Escolar Documentos
Profissional Documentos
Cultura Documentos
Benjamin
barditi@unam.mx
El trabajo de muchos de nosotros nunca hubiera sido igual sin la influencia intelectual
de Ernesto Laclau, uno de los pensadores políticos más lúcidos de su generación. Es
difícil no dejarse cautivar por su prosa —los giros de lenguaje, la elegancia de su
coreografía conceptual, el uso frecuente de ejemplos o la facilidad con la que ensambla
sus argumentos nutriéndose del trabajo de filósofos, lingüistas, psicoanalistas e
historiadores. Tiene un talento especial para atraer a sus críticos a su terreno conceptual
e interpretar los argumentos de éstos a través de los lentes de su propia terminología.
Cuando esto no es una opción viable, muestra una habilidad igualmente notable para
debilitar o desechar las críticas con respuestas que parecen tener la fuerza de silogismos.
En esto Laclau sigue los pasos de Louis Althusser, un pensador que también se movía a
sus anchas en el terreno de la intertextualidad y siempre buscó presentar sus argumentos
de manera clara y persuasiva, como si fueran conclusiones evidentes por sí mismas.
Althusser no es ningún extraño para él dado que sus teorías están presentes en su primer
libro de ensayos, Política e ideología en la teoría marxista. Laclau abandonó
gradualmente las tesis acerca de la autonomía relativa de las superestructuras y de la
determinación en última instancia por la economía en los escritos que fueron abonando
el terreno para Hegemonía y estrategia socialista. Lo que aún resuena en ese libro así
como en Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo y en su más reciente
La razón populista es el talento de Althusser para imprimirle a su discurso la discreta
elegancia de un razonamiento que no parece dejar hilos sueltos.
Laclau desarrolla esta teoría en seis pasos que valen para cualquiera de las dos
etapas o tonalidades de su argumento. La secuencia es como sigue: (1) cuando
demandas sociales no pueden ser absorbidas diferencialmente por los canales
institucionales ellas (2) se convierten en demandas insatisfechas que entran en una
relación de solidaridad o equivalencia entre sí y (3) cristalizan alrededor de símbolos
comunes que (4) pueden ser capitalizados por líderes que interpelen a las masas
frustradas y por lo tanto comienzan a encarnar un proceso de identificación popular que
(5) construye al “pueblo” como un actor colectivo para confrontar el régimen existente
con el propósito de (6) demandar el cambio de éste. Se trata de una narrativa gobernada
por la tesis de que la política-como-populismo divide el escenario social en dos campos
y produce una frontera o relación antagónica entre ambos, y también por referencias
continuas a significantes flotantes, la idea de carencia o falta constitutiva prestada del
psicoanálisis, la heterogeneidad, la distinción entre nombrar y conceptos y la primacía
de la representación.
La noción de “demanda”, o, más precisamente, de demanda social, opera como
la unidad mínima de su análisis. El término significa una petición y un reclamo y el
tránsito de aquella a éste constituye una de las características definitorias del populismo
(RP, 98). Laclau luego distingue entre demandas intra- y antisistémicas, esto es, entre
demandas que pueden ser acomodadas dentro del orden existente y demandas que
representan un desafío a éste. A las primeras las denomina demandas democráticas y se
satisfacen cuando son absorbidas y posicionadas como diferencias dentro del orden
institucional. Las antisistémicas, en cambio, son demandas populares o demandas que
permanecen insatisfechas. Estas últimas son el embrión del populismo pues es a partir
de ellas que se puede empezar a constituir el “pueblo” que confrontará al estatus quo
(RP, 99, 161). La operación clave en este proceso es la convergencia de múltiples
demandas sociales en una cadena de equivalencias y la consecuente división de la
sociedad en dos campos antagónicos. La identidad general que resulta de esta operación
no anula la naturaleza diferencial de las demandas e identidades que se articulan entre sí
en el campo popular. Es más bien su denominador común. Esta identidad general o
supraordinal se empalma con la propuesta de Gramsci acerca de la hegemonía: a
diferencia de una alianza política circunstancial, que deja intacta la identidad de las
fuerzas que intervienen en ella, la hegemonía modifica la identidad de las fuerzas
intervinientes a través de valores e ideas compartidas que les permiten configurar un
bloque histórico.
