desplegar y desarrollar con ayuda de los
demás.
Una de estas es la capacidad para el asombro, que impulsa al pequeño a conectarse con
todo lo que está a su alcance.

Se la pasa descubriendo y creando estímulos para sí mismo: un particular sonido de la


voz de la madre, la música de una luz entrando de golpe por una ventana, las cosas que
ve hacer a sus hermanitos, chorrear del agua con que se lo baña, el rostro de alguien a
quien ve por primera vez... todo pone en marcha su curiosa sorpresa, su maravilla por lo
que hay.
Esta capacidad (que nunca debiera perderse) lo impulsa a interesarse en lo nuevo, a
explorar, a recrear con mil variantes lo ya conocido (por ejemplo enseñando a su madre
a que repita un sonido de su voz que le encantó) y lo lleva a jugar con todo lo que
agarra de una u otra manera, con lo que se puede y con lo que no.
Está en la base de su alegría de vivir, actitud de alegría que es fundamental para un
crecimiento sano.
El asombro lo hace salir, lo saca de cualquier retraimiento prolongado, así como más
tarde lo protegerá del aburrimiento.
Ahora bien, esta capacidad, como cualquier otra, no se garantiza a sí misma, no es
invulnerable. Debe ser mantenida y en lo posible acrecentada, lo cual hace entrar en
escena al ambiente y su importancia.

Hay que jugar el asombro y hay que jugar al asombro con


el niño, cosa por cosa.
Hay que dedicar tiempo a esto (lo cual, de paso, es
curativo para el adulto, siempre en riesgo de atrofiar esta
capacidad en la rutina de lo que se llama “la vida”).
Pues el asombro puede ser desestimulado por una actitud fría y ausente, o inhibido si el
pequeño está expuesto a tantas situaciones de angustia que lo transforman en una
expectativa temerosa, nada bueno, nada lindo se espera de lo que puede ocurrir.

Armando la capacidad de experienciar

Los invito a pensar, y desarrollar un segundo criterio: el bebé nace con


potencialidades pero sin experiencias. Tiene que irlas haciendo y armando paso a paso
una capacidad para experienciar, para tener experiencias propias (precisamente, a esto
lo empuja el asombro). Cualquier cosa no es una de ellas: una experiencia propia
supone una serie de pasos o secuencia donde el bebé interviene activamente, donde
tiene cierto poder de decisión sobre el principio, desarrollo y fin de aquella (pensemos,
por ejemplo, en una situación donde se le da de comer, o se le baña, o se lo lleva a la
plaza).

Desgraciadamente, es extremadamente fácil cortar mal una experiencia, interrumpirla,


desviarla inadecuadamente, aplastarla represivamente.
Hace poco, asistí a un bebé que, con dieciocho meses ya, no comía nada solo, ni
siquiera intentaba agarrar una galletita, aunque le gustara. Nunca llevaba nada de la
mano a la boca. Había sido “entrenado” en una pauta muy severa donde se le daba una
enorme importancia a que no se ensuciara ni se manchara ni salpicara nada alrededor.
Esto acabó por convertirlo en pasivo e impotente. ¿Y si transfiere esta pauta a toda
situación de aprendizaje ulterior?

A todas aquellas estrategias de crianza que intervienen interfiriendo o, peor aún,


destruyendo la formación de experiencias propias las llamamos desapropiación, porque
de un modo u otro el pequeño es despojado de algún aspecto de su capacidad para
apropiarse de algo que le hace falta para crecer.
Hay más de un plano en que esto puede darse:
 desapropiarlo de su autonomía (haciendo siempre algo que él es capaz de hacer
por sí mismo);
 de su deseo (imponiéndole regularmente, con buenos o malos modales, el de sus
padres);
 de su actividad (generando constantemente situaciones donde él debe limitarse a
responder o reaccionar, no permitiendo nunca que empiece nada él);
 de la posesión de su cuerpo (manipulándolo como a un objeto);
 y, quizá la peor de todas, de su sentimiento de agencia, es decir, de ser él autor,
de ser él capaz de causar algo, de cambiar un estado de cosas (por ejemplo, no
acudiendo nunca cuando llama ni dándole nunca lo que pide).

