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LA CRÍTICA LITERARIA EN EL SIGLO XX 431

de el convencimiento de que éstas tienen un valor privilegiado para la sociología, pues mues-
tran la dirección a la que tienden los diferentes grupos sociales y, así, el estudio de esas obras
supone un medio eficaz para conocer la estructura de la conciencia de un grupo. ""
Dentro del Marxismo estructuralista, hay que citar también al filósofo francés Louis
Althusser. Su obra se relaciona con el Estructuralismo y el Postestructuralismo. Althusser no
cree que el sistema social sea una estructura con un centro -la economía- que determina
todas las partes. Para él, cada nivel social goza de una autonomía relativa y sólo en última
instancia viene determinado por el nivel económico. Todos los niveles sociales entran en re-
lación y, a menudo, en conflicto. El nivel del arte y la literatura está ubicado entre la ideo-
logía y el conocimiento científico; no es exactamente un nivel que proporcione un conoci-
miento adecuado de la realidad, pero tampoco es el reflejo de la ideología de una clase so-
cial particular. El arte llega a distanciarse incluso de la ideología de la que ha nacido y puede
mostrar los defectos de ésta, lo que significa que una obra literaria puede trascender la
ideología de su autor.
También Pierre Macherey se inscribe dentro de las coordenadas marxistas por acercar-
se al texto como producto elaborado a partir de unos materiales concretos guiados por una
ideología. En el proceso textual -piensa- se producen inevitablemente errores y omisio-
nes, y el crítico literario debe actuar como un psicoanalista, interesándose por el inconscien-
te del texto, no por lo que éste dice, sino por lo que calla, por lo que reprime. El escritor pue-
de no pretender crear unos efectos que el texto genera de forma inconsciente, lo que
vale a sostener que el autor no tiene el control absoluto sobre su obra; los materiales con que
ésta ha sido elaborada han ido creando nuevas significaciones que escapan al control del es-
critor.
Pese a haber dedicado un apartado al Marxismo estructuralista, lo cierto es que son más
las divergencias que las convergencias entre Marxismo y Estructuralismo. Mientras que las
teorías marxistas tratan de los conflictos y los cambios históricos que surgen en la sociedad
y que aparecen reflejados de modo indirecto en la literatura, el Estructuralismo estudia el fun:
cionamiento interno de los sistemas al margen de su contexto histórico.

6. Estructuralismo

6.1. FILOSOFíA DE UN MÉTODO

El punto de partida del Estructuralismo se encuentra en los métodos de la lingüística


contemporánea, sobre todo en las intuiciones de Ferdinand de Saussure. De hecho, el Es-
tructuralismo literario consiste en aplicar a la literatura el modelo metodológico empleado
por los lingüistas, desde el convencimiento de que este modelo supone una auténtica garan-
tía de rigor analítico. Escribe Roland Barthés en Critique et verité: «la lingüística puede dar
a la literatura ese modelo generativo que es el principio de toda ciencia, puesto que se trata
siempre de disponer de ciertas reglas para explicar ciertos resultados» (1972: 60). Dicho con-
vencimiento llevó a los estructuralistas a tratar de aplicar Jos modelos lingüísticos a la lite-
ratura y a cualquier otro sistema cultural, pues creían que la lingüística proporcionaba un mé-
todo de análisis susceptible de ser aplicado con éxito a distintos dominios. Roland Barthes,
por ejemplo, que en el dominio de los estudios literarios ha sido considerado la figura prin-
cipal del Estructuralismo (Culler, 1978: 16), trató de analizar diferentes prácticas sociales
como lenguajes y, así, estudió el lenguaje de la moda (Systeme de la mode), el lenguaje del
amor (Fragmentos de un discurso amoroso), etc. Y Claude Lévi-Strauss realiza en Mytholo-
giques un estudio estructural de diferentes mitos «con el fin de ofrecer la prueba de los po-
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deres unificadores de la mente humana y la unidad de sus productos» (Culler, 1978: 66). Y
es que, en defmitiva, la mayor ambición del Estructuralismo era descubrir los códigos y las
reglas que regulan todas las prácticas humanas, sociales y culturales.
Las principales aportaciones de la lingüística a la poética estructuralista son las si-
guientes:

Proporciona una metodología rigurosa que permite el estudio científico de la litera-


tura y se mantiene al margen tanto de la historia literaria como de la crítica biográ-
fica. El Estructuralismo quiso desterrar del terreno de la ciencia todo aquello que no
tuviera el rigor de lo especializado. De hecho, el afán de cientifismo de los estruc-
turalistas hace que se los considere auténticos tecnólogos literarios debido a las re-
finadas técnicas de análisis que desarrollaron. Y es que, a menudo, los trabajos de
raíz estructuralista se presentan como «una especie de sabiduría técnica natural que
todo estudiante de literatura necesita adquirir>> (Eagleton, 1993: 152).
Proporciona una serie de conceptos que podían usarse metafóricamente al analizar
las obras literarias: significante y significado, relaciones sintagmáticas y paradig-
máticas, etc.
Proporciona un conjunto de instrucciones generales para la investigación semiótica.
Ésta es la aportación principal de la lingüística al Estructuralismo, pues la lingüís-
tica indica cómo emprender los sistemas de signos. Lo ideal es usar la lingüística,
no como método de análisis, sino como modelo general para la investigación se-
miológica, pues de este modo la lingüística se convierte en fuente de claridad me-
todológica y no de vocabulario metafórico.

