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La teoría de la expresión en el romanticismo

La teoría de la expresión en el romanticismo Como ya he mencionado, esta concepción dramática


de la expresión artística ha predominado en el arte y en la crítica artística hasta la segunda mitad
del siglo XVIII. Por entonces, la teoría de la expresión artística sufrió otro importante cambio, que
debemos relacionar con el romanticismo. Dicho en pocas palabras; lo que este movimiento
reivindicó fue la necesidad de la sinceridad; de las emociones genuinas. Y de esta forma, el énfasis
se trasladó, no a la expresión entendida como una señal o como un símbolo, sino a la expresión
entendida como un síntoma de las emociones. Por vez primera, los críticos de arte deseaban
conocer lo que el artista sentía realmente, los sentimientos más íntimos de su corazón. Uno de los
mejores libros sobre la historia de las ideas artísticas se relaciona con este momento de cambio;
me refiero al libro de M. H. Abrams, El espejo y la lámpara, subtitulado como la teoría rom 7
diferentes pasiones del hombre. Su misión es observar, asimilar y reproducir; y cuanto mayor sea
la nitidez del espejo, mejor realizará su tarea. La lámpara es algo completamente diferente: no
refleja nada, lo que hace es iluminar el mundo, y cuanto más brillante sea su luz más nos lo
revelará. En la nueva teoría del movimiento romántico, el artista es como una lámpara. Envía los
destellos de sus sentimientos al mundo, donde son recibidos por el público que se volverá a la
fuente de luz. Su luz es su arte, ya sea la poesía, la pintura, o la música; y cuando, por lo general,
nos referimos a la expresión artística, nos solemos referir normalmente a la expresión de los
sentimientos íntimos del artista que han tomado cuerpo en su obra de arte. La teoría romántica de
la expresión ha sido tan universalmente aceptada en el mundo occidental por innumerables
artistas y críticos de arte, que cuesta darnos cuenta de que hubo un momento en el que se la
consideró realmente novedosa y revolucionaria. Permítanme insistir, al respecto, que ni en la
antigüedad, ni en el renacimiento, el centro del interés se centraba en el artista. Lo que se juzgaba
era su trabajo. En la antigüedad, por la influencia que tenía sobre las emociones del hombre; en la
siguiente teoría, por la fidelidad con que se reproducían tales emociones. Sin embargo, llegó un
momento en que esto se consideró insuficiente. La emoción que se podía encontrar en una poesía
fue considerada como algo sospechoso —incluso despreciable— si se intuía que esa emoción no
había sido experimentada por el artista al escribir su poema. No hay duda que esta teoría se
aplicaba con mayor facilidad a la poesía lírica, en la que el artista podía volcar sus sentimientos de
amor, o su admiración por la belleza de la naturaleza. De hecho, el poeta inglés Wordsworth
escribió en 1800 que la poesía era un cierto “rebosar espontáneo de sentimientos internos”. Y casi
treinta años antes, Goethe ya afirmaba, en boca del personaje de una de sus obras, que lo que
hace al poeta es “un corazón henchido de desbordante emoción”8 . Por tanto, lo que distingue al
poeta o al artista del común de los mortales no es su habilidad, su maestría, sino la intensidad de
sus sentimientos; y es sólo esta intensidad lo realmente valioso. Una obra de arte ejecutada sin
sentimiento, de una forma fría, es un verdadero fraude; algo deshonesto e inmoral, ya que un
poeta que escribiera sobre un amor que realmente no sientese en su corazón estaría engañando a
sus lectores. En consecuencia con estas ideas, las circunstancias bajo las que se escribía un poema
comenzaron a interesar al crítico de arte y al público, mientras que anteriormente casi no se les
daba importancia. Nadie se hubiera sentido defraudado al saber que una elegía ante la muerte de
una persona querida había sido escrita por encargo, y pagada por los familiares del difunto. Para la
teoría romántica —que nosotros hemos recibido como herencia— esta posibilidad era
considerada, cuando menos, como algo inquietante. El poeta o el artista debía expresar
únicamente sus propios sentimientos, de forma espontánea, sin mediar nadie ni nada, tan sólo por
el afán de expresarse a sí mismo, de desahogar su corazón. Pues sólo de esta forma, dichos
sentimientos podrían llegar a transmitirse al lector o a quien escuchara su poesía, que lograrían así
experimentar idénticos sentimientos emotivos. 8 La comunicación de sentimientos a través del
arte El poeta alemán Friedrich von Schiller expuso estas ideas en una carta dirigida a Goethe: “Yo
considero poeta a todo aquel que sea capaz de expresar su estado emotivo en una obra, de tal
forma que dicha obra suscite en mí un idéntico estado emotivo”.9 Como estamos viendo, esta
teoría de la expresión entiende el arte como una comunicación de emociones: la transmisión de
sentimientos entre un hombre y otro. Todos conocen que esta nueva teoría de la comunicación
fue aplicada no sólo a la expresión de sentimientos en la poesía, sino también a todas las artes. El
gran pintor paisajista inglés John Constable lo explicó de forma sucinta cuando afirmó: “la pintura
es para mi otra de forma de denominar la palabra sentimiento”10 ; y Delacroix, el paladín de la
concepción romántica de la pintura, escribió: “la pintura no es otra cosa que un puente tendido
entre la mente del artista y la del espectador; la fría perfección no es arte”. Lo realmente
