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En mi colegio había un cura que nos metía la mano. El padre Jaime.

Guardaba las pelotas de


básquetbol, las de vóleibol y los tableros de ajedrez. Si querías jugar en el recreo con alguna de
esas cosas, debías pasar por el despacho del padre, sentarte en sus rodillas y aguantar unos
minutos de incómodas caricias, mientras él te llamaba al oído “mi currinchín”.

Décadas después, cuando los casos de pederastia de la Iglesia aparecieron en la prensa


mundial, descubrí que eso era delito. Pero en mi colegio, ni siquiera era un secreto. Nunca se
lo dije a mis padres porque no pensé que hubiese nada que decir. Si el padre Jaime te llamaba
a su despacho, todos tus compañeros se morían de risa, sabiendo lo que te esperaba. Los otros
curas se disculpaban abochornados por la libido de su colega, que consideraban un síntoma
de demencia senil. Pero nadie lo detuvo, que yo supiera, hasta su muerte.

En cambio, si algún alumno resultaba afeminado, ese sí era torturado por sus compañeros. Le
silbaban al pasar. Se reían de él en las clases de Educación Física. Lo insultaban. Algunos de
los llamados “amanerados” ni siquiera podían salir al patio en el recreo. Esos chicos no hacían
daño a nadie. Ni siquiera podían. En tanto que el padre Jaime, al que nadie fastidiaba, sí era
un notorio abusador sexual. Nos educaban para pensar que gente como él solo quería lo mejor
para nosotros. Precisamente por eso, nos convertían en presas fáciles.

He recordado todo esto al constatar la amabilidad con que el Vaticano trata al


pederasta Luis Figari. Hasta la congregación de vida cristiana que él fundó, el Sodalicio, ha
acusado a Figari y su cúpula de agresión sexual contra al menos 19 menores y 10 mayores, y
ha prometido llevar sus investigaciones al Ministerio Público para las correspondientes
acciones penales. Periodistas como Pedro Salinas y Paola Ugaz han documentado más abusos
y exigen más culpables.

Contra toda esa evidencia, el pronunciamiento vaticano suaviza los cargos con la excusa de
que las víctimas eran mayores de 16 años y que no hubo violencia. Claro que no la hubo, porque
no hacía falta. Esos menores de edad confiaban en sus guías espirituales, que aprovecharon su
poder para abusar de ellos. Con el mismo argumento, serían aceptables las violaciones de
padres a hijas, que se realizan con caricias y en la paz del hogar. Desvergonzadamente,
el Vaticano culpa a las víctimas por las acciones de los delincuentes.

Mientras tanto, el pasado sábado, colectivos LGTB convocaron a una Besatón en el Centro de
Lima: una manifestación donde la gente simplemente se besa voluntaria y públicamente. Los
participantes del evento, a diferencia de Figari, sí fueron contenidos por la policía, que cerró
la Plaza de Armas un sábado por la tarde, apostando guardias y destacando incluso un vehículo
antidisturbios de agua a presión. Al parecer, un beso es más peligroso que un coctel molotov.
O quizá, justo ese día, no había nadie robando nada ni usando armas en toda la ciudad.

El Vaticano y la policía responden al mismo prejuicio que predominaba en mi colegio hace


treinta años: el de considerar peligrosos a los diferentes, no a los criminales. Ese prejuicio
premia los abusos a oscuras y penaliza las conductas transparentes. Por tanto, beneficia a los
violadores y multiplica las víctimas. A todos los padres de familia debería preocuparnos un
error tan suicida. Especialmente a quienes repiten el lema “con mis hijos no te metas”, que
pueden acabar convertidos en los mayores saboteadores de su propia causa.

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