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EL TEÓLOGO LISTILLO Y EL BUEN SAMARITANO

Written by José Luis Sicre

¿Cuántas normas hay que cumplir para salvarse?

Hace años se hizo famoso un libro escrito por el jesuita Jorge Loring, Para salvarte,primera
obra en lengua española que alcanzó un millón de ejemplares en vida de su autor. Todo
empezó con unos breves apuntes para sus catequesis, pero terminaron convirtiéndose en un
enorme volumen de 1084 páginas. Ante tal cúmulo de páginas, el lector puede sentirse como
el antiguo israelita, retratado en el Deuteronomio, que considera imposible conocer la voluntad
de Dios; o como el legista del evangelio que le pregunta a Jesús qué debe hacer para
conseguir la vida eterna.

La respuesta del Deuteronomio es clara: no hay que subir al Himalaya ni atravesar el Atlántico
para saber lo que Dios quiere de nosotros. Lo que Dios quiere del israelita está escrito “en el
código de esta ley”, que se limita a los capítulos 12-26 del Deuteronomio. No se trata de
estudiar mucho sino de convertirse con todo el corazón y toda el alma, y de poner en práctica
lo que allí se dice.

Pero al Deuteronomio le ocurrió algo parecido al Para salvarte. Aunque el texto era intocable, y
nadie estaba autorizado a quitar ni añadir nada, la interpretación de sus normas fue creciendo
de forma incontrolable. En tiempos de Jesús, el judaísmo contaba 613 mandamientos (365
prohibiciones y 248 preceptos) capaces de volver loco a cualquier persona.

Los intentos de sintetizar

Ante este cúmulo de mandamientos, es lógico que surgiese el deseo de sintetizar, o de saber
qué era lo más importante. A propósito de los famosos rabinos Shammay y Hillel, que vivieron
pocos años antes de Jesús, se cuenta la siguiente anécdota. Una vez llegó un pagano a
Shammay, famoso por su intolerancia, y le dijo: “Me haré prosélito con la condición de que me
enseñes toda la Torá mientras aguanto a pata coja”. Él lo echó, amenazándolo con una vara
de medir que tenía en la mano. Entonces fue a Hillel, famoso por su tolerancia, que le dijo: “Lo
que no te guste, no se lo hagas a tu prójimo. En esto consiste toda la Ley, lo demás es
interpretación”. También del Rabí Aquiba (+ hacia 135 d.C.) se recuerda un esfuerzo parecido
de sintetizar toda la Ley en una sola frase: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo; este es un
gran principio general en la Torá”.

En los evangelios hay diversos intentos de simplificar la cuestión con una respuesta breve y
drástica. El más famoso es la Regla de oro, con la que cierra el evangelio de Mateo el Sermón
del Monte: “Tratad a los demás como queréis que os traten a vosotros. En esto consiste la ley
y los profetas” (Mt 7,12). El tema reaparece en el episodio de hoy, cuando le preguntan a
Jesús cuál es el mandamiento principal. El relato de Lucas introduce cambios muy significativos
en el de Marcos.

El escriba bueno de Marcos

Los escribas, equivalentes a los doctores de teología actuales, pero con mucho más poder,
autoridad y prestigio, no quedan bien en los evangelios. Generalmente aparecen junto a los
fariseos, como adversarios de Jesús. Menos en este caso de Marcos, donde un escriba
pregunta a Jesús cuál es el mandamiento principal, y él le responde: amar a Dios y amar al
prójimo. La reacción del escriba es alabar a Jesús, que le devuelve la alabanza.

El legista malintencionado de Lucas

El protagonista del relato de Lucas no viene con buena intención, pretende poner en un
aprieto a Jesús; y no plantea una cuestión teórica (“¿cuál es el mandamiento principal?”) sino
muy personal: “¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”.

Jesús no cae en la trampa. En vez de responder, pregunta: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué
lees en ella?” Y el legista se ve obligado a reconocer que sabe perfectamente lo que debe
hacer: amar a Dios y al prójimo. Jesús, con cierta ironía, le indica que su problema no consiste
en saber lo que tiene que hacer, sino en hacerlo.

Aquí podría haber terminado todo. Pero el legista, que tiene la sensación de haber quedado en
ridículo, para justificarse plantea una cuestión filosófico-teológica: “¿Y quién es mi prójimo?”
Afortunadamente, Jesús no era alemán. No le da una conferencia de Antropología ni le escribe
un Manual de quinientas páginas intentando aclarar esa intrincada cuestión. Se limita a contar
la parábola del buen samaritano, que ofrece dos modelos de conducta: la del sacerdote y el
levita, que ante el pobre hombre asaltado y malherido por los bandidos dan un rodeo y pasan
de largo, y la del samaritano que siente lástima, se acerca, echa aceite y vino en las heridas,
las venda, lo monta en su cabalgadura, lo lleva a una posada, lo cuida y paga su estancia. Son
siete acciones, basadas todas ellas en el sentimiento inicial de lástima.

Al legista podría resultarle ofensivo que le cuenten un cuento. Pero Jesús no le da tiempo a
protestar, pasa directamente al ataque, obligándole a reconocer que lo importante es
comportarse como prójimo. Para terminar diciéndole: “Anda, haz tú lo mismo”.Lo importante
no es discutir sino actuar.

La mala idea de la parábola

A muchos les gustaría limitar la parábola al ejemplo del samaritano y dejarnos con buen sabor
de boca. Pero Lucas, del que siempre alabamos su bondad, resulta en este caso muy hiriente.
No le basta un protagonista, necesita tres. Y los elige con toda la intención: un sacerdote, un
levita, un samaritano.

El sacerdote y el levita, los personajes especialmente consagrados a Dios, hacen exactamente


lo mismo: dan un rodeo y siguen su camino. ¿Por qué actúan de este modo? ¿Porque son
malos y egoístas? No. Porque si el herido no está herido, sino muerto, basta tocarlo para
quedar impuro.

La ley es tajante: “El sacerdote no se contaminará con el cadáver de un pariente, a no ser de


pariente próximo: madre, padre, hijo, hija, hermano o de su propia hermana soltera, no dada
en matrimonio. Queda profanado” (Levítico 21,2-4). Si no pueden contaminarse con un
pariente, mucho menos con un desconocido al borde de la carretera.

Y lo que se deduce es trágico: es la ley de Dios la que impide practicar la misericordia y


comportarse como prójimo del herido.
Lucas podría haber buscado como tercer protagonista a un cura progre o a un diácono
permanente sin obsesión por la ley. Elige al menos indicado: un samaritano. El personaje más
odioso y despreciable para un judío, miembro de un pueblo que, según el libro de los Reyes,
“no veneran al Señor ni proceden según sus mandatos y preceptos”. Irónicamente, un
representante de este pueblo que no venera al Señor ni procede según sus mandatos y
preceptos es quien actúa con misericordia y se comporta como prójimo.

José Luis Sicre

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