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de la población; tal sistema pudo haberse promovido deliberadamente como compensación por las cargas que tenían
que soportar. Gracias a ello la clase más alta, los honestiores, adquirieron el derecho de que las penas que se les
impusieran fueran más suaves que las impuestas a la clase más baja, los plebei, por los mismos delitos. Hacia fines
del siglo II también era obligatorio que los gobernadores provinciales consultar al del emperador antes de castigar a un
honestior, la deportación.
La ciudadanía romana iba perdiendo su importancia originaria. Caracala (211-217), la otorgó a toda la población del
Imperio mediante un edicto. Sin embargo, los documentos indican que ciertos grupos amplios de no privilegiados
permanecieron al margen. La palabra plebe, que en un principio designaba el estrato social inferior de la ciudad de
Roma, pasó a ser un término técnico aplicable a las clases más bajas de todo El Imperio.
La educación y la cultura literaria latinas dependieron mucho desde el principio de las griegas.
La unificación cultural y social del Imperio fue el producto de la extensión de un tipo de vida ciudadana similar por
todo el Imperio.
La situación cultural de las diferentes zonas era muy variada: unas, como Grecia o Egipto, tenían una densa
historia; otras, como Britania, apenas alguna; en una zona como la de sur de España todo rasgo de cultura indígena se
había ya ha desvanecido al principio de nuestro período ante la inmigración de los italianos y la adopción de la cultura
latina por los nativos. En Egipto, en cambio, la lengua nativa –la de los jeroglíficos- sobrevivió a 600 años de
ocupación griega y romana, para reaparecer en los siglos III y IV bajo la forma del copto, lengua de la iglesia egipcia.
No sólo los cultos nativos –tanto en Galia o Britania como en Oriente- fueron los que con más éxito resistieron a la
cultura dominante, sino que al propio paganismo grecorromano se vino a añadir el culto de dioses orientales como
Cibeles, Isis o Mitra. Uno de estos cultos fue el cristianismo, que al nacer era una secta de la población rural judía de
Palestina, pero que en pocos años se difundió en Roma.
El emperador ejercía un poder absoluto y arbitrario, y tendía a hacerlo en forma de juicios entre partes o en
respuesta a peticiones de beneficios legales o materiales que le presentaban las comunidades o los individuos. El
Oriente griego era la zona más próspera y poblada, la que desplegó más vitalidad en literatura y a la hora de adoptar
las nuevas religiones, la que opuso una resistencia popular a las invasiones bárbaras del siglo III, y la que iba a tener
su propio Imperio grecorromano y su propia civilización hasta que cayó en manos de los turcos en 1453.
3. LOS EMPERADORES
Naturaleza y ámbito de las funciones imperiales
Desde el comienzo, el poder y la responsabilidad recayeron sobre el emperador. Pero, era preciso evitar toda
apariencia de monarquía, el Imperio tardó en ponerse en pie cualquier medio fácil y practicable para transferir el poder
de un emperador a su sucesor.
La sucesión era lo más complicado. La posición constitucional trazada para el emperador se construyó con poderes
derivados de los dejará sido por los magistrados senatoriales: la tribunicia potestas (poder para ejercer los derechos
de un tribuno), el imperium proconsulare (derecho de mando ostentado con procónsul como gobernador de una
provincia, pero que el emperador podía ejercer en cualquier parte) y quizá el imperium consulare (el poder de un
cónsul); ostentaba, al menos, los emblemas de un cónsul: podía ir precedido de 12 lictores y sentarse en el tribunal
con los cónsules. El emperador estar bien el Pontífice Máximo, sumo sacerdote en los ritos públicos de Roma. En el
emperador podía ser asimismo, cuando lo deseara, cónsul ordinario; por último, Augusto, Claudio, Vespasiano, Tito y
Domiciano tomaron también el cargo de censor. Después de Domiciano, todos los emperadores ejercieron las
funciones de censor, de las cuales la más importante era la de revisar la lista del senado, pero no ostentaron tal título.
