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LA FORMACIÓN DE LA

CONCIENCIA
Folletos

PABLO CABELLOS
I. FORMACIÓN Y CONOCIMIENTO DE LA VERDAD
LA CONCIENCIA EN LA VIDA DIARIA
En nuestro tiempo es habitual que la palabra ética aparezca en los dichos y
escritos de muchas personas; es frecuente que esa ética lleve el adjetivo de
natural o cristiana, pero quizá es menos frecuente que nos interroguemos por
su fundamento, vaya o no calificada.
¿Quién decide si algo es ético o no lo es? Es posible que, ante esta pregunta,
aparezca la respuesta de que es la conciencia quien determina la bondad o
maldad de nuestras acciones.
Sin embargo, los interrogantes podrían multiplicarse: ante hechos de la propia
vida, ¿quién no se ha planteado la validez de su conciencia como norma de
moralidad?; ¿quién no ha esgrimido un “me lo dicta mi conciencia” al ser
interrogado acercad e su conducta?; ¿es válida la simple autenticidad como
justificante de las acciones? Es cierto que la conciencia tiene hoy día una ala
cotización, pero ¿es realmente la panacea que resuelve en un juicio lo acertado
de nuestro actuar pasado, presente y futuro?; o aun no resolviéndolo de modo
seguro, ¿justifica, al menos, nuestro comportamiento aunque este sea errado?
¿Hay posibilidad de que una acción sea desacertada, moralmente hablando, si
se ejecuta conforme a la conciencia? ¿Basta la conciencia cono norma de
moralidad?
Son muchos los interrogantes que el hombre puede plantearse en torno al
tema de la moral y, consiguientemente, de la conciencia. Las preguntas que
acabamos de proponer son las que cualquiera puede hacerse en este mundo
de incertidumbres.
Son cuestiones que convienen aclarar, porque detrás de ellas está implicada,
de una parte, nuestra nobleza en el vivir diario y, de otra, la salvación eterna.
No es posible dar aquí una visión completa de todas las ideas que habría que
barajar en torno a la conciencia y su formación. En este asunto van implicados
temas tan profundos y extensos como la existencia de Dios y su Providencia, la
realidad del mundo rodea, la verdad y divinidad de la religión católica, toda
una filosofía de la educación, de la conciencia, de la libertad, etc.
Por todo ello, las líneas que siguen intentan dar un enfoque del problema,
quieren señalar la actitud que, desde una perspectiva católica, debe tenerse en
relación con la conciencia y su formación. Se dan, por tanto, como supuestas
todas aquellas ideas básicas que un católico que profesa su fe ha de tener.
Vamos a ver el valor de toda la formación, el de la conciencia como norma de
moralidad, su necesaria conexión con una ley superior, su legítimo ámbito de
autonomía y la formación de la misma, a fin de ayudar a los hombres a que
“juzguen las cosas con criterio propio a la luz de la verdad” 1.

1 CONCILIO VATICANO II, Decl. Dignitatis Humanae, 5.


FORMACIÓN Y VERDAD
<<“Todos los hombres desean saber” (Aristóteles, Metafísica, I, 1) y la verdad
es el objeto propio de este deseo. Incluso la vida diaria muestra cuán
interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo conocido de oídas, cómo
están verdaderamente las cosas. El hombre es el único ser en toda la creación
visible que no solo es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por
eso se interesa por la verada real de lo que se le presenta. Nadie puede
permanecer sinceramente indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que
es falso, lo rechaza; en cambio, si puede confirmar su verdad, se siente
satisfecho>>2.
La formación ayuda a hombre al conocimiento y a la vivencia de su libertad. Y
no estoy pensando en este momento solamente en esas grandes verdades,
cuya más profunda búsqueda queda para el filósofo, el científico o el
investigador. Me refiero también a la necesidad de criterio sobre cualquier
materia que se precisa para un quehacer concreto: el carpintero que aprende a
manejar la garlopa está siendo dotado para conocer una serie de verdades: el
qué, el para qué y el cómo de la garlopa. Y eso será parte de su formación
profesional.
La historia de la humanidad, con sus avances en la ciencia, y la historia
personal de cada hombre, con el afán de saber el que cabalga toda su vida,
son el testimonio constante de una necesidad vital: la necesidad de conocer
mejor, de saber más, de superarse continuamente. La formación, sea cual
fuere el conducto que la traiga, va a eso: a avanzar, a mejorar en el
conocimiento de la verdad y en la consiguiente consecución del bien.
Pero, ¿qué es la verdad? De un modo muy sencillo, y muy al alcance del
sentido común podemos decir con Santo Tomás de Aquino que verdad es la
adecuación del entendimiento con la cosa conocida, es decir: la exacta
correspondencia entre lo que decimos o pensamos de algo y lo que ese algo es
realmente. Si yo pienso que el libro que tengo sobre la mesa está
encuadernado en piel y lo está realmente, habré pensado con verdad, pero su
encuadernación solo se parece a la piel y no lo es, me habré equivocado.
Es evidente que el hombre tiene una capacidad de hacerse con la verdad de
las cosas que lo rodean. Tiene poder también para decir ese pensamiento
suyo, aunque se vea limitado por los medios de expresión.
Está claro asimismo que en ocasiones acierta y que otras se equivoca; que
ahora consigue abarcar toda la verdad de algo y luego solo llega de un modo
incompleto.
Podríamos decir que la formación, sea del tipo que sea, irá orientando a que
acierte el máximo posible. Así pensaremos que una persona está bien formada
en su profesión si generalmente se desenvuelve en ella con acierto; de otra
diremos que tiene una formación futbolística si conoce bien las alineaciones de
los equipos, sus entrenadores, resultados, etc. Y de una tercera podríamos
2 JUAN PABLO II, Enc. Fides et ratio, 25.
pensar que tiene buena formación moral si sabe distinguir perfectamente, sin
error, lo bueno de lo malo, y ese saber le ayuda a vivir de manera
consecuente.
Precisamente en este poder poseer la verdad radica la máxima dignidad del
hombre. Gracias a ello es libre y capaz de mérito y progreso.

VERDAD Y LIBERTAD
Decíamos anteriormente que nuestra posibilidad de ser libres es fruto de
nuestra capacidad de conocer la verdad. Porque <<la libertad no es la libertad
de hacer cualquier cosa, sino que es libertad para el Bien, en el cual solamente
reside la felicidad. De ese modo el Bien es su objetivo. Por consiguiente el
hombre se hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero, y esto –
prescindiendo de otras fuerzas- guía su voluntad>> 3.
Cuando decidimos hacer algo voluntariamente es porque antes tenemos una
serie de datos y después actuamos de acuerdo con esos datos previamente
conocidos. Ahora bien, si nuestro conocimiento sobre esos datos previos ha
fallado, si nos hemos equivocado, es indudable que nuestro actuar no habrá
sido realmente libre. Por ejemplo: yo quiero agradar a una persona de la que
estoy convencido que siente una especial predilección por las rosas; veo un
precioso ramo, lo compro y lo regalo a esa persona. Posteriormente me entero
de que detesta este tipo de flores. Indudablemente, habré actuado movido por
un buen deseo, pero no he hecho lo que realmente quería. ¿Por qué?
Sencillamente por haber actuado movido por un error.
Actuar <<en conciencia>>, no quiere decir realizar las cosas arbitrariamente,
por capricho o por <<un impulso secreto del corazón>>, sino hacer todo cum
scientia –con ciencia- ; es decir; con sabiduría, con conocimiento profundo de la
realidad objetiva. Igual que la inteligencia puede errar en el conocimiento de la
verdad, la libertad también puede equivocarse en la elección del bien. Por ello
es tan importante la formación de la conciencia, para que sepa elegir
correctamente el bien moral que le conviene para su propia perfección 4.
Toda formación irá, por tanto, encaminada a proporcionar los supuestos
precisos para que nuestro actuar sea verdaderamente libre, para que no sea
un moverse engañado por datos falsos.
Cuando se habla de manipulación de unos hombres por otros, cuando se
piensa, por ejemplo, en el poder tiránico de quien desorienta a los demás
deformando o inventando noticias, no se está aludiendo sino a una coacción de
la libertad por no ofrecer verdades claras, sino mentiras o verdades a medias,
que muchas veces son peor que las mentiras. La libertad de los hombres, al
moverse en estos casos sobre supuestos falsos, ya no es libertad, aunque así
llegue a creerse.

3 CONGREGACIÓN PARA LA DOCCTRINA DE LA FE, Instrucción sobre la libertad cristiana y liberación,


Libertatis conscientia (22-III-1986), 26.
4 Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, 54-64. En Colecc. <<Documentos mc>>, Ed. Palabra.
<<No existe moral sin libertad (…). Si el derecho de ser respetados en el
propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral,
grave para cada uno, de buscar la verdad y seguirla una vez conocida>> 5.
La verdadera formación no alienta, no priva de libertad, sino que ha de ser
dadora de libertad precisamente. Es alineado el que es retenido en términos
ajenos, aquel a quien se le impide conocer la verdad y hacer el bien porque se
le ofrecen mentiras y datos falsos. Por eso, una verdadera formación ni tiene
miedo a la verdad, ni debe partir del puro negativismo de evitar el error ni
fomenta la falsa seguridad de llevar a alguien de la mano de por vida.
Pero una formación correcta sí debe promover el amor a la verdad, a la libertad
y a la responsabilidad, el conocimiento claro y profundo de las cosas, el saber
estimar la virtud de la prudencia que nos capacita para elegir los medios
adecuados a unos fines claramente definidos, etc.
Pero tan equivocados sería concebir el proceso educativo como llevar a uno
agarrado de la mano, como pensarlo alienante por el solo hecho de que alguien
colabora en ese camino nuestro hacia la verdad. Sería soberbio e iluso pensar
que no bastamos a nosotros mismos para formarnos. Soberbio, porque ya es
jactancia despreciar el valor de lo que otros puedan aportar. Iluso, porque es
imposible sacar algo, sin más, de donde no lo hay: es una verdad elemental
que nadie da lo que no tiene. Si uno nunca ha visto hacer unos zapatos, si no
ha estudiado la forma de hacerlos, si ni siquiera conoce el cuerpo, etc.,
difícilmente podrá hacerlos. En el fondo es prácticamente imposible decir que
existe el autodidacta; como mucho, buscará por sí mismo los medios para
aprender, pero esos medios vendrán de alguien.
Ante cualquier hombre se abre un inmenso panorama de conocimientos, una
amplia gama de posibilidades legítimas que, poco a poco, le irán configurando
como persona formada. Cada hombre que nace es una nueva esperanza de
futuro, con una serie de potencialidades que desarrollar y con las que servir al
resto de la humanidad. Son potencialidades físicas, intelectuales, sociales,
profesionales, etc. Será responsabilidad suya y de la sociedad que ninguna de
ellas se malogre. Y, al hacerse realidad, plenitud, ese ser potencialmente era,
nadie le estará privando de su libertad, al contrario: estará teniendo en sus
manos todas las cartas de la baraja, para que juegue a su gusto, con todas las
posibilidades, y pueda ganar su partida como le dé gana, con un libertad real,
verdadera, que es tanto como decir basada en un conocimiento cierto de los
hechos.

