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Escrituras dramáticas contemporáneas y nuevas tecnologías

Patrice Pavis

Con frecuencia se separa, con razón, el estudio de los textos dramáticos


contemporáneos y el de los medios de comunicación o las nuevas tecnologías,
como si fueran incompatibles y no tuvieran relación entre sí. Es cierto que se
trata de dos esferas en las cuales no se aventuran las mismas personas: o bien uno
se refugia en lo indecible de la poesía o sucumbe ante las proezas mediáticas (de
las cuales Internet sería el último líder). Pero, ¿acaso esta separación de esferas y
tareas hace justicia a la complejidad de los textos y a la eficacia de los medios de
comunicación? ¿No habría que vincularlas dado que las escrituras “hablan” de un
mundo construido por todos esos medios, en particular las nuevas tecnologías?

Para verificarlo, sería bueno dar un rodeo por la estética de la puesta en


escena.(1) Ambos términos, estética y puesta en escena, están amenazados con
perder toda pertinencia teórica por la utilización tan anárquica que de ellos se
hace. La puesta en escena es la última metáfora “barroca” de moda para hacer
creer que toda actividad cultural es teatro, teatralidad o espectáculo; en cuanto a
la estética, se supone que debe ratificar toda práctica de sentido o de signo. Tanto
por las escrituras como por los medios de comunicación, el concepto de puesta en
escena está en peligro de perder toda función estética: para los textos, la puesta
en escena corre el riesgo de borrarse en una lectura literaria y poética que no
toma suficientemente en cuenta la actuación y su relación con la realidad, en
particular mediática, y por ende, su escenificación estética. Para los medios de
comunicación, la puesta en escena desaparece “en provecho” de un
funcionalismo tecnológico en el que la máquina y las computadoras son celosos
servidores.

Tomaremos dos ejemplos de esa huida de la estética de la puesta en escena: por


una parte, el espectáculo multimedia Zulu Time, de Robert Lepage; y por otra, la
escritura dramática contemporánea francesa (Koltès, Minyana, Novarina,
Jouanneau, Durif).

Obligado a analizar un espectáculo que utiliza las nuevas tecnologías, algo bien
lejano de mi trabajo actual sobre la dramaturgia contemporánea, escogí Zulu
Time, la última creación de Lepage, presentada en Créteil en octubre de 1999.
Mis reacciones, al día siguiente de la representación, que figuran a continuación
sin adiciones ni censura, fueron más bien negativas, pero también un primer paso
hacia una valoración más mesurada de los espectáculos multimedia que iban a
modificar mi concepción de las obras de hoy.
Esas fueron mis reacciones espontáneas, de las que ahora tengo que defenderme
y distanciarme poniéndole las comillas acostumbradas, sellar lo que no se puede
decir y lo políticamente incorrecto.

Reacciones de rechazo un poco excesivas que se pueden calificar de nostálgicas,


tradicionalistas, conservadoras, incluso reaccionarias, y que, en efecto, quizás
habría que matizar. Pues Zulu Time es de todas formas un desafío a la estética y a
la puesta en escena. El espectáculo nos fuerza a ver la representación de manera
diferenciada; por ejemplo, a distinguir los elementos previsibles y mecánicos de
los imprevisibles y humanos, y a evaluar sus interacciones. El espectador debe
estar siempre en vilo: debe juzgar si es manipulado o no, y cómo, si su atención
se distrae y en qué momento podrá intervenir con su juicio estético. La tecnología
y el pensamiento tecnicista cuestionan sin cesar la noción de autor y de autoridad
de la puesta en escena. En el espectáculo, no todo tiene la misma función
estética: en ocasiones lo único que cuenta es el funcionamiento técnico, pero la
mayor parte del tiempo, la puesta en escena y su condición estética(2) deciden
cuál va a ser el sentido. Principios estéticos diferenciados atraviesan la línea
divisoria entre el hombre y la máquina, lo animado y lo inanimado, la voz y el
micrófono, el actor y la marioneta. Pero esta línea divisoria cambia y se
impugnan las viejas dicotomías; virtudes de ficción diferentes se aplican a la
imagen o al actor vivo, a la presencia o a la repetición; densidades diferentes
caracterizan todos los elementos de la puesta en escena.

Los medios de comunicación son electrones libres que amenazan en todo


momento con dinamitar la puesta en escena. Cuando ya no es un mensaje
homogéneo, controlado por un sujeto creador central, esa puesta ya no garantiza
la coherencia del artefacto estético, se reduce a un montaje, a una construcción, a
una práctica escénica, a una práctica significante, a un encuentro(3) o a una
instalación.

