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Daniel A.

Sinópoli (1997)
Opinión pública y consumos culturales. Reconocimiento de las
estrategias persuasivas
Buenos Aires, Editorial Docencia, 1997.

1. Opinión pública, del mundo factual a las representaciones


Frente a las distintas decisiones de los que administran los temas privados y públicos, la sociedad
siempre ha tendido a tomar una posición más o menos crítica. Cuando estos juicios que se emiten, que
como tales tienen carácter opinativo, alcanzan el nivel de generalidad, configuran la opinión pública.
La definición global del concepto caracteriza la opinión pública como un estado de creencia
volátil que no significa un compromiso de acción. Entre las causas que pueden determinar el atributo
de volatilidad, una muy significativa es el curso limitado en espacio y tiempo de las acciones
emprendidas por un gobierno para administrar los asuntos del Estado: rara vez los planes son
colocados en un continuo indeterminado que reforzaría su presencia y elevaría la probabilidad de
estimular cambios en la opinión de los individuos (excepto en regímenes totalitarios, muchos de los
cuales, en el extremo de la probabilidad de eternizarse, se han quebrado por su propio peso). Tampoco
es común que esos planes sean diseñados para abarcar los intereses de todo el cuerpo social, lo cual
atenúa la certeza de que haya implantado una opinión generalizada.
Otra lectura del atributo de volatilidad permite afirmar que la opinión no garantiza una tendencia a
la acción, puesto que las personas pueden hacer lo contrario de lo que opinan.
La expresión de la voluntad popular es, por lo tanto, de índole incierta, una media general y
abstracta que pretende indicar con todas estas limitaciones, aquellos temas instalados en la sociedad
frente a los que existe una acción conjunta en pos de obtener metas comunes. En el ámbito de la
propaganda, concepto y actividad ineludible para el estudio de la opinión pública como expresión de la
voluntad popular, la suma de las acciones sociales conjuntas se mide en términos de consenso o
disenso, y se traslada a las estadísticas como conductas ulteriores observables. Por ejemplo, la mayoría
de los votos hábiles en un acto eleccionario refleja la tendencia generalizada hacia una opinión, y la
voluntad popular para emprender acciones en dirección hacia objetivos similares.
Las múltiples decisiones anónimas canalizadas responden al esquema de la voluntad popular.
Idealmente, la voluntad popular debería expresar siempre la opinión pública y regular la vida política y
económica. Sin embargo, la opinión como interpretación o juicio acerca de algún acontecimiento,
conducta u objeto se ve siempre manipulada por los constantes estímulos que los individuos reciben de
su entorno. Tal es el caso de la alta densidad de información que los medios de comunicación social
pueden trasferir al público, para provocar motivación o desmotivación respecto de un asunto.
En suma, la opinión pública es una valoración inestable de la población acerca de un hecho
coyuntural, que genera el consenso o el disenso. El carácter dado a esa valoración determina el
carácter de la presión que ejercen las personas, preferentemente en el ámbito político. A propósito,
Julien Freund, claro expositor de conceptos ineludibles para el estudio de la ciencia política, considera
la opinión pública como “la convergencia de apreciaciones del mayor número de personas de una
colectividad, de tal manera que forman un sentimiento común y dominante y ejercen una presión
difusa” (Freund, 1968: 129).
En medio de este fenómeno, naturalmente propio de la dinámica social, cuyas características
seculares aún rigen, los medios de comunicación juegan un papel relevante, actuando sobre el
delineamiento de las aprobaciones o desaprobaciones públicas. A través de esos canales, la publicidad
genera, en principio, cambios de preferencia hacia un producto o servicio y, antológicamente, una
mentalidad de consumo. El cine, la radio y la televisión pueden influir sobre la posición de sus
destinatarios a través de propuestas documentales o ficcionales. A su vez, el periodismo, con su doble
función de informador y formador de puntos de vista –cuando este último es excesivo troca en
cuestionable la legítima función de informar– con sus recursos formales y de estilo actúa francamente
sobre el conocimiento y la opinión de las personas.