DERECHO A LA VERDAD
Decíamos anteriormente que la historia de la humanidad es la historia del afán
de saber, es una incesante búsqueda de la verdad. Y junto a tantos avances y
logros, es también la historia de los errores humanos, de un no llegar tantas
veces a las metas queridas.

5 Ibídem, 34.
También apuntábamos que es evidente la capacidad de hombre para encontrar
la verdad, pero no es menos evidente la posibilidad de fallar en ese difícil
camino e, incluso, es un hecho que, a veces, ni siquiera se pone en marcha.
Si grande es la capacidad del hombre, grandes son también sus limitaciones.
Sin embargo, aun contando con esas limitaciones. Sin embargo, aun contando
con esas limitaciones, el derecho del hombre a saber la verdad de las cosas
sigue siendo irrenunciable. Y hemos de contar con ambas realidades: con la
capacidad que tiene, para no enterrar el talento recibiendo; y con las naturales
limitaciones, para saber que podemos equivocarnos y para reconocerlo cuando
sea preciso. Pero aún hay más: paralelo a ese derecho, corre el deber de
ayudar a los demás en su marcha hacia la verdad, en su formación.
Hoy día se habla mucho, y no sin razón, de la función social de los bienes
materiales, pero hay también una indudable función social de los bienes
espirituales, una clarísima misión de servicio de los saberes y valores del
espíritu que cada hombre posee. Por ello, hay un deber por parte de cada
hombre, por parte de la sociedad, de ayudar a los demás en su afán de saber,
en su necesidad de formarse; hay un deber, incluso, de despertar ese afán. Y
estará interrumpiendo el acto más específicamente humano quien, por
cualquier medio, impida el normal ejercicio de esos deberes y derechos.
Todo lo dicho hasta el momento para cualquier tipo de formación, vale para la
formación de la conciencia, con la peculiaridad de que en nuestro caso, la
verdad que buscamos es la Verdad, es Dios, es nuestra salvación eterna.
La formación en el terreno doctrinal-religioso será el soporte seguro para que
conociendo la Verdad y viviendo la Libertad, lleguemos al Amor. Por eso, ha
dicho un reciente documento de la Iglesia, <<la apertura a la plenitud de la
verdad se impone a la conciencia moral del hombre, el cual debe buscarla y
estar dispuesto a acogerla cuando se le presente>>6.
Para esta tarea exhorta el Concilio Vaticano II <<a todos, pero especialmente a
aquellos que se cuidan de la educación de otros, a que se esmeren en formar
hombres que, acatando el orden moral, obedezcan a la autoridad legítima y
sean amantes de la genuina libertad; hombres que juzguen las cosas con
criterio propio a la luz de la verdad, que ordenen sus actividades con sentido
de responsabilidad y que se esfuercen por secundar todo lo verdadero y lo
justo, asociado gustosamente su acción con los demás>> 7.
Podríamos resumir lo escrito hasta el momento en las siguientes ideas:
El hombre necesita conocer la verdad para ser libre.
Es preciso formarse para conocer la verdad.

6 Ibídem, 4.
7 CONCILIO VATICANO II, Decl. Dignitatis Humanae, 8.
II. LA LEY DE DIOS Y LA OBLIGACIÓN DE SEGUIR LA
CONCIENCIA
QUÉ ES LA CONCIENCIA MORAL
<<Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral (cfr. Rm 2, 14-16)
le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga
también las elecciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando
las que son malas (cfr. Rm 1, 32). Atestigua la autoridad de la verdad con
referencia al Ben supremo por el cual la persona humana se siente atraída y
cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la
conciencia moral, oye a Dios que habla>>8.
La conciencia moral es el juicio que forma la razón sobre la bondad o malicia
de nuestros actos humanos, es aquello que nos hace caer en la cuenta de si
nuestras acciones son o no conformes al querer de Dios 9.
En el Catecismo de la Iglesia Católica se la define <<un juicio de la razón por el
que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que
piensa hacer, está haciendo o ha hecho>> 10.
Podríamos, por tanto, hablar de una conciencia antecedente, cuando uno es
consciente de la bondad o malicia de algo que puede hacer en el futuro,
conciencia concomitante, cuando se da cuenta de la moralidad de lo que está
realizando en el presente, y conciencia consiguiente o consecuente, cuando,
después de haber pensado, dicho o hecho algo, le viene a uno a la mente que
era algo bueno o malo.
Ahora bien, siempre que se habla de que algo es bueno o malo se está
aludiendo a un término de comparación, se piensa en algo así como un modelo
previo, en un patrón preestablecido con el que confrontamos aquello cuya
bondad queremos probar. ¿Es la conciencia humana ese patrón? ¿De qué
manera? ¿Hasta qué punto? ¿Necesita la conciencia cotejar sus juicios con un
modelo?
Trataremos de ir respondiendo a estas preguntas en las páginas siguientes. De
momento, vamos a quedarnos con la idea de que la conciencia moral es la
posibilidad de ver nuestros propios hechos objetivos en relación con los planes
de Dios sobre ellos, o lo que es lo mismo: <<la conciencia moral es la
aplicación del conocimiento moral en el acto de obrar>> 11; es decir, la
conciencia aplica unos principios conocidos a cada caso concreto, lo que, según
Santo Tomás, se realiza de tres maneras: una, por la que la conciencia da
testimonio de haber hecho u omitido –se hace responsable de los propios
hechos-; otra, por la que juzga si se ha de hacer o no una cosa determinada; y
8 Catecismo de la Iglesia Católica, 1777.
9 El Cardenal Newman le decía al duque de Norfolk: <<La conciencia es una ley de nuestro espíritu, pero
que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza…La conciencia
es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza con en el de la gracia, a través de un velo no
habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo>> (Carta 5)
10 Catecismo de la Iglesia Católica, 1778.
11 REDING, M., Fundamentos filosóficos de la Moral Católica (Madrid, Rialp), p. 200.
un tercer modo, por el que nos pronunciamos sobre la rectitud o maldad del
acto realizado12.
Es necesario señalar que, frecuentemente, al hablar de la conciencia
únicamente pensamos en aquella que remuerde por el mal realizado, previene
el mal futuro o pretende justificar nuestras actuaciones. Pero la conciencia es
mucho más que eso: es una posibilidad de escuchar positivamente lo que dios
quiere de nosotros. Es posibilidad de adecuar nuestros actos a la ley de Dios 13.
Esto nos lleva a pensar en la importancia del conocimiento de la norma divina
para nuestra conciencia procure y compruebe que nuestros actos se ajusten a
esa ley de Dios. Por ello, la norma suprema de conducta es la ley divina. La
conciencia será, nada más y nada menos, la posibilidad inmediata de descubrir
si mis acciones encajan en lo que Dios quiere. Por eso se dice que la conciencia
es norma próxima (subjetiva, personal, inmediata) de moralidad, pero la norma
suprema, el más alto patrón, es solamente la ley de Dios. Vamos a ver esto con
un poco de detenimiento.
Pero antes de seguir adelante, hay que decir que, para acertar en las
decisiones de conciencia, es necesario moderar un poco el ritmo frenético que
solemos llevar, y tratar de pensar las cosas con calma y con profundidad. Las
prisas suelen ser madres de las chapuzas y, en el asunto que nos trae, una
consideración meramente superficial y excesivamente rápida, suele dar como
resultado un juicio precipitado y, en la mayoría de los casos, improcedente:
<<Es preciso –dirá el Catecismo- que cada uno preste mucha atención a sí
mismo para oír y seguir la voz de su conciencia. Esta exigencia de interioridad
es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a
prescindir de toda reflexión, examen o interiorización>> 14.

CONCIENCIA MORAL Y LEY DE DIOS


A partir de la filosofía racionalista, la mentalidad moderna ha tenido la
tentación constante de dar por real solo lo que la evidencia interior asegura al
hombre como tal; sería algo así como afirmar que la mesa sobre la que trabajo
únicamente existirá en la medida en que yo la piense. Pero es obvio que esta
mesa existe de verdad, con independencia de que yo la piense o deje de
pensar en ella. Esta mentalidad ha llevado a un tremendo subjetivismo, es
decir; a convertir el propio pensamiento en la única ley para todos los órdenes
de la vida, de manera que se renuncia a toda objetividad, se prescinde de la
realidad y se da solamente carta de naturaleza a la propia visión de las cosas,
cuadre o no con la realidad. Así podría formularse de un modo sencillo esta
mentalidad racionalista: las cosas serán tal como yo las vea en mi personal

12 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 79, a. 13.


13 Hay que tener en cuenta que la llamada <<Ley de Dios>> -o sus <<Mandamientos>>-, siendo
extrínseca al hombre, respecto a su origen, es intrínseca al hombre en cuanto a su <<contenido>>. Es decir,
no es una Ley <<arbitraria>> -voluntarista-, sino una Ley <<paternal>> que respeta y fomenta todo lo
noble de la naturaleza humana y la dignidad correspondiente de la persona. Por poner un ejemplo gráfico, no
es como las reglas de juego de un deporte, sino más bien como el conjunto de medidas y recomendaciones
que debe tener en cuenta cualquier persona que desee estar en la elite de ese deporte. Quien desee
portarse como un hijo de Dios, lograr su propia perfección y alcanzar la felicidad eterna, haga caso al
<<Entrenador Divino>>, que es su Padre, y cumpla sus Mandamientos.
14 Catecismo de la Iglesia Católica, 1779.
conocimiento, tal como a mí me parecen, y no como puedan ser con
independencia de mí.
Es evidente que en el tema que nos ocupa, esa mentalidad, en el caso de la
conciencia aplicada a la moralidad de los actos humanos, esta, la conciencia,
acaba supliendo a la ley de Dios porque prescinde de ella, porque da valor
solamente al modo personal de ver las cosas y no a la objetividad de la ley.
Puede expresarse así este subjetivismo a ultranza: mis acciones serán buenas
o malas en la medida en que a mí me lo parezcan 15. Y, sin embargo, sabemos
que no es así, que la libertad humana puede aceptar o rechazar las reglas,
puede querer o no lo que Dios le indica, puede incluso ignorarlo, pero lo que no
puede hacer jamás es crear esas normas. Las normas están ahí, dadas ya, y el
hombre las ve o renuncia a verlas, las acata o las desobedece, pero no las hace
él; o mejor: no serán normas las que el hombre opine erróneamente que lo
son, sino las que de hecho existen como consecuencia de las relaciones entre
criatura y Creador.
<<La conciencia no es la única voz que puede guiar la actividad humana. Y su
voz se hace tanto más clara y poderosa cuando a ella se une la voz de la ley de
la autoridad legítima. La voz de la conciencia no es siempre infalible, ni
objetivamente es lo supremo. Y esto es verdad particularmente en el campo de
la acción sobrenatural, en donde la razón no puede interpretar por sí mismo a
el camino del bien, sino que tiene que valerse de la fe para dictar al hombre la
norma de justicia querida por Dios, mediante la revelación: el hombre justo –
dice San Pablo- vive de fe>> 16. Y, sin embargo, sabemos que no es así, que la
libertad humana puede aceptar o rechazar las reglas, puede querer o no lo que
Dios le indica, puede incluso ignorarlo, pero lo que no puede hacer jamás es
crear esas normas. Las normas están ahí, dadas ya, y el hombre las ve o
renuncia a verlas, las acata o las desobedece, pero no las hace él; o mejor: no
serán normas las que el hombre opine erróneamente que lo son, sino las que
de hecho existen como consecuencia de las relaciones entre criaturas y
Creador.
<<La conciencia no es la única voz que puede guiar la actividad humana. Y su
voz se hace tanto más clara y poderosa cuando a ella se une la voz de la ley de
la autoridad legítima. La voz de la conciencia no es siempre infalible, ni
objetivamente es lo supremo. Y esto es verdad particularmente en el campo de
la acción sobrenatural, en donde la razón no puede interpretar por sí misma el
camino del bien, sino que tiene que valerse de la fe para dictar al hombre la
norma de justicia querida por Dios, mediante la revelación: el hombre justo –
dice San Pablo- vive de fe>>17.