Aparte de estos poderes y sus títulos, estaban las apelaciones honoríficas –Pater Patriae (“Padre de la Patria”) o
Princeps Senatus (Jefe del Senado)-; más importantes eran los términos Imperator (General) usado a veces, y sólo
por los emperadores, como parte (praenomen o pre-nombre) del nombre, y Augustus, usado como cognomen o
apellido.
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Estos poderes y títulos eran personales. Para designar a su sucesor, el emperador podía lograr que éste recibiera
por votación ciertos poderes parecidos.
A partir del año 14 d. C., la historia del trono imperial es una historia de dinastías. Ningún emperador que tuviese
uno hijo vivo fue sucedido nunca pacíficamente por otro. Cuando un emperador no tenía hijos, designaba a su sucesor
precisamente adoptándolo. La adopción fue norma del siglo II, durante el cual ningún emperador, hasta Marco Aurelio
(161-180), tuvo un hijo que le sucediera.
La descendencia familiar, natural o adoptiva, constituyó la base de la comunidad. El sucesor designado siguió
recibiendo los poderes y títulos del emperador. Generalmente, cuando había un hijo un hijo adoptivo señalado ya con
honores especiales el voto del senado era una simple formalidad. En casos más turbios entraban en el proceso las
cohortes pretorianas.
El siglo II fue testigo del desarrollo de un sistema más claro para la designación de sucesor. Este sistema consistió
reservar el nombre de César para el designado específicamente para la herencia del trono. El paso final que dieron
los emperadores fue el acceder a sus hijos emperadores junto con ellos mismos, el más amplio sentido, y gobernaron
conjuntamente.
La vida y negocios de un emperador –al igual que los de los senadores- se desarrollaban preferentemente en sus
palacios de Roma y en sus villas del Lacio y la Campania. A lo largo del siglo I parece que los emperadores
adquirieron toda la colina Palatina y que, mediante una amplia reconstrucción, la convirtieron en un conjunto de
palacios. Fuera de Roma, había refugios campestres como la isla de Capri.
En un principio, el estado no proporcionaba al emperador otro séquito que los lictores que le escoltaban y algunas
unidades militares. Las más importantes de éstas fueron las cohortes pretorianas. Las nueve (más tarde diez)
cohortes, al mando cada una de un tribuno, hacían guardia por turno cada noche en la residencia de los emperadores.
También dependía de los emperadores un cuerpo independiente de speculatores a caballo, que actuaban a la vez de
escolta y de mensajeros.
El resto del servicio imperial estaba, al principio, compuesto de empleados o de esclavos del emperador.
En Roma los soldados ejecutaban todas las tareas domésticas de los palacios. Los libertos e incluso los esclavos
del emperador podían vivir con considerable dignidad y gozar de bastantes honores en las comunidades locales,
donde recibían beneficios y, en el caso de los libertos, podían ser premiados con el rango honorífico de concejal de la
ciudad.
Naturalmente, donde se obtenía la mejor posición y mayor influencia era en el servicio inmediato del emperador.
Los puestos domésticos más importantes desempeñados por libertos fueron los relativos a los asuntos públicos del
emperador, sus cartas, demandas y cuentas de fondos públicos.
El emperador parece no haber recibido nunca donación regular alguna del erario público. En cambio, contaba con
su propia renta, procedente de la renta de las propiedades, los legados y herencias de amigos y otros ciudadanos, los
botines de las guerras y el “oro de la corona” ofrecido por las ciudades y provincias; estas dos últimas fuentes de
ingresos correspondían al emperador de la misma manera que antes a los generales republicanos. Los emperadores
muertos y deificados –y algunos en vida- recibían honores divinos en las provincias, lo que incluía templos y cultos
rituales regidos por las ciudades o por las ligas provinciales; por todas partes había estatuas de los emperadores y
dedicatorias a ellos.
