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De la prioridad del ser al primado del sujeto

Juan Antonio Estrada Díaz


Catedrático de Filosofía. Universidad de Granada

Resumen

En el pensamiento de Agustín de Hipona, hay un desplazamiento de la naturaleza a la historia


como ámbito decisivo de la identidad humana, así como un desencantamiento de la primera que
pierde su carácter de paradigma referencial en favor de la libertad responsable como característica
de la humanidad.

En un artículo anterior, “Del primado del cosmos a la subjetividad en la filosofía griega”, analizamos
el enfoque griego acerca de la identidad personal (https://goo.gl/KRzxCV). Resaltamos la concepción
del ser humano como ‘microcosmos’, la perspectiva objetiva y descriptiva, los diversos intentos de
definición de la naturaleza humana y las vinculaciones y diferencias entre la razón y la subjetividad.
En este segundo trabajo nos centraremos en la aportación de la filosofía cristiana y sus distintas
formas de apropiación de la filosofía griega. Si la concepción griega es cosmocéntrica y
ontoteológica, es decir, parte de un ser que se impone al hombre y de una estructura del mundo
avalada por la divinidad, la judeocristiana implica un desplazamiento del cosmos en favor del sujeto.
La identidad viene dada por la relación constitutiva con Dios (1). Ya no es el cosmos el ámbito por
excelencia sino la historia y la naturaleza aparece como mundo creado, obra de un ser espiritual, a
cuya imagen y semejanza se constituye la persona.

No se parte de un universo y naturaleza eternas y estáticas, sino de un cosmos que ha tenido un


origen y que, por tanto, es finito, además de que evoluciona. La mimesis está referida a Dios y no al
mundo, y la memoria platónica (la “anámnesis”), que es una racionalización secularizante de la teoría
de las reencarnaciones órficas y del mito de la caída, es sustituida por la iluminación divina. La
creatividad se expresa en la historia, que se entiende como un proyecto de Dios, una alianza con el
hombre y una promesa de futuro que se convierte en la meta de la historia. De esta forma se rompe
con la circularidad del pensamiento griego y con el predominio del fato, que se impone a los dioses
y todos los vivientes, y cobra importancia la temporalidad como continuidad lineal, que culmina en
un telos establecido por Dios, al que sólo se puede llegar desde la mediación humana.

Al poner el acento en la imitación del Dios sujeto que se revela en la historia, y no de una naturaleza
objetiva, se hace posible una concepción de la libertad como creatividad y proyecto, que va mucho
más allá de lo griego, ya que hay que armonizar los mandamientos divinos y las leyes del cosmos
(el derecho natural). El dualismo entre lo natural y lo sobrenatural, la subordinación de lo terreno a
lo celestial, el primado de la gracia y la valoración de la libertad humana marcan la primera síntesis
cristiana. También sus tensiones, según se acentúe la actividad y protagonismo humano
(pelagianos) o el primado divino (espiritualistas), la divinización o la impotencia del hombre. La
inconsistencia de lo creado favorece el espiritualismo y la fuga mundi, en los que influyen las viejas
corrientes gnósticas, platonizantes y maniqueas. Pero como Dios se hace presente en el mundo,
éste queda consolidado como lugar de encuentro con la divinidad desde la praxis del sujeto. Las
controversias entre la libertad y la gracia (el problema clásico de auxiliis) son permanentes desde los
orígenes hasta bien entrada la modernidad. En ella se juega el protagonismo del ser humano y la
misma concepción de la inmanencia de Dios en la historia. Cuanto más trascendente es Dios más
espacio deja a la libertad humana; cuanto más se acentúa el carácter objetivo del cosmos, más se
resalta la libertad subjetiva y la subordinación del mundo a la subjetividad creadora de ambos.

Por eso, hay un desplazamiento de la naturaleza a la historia como ámbito en el que se juega la
identidad humana, así como un desencantamiento de la primera que ha perdido su carácter de
paradigma referencial en favor de la libertad responsable como característica de lo humano. La
identidad ya no se queda en el mero ámbito teórico, sino que se desplaza a la praxis histórica. El ser
humano no nace, sino se hace y la esencia no es algo dado de una vez por todas, sino que es
apertura e indeterminación que se concreta en la acción histórica. Se mantiene la inteligibilidad del
mundo y se pone el acento en la inteligencia y libertad personal, que no sólo domina sobre el cosmos,
sino que es la instancia a la que se revela la voluntad divina, mediante un ejercicio de reflexión,
buscando a Dios en los acontecimientos. Se mantiene la unidad ontoteológica, cósmica y divina, de
la época griega, pero se radicaliza la existencia contingente del cosmos y del hombre, y se pone el
acento en el segundo como auténtico demiurgo, como instrumento de la acción divina en el mundo.
El ser humano no es tanto un microcosmos cuanto imagen y semejanza de un Dios personal.

