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Patrice Pavis
Obligado a analizar un espectáculo que utiliza las nuevas tecnologías, algo bien
lejano de mi trabajo actual sobre la dramaturgia contemporánea, escogí Zulu
Time, la última creación de Lepage, presentada en Créteil en octubre de 1999.
Mis reacciones, al día siguiente de la representación, que figuran a continuación
sin adiciones ni censura, fueron más bien negativas, pero también un primer paso
hacia una valoración más mesurada de los espectáculos multimedia que iban a
modificar mi concepción de las obras de hoy.
Esas fueron mis reacciones espontáneas, de las que ahora tengo que defenderme
y distanciarme poniéndole las comillas acostumbradas, sellar lo que no se puede
decir y lo políticamente incorrecto.
Dans la solitude des champs de coton (En la soledad de los campos de algodón),
de Bernard-Marie Koltès, confronta un revendedor de droga y un cliente sin que
se sepa exactamente cuál es el objeto del comercio. La palabra, el debate, incluso
el conflicto se convierten en el objeto del deseo, la única apuesta de su
enfrentamiento. La frase de grandes circunvoluciones, la retórica neoclásica de
sus argumentos, constituye su única moneda de cambio, una temible máquina
textual que en el gasto, el exceso y el potlach se sitúa en las antípodas de un
intercambio de informaciones y de una comunicación eficaces. La frase
koltèsiana, máquina de ilusión, no es tanto para ser comprendida por el lector o el
oyente como para ser descrita, es decir, comentada como recorrida, como se
describe un paisaje desde el tren que lo atraviesa. La trayectoria de las frases y de
las réplicas describe una figura, espacial y retórica, que no penetra el sentido,
sino que recorre el relieve del paisaje textual. Se parece un poco a la máquina de
Descartes: “una gigantesca máquina donde no hay nada que examinar, salvo las
figuras y los movimientos de sus partes”. Máquina de guerra, o que sirve al
menos para volver a lanzar la palabra, cuyo funcionamiento, dominado poco a
poco por el lector, se hace cada vez más rápida, más sencilla, más conflictiva
hasta el enfrentamiento final (“Entonces, ¿qué arma?”). La frase termina por
referirse a ella misma como un mecanismo eficaz, pero vacío. El pastiche de las
formas clásicas heroicas o heroico-cómicas, la argumentación digna de la retórica
clásica conduce a un juego metatextual y a una autopuesta en escena de la
lengua, y ya no del mundo y de la ficción como en la metáfora barroca del
mundo como teatro, sino de la frase retórica como juego de lenguaje. A la
estandarización del lenguaje, al alistamiento de los medios de comunicación se
opone esta escritura del exceso y ese preciosismo del estilo, tan rebuscado y tan
(sinuoso) que se aparta de toda referencia mimética de la realidad.
En cuanto a estas dos influencias posibles (la televisión y el cine negro, ¿se trata
de un proceso constitutivo de la obra dramática? No podemos llegar a tal
afirmación. Supondremos simplemente que Koltès se apoya en esas formas como
un deportista toma impulso en el suelo para alejarse de él lo más posible.
A veces este impulso es más directamente visible cuando el texto dramático hace
referencia a un medio de comunicación, incluso si es para distanciarse de él,
como sucede en Inventaires (Inventarios), de Philippe Minyana.(7) Tres mujeres
se enfrentan en un maratón radiofónico o televisivo; cuentan su vida para un
programa dirigido por dos animadores sin que nunca ellas se interrumpan. Sus
monólogos se graban pero se ignora si después esa materia verbal será objeto de
montaje, si se “editará” o se adaptará a las exigencias de la comunicación
radiofónica. Lo que escuchamos parece ser el documento en bruto, pero el
examen de su discurso indica más bien que Minyana ha rescrito
considerablemente sus monólogos grabados, aunque sea para limpiar la lengua de
sus repeticiones, sus silencios o sus incoherencias. El autor ha reorganizado,
concentrado, canalizado ese flujo verbal, no tanto en función de temas, de tópoi o
convenciones retóricas, de lugares comunes como de acuerdo con una partitura
casi musical por las asonancias, las repeticiones, las aceleraciones, los deslices,
las rupturas bruscas. La rescritura del documento en bruto para la escena ha
ritmado el discurso a su manera, que no es necesariamente la que exigía la radio,
mucho más preocupada por la rapidez, la ausencia de blancos, de respiraciones
musicales que por la palabra destinada a la actriz. En todo caso, recibimos esos
testimonios en forma de monólogos teatrales escritos en un estilo oral, sin
puntuación, pero con la necesidad de darles un ritmo. De este modo, somos
testigos de la dificultad para adaptar la palabra popular a las rudas leyes de los
medios de comunicación, tanto en lo que respecta a la velocidad como a las
normas de corrección, de estandarización del mensaje crudo, pero siempre
correcto. La radio obliga a las tres competidoras a confiarse sin reservas, pero sin
chocar o caer en la vulgaridad. El texto de la obra, corregido a la vez por las
necesidades de la radio y la escritura de Minyana, ofrece un valioso testimonio de
la influencia de la palabra radiofónica sobre la escritura dramática.
