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Los

cuentos de Hoffmann en los motivos de Offenbach

A la pregunta por qué pudo atraer a Offenbach, el mago de la parodia y el parodista de los
mitos, el romanticismo tardío del alemán Hoffmann se responde tradicionalmente señalando la
afinidad electiva de lo demoníaco. Contra ello se puede decir tan poco como con ello se dice.
La figura que la última y primera ópera de Offenbach forma con el poeta es de una índole
sumamente determinada. No en vano en ella se lo convoca a él mismo a la escena. El marco
escénico que ha establecido, las fábulas que ha proyectado, debe habitarlos físicamente. Pues
el demonio cuyo oscuro nombre es aquí invocado por la música no es el de las potencias
abstractas del submundo, sino que sale de la vivienda tal como Mirakel hace con las paredes
de la habitación de Crespel. Si los espíritus y los espectros estuvieron siempre ligados a un
lugar y una hora, aquí el lugar y la hora mismos son espíritus y espectros. Encerrados en ellos
viven los hombres hasta que los asfixian. Les son tan extraños como antes los cementerios y
las encrucijadas: el gabinete mecánico, cuyas fórmulas desarrollan vida propia, a la que los
sentidos engañados siguen sin recelar nada; el amor venal en Venecia, que se va en góndola,
como si la laterna magica la hubiera creado, costosa fantasmagoría; el salón de música de
Antonia con el piano que carraspea y el cuadro transparente de la madre, el modelo mortífero
de todos los retratos de familia. Mientras que el Offenbach de las operetas entregó toda la
magia de los tiempos primitivos, en cuanto magia falsa, a la profanación por el mundo de las
cosas, ahora ha iluminado crudamente la magia falsa del mundo profano de las cosas como la
magia verdadera de los tiempos primitivos, «de manera eléctrica y galvánica», como dice
Lintorf, con palabras que pertenecen a la prehistoria de la era técnica. Pero Hoffmann lo
convoca como señor y maestro del mundo de las cosas. A los que apeló, los espíritus, ahora no
se los quita de encima[I]: en cuanto amante desventurado, es torturado hasta el día del Juicio
por las cosas –la muñeca Olympia, la cortesana Giulietta, el cadáver Antonia– en el cuadro
escénico, él que otrora fue lo bastante fuerte para hacerlas salir sin seducción de la vitrina, del
taburete y de la silla giratoria. En Viena llaman muñequitas a las prostitutas, y en su macilenta
tarde Antonia lleva una vida aparente, a la cual la obliga el canto como a Eurídice y en la que
cantando se descompone. Las cosas enajenadas son los fantasmas, desterrados en intérieurs
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sin acceso a la vida activa; su apariencia remeda al amante y la música lo retiene prisionero
como a nosotros, que la oímos «en una dulce melodía que viene de lejos». La lejanía es la
proximidad. Por eso es en el siglo XIX la ópera «romántica» de Offenbach una de las pocas con
tema moderno. Aquí los vasos en el ostentoso bufé suenan como el reloj de la muerte; y lo que
sale de las paredes para mezclarse con los grupos de hombres petrificados no son ángeles.
Las cosas son diabólicas porque se las ha arrancado de todo contexto en el que pudieran
servir a lo vivo. El gabinete de físico es un museo de cera de figuras de «tragacanto»; los
cojines de Giulietta están dispuestos a fin de captar la sombra o el reflejo de los tontos, y casi
podría decirse que el canale grande está aquí puesto bajo vidrio, que ninguna brisa penetra en
una calina que no es tanto la de los sentidos como la de la decoración; en casa de Crespel
Adorno, Theodor W.. Escritos musicales IV: Moments musicaux; Impromptus, Ediciones Akal, 2015. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/unalbogsp/detail.action?docID=5307624.
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finalmente, se han conjurado las cosas del pasado, entre las que también se cuenta el criado
Franz, en cuanto factotum del género cósico, cantado por un tenor buffo, portero impotente de
la calamidad. Tan absurdamente aislados como el criado sordo que deja entrar a quien sobre
todos los demás debería mantener alejado, están en torno las cosas; y puesto que su existencia
externa no conoce ya ninguna función, una segunda, estrambótica, despierta en ellos mismos.
Offenbach ha captado esto de manera incomparable con la más profunda disposición de la
forma. El hecho de que la ópera no pasara del boceto y de una reducción para piano, como si
estuviera escrita para el asilo que en ella aparece, no tiene sólo su razón biográfica en la
muerte del maestro, sino que la ley de la ópera misma es la del boceto. Entre la vida particular
de las cosas y la angustia del oyente no debe interponerse ningún contexto globalizador. En
ella hay ocurrencias, como los primeros compases de todos, que habrían bastado para una
sinfonía, y con la introducción a la barcarola otro habría compuesto totalmente Venecia de
manera inexorable. Aquí esto queda único y sin consecuencias, diseminado lo mismo que las
cosas, sin causalidad lo mismo que el mundo de los espíritus. Los nombres son breves como
motivos, y donde parecen leitmotivs, apenas conocen la variación: los espíritus no se
desarrollan y obedecen a la invocación siempre igual. No hay contrapunto, ni polifonía, ni
formas finales que se propaguen: la música es un rótulo rígido y bruscamente cambiante de los
sucesos, nunca la reproducción de éstos, ciertamente no su interpretación: el signo exacto,
encontrado y cantado, vale aquí más que todo sentido interpretativo. Pero ¡qué escritura! Esos
primeros compases, física de una desgracia que desaparece para siempre jamás antes de que