Lo terreno deja de ser mera copia del mundo de las ideas divinas, para poner el acento en la persona
como colaboradora de Dios en la ordenación de lo creado, dentro del marco histórico de la alianza y
desde una antropología en la que el sujeto humano es icono de Dios. La gran tentación es la
teocracia, en la que el dominio de Dios sobre el mundo se traduce en el de sus representantes
jerárquicos, que genera la protesta de la reforma protestante posterior. La lucha entre los
representantes mundanos de Dios (los príncipes y señores) y los religiosos (hierocracia sacerdotal)
domina toda la época cristiana, y mantiene la idea de que hay un orden social objetivo que hay que
mantener, aunque no se legitima tanto en función de la naturaleza cuanto en referencia a Dios, como
bien muestra Calderón de la Barca con su gran teatro del mundo. Lo básico es la relación con Dios,
pero se le encuentra en los acontecimientos intramundanos. Se mantiene siempre el teocentrismo
como marco, la referencia a Dios, pero esa relación es operativa, pragmática, mundana.

Inicialmente se pone el acento en la escatología, es decir, en prepararse para los acontecimientos


finales, para la venida del mesías o la segunda venida de Cristo, que viene para juzgar la historia.

La meta última es don divino, no obra humana, y por ello no supone simplemente una consumación
de la historia, cuyo agente es el hombre, sino la interrupción de ésta por obra de la acción divina. El
ser humano es el agente de la historia, no Dios, pero este se hace presente en ella mediante la
inspiración y la motivación de los autores inmanentes de los eventos históricos.

La tradición cristiana es la de una relación con Dios que constituye al hombre en “hijo de Dios”, desde
una concepción monoteísta y paternal de la divinidad. La dignidad de la persona se basa en su
relación religiosa, pero ésta no le lleva necesariamente a la fuga mundi, porque está contrarrestada
por la dinámica utópica de la construcción, siempre inacabada, del reinado de Dios en el mundo. La
trascendencia divina no lleva necesariamente a la desmundanización ni a la negación abstracta del
mundo, como ocurrió en la tradición monacal, que se acabó imponiendo como modelo a toda la
sociedad cristiana, sino a la transformación del mundo desde el testimonio y seguimiento del mesías
y profeta Jesús.

Toda la acción humana se desarrolla en el intermedio entre el Jesús que nos ha legado una historia
conflictiva de transformación del hombre y de la sociedad, a partir del principio de la implementación
del reinado de Dios en el mundo, y el Cristo, rey y juez, cuya venida se espera como culminación del
reino y como respuesta al hambre de justicia y al sinsentido de la historia. Hay aquí una linealidad
del tiempo, que tiene un comienzo y un final, con lo que se resalta su contingencia y su temporalidad,
en contra de la concepción griega de un tiempo cíclico que corresponde a una materia eterna como
la misma divinidad. De esta forma adquiere un nuevo significado la pregunta por el sentido del ser,
ya que ha quedado relativizado, cuestionado ontológicamente como contingente, no sólo en lo que
afecta a su orden o sentido, que es lo que preocupaba a los griegos, sino en cuanto que surge
implícitamente la pregunta por el origen y término del ser, el porqué hay algo y no nada de la tradición
posterior.
Desde el momento en que se acentúa la contingencia y finitud del ser, contra los griegos, se ponen
las bases de una antropología dinámica y abierta. El ser humano es siempre ansia insatisfecha de
plenitud y de fundamento, carencia que se expresa en el deseo de Dios y que tiene como trasfondo
la indigencia del ser, tanto en lo que respecta a los orígenes (el nacimiento), como al término (la
muerte). La tragedia no está en el conflicto entre los intereses particulares del individuo y las
exigencias sociales, sino en una finitud abierta que ansía la infinitud; en una inmanencia que busca
trascenderse y superarse; en un ser mortal sediento de inmortalidad. La incompletitud humana es la
otra cara de su dinamicidad abierta, desde la cual se comprende la dicotomía entre ser y deber ser,
entre inmanencia y trascendencia, entre el orden de la razón y el del deseo. La primacía griega del
logos tiene que corregirse aquí desde la revalorización de la voluntad y el deseo, con lo que el
problema esencial es el de la libertad.

