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“Dichosa Revolución,
tú sí fuiste a las batallas”
Por un tiempo prolongado, hice numerosas crónicas que yo suponía de “agitación política”
(a lo mejor lo hubiesen sido de disponer de lectores). En la década de 1950 era tan
desmedido el control de la prensa, llamado Cuarto Poder por puro amor a la mitomanía, que
si uno quería enterarse de la realidad leía entre líneas, una técnica también engañosa. Del
espacio de encuentro entre la literatura y el testimonio, me entusiasmaban Diez días que
conmovieron al mundo, de John Reed, El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán, y
los textos militantes de Mario Gill, relatos del heroísmo de los huelguistas mineros de
Nueva Rosita y Cloete (1952-1953), que me asomaban a los modos operativos del
capitalismo.
En la prensa nacional (así se llamaba en México a la frecuentada por los lectores cautivos
de la capital), el reportero solía ser, según yo creía, el tipo prepotente y obsequioso, que al
burlarse en privado de sus escritos le confiaba al cinismo la absolución de su conciencia.
(No era así, más bien el cinismo era el instrumento de la preservación de la salud mental).
Esto me imaginaba, el reportero irrumpe en la oficina del funcionario, le pide un whisky, se
sienta muy confianzudo o se queda de pie, y —si se sentó— perpetra un monólogo
desbordante en agudezas y peticiones de dinero (no así, no con esa vulgaridad; sí así, si con
esa desfachatez). Al no gustarme el whisky, decidí no ser reportero.
El universo cronicable por excelencia, la Revolución Mexicana, ya quedaba lejos, con su
repertorio de personajes que lanzaban frases ante los paredones, y a los que sólo
empequeñecía la ingratitud. Felices John Reed y Martín Luis Guzmán, relatores de los
estados de ánimo de caudillos, oficiales y tropa, y de las anécdotas que reverberaban al sol
como guiones de película: el soldado que en México Insurgente quiere matar al gringo Jack
y fraterniza con él en la borrachera; el lugarteniente de Villa Rodolfo Fierro, que asesina a
trescientos prisioneros sin que esa noche se perturbe la placidez de su sueño, y también en
El águila y la serpiente, el militar pundonoroso tan disciplinado que ni ante la vista del
pelotón de ejecución derrama la ceniza de su puro.
En la década de 1950 la crónica periodística servía a tres causas: la nostalgia
(costumbrista), la nota de color y el sistema político, es decir, el México destruido y
reinventado por el Progreso; el país del orgullo por lo poco que se tiene y lo mucho que se
idealiza; la nación impulsada por la voluntad unipersonal que salva a la sociedad. El
cronista de la entrega
a los poderosos presentada como orgullo Carlos Denegri de Excélsior, actuaba tan
convencido del candor ante la letra impresa que usaba sus columnas como patíbulo o
pedestal. En sus colaboraciones, muy abundantes, Denegri convertía los actos políticos que
reseñaba en incursiones ultraterrenas, y consignaba la sonrisa alelada, como de pastorcillos
de Lourdes, de los afortunados al estrechar la mano del Primer Mandatario. En el clima
narrativo de los cronistas a lo Denegri, el séquito presidencial va de prisa y de pronto se
pasma ante el ingenio superior (“¿Qué no me va a regalar unos tacos, don Eufemio?”, dijo
el Señor Presidente ante la risa espontánea del Gabinete y del taquero, orgullosísimo"). En
cada crónica, el milagro: la nueva presa, la gira donde las adhesiones florecen, las
dotaciones de tierras inexistentes o ya repartida cinco veces, la multiplicación de las
cervezas y las tortillas en la fiesta que el pueblo le ofrece a su gobernante.
Por las obligaciones del contraste, la crónica de la nostalgia certificaba el avance nacional.
Así fuimos, así nos vestíamos, así nos enamorábamos, y lástima que se desvanezcan tan
hermosas tradiciones, pero el confort y la modernidad exigen pagos en especie sentimental,
y además, hay que aceptarlo: si nuestros ancestros no vivieron totalmente en vano, sí se
vieron lentos en merecer el recuerdo.
Además, unos cuantos escritores mantenían la razón de ser del género de la crónica.
