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El discurso de la ciudadanía: mitos y realidades

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Efrén Rivera Ramos

Me propongo ilustrar con algunos ejemplos cómo el discurso de la ciudadanía


estadounidense en Puerto Rico ha estado repleto de distorsiones, equívocos, ilusiones y
aberraciones. Ha sido, en este sentido, un discurso plenamente ideológico que ha desafiado
incluso las aclaraciones que ha procurado hacer la metrópolis cuando ha necesitado
ponerle freno a ese discurso para que no se desboque.
Titulo esta ponencia* El discurso de la ciudadanía: mitos y realidades. He utilizado el término
“mito” en una de las acepciones aceptadas por la Real Academia Española: persona o cosa a
la que se atribuyen cualidades o excelencias que no tiene.

En marzo de 1917 el Congreso de los Estados Unidos extendió la ciudadanía


estadounidense a los residentes de Puerto Rico por virtud de la Ley Jones. Legislación
subsiguiente estableció finalmente que ostentarían esa ciudadanía todas las personas
nacidas en Puerto Rico. Esa decisión del 1917, que considero la más importante que los
Estados Unidos ha tomado sobre Puerto Rico desde su adquisición en 1898, suscitó
esperanzas e ilusiones dentro de un sector considerable del pueblo puertorriqueño. Se
pensó, por ejemplo, que Estados Unidos se aprestaba a terminar con la relación colonial en
Puerto Rico e, incluso, que éste se encaminaba a convertirse en otro estado de la Unión. Ese
fue uno de los primeros mitos que comenzaron a tomar forma en el imaginario isleño, con
lejano asiento en la realidad: la ciudadanía borraría la condición colonial.
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Correspondió al Tribunal Supremo de los Estados Unidos disipar esa quimera. Como
sabemos, en una serie de casos resueltos por ese organismo a principios del Siglo XX,
conocidos como los Casos Insulares, el Tribunal Supremo había determinado que a Puerto
Rico debía considerársele un territorio no incorporado de Estados Unidos, categoría
definida como un territorio que pertenece a, pero no es parte de ese país. Los Casos
Insulares revistieron de legalidad la condición colonial de los territorios adquiridos como
resultado de la Guerra Hispano-cubano-americana.

Pues bien, poco después de aprobada la Ley Jones, Jesús M. Balzac, un periodista y líder
obrero puertorriqueño de Arecibo, fue encontrado culpable de dos delitos de libelo por
publicar ciertas expresiones críticas del gobernador estadounidense de Puerto Rico, Arthur
Yager. Balzac reclamó que su condena había sido ilegal, pues no se le había celebrado un
juicio por jurado, como requiere la Enmienda Sexta de la Constitución de los Estados
Unidos. Alegó que la extensión de la ciudadanía estadounidense a los puertorriqueños
había tenido el doble efecto de incorporar a Puerto Rico a los Estados Unidos y hacer
extensivos a sus habitantes todos los derechos consignados en la Constitución federal. En
1922, el Tribunal Supremo, presidido por el Juez William Howard Taft, quien había sido
Procurador General, Gobernador colonial de Filipinas, Secretario de Guerra y Presidente de
los Estados Unidos, rechazó el argumento del puertorriqueño. Determinó que la concesión
de la ciudadanía no había tenido el efecto de terminar con la condición de territorio no
incorporado de Puerto Rico y que, examinada la cuestión, el derecho a juicio por jurado no
constituía uno de esos derechos fundamentales que debían reconocérseles a los residentes
de Puerto Rico como cuestión constitucional federal. Se disipaba así la idea de que la
ciudadanía tendría como consecuencia la disolución de la relación colonial.

Acontecimientos recientes, tales como las decisiones en los casos Pueblo v. Sánchez Valle y
Franklin v. Commonwealth (el caso de la llamada “quiebra criolla”), las posiciones asumidas
por el Departamento de Justicia de Estados Unidos reafirmando la condición de
subordinación política de Puerto Rico y determinaciones del Congreso como la aprobación
de la ley federal PROMESA, han puesto a circular la noción de que quizás Estados Unidos se
apresta a salir de Puerto Rico. Esa especulación, para la que no hay sustento fáctico sólido
discernible, parece no hacerse cargo de la posibilidad de que los Estados Unidos solo se
encaminen a mantener a Puerto Rico en una condición de colonia permanente con
ciudadanía estadounidense. En otras palabras, que la ciudadanía no sea sino la marca de
copyright que asegure la titularidad sobre ese tipo de propiedad que recibe el nombre de
“territorio no incorporado de Estados Unidos”. La ciudadanía, pues, como garantía del
colonialismo permanente.