1
Un estudio de la campaña presidencial de 1948 en los Estados Unidos, realizada por tres autores
clásicos ineludibles para el seguimiento de la investigación mediológica, Paul Lazarsfeld, Bernard
Berelson y William Mc Phee, arrojó resultados de notable vigencia al respecto. Sobre los efectos de la
exposición política, los autores concluyen en que “cuanto mayor es la exposición a la campaña en los
mass media, más interesados llegan a mostrarse los votantes, más vigorosos son sus sentimientos con
respecto a su candidato, más correcta es la información que poseen los votantes respecto de la
campaña y más correcta su percepción de la postura de los candidatos en las diversas cuestiones”
(Moragas, 1986: 65).
Para corroborar la vigencia que asignamos antes a estas afirmaciones, repasemos la siguiente
observación, basada en la realidad actual, de un especialista en el tema, Oscar Landi:
Hoy corrobora la creciente caducidad del lenguaje político y el descrédito por la pieza clásica de
propaganda (afiche, volante, spot televisivo, etcétera) el estudio de la relación existente entre los medios y
los procesos electorales, mediante el cual se contempla la existencia de un conjunto de efectos que no
pueden evaluarse como integrados en los procesos de persuasión de las campañas, pero sí en la previa
distribución social de la información. (Landi, 1992: 94)
A propósito de una rectificación de sus propias argumentaciones, Habermas, en el “Prefacio a la
nueva edición alemana de 1990” de la obra que ya estuvimos analizando, también reconoce la
existencia del nuevo fenómeno, e intenta tomar una posición:
De acuerdo con el modelo de un ruedo dominado por los medios de comunicación de masas, en el
que coinciden y entrechocan tendencias contrapuestas, el grado de intervención del poder debería de
ponderarse en la medida en que las opiniones informales, no-públicas (es decir, aquellas
autocomprensiones culturales que configuran el contexto del mundo de la vida y la base de la
comunicación pública) provoquen un cortocircuito en contacto con las opiniones formales, cuasi-públicas
y producidas por los medios de comunicación de masas (sobre las que tratan de influir el Estado y la
economía, considerándolas como sucesos del entorno del sistema), o en la medida en que ambos ámbitos
sean mediados por la publicidad1 crítica. Por entonces (principios de la década de 1960), los únicos
portadores de una publicidad crítica que yo podía imaginar eran los partidos y las asociaciones
internamente democráticas. Me parecía que las publicidades en el interior de los partidos y de las
asociaciones eran como los nudos virtuales de una comunicación pública que todavía podía ser regenerada
(…)
No obstante, de acuerdo con su autoentendimiento normativo, las democracias de masas del Estado
liberal de derecho sólo en tanto que se toman en serio el mandato de una publicidad políticamente activa
(…) Se tiene que mostrar cómo ha de ser posible, en sociedades como las nuestras, que el público
mediatizado por las organizaciones –y a través de estas– ponga en marcha un proceso crítico de
comunicación política. (Habermas, 1962: 20-21)
Desde sus inicios, la prensa enmascaró con sus relatos innumerables tácticas y estrategias de
persuasión propagandística, forma denominada subpropaganda. Es sabido que por medio de la
selección, manipulación u omisión de la información sobre los hechos que constituyen la realidad, el
periodismo consigue moldear a su antojo la opinión.
La subpropaganda, o propaganda encubierta, es el discurso organizado por códigos y subcódigos
propios del periodismo. Por ejemplo, durante el proceso de distribución de la información dado en las
campañas electorales o en aquellas permanentes destinadas a mejorar o mantener la posición de un
candidato o funcionario, la ingeniería electoral –conformada por los denominados consultores o
asesores de imagen2, quienes con frecuencia pertenecen a las agencias de publicidad – inmiscuye a su
cliente en acciones involucradas con los temas del día o de un período con el fin de hacer circular su
nombre en los medios de difusión y, por ende, estimular la discusión pública. Alejada de la nueva
experiencia cotidiana, la normativa tradicional del discurso político descubrió canales más efectivos de
apelación, llámense lugares culturalmente inofensivos como las revistas, programas de interés general

1
Recordar el sentido dado en la obra de Habermas a esta denominación.
2
El saldo lamentable de las dos grandes guerras mundiales concluyó asignando a la denominación “propaganda”
connotaciones altamente negativas desde la percepción social e, inclusive, de las personas comprometidas con estas tareas. La
llave que permitió abrir nuevamente el paso a los propagandistas en el proceso de interacción con los públicos fue forjada por
los cambios en las denominaciones. De tal modo, “publicidad política”, “consultorías”, “creadores de imagen”, “asesorías de
imagen”, “equipos de prensa” o “marketing político” –con la consolidación de esta actividad en la década de 1960– son las
nuevas designaciones que lograron, para algunos, atenuar el recelo y, para otros, poner al día el rótulo de la profesión.