“Cómpreme este billete de lotería, para que yo me gane la vida, y usted adquiera su
mansión en San Ángel”
Sin que a nadie se le ocurra, entre 1940 y 1968 se vive uno de esos períodos de “fin de la
historia”. El orden está garantizado, y prevalece el sonido del Progreso: los obreros en los
rascacielos, los cláxones que exaltan el carácter evolucionista del ruido, las orquestas de
mambo que revelan lo estético de las trepidaciones urbanas, las máquinas que derrumban
edificios viejos como si fueran polvorones (el que no se me ocurra otra metáfora es para
revelar mi edad). Vuelve al centro del escenario la sociedad conservadora a la que
vencieron los liberales sólo para adaptarse a sus hábitos. (Del siglo XIX mi crónica
predilecta era y sigue siendo Memorias de mis tiempos de Guillermo Prieto). Quedan atrás
la violencia y el estrépito de los años revolucionarios, y a los caudillos los sustituyen los
caciques con títulos de abogados, los políticos de personalidad calumniada por sus virtudes
y enaltecida por la religión del presidencialismo (“Si el Presidente de la República es un
genio, yo no puedo ser un idiota”). En la ciudad que se extiende, el relajo parece sustituir al
rencor social, y los lectores acechan el inside story de la burguesía, con su bonanza reciente
que el mal gusto
de los muebles exalta, sus casas de campo en terrenos ejidales, sus modales recién impresos
y ya, como aseguran sus secretarios, con quince generaciones de antigüedad certificada. La
moda de árboles genealógicos es la ilusión de disponer de algo que no hayan talado los
presuntos propietarios.
La reticencia y la hipocresía le ponen sitio a la crónica de la sociedad supuestamente
ahistórica, dócil, entusiasta, ingeniosa y pletórica de celebridades a manera de signos
de reconocimiento y autocelebración. En el país de una sola ciudad, en el medio a mi
disposición sólo escapaban del triunfalismo los guetos de la izquierda comunista y los
ilusionados en las utopías del arte. Supongo, porque astutamente no me he releído, que mis
crónicas de esta etapa combinan mi adhesión al desarrollo nacional (involuntario) y mi
esperanza en la insurrección de la clase obrera (voluntarista). Y, ahora lo sé, ni siquiera la
feroz represión anti-obrera y anti-magisterial en el gobierno de Adolfo López Mateos,
disminuyó mi fe íntima en la modernidad. Sí, el gobierno era abominable y obedecía a los
intereses más mezquinos; sí, la Buena Sociedad era la Selección Nacional de fortunas mal
habidas; sí, por desarrollo se entendía el libre flujo de complicidades y autocomplacencias.
Pero —y esto explica en buena medida el arraigo de 71 años del Sistema político— la
movilidad social y la movilidad cultural nos resultaban más reales que la sordidez burguesa
y la indefensión proletaria, eran tan evidentes como la pertenencia al planeta, como el rock,
la pintura abstracta, los happenings, la americanización, el disfrute del cine europeo, los
viajes y la convicción secreta y pública: ¿dónde vas que más valgas?
En la década de 1960 la crónica no dispone, en las jerarquías literarias, de valor alguno. Es
el hecho que conforma obras excéntricas (la del guatemalteco Enrique Gómez Carrillo,
desde el París de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, la de Salvador Novo), es el
afianzamiento social del idioma modernista (Nervo, Julián Del Casal); es el dato secundario
en la bibliografía de los ilustres (Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, César Vallejo,
Alfonso Reyes); es la práctica periodística amable y circunstancial. No se le reconoce a la
crónica la experimentación idiomática, su contribución al idioma modernista y el
contemporáneo, el abordaje de temas desatendidos por la ficción. El desdén por el
periodismo (justo e injusto) obstruye la evaluación crítica, y estos en detrimento de la
historia literaria y del goce mismo de muchas páginas admirables.
En 1989 Armando Ayala Anguiano envió a uno de sus reporteros a hacer una semblanza de
Carlos Monsiváis para publicarla en la sección “Señoras y Señores” de la revista
Contenido. Puesto que esa sección prescindía del formato pregunta-respuesta (Ayala
aspiraba a que sus colaboradores hicieran retratos capoteanos), el enviado consideró
innecesario llevar una grabadora a la cita.
Monsiváis, que es todo frases, reparó de inmediato en la ausencia de este instrumento;
debió advertir que el reportero era demasiado torpe, estaba demasiado nervioso, y en vez de
resignarse a perder la tarde dictando, argüyó con amabilidad que por el momento se hallaba
“un poco lento” y pidió que se le entregaran las preguntas por escrito.
El reportero tampoco había llevado preguntas: sólo un conjunto de temas sobre los que
esperaba conversar. Sintiéndose miserable, desprendió de la libreta una hoja llena de
tachaduras, y después de entregársela al Maestro (que acariciaba a un gato gordo que se le
había subido a las piernas), salió a la calle y caminó por Portales (con vergüenza, cólera,
impotencia, toda la furia de sus ¿veinticinco? años).