Se recordará que Saussure concebía la lengua como un sistema de signos que debía ser
estudiado sincrónicamente (en un momento determinado de su evolución), y no diacrónica-
mente. Es importante recordar la distinción esencial establecida por Saussure en el Curso de
lingüística general (1916) -obra publicada, como se sabe, por sus alumnos- entre: la len-
gua (la langue) y el habla (la parole). La lengua remite al código o sistema de reglas, al as-
pecto social del lenguaje, mientras que el habla es el uso individual que cada hablante hace
del sistema de la lengua y remite, por tanto, a los enunciados individuales. En términos pa-
recidos se pronunciará luego Chomsky al hablar de competencia (conocimiento, explícito o
implícito, que el hablante tiene de las reglas del sistema de la lengua) y actuación (uso efec-
tivo de la lengua). Lo que al Estructuralismo le interesa es conocer el funcionamiento del sis-
tema de reglas (la lengua) y no las manifestaciones concretas de la puesta en práctica de esas
reglas (el habla o las obras literarias concretas). Para reconstqúr el sistema de reglas hay que
partir de la oposición entre lo funcional y lo no funcional, es decir, hay que saber apreciar
qué propiedades de los objetos o acciones estudiadas son rasgos distintivos funcionales y cuá-
les no, pues todos los elementos de un sistema tienen unos valores diferenciales que permi-
ten identificarlos y no confundirlos con los otros elementos. Según Saussure, la lengua es un
sistema de relaciones y oposiciones, es decir, los elementos de un sistema se hallan interre-
lacionados y se defmen por oposición: cada elemento es lo-que los otros no son. Como dice
Culler, no importa cómo escribamos la letra Tmientras conserve su valor diferencial y la dis-
tingamos de la F, la K, la H, la G, etc. (1978: 24).
Las relaciones más importantes en el análisis estructural son las oposiciones binarias.
La lingüística ha estimulado a los estructuralistas a pensar en términos binarios, a buscar opo-
siciones funcionales en cualquier material que estén estudiando. Es decir, los estructuralistas
fian adoptado la oposición binaria como operación fundamental de la mente humana básica
para la producción de significado (Culler, 1978: 31-32). Y, como en seguida se verá, sacar a
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la luz «el proceso propiamente humano por el cual los hombres dan sentido a las cosas» su-
pone uno de los principales objetivos, si no el principal, del Estructuralismo (Barthes, 1983:
260). La ventaja del binarismo estriba en el hecho de que permite clasificar cualquier cosa,
pues dados dos elementos, siempre es posible encontrar algún aspecto en que difieran y, por
tanto, pueden ser colocados en relación de oposición binaria (Culler, 1978: 32). La idea bá-
sica aquí es que bajo nuestro uso del lenguaje existe un sistema, un modelo de pares opues-
tos, de oposiciones binarias. Y los hablantes parecen haber interiorizado el conjunto de re-
glas que determinan el funcionamiento de dicho sistema, como lo demuestra su evidente
competencia a la hora de utilizar el lenguaje. Así, los estructuralistas deducen que todos los
actos humanos presuponen un sistema de relaciones diferenciales, un sistema de signos que
opera como el modelo del lenguaje. El sistema de la lengua puede cambiar y esos cambios
se producen en el habla, pero en cualquier momento dado existe un sistema en funciona-
miento, un conjunto de reglas de las cuales se derivan todas las hablas individuales. La ex-
presión «en cualquier momento dado» remite inequívocamente a una perspectiva sincrónica,
que es la que Saussure pedía que se adoptara. En efecto, al interesarse sólo por el estudio del
sistema, el enfoque es sincrónico, se anula toda consideración histórica: las estructuras (por
ejemplo: la estructura de la mente -humana) son universales y, por tanto, eternas, o bien son
segmentos arbitrarios de un proceso evolutivo. Así, el enfoque es necesariamente estático y
ahistórico: no interesa ni el desarrollo de un género, ni los cambios de períodos estéticos, ni
el momento de la producción de un texto (contexto histórico-social, tradición inmediatamente
anterior, etc.), ni la recepción del texto (interpretaciones posteriores). Puede decirse, pues;
que el Estructuralismo se interesa por la estructura de los códigos en un momento concreto
de su evolución. Y al analizar esa estructura tiene muy en cuenta que un elemento no puede
ser analizado fuera del sistema al que pertenece, y que definir este elemento es determinar
su lugar en el sistema (esto empezó a hacerlo Trubetzkoy en el campo de la fonología y con-
siguió con ello separar esta disciplina de la fonética y sentar las bases de una metodología
lingüística que podía ser aplicada a los estudios literarios).
El Estructuralismo atiende a generalidades y no a los detalles particulares. Toda obra es
sólo vista como manifestación de una estructura abstracta mucho más general. de la cual ella
es meramente una de las realizaciones posibles (Todorov, 1975: 17). Es decir: la obra indi-
vidual sólo es vista como ejemplo de las leyes generales de una estructura. Tomar la obra li-
teraria como expresión de «algo» es común en el ámbito de la sociología, de la psicología,
de la filosofía, etc., y esto mismo es lo que hace la poética. estructuralista, pero con una di-
ferencia notable: las otras disciplinas citadas proyectan la obra sobre algo distinto de sí mis-
ma, mientras que el Estructuralismo la proyecta sobre algo que no le es en absoluto ajeno.
La proyecta sobre la estructura del discurso literario, cuyo funcionamiento es lo que intere-
sa conocer (Todorov, 1975: 23).
En lugar de hablar de los individuos concretos (los personajes de una novela, por ejem-
plo), el estructuralista habla de las relaciones entre personajes, organizándolas en oposicio-
nes binarias (padre opuesto a hijo, por ejemplo). Esto explíca por qué, más que de persona-
jes, los estructuralistas prefieren hablar de actantes. Para ellos, lo importante es el papel que
un personaje realiza en un cuento, su ft.!.nción en ese cuento. Cualquier personaje podría ser
reemplazado por otro que fuera capaz de realizar ese mismo papel sin que, para un estructu-
ralista, variase el cuento. Por ejemplo, reemplazar a un padre por la madre y a un hijo por
una hija puede no suponer ningún cambio para un estructuralista, pues, mientras se conser-
ve intacta la estructura de las relaciones internas, las unidades individuales pueden ser re-
emplazadas. i
Roland Barthes decía que el Estructuralismo no era una escuela ni un movimiento, sino
una actividad: «la sucesión regulada de un cierto número de operaciones mentales» (1983:
434 HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA

256). Antes de concretar cuáles son esas operaciones hay que advertir que todo proyecto es-
tructuralista busca regulares», funciones que se repiten y que no aparecen por
puro azar, sino porque son las leyes que exige la estructura (Barthes, 1983: 260). Lo que in-
teresa no es, entonces, la literatura real, la existente, sino la literatura posible (es decir: la li-
teratura que podría existir si se aplicasen las leyes generales). Así, puede decirse que el ob-
jetivo último de la actividad estructuralista consiste en, a partir de la observación y descrip-
ción (descomposición) de las obras concretas, reconstruir las leyes estructurales, las reglas de
funcionamiento que entran en juego en esas obras. Dos procesos u operaciones, pues, cabe
distinguir en esta actividad: primero se lleva a cabo la descomposición de la obra y luego su
reconstrucción. Y, como dice Barthes, entre «los dos tiempos de la actividad estructuralista
se produce algo nuevo, y esto nuevo es nada menos que lo inteligible general» (1983: 257).
Se entiende que al recomponer el objeto previamente descompuesto van apareciendo funcio-
nes, es decir, los elementos o partes del objeto muestran cuál es su sentido, su papel en el
todo, en el sistema (Barthes, 1983: 258). Y, entonces, el estructuralista puede ir fijando las
reglas de asociación que determinan el ensamblaje de las distintas unidades (Barthes, 1983:
259). Como se ve, el Estructuralismo empieza por aislar una serie de hechos y estudiarlos
para después construir un modelo que los explique. Un modelo generativo, pues tiene que
servir para seguir generando ese tipo de hechos (Culler, 1978: 51).
A la luz de lo expuesto se entiende que el análisis estructural no avanza hacia un sig-
nificado ni descubre secretos; simplemente se propone explorar el texto, estudiar su forma y
sus contenidos para descubrir cómo ha sido articulado, cómo ha sido construido y dónde re-
side su fuerza. Todorov recuerda en este sentido la oposición planteada por el Positivismo
del siglo XIX entre interpretar una obra (actividad subjetiva y, a menudo, arbitraria) y descri-
bir una obra (actividad objetiva, segura, definitiva) (1975: 19). La crítica científica es la que
se basa en la descripción. En gran medida, puede decirse que los estructuralistas aceptan esta
distinción entre describir e interpretar. Tanto para el Barthes estructuralista como para Ja-
kobson, el semiólogo o el lingüista eran científicos que analizaban el texto, extraían datos
científicamente controlados y verificables y se los entregaban al crítico para que los inter-
pretara literariamente. Creían, por tanto, en una especie de división del trabajo. De hecho, si
se agrupan bajo la etiqueta de «estructuralistas» a críticos tan diversos y con intereses vin-
culados a disciplinas diversas -retórica, sociología, psicoanálisis, lingüística, etc.- es por-
que los une el hecho de no buscar un significado verdadero en las obras ni tratar de valorar-
las. De este modo, el Estructuralismo se concibe como una ruptura con cuestiones aceptadas
con anterioridad en el estudio de la literatura.
Uno de las principales objeciones hechas al Estructuralismo es que la descripción ex-
haustiva de las obras y de las leyes estructurales a que cada obra obedece no sirve para ex-
plicar por qué hay obras consideradas bellas y otras obras que no. Un análisis narratológico,
por ejemplo, no es suficiente para explicar si el relato analizado es bello o no. Pero es que
al método estructuralista no le interesa en absoluto si el relato analizado es buena o mala li-
teratura; permanece indiferente ante el valor cultural de su objeto. Estamos ante un método
analítico, no evaluador (Eagleton, 1993: 121). El problema es que lo que se puede describir
objetivamente (cantidad de palabras, de sílabas, etc.) no permite deducir el sentido de la obra,
y al revés: lo que otorga sentido a la obra no se deja describir (Todorov, 1975: 19-20). Por
eso, el objetivo del Estructuralismo no es ya describir la obra concreta, sino establecer las le-
yes generales de las que esa obra participa. Esta actividad es científica, no por su grado de
precisión (que siempre será relativa), sino porque su objeto ya no es el hecho particular, sino
la ley ilustrada por el hecho (Todorov, 1975: 21-22). Es, pues, una cuestión de perspectiva,
de intereses. Al estructuralista no le interesa ya buscar el significado de una obra concreta,
sino buscar las leyes generales que permiten el nacimiento de las obras. Es decir, el Estruc-
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turalismo busca siempre el sistema que hay tras el fenómeno. A ese sistema se llega mediante
un estudio inmanente que permite descubrir las unidades y las reglas que rigen todas las com-
binaciones. Está claro, pues, que a la poética estructuralista no le interesa tanto la obra como..
su inteligibilidad, su capacidad de poder ser comprendida. Lo decía Barthes en Critique et
verité:

La objetividad requerida por esta nueva ciencia de la literatura habrá de dirigirse, no ya


a la obra inmediata (que proviene de la historia literaria o de la filología), sino a su inteligi-
bilidad (1972: 64).

