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En cambio, si algún alumno resultaba afeminado, ese sí era torturado por sus compañeros. Le
silbaban al pasar. Se reían de él en las clases de Educación Física. Lo insultaban. Algunos de
los llamados “amanerados” ni siquiera podían salir al patio en el recreo. Esos chicos no hacían
daño a nadie. Ni siquiera podían. En tanto que el padre Jaime, al que nadie fastidiaba, sí era
un notorio abusador sexual. Nos educaban para pensar que gente como él solo quería lo mejor
para nosotros. Precisamente por eso, nos convertían en presas fáciles.
Contra toda esa evidencia, el pronunciamiento vaticano suaviza los cargos con la excusa de
que las víctimas eran mayores de 16 años y que no hubo violencia. Claro que no la hubo, porque
no hacía falta. Esos menores de edad confiaban en sus guías espirituales, que aprovecharon su
poder para abusar de ellos. Con el mismo argumento, serían aceptables las violaciones de
padres a hijas, que se realizan con caricias y en la paz del hogar. Desvergonzadamente,
el Vaticano culpa a las víctimas por las acciones de los delincuentes.
Mientras tanto, el pasado sábado, colectivos LGTB convocaron a una Besatón en el Centro de
Lima: una manifestación donde la gente simplemente se besa voluntaria y públicamente. Los
participantes del evento, a diferencia de Figari, sí fueron contenidos por la policía, que cerró
la Plaza de Armas un sábado por la tarde, apostando guardias y destacando incluso un vehículo
antidisturbios de agua a presión. Al parecer, un beso es más peligroso que un coctel molotov.
O quizá, justo ese día, no había nadie robando nada ni usando armas en toda la ciudad.