Antes de decir algo más acerca de la parte que se presenta a sí misma como la
encarnación de la comunidad quiero referirme al papel del líder en esta teoría del
populismo. Laclau lo concibe casi como una derivación lógica de su discusión sobre el
nombrar y la singularidad. Su punto de partida son las situaciones en que el sistema
institucional experimenta sacudidas que le impiden desempeñar la tarea de mantener
unida la sociedad. Cuando esto sucede, “el nombre se convierte en el fundamento de la
cosa”, a lo que añade que “Un conjunto de elementos heterogéneos mantenidos
equivalencialmente unidos sólo mediante un nombre es, sin embargo, necesariamente
una singularidad” (RP, 130). Este es el preludio de una secuencia argumentativa que
nos lleva de la equivalencia al nombre del líder. En palabras de Laclau, “la lógica de la
equivalencia conduce a la singularidad, y ésta a la identificación de la unidad del grupo
con el nombre del líder” (RP, 130). No se está refiriendo a personas realmente
existentes sino al nombre del líder como función estructural, al líder como un
significante vacío o puro de la unidad. Pero rápidamente pasa del nombre y la
singularidad a los individuos de carne y hueso al invocar a dos iconos del canon
occidental. Primero se remite a Hobbes, para quien sólo un individuo puede encarnar la
naturaleza indivisible de la soberanía, y luego a Freud, señalando que “la unificación
simbólica del grupo en torno a la individualidad —y aquí estamos con Freud— es
inherente a la formación de un pueblo” (RP, 130). No me parece muy convincente que
se apele al argumento de autoridad —en este caso, lo dicho por dos conocidos
pensadores— para demostrar que el individuo representa la unidad del pueblo. Lo que si
está claro es que Laclau deriva un corolario importante de esto, a saber, que sin un líder
no puede haber “pueblo” y por lo tanto tampoco puede haber política.
El fuerte apego al líder —que realmente indica el apego a un líder fuerte— sigue
siendo problemático incluso si uno es reacio a reivindicar la multitud. El líder puede ser
presentado como un significante vacío, pero también es una persona. Por lo mismo, se
debe contemplar el posible reverso del argumento acerca de “la unificación simbólica
del grupo en torno a la individualidad”. Laclau no lo hace pues su análisis se centra en
la mecánica a través de la cual la política-como-populismo genera cohesión en función
de la individualidad. No aborda el conocido argumento de que seguir a un líder
fácilmente se transmuta en un culto a la personalidad. Dicho de otro modo, no confronta
las objeciones de quienes ven en la forma populista de la unificación del pueblo rasgos
tan poco edificantes como la pretendida infalibilidad del líder, su condición de estar más
allá del bien y del mal, su rol como árbitro indiscutible en las disputas entre las
diferentes facciones, la percepción de que cualquier desafío al líder es una traición o la
tendencia a suprimir el disenso en el nombre de la unidad del pueblo. Esto debilita el
presunto empoderamiento populista de los “de abajo”, o cuando menos puede generar
un empoderamiento espurio cuando termina sometiendo al pueblo a los dictados de un
líder.
Algunos dirán que estas objeciones pueden ser desechadas pues se aplican a
encarnaciones conservadoras o autoritarias del populismo, pero esa es una manera
demasiado fácil de exorcizar la sombra proyectada por una forma de unidad que se basa
en individuos. Esta sombra hace difícil pensar que la política-como-populismo puede
realmente generar “formas de democracia fuera del marco simbólico liberal” (RP, 211)
o por lo menos siembran la duda acerca de si estas formas de democracia pueden llegar
a ser preferibles a la liberal.