No sólo las comunidades, sino también los simples individuos podían dirigirse personalmente al emperador para
resolver controversias o asegurarse privilegios. También en el siglo II se desarrolló un sistema regular por el cual los
funcionarios y los particulares escribían directamente al emperador para consultarle en las cuestiones legales y
recibían rescriptos con la respuesta. El emperador podía manifestarse hostil y castigar tanto como premiar.
Hombres y dinastías
La primera dinastía que ocupó el trono estaba firmemente enraizada en la historia de la república, pues descendía
por Augusto, sobrino nieto adoptivo de Julio César, de los patricios Julios, y por Tiberio, hijastro e hijo adoptivo de
Augusto de los patricios Claudios. Los reinados de los Julio-Claudios estuvieron marcados por el continuo conflicto con
el senado.
Ulpio Trajano fue el primer emperador de origen provinciano (aunque en realidad tal vez no naciera en España).
Éste conquistó Dacia, en dos guerras, 101-102 y 105-106, e invadió Partia en el 113-117 pero su conquista no pudo
mantenerse; murió en Cilicia en el 117. Los sucedió Adriano, sobrino por matrimonio y pupilos suyo, que provenía de
una familia de senadores de Itálica, aunque nació en Roma.
Este período estuvo caracterizado por el predominio de las guerras y las guerras civiles, el paso del Imperio
primordialmente senatorial a otro militar y la tendencia a que los emperadores provengan del ejército, no del senado, y,
por esta razón, de las tierras del Danubio.
Claudio (268-270) inauguró la serie de emperadores balcánicos y danubianos: Aureliano (270-275) y Probo (276-
282) que en largos años de combates restablecieron la unidad del Imperio y rechazaron, aunque no pudieron
impedirlas, una serie de invasiones bárbaras. Los reinados de Claudio, Aureliano y Probo fueron de fundamental
importancia para la restauración del Imperio, hasta hacer posibles las reformas de Diocleciano (284-305).
4. EL GOBIERNO Y LA ADMINISTRACIÓN
El senado romano, al que se accedía por herencia o por efecto del patronazgo imperial, no representaba al pueblo
de Roma ni, cuando este medio de acceder a él se hizo extensivo a las provincias, representó a las comunidades
locales; un senado aunque solía favorecer los intereses de su comunidad local no era, sin embargo, elegido por los
miembros de ésta ni responsable ante ellos.
El Imperio en realidad estaba dirigido por el emperador, al que asistían sus “amigos”. Pese a ello él era el único que
solía tomar las decisiones o emitir los veredictos. El emperador no estaba obligado a seguir los consejos de sus
consejeros.
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Durante la república los gobernadores de las provincias habían sido senadores, designados normalmente al azar
por un período de un año. Desde el establecimiento del Triunvirato, en el 43 a.C., los triunviros tuvieron el poder de
nombrar a los gobernadores. Cuando en el 27 a.C. Augusto restauró la república, tuvo esencial importancia el que,
para algunas provincias, volviera a instaurar la elección anual por sorteo de los gobernadores (llamados procónsules);
estas provincias fueron llamadas “públicas” o “senatoriales”. En el resto de las provincias, principalmente en aquellas
en las que prestaban servicio importantes fuerzas militares, el emperador continuó nombrando directamente a dos
gobernadores. También los gobernadores de las provincias “imperiales” eran senadores que, como los procónsules,
eran antiguos pretores o cónsules.
La principal excepción a este sistema fue Egipto, que siempre había estado gobernada, desde su conquista en el
año 30 a.C., por un prefecto perteneciente al estamento ecuestre, que tenía bajo su mando a legiones formadas por
ciudadanos romanos. Había otras provincias menos importantes, como Judea, gobernadas por miembros del
estamento ecuestre que al principio tuvieron el título militar de prefecto, pero que a mediados del siglo I comenzaron a
ser llamados procuradores; sin embargo sólo tenían a sus órdenes unidades auxiliares de no ciudadanos.