El objetivo de los estructuralistas es, en esencia, la mera teorización. Todorov, por ejem-
plo, pensaba que era necesario combatir el predominio de la interpretación en la historia de
los estudios literarios y acercarse más a la teorización, a la reflexión abstracta. Claro que esto
no significa que haya que combatir el principio de la interpretación; sólo hay que evitar el
predominio de la actividad interpretativa. El Estructuralismo asigna a la interpretación de las
obras individuales un lugar secundario porque lo que interesa de verdad es el estudio de la
literatura como institución. Pero esto no implica condenar la interpretación. Del mismo modo
que a la mayoría de los hablantes les interesa usar el lenguaje para comunicarse y no para
para estudiar el complejo sistema lingüístico que subyace a la comunicación, a la mayoría de
los lectores les interesa interpretar la obra que leen, saber qué quiere decir, cuál es su signi-
ficado, pero ello no significa que no deba hacerse el estudio del sistema lingüístico o el del
sistema literario. La misión del Estructuralismo es, en definitiva, construir una teoría del dis-
curso literario que dé cuenta de las posibilidades de interpretación, es decir, que explique qué
interpretaciones son posibles y cuáles no, para evitar que se le atribuya cualquier significa-
do a una obra, pues una obra puede tener varios significados, pero no cualquiera. Es decir,
lo que persigue es una teoría de la competencia literaria, y se relega la interpretación crítica
a un papel secundario.
Pero la interpretación de las obras existentes es necesaria como complemento, pues,
como advierte Todorov, una teoría literaria «que no se nutra de observaciones sobre las obras
existentes resulta ser estéril e inoperante» (1975: 24). Así, se entiende que hay que proceder
por inducción: primero hay que examinar un corpus de obras concretas y luego abstraer las
leyes generales. Éste es el método que utiliza, por ejemplo, la medicina: los síntomas de los
enfermos sirven para comprender la enfermedad, para conocer su funcionamiento y poder así
contrarrestarlo. Como apuntaba Todorov, afortunadamente la medicina no se ha desarrollado
pensando que lo que hay son enfermos, y no enfermedades (1975: 28). Si se hubiese intere-
sado sólo por los casos concretos, sin hacer abstracción comparativa, los avances habrían sido
probablemente mínimos. Y lo mismo puede decirse de la teoría literaria: sus mayores logros
-piensan los estructuralistas- son alcanzados cuando el estudio de las obras individuales
se toma, no como un fm en sí mismo, sino como un medio para llegar a conocer la estruc-
tura abstracta de la que esas obras participan, pues de este modo se pueden llegar a recon-
truir las leyes del discurso literario. O como dirían los formalistas rusos: lo que hay que ha-
cer es marcarse como objeto de estudio, no las pbras literarias concretas, sino la literariedad
(Todorov, 1975: 22). Queda claro, así, que «el objeto de la poética no es el conjunto de los
hechos empíricos (las obras literarias), sino una estructura abstracta (la literatura)» (Todorov,
1975: 29). Obviamente, el modelo ideal reconstruido a partir de un corpus de obras sólo exis-
te idealmente, pues ninguna de esas obras lo refleja con exactitud. Es decir: todas las nocio-
nes abstractas que conforman el sistema no se encuentran en ninguna obra particular; se en-
cuentran únicamente en el discurso literario (Todorov, 1975: 27).
· Por otra parte, es obvia la actitud antihumanista de los estructuralistas, no en el
do de que roben dulces a los niños -como decía Terry Eagleton (1993: 138)- sino en el
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sentido de que se oponen a la crítica literaria que considera al sujeto humano como fuente
y origen de significado literario. Rompen así con la idea tradicional de que detrás de todo
texto hay un autor al que hay que conocer para poder comprender mejor el significado de
la obra. Para los estructuralistas, que parten de la idea de la preexistencia del lenguaje, la
escritura no tiene origen, cada enunciado individual viene precedido por el lenguaje: todo
texto está elaborado con lo ya escrito. Por supuesto, existe una persona que escribe la obra,
que la compone, pero esta persona no es la fuente original de la obra, pues si escribe poe-
sía, o novela, o crítica literaria es sólo porque acepta un sistema de convenciones ya esta-
blecido. Como escribe Culler, «Un texto puede ser un poema sólo porque existen ciertas po-
sibilidades dentro de la tradición; está escrito en relación con otros poemas» (1978: 52).
Esta idea demuestra que, al contrario de lo que muchas veces se ha dicho, para el Estruc-
turalismo la obra literaria no es un objeto autónomo, sino un objeto que entra en relación,
necesariamente, con otros objetos similares previamente existentes en el sistema literario.
Sólo así adquiere significado. Es decir: sólo así se ajusta a unas convenciones de lectura que
permiten comprenderlo.
Además de rechazar al sujeto como fuente y unidad del significado, los estructuralis-
tas muestran su desinterés por el objeto real, es decir, por el referente denotado por el sig-
no, pues lo único que de verdad les importa es estudiar la estructura del signo propiamen-
te dicho. Precisamente decía Barthes que el rasgo esencial del Estructuralismo era su in-
transitividad, entendida esta característica como ausencia de relación con el mundo
exterior. En resumen, a los estructuralistas no les interesa ni el autor ni el referente ni la
especificidad misma de la obra; sólo les interesa el sistema de reglas que la hacen posible.
Así lo explica Terry Eagleton:

El estructuralismo desechó simultáneamente el objeto real y el sujeto humano. Este mo-


vimiento doble define el proyecto estructuralista. La obra ni se refiere a un objeto ni es ex-
presión de un sujeto individual; ambos son descartados y sólo queda entre ellos, en el aire que
los separa, un sistema de reglas (1993: 138).

6.2. EL ESTRUCTURALISMO FRANCÉS

Existe una clara línea de continuidad entre Formalismo ruso y Estructuralismo, pues los
estructuralistas aprovechan sin duda varias ideas de los formalistas, pero, a la vez, hay que
advertir que el Estructuralismo lleva a cabo una revisión del Formalismo de la Opojaz. Como
se ha visto ya, en rigor, la primera manifestación del Estructuralismo es la representada por
el Círculo Lingüístico de Praga (1926), pero tras los pasos del Estructuralismo checo sur-
gió el Estructuralismo francés. Aunque hay que hacer aquí alguna salvedad, pues, pese a que
el Estructuralismo checo es anterior en el tiempo, lo cierto es que fue conocido en Occiden-
te cuando el Estructuralismo francés empezaba a entrar ya en crisis. De hecho, el redescu-
brimiento del Estructuralismo checo y del Círculo de Bajtin (tendencias muy próximas ya a
la Semiótica) en esos momentos cambió el enfoque del francés, que abrió
entonces sus horizontes a las significaciones culturales o ideológicas de la literatura, como
texto y como fenómeno.
Roman Jakobson es la figura clave en la línea de continuidad entre Formalismo ruso,
Estructuralismo checo y Estructuralismo francés, pues fue primero uno de los formalistas ru-
sos, luego emigró a Praga y se convirtió en uno de los fundadores del Círculo Lingüístico de
Praga y, finalmente, emigró a EE.UU. y entró en contacto con Claude Lévi-Strauss, que se
dejó influir por Jakobson y nació así su método de antropología estructural, que fue uno de
los puntos de partida básicos del Estructuralismo literario francés (Eagleton, 1993: 21-22).
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Así, la Escuela de Praga viene a ser una especie de transición entre el Formalismo y el Es-
tructuralismo moderno.
Fue clave para el Estructuralismo francés el hecho de que los búlgaros Twetan Todorov
y Julia Kristeva divulgaran el Formalismo ruso, el pensamiento de Bajtin y la Semiótica es-
lava (en la que destaca sobre todo Juri Lotman). Cabe ubicar la época de apogeo del Es-
tructuralismo francés en la década de los sesenta, pero esta tendencia crítica fue conocida en
España bastante después, en los años setenta, cuando muchos de los estructuralistas estaban
ya en plena crisis postestructuralista.