Al día siguiente, a las dos de la tarde, Monsiváis entregó, en la puerta de su casa, las
respuestas. Como se trataba de hacer una “semblanza”, el cuestionario que contenía sus
declaraciones nunca se publicó. Es un autorretrato de Monsiváis: la imagen que hizo de sí
mismo ese año en que el socialismo caía y él cruzaba la frontera de los cincuenta.
confabulario incluye aquí una parte de éste, como una pincelada más en el retrato del
cronista al que están dedicadas estas páginas. (Héctor de Mauleón)
3. Coordenadas ideológicas.
R: Fui y creo seguir siendo liberal radical, o demócrata liberal. Nunca he sido marxista
deliberadamente aunque, como todos en México, soy culturalmente una mezcla de
marxismo, agnosticismo (hasta semanas antes de la muerte), cristianismo (hasta una
semana después de la muerte), fe individualista y certezas socialistas. Como nunca fui
marxista —le tuve miedo a tanta doctrina— nunca me resultó convincente mi dogmatismo,
y si de algo tengo que arrepentirme, es de no tener demasiado de qué arrepentirme, en lo
que a convicciones se refiere. Sostengo ahora, con los matices y reacomodos
indispensables, lo mismo que sostenía hace treinta años. No creo en los regímenes de
fuerza, ni en el autoritarismo, ni en que una persona decida por todas, ni en la impunidad de
la clase gobernante, ni en la pobreza como hecho natural, ni en la aristocracia mexicana
(pulquera o presupuestera), ni en el sacrificio de las generaciones en medio del glorioso
bien de quienes le imponen a los demás los sacrificios. Y soy más optimista ahora que hace
treinta años, porque ahora sé que los malvados, los explotadores, los represores, sólo tienen
éxito y felicidad mientras viven (antes creía que en el cielo también reprimían las
manifestaciones de protesta).
4. La vocación del periodismo.
R: Me inicié en el periodismo cultural en Medio Siglo, revista estudiantil que dirigían
Porfirio Muñoz Ledo y Fernando Zertuche, en Estaciones, que dirigía el doctor Elías
Nandino, y en el suplemento México en la cultura de Novedades, que dirigía Fernando
Benítez, de quien he sido y seré colaborador permanente. Gracias a las revistas conocí el
medio intelectual, a los 400 cultos de la época, un medio homogéneo y con altísima vida
social. Y gracias a Fernando Benítez aprendí (digo, es un decir) el significado del
periodismo cultural, que en los años cincuenta todavía era novedad a escala nacional, y que
Benítez concebía como un periodismo polémico, muy al día, partidario del star system. (¡El
escritor, el pintor, el músico, como estrellas de la pantalla!). En el periodismo cultural uno
aprende echando a perder las expectativas que tienen los lectores de hallar materiales
gratos, y los lectores aprenden echando a perder los sueños de reconocimiento que uno
tiene, experiencia que a lo mejor me fue útil (si las experiencias sirven para algo fuera del
currículum íntimo) en los 25 años que pasé en el suplemento La cultura en México, quince
de ellos fueron haciendo las veces de coordinador.
5. Monsiváis en el 68.
R: El 26 de julio en la tarde fui testigo (aterrado) de la represión que inició el movimiento
estudiantil, y del placer de los agentes al administrar golpizas como lecciones de civismo. A
partir de ese momento, decidí apoyar al Movimiento, y lo hice como pude a lo largo de esas
semanas y meses donde se iba con tanta facilidad del sentimiento épico a la histeria, de la
convicción al rumor, de la alarma al compromiso moral refrendado. Participé en la
coordinación de la Asamblea de Intelectuales y Artistas en apoyo al Movimiento
Estudiantil, coordiné esos meses el suplemento La cultura en México que apoyó número a
número a los estudiantes; fui a cientos de reuniones, reuní firmas para decenas de
manifiestos, intenté hablar (sin conseguirlo) en una asamblea, produje en Radio
Universidad el programa oficial del Movimiento Estudiantil (duró poco), y escribí guiones
para una serie paródica, El cine y la crítica. La actividad frenética, el vivir leyendo
periódicos y convirtiendo a cada uno de tus interlocutores en periódico, me radicalizó al
punto de que luego de la matanza de Tlatelolco, al ver la perfecta indignidad del Sistema
(todos incluidos), y el aplauso de las Fuerzas Vivas a Díaz Ordaz, caí en el desencanto más
severo que recuerdo, que me duró por lo menos dos años. Resentí agudamente el mensaje
jactancioso del Sistema: impunidad absoluta a mediano plazo, y el juicio histórico se lo
regalo a mis descendientes. Después, advertí las numerosas consecuencias positivas del 68,
pero no me fue fácil (no me es fácil) asimilar las imágenes de ese año.
6. ¿Por qué la crónica?
R: Es un género literario y periodístico que se presta a todo: a la objetividad y a la
subjetividad; al minitratado y al desmadre; a la denuncia y a la frivolidad; a la descripción
de las tediosas volteretas del PRI y de la confiable renovación del Maromero Páez; a la
política y al jogging, a la “pereztroika” de un solo hombre en la cúpula y a la “pereztroika”
de millones de personas en las plazas y en las urnas. El género es muy fértil, y lo demás va
por cuenta de uno.
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