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CRIATURAS INSACIABLES

Por Adam Phillips


Traducción de Felipe Escobar
Ya se trate de las bonificaciones de los banqueros, de los desórdenes alimenticios
de la gente rica o de las orgías de las celebridades, nada es más noticia que el
exceso. ¿Qué revela acerca de nosotros mismos esta fascinación por los
incontenibles apetitos de los otros?
Nada hace más excesiva a la gente que hablar acerca del exceso. Tendemos a
volvernos o extremadamente críticos o inusualmente entusiastas y excitables
acerca de la última orgía de celebridades que registran los medios, o acerca de los
sueldos que ganan los altos ejecutivos de las empresas multinacionales. Nadie
puede ser indiferente ante los niveles de alcoholismo crónico en que se debaten
amplísimos sectores de la población, o ante la inmensa cantidad de pornografía
que circula por Internet; ahora todo el mundo conoce a alguien que sufre de
alguno de esos llamados “desórdenes alimenticios”, pero al mismo tiempo todo el
mundo sabe que en nuestro planeta mueren de hambre centenares de millones de
personas todos los años. Hoy en día, el exceso está en todas partes: excesos de
riqueza y de pobreza, de sexo y de codicia, de violencia y de creencias religiosas.
Si el siglo XX fue, de acuerdo con el libro de Eric Hobsbawm, La era de los
extremos, el siglo XXI promete ser La era de los excesos.
Nada nos hace más críticos, asqueados y punitivos –para no hablar de fascinados,
regocijados y asombrados– que los extravagantes apetitos de otras personas por
la comida, el alcohol, el dinero, las drogas o la violencia; nada nos asusta, nos
enfurece y nos desespera tanto como el compromiso extremo de otras personas
con determinados ideales políticos o creencias religiosas. Los excesos de otras
personas nos molestan, nos preocupan y nos excitan porque revelan algo
importante acerca de nosotros mismos, acerca de nuestros temores, nuestros
anhelos y nuestras añoranzas. De hecho, los excesos de otras personas nos
pueden revelar, como mínimo, que somos o nos hemos convertido en animales
excesivos, en animales para quienes el comportamiento excesivo es más la regla
que la excepción.
Nuestras reacciones ante los excesos de otras personas revelan cuáles son
nuestros conflictos. Yo no quiero ser un terrorista suicida, pero puedo querer que
en mi vida haya algo tan importante que me lleve a arriesgarla en aras de
conseguirlo, o puedo querer, sencilla y llanamente, que sea lo suficientemente
agresivo como para ser capaz de proteger a las personas que amo. Los excesos
de otras personas, y de nosotros mismos...
¿Qué revela acerca de nosotros mismos esta fascinación por los incontenibles
apetitos de los otros?
EL REGALO DE JUDAS
Por Adam Phillips
Traducción de Ernesto Priego
Tanto la palabra "traición" como el nombre de Judas han sido moralmente
escarnecidos a lo largo de la historia. ¿Existe otra forma de interpretar la conducta
del apóstol? Este ensayo plantea, desde una postura alternativa, la posibilidad de
reivindicar la traición.
Entre 1965 y 1966 el venerable cantante de folk Bob Dylan sacó una gran trilogía
de álbumes, Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde,
y comenzó una gira mundial que cambiaría la música popular. En un concierto
ahora famoso, en el Manchester Free Trade Hall, Dylan estaba tocando su nueva
música eléctrica y electrizante cuando un folkie del público le gritó descontento:
“¡Judas!”. Dylan respondió dándole instrucciones a su banda para que tocara
“fucking loud” lo que sería una interpretación extraordinaria de “Like a Rolling
Stone”, una canción sobre alguien desilusionado por causa de la persona en la
que se había convertido, una canción sobre alguien que había cambiado. El
público estaba esperando que Dylan fuera una cosa cuando resultó ser otra, y se
sintió traicionado. Por hacer algo nuevo e inesperado, Dylan se convirtió en Judas.

Aquí el traidor es alguien que quería cambiar algo; visto desde el presente
podemos advertir que lo que sonaba como una traición era la innovación. Se
traicionó algo para hacer otra cosa posible. Este Judas estaba ofreciendo un
nuevo sonido, una nueva visión. El haber sido llamado Judas incitó a Dylan, lo
liberó para ser la persona en que se había convertido. Tocó la música “ruidosa”
incluso de modo más ruidoso. Dylan adoptó el nuevo rol y esto lo liberó, al menos
por el momento. Dylan, como Judas, estaba ahora, como dice la canción, “sin
dirección a casa”. Se pueden hacer muchas cosas con la traición, pero no se le
puede deshacer. Se siente como algo irredimible. Traicionar es crear una situación
de la cual no se puede dar marcha atrás.