Puede parecer injusto derivar esta conclusión de una sola observación, pero
Laclau plantea lo mismo en otro escrito. Dice: “Si el populismo consiste en la
postulación de una alternativa radical dentro del espacio comunitario, una elección en la
encrucijada de la cual depende el futuro de una determinada sociedad, ¿no se convierte
el populismo en sinónimo de la política? La respuesta solo puede ser afirmativa”.[12]
Dada esta sinonimia, hay que preguntarse por qué se necesita dos nombres, populismo y
política, para describir el mismo tipo de fenómeno —fundamentalmente la construcción
del “pueblo”— o por qué Laclau escoge La razón populista como título de su libro si el
tema de estudio es la razón política o, por lo menos, la razón que opera en las variantes
radicales de la política.
En RP hay incluso una tercera posibilidad, una que construye el nexo entre
hegemonía y populismo como una relación entre género y especie a través de la
catacresis. Entendida como “un desplazamiento retórico [que ocurre] siempre que un
término literal es sustituido por uno figurativo” (RP, 95), la catacresis es una manera de
nombrar una plenitud ausente —en este caso, la plenitud de la comunidad. Esta ausencia
no es una deficiencia empírica sino una falta o carencia constitutiva en el sentido
lacaniano de un “vacío del ser” o un “ser deficiente” (RP, 145, 148) que es
experimentado, por ejemplo, cuando una demanda permanece insatisfecha (RP 112-
113). La falta y la catacresis operan como dos aspectos de un mismo argumento. Si la
catacresis describe “un bloqueo constitutivo del lenguaje que requiere nombrar algo que
es esencialmente innombrable como condición de su propio funcionamiento” (RP, 96),
entonces la hegemonía es una operación esencialmente catacrésica porque consiste en la
“operación por la que una particularidad asume una significación universal
inconmensurable” (RP, 95). La identidad hegemónica resultante de esta operación será
del orden de un significante vacío porque la particularidad en cuestión busca encarnar la
totalidad/universalidad que es, en última instancia, un objeto imposible. De ahí la
fórmula paradójica que propone Laclau: la plenitud es inalcanzable y a la vez necesaria
(RP, 95). En el caso de la falta Laclau invoca la caracterización del objet petit a que
propone Joan Copjec: es aquel que eleva el objeto externo del deseo a la dignidad de la
Cosa.[13]
Laclau describe el discurso institucionalista como “aquel que intenta hacer coincidir los
límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad” (RP, 107). Lo
institucional es lo dado, aquello que funciona como el lugar y objeto de las pulsiones
disruptivas de los desafíos populistas. En el populismo una parte busca identificarse con
el todo: es la plebs que se presenta a sí misma como el único populus legítimo y con ello
desestabiliza la supuesta coincidencia entre formación discursiva y comunidad que
caracteriza al discurso institucionalista. Este efecto desestabilizador parece confirmar el
rol constitutivo de lo político, pero, ¿es esto lo que ocurre realmente en su manera de
concebir el populismo?
Una comparación con Rancière puede ser ilustrativa. Para este autor la acción
política o, más precisamente, la subjetivación política, consiste en nombrar un sujeto
para revelar un daño y crear una comunidad en torno a una disputa particular. La parte
de los que no tienen parte busca demostrar que la comunidad no existe porque no todos
son contados como partes de ésta. Por eso la política inscribe al disenso en el espacio de
lo dado: la parte de los sin parte busca mostrar la presencia de dos mundos en uno y
modificar la partición de lo sensible u orden existente.[14] La política es la práctica del
disenso y lo único que requiere es un modo de subjetivación, esto es, “la producción
mediante una serie de actos de una instancia y una capacidad de enunciación que no
eran identificables en el campo de experiencia dado, cuya identificación, por lo tanto,
corre pareja con la nueva representación del campo de experiencia”.[15] La de- y re-
estructuración del campo de experiencia ocurre a través de la subjetivación política
independientemente de si ese campo ha experimentado una sacudida previamente.