Disipado ha quedado también el mito de que la ciudadanía es auspiciadora de igualdad. Así


lo demostraron los casos de Califano v. Torres y Harris v. Rosario, resueltos por el Tribunal
Supremo de EEUU en 1978 y 1980 respectivamente, que concluyeron que, por virtud de sus
poderes plenos, el Congreso de los Estados Unidos puede discriminar contra los residentes
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de Puerto Rico al aprobar legislación relacionada con la extensión de beneficios sociales,
decisiones que típicamente afectan adversamente a los más pobres. Así es que, a pesar de
ser ciudadanos de Estados Unidos, los residentes de Puerto Rico reciben menos beneficios
de Asistencia Nutricional, Medicaid y Medicare, por mencionar tres, y son excluidos
totalmente de programas como el Supplemental Security Income, conocido como SSI,
disponible, sin embargo, para las personas de mayor edad, las personas ciegas y las que
padecen de otros tipos de discapacidad residentes en los estados de la Unión. En otras
palabras, la ciudadanía no es antídoto contra el discrimen territorial.

La ciudadanía tampoco ha sido pasaporte de igualdad para los puertorriqueños y


puertorriqueñas de la diáspora frente a las actitudes xenófobas y discriminatorias de
sectores sustanciales de la población estadounidense, incluidos numerosos funcionarios de
alto nivel, muchos de los cuales ni siquiera saben que los puertorriqueños son ciudadanos
de Estados Unidos. La condición jurídica de ciudadanos no constituye un escudo contra los
profundos prejuicios, estereotipos y visiones sesgadas racial y étnicamente de los
conciudadanos del norte. Esa es una de las instancias en las que el derecho cede ante la
cultura; en las que el reclamo jurídico se estrella contra la realidad.

Un tercer mito en torno a la ciudadanía –queriendo decir con ello que no tiene fundamento
jurídico sostenible– que se ha cultivado intensamente a lo largo de más de un siglo es que
los derechos constitucionales que pueden reclamar los puertorriqueños dependen de su
condición de ciudadanos de Estados Unidos. Es decir, se ha propagado la creencia de que es
el hecho de que somos ciudadanos lo que nos permite exigir la protección de la
Constitución estadounidense. En todo rigor, eso no es así.

Para empezar, la mayor parte de los derechos consagrados expresa o implícitamente en la


Constitución de los Estados Unidos se extienden a las PERSONAS que están sujetas a la
jurisdicción de ese país. Para reclamarlos no hace falta ser ciudadanos. Ello incluye
derechos como la libertad de expresión, la libertad de prensa, la libertad de culto, el
derecho a la intimidad, la garantía contra los registros y allanamientos irrazonables, la
garantía contra la doble exposición, el derecho a no auto-incriminarse, el derecho al debido
proceso de ley, el derecho a un juicio rápido, el derecho a asistencia de representación legal,
la protección contra castigos crueles e inusitados, el derecho a cuestionar la ilegalidad de
una detención por vía del recurso de hábeas corpus y aun la garantía de la igual protección
de las leyes. De hecho, los propios Casos Insulares determinaron, antes de que los
puertorriqueños fueran ciudadanos de Estados Unidos, que los residentes de Puerto Rico y
los otros territorios no incorporados tendrían el beneficio, al menos, de los derechos
fundamentales reconocidos en cualquier comunidad civilizada. Debe recordarse, además,
que la mayor parte de las garantías contenidas en la Constitución de Puerto Rico no
requieren para su disfrute la condición de ser ciudadanos estadounidenses.

El cuarto mito –entendido como distorsión de la realidad jurídica– al que quiero referirme
ha tenido también una larga presencia en el discurso público y en la conciencia individual
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de muchos miembros de nuestra comunidad. Se trata de la creencia de que aquellos
beneficios sociales, que nos llegan en la forma de fondos federales a los que sí tenemos
acceso, son el producto exclusivo de nuestra condición de ciudadanos de Estados Unidos.
Quienes hayan vivido en Puerto Rico en los últimos seis meses no habrán podido dejar de
notar la frecuencia con la que políticos del patio y del exterior, funcionarios federales y del
gobierno de Puerto Rico, los medios de comunicación, líderes cívicos y comunitarios o
simplemente las personas de a pie repiten la exigencia de que tenemos derecho a los
fondos de FEMA porque somos ciudadanos de Estados Unidos o la queja de que se nos ha
tratado de forma diferente a los demás ciudadanos estadounidenses. Estas repetidas
expresiones albergan dos equívocos básicos: uno de naturaleza descriptiva y otro de
carácter normativo.

