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En efecto, este hecho reclama de la escuela una mayor atención hacia el lenguaje
propio de la vida cotidiana y sus implicaciones sociales: esto es, el de la prensa, la
conversación, las letras de la música, los discursos políticos, la publicidad, las
redes sociales o la internet. Y esto es así dado que un análisis de dichos
intercambios comunicativos hace evidente que, si bien allí se ponen aparentemente
en juego los principios de la democracia, lo son con más fuerza los de la inequidad,
toda vez que sus participantes pueden actuar en desventaja en dichos intercambios
y solamente participar pasivamente apoyando a que la escala axiológica y las
representaciones y relaciones sociales que allí se plantean se reproduzcan sin más.
Aunque pareciera parte del sentido común que todos tuviéramos los mismos
derechos a hablar y opinar, no es así, tanto que la Corte Constitucional, el pasado
8 de marzo, tuvo que reafirmar, por medio de un fallo de tutela, que la libertad de
expresión es uno de los derechos de las sociedades democráticas. Así es, y para
ilustrar la sentencia, recuérdese que entre las primeras decisiones que toman los
regímenes autoritarios está la de censurar a la prensa opositora y hacer uso de toda
su maquinaria mediática con el fin de garantizar su injerencia directa en la
construcción de la opinión pública.
De tal suerte, una de las metas del sistema educativo, en cumplimento de su rol de
impartir a todos una educación de calidad —sin distingo entre lo rural y lo urbano
o lo público y lo privado—, debería ser que los estudiantes adquirieran en su paso
por las aulas las herramientas necesarias para ejercer libremente su ciudadanía
reflejada, entre otros, en su derecho a la palabra y a la libre expresión desde un
punto de vista crítico y democrático. Sin pasar entero, como reza el dicho popular.
El papel de la clase de lenguaje es definitivo en el alcance de este objetivo, pues
desde ella el estudiante debería aprender a leer y a pronunciarse, parafraseando a
Daniel Cassany (2006), teniendo control total no solo sobre lo que dicen las líneas,
sino lo que hay entre líneas y, más importante aún, aquello que se esconde tras las
líneas.
En los textos de circulación cotidiana, entre los que está el discurso político,
periodístico, publicitario y mediático en general, se pueden encontrar un sinfín de
ejemplos de otras estrategias utilizadas. Lo importante ahora es poner sobre el
tapete que poseer la competencia para leer con detenimiento el titular de un diario
y reparar el modo en que usa, de acuerdo con su ideología, la voz activa o la voz
pasiva; ubicar los eufemismos con que en una conversación se oculta una posición
racista o discriminatoria; identificar los matices lingüísticos con que se denigra de
la mujer en las letras de un reguetón, o analizar un mensaje político y revelar
verdaderas intenciones e idearios son habilidades que hacen parte de los derechos
básicos y que desde el sistema educativo se deberían garantizar, aunque a juzgar
por los resultados de las pruebas que evalúan este tipo de lectura no se está
cumpliendo con este deber.