Aparte de estas excepciones, el imperio mantuvo el monopolio de los gobiernos provinciales ejercido por
senadores, aunque dejando aquéllos que eran importantes desde el punto de vista militar en manos del emperador. La
única diferencia administrativa entre las provincias senatoriales y las provincias imperiales consistía en que, hasta
principios del siglo II, el emperador daba a cada uno de sus legati un código de instrucciones (mandata) cuando
partían para la provincia, lo que no se hacía con los procónsules; desde comienzos del reinado de Adriano (117-138)
también lo procónsules recibían estas instrucciones. Por otra parte, tanto el emperador como el senado (aunque más
el primero) dictaban normas aplicables a cualquier lugar y tomaban medidas concernientes a ambos tipos de
provincias.
En una provincia senatorial el principal encargado de las finanzas era el cuestor. Era una provincia imperial estar
funciones las desempeñaban los procuradores imperiales. Estos funcionarios eran, en general, miembros del
estamento ecuestre, aunque a veces fueron libertos. Más tarde todos estos cargos fueron monopolio del estamento
ecuestre. El eques era cualquier ciudadano descendiente de familia libre de éste, por lo menos, dos generaciones y
que tuviera un capital valorado en más de 400000 sestercios (un tercio de lo que se requería para ser senador. Los
equites llevaban una cinta púrpura en la toga y podía sentarse en las 14 filas delanteras del circo o del teatro en Roma.
El cursus ecuestre desempeñaba, a un nivel ligeramente inferior y sobre una base mucho más amplia, la misma
función que los miembros del senado y proporcionaba una posición específicamente romana a la cual podían aspirar
las clases acomodadas de heladas ciudades de las provincias.
Durante el período imperial hubo un constante aumento en el número de cargos ecuestres. La mayoría de los
titulares de cargos ecuestres habían prestado servicio previamente en el ejército; generalmente servían en tres cargos
distintos: prefecto de una cohorte de infantería auxiliar, tribuno de una legión y prefecto de un escuadrón de caballería
auxiliar. Otros eran centuriones que habían alcanzado el grado de centurión más antiguo de una legión, después iban
a Roma como tribunos de una cohorte pretoriana.
El más importante de los cargos ecuestres era el del procurador de una provincia senatorial, al que correspondía el
cuidado de todas las propiedades y bienes imperiales de aquélla.
A partir del período de los Flavios, y en el siglo II en particular, hubo además incremento de los cargos ecuestres de
segunda importancia, que se relacionaban con los bienes que el emperador heredaba, los impuestos, los gladiadores,
el cursus publicus, los acueductos y la ceca, por ejemplo: el cargo de abogado del tesoro imperial.
En los cargos ecuestres se empleó juristas pagado por el emperador. Los juristas conocidos, desde principios del
Imperio hasta la primera mitad del siglo II, eran senadores a los que se les concedía con carácter personal el “derecho
de respuesta a cuestiones legales”. A partir de mediados del siglo II los juristas más conocidos son
predominantemente equites al servicio imperial.
La característica esencial de los cargos hasta la 2ª mitad del siglo III, es que la estructura de los puestos de mando
senatoriales en las provincias permaneció intacta, pero que en torno a ella fue desarrollándose una gran diversidad de
cargos ecuestres que correspondían al constante incremento de la actividad del estado y de los intereses del
emperador. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo III, la estructura senatorial terminó desmoronándose.
Un gobernador podía llevarse consigo amigos de Roma para que le aconsejaran en sus resoluciones, y también
rodearse de unos cuantos hombres de letras.
Un gobernador provincial a menudo disponía de muy escasas fuerzas militares, y su cargo exigía necesariamente
que las relaciones que establecía con los hombres y ciudades importantes de su provincia fueran satisfactorias. La
primera obligación de un gobernador era el mantenimiento del orden, y la forma básica de su actividad consistía en
recorrer la provincia según un itinerario fijo y en organizar secciones judiciales en cierto número de ciudades
previamente fijado. La cesión judicial era conocida como conventus. Si una ciudad deseaba exponer ciertos asuntos
ante el gobernador sin tener que esperar a su llegada, le enviaba una embajada y recibía en respuesta una carta. Las
ciudades figuraban y eran tratadas formalmente como estados soberanos.
