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El derecho a la palabra y la libre expresión:

lenguaje, poder y educación


Actualidad
1 Abr 2019 - 11:28 AM
Luz Helena Rodríguez Núñez*
Una de las metas del sistema educativo, en cumplimento de su rol, es impartir a
todos una educación de calidad, sin distingo entre lo rural y lo urbano o lo público
y lo privado.

Usualmente se piensa que la comunicación es un acto social simple, un hecho


neutral que no posee implicaciones que vayan más allá de la producción de unos
enunciados y la recepción y posible respuesta a los mismos. Este acercamiento
“purista” al lenguaje, en el que se privilegia el estudio abstracto de los elementos
de la comunicación y las reglas gramaticales, hoy en día se pone en duda bajo la
realidad de que el uso específico que se haga de la lengua, el español en nuestro
caso, está determinado por la ubicación que como sujetos tengamos en la sociedad,
por lo que su análisis permite develar, entre otros, diversos modos de reproducción
de poder y de las ideologías imperantes.

En efecto, este hecho reclama de la escuela una mayor atención hacia el lenguaje
propio de la vida cotidiana y sus implicaciones sociales: esto es, el de la prensa, la
conversación, las letras de la música, los discursos políticos, la publicidad, las
redes sociales o la internet. Y esto es así dado que un análisis de dichos
intercambios comunicativos hace evidente que, si bien allí se ponen aparentemente
en juego los principios de la democracia, lo son con más fuerza los de la inequidad,
toda vez que sus participantes pueden actuar en desventaja en dichos intercambios
y solamente participar pasivamente apoyando a que la escala axiológica y las
representaciones y relaciones sociales que allí se plantean se reproduzcan sin más.

Aunque pareciera parte del sentido común que todos tuviéramos los mismos
derechos a hablar y opinar, no es así, tanto que la Corte Constitucional, el pasado
8 de marzo, tuvo que reafirmar, por medio de un fallo de tutela, que la libertad de
expresión es uno de los derechos de las sociedades democráticas. Así es, y para
ilustrar la sentencia, recuérdese que entre las primeras decisiones que toman los
regímenes autoritarios está la de censurar a la prensa opositora y hacer uso de toda
su maquinaria mediática con el fin de garantizar su injerencia directa en la
construcción de la opinión pública.

De la misma forma, y a pesar de las cortes y las defensas, en circunstancias


democráticas también se ejerce una potestad sobre quién puede legítimamente
“hablar” en una sociedad, y se hace por un mecanismo denominado por los
analistas del discurso “apropiación de los contextos” (Van Dijk, 2004). En
consecuencia, son los senadores quienes lo hacen en el Congreso y deciden a quién
y cuándo citan para darle la palabra; los consejos de redacción de los periódicos
disponen qué informan, cómo y a quién entrevistan; los jefes determinan la toma
de la palabra en las reuniones con sus subalternos; hay culturas en donde la mujer
o los niños no pueden tomar la palabra a voluntad en frente de los hombres, y en
las redes sociales las personas con alguna influencia pueden volver viral su
mensaje en cuestión de minutos, por citar solo algunos casos.

Así las cosas, el poder, la dominación (abuso de este) y el control (mecanismo de


perpetuarlo) están generalmente legitimados por agentes o instituciones que se
encuentran en ventaja económica, política, social o circunstancial y esto les
permite ser la parte dominante en determinados contextos comunicativos. En
efecto, un discurso de poder que cuente con el favor de los medios periodísticos
cuenta también con la legitimidad social que se atribuye a los noticieros o diarios.
Ocurre lo mismo con las sanciones del sistema jurídico, los comunicados
gubernamentales, los textos escolares, los sermones religiosos y las arengas
sindicales: su legalidad se debe al fuero otorgado por los ciudadanos a la rama
Judicial, al Gobierno, a la escritura, a la religión o simplemente a la ascendencia
que tenga el autor del texto y que se le reconozca como una “autoridad”.

