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Introducción al
Derecho de los
Pueblos Indígenas
Primera edición
1,000 ejemplares
Lima, Perú, diciembre 2002
A Julián
César Vallejo
4 Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas
Francisco Ballón Aguirre 5
Índice
Página
Presentación 7
Prólogo 9
Epílogo 129
Notas 131
Bibliografía 135
Francisco Ballón Aguirre 7
Presentación
Prólogo
Posiblemente sea ese el sentido final de estas páginas, devolver el texto a sus
verdaderos autores. Recuerdo a la familia de Daniel Charete que ha defendido con
la vida de sus hijos, las migajas de tierra que el elefante estatal les tituló. A pesar
de nuestra distancia, bien se podría decir que el libro es de ellos y de otros que como
ellos, están -en este momento- luchando por su causa con entereza y orgullo.
quienes en varias ocasiones pensamos estos asuntos y sin proponérselo -¿o tal vez
sí?- me incentivaron a continuar esta reflexión.
Una buena parte de las ideas de este texto, se gestaron en las reuniones
promovidas por el Instituto Interamericano de Derechos Humanos, entre los años
1988, 1992 y 1993 que originaron como resultado el documento colectivo titulado
«Los Derechos de los Pueblos Indígenas. Documento para discusión», impreso en
Costa Rica el año 1992 pero muy poco difundido. Refieren, además, a los escritos,
“De la Comunidad Cultural a la Comunidad Política: El Derecho de los Pueblos a
Existir” presentado en el “I Curso Especializado en Derechos Humanos de la
Región Andina”, en Bogotá, Colombia, en octubre del año 1993. Igualmente, a “El
derecho de los pueblos indígenas y el derecho del Estado”, elaborado para el
“Seminario Latinoamericano sobre Derecho Constitucional Indígena”, el año 1995.
Además, a los “Pueblos Indígenas: en vano y en serio” publicado en Cuadernos
Andinos, en Lima, el año 1999. No obstante, la construcción central del contenido
de este libro es totalmente nueva.
Las preguntas sobre los derechos de los pueblos indígenas (¿derechos cultu-
rales?, ¿derechos de minorías?, ¿derechos étnicos?, ¿derechos raciales?) suelen
contestarse de modo que las premisas en las que se apoyan sus argumentos
quedan sin explicación. Ideas respecto a la cultura, a las etnias, a las razas, a las
minorías etc. se acomodan silenciosamente en los escritos y discursos, tal como
si de ellas se desprendieran nociones neutrales, “naturales”, un orden de ideas
plenamente sintonizado. Nada más equivocado y contraproducente al desarrollo
de la teoría jurídica del derecho que la mezcolanza temática a gusto del expositor.
nicas. Para quienes así piensan, no hay realidad indígena alguna que los motive
a ver más allá de las narices de un Perú “mestizo” pleno de homogeneidad.
Tal vez alguien imagine que el derecho de los pueblos indígenas es una suerte
de regreso al Tawantinsuyo, o el establecimiento de privilegios racistas, o la
división del Perú en cantones... una multitud de temores, medias verdades, an-
tipatías, intereses, ignorancia, creencias políticas, racismo y “sentido común”
afiebran las objeciones contra el derecho indígena. En su provincialismo concep-
tual, no pueden explicarse el por qué la ONU o la República Federal de Argentina
o Noruega, los consideran en su legislación. Precisamente, por que la resistencia
tiene mucho de irracional, es que remover los prejuicios resulta una tarea ardua
que requiere repasar -con un grado de paciencia- los muy diversos asuntos que,
para bien o para mal, se hallan involucrados.
Alegar entonces “derechos” para los pueblos víctimas del exterminio es irrele-
vante, extemporáneo, inconducente. Es sobre todo una empresa inútil para los
pueblos indígenas que han dejado de existir por razones jamás inocentes y que
Francisco Ballón Aguirre 13
ningún “derecho” podrá reponer. Pero para los pueblos sobrevivientes, pueblos
velados, hechos “invisibles” a la fuerza y condenados a vestir las hopalandas
jurídicas que la piedad del Estado paternal les proporciona, el reconocimiento de
su identidad en cuanto colectividad circunscrita, es la condición misma de su
afirmación en la globalización. Esta es la conditio sine qua non de la que pende la
vigencia misma del derecho indígena. Las cifras son aterradoras. Según todas las
tesis la población indígena al momento del «descubrimiento» era de varios millo-
nes. Sea cual fuera la cifra exacta, la magnitud de los hechos es sobrecogedora pues
pueblos indígenas completos desaparecieron para siempre. Por ejemplo en el Perú,
se ha calculado que a la llegada de Pizarro, una población de unos 15 millones de
habitantes para el Tawantinsuyo y el estudioso Markham, en 1864, publicó una
relación de nombres de «tribus» selváticas del Perú y daba por extinguidas a 20. En
Brasil, según datos de D. Rybeyro, a principios de siglo existían 200 grupos indí-
genas amazónicos que, en 1957, llegaban apenas a unos 87 pueblos1/.
Ante esos datos, ¿de qué sirven las elevadas teorías y los vocingleros derechos
cuando pareciera que la naturaleza de las normas fuera su constante violación?
¿De qué le sirve su título de propiedad a la comunidad Centro Tsomabeni, a orillas
del río Ene, cuando su territorio ha sido invadido a vista y paciencia de todas las
autoridades y de todos los reclamos y protestas elevados? ¿Esos títulos, esa
propiedad, esos pomposos textos devolverán la vida a los miembros de la familia
Charete que lucharon a solas en defensa de sus tierras? Si los estándares de
vigencia de las normas jurídicas varían en función de las personas y las localida-
des, ¿qué pueden esperar los indígenas del Estado? ¿Acaso la historia de la
burocracia registra que algún funcionario haya sido removido, amonestado, san-
cionado, señalado o responsabilizado por una sola partícula de la montaña de
derechos nativos violados? Ese mismo Estado que reclama para sí ser la única
fuente de derechos, promueve, consiente o tolera la violación permanente de las
“normas jurídicas” por él mismo establecidas. Por ello, no nos adormece ninguna
candorosa relación con un “derecho” tantas veces reeditado en lujosas compila-
ciones y, sin embargo, permanentemente incumplido, manipulado, retaceado,
olvidado y pisoteado cuando debió tomarse acción para que los más humildes
ciudadanos recibieran lo que en los escritos les corresponde. Pese a todo, no es
iluso de nuestra parte hablar del derecho de los pueblos indígenas. Ni nos resulta
contradictorio pensar que el estado de derecho debe alcanzar absolutamente a
todos para que todos alcancemos nuestro derecho. Cuando los derechos dejen de
ser el privilegio práctico de algunos, entonces empezará el imperio de la justicia
social igualitaria. A esa soberanía del derecho integral, como un camino posible
para los peruanos indígenas o no, en el siglo 21, corresponde ante todo el derecho
14 Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas
En ese orden de ideas, la raíz de los derechos indígenas -y por ende de las
resistencias en su contra- es que sus derechos están legitimados en virtud de su
condición de pueblos sobrevivientes al colonialismo. Pero esa sobre vivencia his-
tórica o social, empata con la teoría jurídica que definió a los pueblos como los
generadores del Derecho y que originó los movimientos de emancipación colonial
de América. Al darse el paso del mundo del derecho divino de los reyes, al mundo
del derecho de los pueblos, únicamente era posible negar los derechos indígenas
sea “incluyéndolos” en el “pueblo” en general (el pueblo peruano), o desconocien-
do su existencia. La República se construye sobre un derecho fundamentalmente
laico que se debe al pueblo. De manera que los atributos jurídicos modernos, no
los tiene el Estado por serlo sino por “recibirlos” del pueblo y actuar en su repre-
sentación. Es decir, que los derechos de todos los pueblos (y también de los pueblos
indígenas) derivan de un status jurídico único y trascendental en la teoría del
Derecho: del hecho político y social que concluyó con los imperios de ultramar y
los dilatados efectos del colonialismo. Tal posición jurídica es tan altamente pri-
vilegiada que el Estado la considera un peligro para su dominio cuando en su
territorio la palabra “pueblo” abarca algo más que a un pueblo (el peruano en
nuestro caso). Pero si hipotéticamente, el derecho a existir les fuera cabal y ple-
namente admitido a los pueblos indígenas peruanos, los proveería de atribuciones
y deberes específicos que únicamente ellos pueden ejercer.
