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Quizás deba empezar por aquello que nos identifica, los signos que dibujan nuestra existencia,

nuestro nombre; en este caso el mío es Joaquín Armando Montés. Mi nombre, como dije, construye
aquello que soy aunque a la vez habla de algo que fui y algo que intento no perder, mi humanidad.
Naci en el 86, sí, el año en que Argentina salía campeón y mis padres (dígase mi padre) me pusieron
el segundo nombre de quien hoy se le bautiza como la “mano de Dios”. Crecí en la democracia y en
la década burbuja que nos regaló Menem y que hoy pagamos todos —o al menos los pagan los
vivos—. Mis padres gozaron de los beneficios efimeros de aquel gobierno. Mi padre, Eduardo, un
tachero que supo mantener a su familia y a vivir comodamente en la clase media porteña. Falleció
en el 99 tras ser aplastado por un camión que cayó de un puente directo sobre su coche. Mi madre y
yo, su único hijo, vivimos de la pensión hasta que el cáncer la dejó postrada hasta consumirla por
completo allá por el 2003. Y entonces mi vida pasó a ubicarse en esos márgenes de la existencia
mundana.
En el 2003, con mis 17 años, y sin nadie quien se hiciera cargo de mí pasé a estar en un
instituto de menores. Si bien en mi vida, la escritura había pasado como un acto de disperción, en
aquel lugar el puño y letra se convirtió en mi única resistencia a las sombras diurnas que me
rodeaban. Sólo estuve un año en aquel lugar, y poco más necesite para darme cuenta del horror
humano. Bien se ha quedado en mi memoria como uno de mis compañeros degollando a uno de
quienes cuidaban de nosotros. La razón había sido bastante simple: violación. La violencia y las
violaciones eran monedas corriente en aquel antro. Por suerte mi paso por auquel abismo fue
efímero. En menos de tres meses, con mis 18 años, me encontraba en la calle a mi propia suerte.
Los siguientes años fueron dificiles. Viviendo en la calle por momentos, y pescando suerte
de un momento otro en la empatia de la gente en un pais que recien estaba saliendo a flote tras la
crisis del 2001. Pude pegar en aquel entonces un trabajo en limpieza en el subte de buenos aires.
Con el trabajo pude alquilarme algo y entonces sentí que la vida estaba empezando a comodarse, no
era fácil, no era feliz, pero tenia el estómago lleno y un techo sobre la cabeza.
Entonces continué escribiendo. Escribir es una manera de canalizar algo. Algo que uno no
puede identificar mas que como una fuerza que lo impulsa a uno. No voy a negar que deseaba ser
alguien. Quizás todo esto se deba a los libros que tenía mi madre. A ella le encantaba leer. Y aquel
habito me lo habia pegado desde pequeño.
Escribía la mayor parte del tiempo. En el trabajo, en un café, en una plaza. Pasaron varios
años de idas y venidas hasta que decidí publicar algo. Tenía una antología de cuentos armada, la
titulé: El demonio en el espejo. Eran más de 30 cuentos, todo inspirado en aquel mundo cruel
habitado por demonios. Una auto publicación que me había salido un poco más de un sueldo.
Fueron 100 copias. Y a las 100 las tuve en una caja en mi casa durante meses. Es dificil salir al
mundo. Es dificil no sentir que aquello que hace peca de imperfección. Un día salí a venderlos a la
calle. Habré vendido uno solo en todo el día. A una joven flacucha de expresión perdida, que con su
mirada me dejó a un gusto agrio. Ni siquiera me preguntó de qué trataba tan solo me dejó el dinero
y se fue. Estuve todo el día, y sólo logré esa venta. Ya cuando el sol cayó decidir irme rendido. Era
un escritor mediocre, peor aún. Fue entonces, cuando me encontraba por marchar que un coche se
detuvo delante mío. Una de las puertas se abrió y bajó la joven flacucha. Sus ojos mostraban otra
expresión, más suelta, y con una sonrisa en los labios me dijo: tu libro le ha gustado, quiere
conocerte.
¿Quién quiere conocerme?, pensé.
Como quien no teme los peores resultados terminé dentro del coche viajando hacia el barrio
más caro de la ciudad. Para cuando quise darme cuenta me encontraba en la sala de una casa donde
uno solo de sus muebles valía más que todo lo yo poseía. En aquel lugar lo conocí a él: Leonardo
davicci. Se presentó como un mecenas de artistas marginados. Decía que veía en mí escritura al
siguiente escritor de renombre, y dijo que yo era quien daría al clan lo necesario para resaltar. ¿Al
clan?, pensé. Pero había algo en su mirada que no permitió que pensara con claridad, algo en él me
maravillaba. Se acercó a mí, y con un abrazo oscuro y caliente, frío y gris, hizo que mi nombre, los
signos que dibujaban mi existencia, se derrumbaran en el infinito.
Desperté. Algunos lo llaman morir. Para mí fue despertar, mis sensaciones cambiaron, es
como si todo cobrara un sentido más claro. Ahora escribo en las tinieblas de la noche, en el lazo de
la sangre y los muertos. Ahora puedo decir con toda claridad que el demonio ya no se encuentra en
el espejo. Ahora el demonio soy yo.

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