La entrada de los medios de comunicación en la representación teatral –a la


manera de Zulu Time– no hace sino confirmar y profundizar la crisis de la
representación. La puesta en escena ya no está vinculada con un sujeto central y
“autoritario”: sin autor, sin centro, sin facultad para representar, pierde su razón
de ser. De ahí la fuga de ciertos directores de teatro hacia las nuevas tecnologías,
dentro y fuera de la representación teatral, pues ya no se consideran un sujeto
central, artista o sujeto estético, sino un simple organizador del funcionamiento,
funcionario del sentido. Una crisis tanto más aguda, de los años 60 a los 90,
porque la representación se concebía entonces como visual y espectacular, por
ende, no textual, mientras que el texto dramático pasaba por un componente
trivial y accesorio de la puesta en escena. Por lo demás, esta es también la razón
de que hayamos perdido la costumbre (tras la experiencia brechtiana) de concebir
y analizar la obra como algo específicamente teatral y escénico, vinculado a la
dramaturgia y al arte del actor. De modo que sería conveniente considerar que el
texto está inscrito en cierta situación de enunciación, en particular cuando está
enunciado en un dispositivo dominado por las máquinas y los automatismos. No
sólo se examinará el texto como antes, desde los puntos de vista filológico y
hermenéutico, sino también a la manera de una partitura y una subpartitura para
el actor, a saber, como una sustancia verbal llevada por sus apoyos vocales, de
entonación, gestuales, retóricos. Con todo, habría que distinguir, a través de las
máquinas, videos, tecnologías y otras computadoras, algunos destellos de cuerpos
y fragmentos de texto.

Ahora bien, en Zulu Time se observa precisamente ese surgimiento inesperado


del cuerpo parlante. A pesar de la aparente victoria de los especialistas
informáticos sobre los directores de teatro y artistas, a pesar del dominio de la
función mecánica sobre el objeto estético, hay un momento en que lo reprimido
del cuerpo y de la presencia humana, de la voz y del texto vuelve a hacer
aparición, como el diablo encerrado en su caja de sorpresa. Lo que surge es el
cuerpo del actor sometido por un momento a la regularidad de la máquina, el
cuerpo de los tramoyistas, el cuerpo deseoso del espectador. El actor es siempre
la causa del desplazamiento de la imagen escénica, el cuerpo extraño e
irreductible que se impone a pesar del dispositivo aséptico de las máquinas
escénicas, de los videos o de las computadoras, que vuelve a encontrar algunas
de sus antiguas facultades: presencia, voz, ritmo biológico, rendimiento físico,
derecho a equivocarse.

La crisis de la representación, la incertidumbre de la noción de la puesta en


escena, y también el rechazo a una mediatización absoluta que elimina tanto la
estética como la puesta en escena, todo esto entraña una revaluación de la
función y del efecto de los textos dramáticos, y por consiguiente, la renovación
de las escrituras dramáticas.

Evidentemente no es una casualidad que en toda Europa, y en particular en


Francia, la crisis de la puesta en escena y el fin de una estética generalizada del
teatro coincidan con la proliferación de escrituras dramáticas muy diversas. Por
lo demás, esas escrituras (el plural es señal de su gran diversidad) son tanto más
fuertes y seguras de sí cuanto que han asimilado perfectamente la práctica
escénica y las mil vías de la puesta en escena. Nuestra hipótesis es que esa
confianza que las escrituras han vuelto a encontrar, se crea tanto como reacción y
desafío contra los medios y las máquinas de comunicación, que como la voluntad
de enfrentarlas, incluso de integrarlas, aun cuando sea un ejemplo negativo, en
una teoría general. En efecto, en la escritura donde los medios de comunicación,
ya no son un cuerpo extraño, como lo siguen siendo aún en la escena, esos
medios se sitúan en una intertextualidad en el sentido más amplio: una
intermedialidad(4) que sirve a la escritura en lugar de marginarla o de asimilarla.
Por esta razón, en las cinco obras escogidas,(5) la relación con las nuevas
tecnologías es tan ambivalente. Los autores, quizás intimidados o asustados por
los medios de comunicación, parecen excluirlos y rechazarlos, pero no están
menos influidos y transformados por ellos, casi sin darse cuenta, como en una
nueva versión del mito de Pigmalión: al desear excluir los medios y las máquinas
de la práctica teatral, nos habíamos vuelto hacia los textos, pero he aquí que las
máquinas vuelven al corazón de la palabra. El conflicto causa estragos entre una
idea fantasmagórica de textualidad pura y la realidad concreta de la
omnipresencia mediática.

En el análisis de los textos dramáticos contemporáneos,(6) el problema del


contexto y del intertexto y el de una teoría general de los medios de
comunicación en que estos se inscriben, ocupa posiciones clave en el esquema de
la cooperación textual del lector. La dificultad reside en establecer un vínculo
entre la obra y los medios de comunicación, en concebir una teoría de la
intermedialidad que garantice el acceso de la obra desde nuestro conocimiento
del mundo a través de esos medios.