6.2.1. Roland Barthes y la Nouvelle critique

Al principio de los años sesenta (entre 1964 y 1966) tiene lugar la denominada quere-
lla de la Nueva crftica, una polémica entre:

La crítica tradicional o académica: Es una crítica objetiva, no ideológica, caracteri-


zada por su aferramiento al dato, por su filosofía positivista y el convencimiento de
que con sus postulados se puede llegar a la verdad, sin necesidad de seguir ningún
tipo de análisis inmanente a la obra. Es una crítica erudita anquilosada por la exce-
siva preocupación por la exactitud y objetividad.
La Nouvelle critique o crítica de interpretación: crítica conscientemente ideológica.

Hay que destacar que es la primera vez que la polémica no gira en tomo a cómo
debe ser la obra literaria, sino a cómo debe estudiarse, lo que de algún modo demuestra
la importancia que la crítica literaria ha adquirido en el siglo xx. Cuando estaban vigen-
tes tanto la factualidad como el individualismo corno fundamento de cualquier método crí-
tico, entra en escena el Estructuralismo y afirma un elemento no puede ser analizado
fuera del sistema al que pertenece, y que definir este elemento es determinar su lugar en
el sistema. Esta idea era extraña a la crítica francesa. En Francia se analizaba la obra li-
teraria en relación con su autor o, simplemente, se prestaba atención a las cualidades de
una obra concreta. Además, se tenía el convencimiento de que cada obra tiene un único
sentido que el historiador puede desvelar. De hecho, la «querella» vino a demostrar el ais-
lamiento de la teoría literaria en Francia, totalmente al margen de los logros de los for-
malistas rusos, de la Estilística alemana o del New Criticism. Pero cuando Lévi-Strauss
tuvo que exiliarse a América conoció allí a Jakobson y acusó pronto el influjo de éste,
junto con el de Trubetzkoy, y pudo así el antropólogo francés señalar analogías entre la
fonología y la antropología, de donde surgió un Estructuralismo antropológico. En gene-
ral, este traslado de metodología de un campo científico a otro fue aplaudido. Y estimu-
ló reacciones posteriores. ·
En efecto, como protesta contra los estudios tradicionales surgió en Francia el grupo
Nouvelle critique, movimiento de renovación y apertura a las influencias extranjeras forma-
do por investigadores con un interés común: polemizar contra los profesores universitarios
que enseñaban literatura siguiendo sobre todo los métodos tradicionales de Gustave Lanson
(que se interesaba por el hombre y su obra). Generar la polémica era el objetivo fundamen-
tal de la nueva crítica. Para conseguirlo, los estructuralistas tuvieron que conciliar las más di-
versas influencias: Nietzsche, Marx, Freud; nombres de los que no se podía prescindir. Esta
amalgama de influencias fue criticada por otros críticos, como fue criticada la atención ex-
clusiva a las generalidades y no a los detalles particulares. Destaca en esta postura crítica
contra la Nouvelle critique Raymond Picard, representante de la vieja crítica de corte tradi-
43& HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA

cional que protagonizó una interesante polémica con Roland Barthes, representante de la nue-
va crítica. El año 1965 es clave, fecha emblemática, en esta controversia, por la cantidad y
la calidad de publicaciones que generó.
El punto de origen del conflicto se encuentra en el trabajo de Barthes Le degré zéro de
l'écriture (1953), donde este autor, en tono irreverente, acusa a la crítica universitaria de va-
lorar los textos en función del trabajo que conllevan. En 1965, Raymond Picard publica Nou-
velle critique o nouvelle imposture para descalificar a Barthes, al que acusa de ocultar, bajo
una jerga pseudocientífica, inútil, pretenciosa, una actitud impresionista, subjetiva y, lo que
es peor, dogmática. Estas críticas de Picard se refieren sobre todo a una obra de Barthes: Sur
Racine (1963). En 1966, Barthes responde a las críticas con Critique et verité, donde expo-
ne los principios de esta «nueva crítica» que él defiende y que no es una escuela con un mé-
todo común, sino que se trata de varias tendencias que comparten algunos presupuestos. És-
tos son los principales:

a) Están vinculadas a una de las grandes ideologías del momento: existencialismo,