La identidad, a su vez, está dada germinalmente, en cuanto que cada hombre tiene una suprema
dignidad como persona, por su filiación divina, pero tiene que desarrollarse personalmente en la
historia. Se parte de una hermenéutica que pone en primer plano la dignidad humana, la cual será
el fundamento de las éticas y morales secularizadas de la modernidad. Lo básico es el protagonismo
humano, agente último de la historia, así como el conjunto de relaciones en el que se juega la misma
vinculación a Dios. La identidad personal se despliega y se realiza según la forma de vida que adopta
cada cual. El referente es siempre el otro, el tú del prójimo, que es la mediación esencial para
referirse a Dios, a partir de la identificación que Jesús establece entre la relación con Dios y con el
prójimo como dos realidades convergentes. La trascendencia divina, que se acentúa de forma
radical, se compagina con la máxima inmanencia (a Dios sólo se le encuentra en las relaciones
humanas) y el judaísmo se transforma en el cristianismo como la religión del Dios hombre y del
hombre Dios.

Esta hermenéutica de la persona constituye uno de los elementos nucleares de la tradición


occidental, juntamente con la griega y con la posterior filosofía de la conciencia que cristaliza en la
época ilustrada. La religión del Dios encarnado es también la de la divinización del hombre, elevado
al rango de interlocutor de Dios y agente de su presencia en el mundo. Esto explica que el
cristianismo tenga al ateísmo como inevitable compañero de viaje, ya que la humanización de Dios
es el complemento de la divinización humana, eliminando la complementariedad en favor de uno de
los polos. Puede derivar en un ateísmo humanista y en una subordinación humana ante lo divino,
que acaba aniquilándolo a mayor gloria de Dios. El ateísmo, al menos algunas de sus corrientes,
hay que comprenderlo como un derivado del humanismo, ya que se busca devolver al hombre su
esencia alienada, eliminar las ilusiones infantiles y evitar la trascendencia como una perversión de
la capacidad utópica humana. Pero también el teísmo ha sido el germen de la dignidad de la persona,
de un humanismo operativo, que busca dominar el mundo y transformar la sociedad en una línea de
fraternidad que es el antecedente del concepto secularizado de solidaridad humana.

Poco a poco, y en buena parte como resultado de la inculturación en la cultura grecorromana y por
la influencia del neoplatonismo, la estoa y el gnosticismo, se dio una convergencia entre el dualismo
platónico (mundo de las ideas y realidad mundana) y la concepción de la historia judeocristiana, que
llevó al dualismo del más allá y del más acá, dando el primado al primero y acentuando la relación
solipsista del alma con Dios, que es lo que resaltó la tradición monacal. De esta forma, la concepción
platónica cristianizada se convirtió en el eje referencial para constituir los órdenes sociales, según la
conocida fórmula desarrollada en el medievo de los contemplativos, los señores (guerreros) y los
trabajadores, que constituyen el último estamento social (2). El creacionismo cristiano se interpretó
desde la metafísica griega de raíz platónica, con lo que se consagró el alma como principio sustancial
que da identidad a la persona, a costa de su ser corporal y de desvirtuar las actividades que tienen
que ver con el mundo de los sentidos.

Hay aquí una desmundanización incipiente, ya que el acento está puesto en la interioridad y la
subjetividad espiritual adquirió un significado ontológico. La muerte afecta al cuerpo corrupto, pero
dejaba intacta el alma inmortal, que sería lo verdadero, aunque paradójicamente la antropología
semita de la que deriva el cristianismo original no es dualista sino unitaria y el cuerpo es una
referencia a la totalidad de la persona. El dualismo griego asimilado por el cristianismo tuvo
consecuencias para la filosofía política y social, denigrando las actividades corporales, así como la
praxis de la historia. Ya no había una escatología histórica y se perdió el dinamismo mesiánico y
profético de los orígenes en favor de una escatología de dos pisos (más allá/más acá, lo sobrenatural
y lo natural) que es el eje de la filosofía de la historia y de la concepción del hombre de san Agustín.

El concepto de identidad humana en san Agustín

Para san Agustín, Dios es la meta del yo desde la renuncia al mundo, aunque esto no corresponde
al planteamiento inicial del cristianismo, que pone el acento en la tensión histórica mesiánica y en no
acomodarse al mundo, buscando transformarlo y cristianizarlo (3). No hay una negación global del
mundo, aunque esta tendencia se canalice en la ascética y en la mística que favorecen el solipsismo
del alma desmundanizada que busca a Dios. El énfasis en la voluntad favorece una negación
práctica (el mundo como valle de lágrimas) en la que se trata de estar en el mundo y no ser de él
(negación operativa y no contemplativa). Dios no es tanto omnipotencia presente que limita al agente
de la historia, cuando interpelación trascendente desde la inmanencia (inspiración, motivación) que
despierta la vocación humana. La esperanza del más allá remite a la vocación en el más acá. Hay
que relativizar el mundo (contra el ateísmo) y mantenerse abierto y en búsqueda de la voluntad
divina.