se pueda resolver la cifra. La cantaleta de los estudiantes contra Lutter, en una zona peligrosa
en la que la alegría podría a cada instante tornarse en violencia cruel. La balada de Klein-
Zach: los dosillos y tresillos de la amada se enroscan como el precioso monograma de un
recuerdo. O la barcarola misma: cómo no irradia de los charcos de los cafés, de las barracas
de feria y autómatas, y, sin embargo, ¿no los ha ella en verdad menester a fin de irradiar
auténticamente en lo falso como ninguna melodía posterior a ella? El aria de Dapertutto es una
enigmática contrapartida al Venusberg de Wagner: el melodrama –cuyo texto tiene muy poco
desperdicio y debería retenerse literalmente: «No tenéis espada, tomad la mía»; «Gracias»–
es conocido desde las bellas palabras de Busoni[II] como una de las obras maestras de la
dramaturgia musical. Engañoso e impertérrito pasa el destino por encima de las cabezas de los
afectados, preparado ya para la próxima traición, justo sólo cuando éstos se aprestan a morir.
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Y los compases de introducción del último acto: ahora, pues, va en serio, tocad lo que
acontece. Ningún engaño responde y, sin embargo, con los siguientes compases estamos ya
perdidos, con las lánguidas corcheas del piano de Antonia, con la canción de la paloma, que
se interrumpe mientras las corcheas siguen tintineando, un reloj liviano, imperceptiblemente
liviano, que mide el tiempo que Antonia debe cantar. El cadáver de Antonia: sus mejillas están
enrojecidas meramente por el ocaso del sol a través de las cortinas, es casi el silencio
aterrador que ella canta, espinosamente a la espineta; incontenibles caerán rápidamente sobre
ella las sombras de las paredes, a las que en vano Hoffmann opone la lámpara tremolante de
un sentimiento atrasado. ¡Y las figuras de las sombras! La gran invocación mediante el
ostinato de Mirakel no tiene más que un prototipo. No es seguro que Offenbach lo conociera:
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eso suena como el terrible scherzo del último cuarteto de Beethoven. La canción de la madre:
aria procedente de las grandes óperas que llevamos con nosotros desde la temprana infancia,
transportadas por vastas olas, hundiéndose en el mar del origen, fluorescentes en la aureola de
la descomposición. La canción del criado: casi como si se dejara demasiado tiempo, pero
cuando con la expresión de espanto su ritmo vuelve luego trastornado, sabemos que este era el
tiempo más precioso, que quedó desaprovechado porque también sucumbió a la constricción
de la morada cantante como parodia de la señora; si aquí no hubiese vacilado, todo podría
haber salido bien, pero ahora es demasiado tarde. La conclusión luego no se atreve ni a
mantener el aliento, afanosa como saliendo del más pesado sueño para nunca más caer en él.
Es sin embargo en la habitación mortuoria donde se despliega lo que en la ópera escapa a
su demonio. El dúo de Hoffmann y Antonia: como si a la vista de la muerte misma la
apariencia del amor quisiera florecer y consolar constantemente; en vano buscan ambos
palabras para su canción de amor, no puede nada más que invocar el suave, dulce arco de su
melodía; la que rápidamente desaparece; la imperecedera. Si en los cuentos de Hoffmann los
motivos son la escritura flameante, entonces las melodías son el sonido en que se diluyen.
Desde los fondos mortíferos de la laguna se eleva la barcarola, para resonar como sonido de
aquella que en la humillación, en la culpa y la deyección se erige como promesa del hombre
justo porque es bella. Cuando Niklas arrastra a Hoffmann con el grito «la guardia», qué cerca
no está entonces, por encima de toda vergüenza y mentira, la alegría de que aquí los dos,
extraños, el poeta y la cortesana que lo engañó, se hayan sin embargo entendido por un
segundo: pues Hoffmann ha apuñalado al malhumorado prestamista. El instante está
eternamente lleno de júbilo, y a él apunta la barcarola, apunta la extraña loa de Hoffmann, aun
cuando Giulietta hace tiempo que le fue adjudicada como botín al jorobado. Los espíritus en
que aquí se metamorfosean todas las cosas del mundo burgués son también los mismos que
hacen explotar las cosas al salir de éstas. La catástrofe que acecha en los cuentos de Hoffmann
no es meramente la del hombre entre las cosas. Es también la de las cosas mismas en la
mutación.
Artista, muñeca y cortesana: ¿cuándo he oído yo ya esto? ¿Es solamente la infancia que con
la fórmula se apoderó de las amadas tres imágenes? ¿O no resuena metálico en ella, en la
palabra «cortesana», el recuerdo de un inestimable amuleto de lo que de siempre ha sido?
Ante tres palabras del Hoffmann narrador, ¿no debería, con esta música, saltar por los aires el
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mundo atiborrado de cosas, cuyos estigmas están grabados en ellas?

1932

[I] Alusión a la balada de Goethe El aprendiz de brujo. Cfr. Goethe, Obras completas, vol. I, cit., p. 873.
[II] Ferrucio Busoni (1866-1924): compositor, director de orquesta y pianista italiano. Pianista virtuoso, realizó brillantes giras
por Europa y Norteamérica. Fue sucesivamente profesor en Bolonia, Viena, Moscú y Berlín. Compuso óperas, música
sinfónica, coral y de cámara. Espíritu curioso, sus incursiones en el terreno de la armonía hicieron de él un precursor de
Schönberg y Hindemith. Son célebres sus transcripciones de Bach para piano. En 1907 publicó Esbozo de una nueva estética
de la música.

Adorno, Theodor W.. Escritos musicales IV: Moments musicaux; Impromptus, Ediciones Akal, 2015. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/unalbogsp/detail.action?docID=5307624.
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