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Taller de escritura creativa

Lección
La metáfora de situación

El conocimiento de la teoría literaria es imprescindible en la formación del


escritor. Resulta natural que esta sea la afirmación de los responsables de un
curso de teoría, pero también somos conscientes de que el trabajo artístico, el
impulso de la creatividad y todo eso, sólo de lejos está emparentado con las suti-
lezas intelectuales y la reflexiónde altura.
Aún así, entre la teoría pura y dura y las fuentes íntimas de la inspiración,
pensamos que hay un territorio fértil y en general poco explorado.
Dijo San Agustín que la palabra brota en nosotros desde la plenitud del cora-
zón. Y la verdad es que, por lo menos en esto, llevaba más razón que un santo...
Porque rara vez el cómo es separable del qué en una obra artística, y el más
exquisito refinamiento en la forma no redime en nada a un fondo indigente.
Que un texto literario encierre un fondo pleno de sentido depende de muchas
cosas. Pero la tarea de cómo enriquecerlo, íntimamente, no es posible enseñar-
la. Al escritor o a la escritora la riqueza interior se les da por supuesta... Y tam-
poco se trata de que el artista sea un ser excepcional.
Más que al depositario de un tesoro único y privado que accede a compartir
con nosotros, el escritor es un experto en la interpretación de mapas. No nos da
algo suyo, diríamos, sino que nos enseña, más bien, a disponer de algo nuestro.
Mirándole abrir el cofre de su tesoro aprendemos a usar la llave de nuestro
arcón, y es el zahorí que nos avisa de que hay petróleo en ese huertecillo trase-
ro en donde estamos sembrando lechugas.
Proust nos ha indicado, por poner un ejemplo, el misterio de esas habitacio-
nes del tiempo que comunican a través de un olor o de una impresión, y nos
alerta así de que una magdalena mojada en té es un billete a lo desconocido tan
seguro como el brebaje de un chamán.
Claro que ya lo sabíamos. El tiempo que refluye hasta el presente por medio
de un sabor o de un olor era ya una experiencia nuestra. Quizá la habíamos cla-
sificado como una forma de recuerdo; y en cambio Proust nos invita a explorar
su enigma. Nos dice: míralo bien; no es un recuerdo; es algo mucho más vivo,
más pregnante, más invasor. Al volver, te devuelve a ese tiempo.
Te restituye, ahora, la atmósfera intacta de otro ahora perdido. Por eso la
experiencia del artista difiere en poco, en casi nada, de la de cualquier otra per-
sona. Y uno tiende a decirse que el mundo está lleno de cretinos los días en que
se levanta con el pie izquierdo, es cierto. Pero aún así, descontados los cretinos
(o el cretino a tiempo parcial que todos llevamos dentro), basta escuchar de ver-
dad lo que una persona cualquiera tiene que decir para encontrar en sus pala-
bras las intuiciones de los poetas, la clarividencia de los filósofos, la hondura
sutil de los maestros espirituales.

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Lo difícil, naturalmente, es escuchar de verdad. Sacudir la modorra de la


mirada.
Y en esto último es en donde reside lo excepcional del artista. Hacia dentro,
hacia fuera —según—, un buen artista mira mejor, o más, o de otro modo. Ve el
huertecillo con sus lechugas mustias y en seguida adivina el petróleo debajo.
Tiene, por decirlo así, una mirada fértil que multiplica el pan de lo real y los
peces solubles del sueño. El artista vislumbra dos cosas, diríamos, donde otro
cualquiera sólo vería una.
Dos por el precio de una. Ya... La fórmula parece un reclamo para vender
pastillas de jabón... Y, en cambio, condensa el secreto de todo buen relato. Decir
dos cosas mientras se cuenta sólo una. Dejar latente una intención más amplia,
más profunda, quizá, entre los bastidores de la historia. Un trasfondo escondi-
do, sí; ni tan claro que se haga transparente a una mirada frívola, ni tan oculto
que haya que descifrarlo como una inscripción hitita.
Muy difícil ¿verdad? Ffsssss... Pues tampoco creáis que es para tanto.
Porque, en el fondo, todo estriba en seleccionar bien el material narrativo: en
escrutar el argumento imaginado para ver dónde se esconde la metáfora de
situación.

UNA PROPINA DE SIGNIFICADO


Como sabéis, dedicamos ya un capítulo anterior a la metáfora y, por tratarse
de una figura tan común, no será necesario entrar ahora en una explicación muy
densa. Así, someramente, recordaremos que la metáfora consiste en dar a una
cosa el nombre de otra en virtud de una semejanza que las une.
De este modo, Francisco Umbral escribe...

El río, gran cocodrilo de todo el año, dormía un sueño invernal.

La metáfora consiste aquí en dar al río el apelativo de «cocodrilo» tomando


como base el parecido que hay entre ellos. Los dos, el río y el cocodrilo, son alar-
gados y de color verdoso. Y la imagen juega además con otra semejanza: el río
que se hiela en el invierno y la costumbre de hibernar de algunos reptiles.
De manera que, bien mirado, mirado con mirada de escritor —con ojos de
artista, como antes decíamos—, sí que hay semejanzas, en efecto, entre un río y
un cocodrilo. Podemos llamar «cocodrilo» al río, y de este modo hacemos una
metáfora...

El río, gran cocodrilo de todo el año, dormía un sueño invernal.

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¿Habéis pensado alguna vez qué le añade la metáfora a la escritura? ¿Por qué
nos gusta leer metáforas? Pues el placer viene, según pensamos, de que en toda
buena metáfora hay siempre una riqueza sobrante, una propina de significado,
por decirlo así; de que al contarnos una sola cosa, el escritor nos cuenta dos.
Volvamos, por ejemplo, a ese río/cocodrilo de Francisco Umbral...