Esta desapropiación lleva a que las propias acciones, los propios sentimientos, pierdan
todo sentido o no lo adquieran nunca, lo cual está en la base de enfermedades psíquicas
graves. Todos y cada uno de estos procesos de desapropiación reconocen diversos
grados de intensidad, de lo relativamente débil, suave, a lo demasiado intenso y hemos
repetido las palabras “siempre” y “nunca” porque, de más importancia que un hecho
puntual, “traumático” por ejemplo, es lo que se da en el gota a gota del día a día, de
maneras poco visibles, poco notorias.
Lo dicho haría muy aconsejable que, así como el niño es llevado periódicamente al
pediatra, fuera llevado al psicólogo clínico, a los efectos de evaluar como se están dando
este (y otros) tipo de cosas.
Claro que para esto habría que desarrollar ángulos nuevos en la formación profesional
del psicólogo, orientándolo (se entiende, a quienes eligieran esta dirección de trabajo) al
trabajo en salud y a la prevención (ni que decir la importancia que tiene todo lo que
hemos expuesto en relación a los futuros procesos de aprendizaje), diferenciando todo
este campo del diagnóstico y tratamiento de perturbaciones ya consolidadas o en franca
consolidación, que por ahora tiende a monopolizar la atención del psicólogo clínico.
Esta nueva área de una especialidad, la del “Psicólogo del crecimiento” tendría que
tener tanta o más importancia en lo cotidiano que la terapéutica.

Algunos criterios que es necesario cambiar

En todo esto es absolutamente necesario ayudar a los padres a cambiar las


teorías que han heredado. Esta herencia reconoce más de una fuente: ideas de las
familias de origen, creencias populares, creencias médicas (y psicológicas, en mucha
menor medida) a menudo algo anticuadas o desactualizadas.
Es un problema, dada la importancia estratégica de su posición, que los pediatras –como
grupo medio, por supuesto hay brillantes excepciones crean saber mucho sobre bebés y
sobre la relación madre-bebé, cuando en realidad se manejan con solvencia en los
aspectos biológicos, pero entienden muy poco del bebé como persona y desconocen casi
por completo lo que hace falta para la constitución de una buena relación madre-bebé.
El ejemplo más que típico es la frecuencia con la que la madre o ambos padres detectan
algo que anda mal en los primeros dos años de vida (el bebé no se conecta, o con casi
dos años permanece mudo), lo plantean… y el pediatra se constituye en el principal
obstáculo para que se hagan consultas neurológicas y psicológicas a tiempo.
Los padres, mal que mal le creen, aunque sigan preocupados, todo se demora, el
pediatra sigue diciendo que “ya se le va a pasar”, que es una ansiedad desmedida de
ellos, y cuando al fin se rompe la inacción, ha avanzado un trastorno que podría haberse
tomado mucho más a tiempo (siendo el a tiempo un factor fundamental para el
pronóstico, para todo poder hacer).

Lo que ha pasado no es por mero descuido, es que en general los pediatras no tienen
suficientes conocimientos efectivos sobre el psiquismo temprano y no lo reconocen
como determinante de la expresión somática
Es este un tipo de situación donde contar con un “psicólogo de cabecera” entrenado en
aquellos aspectos sería decisivo, en lugar de acudir al psicólogo cuando el niño ya “está
mal”.

Una de las tantas cosas ignoradas por una mediana súper especializada e
hipertecnificada es la importancia capital, decisiva, prioritaria, central, del juego y del
jugar para una evolución sana de nuestros hijos.
En lugar de eso, la publicidad destinada al beneficio económico empresario machaca
por televisión la importancia de un cereal supuestamente saturado de vitaminas o, más
absurdo aún, la decisiva importancia que tendría para el bebé estar siempre seco (en
realidad, ahorrarse un paspado le puede venir bien, pero no un mojado: para la correcta
integración de sus experiencias corporales un bebé necesita sentir la alternancia entre
seco y mojado, como la alternancia entre hambre y plenitud).

