Você está na página 1de 3

Lecturas de Metro

Desde que el Destino (y una comisión formada por cinco miembros) tuvo a bien
situarme en Madrid, una de mis curiosidades personales consiste en realizar un sucinto
estudio de recepción literaria en los trayectos del Metro. Los lectores en el transporte
público son variados e incluso a veces sorprendentes. A mí, sinceramente, me resulta
imposible concentrarme en la lectura, interrumpido cada muy pocos minutos por el ir y
venir de viajeros, el canto (acompañado de varias posibilidades instrumentales) de algún
músico mendicante o esa voz que nos anuncia las estaciones. Y puestos a recorrer línea
negra tras línea negra sin interpretar ni tan siquiera un signo (‘grafema’ para los
pedantes que hemos estudiado Filología o similares), prefiero curiosear lo que leen los
demás (sólo la portada) y, de vez en cuando, echar un vistazo a la pantalla donde se
emite una y otra vez ese refrito de noticias con tufillo a incienso hacia la calle Génova.
Aunque la pantalla ha perdido buena parte de su gracia ahora que Esperanza Aguirre no
está tan omnipresente. O tempora, o mores, que decía el clásico. Era cuando doña
Esperanza aparecía en la minipantalla para inaugurar un ascensor (con una toma final
tipo Superagente 86, con la puerta automática cerrándose ante la autoridad) o para
hablar de libros e indicarnos (pedagógica ella) que en Madrid había importantísimas
bibliotecas que (en algunos sorprendentes y maravillosos casos) alcanzaban los
novecientos volúmenes. O quien escribe los subtítulos tiene muy mala uva o poco
conoce doña Esperanza las bibliotecas madrileñas. Y es que hay quien ve cuatro libros
juntos en una estantería de su casa y ya se cree en posesión de la Biblioteca Nacional.
Falta de costumbre, sin duda.
Es cierto que antes me resultaba más fácil llevar a cabo mi sucinto estudio de la
recepción literaria, puesto que ahora con los libros electrónicos sólo veo la funda y eso
ayuda más bien poco para saber qué lee el vecino o la vecina de vagón. Aunque por el
aspecto sobrio u hortera podría aventurar el tipo de lectura, uno sabe que las apariencias
engañan y que, sobre el soporte más chirriante, una persona puede estar sumergida en
una lectura profunda de Kant o de las sesudísimas memorias de algún expresidente del
gobierno. Soy tímido y no pregunto. Porque, además, la colaboración en mi pequeño
escrutinio no da derecho a participar en ningún sorteo y eso me quita posibilidades de
éxito. Por tanto, en los últimos tiempos mi muestreo ha perdido bastante credibilidad
estadística, si es que alguna vez se la concedí; pero, de un modo u otro, ahora menos
todavía.
El caso es que, a vuela pluma, puedo comenzar formulando que una inmensa
mayoría utiliza la edición de bolsillo. Lo contrario sería opositar con total seguridad de
éxito a una luxación de codo o a descalabrar a quien esté sentado más cerca.
Imaginemos los kilos de Los pilares de la tierra en tapa dura y su capacidad de inercia
para imaginar cómo se gestaría la tragedia. Porque lo que escasea son los asientos y lo
que predomina, claro está, es el best-seller. Y, a ser posible, con un volumen que
permita estar sostenido con una sola mano, pues la otra debe ir sujeta a la barra que nos
salve de los acelerones y las frenadas. Alguien con las dos manos ocupadas (a no ser
que se viaje con otra persona con la que se tenga mucha confianza y lo que ocupe
nuestras manos no sea un libro, sino su cintura, por ejemplo) tendría que ir leyendo con
las piernas abiertas y moviendo las caderas muy despacio, como alguien que sostuviera
en su cintura un hula hoop invisible o se tratara de una especie de Shakira a cámara
lenta. Lo sé por las veces que no he encontrado dónde agarrarme.
No obstante, esta observación minuciosa y repetida de los libros me ha
permitido deducir que la segunda novela de María Dueñas no ha tenido el mismo éxito
que la primera. Entrar en un vagón del Metro era estar sumergido en un bosque de El
tiempo entre costuras, con la portada multiplicada como si uno se hallara en un corredor
con espejos paralelos. Pero, ¡ay!, Misión olvido es más bien una isla en medio de los
periódicos gratuitos y de otras lecturas varias. Otro tanto ha sucedido con Dan Brown.
Si recién llegado yo a Madrid El código Da Vinci estaba clonado ad infinitum en las
manos de mis compañeros de trayecto, El símbolo perdido o Inferno no han pasado de
una cierta cantidad tras su aparición editorial en España, pero sin avasallar. Bien es
cierto que con los antecedentes (casi penales, o sin ‘casi’) de estos best-sellers, lo
mismo muchos de estos lectores prefieren esperar a la película y, mientras, dedican su
tiempo de lectura a otros textos. Con los suecos y la novela negra ha sucedido otro
tanto. Alguno queda, pero sospecho que más de carne y hueso y de turismo por Madrid
que en versión literaria y con título extenso.
Eso sí, cuando alguien (generalmente joven) lee poesía, debo reconocer que
siento unos irrefrenables deseos de darle sendos besos en las respectivas mejillas, por lo
extraordinario del acontecimiento, independientemente de su sexo, condición e incluso
del título que lleve entre las manos. Excepción hecha del alumnado que se ventila las
lecturas obligatorias de ese modo tan lamentable, leyendo al galope a clásicos que
merecerían una lectura más detenida y atenta, porque ―además de ser lectura
obligatoria― han llegado hasta nosotros por alguna razón, más allá de los gustos
extraños y un tanto sádicos de los profesores, sean de secundaria o universitarios.
La verdad es que aún no sé qué se lee esta temporada. Mi muestreo no es lo
suficientemente amplio para emitir unas dudosas conclusiones provisionales. ¿Quizá el
último Ken Follet? ¿Autores ya clásicos del Metro como Marías o Kundera? Es posible.
En parte, gracias a los lectores del Metro (y a muchos otros en el ámbito privado,
incluso en el muy privado) hemos alcanzado el puesto diecinueve en la lista de la
UNESCO sobre hábitos lectores: salimos a siete libros y medio per cápita y año.
Mientras, se arrincona la literatura en la Selectividad y el Ministerio se ensaña
especialmente con las Humanidades. ¿Será el esperado milagro de la Virgen del Rocío o
la tradicional costumbre española de llevar la contraria? Sea como fuere, seguimos
leyendo.

Você também pode gostar