marxismo, psicoanálisis, fenomenología.
b) Aceptan el principio de pluralidad de sentidos simultáneos de una obra (no un úni-
co sentido) y, por tanto, defienden la pluralidad de interpretaciones.
e) Consideran que la crítica es una forma de escritura comparable a la literatura y
creen que el objetivo de la crítica no es descubrir verdades, sino ofrecer interpretaciones co-
herentes. Como dice Barthes, la objetividad crítica se basa en la coherencia de las descrip-
ciones del crítico (1972: 20). En efecto, los estructuralistas conceden una importancia fun-
damental al discurso crítico; lo consideran como una literatura en segundo grado o como una
metaliteratura: una literatura que habla de la literatura. Consciente de que esto no gusta a los
críticos tradicionales, escribe Roland Barthes en Critique et verité: «Hacer una segunda es-
critura con la primera escritura de la obra es en efecto abrir el camino a márgenes imprevi-
sibles, suscitar el juego infinito de los espejos, y es este desvío lo sospechoso» (1972: 13).
Y, más adelante, vuelve Barthes sobre este tema: «Han nacido, pues, libros de crítica, ofre-
ciéndose a la lectura según las mismas vías que la obra propiamente literaria, aunque sus au-
tores no sean, por estatus, sino críticos, y no escritores. Si la crítica nueva tiene alguna rea-
lidad, ésta se halla, no en la unidad de sus métodos, menos aún en el esnobismo que, según
dicen cómodamente, la sostiene, sino en la soledad del acto crítico, afirmado en adelante, le-
jos de las coartadas de la ciencia o de las instituciones, como un acto de plena escritura. En
otra época separados por el gastado mito del "soberbio creador y del humilde servidor, am-
bos necesarios, cada cual en su lugar, etc.", ahora el escritor y el crítico se reúnen en la mis-
ma difícil condición, frente al mismo objeto: el lenguaje» (1972: 48).

Por otra parte, en respuesta a las acusaciones de opaca» que reciben los trabajos
de Barthes y, por extensión, los de todos los seguidores de la Nouvelle critique, se encuen-
tra en Critique et verité esta defensa:

Los interdictos del lenguaje forman parte de una peqúeña guerra de las castas intelec-
tuales. La antigua crítica es una casta entre otras, y la «claridad francesa>> que recomienda es
una jerga como cualquier otra. Es un idioma particular escrito por un número determinado de
escritores, de críticos, de cronistas, y que en lo esencial no remeda en modo alguno a nues-
tros escritores clásicos, sino sólo el clasicismo de nuestros escritores. Esa jerga pasatista no
obedece en modo alguno a exigencias precisas de razonamiento, ni se caracteriza por una au-
sencia ascética de imágenes, como puede serlo el lenguaje formal de la lógica (únicamente en
este caso habría derecho de hablar de «claridad»), sino por una comunidad de estereotipos, a
veces contorneados y sobrecargados hasta el culteranismo, por la afición a ciertos giros y, des-
LA CRíTICA LITERARIA EN EL SIGW XX 439

de luego, por el rechazo de ciertas palabras, alejadas con horror o ironía como intrusas, veni-
das de mundos extranjeros y, por lo tanto, sospechosos.
[...]
Este narcisismo lingüístico puede expresarse de otra manera: la <<jerga» es el lenguaje
del otro; el otro (no es el prójimo) es el que no es uno; de ahí el carácter probatorio de su len-
guaje. Desde que un lenguaje es el de nuestra propia comunidad, lo juzgamos inútil, vacío, de-
lirante, practicado, no por razones serias, sino por razones fútiles o bajas (esnobismo, sufi-
ciencia): de tal modo el lenguaje de la «neocrítica» parece a la «arqueocrítica>> tan extranjero
como el idisch (comparación por lo demás sospechosa), a lo cual se podría responder que tam-
bién el idisch se aprende. «¿Por qué no decir las cosas más sencillamente?>> ¿Cuántas veces
habremos oído esa frase? ¿Pero cuántas veces también no tendríamos el derecho de replicar
con la misma pregunta? Sin hablar del carácter sano y alegremente esotérico de ciertos len-
guajes populares, ¿está segura la antigua crítica de no poseer también su galimatías? Si yo fue-
ra crítico antiguo, no me faltaría razones para pedir a mis colegas que escribieran: El señor Pi-
roué escribe un buen francés, más bien que: «Hay que elogiar la pluma del señor Piroué por-
que nos regocija frecuentemente con lo imprevisto o lo feliz de la expresión>>, o que también
llamaran modestamente «indignación>> a «toda esa palpitación del corazón que calienta la plu-
ma y la carga de burlas asesinas>>. ¿Qué pensar de esa pluma del escritor que se calienta, y tan
pronto regocija como tan pronto asesina? En verdad, ese lenguaje sólo es claro en la medida
en que es admitido (1972: 30-33).

Barthes deja claro en Critique et verité que lo que la nueva crítica pretende es «tratar
de establecer las condiciones en las que una obra es posible, esbozar, si no una ciencia, a lo
menos una técnica de la operación literaria>> (1972: 39). Deja claro también que «Se preten-
de tratar la obra en sí misma, según el punto de vista de su constitución» y que interesa lle-
var a cabo una «lectura simbólica>> de las obras (1972: 42). La lectura simbólica es el resul-
tado lógico de concebir la obra como una estructura abierta a múltiples significados, y no
como una estructura cerrada con un único significado verdadero. Sumamente interesante re-
sulta lo que escribe Barthes al respecto:

Cada época puede creer, en efecto, que ostenta el sentido canónico de la obra, pero bas-
ta ampliar un poco la historia para transformar ese sentido singular en un sentido plural y la
obra cerrada en obra abierta. La definición misma de la obra cambia: ya no es un hecho his-
tórico; pasa a ser un hecho antropológico, puesto que ninguna historia lo agota. La variedad
de los sentidos no proviene pues de un punto de vista relativista de las costumbres humanas;
designa, no una inclinación de la sociedad al error, sino una disposición de la obra a la aper-
tura; la obra ostenta al mismo tiempo muchos sentidos, por estructura, no por la invalidez de
aquellos que la leen. Por ello es pues simbólica: el símbolo no es la imagen sino la pluralidad
de los sentidos (1972: 52).

Se entiende así que el sentido de una obra varía según la época en la que sea leída.
Como dice Barthes:

Una obra es «eterna>>, no porque imponga un sentido único a hombres diferentes, sino
porque sugiere sentidos diferentes a un hombre único, que habla siempre la misma lengua sim-
bólica a través de tiempos múltiples: la obra propone, el hombre dispone (1972: 53).