les resulta contradictorio con una de sus características actuales como pueblos,
cual es, la de admitirse como parte del pueblo peruano que en un mismo territorio,
comparte una Nación, un sistema jurídico y buena porción de la misma cultura.
Además de que los indígenas comparten una amplia gama de valores culturales
en común con el resto de sus con-nacionales a despecho del culturalismo tan
proclive a ver toda expresión cultural como ejemplo de una diferencia radical. Que
el Estado niegue esa realidad o que esa Nación se presente con visos etnocéntricos,
no cambia el doble contenido moderno de la dinámica actual de los pueblos
indígenas; ellos son tanto indígenas como peruanos.
Pero en el Estado subyace otro temor mucho menos doctrinario contra los
derechos de los pueblos indígenas. Proviene de la mala conciencia del despojo y
la arbitrariedad con la que se ha actuado contra ellos, precisamente a pesar y
contra las propias normas formalmente construidas y publicitadas “en favor” de
los indígenas. En este caso, la certeza de que la ley es letra muerta no inmuta a los
operadores del derecho pese a que, por ejemplo, todavía varias comunidades espe-
ran se aplique los preceptos de una norma constitucional de los años veinte del siglo
18 Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas
pasado que los declara propietarios de sus posesiones. La otra barrera formidable
la constituye el conjunto de los intereses económicos privados que abarcan desde
las intocables empresas mineras y petroleras, las forestales (con “sus” ingenieros
bien dispuestos en el aparato gubernamental), los invasores (¿colonizadores?) de
toda laya, hasta los narcotraficantes con todas sus ramas y raíces.
del derecho personal de los indígenas a ser tratados como parte de un pueblo
legalmente reconocido, el trato racista contra ellos, la discriminación escolar por
razones de idioma, su ubicación laboral y salarial desprotegida... se presentan
simultáneamente. Pero son asuntos de carácter jurídico distintos. Esas dimen-
siones pueden ser diferenciadas en razón del derecho y del sujeto interdictado.
Es decir, pueden analizarse según la naturaleza de la violación y la condición
peculiar del sujeto o los sujetos afectados. La peculiaridad del derecho concul-
cado en el caso indígena, es que se cuestiona su derecho a existir como pueblo,
jurídicamente considerado. El derecho a ser pueblos no corresponde, insistimos,
a conglomerados étnicos o, grupos raciales, o géneros, o personas, o corporacio-
nes, o minorías étnicas, o “poblaciones”, o “comunidades”, o “culturas”, o a
gentes que hablan algún idioma “nativo”, incaico o preincaico... El derecho a
existir como pueblos jurídicos es un atributo exclusivo de ellos.
Exponiendo la cuestión desde la otra orilla, podemos decir que otros grupos
sociales también son discriminados como ellos -los indígenas- por razones racia-
les, culturales, étnicas, de género, etc. en contraste, esos sectores no pueden ser
violentados en los derechos como pueblos, pues no lo son. Es decir, lo que tipifica
la dominación sobre los pueblos indígenas es el carácter preciso y único del
derecho conculcado. Esa condición, esa personalidad que origina un ego jurídico
peculiar es el ser un pueblo desde antes de la conquista y por ello mismo, les
corresponden a los sujetos y a sus conjuntos, derechos de muy alta significación
política. Derechos suspendidos por razón del colonialismo. Quizá convenga enfa-
tizarlo, son derechos que no corresponden por razón de género, de cultura, de raza,
de dimensión demográfica, de origen individual, de condición étnica, sino por
tratarse de pueblos así tipificados por los derechos humanos, el derecho nacional
e internacional y la doctrina jurídica. Pueblos que existen en el territorio peruano
desde época inmemorial, con una identidad, una práctica cultural y se auto-
reconocen como tales. Este es el perfil decisivo del derecho a existir de los pueblos
indígenas peruanos.
Para explicar este punto de vista, uno de los temas que abordaremos es el
referido a los derechos que nacen de la dimensión cultural que tiene el país (defi-
nida como pluri-culturalidad), así como el que se origina de la variedad étnica
peruana (considerada como multi-etnicidad). Notará el lector que no existe cuerpo
normativo alguno en el Perú que precise qué debemos entender por tales categorías.
Afirmar que la sociedad peruana es multicultural y pluriétnica, como si tales
denominaciones nos condujeran ante la presencia de pueblos indígenas o peor
todavía -supusieran mágicamente- la admisión de la existencia de derechos para
los pueblos indígenas, es un error. Esta apreciación etno-culturalista, con gran
influencia antropológica, será abordada críticamente como lo será también la ter-
cera dimensión que se cuela rápida y profusamente dentro de la temática indígena:
la composición racial (virtual o efectiva) de nuestra sociedad. Esta es ciertamente
la perspectiva más extendida y más difícil de centrar en cualquier debate sobre
derechos indígenas, tan variados son sus expositores como insólitos sus voceros.
que, tendrá poco o nada de indígena 3/; (4) en el Perú subsisten las consecuencias
de una discriminación blanca racista sobre los indígenas como consecuencia
histórica del gamonalismo y el sistema de haciendas; (5) en el Perú hay un con-
junto de personas biológicamente distintas, entre ellas los negros y los indígenas
que no cuentan con peso alguno en la estructura política; (6) los afro-peruanos y
los indígenas son discriminados por su raza (los discriminantes son, mas o menos
“blancos”, o “blancos” socio-económicamente definidos) y la situación es idéntica
para ambos grupos humanos; (7) los peruanos “somos todos indios”, entonces el
“país es indio” y no debe hacerse diferencia alguna entre peruanos que simple-
mente provienen o de la amazonía, o de la costa, o de la sierra.
