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La verdad es la adecuación de lo lógico a lo ontológico.

Es decir, de la lógica, entendida como razón, al mundo de las cosas.

Si la lógica no se adecuara al mundo de las cosas sería un disparate cuasi infinito. O el diario
íntimo de gran parte de los “periodistas” o, más modernamente, los “comunicadores” o, más
genéricamente, los “medios de comunicación” (aquí no se sabe bien dónde colocar las comillas
de ironía”) y de buena parte de las redes sociales.

Porque cuando decimos lógica decimos razón, formulación de una proposición, formulación
propositiva, enunciación de un discurso.

Así, no son las cosas las que se deben ajustar a la lógica, a las proposiciones sobre ella, al
discurso, sino el discurso el que se tiene que ajustar a la realidad, al mundo de las cosas, de lo
que sucede, de lo que pasa, de lo que existe, de lo que es. (Ontología dijimos, ¿no?)

Cuando el discurso no se ajusta a la realidad, la relación entre la dimensiones lógica y


ontológica no tiene lugar.

Entonces no hay verdad.

Hay discurso. Hay proposiciones.

Pero ni las proposiciones ni el discurso hablan del mundo de las cosas, de lo que existe, de lo
que es.

La palabra no modifica a la realidad. Puede, sí.

No la determina, no la conforma, no la modela.

Sólo puede describirla.

Y si no la describe, la palabra, el discurso, la proposición, la lengua la lógica, va por un lado y la


realidad va por otro.

Cuando se pretende que la lógica, las proposiciones, el discurso, la palabra ocupen el lugar de
la realidad, lo que se dice es ajeno a lo que es, lo que se dice no es verdadero, es falso. Al
discurso de lo falso llamamos mentira.

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