El río, gran cocodrilo de todo el año, dormía un sueño invernal.

Lo primero que la frase nos descubre, sí, es que hay semejanzas entre un río
y un cocodrilo... Porque el sentido literal y garbancero de la oración no sería más
que éste:

El río se helaba en invierno.

Pero, a la hora de transmitir la idea, Umbral no se conforma con levantar


acta del hecho —tal como haría un notario—, sino que nos propone, además, que
visualicemos un gran lagarto dormido.
Así, como un inmenso saurio aletargado —nos dice—, era el río en invierno.
Con sólo esto, ya estaría cumpliendo con su deber de escritor, que es ofrecer
dos cosas por el precio de una. Observad, sin embargo, que todavía nos da más.
Nos da un suplemento de emoción.
Porque cuando leemos «El río se helaba en invierno» es que nos quedamos
tan pichis. Nos da igual... Ya se deshelará en primavera.
Saber que el río dichoso se congelaba en el invierno nos deja igual de conge-
lados. Sin embargo —sin embargo—, si a la vez que recibimos este dato se nos
hace imaginar el río como un enorme saurio que duerme... la cosa cambia del
todo. Lo primero, porque percibimos al río como a un ser viviente. Y, después,
porque captamos —es cierto— que el río tiene algo de animal gigantesco, y es un
dios acuático, sinuoso y temible, cuyo sueño nos sobrecoge...

El río, gran cocodrilo de todo el año, dormía un sueño invernal.

Un río que se hiela en invierno es una curiosidad de la orografía.


En cambio, ese río, entrevisto como un saurio que hiberna, es una imagen
atávica y poderosa. Al leerla recobramos el poder visionario de la infancia, la
agudeza del sueño, y algo de la magia que asimilan las cosas por el simple con-
tacto o el parecido.
Convertir unas cosas en otras por arte de magia es el poder de la metáfora. Y,
tal como hemos visto, la operación no es complicada...

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—Se toma el sentido literal:


El río (alargado, sinuoso, verde) se helaba en invierno;

— se busca un objeto semejante:


El saurio (alargado, sinuoso, verde) duerme en el invierno;

—y se elabora la imagen donde se funden ambos:


El río, gran cocodrilo de todo el año, dormía un sueño invernal.

Así que el beneficio final de la metáfora, la propina de significado con que enri-
quece la frase, consiste en lo que podríamos llamar un trasvase de emoción. Ver un
río helado es bonito, curioso... Pero ver a un gigantesco cocodrilo dormido debe
producir, al menos, cierta consternación.
El río —dice Umbral— era un dragón aletargado. Y de este modo, a través de su
metáfora, nos hace imaginar el río helado que él miraba en su infancia con la misma
emoción con que veríamos a un dragón dormido.
Dos cosas en una; dos por el precio de una.

DOBLES SENTIDOS
Con todo lo anterior hemos visto cómo se obtiene una frase metafórica: cómo
opera la metáfora en el nivel de la frase. Y, como decíamos un momento antes, el
secreto de todo buen relato consiste en encontrar su metáfora de situación. Dicho
de otro modo: de lo que se trata, en definitiva, es de aplicar este mismo procedi-
miento —la metáfora— a la elaboración de la propia historia.
Aun así, tampoco quisiéramos presentar como doctrina lo que después de todo es
una opción estética. Hay un montón de espléndidas historias, es cierto, que se las
arreglan muy bien sin este segundo plano de significación que añade la metáfora.
Sin embargo —y por regla general, insistimos— lo que suele distinguir a los
libros de entretenimiento sin más de la literatura es, justamente, la ausencia/pre-
sencia de esta especie de segunda dimensión, y cuando calificamos a una obra de
plana lo más común es que estemos refiriéndonos a su falta de relieve metafórico.
Un texto plano dice lo que dice y cuenta lo que cuenta. Un texto artístico, en
cambio, a la vez que relata su asunto está siempre diciendo otra cosa, señalando
hacia un significado de mayor extensión.
Y hemos querido dedicarle este capítulo a la metáfora de situación porque lo
más frecuente, cuando se empieza a escribir, es no tomar en cuenta la necesidad y
el valor expresivo de este segundo plano añadido a la historia. Pensamos una his-
toria, la contamos, y dejamos la pluma sobre el folio con desparpajo torero...
—¡Ahí queda eso!

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Pues no; no es suficiente todavía. Es preciso volver sobre la trama con la


atención muy alerta, y averiguar —por entre las escenas que hemos contado—
cuáles tienen valor metafórico y cuáles no, cuáles sugieren más de lo que dicen,
qué hacemos para enriquecer el significado de la historia.
Para ilustrar el funcionamiento de la metáfora de situación, vamos a referir-
nos a un relato de Raymond Carver que se titula Conservación y que os trans-
cribiremos al final de este capítulo.
Se trata de un relato no muy extenso, y habla de un matrimonio en el que el
marido acaba de quedarse sin trabajo. Pues bien; un escritor poco atento plan-
tearía la situación directamente: un buen día, el marido llega a casa y le cuenta
a su mujer que le han despedido.
No estaría mal. Y sin embargo Carver, desde el principio, ya está buscando
una situación que signifique algo más. En el inicio del relato, el marido llega a
su casa con una caja de bombones en forma de corazón y una botella de whisky.
No le han despedido un buen día o un día cualquiera. Para nada. Le han despe-
dido el día de los enamorados. De manera que da el regalo a su mujer, y luego,
mientras comen bombones sentados en el salón, le dice:

—Hoy me han despedido. Oye, ¿qué va a ser de nosotros ahora?