Dans la solitude des champs de coton (En la soledad de los campos de algodón),
de Bernard-Marie Koltès, confronta un revendedor de droga y un cliente sin que
se sepa exactamente cuál es el objeto del comercio. La palabra, el debate, incluso
el conflicto se convierten en el objeto del deseo, la única apuesta de su
enfrentamiento. La frase de grandes circunvoluciones, la retórica neoclásica de
sus argumentos, constituye su única moneda de cambio, una temible máquina
textual que en el gasto, el exceso y el potlach se sitúa en las antípodas de un
intercambio de informaciones y de una comunicación eficaces. La frase
koltèsiana, máquina de ilusión, no es tanto para ser comprendida por el lector o el
oyente como para ser descrita, es decir, comentada como recorrida, como se
describe un paisaje desde el tren que lo atraviesa. La trayectoria de las frases y de
las réplicas describe una figura, espacial y retórica, que no penetra el sentido,
sino que recorre el relieve del paisaje textual. Se parece un poco a la máquina de
Descartes: “una gigantesca máquina donde no hay nada que examinar, salvo las
figuras y los movimientos de sus partes”. Máquina de guerra, o que sirve al
menos para volver a lanzar la palabra, cuyo funcionamiento, dominado poco a
poco por el lector, se hace cada vez más rápida, más sencilla, más conflictiva
hasta el enfrentamiento final (“Entonces, ¿qué arma?”). La frase termina por
referirse a ella misma como un mecanismo eficaz, pero vacío. El pastiche de las
formas clásicas heroicas o heroico-cómicas, la argumentación digna de la retórica
clásica conduce a un juego metatextual y a una autopuesta en escena de la
lengua, y ya no del mundo y de la ficción como en la metáfora barroca del
mundo como teatro, sino de la frase retórica como juego de lenguaje. A la
estandarización del lenguaje, al alistamiento de los medios de comunicación se
opone esta escritura del exceso y ese preciosismo del estilo, tan rebuscado y tan
(sinuoso) que se aparta de toda referencia mimética de la realidad.

La dificultad de la teoría de la intermedialidad reside en localizar el origen de la


influencia de los medios de comunicación, en particular audiovisuales, en la
escritura dramática. La mayor parte del tiempo el texto no indica para nada la
presencia implícita de otros textos o de otros medios de comunicación; cabe al
teórico hacer la hipótesis, a menudo incomprobable, siempre arriesgada. El
riesgo y el juego siempre valen la pena, pues es importante hacer comprender con
qué y contra qué se escribió la obra. Hace falta entonces remontarse a los
orígenes del texto escrito, pensar cómo algunas reglas específicas de uno o de
varios medios de comunicación han podido informar la escritura y en qué se
reconoce esa influencia. Esta reflexión genética y cognitiva es muy delicada por
lo que debemos atenernos a suposiciones prudentes. Al mismo tiempo, la
intuición de una influencia intermediática será capital para comprender la
organización del texto final. Más que de una búsqueda de fuentes o de influencias
directas, hacemos la hipótesis de una relación de especificidades diferentes y de
una rescritura de otras escrituras, en particular las de los más refractarios,
opuestos o dominantes.

Evidentemente, para esta soledad, la comunicación audiovisual es el enemigo


que hay que eliminar; la disputatio hace lo contrario del debate político televisivo
o de la telenovela sociocultural sobre los jóvenes de las barriadas: no se parodia y
se contradice tanto el diálogo naturalista como el reportaje televisivo sobre un
medio desfavorecido y los turnos de palabra del debate electoral. Ya se hace
mucho más difícil probar la influencia del cine negro hollywoodense sobre la
escritura teatral de Koltès (aun cuando se conozca bien que este es un cinéfilo).
Sin embargo, se observa el mismo arte de evocar una situación tensa, una
atmósfera contrastada, la repetición de los mismos motivos en un ejercicio de
estilo de alto nivel. La iluminación en claroscuro, mantener el enigma a todo
precio, los efectos de la realidad y la poesía de la realidad son otras tantas
características del cine negro que se aplican a la obra (con más razón porque fue
concebida para Patrice Chéreau y montada por él).

En cuanto a estas dos influencias posibles (la televisión y el cine negro, ¿se trata
de un proceso constitutivo de la obra dramática? No podemos llegar a tal
afirmación. Supondremos simplemente que Koltès se apoya en esas formas como
un deportista toma impulso en el suelo para alejarse de él lo más posible.