De tal suerte, una de las metas del sistema educativo, en cumplimento de su rol de
impartir a todos una educación de calidad —sin distingo entre lo rural y lo urbano
o lo público y lo privado—, debería ser que los estudiantes adquirieran en su paso
por las aulas las herramientas necesarias para ejercer libremente su ciudadanía
reflejada, entre otros, en su derecho a la palabra y a la libre expresión desde un
punto de vista crítico y democrático. Sin pasar entero, como reza el dicho popular.
El papel de la clase de lenguaje es definitivo en el alcance de este objetivo, pues
desde ella el estudiante debería aprender a leer y a pronunciarse, parafraseando a
Daniel Cassany (2006), teniendo control total no solo sobre lo que dicen las líneas,
sino lo que hay entre líneas y, más importante aún, aquello que se esconde tras las
líneas.

En este sentido, al estar en desfavor en términos de sus derechos de expresión, un


alumno tendría que conocer las maneras de hacerlos valer y tornar más equitativa
su participación en la sociedad, las comunidades y relaciones en que se
desenvuelve cotidianamente. Tal perspectiva incluye que se le enseñe a leer y
escuchar críticamente (y no solamente a decodificar de manera fluida y con buena
entonación), para que pueda construir sus puntos de vista y desentrañar los valores
que circulan en lo que lee y en lo que escucha, así como a conocer que existen
estrategias discursivas que buscan controlar a las personas y sus acciones, haciendo
pasar por neutrales mensajes que en verdad son fuertemente sesgados.

Un ejemplo de estas estrategias es el uso de retóricas que actúan por la vía de la


persuasión simulando partir de creencias compartidas, del beneficio comunitario,
la unidad social, de una presunta tendencia natural que hace parecer que lo que se
expresa es del interés de todos, los incluye y es completamente justo. La intención
real aparece entonces de manera velada y a veces es muy difícil de percibir. Basta
recordar la célebre declaración de George W. Bush después del atentado a las
Torres Gemelas, en 2001, cuando dijo que “actúan así porque odian nuestras
libertades”, incluyendo en su frase a un mundo árabe el cual probablemente, y no
todo, no “odiaba” las libertades de todos los estadounidenses, sino tal vez las
posiciones de algunos políticos que defendían posiciones antiislámicas. El caso es
que en uso de una retórica generalizante se justificaba una guerra de fuerzas
geopolíticas, haciéndola pasar como asunto del bien común de la ciudadanía.

En los textos de circulación cotidiana, entre los que está el discurso político,
periodístico, publicitario y mediático en general, se pueden encontrar un sinfín de
ejemplos de otras estrategias utilizadas. Lo importante ahora es poner sobre el
tapete que poseer la competencia para leer con detenimiento el titular de un diario
y reparar el modo en que usa, de acuerdo con su ideología, la voz activa o la voz
pasiva; ubicar los eufemismos con que en una conversación se oculta una posición
racista o discriminatoria; identificar los matices lingüísticos con que se denigra de
la mujer en las letras de un reguetón, o analizar un mensaje político y revelar
verdaderas intenciones e idearios son habilidades que hacen parte de los derechos
básicos y que desde el sistema educativo se deberían garantizar, aunque a juzgar
por los resultados de las pruebas que evalúan este tipo de lectura no se está
cumpliendo con este deber.

De lograrlo, enfilando políticas educativas claras en este sentido, la escuela estaría


aportando positivamente a la formación de ciudadanos, conocedores de los medios
para participar activamente y en igualdad de condiciones en todos los escenarios
comunicativos de las esferas sociales y culturales, con niveles de lectura crítica
que apoyen su ejercicio de la democracia y así contribuir a la convivencia social
bajo las banderas de la autonomía y la libertad, más en estos momentos históricos
de reconciliación en los que se pone en juego, ni más ni menos, la añorada paz para
los colombianos.

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