Si recordáis la explicación anterior, Umbral unía en una sola imagen un río


helado y un dragón dormido. Carver, ahora, empieza por fundir en una sola
escena, en una única situación, la celebración del día de los enamorados de un
matrimonio y el despido del marido.
Quizá os preguntéis dónde está la semejanza en esta metáfora de situación
que elabora el narrador de Conservación. Bueno... Aquí el procedimiento de
unión, el parentesco entre los dos términos, no se daría por semejanza sino más
bien por antítesis: una persona, al enamorarse, queda incluida en una unidad
más amplia, la de la pareja; mientras que al perder el trabajo es excluida de esa
unidad mayor que representa la empresa. El matrimonio celebra una unión,
diríamos, el mismo día en que lamenta una separación.
Y sin que sea preciso afinar mucho en los análisis, basta con escuchar el
enunciado del comienzo —un marido pierde su trabajo el día de los enamora-
dos— para que ya captemos que esa separación va a tener consecuencias sobre
el amor de la pareja.
Fijaos... El hombre ha perdido algo tan importante precisamente el día de los
enamorados. De modo que, a partir de ese momento —y al darse juntos los dos
hechos— bien podríamos decir: ha perdido su trabajo... pero conserva su matri-

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monio. Y, sin embargo, conservar no es tener. En la idea de conservación — que


da título al cuento— ya está implícito un mientras, una posesión precaria, casi
provisional, diríamos.
Por eso decíamos al principio que para hacer buenas metáforas de situación
no es preciso ser un genio del mundo mundial, como diría Manolito Gafotas.
Lejos de la genialidad, el propio Carver es nada menos que un artesano cuida-
doso. Le imaginamos fácilmente sentado ante su máquina, escribiendo: Un
buen día un hombre pierde su trabajo... Y luego le imaginamos cavilando sobre
la frase... y añadiéndole un pequeño matiz concreto, una segunda dimensión en
la que se hace transparente el relieve de lo metafórico: Un hombre pierde su tra-
bajo el día de los enamorados.
Pues bien, si fuéramos analizando por lo menudo las metáforas de situación
que emplea Carver en este relato el comentario se haría infinito. Naturalmente,
os aconsejamos que lo leáis con atención. Y ahora señalaremos todavía, some-
ramente, algunas otras metáforas de interés a las que vosotros mismos podréis
sumar las que resulten de vuestro propio análisis.
Fijaos, por ejemplo, en que el narrador nos cuenta que esa misma noche —la
del día de San Valentín— el marido «se hizo la cama en el sofá, y allí fue donde
durmió todas las noches desde entonces».
Nuevamente tenemos un hecho, pero no un hecho cualquiera. Tenemos un
hecho, sí, y una metáfora implícita. Con su gesto de excluirse del dormitorio, el
marido rubrica esa pérdida a la que antes nos referíamos: ya no tiene a su mujer,
sino que sólo la conserva; ya no tiene su casa, sino que está en ella ocupando el
lugar de un huésped; porque un huésped —no lo perdáis de vista— es alguien
que está de un modo provisional.
Umbral llamaba al río gran cocodrilo; el marido —con su gesto de instalarse
en el sofá— se da sí mismo el apelativo de huésped.
Umbral convertía al río en un saurio gigantesco. Carver convierte en huésped
al marido, mediante esa metáfora de situación que es ponerle a dormir en el
sofá.
A partir de este momento, la historia de Carver se sigue desarrollando en la
misma línea. El marido se instala en el sofá. No hace nada, no se mueve; lee un
libro absurdo y mira la televisión a todas horas. Ésta es la situación, y así pasan
tres meses hasta que un día la mujer vuelve del trabajo y descubre que el frigo-
rífico se ha estropeado.
Un hecho nuevo, pues, que reactiva una vez más el dinamismo de la historia.
Y, tal como os venimos diciendo, no es preciso ser un genio ni estar en pose-
sión de una experiencia privilegiada para atinar con un argumento así. Carver

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no cuenta, como Dante, una ruta turística por las provincias del Cielo. No tiene,
como Rilke, una intuición personal de la naturaleza angélica. Su relato nos
habla de una pareja con problemas... a la que un día se le estropea el frigorífico.
Si alguien está pensando «a mí nunca se me ocurriría una metáfora como
ésa», que deje de escribir ya mismo. Quizá para el río/cocodrilo de Umbral hay
que tener algo de poeta... Puede ser.
Pero para imaginar que a una pareja se le estropea el frigorífico es seguro que
no hace falta una fantasía visionaria. Si pensáis que sois capaces de inventar un
acontecimiento así, sin duda podréis llegar a ser buenos narradores y narrado-
ras. Es cuestión de trabajo. Y de afición. Y de paciencia. Es cuestión, sobre todo,
de mirar con cuidado la historia que nos proponemos contar. Muy despacito.
Muy atentamente. Éste es el mérito de Carver.