2
o de esparcimiento, que permite descubrir a un individuo desprevenido, a punto para una relación
superflua o emotiva, regida por las sensaciones y no por lo estrictamente racional. En el momento más
trascendental de los estudios sobre el poder de influencia de la historieta, Umberto Eco, teórico
sustancial de ese movimiento, señalaba:
Como ha mostrado el análisis de (la historieta) Superman, no es cierto que los comics sean una
diversión inocua que, hechos para los niños, pueden ser disfrutados por adultos, que en la sobremesa,
sentados confortablemente en un sillón, consuman así sus evasiones sin daño y sin preocupaciones (…)
La historieta es un producto industrial, ordenado desde arriba, y funciona según toda la mecánica de la
persuasión oculta, presuponiendo en el receptor una postura de evasión que estimula de inmediato las
veleidades paternalistas de los organizadores. Y los autores, en su mayoría, se adaptan: así los comics
reflejan la implícita pedagogía de un sistema y funcionan como refuerzo de los mitos y valores vigentes.
(Eco, 1993: 257)
Volviendo a las precisiones que surgen de los análisis de los nuevos espacios ocupados por el
discurso político, Landi señala:
Cuando la política aparece como una acción lejana de la gente y la crisis erosiona las palabras y los
discursos, las relaciones entre el político y la población suelen rehacerse en las claves de un contacto
cultural sostenido en un conjunto de géneros y entretenimientos disfrutados por las personas en su tiempo
libre, al que generalmente se lo considera como un momento neutro o un espacio en blanco en el que nada
importante sucede. (Landi, 1992: 96)
En otras palabras, el encuentro del político con la opinión pública, lejos de constituir un espacio de
confrontación y réplica, tiende a presentar al hombre investido sobre el que recae la responsabilidad de
administrar sus intereses. Los medios trabajan sobre los propósitos establecidos de antemano en su
proyecto editorial, y la propaganda los elige y adapta esas pautas a sus propias tácticas.
El desempeño del rol social de los medios ha estado usualmente condicionado a las variables
espacial y temporal, y excede su perfil en el marco de administraciones totalitarias y autoritarias que
absorben la función política y administran la comunicación como prenda vital de control social,
Las disposiciones unilaterales por lo general se alimentan del monopolio de la verdad y el gusto,
desestimando implícitamente a la población en su conjunto como única depositaria de la verdad
absoluta. Con todas sus limitaciones, en el sistema democrático de gobierno el sufragio es un gran
acuerdo social, la ley y la autoridad emanan del consenso, y se eligen funcionarios que representan la
voluntad popular. En estas sociedades, los individuos vinculan su conciencia con el desempeño de los
funcionarios, a partir del juego de reciprocidades entre la opinión pública y los cargos electivos.
Al suponer a los funcionarios como representantes de la voluntad de la mayoría, al suponer a los
partidos políticos como representantes de las distintas corrientes de opinión, damos por sentado que el
fenómeno expresa la realidad. De cierto, hay una relación de control entre la actividad de los
funcionarios y la conciencia y libre opinión colectiva, dentro de los cánones de una “aprobación
colectiva”, aunque quizás sea este el único mecanismo efectivo de influencia de la opinión pública en
la administración de los intereses del Estado.
El poder asignado al periodismo es, en rigor, el poder de llegar a las conciencias de la población y
manejarlas, la capacidad de convencer y motivar el acuerdo o el desacuerdo.
En sistemas con características semejantes a las de la normativa capitalista, la política editorial de
los medios está signada en esencia por las fuentes económicas que representan su sustento –traducida
en las figuras de los empresarios anunciantes de avisos publicitarios–, y responden a determinados
intereses sectoriales. El resultado de su incursión en ese ámbito es el traslucimiento de conveniencias
ideológicas, en el sentido más amplio del término: el medio como portador de ciertos grupos con
intereses específicos.
Esa intencionalidad no solo puede ser detectada en los editoriales periodísticos (escenario de
“encuentro” con el público que, no está mal decirlo, tiende a transformarse en una mera formalidad),
sino en el tratamiento de los contenidos, en los modos de emplazamiento y estilísticos de presentación
de la información, y por detección de omisiones.
Pero, independientemente del método que se emplee para establecer el peso de la influencia de los
medios de difusión sobre la opinión pública, existe el reaseguro del fenómeno de la información como
necesidad inmanente a la condición humana que tiene la capacidad de producir grandes afectaciones.

