¡Qué maravilla! Todo brilla. La libertad está aquí entre nosotros,
no la evitemos, disfrutadla. Pero sí, me han contado que su caballo, El Rocinante, está por aquí. Creo escuchar sus relinchos, es que me han dicho que en esta época, El Rocinante habla... ¿Me podrías decir como habéis hecho para hablar? Eso os lo responderé después, y esa es otra historia... Un día dijo: te llamaré Rocinante. Escuché distraído y me pregunté: ¿Será a mí a quién se dirige este caballero? ¡Ay!, seguro que sí, me dije, pues este desgraciado me acababa de clavar las espuelas. Después pensé: Rocinante..., Rocinante... ¿Qué nombre es ese? No es muy varonil que digamos, pero al menos es musical, tiene algo de nobleza y rima con caballero andante. Al poco tiempo, un soleado día en el que muerto de sed me arrimé a un charco de agua mansa a beber, vi una figura reflejada en él, y con gran susto murmuré: ¿Quién es ese esperpento que allí está? ¡No puede ser, soy yo!, no solo estoy viejo, soy un saco de piel y huesos lo mismo que mi amo. Bueno, me consolé pensando, menos mal, pues de ser fornido don Quijote, no lo hubiera soportado, me habría abierto en cuatro patas y tendría la panza en el suelo. Antes de ser famoso, pregonaba lleno de orgullo, que fui el símbolo del caballo desconocido, uno de esos miles de ejemplares que hicieron posible la supervivencia del hombre, el avance de la humanidad, el triunfo de unas civilizaciones sobre otras. Representaba el esfuerzo cotidiano, el callado sufrimiento, la lealtad. Y a la vejez cuando ya me habían jubilado, y lo único que deseaba era dormir a pata suelta y comer bien, me encontró tal personaje, que con desfachatez quiso ser mi amo, y me llevó a cuanta batalla delirante se le antojó. Este ingenuo caballero, con esa armadura tan vieja, una lanza oxidada, la espada sin filo y el escudo algo agujereado, pretendía con nobleza hacer justicia y enderezar al mundo. ¡Ja, enderezar al mundo! No sé si es mi parecer o este hombre estaba medio chiflado. El pobre estaba enamorado de una joven a la que llamó Dulcinea, y aunque ella siempre lo ignoró, él le dedicaba todas sus batallas. ¡Ah, eso es amor! Y si en algo nos parecíamos, era que ninguno de los dos perdíamos las esperanzas. Recuerdo que un día pasamos por un lugar donde había unos molinos de viento, pero él imaginó que eran gigantes guerreros a los que debía combatir. Desoyendo a su amigo, ¡qué digo amigo!, a su escudero Sancho, arremetimos contra uno de ellos. Él rompió su lanza y los dos terminamos maltrechos rodando por el suelo. Otra vez creyó ver secuestradores en lugar de frailes que acompañaban a unas damas. Este hombre terco estaba dispuesto a salvarlas a toda costa, y en la aventura por poco lo matan de un cuchillazo. ¡Qué susto nos dimos! O cuando confundió la polvareda que hacían ovejas y carneros con dos ejércitos enemigos con los que debía luchar, y acabó con menos dientes por las pedradas de los pastores. Sí..., casi siempre terminábamos con alguna herida. Bueno, como éstas, tengo muchas anécdotas que en otro momento les contaré. Pero les digo, que a pesar de quejarse de que yo no era muy rápido como él quería, nunca me dejó. En recompensa, leal a mi amo, lo acompañé hasta su muerte. Ya no quedan hombres así, que dan su vida en pos de nobles ideales. Dicen que poco antes de dar sus últimos suspiros recobró la cordura. ¿Será cierto?
La conciencia de Don Miguel de Cervantes Saavedra / Adriana Rodríguez ... [et al.]; Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Almaluz, 2016.