El hombre nuevo es el interior, con una concentración en el mundo de la subjetividad, en el que


confluyen el conocimiento de sí mismo y de Dios. Se refuerza la interioridad en cuanto que se pone
a Dios como inmanente, más íntimo que las raíces de la propia intimidad (4). Se profundiza en la
interioridad para encontrar a Dios. En este sentido, san Agustín es un precursor y, al mismo tiempo,
una alternativa al planteamiento de Feuerbach sobre la antropología como secreto de la teología y
viceversa. Lo divino hay que encontrarlo en lo humano, el secreto de la teología es la antropología y
san Agustín añade que también a la inversa. Lo que Feuerbach plantea a nivel general, el ser
humano es lo divino, cuyos predicados son los del hombre, lo asume Agustín para una persona
concreta, ya que la cristología es el secreto de la antropología.

El repliegue sobre sí y la autoafirmación de la conciencia reflexiva son la otra cara de la búsqueda


de Dios. La gran amenaza a la identidad viene desde dentro de lo humano, no es algo exterior a él
como en la concepción griega. El pecado es la autoposesión y el autodominio, ya que la interioridad
humana depende de Dios. Es una conciencia abierta a la alteridad divina, inmanente a ella, ya que
hay una heteronomía ontológica de la persona respecto de Dios, que siempre le mantiene en
búsqueda. Por eso, Dios no es demostrable, sino reconocible (cogito, ergo Deus est) (5), preparando
el camino a Descartes. Hay que buscarlo en los orígenes y en la meta, de lo cual se deduce una
teología natural (asumida de los griegos, con las correcciones que impone la concepción personal
de Dios y el creacionismo) y una teología antropológica, que es la que da lugar a las pruebas
gnoseológicas y epistemológicas.

Hay una concepción relacional del hombre, no en la línea del reconocimiento intramundano del otro
(de la alteridad del prójimo) sino en cuanto apertura a un Dios trascendente que es también
inmanente a la realidad humana. Se trata de un Dios más buscado que conocido, siendo la búsqueda
divina el proceso a través del cual se logra el conocimiento de sí, la toma de conciencia de la propia
identidad. Ya no hay una correspondencia entre conocimiento y ser, como en la concepción griega,
sino que el hombre tiene que orientarse hacia su fundamento último para desde ahí tomar distancia
de la propia subjetividad. La imagen de Dios en el hombre sólo se conserva al orientarse hacia él y
se une más a Dios cuando se ama menos lo propio. La lucha por el conocimiento es también un
proceso de distanciamiento crítico de sí mismo, un combate contra las dinámicas posesivas del yo,
Por eso hay que aspirar a la verdadera sabiduría (gozar de Dios), en lugar de buscar la ciencia de
las cosas mudables (sólo hay que usar de ellas).

El ser humano es para Agustín el lugar en el que se cruzan las dinámicas ascendentes y
descendentes, el intermediario que vive la tensión entre su ser mundanal e histórico y su dinámica
divina. El mal surge cuando se pervierte la doble dinámica de gozar y usar. Incluso el gozo del amor
a los hombres hay que referirlo a Dios, sin buscarlo por sí mismo. La desmundanización llega así al
ámbito de la propia corporeidad y de la relación con las personas. De ahí, la importancia de la libertad
junto a la inteligencia, del querer junto al conocer. Esa desmundanización es paradójica, ya que la
concepción judeocristiana del hombre es la de una realidad unitaria espiritual y corporal al mismo
tiempo. Pero se impuso la perspectiva griega de un alma inmortal a la que pertenece un cuerpo
perecedero. El cristianismo no afirmaba la inmortalidad del alma más allá de la muerte, sino la
resurrección de los muertos, ya que muerte y resurrección afecta a toda la persona en su
globalidad. Todo el sujeto vivía y moría, siendo la muerte el encuentro definitivo con la divinidad, en
la que debería integrarse en su totalidad de ser.