3
La opinión pública puede registrarse a través de las denominadas grandes corrientes o climas de
opinión. Se trata de una serie de ítems con los que se puede establecer el nivel de consenso o disenso.
Esos ítems, llamados comúnmente “temas de opinión instalados en la sociedad”, son el resultado de la
agrupación clasificada de valores y objetivos más o menos compartidos, que los diferentes sectores de
una sociedad eligen a partir de sus propios intereses. Las grandes corrientes de opinión, claro está, son
coyunturales, en tanto los problemas de discusión y polémica también lo son, y algunas más
persistentes que otras. El relevamiento de los temas requiere de una cuantificación indispensable del
material publicado por los medios de difusión, fenómeno que corresponde al modelo teórico del
establecimiento de la agenda –agenda setting–, consolidado sobre el final de la década de 1960.
Durante un largo tramo de la década de 1980, en la Argentina, algunas de las corrientes de opinión
ligadas a la problemática social eran el divorcio, los debates en el extenso Congreso Pedagógico, y la
inundación de los campos.
A partir de la década de 1990, estos temas comenzaron a desaparecer paulatinamente de la escena
social y fueron reemplazados por otros como el aborto, la nueva ley de educación, el cuidado del
medio ambiente y la corrupción en las órbitas más cercanas al núcleo de poder. El buen tino de las
expresiones partidarias consiste en aprovechar los diferentes canales de vinculación con la sociedad –
preferentemente los medios masivos de difusión– y confeccionar discursos alineados con aquellos
temas. De ese modo, las relaciones con el electorado serán más fluidas ya que mostrarán a esos
sectores altamente comprometidos con “los asuntos que le interesan a la gente”.
He aquí, en la reivindicación de aquellos temas que la sociedad activa ha acogido con interés para
su discusión, el estadio inicial y clave en el proceso de manipulación de la conciencia colectiva y de
modelación de la opinión pública, ciclo que comienza precisamente con el apoyo otorgado por quienes
no están en el poder.

1.1. Diferencias entre opinión y actitud

El atributo de volatilidad hace de la opinión un estado inestable e incierto, alejado de las


convicciones, más bien comprometido con la pose o la afectación.
Superficial es su carácter y, en consecuencia, dudoso es el diagnóstico que pueda hacerse de ella.
Frente a un delito macabro, decidimos condenar al responsable a la más horrible de las muertes,
cuando nuestra predisposición frente al homicidio es, en verdad, negativa. Estamos opinando distinto
de cómo actuaríamos, nuestra opinión se opone a nuestra “opinión profunda” (Domenach, 1986: 117)
nutrida por la convicción y ubicada, según lo ampara el concepto, en nuestras actitudes.
En la línea fundacional, Gordon Allport define actitud como “una disposición mental y nerviosa,
organizada a través de la experiencia, que ejerce una fuerza directriz o dinámica sobre la respuesta del
individuo a todos los objetos y situaciones con los que está relacionado” (Allport, citado por Brown
1991: 36).
Desde un enfoque más específico pero no menos totalizador, en el que es más fácil contrastar su
perdurabilidad con la volatilidad de la opinión, Para Kimball Young, la actitud presume “una tendencia
o predisposición eminentemente afectiva y adquirida, más o menos generalizada, que inclina a
reaccionar en una forma bastante persistente y característica, generalmente positiva o negativa en
relación con tal situación, idea, valor u objeto material, o en relación con las categorías de estas
cualidades, personas o grupos de personas” (Young, 1986: 74).
En sus estudios regularizadores de la opinión y la actitud como comportamientos determinantes
del movimiento social, Young diferencia ambos, en cuanto una actitud es una tendencia a actuar, y se
vincula en forma muy estrecha con los hábitos y el comportamiento manifiesto.
Mientras tanto, una opinión es una creencia bastante fuerte o más intensa que una mera noción o
impresión, y que tiene carácter verbal y simbólico. Fuerza y persistencia, atributos que en principio
son propios de las actitudes, aparecen asignados a las opiniones sólo cuando se toman como
parámetros “nociones” o “impresiones”.
¿Por qué las personas mantienen ciertos criterios y cuáles son los métodos con que otros tratan de
influir sobre ellas? Es conveniente dejar bien sentado que todas las actitudes surgen de una u otra (por
lo menos) de las siguientes formas y tienen su origen en diversas fuentes. Presentamos a continuación
las fuentes, con leves adaptaciones (Brown 1991: 38):