15 Si ante un rosa de color rojo un amigo se empeñara en decir que es de color verde, e insistiera tozudo en
que <<para él>> era de ese color, a poca cultura médica que se tenga habría que concluir que nuestro
amigo es daltónico –enfermedad de la retina en la que hay ceguera a determinados colores, por confusión de
varios de ellos; la más frecuente es la que confunde el ojo con el verde- y habría que llevarle al oftalmólogo
para que le convenciera de su enfermedad, pues quizá no tenga mucha importancia su carencia respecto al
color de las rosas, pero puede tener un efecto mortal respecto a los semáforos, ¿verdad?
16 PABLO VI, Alocución, 13-XI-1969.
17 PABLO VI, Alocución, 13-XI-1969.
Ya estamos adelantando, pues, que una recta formación de la conciencia debe
considerar siempre las relaciones que el hombre tiene con Dios: en primer
lugar, como fruto de la relación entre criatura y Creador, hay una ley inscrita
en la misma naturaleza del hombre, que es como la misma ley de fabricación
de la criatura humana: Dios al crearnos, lo ha hecho de una determinada
manera y nos ha dado un fin y un camino –su ley- para llegar a ese fin. Esta ley
natural, aunque inscrita en la naturaleza del hombre, también ha sido revelada
por Dios para garantizar que podamos conocerla. En segundo lugar, Dios nos
ha elevado a un plano sobrenatural, nos ha hecho participantes de su misma
naturaleza divina, somos hijos suyos por la gracia, y nos ha dado una ley
nueva, la ley que rige el comportamiento de esa nueva criatura nacida a la
vida de la gracia, ley que solo puede conocerse por la fe.
Por eso, por encima de la conciencia, siendo su punto de apoyo cierto y sólido,
está la ley de Dios y la doctrina de la fe. <<La norma suprema de la vida
humana es la propia ley divina, eterna, objetiva y universal>> 18.
Por eso la Iglesia ha rechazado la llamada moral de situación, la libertad de
conciencia (entendida como autonomía con respecto a Dios y su ley), y otras
doctrinas que afirman una total independencia de la conciencia con respecto a
cualquier norma superior, o son una negación de la potestad que tiene la
autoridad legítima para dictar leyes que obliguen una conciencia.
Hemos de concluir que <<la conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma
y exclusiva para decidir lo bueno y lo malo; al contrario, en ella está grabado
profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que
fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y
prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano, como se entrevé
ya en la citada página del libro del Génesis (11, 9-17). Precisamente, en este
sentido, la conciencia es el sagrario íntimo donde resuena la voz de Dios. Es la
voz de Dios, aun cuando el hombre reconoce exclusivamente en ella el
principio del orden moral del que humanamente no se puede dudar, incluso sin
una referencia directa al Creador: precisamente la conciencia encuentra en
esta referencia su fundamento y su justificación>> 19.
Dios ha querido al hombre libre, capaz incluso de volver la espalda a su
Creador y padre, pero, recordemos, una vez más, que sea libertad acepta o
rechaza la ley divina, pero nunca la crea, aunque pretenda suplantarla, porque
tratar de convertir la propia conciencia en norma última de moralidad es tanto
como querer colocarla en lugar de Dios y su ley. En este acto de desobediencia
y soberbia consistió el primer pecado de los hombres: Adán y Eva quisieron ser
como dioses conocedores del bien y del mal 20. El ser humano llamado a la
existencia es una criatura de Dios, criatura hecha a imagen y semejanza del

18 CONCILIO VATICANNO II, Decl. Dignitatis Humanae, 3.


19 JUAN PABLO II, Enc. Dominum et vivificantem, 18-V-1986, 43.
20 Cfr. Gn 3,5. La tentación del Maligno no es tanto el que lleguemos a <<conocer>> intelectualmente el
bien y el mal, sino que podamos <<hacer>> -fabricar- el bien y el mal, y decidir qué es lo bueno y qué es lo
malo. Hoy día se expresa con frases bastante ambiguas -<<lo moderno o antiguo>>, <<lo que se lleva o lo
que no>>, etc.- que manifiestan un subjetivismo imperante y, en ocasiones, un gregarismo vergonzoso.
Creador y, por eso, inteligente y libre: ahí está toda la grandeza y dignidad de
la persona humana; pero esa persona es también una criatura y, como tal,
limitada y dependiente del Creador. El árbol de la ciencia del bien y del mal
debía recordar al hombre constantemente los límites de su condición, límites
que el hombre traspasa con el primer pecado.
Pero la tentación se superar ese límite y de ser como dioses sigue paralela a la
historia de los hombres, y la desobediencia del que no se reconoce criatura
sigue actuando de esa manera: queriendo pasar la raya de lo humano a lo que
es divino, queriendo dominar el bien y el mal, erigiéndose en norma de sí
mismo. Cuando el hombre obra así, al querer situarse en el lugar de Dios, solo
encuentra su miseria, porque, como Adán y Eva, no domina la ciencia del bien
y del mal como si fuera Dios, sino que, desobedeciendo para saltar la barrera
insuperable, ofende a Dios y se pierde a sí mismo, falsea su propia verdad: se
engaña sobre quién es él mismo y sobre cuáles son los límites insuperables de
su ser y su libertad21.
<<Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden moral en el
mundo creado por Él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno
y malo, no puede conocer el bien y el mal como dioses. Sí, en el mundo creado,
Dios es la fuente suprema para decidir – no en el sentido voluntarista, sino del
conocimiento más profundo de la realidad- sobre el bien y el mal, mediante la
íntima verdad del ser, que, es el reflejo del Verbo, el eterno Hijo consustancial
al Padre. Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la
conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que
es sabiduría y ley eterna, fuente del orden mora en el hombre y en el mundo.
La desobediencia, como dimensión originaria del pecado, significa rechazo de
esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y
exclusiva en decidir sobre el bien y el mal>> 22. Como vemos esa pretendida
autonomía del hombre, despreciando el don del Espíritu Santo, que es la
conciencia, desvirtúa ese don y hace que se refleje en el hombre la sabiduría
eterna de Dios.
Insistiendo en esta misma idea, que es de capital importancia, afirma Juan
Pablo II: <<En efecto, la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del
hombre, en el que esta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el
recinto más íntimo. Esta voz dice claramente a los oídos de su corazón
advirtiéndole… haz esto, evita aquello. Tal capacidad de mandar el bien y
prohibir el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la
propiedad clave del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, en lo más
profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él
no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer (Concilio Vaticano II,
Constitución Gaudium et spes, 16)>>23.

21 Enc. Dominum et vivificantem, 37.


22 Ibídem, 36.
23 Ibídem, 43.
CLASES DE CONCIENCIA
Como hemos dicho antes, por razón del acto que juzga, se habla de conciencia
antecedente, concomitante y consecuente, según que el juicio se refiera a un
acto que se va a realizar (antecedente), se está realizando (concomitante) o se
ha realizado ya (consecuente).
La aprobación por la conciencia del acto ya realizado produce alegría y paz; sin
embargo, la reprobación es causa de pesar y remordimiento.
Solo la conciencia antecedente será regla subjetiva de moralidad de los actos a
realizar, sobre los que mandará, prohibirá, permitirá o aconsejará. Será la
conciencia que hay que seguir al actuar cuando claramente mande o prohíba.
Es la conciencia que nos lleva a descubrir la Voluntad de Dios sobre lo que hay
que hacer u omitir.
Por razón de su concordancia con la ley de Dios, podemos decir con los
tratadistas cásicos que la conciencia puede ser verdadera (llamada también
recta) y errónea, según que sus dictados se adecúen o no a esa ley. Por
ejemplo, si yo creo que no ir a la Santa Misa en domingo no es pecado, y
efectivamente no voy, posiblemente no habré pecado –salvo si hay negligencia
culpable-, pero habré actuado con una clarísima conciencia errónea, fruto
probablemente de falta de formación y, por tanto, aunque sea un pecado
material –sin culpa- me hago un mal a mí mismo y a la Iglesia, al omitir un gran
bien al que estoy obligado (cfr. Catecismo, 1389, 2180-2183)24.
La conciencia verdadera hay que seguirla siempre cuando es imperativa. La
conciencia errónea se seguirá solamente cuando sea invenciblemente errónea,
es decir, cuando no hay modo alguno de salir del error, ni siquiera de saber
que estamos en él. De ahí la importancia de tener bien formada la conciencia,
como veremos después.
Por la razón del asentimiento, que prestamos a los que la conciencia nos dicta,
esta se divide en cierta, probable y dudosa. Será cierta cuando el grado de
seguridad que tengamos en el juicio de nuestra conciencia sea total; estaremos
ante una conciencia probable cuando el grado de certeza sea grande, pero no
completo; y tendremos una conciencia dudosa cuando no sepamos qué decidir
porque el fiel de la balanza no se inclina por ninguna de las posibilidades.
Debe seguirse la conciencia cierta, puede seguirse la probable según el grado
de seguridad que brinde y no se debe actuar con conciencia dudosa.
Por si especial importancia, vamos a detenernos un momento en las que
hemos llamado conciencia cierta y conciencia verdadera.