De ahí, que se puede tomar distancia de la propia biografía y contar la historia desde la comprensión
personal de la perspectiva divina, la cual relativiza los acontecimientos intramundanos y ofrece otra
perspectiva al yo, como ocurre en las confesiones. No hay un sujeto autónomo constituyente de su
subjetividad, en el sentido cartesiano y moderno, sino uno constituido, memoria de sí que encuentra
a Dios en el recuerdo mismo, aunque nunca sea un objeto memorizado (6). De esta forma hay una
creatividad de la subjetividad, iluminada por Dios, en contraposición a la pasividad de la
reminiscencia platónica. Es una subjetividad que discierne y evalúa (7), preparando el intelecto activo
de la escolástica. Al reflexionar sobre el curso biográfico (Confesiones), aparece el yo como
permanente en el tiempo y en la variación. El autoconocimiento lleva a descubrir la fundamentación
interna del sujeto y su riqueza, que hacen diferente al individuo agustiniano del átomo de Demócrito.
De esta forma se abre la puerta a lo específico de cada sujeto, revalorizado por la creencia cristiana
en su dignidad y protagonismo.

El ser surge desde el recuerdo del hombre, el alma se conoce desde la reflexión sobre su propia
historia en la que reconoce su fundamento divino. La relación con uno mismo y en ella la relación
con Dios son las que constituyen la identidad del sujeto, que es memoria e historia al mismo tiempo.
La interioridad espiritual, el recogerse sobre uno mismo, es lo que permite captar la vulnerabilidad y
la validez del yo, así como establecer correspondencias entre la trinidad divina y las facultades
humanas de la memoria, la inteligencia y la voluntad. La dinámica triádica de la tradición griega, deja
paso a una nueva formulación inspirada en la teología cristiana y hace de la relación con otros el
elemento fundamental del sujeto. La relación deja de ser una categoría (aristotélica) del ser y una
determinación extrínseca del sujeto para convertirse en lo que constituye al ser humano en cuanto
tal (8).

Se reflexiona sobre el hombre desde la perspectiva divina, integrando lo eterno en la temporalidad


del sujeto, distinguiendo entre la memoria y el alma. Los recuerdos de la mente expresan la
variabilidad del espíritu humano y remiten a la contingencia del individuo empírico. En cambio, el
hombre interior no debe depender de los acontecimientos contingentes, sino que se mantiene fijo en
su relación con Dios determinante de su existencia. Se trata de vincular la eternidad a la temporalidad
a partir de la distinción entre dos formas de existencia, con claras resonancias ascéticas y
espirituales. El hombre es un ser espiritual, vinculado al mundo de los sentidos y condicionado
espacio temporalmente, que tiene como referencia a Dios. Se trata de una ontología de la persona
en la que Dios es el fundamento de la propia existencia, aunque la temporalidad del hombre como
ser contingente siempre persiste. De ahí, que el hombre sea memoria (recuerdos), conocimiento y
amor simultáneamente, desde la doble personalidad que subsiste en cada uno (9). Esta tensión entre
el hombre interior y el exterior explica también la falibilidad existencial del ser humano, que lleva a
san Agustín a derivar el carácter pensante del hombre de la equivocación y del error, propios de la
existencia (10).

De esta manera, la subjetividad propia se pone en el centro de la reflexión y se acentúa la creatividad


humana como proyecto. Más allá de la libertad política hay que llegar a la interior. El acento ya no
está sólo en las obras, sino que se desplaza a la conciencia (pureza de intención), potenciando la
reflexión sobre la subjetividad interior (el mundo de los deseos y de los sentimientos, las relaciones
entre la imaginación y el intelecto). Esta creatividad sólo se logra desde la orientación a la
trascendencia divina, que impide alienarse al hombre, en cuanto que éste no se deja atrapar en la
malla de las cosas. El orden no es algo objetivo, que viene dado por la naturaleza de las cosas, sino
que consiste en relativizar las realidades intramundanas, sin absolutizarlas, y en mantenerse siempre
en búsqueda de Dios. Hay que ordenarse a sí mismo y ordenar las cosas, subordinándolas y
orientándolas hacia Dios. Esta trascendencia en la interioridad personal es uno de los legados
fundamentales de san Agustín, no sólo para el medievo, sino para la misma modernidad e influye
tanto en Lutero como en Ignacio de Loyola, que son dos representantes del paso del medievo a la
incipiente modernidad, centrada en el primado del sujeto y en una progresiva revalorización de la
subjetividad personal. La reflexión y la crítica de la propia subjetividad prepara el camino a la
modernidad filosófica.

La concepción agustiniana se convirtió en el paradigma de referencia para la tradición posterior.


Mantuvo un dualismo platonizante entre cuerpo y alma, tierra y cielo, naturaleza y gracia y por otro
lado subordinó radicalmente lo natural a lo sobrenatural. Este es el punto de partida para la filosofía
y la teología occidental a lo largo del medievo, hasta bien entrada la modernidad. Por una parte, lleva
al primado de la fe sin negar el valor de la razón (Escolástica) y por otra a la superioridad de lo
espiritual sobre lo natural (en el terreno político, en lo sociocultural, en la antropología),
funcionalizando lo humano respecto de lo divino. Es la teoría de los dos pisos, la subordinación de
lo natural a lo sobrenatural, que determina su filosofía de la historia y el agustinismo político, que
subordina la espada temporal a la espiritual. Su concepción del hombre se orienta a lo divino y las
virtudes y los hechos mundanos carecen de valor en sí mismos. San Agustín tiene una antropología
pesimista, que fue determinante para la modernidad religiosa con Lutero y con Pascal.