A veces este impulso es más directamente visible cuando el texto dramático hace
referencia a un medio de comunicación, incluso si es para distanciarse de él,
como sucede en Inventaires (Inventarios), de Philippe Minyana.(7) Tres mujeres
se enfrentan en un maratón radiofónico o televisivo; cuentan su vida para un
programa dirigido por dos animadores sin que nunca ellas se interrumpan. Sus
monólogos se graban pero se ignora si después esa materia verbal será objeto de
montaje, si se “editará” o se adaptará a las exigencias de la comunicación
radiofónica. Lo que escuchamos parece ser el documento en bruto, pero el
examen de su discurso indica más bien que Minyana ha rescrito
considerablemente sus monólogos grabados, aunque sea para limpiar la lengua de
sus repeticiones, sus silencios o sus incoherencias. El autor ha reorganizado,
concentrado, canalizado ese flujo verbal, no tanto en función de temas, de tópoi o
convenciones retóricas, de lugares comunes como de acuerdo con una partitura
casi musical por las asonancias, las repeticiones, las aceleraciones, los deslices,
las rupturas bruscas. La rescritura del documento en bruto para la escena ha
ritmado el discurso a su manera, que no es necesariamente la que exigía la radio,
mucho más preocupada por la rapidez, la ausencia de blancos, de respiraciones
musicales que por la palabra destinada a la actriz. En todo caso, recibimos esos
testimonios en forma de monólogos teatrales escritos en un estilo oral, sin
puntuación, pero con la necesidad de darles un ritmo. De este modo, somos
testigos de la dificultad para adaptar la palabra popular a las rudas leyes de los
medios de comunicación, tanto en lo que respecta a la velocidad como a las
normas de corrección, de estandarización del mensaje crudo, pero siempre
correcto. La radio obliga a las tres competidoras a confiarse sin reservas, pero sin
chocar o caer en la vulgaridad. El texto de la obra, corregido a la vez por las
necesidades de la radio y la escritura de Minyana, ofrece un valioso testimonio de
la influencia de la palabra radiofónica sobre la escritura dramática.

Influencia que por demás no es unilateral, pues por un viraje irónico, las tres
mujeres disfrutan tanto con develar su pasado y ver quién da más detalles íntimos
o picantes que los animadores deben interrumpirlas sin cesar para hacerlas callar
finalmente ofreciéndoles un pedazo de pastel. La escena y la transmisión
radiofónica directa, la improvisación y el histrionismo se inmiscuyen
alegremente en el marco bien establecido de la radio mediáticamente correcta.
Este contrataque inesperado ridiculiza un poco la radio, limita sus facultades y
torna relativos sus procedimientos. La oralidad popular y la elocuencia teatral
hacen fracasar la estandarización mediática, la obra se convierte en el terreno de
esa lucha simbólica entre textualidad y medialidad, una lucha que arbitra
magistralmente Minyana, cuya rescritura, su sentido lírico y rítmico, ofrece
resistencia a la invasión mediática al hacernos escuchar los últimos ecos de una
palabra popular.

Este tipo de enfrentamiento simbólico entre la palabra individual y los medios de


comunicación es frecuente en el teatro actual. Tiene que ver con los medios de
comunicación, en particular audiovisuales, y la escritura dramática, artesanal,
individual, que con frecuencia está acorralada, a la defensiva, y en ocasiones,
como en el caso de Minyana, dispuesta a pasar al contrataque. Pero el combate es
desigual; la escritura se cree única, personal, inviolable, mientras que ya ha sido
penetrada por el discurso del otro, invadida contra su voluntad por los medios de
comunicación y sus normas económicas y estilísticas.

Lo constatamos en una obra aparentemente alejada de toda influencia mediática


como Vous qui habitez le temps (Ustedes que habitan el tiempo) de Valère
Novarina. A la estandarización y a la repetitividad, Novarina opone una lengua
única por haber sido inventada, alejada de la norma, hablada por él únicamente –
¡y eso no es seguro!–, porque cuesta trabajo pensar que nos la traducirán al
lenguaje corriente... Una lengua tan extraña y familiar, compacta y ligera, que en
ella no reconocemos intriga, ni fábula, ni personaje con rasgos de carácter, ni
acción ni dramaturgia capaz de integrar todos los indicios del texto para dar la
ilusión de una ficción, de un sentido oculto, de una intención.

Tantas características en las antípodas de la comunicación eficaz de los medios


de comunicación de masas. En efecto, lejos de los intercambios psicológicos y
miméticos encontramos falsas réplicas, falsos diálogos donde los locutores se
contentan con enunciar afirmaciones, enumerar listas de palabras o de categorías:
nombres de meses, de semanas, de casos gramaticales. Esas enumeraciones
interminables sacan al oyente de sus casillas. Son otros tantos listings.(8) que
desafían a las computadoras, siempre proclives a escupir ese tipo de literatura.
Pero los listings novarianos son perversos, pues cada elemento tiene allí su
personalidad y se aparta de la norma propuesta: si nos remitimos a la “lista de
mis días sobrepasados en casa de los Desenrollados” o de los meses,
escucharemos las enormes variaciones y la extraordinaria originalidad de cada
palabra inventada. La propia idea de listing previsible, de programa determinado,
de catálogo exhaustivo que la computadora nos prepara en un santiamén es
totalmente ajena a la escritura de Novarina, quien utiliza la impresión de
repetición, de exhaustividad, de mecanismo para conjurar y parodiar la angustia
de una mediatización absoluta de la realidad y del lenguaje. La acumulación
novariana, la creación infinita de vocablos y de frases apenas legibles (aunque
evocadoras), la imposibilidad de hacerse la menor idea de lo que se narra en los
“diálogos”, todo esto forma parte de la misma actitud de reto, incluso de
despecho ante la realidad normada y simplificada del mundo de la comunicación.
A la acumulación de las informaciones de la computadora, el teatro de Novarina
responde de manera homeopática mediante el atesoramiento de invenciones
verbales, una reserva inagotable de significantes separados, al menos
provisionalmente, de sus significados. Su poesía es todo lo contrario a una
comunicación eficaz, a una cultura accesible, a una transacción rápida en
Internet. Es una contra-programación: lo que la lista tiene de mecánica, de
interminable, de neurótica, adquiere en él una dimensión lúdica, crítica, irónica.
Acepta el combate contra el enemigo anónimo e invasor: la máquina, la
computadora, el estereotipo del discurso político, la repetición. Para ofrecer una
mejor resistencia a la pesada máquina mediática ambiente, Novarina utiliza los
mismos procedimientos (repetición, sistematización, estandarización,
exageración), pero de manera irónica, incluso diciendo cosas graciosas sin perder
la seriedad, dándose el lujo de ir más lejos que los procedimientos de la
exageración épica y poética, tras haber neutralizado definitivamente las
estructuras discursivas, narrativas, actanciales (intriga, personaje, acción).