CONCIENCIA CIERTA Y CONCIENCIA VERDADERA


No es lo mismo <<estar seguro de algo>> que <<dar en el clavo>>. Esto es
evidente. ¿Quién no ha tenido la experiencia de hacer o afirmar algo con la
seguridad de que está en lo cierto y después ha comprobado su error? Desde
24 Uno puede romper un jarrón por rabia o por descuido; en el primer caso uno es culpable y en el segundo
no, pero en ambos casos el jarrón está roto y hay que recomponerlo…si es posible.
luego no siempre es así; hay otras ocasiones en que, además de estar
convencidos de que algo es de una determinada manera, acertamos,
<<damos en el clavo>>. En el primer caso, cuando <<estamos seguros de
algo>>, no hallamos ante una conciencia cierta, pero son la seguridad objetiva
–aunque sí subjetiva- de que sea esa conciencia verdadera o recta, de que a
nuestra seguridad personal se una el hecho de haber acertado. Para tener
conciencia verdadera o recta necesitamos la formación.
Limitarse a desear una simple seguridad personal, reducirse a querer para
nuestro vivir una conciencia cierta, pensar que basta para obrar bien el estar
seguro de que mi actuación es buena, es, de hecho, ponerse en lugar de Dios,
que es quien únicamente no se equivoca nunca. Como hemos dicho
anteriormente, esta actitud supondría también el pensar que yo creo la norma
de moralidad, lo que no deja de ser otro modo de suplantar a Dios. Por ese
camino se acaba confundiendo lo espontáneo con lo objetivamente bueno. En
cambio, <<fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su nombre
al bien y al mal>>25
Por otra parte, no hay que olvidar que la conciencia personal es una posibilidad
de descubrir la bondad o malicia de nuestros actos en relación con la ley de
Dios. Y como toda posibilidad, no es el hecho real de conseguir siempre y
efectivamente lo que se propone. Las razones por las que no siempre
conseguimos hacer efectiva esa capacidad de descubrir la ley de Dios en
nuestra conciencia son las siguientes:
- Nuestra falta de formación.
- Los planes de Dios no son siempre expresos.
- Tener conciencia incluye la posibilidad de perder la visión de la ley,
porque la conciencia puede no funcionar con plenitud.
- Si a lo anterior añadimos que tenemos una naturaleza tarada por el
pecado original, veremos aún más clara la posibilidad del error personal.
Tenemos como una inclinación a perder la luz de la ley por efecto del
pecado. La conciencia está como oscurecida.
- A todo esto podríamos sumar la experiencia personal de nuestras
muchas equivocaciones comprobadas.
Llevamos dicho repetidas veces que los juicios de la conciencia moral son
norma lícita y auténtica para a conducta cristiana en la medida en que los
dictámenes de la conciencia expresan con verdad la ley de Dios. La conciencia,
<<para ser norma válida del actuar humano, tienen que ser recta, es decir,
verdadera y segura de sí misma, y no dudosa ni culpablemente errónea>> 26.
Una persona que actuara contra lo que le dicta su conciencia, pecaría; pero
también pecaría por no ajustar deliberadamente sus dictámenes a la ley de
Dios, que es la norma suprema de actuación; a ella, a la ley divina, deben
ajustarse, en última instancia nuestros actos. Llamábamos conciencia
invenciblemente errónea a la de quien está ante una imposibilidad absoluta de

25 Ibídem.
26 PABLO VI, Alocución, 13-XI-1969.
salir del error, ni siquiera se plantea estar equivocado; pues bien: solo esa
libraría de pecado si actúa contra la ley de Dios. <<No rara vez ocurre –dice el
Concilio Vaticano II- que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que
ello suponga pérdida de su dignidad. Cosa que n puede afirmarse cuando el
hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien, y la conciencia se ve
entenebrecida por el hábito del pecado>> 27.
No sucede lo mismo con los juicios dudosos de la conciencia –aquellos en los
que un individuo normal no tiene la suficiente seguridad sobre la licitud de un
acto-, ni con los invenciblemente erróneos, en los que, de un modo más o
menos claro, advierte que se puede equivocar. Se debe, en estos casos,
resolver la duda o salir del error.
<<En todos los casos son aplicables algunas reglas:
- Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien.
- La “regla de oro”: “Todo cuando queráis que os hagan los hombres,
hacédselo también vosotros” (Mt 7,12; cfr. Lc 6, 31; Tb 4, 15).
- La caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y hacia su
conciencia: “Pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su
conciencia… pecáis contra Cristo” (1 Co 8,12). “Lo bueno es… no hacer
cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad”
(Rm 14,21)>>28.

OBLIGATORIEDAD DE SEGUIR LA CONCIENCIA


De cuanto llevamos dicho se deduce, de una parte, la importancia de la
conciencia como norma próxima, inmediata, de conducta; y de otra, su
estrecha dependencia de la ley divina, que es la norma última para juzgar
nuestros actos. Por ello, en cuanto que los juicios de la conciencia son la
expresión, para cada acción concreta, de los dictados de la ley moral, el
hombre <<está obligado a seguirla fielmente en toda su actividad para llegar a
Dios>>29, de modo que <<el que actúa contra su conciencia está fuera del
recto camino>>30 e incurre en pecado. Por tanto, a nadie <<se puede forzar a
obrar contra su conciencia, ni tampoco se le puede impedir que actúe de
acuerdo con ella, principalmente en materia religiosa>> 31.
Pero permítasenos insistir en que hay que tener en cuenta que la
obligatoriedad de seguir los juicios de la conciencia moral no proviene de la
misma conciencia, sino de la norma suprema que la conciencia conoce y
aplica. La ley moral, en cuanto expresión de la Voluntad sapientísima e
inmutable de Dios, manifiesta un determinado orden por el que los hombres
pueden acercarse a su Creador y Redentor. La conciencia personal conoce esa
ordenación, pero jamás puede modificarla.

27 CONCILIO VATICANO II, Const. Past. Sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et
spes, 16.
28 Catecismo de la Iglesia Católica, 1789.
29 CONCILIO VATICANO II, Decl. Dignitatis Humanae, 3.
30 PABLO VI, Alocución, 13-XI-1969.
31 CONCILIO VATICANO II, Decl. Dignitatis Humanae, 3.
Apelar, pues, a la conciencia para eludir la norma, que quizá por falta de
formación –o incluso por mala fe- se desconoce, es absolutamente equivocado.
Es cierto que hemos de decir con nuestra propia conciencia, y también que
nadie nos puede forzar a actuar contra ella, pero no es menos cierto que
también tenemos el grave deber de procurar que los dictados de esa
conciencia se ajusten a lo que Dios quiere, que es tanto como decir que esté
bien formada, que sea recta.
Podemos resumir lo expuesto diciendo: Hay obligación de seguir la propia
conciencia, pero es erróneo acudir al sagrario inviolable de la propia conciencia
para eludir la obligación de conocer la ley de dios y ajustar a ella nuestros
actos.

III. FORMACION DE LA CONCIENCIA

NECESIDAD DE ESTA FORMACIÓN


<<Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia
bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al
bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la
conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias
negativas y tentados por el pecado de preferir su juicio propio y de rechazar las
enseñanzas autorizadas>>32.
En páginas anteriores, hablábamos de la necesidad de formación que el
hombre experimenta en todos los órdenes de la vida, necesidad que ha de
hacerse especialmente acuciante para un hombre de fe, que tiene la sana
inquietud de conocer mejor a Dios y se da cuenta de que <<la religión es la
mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se
conforma –que no se aquieta- si no trata y conoce al Creador>>; por eso verá
que <<el estudio de la religión es una necesidad fundamental>> y que <<un
hombre que carezca de formación religiosa no está completamente
formado>>33.
Es patente que para ser un experto en cualquier materia se requieren muchas
horas de trabajo, espíritu de sacrificio, unos maestros, quizá un material de
estudio, etc. Es un hecho comprobado que la inmensa mayoría de la gente
busca siempre con ilusión y esfuerzo esos saberes, con una necesidad vital en
no pocas ocasiones. ¿Y no es acaso capaz de ilusionar y de impulsar a
cualquier esfuerzo un mayor y mejor conocimiento de Dios? ¿No es vitalmente
necesario el claro conocimiento del destino sobrenatural del hombre y de los
medios para marchar hacia él?

32 Catecismo de la Iglesia Católica, 1783.


33 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer (Madrid, Rialp), núm. 73.
Habitualmente sucede que a nadie se le ocurre ponerse a hablar –y mucho
menos a trabajar en la materia- de motores de explosión o de ordenadores, por
ejemplo, si no tiene conocimientos suficientes de tales temas. Pero, ¿Sucede lo
mismo con los temas relativos a la fe y a la moral? ¿No es cierto que, a veces,
se pontifica sobre aspectos de la vida religiosa teniendo muy pocos
conocimientos al respecto? Y aún más grave que hacer declaraciones sobre lo
que se ignora, sería tratar de vivir lo que se desconoce.
Por todo ello, <<la conciencia tiene necesidad de formación. Una pedagogía de
la conciencia es necesaria, como es necesario para todo hombre ir creciendo
interiormente, puesto que su vida se realiza en un marco exterior demasiado
complejo y exigente>>34. Esta necesidad será tanto más imperativa cuanto
más nos percatamos de que sin una conciencia recta, sincera y sensible no es
posible la rectitud de la vida misma: <<La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Si tu
ojo fuere bueno, todo tu cuerpo quedará iluminado; pero si tu ojo fuere malo,
todo tu cuerpo quedará en tinieblas. Mira, pues, no sea que la luz que hay en ti
sea oscuridad>>35. La mirada limpia, la recta conciencia, sabe apreciar las
cosas de Dios y hace que toda la vida se inunde de luz; por el contrario, el ojo
malo, la conciencia deformada, todo lo vuelve oscuro, incluso creyendo que es
claridad. Por eso, una buena formación de la conciencia asegura la luz
necesaria para descubrir y apreciar los planes de Dios y, por consiguiente, para
alcanzar la felicidad.
<<La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida, desde los
primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior
reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud;
preserva o cura del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos
sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos
de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia
garantiza la libertad y engendra la paz del corazón>> 36.
La formación de la conciencia seguirá reglas parecidas a las de toda formación.
Sin embargo, a las horas de aplicarlas, no podemos olvidar que esas normas
pedagógicas deben contar, en este caso, con un dato de especial importancia:
lo que pretendemos al formar la conciencia no es simplemente alcanzar una
habilidad o desarrollar una determinada facultad, sino conseguir nuestro
destino eterno. Esto nos lleva a ver unos cuantos presupuestos básicos en la
formación de la conciencia, para tratar después sobre el modo práctico de
formarla.