Este argumento reaparece cuando Laclau afirma que “cierto de grado de crisis de
la antigua estructura es necesaria como precondición del populismo” (RP, 222) y,
contrario sensu, cuando alega que “cuando tenemos una sociedad altamente
institucionalizada, las lógicas equivalenciales tienen menos terreno para operar y, como
resultado, la retórica populista se convierte en una mercancía carente de toda
profundidad hegemónica” (RP, 238). Por eso dice que la lógica de la equivalencia no
puede prosperar y el populismo no puede ir más allá de una “demagogia trivial” (RP,
238) a menos que haya algún tipo de des-institucionalización que perturbe al antiguo
orden. Las coyunturas críticas brindan oportunidades para impulsar una relación de
equivalencia entre las demandas insatisfechas y por lo tanto para que florezca el
populismo.
En segundo lugar, cuando Laclau discute las demandas sociales dice que “la
unificación de estas diversas demandas —cuya equivalencia, hasta ese punto, no había
ido más allá de un vago sentimiento de solidaridad— en un sistema estable de
significación (RP, 99) es una de las precondiciones estructurales para el populismo. Lo
plantea de nuevo al hablar de “la consolidación de la cadena equivalencial mediante la
construcción de una identidad popular que es cualitativamente algo más que la simple
suma de los lazos equivalenciales” (RP, 102).
A primera vista esto parece ser consistente con el proceso de constitución del
“yo” en el psicoanálisis lacaniano. El funcionamiento simultáneo de mecanismos de
reconocimiento y desconocimiento característicos de la identificación narcisista (que es
propia de lo que Lacan llamaba el registro de lo Imaginaria que se diferencia de los
registros Simbólico y Real) precipitará la formación de “yo” y sus efectos serán
repetidos mucho después de que tengamos acceso al lenguaje, y por ende, a lo
Simbólico. Reconocimiento y desconocimiento operan en tándem, como cuando
mostramos fotografías tomadas durante vacaciones y decimos: “Ése soy yo tendido en
una hamaca”, lo cual funciona sólo si ignoramos el hecho de que no soy yo tendido en
una hamaca sino una representación de mí tendido en ella. Para Lacan no hay un afuera
de este doble mecanismo de reconocimiento y desconocimiento: todos estamos
inmersos en él, trátese del pueblo como de los líderes. Pero en la narrativa del
populismo que nos propone Laclau hay una escisión. Por un lado tenemos algo análogo
a lo que Lacan y luego Jacques-Alain Miller denominan un Sujeto supuesto Saber, a
quien investimos con la presunción del saber. En el caso que nos concierne, se trata de
un sujeto —sea el intelectual o el dirigente— que no desconoce nada pues sabe cuál es
la chance real de que la sociedad futura sea efectivamente una sociedad plena,
reconciliada. Por el otro lado están las masas, que se embarcan en un proyecto de
plenitud que es presentado como espacio de inscripción de toda demanda social y como
escenario donde esas demandas realmente serán satisfechas.[20]
Lo que está en juego aquí no es si la plenitud es verdadera o no, pues Laclau
tiene razón cuando la describe como un mito. Más bien estoy cuestionando el
instrumentalismo que se filtra en su teoría de la política-como-populismo. Las masas
creen en un sueño de plenitud y los líderes, que entienden las cosas como son, no hacen
nada para cuestionar esa creencia porque ella les resulta útil. Esta concepción de la
política como proceso que ocurre en dos niveles cognitivos diferenciados y asimétricos,
el de líderes e intelectuales que entienden las cosas y el de mas masas que creen en la
promesa de plenitud, brinda algo de sustento a los argumentos de quienes siempre
criticaron el verticalismo de la política populista, una conducida por líderes sin
escrúpulos para impulsar su propia agenda.
Referencias bibliográficas
Beasley-Murray, Jon, “On Populist Reason and Populism as the Mirror of Democracy”,
Contemporary Political Theory, Vol. 5, No. 3, 2006, pp. 362-367.
