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EN COMUNIÓN CON LA IGLESIA

Leticia Soberón Mainero

¿Por qué nosotras como Colegiata creemos que es importante la comunión con
la Iglesia? El Padre Rubio, que fundó esta Colegiata, nos impulsó a ello
específicamente. ¿Por qué? Pues porque esta tarea de la teología encarnada,
vivida desde la propia existencia, desde la soledad y el silencio, desde la
humildad de la verdad, y atenta al momento histórico actual, no puede hacerse
en solitario. Un individuo solo podría perderse en la autorreferencialidad o en los
vericuetos de las modas ideológicas del momento. Por eso tiene que hacerse en
comunión con la Iglesia nuestra Madre, y con otras personas que van caminando
en el mismo sendero. Es un descubrir juntas el soplo del Espíritu Santo en la
propia vida, en el tiempo que vivimos, en las personas a nuestro alrededor.

La pregunta de esta Mesa redonda, tan hermosa y sugerente es: ¿Dónde


empieza el Cielo? Nuestra respuesta como ustedes ya ven, es “empieza aquí y
ahora”. Y empieza aquí, porque Cristo nos abrió esta posibilidad. Él es el
Camino, la Verdad y la Vida.

Si nos preguntaran qué nos parece que caracteriza el Cielo, ¿qué diríamos?
Seguramente tenemos unas ideas “de cartón” o de estampita sobre el Cielo.
Nubes, luz, ángeles con arpas… Vayamos más al fondo de esta realidad
sobrenatural que se nos regala como un don. El Cielo es sumergirse en el Amor
infinito de Dios. Allí donde está Dios, es el Cielo. Es una fiesta, un banquete
donde se llega a la plenitud de la alegría y el gozo, a causa de la íntima unidad
con Dios y entre nosotros. Podríamos decir que el núcleo fundamental de esa
vivencia de Cielo, es la comunión de las personas que participan del Amor
de Dios.

Pues precisamente eso es lo que Cristo ha hecho posible en la historia, aunque


sea en semilla. La Iglesia es el signo visible de ese Reino donde se cumple la
voluntad de Dios, que es que nos amemos. Esto significa que cada uno de
nosotros, ya aquí y ahora, unido a Cristo, podemos vivir ese misterio. Podemos
tener un solo corazón, una sola voluntad con Él, y así, unidos al Padre y al
Espíritu Santo, nos llenamos de paz y de alegría. Pero no solos. Eso crea un
vínculo único entre nosotros, que responde a la oración de Jesús en la última
Cena: “Padre, que todos sean uno como Tú y yo somos uno” (Jn 17, 20-26), y
nos invita a amarnos así para que el mundo crea.

Esta Colegiata vive ya y quiere seguir viviendo esa comunión que nos alcanza
por medio de nuestra Madre la Iglesia. Un gran misterio, un regalo inmenso en
que participamos de la vida y el Amor de la Trinidad.

Decía el Papa Juan Pablo II en sus Catequesis de los miércoles: “Las personas
se convierten en imagen de Dios, no tanto en el momento de su soledad, cuanto
en el momento de la comunión. De esta manera se entiende el concepto trinitario
de la imagen de Dios” (14 nov. 1979).
Entremos un poco más en este hermosísimo misterio para paladearlo,
contemplarlo. (Como ustedes saben, los misterios de Dios no son para ser
entendidos o racionalizados, sino para ser contemplados, y en esa
contemplación transformarnos participando de ellos por amor).

1. El Cielo empieza aquí


Quisiera evocar ahora a aquel joven rico mencionado por Marcos (Mc 10, 17-
30). Era un muchacho bien intencionado y observante de la ley que quería ganar
la vida eterna después de su muerte. Así que el joven va y le pregunta a Jesús
cómo alcanzarla. Él le responde lo que sabían ya los judíos por su doctrina:
cumplir los mandamientos de la Ley de Moisés le abriría las puertas de la vida
eterna. El chico aseguró que ya los cumplía desde su infancia. ¿Qué le faltaba?
Jesús mira con amor a ese joven vehemente y le dice: “Si quieres ser perfecto,
vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; luego ven y sígueme”. En otras
palabras, “vente conmigo y empieza a vivir ya aquí esa vida eterna que anhelas”.
Jesús es el inicio del Reino de Dios en este mundo. Él trae la libertad, la justicia,
la salud, la auténtica amistad, la alegría. Sólo que para entrar en ese Reino hay
que nacer de nuevo. Dejar atrás los fardos que cargamos inútilmente y nos
impiden volar. El joven en ese momento no se sintió capaz de dejar atrás su vida
de comodidades (no sabemos si más adelante se convirtió en discípulo de
Jesús). Pero todos los bautizados, tenemos ese regalo ya de entrada, sólo hay
que aprender a desarrollarlo.