Las ideas que exponemos en este texto contradicen el lugar que tradicional-
mente se le asigna a la autodeterminación y la condicionan al derecho a existir.
Al situar a la autodeterminación política como un asunto no crucial, se liquida la
Francisco Ballón Aguirre 25
Pero, además, esa distorsión resulta siendo una formidable trampa al desarro-
llo económico nacional al desequilibrar, malévolamente, el mercado: los pueblos
indígenas peruanos sin derechos y sus expresiones culturales como sinónimo de
atraso, de ignorancia, de incapacidad o de “error”... conlleva la contrapartida de
integración, adelanto, conocimientos, certeza y verdad del otro lado. Desequilibra-
dos los actores por tal balanza y sus pesas, el resultado económico deprecia a unos
y sobrevalora a otros, no en función de los bienes o servicios realizados, sino por
su pertenencia a un pueblo sin derechos o a una población privilegiada. Cuando
este desequilibrio actúa en el mercado, el menos-precio se hace “natural”, “lógico”,
“evidente”, otorgado por gracia divina del etnocentrismo y por la “naturaleza” de
las transacciones. Esta configuración inequitativa de las sociedades formadas por
varios pueblos indígenas, con condiciones pluriétnicas y con aportes culturales
diversos, en lugar de ser una ventaja se torna en una traba al mercado y a la
democracia. La negación de los pueblos en favor a presentar una sociedad formal-
mente homogénea, tiene un efecto desequilibrante en la economía real de las
personas, en su acceso cotidiano a los bienes, en la disposición de su trabajo, en
el asiento en el micro... la diferencia se expresa luego, al contratar, al comprar o
vender, al emplear el servicio doméstico. No pudiendo escapar a la realidad circun-
dante todos operamos en ella sin neutralidad posible. El ancla, el atraso propia-
mente dicho está en el Estado, en el derecho y en la política que lo consiente y
alimenta, no en los pueblos ni en las culturas.
como un capital de los pueblos, como una riqueza tangible y, en muchos casos,
sorprendentemente cuantificable. La cultura es sinónima de riqueza no meramen-
te simbólica, retórica o de romántica contemplación; es también posibilidad y acto
económico, hecho tangible de los pueblos para lograr el (nuestro) desarrollo. La
cultura debe tratarse como un valor, como un capital de los pueblos vinculada a
su expresión jurídica.
2. Los antecedentes:
la tesis del agotamiento, de la
representación y la peruanidad
de los pueblos indígenas
En este capítulo trataremos sobre las dos grandes tesis respecto a la perdu-
ración o no de los derechos de los pueblos indígenas en el Perú moderno. Una
de ellas es la tesis del “agotamiento” y la otra es de la “representación”. Ambas
refieren a la misma cuestión, cual es, la manera en que esos derechos transitan
o no, del Estado Colonial al Estado Republicano. Evidentemente, nos referimos
al tránsito jurídico y no directamente a la condición sociológica de esos pueblos
en la actualidad.
Con la Independencia surge una trama jurídico-política para la cual todos los
pueblos indígenas pertenecerían, sin especificidades, al mismo “pueblo peruano”
que englobaba a todos los con-nacionales. Esta se sostiene como una condición de
soberanía del Estado peruano sobre el territorio que reclama como suyo: son
inadmisibles dos “imperios” jurídicos superpuestos. Esta contradicción entre pueblo
peruano y pueblos indígenas, y entre Estado peruano y pueblos indígenas perua-
nos, la trataremos con detalle en páginas posteriores.
Las ideas de Guamán Poma representan el equilibrio frágil entre sus intereses
por recuperar sus tierras en un orden injusto sin quebrar completamente con él.
No obstante, su propuesta responde a esa estrategia peculiar de quienes no se
sentían representados por las generaciones -relativamente recientes para su épo-
ca- que perdieron el imperio incaico, pero debe “emparentar” con ellos a la bús-
queda de su derecho. Podría haberse limitado a sus tierras locales pero sobrepa-
sando esa “propiedad” cuestiona el sentido de toda la conquista.
Esos pueblos indígenas fueron despojados ¿en virtud de qué sortilegio?, ¿la
elaboración encantada de un mapa?, ¿la afirmación literaria y jurídica de su
salvajismo?, ¿algún proceso judicial sobre el caucho o los límites con Colombia?,
¿el trazo municipal de una ciudad-constitución?, ¿la incuestionable colonización
de todos los días?... ¿Dónde se escribió el orden “jurídico” de la expoliación?
Consideremos ahora las dos tesis centrales en contra de los derechos de los
pueblos indígenas en la República. Tengamos presentes los matices de la realidad
que morigera las cuatro variantes que hemos presentado de la situación de los
pueblos indígenas en el Perú. Con ese telón de fondo podemos retomar las pregun-
Francisco Ballón Aguirre 35
tas: ¿qué suerte corrieron sus derechos con el nacimiento de la República?, ¿con-
cluyeron para todos ellos?, ¿se transformaron o sufrieron una metamorfosis de
mariposa jurídica a gusano proscrito? Las alternativas para contestar estas pre-
guntas son únicamente dos: la primera sostiene que mediante la Emancipación
se reivindicaron políticamente a todos los pueblos peruanos (incluidos los indíge-
nas) de manera que, desaparecieron sus derechos originarios pues se “traslada-
ron” al mismo formato del sistema jurídico nacional. Es decir, los pueblos indíge-
nas dejaron de ser pueblos en el sentido jurídico y sus derechos se cristalizaron
en los mismos hornos de toda la población peruana. Toda soberanía pasó al
Estado-Nación. Entonces, las normas indigenistas son todo lo que esas poblacio-
nes tienen como derechos. Los “pueblos” pudieran existir como hecho social pero
dejaron de serlo como realidad jurídica. Esta es la tesis del agotamiento.
La segunda tesis enfatiza que los derechos de los pueblos indígenas, como
los pueblos mismos, no desaparecieron con la Independencia, tal suceso sería
un contra sentido respecto a la naturaleza misma de esa epopeya. En realidad
-se sostiene- los derechos indígenas fueron trasladados al sistema jurídico na-
cional, el cual los alude a través de sus disposiciones. En consecuencia, el
derecho de los pueblos indígenas es también, en esta segunda eventualidad, el
derecho adscrito a los modos en que el Estado lo dicta. Esta es la tesis de la
representación.