Del esquema de la cooperación textual del lector,(9) sólo queda la parte que
sobresale –la invención léxica y semántica, la música y la materia de las
palabras– y la parte más oculta, la filosofía implícita de la obra, en particular la
situación del hombre en el lenguaje, filosofía muy cercana al estructuralismo y a
la concepción de las palabras y las cosas, calcada de Foucault o Lacan. Si la
superficie poética del significante es desbordante y abierta, en cambio la filosofía
lingüística es particularmente explícita: “el hombre está en el orden de las
palabras, y no el mundo en el orden de las cosas”. Paradoja de esta respuesta a
los medios de comunicación: la forma poética es múltiple y tupida, el mensaje
ideológico es unívoco y casi simplista. Por ende, es conveniente “sondear la
superficie” textual, analizar primero y ante todo el significante poético. En lugar
de intriga y ficción, encontramos una serie de choques lingüísticos, invenciones
verbales, números brillantes como para una revista de music-hall o una opereta.
Sólo cuenta el virtuosismo de los intérpretes o las invenciones verbales, los
chistes del autor puestos en boca de los personajes que son otros tantos hallazgos
estilísticos. Se podría hablar al respecto, al igual que del significante en general,
de primeros planos sonoros (como los que se hacen en el cine y en la radio, más
que en la televisión). Esos primeros planos son “efectos de micrófono” que
amplían una propiedad del significante, que escrutan el más mínimo detalle
desplazado, que ponen de relieve el aspecto sonoro y auditivo de cada
deformación léxica, que vuelven extraña esta o aquella expresión familiar (o a la
inversa).
Novarina realiza sobre el texto lo que los instrumentos perfeccionados de la
tecnología (micrófono, enfoque, encadenamiento, ampliación, alejamiento,
collage, condensación) realizan diariamente y sin esfuerzo en la cadena de la
información continua. Se diría que innova, pero su lenguaje no da la espalda al
mundo inmediato de los medios de comunicación: se nutre de él, en vez de “mo-
nutrirse a la fuerza” –para retomar su fórmula–, recurre a los efectos más vistosos
de los medios de comunicación para reforzar la poética de su lengua y ofrecer
resistencia a todo tipo de recuperación por parte de los ingenieros informáticos.

Sin embargo, esa orgullosa respuesta de la escritura a los listings informáticos,


ese quedarse con la última palabra, ese efecto cómico de la acumulación
obstinada y delirante, ese placer de articular y escuchar palabras y frases carentes
de sentido inmediato u oculto, tienen su cuota de riesgo: el de divertir a los
espectadores con ese virtuosismo, pero también de estropear irremediablemente
el placer teatral porque no queda acción, ni ficción ni personaje al que aferrarse;
el riesgo sobre todo de matar al paciente con ese tratamiento homeopático de la
realidad ambiente mediática con una “cura de caballo”. Porque si la obra, como
la poesía en pequeñas dosis, es deliciosa y sutil, en una lectura continua o en una
representación de tres horas se vuelve pronto indigesta, incluso insoportable.