EL FRIGORÍFICO Y LA VIDA
¿Dónde se encuentra el acierto de una metáfora tan simple como la del frigo-
rífico estropeado?
Bueno... Recordemos que a esta altura del relato, el marido lleva ya tres
meses tumbado en el sofá. «Es como si viviese ahí», piensa la esposa. Aunque
tampoco hay, exactamente, un conflicto en la pareja; o al menos el conflicto no
aflora en forma de discusiones.
Sencillamente, él está tumbado; sólo eso. No hace nada. Emplea el tiempo en
mirar la televisión y en simular que lee un libro cuyo título es Misterios del
pasado.
Entonces se estropea el frigorífico, y el narrador describe minuciosamente el
aspecto lastimoso de los alimentos: todo ese aguachirle en que se convierte una
nevera si se deshiela el congelador.
En el frigorífico guardaban, entre otras cosas, unas chuletas de cerdo que ahora
la esposa se propone freír enseguida, antes de que terminen de estropearse.
Observad la escena que sirve como desenlace del cuento... La esposa ha deja-
do las chuletas en la encimera de la cocina, junto a otros alimentos que están
descongelándose. Allí está el marido también, que acaba de levantarse del sofá
y pisa descalzo por el suelo de linóleo. En un momento dado, la mujer observa
que los alimentos están goteando y han formado un charco bajo los pies de su
marido. Así lo describe Carver...

Bajó la cabeza y vio los pies descalzos de su marido.


Miró aquellos pies junto a un charco de agua. Sabía que en la vida volvería a ver algo tan raro.
Pero no sabía qué hacer. Pensó que lo mejor sería pintarse un poco los labios, coger el abrigo y mar-

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charse a la subasta. Pero no podía apartar la vista de aquellos pies de su marido. Dejó el plato en la
mesa y se quedó mirando hasta que los pies salieron de la cocina y volvieron al cuarto de estar.

Ya está. Fin. No hace falta añadir ningún detalle. El marido es incapaz de


apartarse del charco e imaginamos el agua churretosa pringándole los pies. El
frigorífico ha caducado sin más ni más. Como el trabajo del marido, como su
autoestima y su capacidad de iniciativa; como el propio matrimonio. Todo se ha
estropeado de una manera estúpida. Sin un porqué.
De modo que no estamos —pensadlo bien— ante el desarrollo de una rela-
ción humana (la que se daría entre una esposa y su marido) que, en algún
momento, por esta o aquella suma de razones, entra en crisis. Si así fuera, los
dos podrían hablar, podrían explicar lo que les pasa; arreglarlo, quizá, o bien
separarse, si fuera preciso, conociendo su equivocación, procurando extraer de
ese dolor un beneficio de experiencia.
La incomunicación de la pareja es una constante en este relato.
Las relaciones humanas, la intimidad de las personas, el propio destino que
modela su vida, son —vistos desde la mirada de Carver— enteramente semejan-
tes al mecanismo preciso y cazurro que anima a las máquinas. Aquel Destino
ciego que se abatía sobre los héroes de la Tragedia ha cedido su puesto, en el
mundo contemporáneo, al movimiento inerte, fantasmal, de los objetos y los
cachivaches. Una vida puede estropearse igual que un frigorífico. Del mismo
modo absurdo.
¡Plaf!
Y se acabó.
Un río helado es un dragón que duerme, decía Umbral. Una vida humana —
dice Carver— es un frigorífico que hoy funciona y mañana se estropea. Ésta es
la gran metáfora de situación que da cuerpo al relato.
Al contarnos la historia de esa pareja a la que se le estropea el frigorífico,
Carver está transmitiéndonos su percepción de la sociedad contemporánea y del
funcionamiento de las relaciones humanas dentro de ella. Unas relaciones
modeladas a imagen de las cosas. Un mundo, diríamos, que al cifrar el sentido
de la vida en la posesión y el trato con las cosas cosifica la propia vida humana,
hace del hombre y de la mujer cosas entre las cosas.
Nada de esto, obviamente, necesita explicarlo Carver. Si lo explicara no sería
un artista. Sería un filósofo o un crítico de la cultura. De manera que más que
explicarlo lo pone en imágenes.
Lo elabora como metáfora: una vida humana, un matrimonio, es un frigorí-
fico. Y por eso a lo largo del relato sucederán varias cosas importantísimas...

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—Sentiremos la lenta descomposición del marido una vez que se le ha estro-


peado el trabajo;
—percibiremos la propia descomposición del matrimonio cuando el narrador
describa los alimentos que se empapan de agua dentro de la nevera;
—y veremos, por último, al marido —tan inerte como un cachivache roto—,
parado sobre el goteo de esa vida que se echa a perder.

SITUACIÓN Y METÁFORA
Claro que hay otras muchas sutilezas en el relato de Carver, sí; por eso no
deberíais dejar de leerlo con atención.
Como hemos dicho, una vez averiado el frigorífico, el narrador de
Conservación (que mantiene a lo largo del cuento untono más bien distante)
insiste en llamar la atención del lector sobre los alimentos estropeados, sobre
toda la pringue del frigorífico, el inicio de la descomposición y esas minucias tan
asquerositas, en fin, sobre las que no vamos a extendernos ahora. Pero lo cierto
es que dan grima, sin duda.
Hay por todo el relato de Carver salpicaduras de grima, relacionadas con los
efectos de ese frigorífico averiado. Y ésta es, igualmente, la emoción que se tras-
vasa desde la avería del frigorífico hasta la avería del matrimonio. Viendo des-
componerse las vidas que retrata la narración sentimos, sí, la misma grima que
nos produce ese inicio de caducidad de cualquier producto orgánico.
Éste es el efecto de la metáfora de situación. Carver, por decirlo a las bravas,
llama frigorífico al matrimonio de su cuento —como Umbral llamaba cocodrilo
al río—; y describiendo lo que ocurre dentro de ese frigorífico (se ha averiado
definitivamente y todo lo que contiene empieza a descomponerse) nos hace sen-
tir cómo se va deteriorando la intimidad de la pareja.
En la frase de Umbral aparecían juntas una palabra —río— y otra palabra,
que es su metáfora —cocodrilo—.
En el relato de Carver se dan a la vez una situación —el deterioro de una pare-
ja— y otra situación que supone su doble metafóric—el estropicio de un frigorí-
fico averiado—.
De modo y manera que enriquecer un relato —por volver ahora al princi-
pio/principio— consiste en seleccionar con cuidado las acciones que componen
la historia, atendiendo siempre a su valor de sugerencia, de significación, de
doble sentido; buscando —en definitiva— el carácter metafórico de las situacio-
nes descritas.
Dicho lo dicho, esperamos que hayáis visto la importancia tan importante-
mente importantísima de esto que acabamos de contar. Aun si no es así, es segu-

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ro que a poco que trabajéis acabaréis por verla; y que si trabajáis lo suficiente —
es segurísimo— terminaréis haciendo buenas metáforas de situación.
Y aquí tenéis, como despedida, el relato de Carver...