Pero la tesis del agotamiento tendría que explicarnos en qué medida el nuevo
orden jurídico estatal cancela los derechos de los pueblos indígenas existentes
desde antes que el Estado peruano lo fuera. Para sostener tal afirmación, se
requeriría desmontar toda la teoría jurídica nacional e internacional que se basa
en la soberanía jurídica básica del pueblo. Asunto que organiza la representación
y el carácter de la democracia moderna y que, desde y por las revoluciones nor-
teamericana y francesa, inspiraron todas las tesis de la Independencia. Frecuen-
temente, el “agotamiento” se presenta como una afirmación implícita en el hecho
político-jurídico de la Emancipación peruana. Para que esta tesis fuera válida
debería probarnos que los derechos de los pueblos concluyen por determinados
actos políticos o jurídicos que crean o reconfiguran a los Estados. Lo cual supon-
dría negar su propio sentido ideológico -que el pueblo genera el derecho- soste-
niendo que el pueblo indígena o no genera derechos o que los indígenas no son
un pueblo. Esta cuestión es la que, entrelíneas, persiste en el imaginario y en la
constitucionalidad peruana.
jurídico que está por fuera del sistema nacional. Un estatuto constitutivo de su
propia condición de Nación. En tal caso, deben seguir una vía distinta a la del
derecho nacional y proponer su propia constitución. Esa Constitución sería la base
de su secesión política. Esa secesión ya no le corresponde al derecho resolverla
sino a la política.
Siendo el objetivo que buscamos el lograr que el lector forme su propio juicio,
es necesario describir las consecuencias prácticas que acarrea -a la configuración
del Estado y la Nación peruana- la incorporación sistémica de los derechos de los
pueblos indígenas, antes que detenernos en los alambiques retóricos de cada una
de las tesis consideradas de modo abstracto.
En efecto, con suma frecuencia se considera que los derechos de los pueblos
indígenas son obvios o se circunscriben a los dispositivos legales formulados
desde los aparatos de Estado. De modo que, para referirnos a la existencia o no de
una atribución jurídica, debemos acudir a un dispositivo legal formal -sea Cons-
titución, Ley, Decreto o cualquiera otra de sus expresiones-. Esos dispositivos se
encuentran al interior de un sistema y en la medida que forman parte de él, de sus
presupuestos y condiciones, son -precisamente- normas de derecho. Toda norma
que no se ajuste a estas pautas de origen, no es una norma jurídica. De manera
que, todo “derecho” -se dice- queda “atrapado” en esas estructuras de producción
formal. Tal concepción positiva puede colisionar con los presupuestos del derecho
de los pueblos y los derechos humanos en general pues no dependen -para su
validez- del ser incorporados (o no) en el sistema jurídico nacional. De hecho, la
abolición formal del derecho de los pueblos, no supone la desaparición o el ago-
tamiento del derecho. Supone una inacción, una injusticia si se prefiere, pero ese
“derecho” no pierde su base o su razón de existencia. Tal es la fuerza del derecho
de los pueblos y de los derechos humanos en general. No dependen de una
estructura legislativa que los sostenga sino de condiciones que generan el sistema
y que, en buena cuenta, lo legitiman: un sistema acorde a los derechos de los
pueblos y los derechos humanos, tiene una validez intrínseca con la que no
cuentan -necesariamente- los sistemas formales. La idea de una jurisdicción penal
internacional y de la persecución global de ciertas conductas universalmente cuestio-
nadas, se apoya -precisamente- en la universalidad de los derechos humanos.
Cuando analizamos los derechos indígenas con una visión formalista, resul-
tan “contenidos” en las disposiciones de la Constitución y las leyes de “comuni-
Francisco Ballón Aguirre 41
3. La comunidad, sujeto
del derecho indigenista
Reducido todo derecho a la expresión positiva del nuevo orden, los pueblos
indígenas, como una juridicidad propia se invisibilizan bajo una montaña de
normas estatales. No obstante, el derecho interno -entre indígenas- se mantuvo
en muchos aspectos y formó aquella masa normativa comúnmente llamada
“derecho consuetudinario”.
Como sabemos, desde el punto de vista del antiguo derecho de todos los
pueblos indígenas en el amplio territorio peruano, pueden considerar que la
derrota Inca resultó un suceso fatal para su legitimidad jurídica. La Colonia
jurídico-política, ¿supone la resolución final o el aplazamiento temporal de la
vigencia del derecho de los pueblos? Como ya nos hemos preguntado, los mo-
vimientos indígenas de resistencia, ¿tenían o no legitimidad jurídica propia? Si
Francisco Ballón Aguirre 45
alguno de ellos hubiera triunfado ¿seria puesta en duda la justicia de esa causa,
su legalidad, su legitimidad? Si ello hubiera ocurrido -como estuvo a punto de
suceder- en el sitio del Cusco, ¿dudaríamos de la legitimidad Inca para rechazar
la invasión o instaurar una monarquía? Y tratándose de pueblos enemigos o
distantes del al imperio incaico, ¿se les aplica la misma medida jurídica? Los
pueblos aliados de los españoles, los huanca principalmente, ¿acabaron sus
derechos con la Independencia? Aquellos otros que aún hoy en día se esfuerzan
por mantener su aislamiento, por reafirmar su derecho a no ser perturbados,
ejercer su autonomía plenamente sin querer constituirse en un nuevo Estado,
sin necesidad de autodeterminarse en el sentido de una secesión política, ¿tam-
bién ellos perdieron sus derechos con la derrota del Cusco?. En buena cuenta,
el efecto jurídico de la supremacía del derecho estatal colonial por sobre cual-
quier otro derecho, se proyecta más allá de los sucesos violentos de carácter
militar y de los protagonistas directos: los españoles, sus aliados y los incas. La
fuerza y la guerra se hacen, en este sentido, prescindibles. En el futuro bastará
revisar la “frontera geográfico-ideológica del Virreynato” (el espacio donde el
Estado se hace temer dirían los clásicos) para saber que allí hay un derecho único
y una única maquinaria para su producción.
Como tenía que suceder para que el nuevo orden operara, el entramado jurí-
dico construye un sujeto de derecho a su gusto, a imagen y semejanza de su
dominio. Siguiendo principalmente los patrones europeos e ibéricos que les eran
directamente conocidos, los españoles ensamblan los “derechos indígenas” en el
“Nuevo Mundo” jurídico. Es decir, la producción jurídica metropolitana da a los
indígenas “derechos” y sobre todo obligaciones, teniendo presentes los intereses
de la “empresa” de la conquista (cumplir con el contrato), su consolidación, su
expansión y el enriquecimiento de la Corona. Para todo ello se requería un modelo
conceptual que justificaba -a su parecer- tales actos.