Si la traición es una de las maneras, o incluso la única manera en que podemos


cambiar nuestras vidas, deberíamos hablar no solo del miedo a ser traicionado,
sino también del deseo, la voluntad de ser traicionado y de traicionar. Y entonces
estaríamos hablando de planear, consciente o inconscientemente, nuestra propia
traición, y de estar buscando a personas (o cosas) a quienes traicionar.
Estaríamos hablando de la traición como un acto transformativo; podríamos
incluso hablar de la traición como un objeto de deseo y comenzar a darnos cuenta
de cómo le buscamos. Podríamos también comenzar a darnos cuenta de todas las
oportunidades que hemos tenido para traicionar y ser traicionados y que hemos
dejado pasar, riesgos que por varias razones hemos evitado. Muchas de nuestras
acciones se quedan incompletas porque son formas de traición. Actos de cobardía
que nos hemos redescrito como compromiso, o lealtad, o integridad, o gentileza.
Con frecuencia somos leales cuando tememos decepcionarnos. El psicoanálisis
quiere que nos preguntemos qué es lo que pasa con la frustración cuando no se
expresa, y un traidor es alguien que representa, que expresa una frustración.

Y sin embargo, hablar así, promover la traición, defenderla, es también


moralmente censurable. Este hecho revela la manera tan rígida en que nuestra
comprensión de nosotros mismos como criaturas morales está organizada
alrededor del problema de la traición y de aquello que consideramos sus
alternativas. ¿Qué forma tendría el contrato social –y qué forma tendrían las
relaciones entre los individuos– si asumiéramos la capacidad para traicionar y ser
traicionados como una virtud, o al menos en algún sentido integral para la vida
moral, como algo que se debería enseñar en las escuelas? Imaginen cuáles
serían las consecuencias para la vida de las personas si fueran incapaces de
traicionar o soportar la traición: ¿qué les imposibilitaría hacer, o sentir, o desear?
¿De qué manera serían capaces algún día de dejar la casa, comenzar a vivir
como si no pudieran volver jamás a emprender el camino de regreso a casa (“no
direction home”)? ¿De qué modo serían capaces de cambiar?

En psicoanálisis a la traición se le llama de varias maneras: el destete, el


nacimiento de un hermano, el complejo de Edipo y la pubertad. En cada una de
estas etapas de desarrollo, en el relato psicoanalítico, el hijo sufre lo que se siente
como un abuso de confianza, una pérdida de derechos, una condición especial
perdida. Como en las infidelidades sexuales de la vida adulta, se ha tenido que
compartir algo que antes se daba por sentado y como exclusivo. Pero estas
traiciones acumulativas –sin la intención de los padres, pero experimentadas así
por el hijo– están al servicio del desarrollo, de más vida. El hijo, al menos al
principio, se siente traicionado por la nueva vida a la que se le precipita; es como
el hombre entre el público de Dylan que grita “Judas”, pero a sus padres.
Sabemos que algo es nuevo, que algo está cambiando, cuando nos sentimos
traicionados.
Sabemos que alguien nos importa si puede traicionarnos o si le traicionamos. Una
vez que existe la posibilidad de traicionar, ha pasado ya gran cosa: solo puede
haber traición si hay una historia, una relación o afinidad verdaderas. La traición
solo es posible cuando hay algo que traicionar; ese algo toma tiempo, y es de la
mayor importancia. Los celos sexuales no son solamente una de las cosas que
pasan cuando se tiene afecto por otra persona; son un signo de afecto. Si no
hubiera algo como la traición en el mundo, ¿cómo nos podría importar cualquier
cosa, o cómo sabríamos que nos importa?
Siempre ha habido dos preguntas importantes sobre Judas: ¿qué estaba haciendo
y por qué lo estaba haciendo? Y al responder estas preguntas –lo cual significa
interpretar la historia y la figura de Judas– tenemos que tomar en cuenta algo
simple pero significativo: que al traicionar a alguien (o algo) estamos protegiendo a
alguien (o algo) más. Y que ese alguien o algo más puede ser –de hecho es
posible que sea– de verdadero valor o importancia. Cuando E. M. Forster dijo que
esperaba tener el valor de traicionar primero a su país que a su amigo, estaba
enfatizando la cuestión del valor o la importancia, de lo que la traición puede
proteger. Así, debemos considerar qué es lo que Judas pudo haber estado
protegiendo –qué valores pudo haber seguido aparte, esto es, de los de Satán– al
traicionar a Jesús. A menos que no haya sido una traición del todo: algunos
intérpretes han querido argumentar que Judas estaba intentando ayudar a Jesús
pero falló en el intento.