REVELACIÓN Y MAGISTERIO ECLESIÁSTICO


Los hombres, para conocer nuestro destino sobrenatural y los medios para
alcanzarlo, necesitamos de la Revelación, porque, sin contraponerse el
conocimiento de la fe al que proporciona la razón, aquel supera a este, le
excede totalmente. La Palabra de Dios no solo asegura que una cosa conduce

34 PABLO VI, Alocución, 13-XI-1969.


35 Lc 11, 34-35.
36 Catecismo de la Iglesia Católica, 1784.
al hombre a su fin natural, sino que informa también de su meta sobrenatural y
de todo lo le acerca a ella. Lo objetivamente revelado confirma y corrobora,
además, las disposiciones sembradas por el Espíritu Santo en el alama que
está en gracia.
<<En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz que nos
ilumina; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en
práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a
la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados
por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada
de la Iglesia (cfr. Dignitatis humanae, 14)>>37.
Pues bien, como decía Pío XII, la moral cristiana hay que buscarla <<en la ley
del Creador impresa en el corazón de cada uno y en la Revelación, es decir, en
el conjunto de las verdades y de los preceptos enseñados por el Divino
Maestro. Todo esto –así la ley escrita en el corazón, o ley natural, como las
verdades y preceptos de la revelación sobrenatural- lo ha dejado Jesús
Redentor, como tesoro moral a la humanidad, en manos de su Iglesia, de
suerte que esta lo predique a todas las criaturas, lo explique y lo transmita, de
generación en generación, intacto y libre de toda contaminación y error>> 38.
Este conjunto de verdades manifestadas por Dios –y que se recogen en la
Sagrada Escritura y en la Tradición- ha recibido, desde los tiempos apostólicos,
el nombre depósito de la fe, palabra muy adecuada para significar que se trata
de algo recibido, algo para conservar con celo y para transmitir a los hombres
de todos los tiempos, algo de lo que habrá que dar cuenta de Dios que nos ha
hecho depositarios de estas verdades. Ya San Pablo advertía a Timoteo acerca
de la importancia de esta conservación: <<Guarda –le decía- el depósito que
te he entregado, y evita las novedades profanas de las expresiones y las
contradicciones de la ciencia que falsamente se llama tal, porque algunos que
la profesaron acabaron por perder la fe>>39.
Pablo VI, comentando este texto, decía: <<Este término, depósito, que San
Pablo repite muchas veces, se refiere sin duda a las verdades de la fe,
enseñadas por el Apóstol, que forman un cuerpo doctrinal que los Pastores de
la Iglesia deben conservar, defender y transmitir>> 40.
Para defender la fe de la Iglesia de posibles errores, la Congregación para la
Doctrina de la Fe, cuya tarea principal es confirmar en la fe a los católicos (cfr.
Lc 22,32) ha recordado que <<se hade creer con fe divina y católico todo
aquello que se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por
tradición, es decir, en el único depósito de la fe encomendado a la Iglesia, y
que además es propuesto como revelado por Dios>>, y que <<deben también
acogerse y creerse firmemente todas y cada una de las cosas que de manera

37 Ibídem, 1785.
38 Pío XII, Alocución, 23-III-1952.
39 1 Tm 6, 20-21
40 Insegnamente di Paolo VI (Typ. Pol. Vaticanis), vol. V, p. 695.
definitiva proponga el magisterio de la Iglesia respecto a la fe y las
costumbres>>41.
La Iglesia, pues, a través de su Magisterio ordinario y extraordinario, es la
depositaria y maestra de la verdad revelada. De ahí que <<los cristianos, en la
formación de su conciencia, deben prestar diligente atención a la doctrina
sagrada y cierta de la Iglesia>> 42. Difícilmente podría hablarse de rectitud
moral de una persona que desoiga o desprecie el Magisterio eclesiástico: <<El
que a vosotros oye a Mí me oye, y el que me desprecia, desprecia al me
envió>>43. Por tanto, para un cristiano, si no hay unión con la jerarquía –con el
Papa y con el colegio episcopal en comunión con el Papa-, no hay posibilidad
de unión con Cristo. Esta es la fe cristiana y cualquier otra posibilidad queda al
margen de la fe.
La misión del Magisterio no es inventar nuevas verdades, ni crear una moral
nueva, sino custodiar, interpretar y transmitir la única fe dada ya totalmente
por Cristo. Y son el Papa y los Obispos en comunión con él los intérpretes
autorizados de la ley de Cristo; es también el Papa supremo maestro y
legislador en materia de fe y costumbres.
Hay quien alega, para eludir la obligación de seguir una determinada norma
dada por el Papa, que aquello no es un dogma definido de modo extraordinario
y que, al no ser infalible en este caso, el Papa puede equivocarse. Tal actitud
supondría la arrogancia de pensar que el supremo maestro, pastor y legislador
–asistido especialísimamente por el Espíritu Santo- puede equivocarse y no
quien sustentase la postura contraria. Sería absurdo querer sustraerse al
Magisterio ordinario de la Iglesia para tratar de seguir un magisterio paralelo
sostenido por opiniones particulares. El Magisterio extraordinario –cuando el
Papa habla ex cáthedra y el de los Concilios refrendados por el Papa- es
infalible por sí. Pero también el Magisterio ordinario –el ejercido a través de una
Encíclica, por ejemplo- goza de una infalibilidad de conjunto y siempre es
auténtico: <<La mayor parte de las veces, lo que se propone e inculca en las
Encíclicas pertenece ya por otras razones al patrimonio de la doctrina católica.
Y si los Sumos Pontífices pronuncian de propósito una sentencia en materia
disputada, es evidente que según la intención y la voluntad de los mismos
Pontífices, esa cuestión no puede considerarse ya como de libre discusión
entre los teólogos>>44.
Esta es la clara doctrina de la Iglesia. Será, pues, el Magisterio eclesiástico la
fuente fundamental en la formación de la conciencia, porque él es la
interpretación auténtica y única de la ley de Dios.

41 Código de Derecho Canónico, can. 750, reformad por la Carta Ap. Ad tuendam
fidem (18-V-1998).
42 CONCILIO VATICANO II, Decl. Dignitatis humanae, 41.
43 Lc 10, 16.
44 Pío XII, Enc. Humani generis.
¿Cómo encaja en estas afirmaciones la libertad religiosa proclamada por el
Concilio Vaticano II? ¿Queda un ámbito legítimo de autonomía de las
conciencias? Vamos a verlo.

LIBERTAD RELIGIOSA Y LIBERTAD DE LAS CONCIENCIAS


<<La libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su
obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la
sociedad civil>>45. No se trata de una autorización positiva para realizar
cualquiera de las acciones de las que se dice que no sean impedidas, entre
otras razones porque el derecho a la libertad religiosa es un derecho de las
personas y no del error. Es más: tampoco las personas tienen estricto derecho
para el mal o el error, sino a que no puedan ser coaccionadas por una ley civil –
en lo que se refiere a materia religiosa-, dentro de los límites requeridos por las
normas de la convivencia humana.
No se trata, por tanto, de una licencia para el error en materia religiosa. No hay
autoridad eclesiástica ni civil que pueda autorizar tal cosa. Sí se trata de que la
autoridad civil no puede imponerse coactivamente en esta materia.
También se trata de indicar las condiciones sociales más aptas hoy para que
todos los hombres puedan cumplir con su obligación de rendir culto a Dios y
<<de buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a la religión>> 46.
Sería, pues, un error pensar que la libertad religiosa del Vaticano II es lo mismo
que la libertad de conciencia de la vieja doctrina laicista, porque esta doctrina
laicista hace de la conciencia el sumo principio y criterio de verdad, negando
así la razón divina y la ley de Dios, de la que se declara independiente.
Esta libertad religiosa proclamada por el Concilio Vaticano II sí es la libertad de
las conciencias que pregona la no imposición coactiva, el que no se pueda
obligar a ninguna persona a actuar contra su conciencia; es la libertad en el
terreno de los medios no necesarios para llegar a Dios y que nadie tiene
derecho a imponer; es la libertad de los hijos de Dios de la que hablaba San
Pablo.
Resumiendo: los hombres no son liberados de sus obligaciones frente a Dios, ni
son desligados de Dios (no, por tanto, a la libertad de conciencia considerada
esta como autonomía frente a Dios), pero tampoco puede impedírselas desde
fuera que sigan su conciencia en materia religiosa.
Con ello se excluyen otras falsas formulaciones acerca de la libertad religiosa,
que han tenido, o tienen, más o menos eco entre la gente. Por ejemplo, la
auténtica libertad religiosa se opone a:
- Subjetivismo moral: el hombre mismo es la ley suprema;
- Indiferentismo: el hombre está liberado de todo deber religioso y puede
decidir arbitrariamente si debe creer o no;

45 CONCILIO VATICANO II, Decl. Dignitatis humanae, 1.


46 Ibídem, 2.
- Relativismo: se puede poner en el mismo plano la verdad y el error y
pensar, por tanto, que todas las religiones sirven igual;
- <<dilettantismo>>: se tiene derecho a permanecer en la duda y a
complacerse en ella.
Podríamos acabar este apartado con una palabras de la Constitución pastoral
Gaudium et spes: <<… sean conscientes que no deben proceder a su arbitrio,
sino que deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina,
dóciles al Magisterio de la Iglesia que interpreta auténticamente esa ley, a la
luz del Evangelio>>47.

LIBERTAD PERSNAL Y VIDA MORAL


<<Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha
querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas
decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la
experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de
tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre>>48.
Efectivamente, toda la doctrina sobre la responsabilidad moral de los actos
humanos y, en consecuencia, el mérito o la culpa, que acarrean
respectivamente premio o castigo, descansa sobre el principio de la libertad.
Es tan esencial a la conducta humana la libertad, y la paralela responsabilidad,
que su sola correspondencia con la ley no es suficiente para revestir a las
acciones humanas de toda su plenitud moral. Se requiere, además, que esas
acciones sea libres y responsables, hagan una historia verdadera. Cuanto más
libre y deliberada es una acción, tanto mayor es la responsabilidad de quien la
realiza u omite.
Pero si la libertad es siempre necesaria para que sea exigible toda la
responsabilidad personal de los actos humanos, es evidente que no pueden
reclamarse libertades allí donde falta una actitud responsable.
Dentro del ámbito de la responsabilidad, podemos distinguir un doble aspecto.
En un sentido se dice que una persona es responsable de sus actos en cuanto
que le son imputables las consecuencias que de ellos se derivan. Así se habla
de responsabilidad en una persona refiriéndose a que ha de dar cuenta a Dios
y a los demás hombres del uso de su libertad. En un segundo sentido, muy
conectado con el primero, se dice que una persona es responsable cuando
pondera el uso de su libertad, cuando es consciente del alcance de sus actos y
vive la virtud de la prudencia, virtud que sitúa los medios en orden al fin.
Una consecuencia inmediata de esta doctrina católica sobre la responsabilidad
moral es la realidad del mérito y de la culpa. Solo existirán estos cuando los
actos acreedores de ellos sean libres.
Pienso que vale la pena hacer especial hincapié en la importancia que tiene
para el laico cristiano la consideración de que, al aplicar los principios morales
47 Const. Past. Sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium es spes, 50.
48 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Las riquezas de la fe.
de la Iglesia a determinadas soluciones sobre asuntos temporales opinables,
sus soluciones católicas, ni la responsabilidad que de estos asuntos se derive
será la responsabilidad de la Iglesia ni de doctrina, sino la suya propia:
<<Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que
ha de llevar a tres conclusiones:
A ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad
personal.
A ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que
proponen –en materias opinables- soluciones diversas a las que cada uno de
nosotros sostiene;
Y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la
Iglesia, mezclándola en banderías humanas>> 49.
De esto se deduce la importancia que tendrá en la formación de la conciencia
el aprender a distinguir lo que es doctrina de fe de lo que es simplemente
opinable, y la necesidad de una educación que lleve a respetar el legítimo
pluralismo de lo temporal.
Podríamos resumir lo dicho hasta el momento sobre la formación de la
conciencia: es preciso para la formación de una recta conciencia el
conocimiento del Magisterio de la Iglesia, que es el intérprete auténtico de la
ley de Dios y al que hemos de adherirnos libre y responsablemente.