El tránsito del Estado Inca al Estado Colonial propiamente dicho, fue asentán-
dose paulatinamente. En esta coyuntura ocurre un fenómeno de “ruptura” seme-
jante al que sucederá -luego- con la Independencia 21/. La sustitución del viejo
orden se produce emplazando en el nuevo sistema elementos de aquel otro al que
se quiere suplir. “El nuevo orden “recibe”, es decir, adopta normas del viejo orden;
esto significa que el nuevo considera válidas (o pone en vigor) normas que poseen
el mismo contenido que las precedentes. La “recepción” es un procedimiento
abreviado de creación jurídica. Las leyes que, de acuerdo con la manera ordinaria
e inadecuada de hablar, continúan siendo válidas, son, leyes nuevas cuyo sentido
coincide con el de las anteriores” 22/. ¿El Estado Colonial “recepcionó” normas
incaicas? Buena parte de la administración precedente sirvió -al menos inicial-
mente- al control español. La posición y cargos que permitían el manejo de la
población y las alianzas con indígenas contrarios al Cusco permitieron el tránsito
hacia un Estado colonial “maduro”.
El orden españolizado del derecho en el Perú, recibe el tenue influjo del que
desea sustituir y en cierta medida lo sustentará en varios de sus elementos prác-
ticos de administración. “El español de principios de la edad moderna, por su rica
experiencia acumulada en siglos de alternada convivencia y lucha con musulma-
nes y judíos, era posiblemente el europeo que estaba psicológicamente mejor
dotado para comprender y aceptar un sistema jurídico extraño” 23/.
Como hemos dicho, la acción española en América tenía una base política y
militar no divorciada de los contratos que originaban las empresas privadas de
conquista. El montaje de la administración colonial debería entonces, cubrir tanto
las expectativas de los españoles en el Nuevo Mundo como las ilusiones de la
Corona. Intereses no siempre divergentes entre los colonizadores y la metrópoli
48 Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas
alimentaban las “instituciones” del derecho colonial. Los objetivos centrales eran
los de controlar, políticamente, el Tawantinsuyo (y cualquier otro pueblo indígena)
y desaparecer toda huella de su derecho. Es decir, construir una administración
legislativa, judicial y policial acorde a la sustentación que requería su dominio-
triunfo. Únicamente pervivirían “derechos” semejantes a los que se conocía en la
Península Ibérica relacionados a la propiedad de la tierra, el pastoreo y uso de
espacios públicos. Fueron legalizados los tributos indígenas y los beneficios del
saqueo de bienes, en especial del oro (la abundante plata tuvo un rol de menor
importancia). La administración se organizó para que cada estamento recibiera su
parte. Así, el despojo de derechos indígenas supone la construcción de una lega-
lidad sustentada en una teoría del derecho que, como hemos dicho, la apuntale
y sustente a ojos del vencedor. Las características que debería poseer conducen a
una discusión interna al sistema en el que opera y que por tanto, no puede
cuestionarse a sí mismo. Es la teoría del derecho español la que otorga la “legi-
timidad” necesaria para asentar su victoria militar. La teoría del derecho divino
de los reyes se presenta en América en una confrontación con el derecho eclesiás-
tico muy distinta a la europea, la autoridad del rey -en América- no es cuestionada,
sino el modo de su extensión imperial, ambos pensamientos tendrán un acuerdo
básico: sostener la expansión occidental.
Como sabemos, las tierras del “Sol” y del Inca pasaron directamente a la
corona española y fueron parte de las recompensas distribuidas a los conquista-
Francisco Ballón Aguirre 49
Así pues, la pugna entre los derechos individuales y los derechos colectivos
a la propiedad de la tierra, serán constantemente reflejados en la producción
legislativa republicana hasta nuestros días. La extensión de la inalienabilidad -por
ejemplo- se presenta como un asunto controvertido, luego la imprescriptibilidad
e inembargabilidad participarán en ese tira y afloja de los derechos comunales.
Hagamos un resumen.
Los repartimientos y las encomiendas son el primer puente legal que atraviesa
la propiedad colonial hacia la República 27/. Normas coloniales que pese a su
origen no resultaron contradictorias con el nuevo escenario político. De hecho,
una porción muy significativa de la argamasa jurídica colonial no es abolida (como
se habría podido suponer) por el régimen republicano vencedor.
Por otra parte, en el año 1821, San Martín abolió el “tributo” indígena
alegando que “sería un crimen consentir que los aborígenes permanecieran
sumidos en la degradación moral a la que los tenía sometidos el gobierno espa-
ñol y continuasen pagando la vergonzosa exacción que con el nombre de tributo
fue impuesto por la tiranía como signo de señorío”. Crimen reeditado por Simón
Bolívar el 11 de agosto del año 1826. Una dosis de mala conciencia acompañó
la reposición de tal “tributo” al sostenerse que “será reducida”, “a las mismas
cantidades, términos y circunstancias en que se hallaba establecida en el año
1820”, es decir “reducido” al monto, forma, razón y justicia que correspondía
¡bajo el gobierno español! Una muestra de que en la República peruana no todos
eran tan iguales como se predicaba. Sería Ramón Castilla el que finalmente
suprimiera -desde 1855- el tributo indígena: “humillante tributo impuesto sobre
su cabeza hace 3 y medio siglos”, una contribución “bañada en las lágrimas y
sangre del contribuyente”.
En el año 1824, “los denominados indios”, tienen derecho sobre las tierras
que poseen y se protege para ellos un tipo preciso de tierras: las “llamadas de
comunidad” (1 Decreto Supremo de Simón Bolívar, del ocho de abril de l824).
Poco tiempo después, en el año 1825 en la ciudad del Cusco, un dispositivo se
referirá a derechos de “los peruanos indígenas”. En el año 1827, se dispondrá
nuevamente de derechos para indígenas sobre las tierras de comunidad. En el
año 1828 “la nación reconoce a los indios y mestizos por dueños” y con ello dice
“elevar(los) a la clase de propietarios” y la Constitución de ese año se refiere a los
“bienes y rentas de comunidades indígenas”. Es en el año 1847, cuando se “ha-
bilita en el ejercicio de la ciudadanía a los indígenas y mestizos” (era necesario
decirlo para creerlo, pues la condición social real seguía siendo la desigualdad).
Por su parte, los indígenas de la amazonía no han sido tratados muy discre-
tamente por la historia legislativa peruana. Nombrados, “neófitos” en el año 1827,
“tribus salvajes” en el año l832, “indígenas recién civilizados” en el año 1837,
“conversos” en el año 1845, “bárbaros” e “indios reducidos” en el año 1847,
“infieles” en el año 1848. Se les aplicaron el genérico “tribus indígenas” en el año
1853 y se les consideró como “millares de peruanos salvajes” en el año 1898. A
los menores de edad la política educativa los trató, en el año 1912, como “niños
y niñas salvajes”. En fin, sería demasiado extenso completar esta lista del etno-
centrismo jurídico 28/.
La Constitución del año 1920 es el punto clave para los derechos comunales.