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1) en las experiencias del niño durante sus primeros cinco o seis años de vida con respecto a la
relación con su entorno;
2) en la asociación entre individuos o el encuentro de grupos formales o informales;
3) en experiencias únicas y aisladas o experiencias similares repetidas a lo largo de la vida. En
virtud de la ley de prioridad (según la cual, cuanto más temprana sea una experiencia, más
potente será su efecto, pues influenciará sobre la interpretación de experiencias
posteriores), estas fuentes están enumeradas por orden de importancia; pero no hay que
olvidar que como telón de fondo está la sociedad y su cultura o la forma de vida que lleva
el individuo.
Cuando se expresa verbalmente una actitud, todos convenimos en que esa es la opinión que una
determinada persona tiene sobre un determinado tema. Las actitudes también pueden expresarse a
través de conductas no verbales, lo cual parece más genuino desde la perspectiva del imaginario
social.
Es muy probable la contradicción entre el hecho y la palabra, de tal forma que una persona puede
defender determinadas posiciones frente a un objeto con la palabra, pero actuar en otra dirección
mediante su conducta, manifestación que mejor transparenta los designios de la voluntad.
Una lectura más puntual de las expresiones no verbales indica que los gestos, la postura o el tono
de la voz pueden expresar actitudes que muchas veces refuerzan, neutralizan o contradicen lo que se
manifiesta verbalmente. Aunque difíciles de tabular, los auxiliares del lenguaje 3 deberían ser, por lo
tanto, imprescindibles como dato complementarios de cada una de las respuestas que se obtienen en
los sondeos de opinión. La maquinaria gestual advierte en ocasiones la pureza de nuestro pensamiento
del mismo modo que algunas de nuestras declaraciones espontáneas, justamente allí cuando “sólo lo
que decimos sin pensar es lo que en verdad pensamos”. Así comienzan a prevalecer las estimaciones
psicológicas de nuestros sentimientos no manifiestos y la indagación del entorno social que participa
en su motivación.
En un ámbito muy ligado al sondeo de la opinión pública, como es la investigación sobre
comunicación social, el concepto del público como una masa de espectadores aislados, sin ataduras
sociales e interpersonales –durante cierto tiempo elemento característico de las ideas sobre el poder de
los media–, ha estado, en cierta medida, en sintonía con los sistemas de medición de las audiencias,
con la afirmación de los sondeos como método de recogida de datos. Por otra parte, como señala el
comunicólogo italiano, Mauro Wolf:
La mayor atención al papel del contexto social en el consumo de los media de hoy conlleva métodos
“naturales” de medición, más orientados a la dimensión cualitativa que a la cuantitativa pragmática.
(Wolf, 1994: 27)
Con frecuencia creemos que nuestras opiniones y nuestros actos son una renta exclusiva de
nuestro razonamiento. Pero, el hombre no actúa siempre de manera estrictamente racional:
Sus pensamientos, sus opiniones y sus acciones llevan en sí, por lo común, una carga emotivo-
sentimental que deforma la realidad que se percibe, y conforma su realidad. Aquí juega el prisma que
citamos, y que llamamos actitud. (Castro, 1978: 121)
Lejos de la opinión como experiencia racional o emocional desligada de nuestras convicciones
profundas, la actitud –en tanto manifestación y concepto– se funda usualmente sobre tres componentes
típicos de nuestra condición.
 El cognoscitivo o intelectual, basado en nuestro saber y conocimiento, fruto de la
percepción racional del entorno y los objetos que describen el objeto de la actitud, sus
características y sus relaciones con otros objetos.
 El afectivo, el sentimiento irracional, fase anterior o posterior a la experiencia racional, y
enquistada en el universo subconsciente, desde donde manifestamos nuestro agrado o
desagrado bajo una fuerte carga emocional.

3
Pierre Guiraud, en un trabajo de aproximación a la ciencia semiológica, señala que todo discurso va acompañado con
frecuencia de signos paralelos: entonaciones, mímicas o gestos que cumplen una función puramente expresiva y tienen su
propia significación, la cual puede variar culturalmente (Guiraud, 1983: 10).