MEDIOS PARA FORMAR RECTAMENTE LA CONCIENCIA


Hemos llegado al punto en que pode os explicitar las normas y medios para la
formación de una conciencia recta. Y nos parece oportuno hacer una
advertencia previa sobre esta misma formación, que consiste en el mejor
conocimiento de la ley de Dios en el Magisterio de la Iglesia. La advertencia es
la siguiente: no hemos de ver las normas relativas a la buena formación
cristiana como concesión de nuestra parte porque no queda más remedio.
Dios, que nos ama infinitamente, al llamarnos a Él, nos ha dado una grandiosa
prueba de ese infinito amor. Y para que lleguemos a la meta nos ha marcado el
camino, nos ha dado unos indicadores que nos hagan felices en esta vida y nos
alcancen la eterna. ¿Quién se lamentaría de que una autopista está muy bien
indicada? Pues esto es lo que ha hecho Dios al darnos las leyes de nuestra
felicidad.
Es tremenda la queja de Cristo de aquellos que radicalmente no quieren
creer50. << ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis sufrir mi
doctrina>>51.
Se precisa, de entrada, el deseo de alcanzar a verdad, aun a costa de
sacrificios. ¿Acaso no nos sacrificamos en otros asuntos que, siendo nobles, no
tienen la trascendencia de este? Se trata sencillamente de ser consecuentes

49 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 117.


50 Cfr. Lc 13,34.
51 Jn 8,43.
con la de que profesamos. Y una de dos: o lo somos, o tengamos, al menos, la
honradez de decir que no lo somos; pero no queramos inventar una moral
nueva para justificar lo injustificable.
También puede costar no pocos sacrificios el seguir una conciencia rectamente
formada, pero no olvidemos que una vida cristiana, llevada hasta sus últimas
consecuencias, no puede excluir la cruz; al contrario, la cruz es condición
inexcusable para encontrar a Cristo: <<El que quiera venir en pos de Mí,
niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame>> 52. La cruz, hoy como en
tiempos de San Pablo, sigue siendo <<escándalo para los judíos y locura para
los gentiles; mas para los llamados, judíos y griegos, fuerza de Dios y sabiduría
de Dios>>53. Es una pena ver el falso humanismo que predica una religión tan
<<comprensiva>> que borra todo vestigio de cruz. Es penoso porque eso ya
no será cristiano, pero tampoco humano: nada menos humano que un hombre
sin Dios –eso es un hombre sin cruz-, porque un hombre sin Dios es un sin
sentido.
Al formar la conciencia, no se puede caer en el encasillamiento interior, pero
tampoco en la ignorancia o desprecio de las normas de la Iglesia. Una buena
educación estará tan lejos del escrúpulo como de la <<manga ancha>>. Es
preciso tener las ideas muy claras y que luego las aplique cada uno a su
manera con libertad y responsabilidad personales.

BUSCAR A DIOS SERIAMENTE


<<Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: “Que busques
a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo”.
–Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?
>>54.
El cristianismo es una religión que se distingue radicalmente de las demás
porque <<no es una búsqueda de Dios por el hombre, sino un descenso de la
vida divina hasta el nivel del hombre. Es Dios quien se manifiesta, se descubre,
se revela, quien busca a los hombres, para difundir en ellos su misma vida.
Punto de partida de la fe cristiana es, por tanto, la aceptación, la recepción
llena de fe (obediencia de la fe) de aquello que Dios ha dado: solo después,
una vez recibido y aceptado libremente el don de Dios, surge la necesidad de
una respuesta por parte de la criatura>> 55.
Una buena formación de la conciencia tendrá que partir de una base seria de
búsqueda de ese Dios-Hombre, que ha descendido hasta nosotros haciéndose
tan cercano. Esta empresa debe estar marcada, ya en su inicio con la honradez
de pechar con todas las consecuencias del encuentro, porque Cristo nos llama
no para que admiremos como un ser excepcional, nos llama para que le

52 Mt 16,24.
53 1 Co 1, 23-24
54 BEATO JOSE MARIA EXCRIVÁ, Camino, 382.
55 ÁLVARO DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio (5ª ed. Madrid, Ediciones
Palabra), pp. 97-98.
sigamos hasta identificarnos con Él. Por eso, otra actitud revelaría miedo a
Dios, miedo al encuentro.
He visto incluso personas buenas, llenas de ideales, pero que tienen un cierto
temor a dar un paso más en el acercamiento al Maestro. Pero, ¿miedo de qué?
Si tenemos al Amor de Dios es que no hemos entendido a ese Dios nuestro, es
que aún no hemos profundizado en una verdad fundamental: Dios es mi Padre.
Nos dice San Juan al comienza de su Evangelio: <<Pero a cuantos le
recibieron, a los que creen en su nombre, dioles poder de llegar a ser hijos de
Dios>>.
¿Nos detenemos de vez en cuando a considerar esta verdad básica? Porque,
vivida a fondo, tiene que llevar necesariamente a esta decisión: tengo que
comportarme como lo que soy, como un hijo de Dios. El sentido profundo de la
filiación divina es la mejor garantía de una vida cara a Dios, de una conducta
que buscará constantemente saber qué agrada a Dios, para tratar de vivirlo
con todas las consecuencias.
<<Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. –
Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no
consideramos que también está siempre a nuestro lado.
Y está como un Padre amoroso –a cada uno de nosotros nos quiere más que
todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos,
inspirándonos, bendiciendo… y perdonando>> 56.
Me parece que basta meditar despacio estas palabras que acabo de transcribir
y actuar en consecuencia.

SINCERIDAD
<<Vio Jesús a Natanael, que venía hacia Él, y dijo de él: he aquí un verdadero
israelita en quien no hay doblez ni engaño>> 57. A mi modo de ver, este elogio
del Señor es uno de los más encantadores que nos muestra el Evangelio. Este
piropo de Cristo es tanto como el aplauso a una conducta sincera y noble. Por
el contrario, las peores imprecaciones, las palabras más duras de Jesús van a
dirigirse a los fariseos, a aquellos hombres hipócritas que aparentaban lo que
no eran.
La sinceridad consigo mismo, con Dios y con los demás, es absolutamente
imprescindible para el cultivo de una conciencia recta.
Una de las cosas más totas que podemos hacer es intentar engañarnos a
nosotros mismos, pero no cabe duda de que, a veces, lo hacemos. ¿No es un
modo de engañarnos el no querer reconocernos como somos?, ¿no es
mentirnos a nosotros mismos el tratar de justificar ante nuestra conciencia lo
que no tiene justificación? Nos es imprescindible ser sinceros para reconocer lo
que va bien en nuestra vida, lo que va mal y lo que no va.

56 Camino, 267.
57 Jn 1, 47.
Un medio habitual para practicar la sinceridad consigo mismo y con Dios es el
examen de conciencia58. En él ejercitamos de modo claro la responsabilidad
personal para hacernos cargo de nuestros errores, para fomentar el propósito
de la enmienda y para confesarnos si fuera preciso, y para dolernos de haber
ofendido a nuestro Padre Dios. Yo diría que un buen examen de conciencia ha
de ser:
- Valiente: para reconocer sin ningún miedo lo que hayamos podido hacer
mal y para alegrarnos y saber aprovechar lo bueno que hay en nuestra
vida. Hay que evitar la tendencia a no examinarse cuando las cosas van
menos bien. Hemos de tener valentía de admitir la propia libertad
puesta en juego para el mal, lo que nos impone la confrontación con las
exigencia morales y entrar en nosotros mismos para dejar hablar a la
evidencia de que nuestras opciones malas no pasan a nuestro lado, no
se cruzan en nuestro camino como si fueran sucesos que no nos
envuelven, sino que nacen de nosotros 59.
- Sincero: hay que llamar a las cosas por su nombre, sin rodeos. Las cosas
son como son. Si es sincero, será también sencillo, sin escrúpulos ni
complicaciones tontas, pero procurando encontrar la raíz de nuestra
conducta. <<El examen de conciencia debe ser siempre no una ansiosa
introspección psicológica, sino la confrontación sincera y serena con la
ley moral interior, con las normas evangélicas propuestas por la Iglesia,
con el mismo Cristo Jesús, que es para nosotros maestro y modelo de
vida, y con el Padre celestial, que nos llama al bien y a la
perfección>>60.
- Optimista: porque nos abrimos a Jesús y sabemos que nuestros pecados
serán perdonados precisamente por esa apertura a su misericordia. Por
eso, pase lo que pase, si hay buena voluntad –y la gracia de Dios, que no
falta nunca-, nunca pasa nada.
- Eficaz: porque acabaremos con un propósito que mantendremos vivo e
ilusionado en la lucha por ser mejores.
- Sobrenatural: no es un simple y frío balance. Es algo hecho en presencia
de Dios, al que pedimos luz para nuestra inteligencia, perdón por lo que
salió mal y por las omisiones y gracia para seguir luchando y para hacer
después una buena confesión, si vamos después a recibir este
Sacramento.
Otro medio importante para conocernos mejor, conocer más al Señor y una
ayuda eficaz para ser sinceros es la oración mental. Hacer oración es hablar
con Dios. ¿De qué? De tus asuntos y de los de Dios, de tus alegrías, de tus
trabajos y preocupaciones, de tus fracasos y esperanzas, de tantas cosas.
Hacer oración es pedir y reparar y dar gracias y alabar a Dios y hacer actos de
fe, esperanza y amor; es también examinar nuestra vida delante de Dios para

58 En el Anexo se recoge un cuestionario para facilitar el examen de conciencia,


aunque cada cual puede hacerse uno a su medida.
59 Cfr. JUAN PABLO II, Audiencia general, 14-III-1984.
60 JUAN PABLO II, Exhort. apost. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, 31.
ver en qué debemos mejorar y sacar propósitos que cumpliremos con su
gracia.
¿De qué hablas con las personas que quieres? Pues de eso mismo hablarás con
Dios, Cuéntale tus luchas y pídele su ayuda61.
Estos ratos de oración mental servirán, además para que luego, al sentir
familiar el trato con Dios, sepamos encontrarle en nuestros quehaceres diarios,
sabiendo descubrir <<ese algo divino que en los detalles se encierra>> 62 para
que podamos más fácilmente adecuar nuestra conducta a la Voluntad de Dios,
para conocerle mejor y saber mostrarlo a los demás.
El santo Evangelio presenta repetidas veces a Cristo en oración 63.
Quien no valora la oración personal es que aún no ha aprendido a tratar
íntimamente a Jesús o le falta la valentía de enfrentarse a solas con Él. Tal vez
su fe sea corta o no ha tenido un amigo en quien confiar, al que hacer partícipe
de sus penas u alegrías. Porque Jesús es el amigo por excelencia. Él nos llamó
amigos en las páginas del santo Evangelio. Por todo esto, puede ponerse en
tela de juicio la rectitud del cristianismo que positivamente desprecia este acto
de piedad filial: <<¿Santo, sin oración?...- No creo en esa santidad>> 64.
Tiene u gran valor la oración vocal: Cristo mismo nos enseñó el Padrenuestro.
También lo tiene la oración litúrgica, puesto que el Señor nos prometió que
donde varios se congregaran en su nombre, allí estaba Él. Pero es necesaria
también esa otra oración que nos lleva a un trato más personal y espontáneo
con Dios, y que tanto nos ayuda para mejorar la conducta y para rectificar la
intención, esa misma oración que vemos practicar a Cristo durante su andar
terreno.
A través de la oración, el Espíritu Santo será el Maestro interior que nos
enseñará tantas cosas. El Espíritu Santo no solo hace que oremos, sino que nos
guía interiormente en la oración, supliendo nuestra insuficiencia y remediando
nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra oración y le da una
dimensión divina (cfr. Orígenes, De oratione, 2). De esta manera, el que
escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu y que su
intercesión a favor de los santos es según Dios (Rm 8,27). La oración por obra
del Espíritu Santo llega a ser la expresión cada vez más madura del hombre
nuevo, que por medio de ella participa de la vida divina>> 65.