El concepto de persona en la filosofía cristiana

La irrupción del aristotelismo a partir del siglo XIII, sobre todo con Tomás de Aquino, supuso una
rehabilitación del cosmos contra la fuga mundi. Se comenzó a plantear la relación del sujeto con Dios,
con las cosas (con el mundo), con los otros y consigo mismo, preparando el camino a la modernidad
desde la autorreferencialidad (el hombre es reditio completa in seipsum). Se intentó una nueva síntesis
entre la concepción objetiva antropológica propia de la filosofía griega y la afirmación de la
subjetividad interior de la filosofía cristiana del primer milenio. Boecio ofreció la síntesis que tuvo
mayor influencia: “Persona es sustancia individual de naturaleza racional” (11). Se combina la
descripción objetiva de la identidad (individualidad incomunicable y simple) con el carácter social de
la persona. Se enfatiza la consistencia y objetividad, la autonomía de cada persona, a costa del
carácter relacional que destacaba san Agustín. La persona es un suppositum, una entidad individual
y racional. Se prepara el camino a Descartes, que hace del yo ontológico un cogito. La esencia
humana se pone en relación con la racionalidad, mientras que la autonomía está vinculada a la
individualidad, a costa del carácter relacional del sujeto en la tradición teológica. La naturaleza da
especificidad al objeto, expresa lo que hace al hombre diferente de otras sustancias. Se mezcla el
objetivismo sustancial y el sujeto, visto como individuo, que se desarrolla en un contexto relacional.

La “persona” (prosopon, rostro) designaba en la época clásica la máscara del actor, así como los
roles o funciones sociales desempeñadas. El actor tenía varias representaciones y se ponía varias
caretas para manifestar sus diversas personalidades. Lo que cobra relevancia es la imagen pública,
porque el derecho romano rechaza que las mujeres, los niños y los esclavos tengan personalidad
jurídica. El concepto se desarrolló en la teología cristiana: un único Dios con tres rostros y modos de
existencia, mientras que en Oriente se prefiere hablar de un Dios y tres formas individuales de existir
o hipostasis (lo que permanece). Hay una esencia divina común de la que se parte y tres formas
personales de existencia (que no son tres dioses o esencias distintas) (12). El concepto latino de
persona y el de hipostasis(sujeto) oriental fueron equivalentes desde el siglo IV, con lo que se unieron
hermenéuticas diferentes. El nombre individual designa a cada existencia personal y se prepara el
camino a una comprensión triteísta de la Trinidad, que obstaculizaba la idea de un dios y tres
personas. La unidad esencial de Dios es compatible con tres modos divinos de existir, intentando
compaginar una ontología esencialista y la individuación plural. Para san Agustín, las tres hipostasis
o formas de existir se determinan por las relaciones que existen entre ellas y el concepto de sujeto
viene dado por su contexto interpersonal, dando la primacía al Padre respecto de las otras dos
personas divinas. Las tres personalidades divinas se pueden comprender desde una esencia divina
común que se cristaliza en tres formas de existir y de comunicarse, o desde la primacía del Padre
como Sujeto divino del que deriva la manifestación personal del Hijo y del Espíritu. La filiación divina
de todos los hombres, la relación con Dios, es la que hace que todos sean personas, a diferencia de
la concepción griega, ya que se parte de lo histórico relacional y no de lo ontológico.

Esto es lo que se pierde con Boecio que acentúa la individualidad de cada persona, su
incomunicabilidad que tiende a una concepción solipsista, monádica y autárquica de la identidad de
cada uno. Boecio no distingue adecuadamente la existencia y la esencia de cada persona y la califica
de sustancia individual, cuya diferencia específica es la racionalidad. La tensión entre un sujeto que
se establece a partir de la relacionalidad, es decir, de la subsistencia individual y la definición objetiva,
que resalta la naturaleza racional de cada individuo, se mantiene a lo largo del medievo, aunque lo
segundo es lo que se impone. Es un conflicto entre la persona vista como esencia (Boecio) o como
existencia (Ricardo de San Víctor: “existencia incomunicable de naturaleza intelectual”); como
ontología individual y autárquica del ser o como relación de sujetos que se constituyen en la
vinculación; entre la persona como algo incomunicable y que existe por sí mismo o como alguien
abierto a la reciprocidad de relaciones.

