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que a su vez acusa el alza continua del precio del pan, se niegan a obedecer las
órdenes de los agentes del rey.
En ese ambiente cargado de miedos recíprocos, el 12 de julio de 1789 los soldados
de caballería del príncipe de Lambesc cargan contra los paseantes en los jardines de
las Tullerías, donde unos manifestantes llevan a cuestas unos bustos de Necker y el
duque de Orleans. Un hombre resulta herido, y luego es dado por muerto; la noticia
provoca manifestaciones durante la noche, siguiendo un esquema insurreccional
que se repetirá en las «revoluciones» de 1830 y 1848. Los propietarios de negocios,
preocupados por el porvenir y el hundimiento del crédito, liberan a sus empleados,
permitiendo así que se formen grupos de individuos descontentos e inquietos. A
partir del día 13, la ciudad se convierte en escenario de manifestaciones hostiles a
los signos de la autoridad real. Las pandillas queman las oficinas de arbitrios y los
edificios de guardia, para júbilo de los defraudadores y otros contrabandistas.
Derriban las murallas que se están construyendo, fuerzan las cárceles y buscan
armas para proveer a las milicias. El episodio no ha llamado tanto la atención como
los del día siguiente. Sin embargo, conviene insistir en el hecho de que se destruyen
cuarenta de las cincuenta y tres oficinas de arbitrios que controlan el comercio
alrededor de París. Ese asolamiento atestigua el rechazo a la autoridad que se
expresa con un vigor imprevisto. El día 13 no adquiere una dimensión política,
como el día siguiente tras la toma de la Bastilla. Los azares de ese encuentro
anuncian los malentendidos que se van a producir a continuación, cuando las
expectativas y las exigencias colectivas no coincidan con las orientaciones
propiamente políticas que toman los que ostentan el poder.

§. ¿Revuelta o revolución?
Ya se ha dicho todo sobre la fortaleza que amenaza al barrio de Saint-Antoine
desde la Edad Media. Al mismo tiempo que sigue siendo un símbolo de la
arbitrariedad real y el feudalismo arcaico, la Bastilla es una cárcel que está de moda
entre los intelectuales contestatarios. En julio de 1789 apenas hay encerrados siete
presos —después del traslado, ocho días antes, del marqués de Sade a otra cárcel—
, vigilados por una guarnición de inválidos de guerra dirigida, es verdad, por
aguerridas tropas suizas. A menudo se evocan esas características para minimizar la
toma de la Bastilla y subrayar, en cambio, el asesinato de su director, a todas luces
superado por las circunstancias e incapaz de mantener simples compromisos ante
unos amotinados que, a su vez, no están muy seguros de su legitimidad ni de sus

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objetivos. El 14 de julio de 1789, tras una noche de incendios y saqueos, mientras


las fuerzas armadas vacilan y no intervienen, el palacio de los Inválidos es
saqueado y se reparten cuarenta mil fusiles entre los insurgentes que se han
concentrado al pie de la Bastilla. En el transcurso de un sitio marcado por virajes,
negociaciones mal dirigidas y mal comprendidas, y fuegos cruzados, el
enfrentamiento revela la ventaja de los sitiadores, de los que un centenar caen
muertos. El director de la Bastilla, De Launay, muere en una avalancha. Le cortan
la cabeza y la clavan en la punta de una pica, ejerciendo una violencia que a lo
largo de los meses anteriores se ha vuelto habitual. Flesselles, sospechoso de
doblez, también es asesinado en condiciones parecidas. En ese momento, sin duda,
hay unos cien mil hombres armados, más o menos controlados por los «electores».
Estos se dotan de un comité militar para dirigir a una milicia de veinticuatro mil
hombres, de los que seis mil son mercenarios, procedentes de las guardias
francesas. En todo el país, prolongando lo que sucede desde hace meses, se
instituyen formaciones armadas bajo la dirección de las municipalidades o los
«comités», en respuesta al Gran Miedo o a las tensiones entre plebeyos y nobles. A
partir de agosto, la red de esas organizaciones paramilitares cubre literalmente toda
Francia; la más conocida es la compañía de los Vencedores de la Bastilla, que
enseguida se convierte en una apuesta política y un instrumento de promoción.
La toma de la Bastilla pone fin a un momento de tensiones perceptibles en todo el
país, y responde a los temores a un golpe de Estado provocado por la corte y la
nobleza, al mismo tiempo que alimenta los rumores de la existencia de un complot
político, orquestado por el duque de Orleáns. Una parte de la aristocracia, que ya
está dispuesta a emigrar porque considera que su seguridad personal ya no está
garantizada, juzga inaceptables esos días de motines. El conde de Artois y los
príncipes de Condé y de Conti, denunciados desde hace unos días por los
manifestantes como enemigos de la patria, abandonan el país poco después. Esa
emigración «sumamente política y sumamente feudal [fue] el anacronismo más
absurdo y más funesto de la Francia de 1789» (A. Sorel), en el momento en que
Europa está pendiente de Francia y la toma de la Bastilla se considera la
culminación de las esperanzas de los filósofos, como demuestran, por ejemplo, los
motines que estallan en los meses posteriores, inspirados en los acontecimientos
parisinos, en Carouge, en la Saboya piamontesa, e incluso en la Carelia rusa.
Tras discutirlo con su familia, Luis XVI decide permanecer en Versalles en lugar
de marcharse a una ciudad dotada de guarnición, como le proponen. Indeciso,