Es decir, se desplaza la atención de las madres a detalles para vender cosas y ganar
dinero, distrayendo de lo que es verdaderamente esencial.

Y lo que es verdaderamente esencial es estimular, responder, preservar, y ayudar


al desarrollo de la capacidad de jugar, y esto ya y sobre todo en el bebé.
El bebé no se limita a mamar y dormir:
1) Tiene períodos despiertos en que está tranquilo, conectándose visual, auditiva,
táctil, olfativamente con las más diversas cosas que le rodean. Y así empieza a jugar con
ellas (chupándose el pulgar, vocalizando a modo de comentario de lo que oye y le
interesa, agarrando en cuanto puede). Estos períodos pueden ser muy cortos para
nosotros, apenas unos minutos, pero son larguísimos para él, que se mueve con otros
tiempos.
2) En el interior de sus actividades más conocidas, como amamantarse, se
introduce rápidamente el juego (¿qué madre no reconoce su interés por jugar con el
pezón o por patalear cuando se lo cambia o incluso gritar por puro deseo de gritar, que
no es lo mismo que hacerlo impulsado por alguna molestia?). Si la madre se “prende”,
las diversas escenas de los cuidados se vuelven un espacio divertido (que los analistas
llamamos zona de juego) en el cual los dos se van conociendo. Esto es primordial: para
conocer a otro, el pequeño no tiene otro medio mejor que jugar con él. Así se harán más
tarde las primeras amistades. Jugando, madre-bebé configuran un espacio de encuentro,
primera experiencia del bebé de lo que es estar con alguien, en lugar de darle de comer,
etc. como un “trámite” para el que basta con eficacia técnica (amamantarlo cada tantas
horas, tantos minutos, y otras prescripciones en general poco útiles).

Lo que es fundamental es entender que esto no es un “lujo”, un adorno en


relación a las “cosas importantes” (sábanas limpias y cosas así): es tan importante, y de
entrada, como cualquiera de esas otras cosas importantes, las proteínas por ejemplo.
No estamos exagerando. Un bebé con proteínas pero sin amor, sin la experiencia,
jugando, de estar con alguien, se viene abajo, se “desnutre” de otra manera, puede
enfermar, puede morir, su resistencia física a infecciones y cosas así disminuye, su
inteligencia y su asombro se apagan, pierde peso, no aumenta su talla, languidece, o se
retrae mal.
Para volver sobre una situación muy conocida –pero no por eso siempre descripta en
toda su riqueza y complejidad- cuando un bebé se amamanta no solo ingiere leche:
también, y tanto como aquella, la calidad del abrazo, el olor y calor de la piel materna,
su rostro, su mirada, su voz, todos los afectos que la madre siente (los bebés tienen la
capacidad de “saber” como está uno sin necesidad de palabras; si la madre está triste, no
sabrán por qué, pero sí sabrán qué; esto no es “mágico”, tienen más desarrollados
modos de registro corporales que a nosotros, de tanto hablar y de sólo hablar, se nos
atrofian).
No es lo mismo, entonces, una mamá conectada con él, disponible, que otra que lo
amamante con la cabeza “en otra cosa” o mirando un programa de televisión, o apurada
porque eso termine.
En suma, los bebés no sólo “quieren” comer y dormir, quieren jugar. El que crea
que solo hacen lo primero, es porque nunca se dedicó en serio a estar con ellos.
Si la capacidad de juego es un elemento tan vertebral, vertebrante, vertebrador
del crecimiento es también porque no se la “da” nadie al niño.
Está en sus potencialidades genéticas y viene de lejos; no es el ser humano él único que
juega, la capacidad para hacerlo es un salto evolutivo, una adquisición biológica que
tiende a sustituir y a añadirse a lo que puramente se hace de manera automática, “por
instinto”.