No se corre ese riesgo con la obra de Joël Jouanneau, cuyo


título, Allegria(Alegría), corresponde por completo a la impresión general de una
alegría de vivir y de tocar un instrumento, a pesar de las angustias de la creación
artística. Aquí vemos como Dimitri (Chostakovitch) da a su alumna Virginie su
última lección de violoncelo y crea, gracias a su intérprete, el último movimiento
de su sonata. ¿Hay que ejecutar o interpretar? El compositor da directivas
contradictorias: tras haberle ordenado tocar solamente las notas, sin interpretar, le
reprocha haberse limitado a ejecutar: “Usted se contenta con ejecutar, no
interpreta, el resultado es muy plano”. La alternativa entre ejecutar e interpretar,
técnica e inspiración, mecánica e invención, recubre la elección entre una vida
sin sorpresas, pero sin pasión ni creación, y una existencia abierta a la creación
pero también a todas las incertidumbres. El artista, el compositor al igual que el
intérprete, no debería contentarse con una técnica impecable, con una repetición
idéntica. El arte no se reproduce de manera mecánica, consiste precisamente en la
irrupción de lo inesperado en el seno de la repetición y la rutina. Esta irrupción es
la inspiración que da al maestro la última nota y la certeza de que la obra ha sido
terminada, que se debe separar de su demiurgo. Es, por último, el acontecimiento
imprevisto en la vida personal: el suicidio del abuelo querido, aquella mujer que
encontrara antaño en Córdoba, el niño abandonado a quien se dispone a recoger
para convertirlo en su próximo alumno.
¿Cómo salir de la repetición, del ensayo? ¿cómo escapar al dominio de la técnica
y de los medios de comunicación? La respuesta, evidentemente, no se nos da,
pero es audible en la forma en que se lanza el texto, cómo se distinguen las partes
acentuadas y los fragmentos menos centrados y más desarrollados. Por ejemplo,
el primer monólogo corto de Dimitri. Para echar a andar la máquina textual hay
que ritmar las frases, en particular poner de relieve las exclamaciones y la
escritura en dos tiempos: una afirmación y luego una explicación, un golpe y un
paso atrás, una afirmación y después una duda, un grito/una frase, un motivo/una
variación. Se trata pues de localizar los términos acentuados alrededor de los que
se organiza la argumentación y que son los siguientes: “una noche en blanco (...),
un niño (...), el progreso (...), banania (...), el sexto (...), la proximidad de las
vacaciones” (...).

La interpretación individual, al igual que la lectura ritmada, la decisión, la


creatividad, la irrupción del deseo ocurren siempre sobre el trasfondo de la
repetición-ensayo, de la programación de los medios de comunicación. Es cierto
que son dolorosas, como la vida y el amor, pero también constituyen un
mecanismo de defensa contra la mediatización y los estereotipos.

La escritura de Jouanneau, la alegría de crear a pesar de la adversidad, la rutina y


el temor a decepcionar está marcada por la irrupción del ritmo, de la entonación,
de la voz en las estructuras textuales, incluidas las del discurso, la intriga, la
fábula y la acción. Es la irrupción del cuerpo en una textualidad demasiado fija.

Pero ¿acaso no es metafórico hablar de estructuras textuales como si fueran


mecanismos y máquinas de producir sentido? Es evidente que hay que distinguir
esas estructuras textuales de los medios de comunicación cuya existencia exterior
es innegable y cuyo impacto sobre la escritura es de fácil demostración. Pero la
textualidad está también literalmente invadida y amenazada desde el exterior por
los medios de comunicación, que imponen su percepción del mundo y su manera
de narrar. Como los medios de comunicación no se contentan con poner la
carreta delante de los bueyes, transforman nuestra percepción del mundo, la
manera en la que distinguimos, sentir/ver/conocer/experimentar/llegar a ser, etc.
Esta percepción modificada pone al espectador (el usuario) sobre otras pistas y en
otros mundos diferentes de los del viejo mundo. Por eso comprendemos que los
autores estén siempre a la defensiva y que escriban contra los medios de
comunicación o al menos como una reacción contra ellos, hasta el punto de
replegarse a veces –como sucede con Koltès, Minyana, Jouanneau o Novarina–
en sus propios mecanismos autorreferenciales.

Pero ¿qué sucede si los medios de comunicación y las máquinas para comunicar
no son visibles, ni audibles, ni se pueden localizar en el mundo exterior, si no
dejan huella alguna en el cuerpo del texto, como si fueran un producto
estimulante que no se puede detectar? ¿Qué sucede si actúan en forma de píldora
o de antidepresivos? ¿Se sigue tratando de medios de comunicación cuando
absorbemos calmantes o estimulantes y nuestra percepción del mundo se halla
químicamente modificada? (“¿Me amas, cariño? –Espera, me estoy tomando el
medicamento”). Este es el tipo de pregunta que plantea la obra Via negativa (Vía
negativa), de Eugène Durif.

En esta obra, un grupo de intelectuales deprimidos, antiguos participantes en los


sucesos de mayo del 68, prueban en una clínica psiquiátrica diferentes
antidepresivos que la industria farmacéutica, representada por el director de
servicio y la “asesina”, desean lanzar al mercado. Los efectos de los
antidepresivos son variados e inesperados: neutralización, agresividad, delirio,
lamentos sobre el pasado, petición de amor, suicidio. El arte de Durif radica en
variar los estilos de la palabra de los pacientes en función de su obsesión y del
medicamento utilizado. De ahí las grandes variaciones de velocidad al hablar, de
concentración; cada escena presenta un punto de vista sobre la enfermedad y la
manera discursiva de tratarla. La conversación, el diálogo, la dialéctica, el
monólogo, la repetición machacona ya no bastan para calmar a los pacientes,
obsesionados como están por la obligación de comunicar, de definir su neurosis,
de encontrar su tratamiento, de situarse en el universo de la publicidad, de la
información y del debate político. Las maneras de hablar corresponden a los
discursos estereotipados del marxismo, del psicoanálisis lacaniano, de la
publicidad, y hasta de la industria farmacéutica.