Deleuze, Gilles, y Felix Guattari, A Thousand Plateaus, Londres, The Athlone Press,
1988.
Laclau, Ernesto, “Populismo: ¿qué nos dice un nombre?”, en Francisco Panizza (ed.), El
populismo como espejo de la democracia, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2009, pp. 51-70.
Laclau, Ernesto, “Por qué construir un pueblo es la tarea principal de la política radical”
Cuadernos del CENDES, Vol. 23, No. 62, Caracas, mayo-agosto, 2006, pp. 1-36
Ernesto Laclau, “La deriva populista y la centroizquierda latinoamericana”, Nueva
Sociedad, No. 205, 2006, pp. 56-61.
Rancière, Jacques, “Diez tesis sobre la política”, en Iván Trujillo (ed.) y María Emilia
Tijoux (trad.), Política, policía, democracia, Santiago, LOM Ediciones, 2006, pp. 59-
79.
Žižek, Slavoj, “Against the Populist Temptation”, Critical Inquiry, No, 32, 2006, pp.
551-574.
Notas
[1] Trabajo publicado originalmente en la revista Constellations, Vol. 17, No. 2, 2010, pp. 488-497.
[2] Ernesto Laclau, La razón populista, México, Fondo de Cultura Económica, 2005.
[3] Jaques Rancière, “Política, identificación y subjetivación”, en Benjamin Arditi (ed.), El reverso de la
diferencia. Identidad y política, Caracas, Nueva Sociedad, 2000, p. 149.
[6] Gilles Deleuze y Felix Guattari, A Thousand Plateaus, Londres, The Athlone Press, 1988, pp. 17-21.
[10] Ernesto Laclau, “La deriva populista y la centroizquierda latinoamericana”, Nueva Sociedad, No.
205, 2006, p. 57.
[12] Ernesto Laclau, “Populismo: ¿qué nos dice un nombre?”, en Francisco Panizza (ed.), El populismo
como espejo de la democracia, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009, pp. 68-69.
[13]Laclau, La razón populista, pp. 147, 152-153; también en Ernesto Laclau, “Por qué
construir un pueblo es la tarea principal de la política radical” Cuadernos del CENDES,
Vol. 23, No. 62, Caracas, mayo-agosto 2006, p. 27.
[14] Rancière, “Diez Tesis sobre la política”, op. cit., pp. 71-74.
[16] Laclau, “Por qué construir un pueblo es la tarea principal de la política radical”, op.
cit., p. 20.
[18] Slavoj Žižek, “Against the Populist Temptation”, Critical Inquiry, No. 32, 2006, p. 553.
[19]Este último punto me fue sugerido por Guillermo Pereyra en una conversación
sobre la multitud y el “pueblo” del populismo. Una posible respuesta de Laclau a esta
convergencia entre multitud y equivalencia es que en el caso de la multitud la
negatividad está ausente, cosa que no ocurre en las cadenas de equivalencia que
engendran un antagonismo que separa a un nosotros de un ellos.
[20] Bowman plantea una objeción similar respecto de la afirmación de Laclau de que toda identidad u
objetividad es necesariamente incompleta. Si el “cierre” o la plenitud de un objeto cualquiera es una
respuesta a la demanda por una intervención política decisiva y, a su vez, si esa intervención está
condenada a acercarse a su meta más nunca alcanzarla, llama la atención que Laclau diga que lo político y
la hegemonía están “perfectamente teorizados en mi trabajo”. Para Bowman esto es inconsistente. Dice
que Laclau no puede plantear la imposibildad estructural de alcanzar la plenitud identitaria —resultante
de la carencia o falta constitutiva— y luego eximir a su propia teoría de esa condición de plenitud
imposible. Ver Paul Bowman, Post-Marxism versus Cultural Studies, Edimburgo, Edinburgh University
Press, 2007, pp. 108-117.