En primer lugar, la mayor parte de los beneficios de FEMA, así como los de otros programas
sociales, como el Seguro Social, Medicaid o la Asistencia Nutricional, no están reservados
exclusivamente para los ciudadanos estadounidenses. Para los beneficios de FEMA, por
ejemplo, cualifican, además, los nacionales de Estados Unidos (que no son ciudadanos) y
ciertas categorías de extranjeros residentes. Son elegibles para Medicaid tanto los
ciudadanos de Estados Unidos como los residentes legales con más de cinco años de
residencia en los Estados Unidos. Los residentes legales con más de cinco años de
residencia en Estados Unidos o que estén recibiendo beneficios por incapacidad o sean
menores de 18 años también pueden tener acceso a los fondos del Programa de Asistencia
Nutricional (PAN) de Puerto Rico. Las personas que no sean ciudadanas pero estén
trabajando legalmente en el país son elegibles para los beneficios de Seguro Social por
retiro o incapacidad siempre y cuando hayan cumplido con los requisitos de cubierta
dispuestos por la legislación (es decir, que hayan pagado por ellos). En otras palabras, no es
enteramente cierto que en el sistema estadounidense, para tener acceso a muchos de los
programas del tímido estado benefactor de ese país, sea requisito indispensable ser
ciudadano de los Estados Unidos.

En cuanto al aspecto normativo, que en este caso es lo mismo que decir valorativo, esa idea
generalizada es radicalmente perversa. ¿Qué se quiere decir? ¿Que las personas no
ciudadanas víctimas de los huracanes, presas del hambre, necesitadas de vivienda,
afectadas por serios problemas de salud, sedientas de educación, que viven en nuestro
medio sin ser ciudadanas de Estados Unidos son menos merecedoras de asistencia y
protección por parte del estado? Esa sería una proposición totalmente contraria a las
aspiraciones contenidas en el discurso contemporáneo de los derechos humanos, que
proclama que los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales
corresponden a toda persona, por el mero hecho de ser un ser humano,
independientemente de su adscripción a una determinada comunidad política.

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¿Es que las personas que vivían en New Orleans o en Texas, sin ser ciudadanos
estadounidenses, requerían menos atención a sus necesidades provocadas por los
huracanes Katrina y Harvey? ¿Y qué pasa con los samoanos? Samoa es un territorio no
incorporado de Estados Unidos ubicado en el Pacífico, cuyos habitantes no son ciudadanos
de Estados Unidos. Si un tsunami devastara ese pequeño territorio, ¿debería ser totalmente
abandonado a su suerte por el gobierno de los Estados Unidos, que controla su territorio y
deriva beneficios por lo menos geoestratégicos de su presencia en ese país, por el único
hecho de que sus residentes no tienen la condición jurídica de ciudadanos
estadounidenses? Una concepción humanitaria, solidaria, comprometida con los derechos
humanos no podría justificar tal aberración. Hacer depender la satisfacción de las
necesidades más básicas de las personas que habitamos este país de la condición de ser
ciudadanos de Estados Unidos constituye una grotesca perversión de los ideales
elementales de un mundo para el que los derechos humanos constituyan el conjunto
central de los principios organizadores de la convivencia. Sin embargo, el discurso de la
ciudadanía de Estados Unidos como precondición para la vida digna se sigue propagando, a
veces inconscientemente, de forma constante y persistente. Seguramente, el reclamo de
beneficios basado en la condición de ciudadanos puede tener una cierta eficacia política. Y
la tiene. Lo demuestra la reacción que suelen tener los estadounidenses mismos, incluidos
los miembros del Congreso, cuando escuchan por primera vez que los puertorriqueños son
ciudadanos de Estados Unidos. Pero por más fuerza retórica que tenga, ese discurso está
demasiado emparentado con actitudes nacionalistas excluyentes para mi gusto.

Todo esto no significa, sin embargo, que ese discurso no haya tenido efectos reales. Los ha
tenido y muy significativos. Desde hace mucho tiempo he estado tratando de explicar cómo
la concesión de la ciudadanía, junto a otros factores no menos importantes, ha tenido
efectos hegemónicos en el pueblo puertorriqueño. Utilizo aquí el término hegemonía en el
sentido en que lo utilizaba Antonio Gramsci para describir y explicar los mecanismos
mediante los cuales un grupo termina aceptando su dominación. La extensión de la
ciudadanía estadounidense a Puerto Rico se concibió, entre otras cosas, como una forma de
asegurar la lealtad de los puertorriqueños, cultivando el aprecio de las instituciones políticas
estadounidenses (recordemos a los que proclaman sin ambages que “atesoran” la
ciudadanía que les ha sido otorgada) y creando un imaginario y un mundo discursivo en el
que no es concebible vivir sin ese activo. A pesar de sus distorsiones, o precisamente por
ellas, el discurso de la ciudadanía ha sido un mecanismo de hegemonía muy efectivo. Y eso
sí es parte de la realidad. Y no un mito.

*Ponencia presentada en la XXV Asamblea Anual de la Asociación Puertorriqueña de


Historiadores celebrada el 23 de febrero de 2018.

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