Todavía insiste de nuevo el crítico francés y afirma:

La lengua simbólica a la cual pertenecen las obras literarias es por estructura una lengua
plural, cuyo código está hecho de tal modo que toda habla (toda obra) por él engendrada tie-
ne sentidos múltiples (1972: 55).
440 HISTORiA DE LA CRITICA LITERARIA

Lo que en definitiva queda claro al leer Critique et verité es que los trabajos de la nue-
va crítica no pueden ser valorados desde la óptica de la crítica tradicional porque se basan
en presupuestos radicalmente distintos. Dos concepciones de lo que debe ser la crítica lite-
raria entran en franca oposición en esta querella y no es posible acercarse desde los postula-
dos de una a la otra. Es lo que insinúa Barthes con esta pregunta:

¿Reprocharíamos a un chino (puesto que la nueva crítica le parece a la antigua una len-
gua extranjera) que cometiera faltas gramaticales en francés cuando habla en chino? (1972: 43).

Entre las distintas tendencias que conforman la «nueva crítica» pueden distinguirse dos
corrientes básicas:

Crítica temática o de interpretación: una hermenéutica que pretende interpretar la


obra tratando de identificar esa obra con la conciencia que la creó, de modo que su
orientación es claramente subjetiva y sorprende por ello que se la englobe dentro de
la «nueva crítica>>. Se la denomina crítica temática porque sus seguidores conside-
raban que el tema de la obra era un indicio muy significativo del peculiar universo
mental del autor. Creen que el sentido de la obra no se agota la investigación
científica y buscan acercarse a la obra con una actitud de simpaiía que les permita
captar, no las estructuras objetivas, sino las subjetivas, las que tienen que ver con el
impulso creador del autor, pues se proponen recrear la experiencia creadora y llegar
así hasta el yo profundo del escritor. En este tipo de crítica -cuya afinidad con la
estilística idealista resulta evidente- destacan: Georges Poulet y Jean Starobinski.
Crítica objetiva: es la crítica de tendencias como la estructuralista, la marxista y la
psicoanalítica, cuya objetividad se ve en el hecho de que todas ellas comparten, por
ejemplo, un principio básico del Estructuralismo: el rechazo del creador en cuanto
personaje histórico y de los datos sobre su biografía que la crítica erudita no se can-
saba de acumular.

Con las tendencias de la crítica objetiva de la «nueva crítica», el individuo como crea-
dor consciente pierde todos sus derechos, pues el psicoanálisis ve en la obra el reflejo del in-
consciente del creador, la mitocrítica (que parte de la teoría del inconsciente colectivo de
Jung) ve en la obra el reflejo del inconsciente colectivo, y la crítica marxista considera que
la obra es la manifestación de una visión del mundo colectiva. Así, el Estructuralismo, de la
mano de Barthes, proclama en 1968 «La muerte del autoD>. El análisis estructural prescinde
por completo de la búsqueda de causas externas y, además, se niega a convertir al sujeto en
una causa explicativa (Culler, 1978: 52).
La ruptura con la idea tradicional de que la literatura es la expresión de un mundo ofre-
cida por la visión peculiar de un creador hace que el Estructuralismo intente irrcluso sustituir
el concepto mismo de literatura por el de escritura o texto, con lo que se pretende decir que
es el lenguaje mismo el que habla y ya no el autor, como asegura Roland Barthes en «La
muerte del autor» (1987: 66). Escribe Barthes en este ensayo:-

La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto,
el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia iden-
tidad del cuerpo que escribe (1987: 65).

Como se ve, lo que se quiere es «sustituir por el propio lenguaje al que hasta entonces
se suponía que era su propietario» (1987: 66). Ya en Critique et verité (1966), Barthes había
defendido esta idea. Escribía allí: «El autor, la obra, no son más que el punto de partida de un
LA CRÍTICA LITERARIA EN EL SIGLO XX 441

análisis cuyo horizonte es un lenguaje: no puede haber una ciencia de Dante, de Shakespeare
o de Racine, sino únicamente una ciencia del discurso» (1972: 63). Así, se entiende que «es-
cribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad -que no se debería con-
fundir en ningún momento con la objetividad castradora del novelista realista-, ese punto en
el cual sólo el lenguaje actúa, performa, y no yo» (1987: 66-67). Decretada la muerte del au-
tor, deja de tener sentido la idea de que las obras tienen un único significado (el mensaje que
el autor ha querido comunicar) y gana terreno otra idea, la de que el texto es «un espacio de
múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna
de las cuales es la original», es decir, que «el texto es un tejido de citas provenientes de los
mil focos de la cultura» (1987: 69). De modo que el escritor -dice Barthes- «se limita a
imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las
escrituras» (1987: 69). Ya no tiene sentido, entonces, que el crítico trate de descifrar el texto,
de encontrar su significado último. Lo único que puede hacer es no descifrar, sino desenre-
dar la estructura del texto. Y es que la idea de un significado último remite a una escritura
cerrada y toda escritura es, por esencia, abierta, es decir, está abierta a múltiples significados
y es el lector, y no el autor, el lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, pues sólo en
la actividad de la lectura trata de dársele unidad, coherencia, al texto. De ahí que escriba Bar-
thes: «el nacimiento del lector se paga con la muerte del AutoD> (1987: 71).
Hay que decir, sin embargo, que este ensayo es de 1968 y Barthes había utilizado ya
antes, en Le degré zéro de l'écriture (1953), la noción de escritura con un sentido ligera-
mente distinto al utilizado en «La muerte del autor». La diferencia reside en el hecho de
que en el ensayo de 1953 a Barthes le interesaba sobre todo referirse a la ideología de los
escritores y demostrar cómo ésta queda reflejada en sus obras. Así, afirma Barthes en Le
degré zéro de l'écriture que entre la lengua y el estilo -realidades que no son fruto de una
elección libre por parte del escritor-, existe otra realidad formal voluntariamente elegida:
la escritura. «En toda forma literaria -escribe Barthes- existe la elección general de un
tono, de un ethos si se quiere, y es aquí donde el escritor se individualiza porque es donde·
se compromete» (1993: 21). Para Barthes, la lengua es un objeto social que el escritor en-
cuentra sin salir en su búsqueda, es decir, algo que no elige, que está allí y que además tie-
ne que compartir con otros. El estilo, por su parte, «Se eleva a partir de las profundidades
míticas del escritor y se despliega fuera de su responsabilidad», de modo que, según Bar-
thes, tampoco obedece a una decisión consciente (1993: 19). La escritura, en cambio, es ya
el resultado de una reflexión sobre la literatura, de un modo de pensar la creación literaria.
Implica, por tanto, la «elección de un comportamiento humano», y precisamente por ello
puede ser considerada como «la moral de la forma» (1993: 22-23). Dicho de otro modo:
existe una «ética de la escritura» (Barthes, 1993: 85). Lo que la escritura pone al descu-
bierto es, en definitiva, la relación existente entre la creación literaria y la sociedad, el gra-
do de compromiso que mantiene el escritor ,con su realidad social. Interpretando la noción
de écriture, señala Yves Velan:

Por un lado, los escritores se sienten vueltos incesantemente hacia dentro de su propia
subjetividad; este discurso singular, por otro fado, resuena sobre la historia que, a su vez, lo
juzga. Toda revelación, no obstante, es también la obligación de asumir una carga. ¿La carga
de qué? Para el escritor, tanto de la profundidad de su conciencia como de su propia histori-
cidad. El otro lado de su individualidad se le revela como el papel que habrá de desempeñar
en la sociedad (1972: 321).

Aparte de presentar la noción de escritura, Barthes, a partir de la lingüística generativa


y de la antropología estructural de Lévi-Strauss, entrevé la posibilidad de convertir los estu-
dios literarios en una actividad científica y quiere ir más allá del mero descriptivismo de Ja-
442 HISTORIA DE LA CIÚTICA LITERARIA

kobson pues, influenciado por Chomsky, lo que pretende es sacar a la luz el proceso propia-
mente humano por el cual los hombres dan sentido a las cosas, es decir, se propone un análi-
sis de la lógica mediante la cual se producen los significados aceptables. Las ideas de Chomsky
influyen en Barthes y éste empieza a concebir al hombre como una especie de máquina gene-
radora de sentido (generativismo) mediante un juego de reglas que el investigador debe re-
construir. El método de Barthes tiene en cuenta la recepción de la literatura y, como todos los
métodos que en mayor o menor grado tienen en cuenta este aspecto, este crítico francés pos-
tula un cierto relajamiento entre el signo lingüístico y su aspecto denotativo, pues contempla
la posibilidad de trasladar un signo lingüístico desde su contexto histórico original a otro con-
texto, con lo que la denotación se va perdiendo poco a poco, pero se van agrandando las aso-
ciaciones generales. A partir de esta idea, Lucien Goldman habla de «la muerte de la literatu-
ra», refiriéndose a que con el advenimiento de una nueva sociedad pueden llegar a perderse
los lazos de conexión entre un signo y su referente -aquello que denota- lo que cada vez
obligaría a más notas a pie de página para que pudiera entenderse el significado del texto.
Barthes examina la obra en relación con otros procesos culturales y llega a la conclu-
sión de que la literatura es un sistema funcional en el que hay una constante (la obra) y una
variable (la época en que la obra es leída). La reacción del lector está condicionada por la
época en que vive, por su lengua, por su ideología, etc., de modo que las interpretaciones en
torno a una misma obra pueden variar. Las reacciones del lector, pues, dependen de su con-
texto histórico, puesto que éste determina la cosmovisión de cada individuo. En Sur Racíne,
Barthes desarrolla su método siguiendo el Estructuralismo antropológico de Lévi-Strauss y,
en lugar de hablar de los individuos concretos (los personajes de Racine), habla de las rela-
ciones entre personajes, organizándolas en oposiciones binarias, lo que demuestra su enfo-
que estructuralista. Lévi-Strauss señaló dos categorías de relaciones principales en comuni-
dades de tribus primitivas, la relación de deseo y la de autoridad, y Barthes las proyecta en
las obras de Racine para concluir que la relación de poder es la dominante en este autor.
Frente a las críticas que Picard dirigió a este método crítico, Barthes explicó en su en-
sayo «La actividad estructuralista» en qué consistía su metodología: el estructuralista co-
mienza a trabajar con el objeto real, lo descompone y luego lo vuelve a reconstruir mostrando
las regularidades que gobiernan las funciones de un objeto. El texto más estructuralista de
Barthes es «<ntroducción al análisis estructural del relato» (1966). Se advierte en él, clara-
mente, el influjo de la antropología estructural de Lévi-Strauss, sobre todo la idea central de
que en todas las actividades humanas puede encontrarse análoga estructura a la descubierta
en las lenguas por la lingüística estructural. Barthes parte de este principio para afirmar que
los relatos son una realidad antropológica, pues están presentes en todos los tiempos y en to-
das las sociedades, y tienen una estructura que puede analizarse siguiendo el modelo del aná-
lisis lingüístico. Por tanto, existe una gramática del relato, es decir, un conjunto de reglas es-
tructurales comunes a todos los relatos. Éste es el convencimiento esencial de los estructu-
ralistas. Para ellos existe una gramática universal que puede ser reconstruida, una estructura
inmutable en el espíritu humano. Y desde este convencimiento se elabora, no sólo el ya ci-
tado Análisis estructural del relato (1966), de Roland Barthes, sino también otros ensayos
narratológicos tan importantes como Las categorías del relato literario (1966), de Tzvetan
Todorov, o el Discurso del relato (1972), de Gérard Genette.

6.3. SOBRE LA COMPETENCIA LITERARIA

En uno de los ensayos que conforman su Literature as System, Claudio Guillén ha in-
sistido en el hecho de que es la existencia de una base convencional identificable en toda tra-

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