Las corrientes aristotélicas y boecianas dan prioridad a la sustancia individual (que se equipara a su
esencia), mientras que los agustinianos enfatizan la relación personal, el hombre como comunicación
entre sujetos. Tomás de Aquino afirma que la persona divina es una relación subsistente y las
diferencias entre cada persona divina vienen dadas por las relaciones que se establecen entre ellas.
De esta forma corrige a Boecio, pero, cae en la inconsecuencia de ver la relación en la persona
humana como algo accidental y no constitutivo. Separa así la concepción de Dios de la antropología,
como le ocurría a Boecio que se abría a la relacionalidad en la trinidad, bajo el influjo de Agustín, a
pesar de que su concepción de la persona es sustancialista e individualista. Esta es la perspectiva
individualista que asumen Descartes y Leibniz, mientras que desde Kant hay una progresiva
revalorización del aspecto comunitario y relacional que culmina en el giro de Hegel del yo al nosotros.
Es decir, la especulación trinitaria se abre al carácter relacional de la persona, mientras que el
concepto de persona aplicado al ser humano está lastrado por el peso de la concepción cosista
(sustancialista) del hombre de raíz griego.

De ahí la tensión entre una persona comprendida como sujeto que se define en el contexto de sus
relaciones con los otros, con los cuales se juega su identidad, y la persona como sustancia racional,
descriptible y definible por sus predicados. Por tanto, objetivable y manipulable como un objeto sobre
el que se puede dominar teórica y prácticamente. Boecio canaliza la pervivencia de las antropologías
griegas en la cultura occidental. Es decir, las tendencias que definen al hombre y lo objetivan porque
lo identifican con su corporeidad. Se explica su comportamiento desde fuera, como reacción a un
estímulo externo. Esta antropología objetivista y cosificante tiene el contrapeso de otras que parten
de la subjetividad relacional, en las que el hombre es pura existencia que se da su esencia, desde
una indeterminación y autonomía absolutas. Es el historicismo radical, punto de partida de los
existencialismos del siglo XX, contrapuesto al objetivismo absoluto. En ellos, la identidad humana
siempre se da en el hacer histórico, sin estar “hipotecada” por ninguna carga ontológica a la que
someterse. Las antropologías empiristas (conductismos, behaviorismos) se complementan con las
existenciales, a las que se yuxtaponen, sin que haya una síntesis global entre ambas.

Se mezcla el plano epistemológico y moral, que es el ámbito de la autonomía, con el ontológico, en


el que el hombre está determinado por su naturaleza biológica, por su ser en el mundo y sus
condicionamientos historicosociales. Desde la malla de las relaciones personales surge la identidad
por socialización y desde ahí es posible la autonomía relativa de cada persona. La concepción griega
y Boecio mantienen que el hombre tiene una identidad dada, de la que hay que partir. Por eso, el
sueño de autonomía absoluta es una ilusión, ya que el ser humano no es un cheque en blanco. La
identidad no está dada de una vez por todas porque se realiza en la historia y se construye a través
de una malla relacional (relación con Dios, con los otros y con uno mismo). No es que el hombre sea
mera existencia que se da su propia esencia, como proponen luego las filosofías existencialistas,
sino que la esencia humana (la que le viene dada por su naturaleza objetiva) está abierta y es
histórica. Por eso, el ser humano es ontológica y epistemológica dependiente, contra el sueño de
una autonomía absoluta, en cuanto que tiene una naturaleza dada y se constituye desde una forma
de vida de la que no puede desprenderse. Sin embargo, es posible evolucionar y transformar esos
precondicionamientos a partir de una inteligencia y libertad situadas y limitadas, que son a las que
apuntan respectivamente la tradición griega y la cristiana. La modernidad conecta con este
planteamiento, dándole un giro inmanentista y antropológico, en la que la relación con Dios deja de
ser necesaria.

Artículos de Ensayos de Filosofía citados:


Del primado del cosmos a la subjetividad en la filosofía griega

Estrada Díaz, Juan Antonio


"De la prioridad del ser al primado del sujeto", Ensayos de Filosofía, nº 6, 2017, semestre 2, artículo 2

Notas

1. Juan A. Estrada, Dios en las tradiciones filosóficas. 1: Aporías y problemas de la teología natural.
Madrid, 1994: 77-108. La pregunta por Dios. Entre la metafísica, el nihilismo y la religión. Bilbao, 2005:
97-156.