APOYARSE EN LOS DEMÁS


Recuérdese que, al hablar de formación, aludíamos al derecho de todo hombre
a recibir ayuda para encontrar esa formación, y al correlativo deber de
buscarla. Decíamos también que hay una función social de los saberes del
hombre, que cada uno debe poner al servicio de los demás lo que ha recibido.
61 Cfr. Camino, 91.
62 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 116.
63 Cfr. Mt 4, 1-2; Lc 6, 12; Jn 11, 41; 17.
64 Camino, 107.
65 Enc. Dominum et vivificantem, 65.
Y no hay servicio más valioso que el de ofrecer la buena doctrina y el buen
consejo al que lo necesite. Hemos recordado igualmente que no atenta contra
la libertad religiosa –antes bien lo favorece- ni el ofrecer esa formación ni el
aceptarla.
El apoyo en los demás deberá partir de la humildad de quien se sabe no
autosuficiente, sino necesitado. Esa ayuda podrá verificarse de muchos modos
complementarios entre sí: a través de la dirección espiritual, de la confesión,
de un amigo que nos da un determinado consejo, de unas clases que amplíen
los conocimientos doctrinales, de un buen libro, etc.
<<Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal
consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades,
entre los escollos de la vida interior.
Por eso es Voluntad de Dios que la dirección de la nave la lleve un Maestro,
para que, con su luz y conocimiento, nos conduzca a puerto seguro>> 66.
Habría que volver a recordar la importancia de la sinceridad al hablar de
dirección espiritual, y sería bueno recordar que siendo sinceros con nosotros
mismos, no será difícil –aunque cueste serlo el director-, porque a la dirección
espiritual o se va con absoluta sinceridad o no se va: la comedia no tendría
sentido.
Es preciso contar también con que a la dirección espiritual hay que acercarse
con sentido sobrenatural, con deseo de mejorar vuestra vida, con el ánimo
dispuesto a la lucha. Hay que acercarse a eso y solo a eso. No busquemos con
la dirección espiritual, por ejemplo, la persona indicada para solucionar
nuestros negocios temporales: podrán ayudarnos a santificarlos, nunca a
organizarlos y menos a resolverlos.
Por otro lado, la dirección espiritual es una ayuda, nunca una suplantación de
nuestra libertad y responsabilidad personales. En último término, quien tendrá
el mérito del bien o la culpa por el mal seremos nosotros. El director tendrá la
responsabilidad del consejo, pero eso no excluye nuestra personal
responsabilidad. Estoy pensando en esas personas que van al director con
respuesta pagada, que andan buscando el más benévolo o, lo que es peor,
descaminado, para culparle luego en exclusiva de lo que se intuía poco recto. Y
aun en el supuesto de que hiciéramos el mal por un mal consejo, nadie nos
privará de la responsabilidad personal –salvo que nuestra ignorancia sea
invencible- y menos si, de algún modo, ese mal consejo ha sido buscado como
un sedante para la conciencia67.
¿De qué hablo en la dirección espiritual? De todo lo referente a la vida cristiana
y con afán de mejorar. No sería buena a actitud de quien buscase simplemente
los mínimos, el hasta donde puedo llegar sin darme demasiado. La postura
básica debe ser la de querer el camino para amar a Dios y no la de llegar a
situaciones límite con la simple ambición de no pecar. Pienso que esta
66 Camino, 59.
67 Cfr. Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 93.
consideración puede ayudar a dar la medida de la dirección espiritual. En este
contexto, cabe hablar de la lucha ascética para amar a Dios, de los fallos y sus
raíces, del modo de cumplir los mandamientos de Dios y de su Iglesia, de los
medios para santificar los deberes familiares, profesionales y sociales, de las
preocupaciones y alegrías, del afán de almas…
La Confesión, además de ser la culminación de la dirección espiritual, es un
Sacramento del que aprendimos desde pequeños sus cinco preciosas
condiciones para vivirlo bien: examen de conciencia, dolor de los pecados,
propósito de enmendarse, confesión oral y cumplimiento de la penitencia.
Basta esforzarse en ello, ayudados por la gracia divina, para recibirlo
seriamente y con provecho.
Podríamos añadir que el sacramento de la Penitencia es mucho más que una
especie de goma de borrar pecados, mucho más que un paso inexcusable para
quien ofendió gravemente a Dios. La Confesión es también un medio poderoso
para alcanzar una conciencia recta porque consagra y diviniza nuestros deseos
de rectificar; es el Sacramento de la misericordia de Dios que, como Padre
amoroso, espera siempre al hijo que vuelve; es un cauce imponente de la
gracia.
Juan Pablo II ha recordado que, además del carácter de juicio que tiene este
Sacramento, es un acto que se desarrolla en un tribunal de misericordia y tiene
también un carácter terapéutico de misericordia y tiene también un carácter
terapéutico y medicinal: es Cristo mismo el médico divino que proporciona la
medicina de la Confesión, para que la experiencia del pecado no degenere en
desesperación68.
<<Tribunal de misericordia –añade el Papa- o lugar de curación espiritual; bajo
ambos aspectos el Sacramento exige un conocimiento de lo íntimo del pecador
para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo. Y precisamente por esto
el Sacramento implica, por parte del penitente, la acusación completa y sincera
de los pecados, que tiene por tanto una razón de ser inspirada no solo por
objetivos ascéticos (como el ejercicio de la humildad y de la mortificación), sino
inherente a la naturaleza misma del Sacramento>> 69.
Teniendo en cuenta toda la realidad del sacramento de la Penitencia, se
entiende bien <<sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados
veniales (…) se recomienda vivamente por la Iglesia. En efecto, la confesión
habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra
las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del
Espíritu>>70. <<En efecto, no se trata de una mera repetición ritual ni de un
cierto efecto psicológico, sino de un constante empeño en perfeccionar la
gracia del Bautismo, que hace que de tal forma nos vayamos conformando

68 Cfr. Exhort. apost. Reconciliatio et paenitentia, 31.


69 Ibídem.
70 Catecismo de la Iglesia Católica, 1458.
continuamente a la muerte de Cristo, que llegue a manifestarse también en
nosotros la vida de Jesús (cfr. 2 Co 4, 10)>>71.
Si a través de estos medios vamos buscando sinceramente hacer lo que Dios
quiere, tendremos un claro sentido de lo que le ofende, del pecado.
Rechazamos la formación de conciencias escrupulosas, pero hemos de
negarnos igualmente a la formación en la <<manga ancha>>, a la pérdida del
sentido del pecado. Puede pensarse que buena parte de los errores, que
circulan actualmente en relación con la vida moral, tienen su origen en la
inmoralidad vivida, pero se consuman con la pérdida del sentido del pecado.
Entonces, ya no es lo peor pecar, sino creer que no se peca. Y aún puede haber
un paso más, que tratará de explicar la bondad de lo inmoral. Vale la pena
detenernos en este asunto.
El sentido del pecado <<tiene su raíz en la conciencia moral del hombre y es
como un termómetro>>, ha escrito Juan Pablo II, añadiendo a continuación que
ese sentido del pecado <<está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la
relación consciente que el hombre tiene con Dios como su creador, Señor y
Padre>>72. Y ocurre en la historia que hay como un eclipse, una deformación,
un entorpecimiento o una anestesia de esa conciencia, ha dicho también el
Papa73; y ese eclipse o anestesia va siempre en detrimento de la dignidad del
hombre, que viene a menos al perder conciencia de su relación con Dios.
Las causas de la pérdida del sentido del pecado en nuestro tiempo han sido
enumeradas por el Santo Padre en la Exhortación apostólica Reconciliatio et
paenitentia. Podemos resumirlas así:
- La creación de una forma de vida que se olvida de Dios, que rinde culto
al hacer y al producir, al consumo y al placer, que se ocupa del bienestar
material, mientras vuelve la espalda a Dios y a la propia alma. Como
mucho, el pecado queda reducido a lo que ofende al hombre, pero acaba
faltando el sentido de la ofensa cometida contra Dios.
- El mal uso de las ciencias humanas también diluye el sentido del
pecado: así, por ejemplo, basándose en afirmaciones de una
determinada concepción de la psicología, la preocupación por no cular o
por no poner frenos a la libertad, lleva a no reconocer nunca las faltas; o
por una extrapolación indebida de criterios sociológicos, se termina por
cargar las culpas a la sociedad, mientras que el individuo es declarado
inocente; o una cierta antropología que niega al hombre la posibilidad de
verdaderos actos humanos, le está quitando la posibilidad de pecar.
- Se disminuye y se pierde el sentido del pecado a causa de una cierta
ética que relativiza la ley de Dios no concediéndole valor absoluto, con lo
que se viene a negar que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos.

71 Ritual de la Penitencia, Praenotanda, 7.


72 Exhort. apost. Reconciliatio et paenitentia, 18.
73 Cfr. Ibídem.
- Se diluye igualmente el sentido del pecado cuando este se identifica con
el sentimiento morboso de la culpa o con la simple transgresión de
preceptos legales.
En definitiva, la pérdida del sentido del pecado –dice Juan Pablo II- es una
forma o fruto de la negación de Dios.
Esta insensibilidad para el pecado, lleva fácilmente a la blasfemia contra el
Espíritu Santo, de la que dicen los Evangelios que no será perdonada 74. Esa
blasfemia <<no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo:
consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece
al hombre por medio de Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la
cruz>>75. El Espíritu Santo encuentra como una impermeabilidad de conciencia
en el hombre que se halla en esta situación: es lo que la Sagrada Escritura
llama dureza de corazón76 y que muy bien puede tener su origen en el olvido
del Dios y del sentido del pecado.
Es, pues, necesario restablecer el sentido de Dios y, con él, el sentido del
pecado <<con una clara llamada a los principios inderogables de razón y de fe
que la doctrina moral de la Iglesia ha sostenido siempre>> 77. Por eso la Iglesia
<<no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud de las
conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el
mal. Esta rectitud y sensibilidad están profundamente unidas a la acción íntima
del Espíritu de la verdad. Con esta luz adquieren un significado particular las
exhortaciones del Apóstol: no extingáis el Espíritu, no entristezcáis al Espíritu
Santo (1 Ts 5, 19; Ef 4, 30). Pero la Iglesia, sobre todo, no cesa de suplicar con
gran fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado por el
Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien, que retroceda en las
almas de los hombres y también en los mismos ambientes y en las distintas
formas de la sociedad, dando lugar a la apertura de las conciencias, necesaria
para la acción salvífica del Espíritu Santo>> 78. <<La Iglesia eleva sin cesar su
oración y ejerce su ministerio para que la historia de las conciencias y la
historia de las sociedades en la gran familia humana no se abajen al polo del
pecado con el rechazo de los mandamientos de Dios hasta el desprecio de
Dios, sino que, por el contrario, se eleven hacia el amor en que se manifiesta el
Espíritu que da la vida>>79.
A recuperar el sentido de Dios y, por consiguiente, el sentido del pecado debe
ayudar una buena catequesis, la escucha atenta y acogida fiel del Magisterio
de la Iglesia y una práctica cuidadosa del sacramento de la Penitencia, que
proporcione el fruto maduro de la comunión, que <<no es en modo alguno
tristeza o miedo, sino la explosión de un gozo derivado de la potencia y de la

74 Cfr. Mt 12,31; Mc 3, 28; Lc 12, 10.


75 Enc. Dominum et vivificantem, 47.
76 Cfr. Mc 3,5.
77 Exhort. apost. Reconciliatio et paenitentia, 18.
78 Enc. Dominum et vivificantem, 47.
79 Ibídem, 48.
misericordia de Dios, que en el Señor Jesús borra las culpas, y a quien estamos
llamados a corresponder con delicadeza de conciencia y fervor de caridad>> 80.