Pero si la “comunidad” social dependiera únicamente del status jurídico estatal,
Francisco Ballón Aguirre 53
Apenas unos años después, en 1924, en el campo del derecho penal, surgió
el epítome del catálogo etnocentrista: los peruanos fueron clasificados como civi-
lizados, indígenas, indígenas semi civilizados y salvajes 30/. Una tasación que
describe los prejuicios de la sociedad peruana con una franqueza que hoy -gene-
ralmente- se oculta pero pervive. Ese dispositivo sobrevivió a todas las reformas,
discursos políticos y novedades legislativas hasta el año 1991. Luego, los aboga-
dos, incluirán el “error de comprensión culturalmente condicionado” en el Código
Penal, disposición cuyos límites conceptuales apreciaremos luego.
Llegamos así a la Constitución del año 1933 la cual reiteró la existencia legal
y la personería jurídica de las comunidades, como lo sostenía ya la del año 1920,
y se estableció la condición de imprescriptibilidad e inenajenabilidad (salvo el caso
de expropiación por utilidad pública y previa indemnización) y la inembargabili-
dad de la propiedad comunal.
En el período de vigencia de la Ley 1220, del año 1909 al 1974, tenemos que,
bajo el gobierno de Prado en el año 1957, se expide el Decreto Supremo número
3 a favor de las “tribus selvícolas” para reservarles diez hectáreas para cada
hombre o mujer mayor de cinco años y paralizar las peticiones de tierras hechas
sobre áreas ocupadas por las “tribus”. Al amparo de ese dispositivo, años después,
se reservaron 96,556 hectáreas para piros, ticunas, huitotos, boras, machiguen-
gas, yaneshas…, trámites que con los años derivarían en títulos de propiedad. El
afán integracionista de esta época se cristaliza con el Convenio 107 de la OIT, donde
se sostenía que el “progreso y civilización” deberían llegar a los “grupos humanos
autóctonos”, “con miras a obtener en el futuro su gradual integración a la vida
civilizada”. La Ley de Reforma Agraria del año 1964, Ley 15037, en el gobierno
de Belaunde, determinaba la inafectabilidad de las “tierras ocupadas por las tribus
aborígenes de la Selva en toda la extensión que requieran para cubrir las necesi-
dades de su población”, asimismo “se procederá con igual preferencia a otorgarles
los títulos de propiedad correspondientes” (Art. 37 de la Ley y 57 de su Reglamen-
to). Este es el primer hito en el reconocimiento y titulación de propiedad indígena
amazónica, pero sin tener mayor aplicación.
Como tenía que ocurrir, los intereses forestales presionaron en contra de esa
Ley logrando, en el año 1978, una norma -la 22175- que modificando su antece-
dente -21147- inauguró una danza de 25 años de contratos forestales inauditos
(se habló incluso de empresas vinculadas al dictador Somoza), que alguna historia
de la corrupción resumirá algún día. Como era de esperarse, la propiedad comunal
sobre las tierras forestales se transformó en un “contrato de cesión en uso”, lo que
fragilizó mucho más el derecho comunal y permitió un amplio margen de abusos
a malos funcionarios del Ministerio de Agricultura y a inescrupulosos “empresa-
rios” forestales. El Perú le debe unos seis millones de hectáreas, irremediablemen-
te perdidas, a esa norma y a sus implementadores lejanos y (casi) recientes. Con
la aplicación de la Ley 27308 se puede esperar, con prueba de inventario, algún
cambio serio en el futuro.
Pues bien, los intereses forestales se han esforzado en diferenciar los suelos
según su “vocación de uso” (determinada además por los propios ingenieros fo-
restales). Entonces, argumentan que los suelos con aptitud de uso forestal no
pueden ser entregados en propiedad a las comunidades y los suelos agropecuarios
y de protección sí. Es decir, distinguiendo a su antojo -donde ninguna constitución
ha distinguido- en el derecho de propiedad comunal resultan -en un contrasen-
tido- admitiendo el derecho en un caso y negándolo en otro. Así, los intereses
forestales, sacralizaron a un altar sobre-constitucional la “calidad de los suelos”
(“el vuelo forestal” dicen) a fin de cercenar, a cualquier costo, la porción forestal
de las tierras comunales. El adalid de esta interpretación fue el Instituto Nacional
de Recursos Naturales (INRENA) del Ministerio de Agricultura. Curiosísima inter-
pretación de esos funcionarios, allí donde, precisamente, los pueblos viven en una
ejemplar armonía -es decir conservación y uso permanente- con los recursos
naturales del bosque. Armonía y protección, que no es precisamente el galardón
de los administradores encargados de cuidarlos. Este mismo razonamiento pre-
tende extenderse, urbi et orbi, a toda la naturaleza para fortalecer a los institutos
estatales vinculados a su (mal) manejo 32/.
Esos mecanismos constitucionales del año 1993 y los legales que se le deri-
varon conforme a un liberalismo a cualquier precio, lograron la división y multi-
plicación de comunidades campesinas en costa y sierra. De todo ello, ha resultado
una paradoja: brotan nuevas comunidades como hierbas del campo a pesar que
disminuye la extensión de sus tierras. En realidad, se trata de parcelaciones,
ventas y creaciones precipitadas de “anexos” convertidos en comunidad. De la
noche a la mañana, las empresas urbanizadoras encontraron el camino fácil del
arreglo con las “nuevas” autoridades comunales y la extensión de la propiedad
privada individual se impuso con artes de todo tipo, menos liberales. Tal ha sido
la estrategia gubernamental del gobierno de Fujimori en el desmontaje de las
comunidades. En contraste, en el año 1994, el Congreso ratificó el Convenio l69
de la OIT referido -precisamente- a pueblos indígenas.
Otro rasgo general del texto es que el pueblo indígena aparece como un sujeto
pasivo con relación al Estado. Por la técnica empleada y el origen del Convenio,
el sujeto al que se dirige es al gobierno del Estado el cual deberá “tomar medidas”,
“aplicar”, “consultar”, “reconocer”, “proteger”, etc. Es decir, las disposiciones se
refieren a lo que los “gobiernos” deben hacer o dejar de hacer con relación a los
derechos allí descritos, lo cual resta capacidad de acción a los supuestos benefi-
60 Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas
Uno de los elementos más destacados es que el Convenio 169 se aplica a los
pueblos indígenas «cualquiera que sea su situación jurídica», es decir, a pesar que
aquí en el Perú estén fragmentados en minúsculas propiedades o súper-divididos
en miles de personas jurídicas llamadas «comunidades campesinas o nativas». Tal
condición jurídica no supedita (limita, excluye o define) las disposiciones del
Convenio. Por ejemplo, si los indígenas yaneshas, piros, shipibos, etc., se recono-
cen como miembros de un pueblo y hacen valer la «conciencia de su identidad
indígena» a la que alude el Convenio 169, esa decisión no puede ser trastocada
para concebirla limitada o agotada o excluida por una «conciencia de pertenencia
a una comunidad nativa». La comunidad es un grado menor de identidad que el
pueblo indígena y éste es un escaño menor a la identidad nacional. Cada una de
ellas no resume a las otras o las elimina sino las complementa. La identidad
indígena es la clave para definirse en el entorno del Convenio, sea cual fuere la
condición jurídica en la que el pueblo se halle en el sistema nacional.