Conservación
El marido de Sandy se había instalado en el sofá desde hacía tres meses,
cuando le despidieron. Aquel día, tres meses atrás, volvió a casa pálido y asus-
tado con todas las cosas del trabajo en una caja.
—Feliz día de San Valentín —le dijo a Sandy.
En la mesa de la cocina puso una caja de bombones en forma de corazón y
una botella de Jim Beam. Se quitó la gorra y la dejó también sobre la mesa.
—Hoy me han despedido. Oye, ¿qué va a ser de nosotros ahora?
Sandy y su marido se sentaron a la mesa, bebieron whisky y comieron bom-
bones. Hablaron de lo que podía hacer él en lugar de poner techos en casas nue-
vas. Pero no se les ocurrió nada.
—Algo saldrá —aseguró Sandy.
Quería animarle. Pero ella también estaba asustada. Finalmente, él dijo que
lo consultaría con la almohada. Y lo hizo. Aquella noche se hizo la cama en el
sofá, y allí fue donde durmió todas las noches desde entonces.
Al día siguiente de su despido había que ocuparse de las prestaciones de la
Seguridad Social. Fue al centro, a la oficina de empleo, a rellenar papeles y bus-
car otro trabajo. Pero no había empleos ni del tipo del suyo, ni de ningún otro
tipo. Empezó a sudar mientras intentaba descubrir a Sandy la multitud de hom-
bres y mujeres apiñados en la oficina. Aquella noche volvió a echarse en el sofá.
Empezó a pasarse allí todo el tiempo, como si, pensaba ella, eso fuese lo que
debía hacer ahora que ya no tenía trabajo. De cuando en cuando iba a hablar con
alguien sobre una posibilidad de empleo, y cada dos semanas firmaba los pape-
les para recibir el subsidio de paro. Pero el resto del tiempo se quedaba en el
sofá. «Es como si viviese ahí», pensaba Sandy. «Vive en el cuarto de estar.»
De vez en cuando hojeaba revistas que ella llevaba a casa de la tienda de
ultramarinos; y muchas veces llegaba y le encontraba mirando el grueso libro
que le habían regalado a ella por inscribirse en un club del libro: una cosa que
se titulaba Misterios del pasado. Sostenía el libro delante de él con las dos
manos y la cabeza inclinada sobre las páginas, como si estuviera inmerso en su
lectura. Pero al cabo del rato observaba ella que no parecía adelantar nada;
seguía por el mismo sitio: alrededor del capítulo segundo, calculaba ella.

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Sandy lo cogió una vez y lo abrió por donde él iba. Leyó algo acerca de un
hombre que habían descubierto al cabo de dos mil años en una turbera de los
Países Bajos. En una página venía una fotografía.
El hombre tenía la frente velluda, pero en su rostro aparecía una expresión
serena. Llevaba un gorro de cuero y yacía de lado. Las manos y los pies estaban
secos, pero, por lo demás, el hombre no tenía un aspecto demasiado horroroso.
Leyó un poco más y luego dejó el libro en el sitio de donde lo había cogido. Su
marido lo dejaba al alcance de la mano, en la mesita que había delante del sofá.
¡El puñetero sofá! Por lo que a ella se refería, no quería ni volver a sentarse en
él. Ni podía imaginar que en el pasado se hubieran tumbado allí para hacer el
amor.
Les llevaban el periódico a casa todos los días. Él lo leía desde la primera
hasta la última página. Sandy le veía leerlo todo, hasta las esquelas y la sección
que indicaba la temperatura de las ciudades importantes, así como las noticias
económicas que hablaban de fusiones y de tasas de interés. Por la mañana se
levantaba antes
que ella y utilizaba el cuarto de baño. Luego encendía la televisión
y hacía café. Ella le encontraba animado y alegre a esa hora del día.
Pero cuando ella se iba a trabajar, él ya se había acomodado en el
sofá y la televisión estaba en marcha. La mayoría de las veces seguía
funcionando cuando ella volvía por la tarde. Él estaba sentado en el
sofá, o tumbado, vestido con la ropa que solía llevar al trabajo: vaqueros
y camisa de franela. Pero a veces la televisión estaba apagada
y él seguía sentado, con el libro en las manos.
—¿Cómo te ha ido? —preguntaba él cuando entraba Sandy.
—Muy bien. ¿Y a ti?
—Muy bien.
Siempre tenía una cafetera caliente para ella. En el cuarto de estar, ella se
sentaba en la butaca grande mientras comentaban las incidencia de la jornada.
Cogían las tazas y bebían café, como gente normal, pensaba Sandy.
Sandy seguía queriéndole, aunque era consciente de que las cosas estaban
tomando un giro extraño. Estaba agradecida por tener trabajo, pero no sabía lo
que iba a pasarles, a ellos o a cualquier otra persona en el mundo. En el trabajo
tenía una amiga a la que confió una vez lo de su marido: lo de quedarse en el
sofá todo el tiempo.
Por lo que fuese, su amiga no pareció considerarlo como algo muy raro, lo
que a la vez sorprendió y deprimió a Sandy. Su amiga le contó lo de su tío de
Tennessee; cuando su tío cumplió los cuarenta, se metió en la cama y no se

