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El más grande pecado de la sociedad de nuestro tiempo, y de muchos de

nosotros a nivel personal, es, sin duda, la indiferencia, que nace de nuestro
egoísmo; del egoísmo que nos lleva a pensar que lo único que vale la pena es vivir
para nosotros mismos, para conseguir lo que deseamos, lo que nos parece
importante, lo que nos coloca por encima de los demás, lo que nos distingue del
común de la gente, lo que nos acredita como los mejores en cualquier cosa que
sea.
Indiferencia frente a Dios, a quien pretendemos sacar de nuestra vida, como si
no existiera, porque su presencia nos estorba, pues es exigente y nos señala un
camino para seguir.
Indiferencia frente a los demás hombres y mujeres que pueblan el mundo,
particularmente hacia los más pobres, porque sus necesidades y su sufrimiento
nos cuestionan, y cuestionan nuestra manera de ser y de actuar.
La indiferencia nos vuelve ciegos, sordos, mudos y paralíticos, sin que nos demos
cuenta de ello.
La indiferencia endurece nuestro corazón y nuestras entrañas, y poco a poco va
convirtiéndonos en máquinas de producir dinero, triunfos profesionales,
honores sociales, al costo que sea.
La indiferencia nos quita lo que tenemos de humanos, que es a la vez, lo que no
hace parecernos a Dios, de quien, creámoslo o no, aceptémoslo o no, nos guste o
no, somos criaturas.
La indiferencia nos hace volvernos cada vez más sobre nosotros mismos, y al
hacerlo, va empequeñeciéndonos hasta que nos hace irreconocibles aún para
nuestros familiares y amigos más cercanos.
Jesús, en cambio, nos invita a ser sensibles. A enriquecer nuestra personalidad
con el amor por los demás. A llenar nuestra vida de sentido, acogiendo en
nuestro corazón la fe y la esperanza, que proyectan nuestro ser y nuestra vida
a la eternidad. A buscar en todo lo que hacemos, decimos y pensamos, el bien
para nosotros mismos y para los demás.
Jesús nos invita a ser sencillos y humildes. A pensar en los otros antes que en
nosotros mismos. A desear ser cada día mejores personas: a servir con mayor
empeño a quienes viven a nuestro lado, a compartir lo que somos y lo que
tenemos en el plano material y en el plano espiritual, con quienes nos rodean, a
crecer intelectual y espiritualmente cuanto nos sea posible.
Jesús nos invita a poner a Dios en el centro de nuestra vida, con la certeza de
que al hacerlo, no estamos volviéndonos retrógrados o cerrados, como mucha
gente piensa, sino, por el contrario, elevándonos por encima de nuestras
limitaciones y nuestras carencias, propias de nuestro ser de criaturas, y
realizando lo que Él quiso al crearnos a su imagen y semejanza.

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