Ahora bien, en el Convenio se sostiene que: “la utilización del término “pue-
blos” en este Convenio no deberá interpretarse en el sentido que tenga implicancia
alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el
derecho internacional” (Art. 1.3). Es decir, que los pueblos indígenas del Convenio
no son pueblos en el derecho internacional. Algo así como que las mujeres, los
trabajadores, los niños y demás, alguna vez protegidos por algún instrumento
normativo internacional, resultaran negados “en lo que atañe a los derechos que
pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional”. Un contrasentido
absoluto que el Convenio precisa: “La aplicación de las disposiciones del presente
Convenio (entre ellas la de que los pueblos indígenas no lo son en el derecho
internacional n.d.a) no deberá menoscabar los derechos y las ventajas garantiza-
dos a los pueblos interesados en virtud de otros convenios y recomendaciones,
instrumentos internacionales, tratados, o leyes, laudos, costumbres o acuerdos
nacionales” (Artículo 35). En resumen, únicamente los derechos que contiene el
propio Convenio 169 de la OIT, no son tales en el derecho internacional, por virtud
(y defecto) del propio Convenio. ¿Cómo se explica la situación?
dencia de los pueblos coloniales, también es alegado por los Estados para man-
tener su unidad territorial. De manera que, lo frecuente es encontrar la tensión en
un instrumento donde conviven el principio y las correspondientes cortapisas de
los Estados.
Los pueblos son el eje de la Carta de las Naciones Unidas parece entenderse
que comprende ampliamente a las naciones y a los Estados. De hecho las minarías
étnicas y nacionales, los países con colonias y los Estados que mantenían otros
pueblos en su interior eran tocados por el mismo concepto. Por su parte, la Decla-
ración Universal de los Derechos Humanos (1948) no menciona el derecho a la
libre determinación de los pueblos. En tanto que, la Carta sí lo hace.
Los dos Pactos de Derechos Humanos del año 1966, de derechos civiles-
políticos y de derechos económico-culturales refirieron idéntico principio en el
Francisco Ballón Aguirre 63
artículo primero: “1. todos los pueblos tienen derecho a la libre determinación. En
virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen
asimismo a su desarrollo económico, social y cultural. 2. Para el logro de sus fines,
todos los pueblos pueden disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales
sin perjuicio de las obligaciones... En ningún caso podría privarse a un pueblo de
sus propios medios de subsistencia. 3. Los Estados Partes en el presente Pacto...
promoverán el derecho de libre determinación y respetarán este derecho de con-
formidad con las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas”. En estos casos,
el principio de autodeterminación de los pueblos aparece sin condición alguna, sin
recorte “político”.
4. La pluralidad cultural
y étnica del Perú
Los derechos culturales no son sinónimos del derecho de los pueblos indíge-
nas. Esa afirmación no se acepta fácilmente. La idea preponderante es que el Perú
es pluricultural por que está compuesto principalmente por indígenas y criollos,
de manera que si se respetara esa multiplicidad, los derechos indígenas quedarían
satisfechos. En suma, la tesis culturalista quiere inducirnos a pensar que nombrar
a la “cultura” es evocar “lo indígena”.
En diversas perspectivas se olvida que en el Perú hay más culturas que las de
origen indígena. La cultura China, por ejemplo, cuenta en nuestro país con su
propia prensa, sus templos, sus circuitos comerciales e influye poderosamente en
el resto de personas no chinas. No obstante, decir “cultura China” a la expresión
peruanizada de lo chino es, en sí, un tema discutible pues la simbiosis que pro-
ducen esas expresiones, en el entorno nacional, es una realidad “chino peruani-
zada” o “peruano achinada” (si se nos permiten tales expresiones) bastante ale-
jada de su origen. En dirección parecida, encontramos otras expresiones cultura-
les como las de la cultura japonesa, árabe, judía... de hecho, el país (como muchos
otros en el mundo) es un crisol de culturas en el entorno de una cultura relativa-
mente occidentalizada. La cultura dominante y masiva es la andino-occidental
fusión de muchos elementos dinámicos, más o menos adaptados. El “vástago de
una civilización longeva” en palabras de moda.
por ello, son sociedades con pueblos indígenas. De hecho, la cuestión de la plu-
ralidad étnica y cultural es el debate de mayor impacto actual en Estados Unidos,
Europa y en buena parte del mundo moderno.
Desde el punto de vista jurídico, todas las culturas, sea cual fuere la defini-
ción que empleemos, tienen el mismo derecho de expresión. Si ello debe refle-
jarse en el idioma, la religión, la escuela, etc., es un asunto práctico que se deriva
de un principio genérico de derechos humanos: toda persona tiene derecho a su
cultura. Un derecho paralelo es el que tenemos a conocer otras culturas y a
aprender de ellas.
las neuronas del cerebro, en lugar de organizadas como los departamentos de una
burocracia”. Mientras esto sucede, podemos esperar que se produzca una tremen-
da lucha en el seno de las Naciones Unidas en torno a si esa organización debe
seguir siendo una “asociación comercial de naciones-Estado” o si deben estar
representadas en ella otro tipo de unidades... regiones, quizá religiones, incluso
corporaciones o grupos étnicos” 43/. La “civilización” de la sociedad de masas
industrial en pugna con la nueva “civilización” que satisfaga las cuestiones que
aquella no ha podido resolver. Debemos pasar, en opinión de este autor, a un
proceso de reconstrucción de los sistemas políticos, “no sólo de nuestras anticua-
das estructuras políticas, sino también de la civilización misma” 44/.
“doble vía” respecto al medio empleado -el idioma por ejemplo- y al contenido
transmitido -la historia por ejemplo-. Posiblemente el eje de la discusión se haya
ubicado más cómodamente en el tema del idioma pues, el idioma no es sólo la
“traducción” de las mismas palabras de una lengua a otra, sino una organización
peculiar del sentido de lo enunciado. Empero, la idea de que el inglés se globaliza
y expande como una lengua “universalizada”, no corresponde a los datos cientí-
ficos sobre su extensión real y su impacto. Pero hoy en día, la defensa del idioma
ha pasado a aspectos más generales de la cultura y se busca una visión de respeto
a otras expresiones del quehacer de la gente.
Como hemos tratado de explicar en estas líneas, lo que tipifica los derechos
de los pueblos no es un “derecho individual” o un “nuevo derecho ciudadano” por
oposición o contraposición o privilegio al ciudadano común, sino un nivel de
derechos que corresponden a un conjunto denominado “pueblo indígena”. De
manera que, la representación -en el Congreso por ejemplo- no se refiere a esa
condición particular, individual o singular, sino a la condición general, colectiva
y particular de una comunidad democráticamente estructurada. Hacer jurídica-
mente visible lo existente antes que crear una división artificiosa. En esta medida,
a contrapelo de lo que imagina el multiculturalismo simplista que define sus
prioridades como “culturales”, en este texto proponemos un pluralismo de prio-
ridades político-jurídicas, cuya base central es la igualdad.