La estructura discursiva y narrativa, es decir, la manera de encadenar las ideas y


de narrar los acontecimientos, toma mucho del relato fílmico clásico. La
“cámara” nos conduce cómodamente de un lugar a otro, nos mantiene muy cerca
del suceso evocado, multiplica las perspectivas sobre los personajes, sin darle
nunca la preferencia a una en particular, dando una impresión de polifonía y, en
el detalle, de contrastes o efectos de diálogo. Esa mirada del relato fílmico –que
es la del “gran imaginero” (Laffay)–, de la organización del sentido, cambia sin
cesar de objeto y de escala visual y sonora. El montaje da cuenta de los contrastes
de una secuencia a la otra, pero vincula los planos dispersos que garantizan una
continuidad en el diálogo. Cada secuencia corta se parece a un fragmento de un
video de vigilancia que graba y almacena las quejas de los pacientes en sus más
mínimas reacciones. Los espectadores están como situados en altura, controlando
los monitores para seguir el experimento a distancia.
En el ejemplo de Vía negativa, como en el resto, de manera general, los medios
de comunicación (audiovisual, informático, telefónico) mientras más cerca están
de nuestras vidas, son más insidiosos y penetran en ellas sin avisar,
transformando nuestra percepción del mundo sin que nos demos cuenta: estados
modificados de conciencia que nos transforman a falta de transformar al mundo.
El medio que mejor forma cuerpo con nosotros es el neuroléptico o la droga,
pues cuando hace efecto abandona su condición de objeto externo, de cuerpo
extraño, para asimilarse a nuestro cuerpo. Pero esta metáfora literal de la
asimilación es válida también para la relación de los “verdaderos” medios de
comunicación con los textos dramáticos. En efecto, los medios de comunicación
entran en contacto con los textos dramáticos por intermedio de cuerpos, tanto el
del autor que escribe y siente como el de los personajes que sufren y gozan, con
los que se identifican los lectores o los espectadores. De este modo, la influencia
del medio de comunicación sobre el texto pasa necesariamente por un cuerpo
intermedio que hay que descubrir cada vez.

En la soledad de los campos de algodón: el cuerpo se busca en el otro, semejante


y diferente, apunta al conflicto, se golpea a sí mismo creyendo golpear al otro.

Inventarios: el cuerpo humillado, sufrido pero irreprimible, es el de la madre,


cuerpo mancillado por la palabra “radio-activa”, pero lavado y vengado por la
escritura filial.

Ustedes que habitan el tiempo: El cuerpo no sólo es materia, está habitado sobre
todo por el lenguaje, de ahí la dificultad de materializarlo y la tendencia a
olvidarlo en provecho del lenguaje: “el cuerpo no es la tumba de las palabras:
sólo la palabra es la prisión del yo”.

Alegría: el cuerpo excesivo del artista se proyecta en su obra, se prolonga en la


interpretación del alumno, renace de las angustias de la creación.

Vía negativa: el cuerpo sometido tanto a la depresión como a los antidepresivos


es incapaz de gozar y pensar. Cuerpo de lo impensado más que de lo impensable,
dice adiós a todo pensamiento subversivo.

¿Acaso es casualidad? Constatamos en estos cinco ejemplos, de 1987 a 1996, una


constante interiorización y miniaturización de la máquina mediática:

Koltès y el cine negro recurren a la gran retórica textual (neoclásica) y fílmica


(Hollywood).

Minyana trata de “recuperar” de manera crítica y literaria el medio radiofónico,


medio de comunicación eficaz pero poco evolucionado.

Novarina da una versión antihumanista, desafía la computadora y sus listings,


pero se deja fascinar por ellas.

Jouanneau cree todavía en la liberación por medio del arte: su himno a la


creatividad es un ensayo para sólo ver los instrumentos y los cuerpos, y los
instrumentos como cuerpos, a imagen de ese violoncelo con formas femeninas.

Durif vuelve biológico el medio de comunicación y el debate político sobre la


alienación.

En todo caso, la lucha causa estragos entre los medios audiovisuales e


informáticos por una parte, y los medios literarios y humanos por la otra.

Volviendo al ejemplo de Zulu Time, constatamos la paradoja de los medios de


comunicación confrontados con el hecho teatral y los textos dramáticos. En la
representación teatral, los medios de comunicación no se disuelven, siguen
siendo un cuerpo extraño. En cambio, en el texto dramático se disuelven, se
funden en el paisaje, no se les puede reconocer, se asimilan a la carne y a la
sangre de los textos. Sólo la escritura, abierta a la intertextualidad y a la
intermedialidad, tiene la facultad de absorber los choques mediáticos, de
convertirlos en una materia textual donde las influencias, las estructuras
intermediáticas se exhibirán resueltamente, refundidas en una escritura que en la
actualidad depende más de la intermedialidad que de la intertextualidad.

