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Aquí el traidor es alguien que quería cambiar algo; visto desde el presente
podemos advertir que lo que sonaba como una traición era la innovación. Se
traicionó algo para hacer otra cosa posible. Este Judas estaba ofreciendo un
nuevo sonido, una nueva visión. El haber sido llamado Judas incitó a Dylan, lo
liberó para ser la persona en que se había convertido. Tocó la música “ruidosa”
incluso de modo más ruidoso. Dylan adoptó el nuevo rol y esto lo liberó, al menos
por el momento. Dylan, como Judas, estaba ahora, como dice la canción, “sin
dirección a casa”. Se pueden hacer muchas cosas con la traición, pero no se le
puede deshacer. Se siente como algo irredimible. Traicionar es crear una situación
de la cual no se puede dar marcha atrás.
El Judas del Nuevo Testamento –que ahora sabemos son cuatro evangelios entre
muchos otros– no es una figura impresionante; aunque es enigmática, en parte
porque se nos dice tan poco sobre él, lo que invita a los lectores de hoy a
adjudicar motivos, y en parte porque es una presencia decisiva en el relato. Pero
él es uno de los discípulos, y esto solamente parece darle una especie de posición
privilegiada. El relato nos invita a preguntar qué era Judas, que los otros discípulos
no eran, para que él fuera el elegido, el único de los discípulos a quien Jesús
usaría para transformarse a sí mismo, o para dejarse transformar por él. “El
traidor”, escribe Elaine Pagels en Reading Judas, “siempre nos intriga más que los
discípulos que permanecen leales”; ella parece sugerir que obtenemos un tipo de
placer de los relatos sobre traición que no podemos obtener de los relatos sobre
lealtad –más placer, o un tipo diferente de placer–. Como si la falta de lealtad nos
ofreciera algo que la lealtad no puede. Como si nos intrigara la parte de nosotros
que puede traicionar a otros, particularmente a aquellos que amamos y
admiramos. Como si hubiera una especie de vitalidad prohibida en esta parte de
nosotros, algo moralmente equívoco y atrayente.
Las narrativas del Evangelio nos incitan no solo a no identificarnos con Judas, sino
a desidentificarnos de él. Como si nadie pudiera jamás querer ser el traidor de
Jesús, como si nadie pudiera aspirar a, o desear, traicionar a su maestro, alguien
en quien realmente creían y a quien realmente amaban.
Pero, ¿por qué no podría ser así? Después de todo, uno de nuestros mitos
modernos sobre el desarrollo y la independencia personal es que el adolescente
traiciona a sus padres, el estudiante traiciona a su maestro, que sin traición el
discípulo permanece siempre solo como un discípulo. En el mito romántico de la
independencia del espíritu libre, el ser un discípulo eterno, como ser un estudiante
eterno, puede ser una forma de desarrollo interrumpido. Debemos crecer y
volvernos las personas que somos, pero sin traicionar a aquellos en los que
creemos. O debemos traicionar a otros y llamarle de otro modo –excentricidad, o
idiosincrasia, o independencia de pensamiento–.
Es posible que sea muy fácil para la gente de hoy día darle a Judas el glamour de
un transgresor. Pero no hay que tratar de hacer a Judas de algún modo mejor de
lo que es; solo necesitamos entender lo que Jesús y Judas están haciendo juntos.
Entender esto puede significar, siguiendo una de las definiciones que da el doctor
Johnson al verbo “traicionar” (“descubrir aquello que se ha acordado mantener en
secreto”), reconocer que aquello que se ha acordado mantener en secreto en el
relato de Judas es que la traición es una de las formas de la revelación. La traición
constituye una forma ominosa de la intimidad. En algún lugar dentro de nosotros
mismos relacionamos el que nos amen con el que nos traicionen, y el que nos
traicionen con crecer. Y nos esforzamos mucho por no admitir esto cuando es, de
hecho, algo que vale la pena reconocer.