El quehacer de un gobernador provincial se regía, en primer lugar, en base a la ley de la provincia, que era un
estatuto promulgado en tiempos de la fundación de la provincia en el que se determinaban las constituciones, la
condición jurídica, los privilegios, las leyes y los territorios de las ciudades; y en segundo lugar, por un edicto
promulgado por él mismo a su llegada en el que declaraba la serie de principios que iba a aplicar en la administración
de justicia.
Además, las ciudades siempre podían ponerse en contacto con el emperador. Unas veces una ciudad apelaba
contra una decisión del gobernador; otras, un gobernador escribía al emperador para consultarle.
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5. EL ESTADO Y LOS SÚBDITOS: LAS CIUDADES
Lo que sabemos de la vida y las funciones de las ciudades pertenece sobre todo al ámbito de las actividades
públicas o comunitarias: erección de edificios y templos, organización de fiestas y juegos, promulgación de decretos y
envíos de embajadas, distribución de aceite o trigo o aprovisionamiento de trigo en las carestías. Los ingresos de una
ciudad procedían de diversas fuentes: rentas de tierras públicas o de edificios públicos, peajes, legajos, multas
impuestas por los magistrados, ventaja de cargos sacerdotales y, aun con mayor frecuencia, sumas que pagaban los
magistrados o los consejeros municipales al tomar posesión.
Las ciudades recaudaron en sus territorios el tributo destinado a Roma y sus propios impuestos indirectos;
posteriormente, también reclutaban en ellos soldados.
La progresiva extensión del dominio romano, por diversos medios que abarcan desde la conquista hasta la alianza,
dio lugar a que la ciudades tuvieran distintas formas físicas y jurídicas. La posición de Italia era privilegiada: sus
habitantes no pagaban impuestos y eran todos ciudadanos romanos. Todas las ciudades italianas eran municipios o
colonias. Un municipio era originariamente una ciudad con constitución y magistrados propios, cuyos habitantes
tenían ciertos derechos y también ciertos deberes (como el del servicio militar) propios de los ciudadanos romanos; las
colonias procedían de asentamientos de ciudadanos romanos realizados bajo una formalidad determinada y común a
todos ellos. Una vez que todos los habitantes de Italia obtuvieron la ciudadanía la distinción pasó a ser en buena
medida meramente formal.
También había municipios y colonias fuera de Italia. Los colonos eran ciudadanos romanos, por lo común
legionarios licenciados pero a veces también civiles, que se agrupaban merced a una decisión oficial explícita que traía
consigo la asignación de una parcela a cada colono. Esta distribución se hacía según un reparto por centurias, que
dividía a todo el territorio en parcelas rectangulares alineadas generalmente a lo largo de las dos vías principales, las
cuales se cruzaban perpendicularmente en el centro de la ciudad. El territorio de cada colonia gozaba del ius italicum
(derecho itálico), gracias al cual no pagaba tributos; todos los ciudadanos de la colonia eran por definición ciudadanos
romanos.
Los municipios provinciales suponían una extensión a las provincias latinas de una forma romanizada de
constitución ciudadana; según parece, durante el Imperio ésta se promulgaba en cada caso mediante una ley
independiente, en la cual constaban los deberes de los magistrados, los requisitos que debían satisfacer los
decuriones, las normas de procedimiento electoral, etc. La condición jurídica del municipio no implicaba exención
tributaria alguna, pero era un medio de acceder a la ciudadanía romana. La forma más corriente del municipio
disfrutaba del derecho latino menor, según el cual cuantos eran elegidos magistrados adquirirán automáticamente la
ciudadanía para ellos y sus descendientes. En el siglo II encontramos también, aunque atestiguado sólo en África, el
derecho latino mayor, según el cual recibían la ciudadanía todos los decuriones del municipio. Los demás habitantes
de todos estos municipios recibirán la denominación de latinos.