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levantó más. Y lloraba mucho, al menos una vez al día. Le dijo a Sandy que tenía
la impresión de que su tío temía hacerse viejo. Suponía que tal vez tuviese miedo
a un ataque al corazón o algo así. Pero aquel hombre ya tenía sesenta y tres años
y seguía respirando. Cuando Sandy oyó eso, se quedó de una pieza. Si aquella
mujer decía la verdad, calculó, el hombre había estado en cama veintitrés años.
El marido de Sandy sólo tenía treinta y uno.
Treinta y uno y veintitrés suman cincuenta y cuatro. Y ella también andaría
entonces por los cincuenta. ¡Dios mío!, nadie puede pasarse en cama o en un
sofá todo lo que le queda de vida. Si su marido estuviese enfermo, o hubiese
resultado herido en un accidente de coche, sería diferente. Eso podía entender-
lo. Si se tratase de algo así, sabía que podría soportarlo. Entonces, si él tuviera
que vivir en el sofá y ella tuviera que darle allí la comida, tal vez hasta llevarle la
cuchara a la boca, eso habría tenido cierto encanto. Pero que su marido, un
hombre joven y además sano, se aficionara al sofá de aquel modo y no quisiera
levantarse salvo para ir al cuarto de baño o encender la televisión por la maña-
na o apagarla por la noche, eso era diferente. Le daba vergüenza; y, excepto por
aquella vez, no habló de ello con nadie. No le dijo nada más al respecto a su
amiga, cuyo tío se había metido en cama hacía veintitrés años y aún seguía allí,
por lo que Sandy sabía.
Un día regresó a casa del trabajo a última hora de la tarde, estacionó el coche
y entró por la puerta de la cocina. Oyó que la televisión estaba en marcha en el
cuarto de estar. La cafetera estaba en el fogón, a fuego lento. Desde donde esta-
ba, con el bolso en la mano, podía mirar al cuarto de estar y ver el respaldo del
sofá y la pantalla de la televisión. Por la pantalla se movían siluetas. Los pies
descalzos de su marido sobresalían por un extremo del sofá. Por el otro, apoya-
da en un cojín atravesado en el brazo del sofá, vio la cabeza.
No se movía. Podía estar o no dormido, y podía o no haberla oído entrar.
Pero decidió que daba lo mismo, de todos modos. Dejó el bolso en la mesa y fue
al frigorífico a coger un yogur. Pero al abrir la puerta, le vino un aire cálido y con
olor a cerrado. No podía creer el desbarajuste que había dentro. El helado que
había en el congelador se había derretido y había caído sobre las porciones de
pescado y la ensalada de col. El helado había caído en la fuente del arroz y for-
maba un charco en la parte inferior de la nevera. Había helado por todas partes.
Abrió la puerta del congelador. Sintió una bocanada de un olor asqueroso que le
dio arcadas. El helado cubría la base del compartimento y se adensaba en torno
a un paquete de kilo de hamburguesas. Presionó el envoltorio de celofán que
cubría la carne, y el dedo se le hundió en el paquete. Las chuletas de cerdo tam-
bién se habían descongelado. Todo estaba descongelado, incluyendo otras por-

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ciones de pescado, un paquete de carne para asar y dos comidas chinas de Chef
Sammy. Igual que las salchichas y la salsa casera de spaguetti. Cerró la puerta
del congelador y sacó de la nevera el cartón de yogur. Levantó la tapa y lo olió.
Entonces fue cuando gritó a su marido.
—¿Qué pasa? —preguntó él, incorporándose y mirando por encima del res-
paldo del sofá—. ¡Eh!, ¿qué ha ocurrido?
Se pasó la mano por el pelo un par de veces. Ella no estaba segura de si
había estado durmiendo todo el tiempo o qué.
—Este puñetero frigorífico se ha estropeado —dijo Sandy—. Eso es lo que
pasa.
Su marido se levantó del sofá y bajó el volumen de la televisión. Luego la
apagó y se dirigió a la cocina.
—Déjame verlo. ¡Oye, es increíble!
—Míralo tú mismo. Todo se ha echado a perder.
Su marido miró en el interior de la nevera y en su rostro apareció una
expresión muy grave. Luego husmeó en el congelador y vio cómo estaban las
cosas.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
Montones de cosas le pasaron a Sandy de pronto por la cabeza, pero no dijo
nada.
—¡Maldita sea! Las desgracias nunca vienen solas. Mira, esta nevera no
puede tener más de diez años. Estaba casi nueva cuando la compramos. Mis
padres tuvieron un frigorífico que les duró veinticinco años. Se lo regalaron a
mi hermano cuando se casó. Funcionaba muy bien. Pero, ¿qué es lo que pasa?
Se puso a mirar por el estrecho espacio que había entre la nevera y la pared.
—No lo entiendo —dijo, meneando la cabeza—. Está enchufado.
Entonces agarró el frigorífico y lo movió de atrás hacia adelante.
Apoyó el hombro contra él y lo retiró unos centímetros. Dentro, algo se cayó
de un estante y se rompió.
—¡Mierda! —exclamó.
Sandy se dio cuenta de que seguía sosteniendo el yogur. Fue al cubo de la
basura, levantó la tapa y lo tiró.
—Tendré que freírlo todo esta noche —dijo.
Se imaginó ante el fogón, friendo la carne, poniendo las cosas en la sartén
y en el horno.
—Necesitamos una nevera nueva —anunció.
Él no contestó. Echó otra mirada al congelador y movió la cabeza de un lado
a otro.