2. El regalo de la comunión
Vamos a paladear juntos un poco más sobre este misterio que nos llega a partir
de la muerte y resurrección de Cristo, y por el don del Espíritu en Pentecostés.
Nosotros lo recibimos por el bautismo. Teniendo en el corazón al Espíritu de
Dios, todos nosotros tenemos ya las primicias de esa Vida eterna que se nos
ofrece en plenitud después de la muerte, pero inicia ya aquí y ahora. ¿Y qué
significa eso? Que no estamos condenados a vivir peleando, en rivalidades, en
desprecios, en batallas agotadoras. No. ¡Podemos vivir en comunión! Hemos
recibido el regalo de poder compartir la unidad interior de la Trinidad. Es un
portento que pocas veces gustamos y paladeamos.
Todos tenemos sed de amistad verdadera, de unidad con otros, de vivir en paz
y alegría. Pues todo eso y mucho más es posible por Cristo, con Él y en Él. Es
una vivencia mucho más profunda que el mero tener conocidos o amistades
superficiales. La unidad de las personas que se abren al Espíritu Santo es la más
duradera y robusta que pueda existir.

Tres condiciones para la comunión


La primera: tiene que ser vivida libremente. A las personas que aún viven
esclavas de algo o de alguien, primero hay que ayudarlas a ser libres, pues de
otro modo no disponen de sí mismas para entregar su vida. Por eso es tan
importante liberarnos y luchar por la libertad de los demás respecto a adicciones,
servidumbres, vicios, relaciones enfermizas. Jesús nos libera de todo esto para
poder dar el siguiente paso.
La segunda: la comunión debe estar basada en el amor. La unidad sin amor se
vuelve seca y árida. La comunión de las personas tiene que participar del Amor
que le da origen. Es una unidad entre personas que se basa en el afecto, el
aprecio y la acogida de los demás tal como son.
La tercera: tiene que desarrollarse en la ultimidad: todos servidores los unos de
los otros; nadie luchando para ejercer un dominio sobre los demás. Cuando los
discípulos discutían sobre quién era el primero de todos, Jesús los regaña y les
dice: “Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los
oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros,
que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea
vuestro esclavo.
Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su
vida en rescate por muchos” (Mt 20, 17-28).
Nosotros como discípulos que viven después de Pentecostés, hemos aprendido
la lección. Cada uno, cada una con sus ministerios y sus carismas propios, pero
todos al servicio del Reino y al estilo de Jesús, que lavó los pies de sus
discípulos.

Este camino obviamente requiere conversión. No se puede estar


contemporizando con los criterios del mundo: las luchas de poder, las
rivalidades, las envidias. Todo esto debemos dejarlo atrás para formar parte de
ese Reino inaugurado por Cristo.

Nosotras como Colegiata queremos realizar lo que la Instrucción Donum Veritatis


(de la Congregación para la Doctrina de la Fe) señala de manera hermosa: “…la
búsqueda creyente de la comprensión de la fe es decir, la teología, constituye
una exigencia a la cual la Iglesia no puede renunciar”. (Donum Veritatis, 1)
(…) El teólogo tiene la función especial de lograr, en comunión con el Magisterio,
una comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios contenida en la
Escritura, inspirada y transmitida por la tradición viva de la iglesia.

El documento entiende la vocación de los teólogos como muy importante en la


Iglesia, al servicio del pueblo de Dios. Por lo tanto, sólo se puede profundizar en
la vivencia y la comprensión de la fe, desde una honda y verdadera comunión
con esa Iglesia. Esa Iglesia hoy llagada y que afronta sus pecados, pero que
sigue siendo también santa porque está habitada por el Espíritu Santo, a la que
amamos y a la que queremos dar muchos hijos (que son siempre de Dios). Esa
comunión en el quehacer teológico, que sirve para dar cuenta de nuestra
esperanza a aquéllos que nos lo pidan. (cf. 1 P 3, 15),

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