FORMACIÓN A TRAVÉS DE LA LECTURA


Es obvio que si la Iglesia es la depositaria e intérprete auténtico de la verdad
revelada, nuestro primer medio de formación será el estudio de los
documentos del Magisterio. Y entre estos, no estará de más que repasemos, de
vez en cuando, las verdades fundamentales de nuestra fe, contenidas en el
Catecismo que aprendimos de niños. La lectura asidua y con sentido de fe de la
Sagrada Escritura –especialmente del Nuevo Testamento-, el estudio y
meditación de los documentos pontificios o episcopales y de otros libros con
buena doctrina, avalados por la autoridad eclesiástica competente, son un
medio precioso y garantizado para reconocer con profundidad las verdades de
salvación. No puede salir la luz sino de la oración y el estudio serio; nunca,
desde luego de esos diálogos entre teólogos de ocasión que, al no estar
basados en el conocimiento de la verdad y en la adhesión al Magisterio, suelen
ser, en el mejor de los casos, inútiles, cuando no perjudiciales. Además resulta
improcedente toda discusión cuando se trata de verdades no opinables. La
verdad se estudia, no se discute, aunque sí puede profundizarse en el diálogo.
Al hablar de la lectura de los libros –tan necesaria-, no está de más recordar
que es necesario un buen asesoramiento antes de leer un libro, para que ese
libro ayude efectivamente a iluminar la conciencia y no a oscurecerla. Podría
insinuarse que esta recomendación es un atentado contra la libertad del lector
para acercarse a la verdad, pero si nadie toma medicinas a discreción sin la
receta de un médico, no es menos importante cuidar este tema en el que la
falta de formación previa o de la capacidad de discreción necesarias pueden
causar verdaderos estragos.
También es bueno tener en cuenta que, aunque la Iglesia haya levantado las
penas canónicas a quienes lean, retengan o vendan libros moralmente
peligrosos, queda siempre la responsabilidad moral del lector o vendedor, que
no pueden exponer su fe o la de los demás a peligros innecesarios.
<<Libros: no los compres sin aconsejarte de personas cristianas, doctas y
discretas. Podrías compra una cosa inútil o perjudicial.
¡Cuántas veces creen llevar debajo del brazo un libro…y llevan una carga de
basura!>>81.
Así a través de todos estos medios, se puede ir comprendiendo, valorando,
amando y viviendo las enseñanzas de la Iglesia en la formación de la
conciencia. Es necesario ir buscándolos para tener un criterio seguro en tan
importante materia como es la relativa a la fe y a las costumbres.
Terminamos con unas palabras tremendamente actuales sobre esta necesidad
de formación: <<La enseñanza de la religión ha de ser libre, aunque el

80 Juan Pablo II, Audiencia general, 4-IV-1984.


81 Camino, 339.
cristiano sabe que, si quiere ser coherente con su fe, tiene obligación grave de
formarse bien es ese terreno, que ha de poseer –por tanto- una cultura
religiosa: doctrina, para poder vivir de ella y para poder ser testimonio de
Cristo con el ejemplo y con la palabra>> 82.

ANEXO
EXAMEN DE CONCIENCIA (SEGÚN EL RITUAL DE LA PENITENCIA)
I. Dice el Señor: AMARÁS AL SEÑOR TU DIOS CON TODO TU
CORAZÓN
1. ¿Se dirige mi corazón a Dios de modo que de verdad lo ame sobre todas las
cosas en la ejecución firme de sus preceptos, como un hijo a su padre, o, por el
contrario, soy solícito de las cosas temporales? ¿Tengo recta intención al
obrar?
2. ¿Es firme mi fe en Dios, que nos ha hablado por su Hijo? ¿Me he adherido
firmemente a la doctrina de la Iglesia? ¿He procurado una instrucción cristiana,
oyendo la palabra de Dios, participando en la catequesis; evitando lo
perjudicial para la Fe? ¿He profesado siempre con valentía y sin temor mi Fe en
Dios? ¿Me he mostrado cristiano en la vida pública y privada?
3. ¿He rezado por la noche y por la mañana y por la noche? ¿Mi oración es
verdadera conversación mental y de corazón con Dios o sólo un rito externo?
¿He ofrecido a Dios los trabajos, las alegrías y los dolores? ¿Recurro a Él en las
tentaciones?
4. ¿Reverencio y amo el Nombre de Dios, o lo he ofendido con la blasfemia,
juramento falso o tomando en vano su Nombre? ¿He sido reverente para con la
Santísima Virgen María y los Santos?
5. ¿Santifico el día del Señor y las fiestas de guardar de la Iglesia, participando
en las reuniones litúrgicas, especialmente la Misa, con diligencia, piedad y
atención? ¿He cumplido los preceptos de la confesión anual y comunión
pascual?
6. ¿Tengo quizá otros <<dioses>>, a saber, las cosas de las cuales soy más
solícito o en las que confío más que en Dios, como las riquezas, las
supersticiones, el espiritismo y otras artes de magia o nigromancia?
II. Dice el Señor: ÁMENSE MUTUAMENTE COMO YO LOS HE AMADO
1. ¿Tengo verdadero amor a mi prójimo, o abuso de mis hermanos
empleándolos para mis fines o haciéndoles lo que no quiero que otros lo que
no quiero que otros me hagan a mí? ¿Los escandalicé gravemente con palabras
y acciones malas?
2. Examínate si contribuiste en tu familia, a través de la paciencia y un
verdadero amor, al bien y al gozo de los demás, como hijos obedientes para
con los padres honrándolos y prestándoles ayuda en sus necesidades
82 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 73.
espirituales y materiales, o como padres solícitos en la educación cristiana de
los hijos y ayudándolos con el buen ejemplo y la autoridad paterna; como
cónyuges mutuamente fieles en su corazón y en su trato con los demás.
3. ¿Comparto mis bienes con los que son para los más pobres? ¿En lo que de
mi depende, defiendo a los oprimidos, ayudando a los desgraciados, socorro a
los pobres? ¿Desprecié a mi prójimo, sobre todo a los pobres, a los débiles, a
los ancianos, a los forasteros o a hombres de otra raza?
4. ¿Mi vida es testimonio de la misión que recibí en la Confirmación? ¿He
participado en las obras de apostolado y de caridad de la Iglesia, en la vida de
la Parroquia? ¿He ayudado a la Iglesia y al mundo en sus necesidades y he
rezado por ellos; por la unidad de la Iglesia, por la Evangelización, por
conservar la paz, por la justicia, etc.?
5. ¿Cuido el bien y la prosperidad de la comunidad humana en que vivo o vivo
preocupado sólo de mí mismo? ¿Participo, de acuerdo a mis fuerzas, en
promover la justicia, la honestidad de las costumbres, la concordia en la
caridad en la ciudad humana? ¿He cumplido mis deberes cívicos, he pagado los
impuestos?
6. ¿Soy justo en mi trabajo u oficio, laborioso, honrado, prestando por amor mi
servicio a la sociedad? ¿Di a los obreros y a los que me sirven el justo salario?
¿Cumplí las promesas y los contratos?
7. ¿He prestado obediencia y reverencia debida a las autoridades legítimas?
8. Si tengo algún cargo o ejerzo autoridad, ¿uso de ellos para mi provecho o
para el bien de los demás con espíritu de servicio?
9. ¿He cuidado la verdad y la fidelidad, o hice mal a los demás hice mal a los
demás con palabras falsas, calumnias, detracciones juicios temerarios o
violación de secretos?
10. ¿He violado la vida, la integridad física, la fama o el honor, los bienes de los
demás? ¿Les hice algún daño? ¿Los he odiado? ¿Tuve altercados con ellos
enemistad, ira y no me he reconciliado? ¿Olvidé culpablemente dar testimonio
de la inocencia del prójimo?
11. ¿He robado cosas ajenas, las he deseado injusta y desordenadamente o les
he causado daño? ¿He procurado la restitución de lo ajeno y la reparación del
daño?
12. Si he sido injuriado, ¿estuve dispuesto a conceder la paz por amor a Cristo
y el perdón, o conservo odio y deseo venganza?
III. Cristo el Señor dice: SED PERFECTOS COMO EL PADRE VUESTRO
1. ¿Cuál es la dirección fundamental de mi vida? ¿Me anima la esperanza de la
vida eterna? ¿Me esfuerzo en avanzar en la vida espiritual por medio de la
oración, la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, la participación de los
Sacramentos y la mortificación?
2. ¿Estoy esforzándome en superar mis vicios, mis malas inclinaciones y mis
pasiones desordenadas, como la envidia o la gula en las comidas y bebidas?
3. ¿Me he levantado con Dios, por soberbia o jactancia, o he despreciado a los
demás sobreestimándome a mí mismo? ¿He impuesto mi voluntad a los demás
en contra de su libertad y de sus derechos?
4. ¿Qué uso he hecho de mi tiempo, de mis fuerzas, de los dones que Dios me
dio? ¿Los he usado en superarme y perfeccionarme a mí mismo? ¿He vivido
ocioso y he sido perezoso?
5. ¿He soportado con serenidad y paciencia los dolores y las contrariedades de
esta vida? ¿He mortificado mi cuerpo para ayudar a completar <<lo que falta a
la Pasión de Cristo>>? ¿He observado la ley del ayuno y de la abstinencia?
6. ¿He mantenido mis sentidos y todo mi cuerpo en la pureza y en la castidad
como templo que es del Espíritu Santo? ¿He manchado mi carne con la
fornicación, con la impureza, con pensamientos, deseos, conversaciones o
acciones torpes? ¿He observado la ley moral en el uso del matrimonio?
7. ¿He realizado lecturas o asistido a espectáculos –televisión, cine, internet,
etc.- o diversiones contrarias a la honestidad? ¿Me he puesto en peligro de
ofender a Dios voluntariamente? ¿He incitado a otros a pecar con mi modo de
vestir, de hablar o de comportarme?
8. ¿He actuado alguna vez contra mi conciencia, por temor o por hipocresía?
9. ¿He tratado siempre de actuar dentro de la verdadera libertad de los hijos de
Dios, o soy siervo de mis pasiones?

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