Aparte de estas ciudades que tenían instituciones específicamente romanas, todas las demás eran denominadas
simplemente civitates. Se sabe poco de la estructura interna de las civitates occidentales. Pero es evidente que,
cuando adquirían el suficiente desarrollo, tendían a darse instituciones imitadas de las de colonias y de municipios.
Muy distinto es todo lo relativo a las ciudades púnicas tradicionales, en África, y más aún cuando se trata de las
ciudades de Oriente helénico, en el cual Roma se apoderó de un territorio ya ordenado.
Había un reducido número de civitates privilegiadas, creadas sobre todo durante las guerras de la república.
Civitates foederatae eran aquellas cuyos derechos procedía de un foedus (tratado) con Roma. Civitates liberae
(libres) eran las que se hallaban el territorio de una provincia pero que en principio no estaban sujetas a las
inspecciones ni a la jurisdicción del gobernador de aquella. Civitates liberae et immunes eran las que, además de ser
libres, no estaban sometidas a tributo. Durante el Imperio todos los derechos tradicionales podían seguir vigentes por
gracia del emperador, pero también podía éste, y así lo hacía a menudo, suprimirlos a su albedrío. Más rara era la
concesión de nuevos privilegios.
Los ciudadanos de las civitates, a diferencia de aquellos de los municipios o las colonias, sólo podían alcanzar la
ciudadanía romana, cuando no la tenían por nacimiento, sirviendo en las tropas auxiliares o gracias a una merced
obtenida a título personal.
La ciudadanía era requisito indispensable y primordial para acceder a la dignidad ecuestre o senatorial. Augusto
había dispuesto el 7 a.C., que la concesión de la ciudadanía no implicaba exención de las obligaciones locales
mientras no fuera acompañada de un privilegio explícito de inmunidad. En principio, un ciudadano romano sólo lograba
la inmunidad si sus propiedades se encontraban en Italia o en una colonia de derecho itálico. Además, los ciudadanos
pagaban impuestos sobre otras herencias que no fueran las precedentes de familiares próximos.
Las exigencias del estado para con sus súbditos en buena medida se canalizaban a través de la ciudades. La más
importantes eran los tributos e impuestos indirectos, la provisión de víveres y alojamiento de las tropas y oficiales, el
mantenimiento del correo imperial, ciertos trabajos obligatorios (particularmente en la construcción de calzadas), Irán
derivadas del reclutamiento para el ejército.
Dos de los impuestos indirectos, el 1% sobre las ventas en general y el del 4% sobre las de esclavos, fueron
establecidas por Augusto. El 5% sobre las cantidades que pagaban a sus amos los esclavos por su libertad existía
desde los primeros tiempos de la república. En el 6 d. C. se estableció un impuesto del 5% sobre las herencias, para
aumentar los ingresos de la hacienda militar con destino a las donaciones hechas a los veteranos al licenciarse. El
portorium o impuesto sobre las mercancías en tránsito variaba entre el 2 y el 2,5% del valor de las mercancías.
Sin embargo, los impuestos más importantes eran las dos formas de tributo: el tributum soli, sobre los productos
de la tierra, y el tributum capitis, sobre las personas básicas. Se basaban en un censo general.
El aurum coronarium consistía en la costumbre de que las comunidades sometidas ofrecieran coronas de oro a
los gobernantes y conquistadores. Ya los generales republicanos recibían tales regalos, pero con el Imperio pasaron a
ser privilegio exclusivo de los emperadores: primero venían ofrecidas, luego se exigían con motivo de los accesos al
trono, de las victorias o de otros acontecimientos.