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 El componente volitivo, o tendencias reactivas, relacionado con la voluntad determinante
de nuestra predisposición favorable o desfavorable hacia una acción, o nuestra inclinación
a actuar de una determinada manera.
Cada uno de estos tres universos psíquicos –conocimientos, sentimientos y tendencias reactivas–,
varían en función de una serie de dimensiones que obtenemos del análisis de las obras de referencia
obligada:
 Dirección: por lo general se conviene en que esta es la dimensión fundamental de la
actitud. Es la que indica si una persona apoya un determinado modo de actuar, si le agrada
o desagrada una persona, una cosa o una idea.
 Intensidad: hace a la fuerza del componente afectivo, al grado de sentimiento de las
personas a favor o en contra de otras personas, cosas o ideas.
 Grado: designa la posición tomada en el continuo de una actitud, entiéndase muy
favorable, ligeramente favorable, etcétera.
Corresponde distinguir intensidad de grado. Es común que adoptemos una actitud
extremista respecto de un asunto cuando en verdad no estamos muy firmemente
convencidos de lo que sostenemos y sí dispuestos a ceder frente a la más ligera oposición.
También sucede que una persona esgrime una opinión moderada pero se aferra a ella con
tenacidad y pasión.
 Prominencia: tiene que ver con la importancia general de una actitud, comparada con el
resto de las actitudes u opiniones de donde proviene.
 Estructura de acción: nos encontramos en el lugar más adecuado para el estudio de la
relación entre la actitud, establecida por el conocimiento y el sentimiento, y la actitud
manifiesta, ubicada en lo volitivo. La metodología de estudio del tema suele separar, para
los fines teóricos, la actitud y la acción o conducta manifiesta.
La estructura de acción es denominada también orientación a la acción o componente reactivo.
Una actitud favorable hacia un asunto puede provocar conductas distintas de las que consideramos
relevantes. Ceder el paso a alguien en las atestadas terminales de trenes, tiende a ser exceptuando a
una minoría, una acción poco observable. No otorgar ventajas al otro para conseguir un asiento en el
vehículo se opone radicalmente a las normas culturales de la cortesía, que en un contexto menos
apremiante esgrimiríamos a rabiar como propias, y juzgaríamos imprescindibles para la buena
convivencia.
Si en nuestra actitud se aloja la pereza o el egoísmo, y por eso batallamos por un asiento, la
cortesía es un pensamiento y una acción estructurados, más lejos de la manifestación genuina que de la
representación afectada. “Poseemos una serie de actitudes que dirigen y controlan nuestras tendencias
a reaccionar positiva o negativamente respecto de un objeto, lo cual permite definirlas como
evaluaciones positivas o negativas de personas, cosas, ideas o sucesos” (Kotler, 1992).
Aunque necesariamente la condición básica establezca que el objeto de la actitud es cualquier cosa
que existe para un individuo y que está fuera de él, esto resulta insuficiente. En rigor, existen objetos
hacia los que no formamos actitud alguna; frente a ellos permanecemos indiferentes porque no nos
afectan. Por supuesto, se dan variaciones en los objetos o en las ideas según varíe el sujeto. En ciertos
países, por ejemplo, la población manifiesta una actitud negativa o positiva hacia los negros, mientras
que en otros, como China, las personas no han formado una actitud con relación a esa raza.
La oportunidad también es muy útil para apuntar los modos en que suele considerarse la
indiferencia como medida o indicador de las voluntades actitudinales: el individuo indiferente a un
estímulo suele demostrar así que ese estímulo no ha pesado en su experiencia, y por tanto lo ha
rechazado. Mientras que el rechazo, en tanto referir u opinar negativamente respecto de alguien o algo,
no corresponde con una actitud de indiferencia, puesto que en verdad se trata de otra especie de
interés, digamos “el interés en que los demás conozcan mi indignación con ese alguien o algo”, “el
interés en que los demás conozcan mi desinterés” o, por qué no, “el interés en que ese alguien sepa de
mi desinterés hacia él”.
Una vez expresadas, las actitudes pueden ser fortalecidas por el reforzamiento positivo, cuando el
hecho objeto establece aquí un marco de referencia común con nuestra predisposición inicial, y
debilitadas por el reforzamiento negativo. El axioma psicológico esclarece lo anterior cuando