importante —tal como había escrito Delacroix años antes— es que cada pintor expresase su alma;
“si uno cultiva su alma, ésta encontrará los medios para expresarse”11 . Y, en la siguiente
generación, Zola escribiría: “lo que yo busco en una pintura es un hombre, y no un cuadro”12 .
Creo que no es necesario señalar que el arte que mejor se adapta a esta concepción de la
expresión artística es la música. Las emocionantes palabras que Beethoven escribió en la partitura
de su genial Missa Solemnis dan muestra de su fe en el arte: Vom Herzen, möge es wieder zu
Herzen gehen (Desde el corazón, se puede llegar también al corazón) Teóricamente, esta
identificación del arte con la expresión de la mente y el alma del artista debería presentar serias
dificultades para la apreciación del arte del pasado; ya que muchas obras de arte y monumentos
arquitectónicos fueron llevados a cabo por maestros y artesanos anónimos, de cuya personalidad
no conocemos —ni podemos conocer— nada. Pero he aquí que otra teoría vino a solucionar el
problema: la teoría de la mente colectiva. Una teoría que llegó a tomar gran variedad de formas. El
arte de las épocas anteriores, el estilo del antiguo Egipto, de los griegos, o del gótico del
medioevo, fue considerado como el producto del Zeitgeist —o espíritu de la época— de los
egipcios, de los griegos o de la Edad Media cristiana. Los denominados espíritus, que se
manifestaban a sí mismos en las diferentes formas artísticas o estilos, fueron considerados como
una especie de artistas que expresaban su propia interioridad, a la vez que revelaban la esencia de
la nación o de la época. Es cierto que el objeto de mi estudio, la Historia del Arte, debe su prestigio
y popularidad, en gran parte, a la influencia de estas doctrinas tan optimistas sobre el arte
entendido como comunicación. No obstante, me he visto obligado a analizar y criticar en muchos
de mis escritos, tanto su coherencia interna, como algunas de sus manifestaciones en la
historiografía del arte. Por decirlo en pocas palabras, he llegado a la conclusión de que se trata de
una idea del todo irrelevante para servir de ayuda a los historiadores y críticos de arte. 9 También
he sido bastante crítico con la teoría del arte como transmisión de los sentimientos del artista, o
—tal como se denomina en nuestros días— del arte como autoexpresión. Es evidente que no he
sido el único especialista que ha manifestado sus dudas sobre la utilidad de esta idea para el arte.
Una idea que ha llegado a tener una amplia aceptación en este siglo a través de diversos
movimientos artísticos, como el expresionismo alemán, o el expresionismo abstracto en
Norteamérica. Estoy convencido que su inconsistencia es del todo manifiesta. No hay duda de que
cualquier creación artística estará íntimamente unida a la personalidad de su creador; pero esta
afirmación no implica casi nada, ya que es absolutamente falso que a través de una determinada
obra se pueda llegar a conocer al artífice. Uno de los artistas más famosos del renacimiento
italiano, Benvenuto Cellini, nos ha dejado en su autobiografía una espléndida narración de su
incontrolable personalidad: violento, aventurero, inconformista. Sin embargo, ¿quién podría
adivinar estos rasgos de su personalidad a través de las elegantes y refinadas obras producidas por
su mano, como el Perseo de Florencia, o el famoso salero de oro de Viena? De igual forma, ¿qué
es lo que realmente conocemos de la personalidad de Shakespeare o de Bach? ¿Los
reconoceríamos si los encontramos en alguna parte? Por otra parte, tampoco es de alguna utilidad
pensar en una gran obra de arte como el resultado de un determinado estado emotivo del artista
suscitado en el preciso momento de su creación. El argumento utilizado por los que han criticado
esta teoría es que tal circunstancia implicaría que un compositor que escribiera una sinfonía
debería esperar a encontrarse melancólico para escribir un adagio, y alegre para escribir un
scherzo. Indudablemente, el arte no es algo tan sencillo. Lo que nos revelan estas objeciones, en
mi opinión, es la necesidad de formular una teoría de la expresión artística más satisfactoria.
Además, tal como he venido indicado, hemos tenido algunas teorías más adecuadas en el pasado.
La teoría dramática del renacimiento ha sido formulada de nuevo por Suzanne Langer en su
influyente Philosophy in a New Key, aunque no creo que añada nada nuevo a lo mucho que ya se
había dicho con anterioridad. La teoría de los efectos, que he descrito como la más influyente en la
antigüedad clásica, vuelve a tener su vigencia en nuestros días; ya que las preocupaciones que
sentía Platón respecto a los efectos nocivos del mal arte, han vuelto a estar de actualidad con los
debates sobre los efectos de la televisión en la gente joven. Pero en cierta manera, y en
comparación con el auténtico problema de la expresión —la relación entre el artista, su obra y su
público— se trata de una cuestión marginal. Intentar resolver esta compleja cuestión es algo
realmente atrevido. Y quien intentara hacerlo en unos pocos minutos sería una persona realmente
temeraria. Pues bien, esto es lo que intentaré hacer a continuación, para lo cual les solicitaría su
mayor atención. En mi opinión —y resumiendo mi idea en pocas palabras—, la cuarta teoría que
necesitamos debería incorporar las teorías precedentes, pero modificándolas a la luz de las
anteriores objeciones.

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