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quiere evitar la guerra civil y la prueba de fuerza. A sus órdenes, las tropas que
rodean París retroceden, y Necker vuelve a ser nombrado al frente del ministerio.
El 17 de julio de 1789, el rey acude a París, donde es recibido por Bailly, un
prestigioso astrónomo y erudito incontestado, que ha sido elegido diputado en los
Estados Generales, donde ha destacado por sus posiciones «patrióticas». Con una
ostentación absolutamente política, se vanagloria de vestir el traje negro impuesto
al tercer estado, a pesar de ser notable. Al día siguiente del 14 de julio de 1789,
Bailly se convierte en alcalde de París por aclamación, incorporándose al consejo
del municipio, formado por los «electores» de los distritos. La insurrección ha
ganado. El rey lo reconoce de facto al recibir las llaves de la ciudad y la escarapela
azul, blanca y roja compuesta para la ocasión, que mezcla los colores de la
monarquía con los de París. Así, Luis XVI adquiere una popularidad que no
conviene ignorar. La monarquía se regenera y cabe abrigar cualquier esperanza.
Una vez dispersados y vencidos los «enemigos» y una vez restablecida la legalidad
en torno a la Asamblea Nacional Constituyente y el rey, ¿acaso Francia ha logrado
su «revolución» a costa de un reducido número de muertos, como se dice de
inmediato en los países de Europa? Julio de 1789 marca el final del proceso de
tensiones nacido en 1771 y reavivado en 1787. La unidad inédita del soberano y los
representantes de la nación puede ser la solución a la crisis. Por el contrario,
¿conviene hablar de mistificación, incluso de automistificación, para calificar ese
episodio cuyos hechos no tienen nada que ver con las considerables resonancias
que se le atribuyen? Una cosa es indiscutible: la toma de la Bastilla es la primera
tentativa de detener la decadencia en la que está sumida el país. Unas nuevas élites
sustituyen a los grupos que no han logrado resolver la crisis financiera, la
desaparición de la autoridad legítima y la expansión de la violencia. La fuerza
activa del «pueblo» valida la afirmación de la representación nacional del 17 de
junio de 1789. No se trata de una mera fórmula: a partir del 20 de junio de 1789, la
Asamblea recibe cartas de apoyo contra el rey firmadas por «electores» y grupos de
ciudadanos asociados con los diputados presentes en Versalles. La circulación de
noticias que se establece en paralelo a los circuitos oficiales consagra la legitimidad
de los militantes, reunidos desde la convocatoria de los Estados Generales, y que se
sienten investidos de una nueva autoridad. Desde el 28 de junio de 1789, los
habitantes de Pontivy se alzan contra la fuerza que emplea el rey contra la
Asamblea, impidiéndole entrar «en el templo de la Patria»; a mediados de julio,
antes de que se conozcan los acontecimientos parisinos, se organizan milicias y

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