Caracterización de la “desapropiación”

De lo antedicho despréndase – retornando al punto de lo que caracterizamos


como desapropiación, como procesos y operaciones de desapropiación – que pocas
cosas tan graves pueden hacérsele a un niño que irlo desapropiando (no se hace de un
día para el otro) de su capacidad lúdica. No de un día para el otro.
En efecto, hay que tener lo más claro posible que – en términos estadísticos – la mayor
parte de los daños psíquicos no son generados en una situación traumática (una
intervención quirúrgica mal manejada, un accidente, etc.) sino que se producen de
manera lenta e insidiosa a raíz de micro comportamientos relacionales entre el niño y su
medio (no sólo el medio familiar: cada vez más temprano se pasa más tiempo en
instituciones educativas), y sin que hagan falta grandes y espectaculares patologías; es
algo mucho más discreto y silencioso, recuerda un poco bastante “la banalidad del mal”.
A trazo grueso, describiremos diversos planos de incidencia de estas operaciones
desapropiadoras:
1) Del modo de desapropiación resulta una inhibición. Un niño de 6 años no
sabía defenderse; si lo agredían físicamente solo atinaba a llorar. Los padres profesaban
una ideología pacifista mal entendida que determinaba la prohibición de todo juguete
“bélico” en la casa; el niño nunca podía jugar con armas (de juguete), confundiendo
ellos el jugar con el hacer, y creyendo –muy erróneamente- que el jugar a la guerra y
cosas así podía generar violencia efectiva. El niño había inhibido por considerarlo
“malo” cualquier manifestación jugada en ese sentido.
Sus padres respetaban, valorizaban y hasta estimulaban su capacidad de juego en otras
áreas, excepto en lo tocante a todo lo que pudiera considerarse “agresión”. Contribuían
así a dejarlo indefenso, ya que es sobre todo jugando como los niños adquieren recursos
y desenvuelven sus potencialidades.
2) Bloqueo generalizado. Ocurre sobre todo en familias que sobrevaloran el
rendimiento, el aprendizaje formal (el a través del juego es informal e incluso le infunde
al formal un “toque” de informalidad creativa), la rápida adaptación a criterios sociales
de “inmadurez” y de adaptación; tienden entonces a desvalorizar y descalificar lo
lúdico, que no sería “útil” ni intelectualmente provechoso.
Si el niño se somete a esta pauta, se sobreadapta, trae excelentes notas, pero a costa de
refrenar lo más propio de él, su capital más importante.
3) Atrofia por subestimulación. No hay nadie cerca, adulto, que haga zona de
juego con el niño. Sólo con una precoz e inusual capacidad para jugar solo – esta
capacidad se desarrolla lentamente – aquel puede compensar esto. De no hacerlo, no
adquiere la decisiva capacidad de jugar a solas, con todo lo que comporta de
enriquecimiento imaginativo.
4) Destrucción lisa y llana. En general, implica un medio violento, hostil
(como el que afrontan “los chicos de la calle”) o patologías familiares muy severas, que
inducen estrategias de crianza imprevisibles y destructivas. En estas condiciones, nada
del espacio físico y psíquico del niño es respetado. Un famoso pintor, que recurría
regularmente al collage, solía despejar a su hijo, sin mediar palabra alguna, de juguetes,
aún los más valorados por éste, para insertarlos en sus producciones. Así pisoteaba la
intimidad del niño.
Cabe aclarar que, en todos los casos, estas estrategias, por sí solas, no pueden
causar su efecto sin la sumisión del hijo; éste puede rebelarse y torcer el curso de las
cosas. Nunca hay una sola respuesta posible, afortunadamente.

“Los padres no hacen al niño”,


como dice Winnicott: lo ayudan o no a ser.

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