Influencia que por demás no es unilateral, pues por un viraje irónico, las tres
mujeres disfrutan tanto con develar su pasado y ver quién da más detalles íntimos
o picantes que los animadores deben interrumpirlas sin cesar para hacerlas callar
finalmente ofreciéndoles un pedazo de pastel. La escena y la transmisión
radiofónica directa, la improvisación y el histrionismo se inmiscuyen
alegremente en el marco bien establecido de la radio mediáticamente correcta.
Este contrataque inesperado ridiculiza un poco la radio, limita sus facultades y
torna relativos sus procedimientos. La oralidad popular y la elocuencia teatral
hacen fracasar la estandarización mediática, la obra se convierte en el terreno de
esa lucha simbólica entre textualidad y medialidad, una lucha que arbitra
magistralmente Minyana, cuya rescritura, su sentido lírico y rítmico, ofrece
resistencia a la invasión mediática al hacernos escuchar los últimos ecos de una
palabra popular.
Del esquema de la cooperación textual del lector,(9) sólo queda la parte que
sobresale –la invención léxica y semántica, la música y la materia de las
palabras– y la parte más oculta, la filosofía implícita de la obra, en particular la
situación del hombre en el lenguaje, filosofía muy cercana al estructuralismo y a
la concepción de las palabras y las cosas, calcada de Foucault o Lacan. Si la
superficie poética del significante es desbordante y abierta, en cambio la filosofía
lingüística es particularmente explícita: “el hombre está en el orden de las
palabras, y no el mundo en el orden de las cosas”. Paradoja de esta respuesta a
los medios de comunicación: la forma poética es múltiple y tupida, el mensaje
ideológico es unívoco y casi simplista. Por ende, es conveniente “sondear la
superficie” textual, analizar primero y ante todo el significante poético. En lugar
de intriga y ficción, encontramos una serie de choques lingüísticos, invenciones
verbales, números brillantes como para una revista de music-hall o una opereta.
Sólo cuenta el virtuosismo de los intérpretes o las invenciones verbales, los
chistes del autor puestos en boca de los personajes que son otros tantos hallazgos
estilísticos. Se podría hablar al respecto, al igual que del significante en general,
de primeros planos sonoros (como los que se hacen en el cine y en la radio, más
que en la televisión). Esos primeros planos son “efectos de micrófono” que
amplían una propiedad del significante, que escrutan el más mínimo detalle
desplazado, que ponen de relieve el aspecto sonoro y auditivo de cada
deformación léxica, que vuelven extraña esta o aquella expresión familiar (o a la
inversa).
Novarina realiza sobre el texto lo que los instrumentos perfeccionados de la
tecnología (micrófono, enfoque, encadenamiento, ampliación, alejamiento,
collage, condensación) realizan diariamente y sin esfuerzo en la cadena de la
información continua. Se diría que innova, pero su lenguaje no da la espalda al
mundo inmediato de los medios de comunicación: se nutre de él, en vez de “mo-
nutrirse a la fuerza” –para retomar su fórmula–, recurre a los efectos más vistosos
de los medios de comunicación para reforzar la poética de su lengua y ofrecer
resistencia a todo tipo de recuperación por parte de los ingenieros informáticos.
Pero ¿qué sucede si los medios de comunicación y las máquinas para comunicar
no son visibles, ni audibles, ni se pueden localizar en el mundo exterior, si no
dejan huella alguna en el cuerpo del texto, como si fueran un producto
estimulante que no se puede detectar? ¿Qué sucede si actúan en forma de píldora
o de antidepresivos? ¿Se sigue tratando de medios de comunicación cuando
absorbemos calmantes o estimulantes y nuestra percepción del mundo se halla
químicamente modificada? (“¿Me amas, cariño? –Espera, me estoy tomando el
medicamento”). Este es el tipo de pregunta que plantea la obra Via negativa (Vía
negativa), de Eugène Durif.
Ustedes que habitan el tiempo: El cuerpo no sólo es materia, está habitado sobre
todo por el lenguaje, de ahí la dificultad de materializarlo y la tendencia a
olvidarlo en provecho del lenguaje: “el cuerpo no es la tumba de las palabras:
sólo la palabra es la prisión del yo”.
4. Un intento por aceptar el desafío y el combate con el mundo real, pero con
desconfianza hacia el diálogo y la lógica binaria: Koltès y Durif sólo creen en la
forma negativa de la dialéctica.
9 Cf. nota 5, p. 44