Esta recuperación de los medios de comunicación por la escritura no significa


una “rehumanización”, una “rencarnación”, es decir, un retorno a los conceptos
humanistas de identidad, centro, sujeto, expresividad, contextualización o
propiedad. Constatamos en los cinco textos un mismo reflejo cultural humanista,
un movimiento de protesta contra la alienación, el robo de la palabra individual,
la mecanización. Estos cinco autores están a la defensiva: la escritura los ayuda a
abstraerse del dominio de los medios de comunicación. Unifica lo que estaba
disperso: los lugares, los momentos, las acciones; torna homogéneas las
impresiones dispersas.

No obstante, aunque los textos dramáticos contemporáneos lo quieran o no, están


muy perturbados, de manera consciente o inconsciente, por los medios de
comunicación, y a veces hasta están constituidos por ellos. Son el producto de
nuestra época, en particular de nuestra época mediática. Y sin embargo, esos
textos no corren tras los medios de comunicación: ¡conservan su orgullo!
A pesar de su tentativa (¿de sus ganas?) de alejarse del mundo mediático, los
textos dramáticos contemporáneos están afectados por los medios de
comunicación en su propia constitución y presencia. Esos textos presentan varios
tipos de reacción ante esos medios, que son igualmente métodos para acabar con
los medios de comunicación y las máquinas:

1. Una actitud tensa de sobrepuja de la escritura frente a los medios de


comunicación, una respuesta de desafío ante la búsqueda de autenticidad:
Novarina adopta procedimientos de listing o de transformación sistemática,
procedimientos corrientes en informática, pero que aplicados a la lengua poética
resultan ser radicales y agotadores.

2. Un tratamiento ligeramente irónico, una burla que va contra la eficacia del


mensaje electrónico: el dealer y el cliente de En la soledad... utilizan una retórica
extraordinariamente complicada para decirse que no tienen nada que
intercambiar, salvo el gusto de la palabra.

3. Una problematización de la contradicción entre los medios de comunicación


o la técnica, considerados repetitivos, y la inspiración vocal o corporal como
garante de la autenticidad. Alegría celebra el arte de la interpretación como
medio para escapar a la rutina.

4. Un intento por aceptar el desafío y el combate con el mundo real, pero con
desconfianza hacia el diálogo y la lógica binaria: Koltès y Durif sólo creen en la
forma negativa de la dialéctica.

La irrupción de los medios de comunicación en el texto dramático, su rechazo y


luego su asimilación, aceleran y acentúan la crisis de la representación en la
puesta en escena. Esta ya no es tanto visual, espectacular, óptica como vocal,
gestual, kinésica. La ritmización de los textos dramáticos modifica
profundamente su textura y sentido. La puesta en escena como monumento
sólido (como monumento a los muertos) se fisura y desmigaja; termina por
refugiarse en la voz, el ritmo, el gesto vocal, la presencia evanescente y vital del
actor.

De ello resulta la necesidad imperiosa, el deseo ardiente de una nueva alianza


entre el texto y el cuerpo, y por consiguiente otro tipo de puesta en escena y de
práctica teatral. La escritura tampoco debe temer a exponerse al furor del mundo
y de los medios de comunicación.

La mediatización no debe ser considerada como el diablo absoluto, sino como


uno de los componentes de las mediaciones entre los textos y los seres humanos,
al lado de las estructuras, las formas, las retóricas, los juegos de palabras, las
seducciones artesanales (¡mucho más eficaces, por lo demás!). El texto dramático
es el punto de partida para otra teatralidad, una teatralización más sutil, una
puesta en escena más móvil. La textualidad se abre a la intermedialidad y
convierte la puesta en escena en el origen y la finalidad del sentido virtual y
estético de las obras.

Traducción del francés Miryam López Suárez

1 Este artículo fue escrito para la conferencia “Ästhetik der Inszenierung”, en la


Ópera de Francfort, del 22 al 26 de marzo de 2000. La versión original en alemán
apareció en Ästhetik der Inszenierung, Suhrkamp 2001.

2 Retomamos el título del libro de André Veinstein: La mise en scène et sa


condition esthétique, Flamarion, París, 1955.

3 En español en el original (N. de la T.)

4 Cf. Jürgen E. Müller: Intermedialität, Münster, Nodus Publikationen, 1996.

5 Bernard-Marie Koltès: Dans la solitude des champs de coton, París, Editions de


Minuit, 1986; Philippe Minyana: Inventaires (1987), Editions Théâtrales, París,
1993; Valère Novarina: Vous qui habitez le temps, P.O.L., París, 1989; Joël
Jouanneau: Allegria Opus 147, Actes Sud Papiers, París, 1994; Eugène
Durif, Via negativa, Actes Sud Papiers, París, 1996.

6 Patrice Pavis: “La coopération textuelle du spectateur”, Théâtre Public, marzo-


abril 2000, n. 152.

7 Cf. Patrice Pavis: “Sous bénéfice d’inventaires: l’écriture retorse de Philippe


Minyana”, Philippe Minyana ou la parole visible, bajo la dirección de Michel
Corvin, Editions Théâtrales, París, 2000, pp. 39-56.

8 En inglés en el original (N. de la T.)

9 Cf. nota 5, p. 44

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