“Yo sé quién eres y de dónde vienes”, le dice a Jesús en el Evangelio de Judas,


escrito al parecer a mediados del siglo II, unas cuantas décadas después de los
evangelios del Nuevo Testamento, y descubierto en los años setenta en Egipto
Medio pero sin salir a la luz, después de varias turbias negociaciones, hasta 2001.
Judas es entonces el único de los discípulos a quien Jesús inicia en el divino
misterio. Se puede decir que el Evangelio de Judas plantea que solo quien
verdaderamente reconoce a alguien más puede traicionarle, y la así llamada
traición puede ser lo mejor que se pueda hacer. El Evangelio nos anima a creer
que hemos malinterpretado la naturaleza de la traición: no hemos sido capaces de
ver cómo está relacionada con el reconocimiento y la transformación. Ha sido
tentador exonerar a Judas –presentarle como uno de los incomprendidos– y así
evitar o descalificar la cuestión de la traición desde el principio. El Evangelio de
Judas dice justa y claramente que Judas traicionó a Jesús, y que esto fue de
hecho algo bueno.

El Judas del Nuevo Testamento –que ahora sabemos son cuatro evangelios entre
muchos otros– no es una figura impresionante; aunque es enigmática, en parte
porque se nos dice tan poco sobre él, lo que invita a los lectores de hoy a
adjudicar motivos, y en parte porque es una presencia decisiva en el relato. Pero
él es uno de los discípulos, y esto solamente parece darle una especie de posición
privilegiada. El relato nos invita a preguntar qué era Judas, que los otros discípulos
no eran, para que él fuera el elegido, el único de los discípulos a quien Jesús
usaría para transformarse a sí mismo, o para dejarse transformar por él. “El
traidor”, escribe Elaine Pagels en Reading Judas, “siempre nos intriga más que los
discípulos que permanecen leales”; ella parece sugerir que obtenemos un tipo de
placer de los relatos sobre traición que no podemos obtener de los relatos sobre
lealtad –más placer, o un tipo diferente de placer–. Como si la falta de lealtad nos
ofreciera algo que la lealtad no puede. Como si nos intrigara la parte de nosotros
que puede traicionar a otros, particularmente a aquellos que amamos y
admiramos. Como si hubiera una especie de vitalidad prohibida en esta parte de
nosotros, algo moralmente equívoco y atrayente.
Las narrativas del Evangelio nos incitan no solo a no identificarnos con Judas, sino
a desidentificarnos de él. Como si nadie pudiera jamás querer ser el traidor de
Jesús, como si nadie pudiera aspirar a, o desear, traicionar a su maestro, alguien
en quien realmente creían y a quien realmente amaban.

Pero, ¿por qué no podría ser así? Después de todo, uno de nuestros mitos
modernos sobre el desarrollo y la independencia personal es que el adolescente
traiciona a sus padres, el estudiante traiciona a su maestro, que sin traición el
discípulo permanece siempre solo como un discípulo. En el mito romántico de la
independencia del espíritu libre, el ser un discípulo eterno, como ser un estudiante
eterno, puede ser una forma de desarrollo interrumpido. Debemos crecer y
volvernos las personas que somos, pero sin traicionar a aquellos en los que
creemos. O debemos traicionar a otros y llamarle de otro modo –excentricidad, o
idiosincrasia, o independencia de pensamiento–.

Pero en el relato de Judas del Nuevo Testamento la traición de Judas es el regalo


que le da a Jesús; en una inversión extraña del mito moderno, es el ser
traicionado –tener la capacidad, los medios para ser traicionado– lo que es
transformativo. En la versión del Nuevo Testamento, Judas no gana nada: en
Mateo, Judas, “arrojando las piezas de plata en el santuario, se marchó; y fue y se
ahorcó” (Mateo 27:5), y en Hechos, con el dinero que ganó Judas, en la
espeluznante traducción de Marvin Meyer, “compró un pedazo de tierra, y ahí cayó
al suelo primero con la cara al frente, y luego su cuerpo se abrió y sus intestinos
se derramaron por todos lados” (Hechos 1:18). Tanto Judas como Jesús son
transformados por la traición, pero solo Jesús y el mundo se benefician de ella. Y
para ser traicionado uno necesitaría –uno tendría que encontrar, reclutar, seducir–
a un traidor.

Es posible que sea muy fácil para la gente de hoy día darle a Judas el glamour de
un transgresor. Pero no hay que tratar de hacer a Judas de algún modo mejor de
lo que es; solo necesitamos entender lo que Jesús y Judas están haciendo juntos.
Entender esto puede significar, siguiendo una de las definiciones que da el doctor
Johnson al verbo “traicionar” (“descubrir aquello que se ha acordado mantener en
secreto”), reconocer que aquello que se ha acordado mantener en secreto en el
relato de Judas es que la traición es una de las formas de la revelación. La traición
constituye una forma ominosa de la intimidad. En algún lugar dentro de nosotros
mismos relacionamos el que nos amen con el que nos traicionen, y el que nos
traicionen con crecer. Y nos esforzamos mucho por no admitir esto cuando es, de
hecho, algo que vale la pena reconocer.

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