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Sandy pasó por delante de él y empezó a sacar cosas de los estantes y a poner-
las sobre la mesa. Él la ayudó. Sacó la carne del congelador y puso los paquetes
encima de la mesa. Luego sacó lo demás y lo puso también sobre la mesa, en otro
sitio. Después de quitarlo todo, cogió las toallas de papel y la esponja de fregar y
empezó a limpiar el interior de la nevera.
—Nos hemos quedado sin freón —dijo, dejando de limpiar—. Eso es lo que ha
pasado. Ha habido un escape de freón. Ha ocurrido algo y el freón se ha salido. Ya
lo he visto alguna vez en neveras de otra gente.
Ahora estaba tranquilo. Empezó a limpiar otra vez.
—Es el freón —repitió.
Sandy dejó lo que estaba haciendo y le miró.
—Necesitamos otra nevera —insistió.
—Ya lo has dicho. ¿Y de dónde vamos a sacarla? No crecen en los árboles.
—Tenemos que conseguir una. ¿Es que no nos hace falta? A lo mejor, no. A lo
mejor podemos poner los artículos perecederos en la ventana, como siguen
haciendo en las ciudades dormitorio. O si no, podríamos comprar una de esas por-
tátiles e ir por hielo todos los días.
Puso una lechuga y unos tomates sobre la mesa, junto a los paquetes de carne.
Luego se sentó en un taburete y se llevó las manos a la cabeza.
—Vamos a comprar otra nevera —afirmó su marido—. Pues claro. Nos hace
falta una, ¿no? No podemos estar sin frigorífico.
Pero la cuestión es dónde podemos conseguirlo y cuánto estamos en condicio-
nes de pagar. Debe haber millones de aparatos usados en los anuncios de la pren-
sa. Espera, voy a ver qué hay en el periódico. Soy un especialista en anuncios.
Ella se quitó las manos de la cara y le miró.
—Sandy, en el periódico encontraremos una buena nevera de ocasión —prosi-
guió su marido—. La mayoría están hechas para durar toda la vida. Esa nuestra,
por Dios que no sé lo que le ha pasado.
Es la segunda vez en la vida que veo un frigorífico irse a la mierda por las bue-
nas. —Y añadió, mirando de nuevo el frigorífico —: ¡Qué mala suerte!
—Trae el periódico —dijo ella—. A ver qué hay.
—No te preocupes.
Salió de la cocina, fue a la mesita, rebuscó entre el montón de periódicos y vol-
vió con los anuncios por palabras. Ella apartó a un lado los alimentos para que él
pudiera extender las páginas. Él se sentó. Sandy miró al periódico y luego a la
comida descongelada.
—Tengo que freír las chuletas de cerdo esta noche —dijo—. Y las hamburgue-
sas. Y también los filetes y el pescado. Sin olvidar la comida china.

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—Esa mierda de freón —dijo él—. Apesta.


Empezaron a leer los anuncios por palabras. Él seguía con el dedo una
columna y luego otra. Pasó rápidamente por la sección de Ofertas de empleo.
Sandy vio cruces junto a un par de ellas, pero no se fijó en lo que estaba señala-
do. Eso no tenía importancia. Había una columna titulada Material de acampa-
da. Entonces lo encontraron: Electrodomésticos nuevos y usados.
—Aquí —dijo ella, poniendo el dedo en el periódico.
Su marido le retiró el dedo.
—Vamos a ver —dijo.
Ella volvió a poner el dedo donde antes.
—«Frigoríficos, hornillos, ,lavadoras, secadoras», etc. —dijo ella, leyendo los
encabezamientos de los anuncios—. «Subasta pública». ¿Qué es eso? Subasta
pública.
Siguió leyendo.
—«Electrodomésticos a escoger, nuevos y de ocasión, todos los jueves por la
noche.» Subasta a las siete. Es hoy. Hoy es jueves.
La subasta es esta noche. Y ese sitio no queda muy lejos. Está en la calle Pine.
He debido pasar por allí centenares de veces. Y tú también. Ya sabes dónde es.
Al lado de Baskin-Robins.
Su marido no dijo nada. Miraba fijamente el anuncio. Alzó la mano y se tiró
del labio inferior con dos dedos.
—Subasta pública —repitió.
—Vamos. ¿Qué dices?
Te vendrá bien salir, y a lo mejor encontraremos una nevera.
Dos pájaros de un tiro —dijo.
—En la vida he ido a una subasta. Y me parece que ahora no tengo ganas de
ir a una.
—¡Venga! —dijo Sandy—. ¿Qué te pasa? Es divertido. Hace años que no voy
a ninguna, desde que era niña. Iba con mi padre.
De pronto sintió grandes deseos de acudir a la subasta.
—Tu padre.
—Sí, mi padre.
Miró a su marido, esperando qu dijera algo más. Era lo mínimo. Pero no dijo
nada.
—Las subastas son divertidas —insistió.
—Quizás sí, pero no quiero ir.
—También necesito una lámpara para la mesilla de noche —prosiguió
Sandy—. Deben de tener.

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—Mira, necesitamos muchas cosas. Pero yo no tengo trabajo, ¿recuerdas?