2. G. Duby, Les trois ordres ou l’ímaginaire du féodalisme. París, 1978: 83-151; 209-225. Y. Congar,
“Les laìcs et l’éclesiologie des ordines chez les théologiens des XI et XII siècles”, en I laici nella
‘societas christiana’ dei secoli XI e XII. Milán, 1968: 83-117.

3. Esto es lo que no ve Ferry, que, capta muy bien el desplazamiento del cosmos al sujeto, en la
filosofía cristiana, pero que, sin embargo, pone la desmundanización como algo inherente al
cristianismo sin analizar su plural desarrollo histórico y la importancia de la escatología hasta el
siglo III. Cfr. L. M. Ferry, “L’ancien, le moderne et le contemporaine”, en Christianisme et modernité.
París, 1990: 245-254. Mucho más matizado es el planteamiento de M. Gauchet, Le désenchantement
du monde. París, 1985: 47-80. Ambos estudios ofrecen una buena síntesis del desplazamiento del
cosmos al sujeto en la concepción cristiana.

4. “In ipsis rationalis animae secretis, qui homo interior vocatus” (De magistro1,1: PL 32: 1195; De
Trinitate IX, 1,1; Confesiones 3,6,11).

5. Juan A. Estrada, Dios en las tradiciones filosóficas. II: De la muerte de Dios a la crisis del sujeto.
Madrid, 1996: 48-60.

6. Agustín se plantea la identidad desde la memoria (“¡Qué soy yo, mi Dios! ¿Cuál es mi
naturaleza? Una vida variada, multiforme y de una potencia inmensa”: Conf. X,17,26; 24: 36-36). El
tesoro de la memoria es el que le permite dominar sobre las cosas y el mundo espacio temporal.
Pasa así del hombre en el mundo al mundo en el hombre (cfr., E. Schadel, “Geistinnerlichkeit al
Trinitätsanalogie. Eine konstruktive Critic neuzeitlicher Subjetozentrik im Lichte der Augustinischen
Selbsvergewisserung”, Prima Philosophia, 9 (1996): 71-76.

7. Soliloquia II, 20; De Trinitate IX,12: que el alma se distinga de lo que no es ella. Desde que
conoce el ti mismo puede conocerse a sí misma en cuanto que se hace presente a
ella; Confesiones X,8,14: “ibi mihi et ipse ocurro meque recolo”.

8. L. F. Ladaria, “Persona y realización en el De Trinitate de san Agustín”: Miscelanea Comillas, 30


(1972): 245-291; A. Espade, “Introducción a la dialéctica de san Agustín”, Estudio Agustiniano, 3
(1968): 55-79; “El mundo como vestigio de Dios uno y trino, según san Agustín”, Estudio
Agustiniano, 9 (1974): 395-418.

9. Cfr. E. Schadel, “Geistinnerlichkeit als Trinitätsanalogie. Eine konstruktive Kritik neuzeitlicher


Subjektozentrik im Lichte der Augustinischen Selbstvergewisserung”, Prima Philosophia, 9 (1996):
65-75.

10. San Agustín, De Trinitate X, 10,14; Confesiones VII,10,16; De libero arbitrioII,3; De civitate Dei XI,
26: "si enim fallor, sum". Agustín es un precursor de Descartes, pero tiene una concepción más
completa del ser humano, porque parte de la existencia y no del mero sujeto pensante. El
trasfondo agustiniano del planteamiento cartesiano ha sido analizado por H. Gouhier, Cartésianisme
et augustinisme au XVII siècle. París, 1978. E. Gilson, Études sur le rôle de la pensée medièvale dans la
formation du système cartésien. París, 1951: 191-201.

11. Boecio, “De duabus naturis et una persona Christi”: PL 64: 1343-1344. Para evitar el triteísmo se
afirma también que en Dios el concepto de persona significa también relación (De Trinitate, 4: 22:
PL 64: 1254). De ahí surge la idea de un Dios con tres relaciones, con tres personalidades, con
tres formas de manifestarse, con tres manifestaciones que están vinculadas y relacionadas entre
sí.

12. Sobre el concepto de persona, cfr., B. Th. Kible, “Person”: Historisches Wörterbuch der
Philosophie, 7 (1989): 269-300. W. Panneberg, “Person und Subjekt”, Neue Zeitschrift der
Systematische Theologie, 18 (1976): 133-148. M. Moreno, “Sobre la categoría de relación en la
reflexión sobre la persona”, Scripta Fulgentina, 6 (1996): 61-76. E. Dussel, “La doctrina de la
persona en Boecio”, Sapientia, 22 (1967): 101-26. E. Bueno, “De la sustancia a la persona”, Revista
Española de Teología, 54 (1994): 251-290.

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