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El impuesto del aurum coronarium siguió en vigor durante el siglo IV. Pero los rasgos básicos del sistema impositivo
de este siglo proceden de tres formas distintas de imposición que practicaba el estado en los primeros tiempos del
Imperio. La primera, que se remontaba la república, era la costumbre de efectuar requisas de trigo y de otras
provisiones con destino al ejército o a los funcionarios a un precio que los funcionarios fijaban. A partir de finales del
siglo II las provisiones del ejército de Egipto se obtenían en forma de sobreimpuesto el especie (vino y vinagre además
del grano) recaudado por los funcionarios locales y no retribuido.
Además estaba el correo imperial (cursus publicus), establecido por Augusto, servicio de vehículos y postas
mediante el cual podía transportarse rápida y gratuitamente a través del Imperio a los mensajeros (soldados,
generalmente) y a los que hacían viajes oficiales. La utilización del servicio estaba reservada teóricamente a lo que
dispusieran de unas autorizaciones que entregaba personalmente el emperador.
La tendencia a transferir a las ciudades de costear las necesidades del estado será también en materia de
reclutamiento militar. Siempre hubo, al parecer, considerable número de voluntarios, pero nunca desapareció el
servicio obligatorio y de vez en cuando había reclutamientos forzosos en Italia y las provincias.
El estado fue ejerciendo cada vez más presión sobre los ciudadanos durante este período, y en particular cuando
tocaba a su fin. Además de las aportaciones económicas y de los servicios personales, el estado exigía a los súbditos
que le expresaran personalmente su lealtad. Las instituciones del culto al emperador eran comunitarias y fueron las
ciudades o las provincias quienes las pusieron en pie. En ellas los dirigentes locales cumplían con ritos y ceremonias,
pero nada indica que se exigiera la participación de todo el mundo. Sin embargo, sí parece que los juramentos de
lealtad se prestaron individualmente. En ellos se juraban por los dioses y, en el año III a.C., por Augusto (luego por
“Augusto divinizado”). Lo que no se sabe es si se siguieron prestando después de 37. Pero los magistrados
municipales habían de jurar por Júpiter y por el genius del emperador reinante, y en muchos procedimientos de justicia
se juraba por el emperador o por su genius o fortuna.
Con esto estaban dadas las condiciones de un posible conflicto entre el estado y los cristianos. Sin embargo,
aunque el conflicto se produjo, sus causas fueron más amplias: la población aborrecía el que los cristianos rechazaran
totalmente los dioses, templos, cultos y ritos tradicionales que tan hondamente impregnaba cada aspecto de la vida de
las comunidades antigua. Igual aversión despertaban judíos, aún cuando la práctica de su religión, por ser la
tradicional de una comunidad, estaba aceptada oficialmente (sólo bajo Adriano hay prohibición expresa de algunas
costumbres judías, como la circunsición).
Lo que hizo que los funcionarios romanos atendieran al fenómeno del cristianismo fue el temor de que el primero el
propio Cristo y luego Pablo provocaran desórdenes internos en la comunidades judías o entre sus simpatizantes. Pero
ya el cristianismo estaba entrando en colisión con el mundo pagano.
A pesar del común odio al cristianismo las autoridades adoptaron la postura relativamente pasiva de procurar que
los acusados renegaran de su condición de cristianos, no sin recurrir a menudo, a tal fin, a torturar los públicamente. El
primer edicto general sobre los cristianos fue dado en el 202 por Septimio Severo, prohibiendo la conversión al
cristianismo y al judaísmo y provocando persecuciones por todas partes. Más tarde Maximino (235-238) inició
activamente otra persecución dirigida sólo contra las cabezas de la Iglesia. La primera gran persecución generalizada
corresponde al reinado de Decio (249-250); en Alejandría, al menos, vino precedida año antes de violentos tumultos
anticristianos.
La difusión del cristianismo, con las graves tensiones que creaba en la sociedad pagana, tenía inevitablemente que
conducirá al estado a medida positivas. Las desesperadas luchas militares de mediados del siglo III dieron lugar a un
intento de reunificar la sociedad en torno a los ritos tradicionales.