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determina que el adulto normal aceptará o rechazará todo cuanto tenga que ver o no con algunos
rasgos de su personalidad.
Si las actitudes son las predisposiciones ónticas del individuo a valorar ciertos símbolos, objetos o
aspectos de su mundo en un modo favorable o desfavorable, habrá que someter invariablemente el
fenómeno a la ecuación [estado actitudinal inicial + características de reforzamiento o debilitamiento
propias del hecho-objeto]. Quien tiene una actitud desfavorable hacia el homicidio, tiende a encontrar
en la exhibición de un hecho semejante un valor de refuerzo de su disposición original. Por el
contrario, el homicida se inclina a vigorizar sus instintos frente a una escena de sangre.
Puede observarse que el concepto obliga a discurrir desde diferentes disciplinas como la
sociología, la psicología, y bidisciplinas como la psicología social. Gran cantidad de autores
pertenecientes a esos ámbitos han intentado una definición de la actitud y el establecimiento de sus
diferencias con la opinión. Cuando se explica, por caso, que los ciudadanos no votan a los candidatos
políticos sino que los “compran psicológicamente” se está desestimando a la propaganda como
fenómeno de transformación de actitudes: una buena campaña, a largo plazo, puede repercutir sobre
las actitudes más que sobre el reducido segmento exclusivamente racional o exclusivamente afectivo
que fundamenta una opinión. En otras palabras, se está afirmando un hecho real y propio de la
propaganda contemporánea, a partir de un axioma refutable.
A diferencia de la opinión, la actitud no es específica, satisface varios fines, y a la vez diferentes
impulsos producen la misma actitud. La única predisposición favorable o desfavorable que tenemos
respecto de un fenómeno repercute sobre los diferentes asuntos integrados en aquel. La comunidad
exige de nosotros opiniones, en teoría surgentes de nuestras actitudes, pero el apremio o el rol que se
prefiere representar en determinados casos afecta nuestras opiniones como resultado natural de
nuestras actitudes.
Cuando emitimos una opinión nos transformamos en los responsables de uno de los tantos inicios
que se identifican en los procesos de causalidad circular dados durante la configuración de la opinión
pública, circularidad que en todo momento requiere mínimamente de una fuente-opinadora y un
destinatario-buscador de la opinión.
Entre los factores que necesitamos tener en cuenta al analizar la fuente encodificadora en todo
proceso de comunicación, se cuentan las habilidades comunicativas y las actitudes. Estas últimas
afectan las formas en que la fuente comunica, y por su carácter complejo (sistémico, en esencia) nunca
ha sido fácil para los investigadores sociales definirlas conceptualmente. “Por lo pronto, puede decirse
que una persona tiene una actitud hacia algo, si la persona demuestra cierta predisposición, cierta
tendencia, cierto deseo ya sea de acercarse o de evitar ese algo, quererlo o no, gustarlo o no,
identificarse con él o disociarse” (Berlo, 1982: 37).
El deseo es considerado como variable trascendental de enlace para la configuración de nuestras
voluntades. Es difícil hallar un proceso de generación de una actitud que no esté basado en la
satisfacción de deseos y de las necesidades implicadas por esos deseos. Los mecanismos de
satisfacción, depositados en la malla del aprendizaje, llevan a los seres humanos a comportarse de una
manera congruente frente a objetos similares. Así, lo nuevo no requiere de una interpretación
particular, ni tampoco las situaciones desconocidas de reacciones especiales. Nuestras actitudes nos
permiten economizar energía y pensamiento. Esta es la razón fundamental sobre la que estriba el
atributo de perdurabilidad de una actitud, patrón coherente, difícil de modificar, que obliga en los
emprendimientos persuasivos a realizar ajustes sobre las opiniones y actitudes concomitantes, en
cortos y largos plazos.
Para corroborar la relación establecida, durante la conformación de actitudes, entre la actitud
inicial del individuo y la presión que sobre él ejerce su entorno, Norman Maier 4 señala que la opinión
como justificación de nuestro pensamiento sobre algo o alguien es una consecuencia de la relación
entre nuestra actitud y el hecho sobre el que actúa. El esquema completo es el siguiente:

Actitud
Opinión Justificación
Hecho

4
Principios de las relaciones humanas, Editorial RIALP, citado por Castro, 1978: 121-122.

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Las justificaciones son para Maier el producto de las opiniones, la defensa individual de una
opinión. Cuando la opinión cambia, cambia la justificación, pero la destrucción de la justificación no
destruye la opinión. Sin embargo, cuando se le pregunta a una persona por qué tiene una opinión
particular, da fácilmente una justificación que no describe para nada la causa de su opinión, sino que
justamente encuentra su origen en la opinión.
En la relación actitud-opinión es indefectible que tercie la naturaleza y las características de la
persona o situación de referencia, desde que las opiniones están integradas por hechos y actitudes. Un
supervisor que tenga una actitud de recelo hacia los empleados interpretará, por ejemplo, la baja
productividad de uno de ellos como holgazanería; esta opinión se basa principalmente en la actitud y
necesita un pequeño aporte de la realidad. En el otro extremo, una opinión tal como “el aumento de
iluminación hará que nuestros errores disminuyan”, representa una opinión influida casi totalmente
por los hechos. Estas últimas no gravitan, pues varían fácilmente cuando se alteran las condiciones o
los hechos.
Pero, en cambio, sí son significativas cuando se basan en actitudes, porque las actitudes
desfavorables –o favorables– pueden continuar incluso después de haberse corregido los hechos.
Una opinión puede basarse en hechos o en actitudes, pero es más apropiado catalogarla como el
producto de ambos, y la proporción o medida con que la compongan indicará si es objetiva o
subjetiva. Juzguemos como parámetros útiles en un sondeo de opiniones la siguiente tipología: una
opinión con una fuerte carga de actitudes y una percepción parcial de la realidad será una opinión
subjetiva; por el contrario, la opinión constituida más por hechos y mínimamente por actitudes es una
opinión objetiva, o digamos que al menos tiende a serlo, a juzgar por la inconsistencia entre
objetividad y naturaleza humana 5. En consecuencia, si la opinión es objetiva, al variar los hechos
variará nuestra opinión, mientras que si es subjetiva, por más que cambien los hechos se mantendrá,
pues se halla básicamente en nuestras actitudes (Castro, 1978: 122).
Puede observarse que la objetividad como trofeo de los servicios periodísticos equivale, de
acuerdo con estas lecturas, al pensamiento volátil y, por tanto, amistoso con cualquier método de
manipulación. Sin embargo, cuando más adelante nos refiramos al problema del cambio de opiniones
y actitudes, recorreremos un diagnóstico severo de las relaciones interpersonales y con los media de
nuestro tiempo, basado en la reivindicación de la opinión inestable de las personas, que solo ancla en
el respeto por su individualidad y en la búsqueda de ampliar cuanto más pueda el espacio de sus
libertades.
El señalado atributo de volatilidad de la opinión que relativiza la certidumbre de nuestros actos
marca una diferencia sustancial con la actitud: excepto frente aquellas circunstancias extremas en que
el individuo puede perder el control de su personalidad (control del yo), jamás actúa distinto de cómo
lo indican sus actitudes. En este punto encontramos los fundamentos de la actitud como “la porción
principal e insustituible de lo que está socializado en el hombre” (tal como lo plantea Sherif, en su
obra An Outline of Social Psychology), lo cual hace de las actitudes los constituyentes básicos del ego
o yo, como es muy probable que lo sean (Brown, 1991: 36).
Luego, una serie de actitudes en algunas personas ligadas por algún motivo constituyen por lo
general las normas sociales que identifican a ese grupo, son productos de fuerzas sociales. Los grupos
a los que esas personas se adscriben, o los que desean integrar, van a forjar un cierto grado de
uniformidad entre sus miembros, tenderán a controlar actitudes comprendidas en una gama más o
menos amplia. Jean Stoetzel, sobresaliente entre los sociólogos que han destacado el valor colectivo de
la opinión, advierte sobre lo dificultoso que es para el individuo formarse una opinión, al punto que
establece una definición que elimina todo elemento de juicio individual y la caracteriza como un
fenómeno puramente social: “Opinar –dice– es, para el sujeto, situarse socialmente con relación a su
grupo y a los grupos externos. Es entonces no solo legítimo, sino recomendable interpretar la
significación de su opinión relacionándola con la opinión pública” (Domenach, 1986: 110). Así es

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En La construcción de la noticia (1993: 171-172), Miquel Rodrigo Alsina distingue objetividad de neutralidad: mientras la
primera es deseable, la segunda no es ni tan siquiera posible. Más adelante cita a Gouldner, a propósito del objetivismo como
discurso que carece de carácter reflexivo; enfoca unilateralmente el “objeto”, pero oculta al “sujeto” hablante para quien es
un objeto; así, el objetivismo ignora el modo en que el objeto mencionado depende, en parte, del lenguaje en que es
mencionado, y varía de carácter según el lenguaje o la teoría usados.

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posible encontrar opiniones consecuentes con las actitudes comunes entre los miembros de una
cooperativa, entre los espectadores de un acontecimiento o entre los socios de un colectivo
profesional.
Domenach afirma que, en efecto, la opinión neta se obtiene en el grupo al que pertenece el sujeto.
Pero como esos grupos son por lo general múltiples –familia, partido, asociación civil, etcétera–, el
individuo puede emitir opiniones diferentes en cada uno de esos diversos niveles y, a veces, hasta
contradictorias (1986: 111). Por este motivo, en el camino de las actitudes –por cierto, más complejas
para el “survey” y la interpretación– transitan las variables de mayor interés para una valoración del
pensamiento de las personas.
Los insultos al árbitro desde una tribuna de fútbol no nos transforman necesariamente en
agresivos, cuando los ritos que imperan en ese espacio público nos impulsan a una momentánea
enajenación. En verdad, nuestra actitud frente a la cotidianeidad privada o pública, aunque diversifique
en matices nuestras opiniones, es contraria a la que se manifiesta en aquellos ritos: nos muestra como
personas inofensivas y, en cierto modo, nos absuelve de esas conductas.

Berlo, D. El proceso de la comunicación. El Ateneo, Buenos Aires, 1982.


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