—Yo voy a ir a esa subasta —afirmó ella—. Tanto si vienes como si no.
Harías bien en venir. Pero me da igual. Por si quieres saberlo, me tiene sin
cuidado. Pero yo voy.
—Te acompañaré. ¿Quién ha dicho que no iría? La miró y luego apartó la
vista. Cogió el periódico y leyó de nuevo el anuncio.
—No sé nada de subastas. Pero hay que probarlo todo. ¿Sabes de alguien
que haya ido a una subasta a comprar una nevera?
—No. Pero lo haremos de todos modos.
—De acuerdo.
—Bueno —dijo ella—. Pero sólo si te apetece ir de verdad.
Él asintió con la cabeza.
—Será mejor que empiece a guisar. Freiré ahora las chuletas de cerdo y
cenaremos. Lo demás puede esperar. Después lo haré. Al volver de la subas-
ta. Pero hay que darse prisa. El periódico dice que es a las siete en punto.
—A las siete —repitió él.
Se levantó de la mesa y se dirigió al cuarto de estar, donde se puso a mirar
un momento por la ventana. Un coche pasó por la calle.
Se llevó los dedos al labio. Ella le vio sentarse en el sofá y coger el libro. Lo
abrió por el sitio habitual. Pero en seguida lo dejó y se tumbó. Le vio reposar
la cabeza en el cojín colocado en el brazo del sofá. Se lo ajustó debajo de la
cabeza y se puso las manos en la nuca.
Luego se quedó quieto. Poco después le vio poner los brazos a los costados.
Sandy dobló el periódico. Se levantó y fue al cuarto de estar sin hacer
ruido. Miró por encima del respaldo del sofá. Tenía los ojos cerrados. Su
pecho apenas se movía al respirar. Volvió a la cocina y puso una sartén en el
fogón. Lo encendió y puso aceite en la sartén. Empezó a freír chuletas de
cerdo. Había ido a subastas con su padre. Pero casi todas eran de animales de
granja. Creía recordar que su padre siempre intentaba vender o comprar una
ternera. A veces, se subastaba maquinaria agrícola o artículos domésticos.
Pero sobre todo eran de ganado. Después, cuando su padre y su madre se
divorciaron y ella se fue a vivir con su madre, su padre le escribió diciéndole
que echaba de menos su compañía en las subastas. En la última carta que le
envió, cuando ella era adulta y vivía con su marido, le dijo que había compra-
do una preciosidad de coche en una subasta por doscientos dólares. Si ella
hubiera estado allí, le decía, le habría comprado uno. Tres semanas después,
por una llamada de teléfono que recibió en plena noche, se enteró de que
había muerto.

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El coche que había comprado tenía un escape de monóxido de carbono que


se filtraba por el suelo y que le causó un desmayo cuando estaba al volante.
Vivía en el campo. El motor siguió funcionando hasta que se acabó la gasoli-
na. Permaneció varios días en el coche hasta que alguien le encontró.
Empezaba a salir humo de la sartén. Echó más aceite y conectó el extrac-
tor. Hacía veinte años que no iba a una subasta, y ahora se disponía a ir a una
aquella misma noche. Pero antes tenía que freír la carne. Era mala suerte que
se les hubiera estropeado el frigorífico, pero se sorprendió al ver que estaba
impaciente por acudir a la subasta. Empezó a echar de menos a su padre. Y
también a su madre, aunque los dos solían discutir todo el tiempo antes de
que ella conociese a su marido y se casara. De pie ante el fuego, dio vuelta a
las chuletas y sintió la falta de su padre y de su madre.
Sin que desapareciera esa impresión, cogió un paño y quitó la sartén del
fuego. El extractor aspiraba el humo que subía del fogón. Sin dejar la sartén
se acercó a la puerta y miró al cuarto de estar. La sartén seguía humeante y
gotas de grasa y de aceite saltaban por encima del borde. En la penumbra de
la habitación, apenas distinguía la cabeza de su marido y sus pies descalzos.
—Ven —dijo ella—. Ya está listo.
—Muy bien —contestó él.
Le vio levantar la cabeza por encima del brazo del sofá. Volvió a poner la
sartén en el fogón y fue hacia el armario. Cogió dos platos y los colocó en la
repisa. Con la espumadera sacó una chuleta y la puso en un plato. No parecía
carne. Era como un omoplato corroído, o una herramienta para cavar. Pero
ella sabía que era una chuleta de cerdo, y sacó la otra de la sartén y la puso en
el otro plato.
Al cabo de un momento, su marido apareció en la cocina. Miró una vez más
a la nevera, con la puerta abierta. Y luego se fijó en las chuletas de cerdo.
Abrió la boca, pero no dijo nada. Ella esperó a que dijera algo, cualquier cosa,
pero siguió callado. Puso sal y pimienta encima de la mesa.
—Siéntate —dijo, dándole un plato en el que yacían los restos de una chu-
leta de cerdo—. Quiero que te lo comas.
Él cogió el plato. Pero se quedó allí de pie, mirándolo. Entonces, ella se vol-
vió para coger el suyo. Retiró el periódico y colocó los alimentos descongela-
dos en el otro extremo de la mesa.
—Siéntate —repitió a su marido.
Él se pasó el plato de una mano a la otra. Pero permaneció en pie. Fue
entonces cuando ella vio los charquitos de agua sobre la mesa. También lo
oyó. Caía agua de la mesa al suelo de linóleo.

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Bajó la cabeza y vio los pies descalzos de su marido. Miróaquellos pies junto
a un charco de agua. Sabía que en la vida volvería a ver algo tan raro. Pero no
sabía qué hacer. Pensó que lo mejor sería pintarse un poco los labios, coger el
abrigo y marcharse a la subasta.
Pero no podía apartar la vista de los pies de su marido. Dejó el plato en la
mesa y se quedó mirando hasta que los pies salieron de la cocina y volvieron al
cuarto de estar.

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