Pero que todos tengamos una cultura, que la expresión cultural involucre a la
producción jurídica o que la cultura se halle por doquier, no implica que se tenga
derecho a ella. El derecho es una operación de adjudicación legítima, característica
y peculiar: puede exigirse con el uso de la fuerza. La protección o desprotección
cultural derivan de un sistema -cultural- de reglas y principios relativamente
definidos, llamado orden jurídico. Eso no supone decir que tal sistema es unívoco
o exacto, sino que es reconocible. Es decir, sabemos en qué momento estamos
actuando dentro o fuera de él. Sabemos si una cultura está, o no, siendo tratada
en igualdad y si ese trato infringe alguna norma de derecho y qué debe hacerse
para reparar esa situación.
No importa qué definición de cultura utilicemos, para que esa cultura cuente
con derechos se requiere un sistema jurídico que lo sostenga. ¿En qué gaveta
antropológica o sociológica está esa “cultura” generadora de autonomía o auto-
determinación? No existe definición de cultura o de civilización que suponga o
desprenda una potestad jurídica. Incluso, si la cultura es concebida como sinóni-
ma de “toda producción humana”, la protección de esa producción para ser un
derecho, tendría que tener un referente conceptual que lo diga, en otras palabras,
derivar de una estructura jurídica en particular -un sistema-. Precisamente porque
el sistema jurídico debe diferenciar, absorber, catalogar, adjudicar y sancionar de
entre “toda producción humana”, una porción que se protege y resguarda, y otra
que se proscribe y sanciona, es que el derecho tiene sentido. Una buena parte de
las acciones humanas -quizá una porción demasiada grande- de hechos cultural-
mente definidos, son ilegítimas, ilegales y proscritas por las normas jurídicas.
Sucede que esas esferas -de la cultura y de los pueblos- se pueden entrelazar
o al menos parecérnoslo. No obstante, puede haber expresiones culturales plenas,
sin que se sea un pueblo -jurídico- el que las sostenga, basta que esté presente un
grupo humano o una población.
En otras palabras, las culturas no son un sujeto de derecho como sí lo son las
minorías étnicas, los pueblos, los grupos étnicos, los pueblos tribales, los pueblos
indígenas, etc. Como se ha destacado, “puesto que las civilizaciones son realida-
des culturales, no políticas, en cuanto tales no mantienen el orden, ni imparten
justicia, ni recaudan impuestos, ni sostienen guerras, tampoco negocian tratados
ni hacen ninguna de las demás cosas que hacen los organismos estatales” 50/. Los
derechos de los pueblos indígenas abarcan los derechos culturales y los derechos
políticos, derechos a la autonomía, a la autodeterminación, al desarrollo... De allí
la importancia de la cuidadosa asignación de la condición del carácter de pueblo
que notamos en los textos jurídicos.
Ahora bien, uno de los fenómenos culturales que expresa el mayor afán
reduccionista, es el de algunos grupos de ecologistas interesados en sumergir en
Francisco Ballón Aguirre 75
sus propuestas de un buen trato al medio ambiente, todos los derechos indígenas.
Así, los derechos al medio ambiente resultan embolsando, digiriendo y esputando
supuestos “derechos de los pueblos indígenas” encapsulados en la versión jurídi-
co-light ambientalista. “Servidumbres mineras” y “derechos forestales” -por ejem-
plo- son sacralizados al altar de una interpretación que sobrevalora el rol del
Estado y de algunas leyes, en desmedro del papel de los pueblos indígenas y otras
normas y leyes, del mismo sistema pero que cuestionan los preceptos tradicionales
de la teoría jurídica clásica.
Reiteremos algunas ideas. El Perú, se dice, es una suma de culturas que deben
respetarse por igual. Obviamente el postulado es correcto y válido para todos: los
que son culturales o étnicamente occidentales, o afro-peruanos, peruano-japone-
ses, o chino-peruanos, o musulmanes, o judíos, o bosnios, o croatas, o japoneses,
o chinos... Los derechos culturales son válidos para todos los individuos o grupos,
pues su cultura los acompaña como una impronta, un sello, una identidad. En
ese sentido decir que todos tenemos derecho a la identidad cultural es correcto,
pero es incorrecto pensarlo como un derecho peculiar de los indígenas, o como si
de tal naturaleza surgieran o derivaran los derechos de los pueblos. El derecho a
la cultura es un derecho humano general. Sostener que el derecho de los pueblos
indígenas es el derecho a la cultura no refiere a algo peculiar: todo pueblo (indí-
gena o no) tiene ese derecho, todo individuo, toda etnia, toda población, toda
Nación. Por otra parte, traducir el derecho de los pueblos indígenas en la estrecha
gaveta de los derechos culturales es una reducción insostenible. En efecto, se les
estaría privando del factor jurídico-político clave en discusión: su derecho a existir
como pueblos y derivar de esa condición, una multitud de potestades que no son
los “puramente” culturales y que obliga a terceros, especialmente al Estado, a
tenerlos en consideración. Así pues, tener derechos culturales no supone tener
derechos como pueblo indígena. El pueblo indígena es una categoría precisa a
nivel jurídico. Vale decir, a los pueblos les corresponden derechos que única y
exclusivamente pueden tener ellos. Esos derechos por su extensión e importancia
sobrepasan, largamente, los derechos culturales.
personas o grupos. Es decir, los derechos a la igualdad son, en este caso el eje del
derecho. Eso implica el que se pueda ser culturalmente diferente -por ejemplo
desde el punto de vista sexual- sin sufrir por ello una desventaja jurídica; conse-
cuentemente, por la diferencia -sea ella cual fuere- no se debe ganar una ventaja
jurídicamente tolerada o jurídicamente admitida o jurídicamente mantenida. “La
diferencia entre leyes reside, pues, en su inclusividad. Una ley es general si es
omniinclusiva, si no permite excepciones, si se aplica a todos. Una ley que se aplica
a algunos y no a otros es, en cambio, una ley particularista o seccional, una ley
desigual en el sentido que discrimina entre incluidos y excluidos o, mejor dicho,
entre incluibles que en cambio resultan excluidos” 51/. En este último caso esta-
mos ante una norma discriminatoria. Cuando los pueblos indígenas ingresen a la
norma constitucional peruana, lo harán -justamente- en el sentido de quedar
incluidos los incluibles que hoy están excluidos. En esa medida, el sistema jurídico
peruano reconoce un aporte al pluralismo jurídico que el constitucionalismo pe-
ruano ha liderado -al menos- desde el año 1920, cuales, que se reconoce y no que
se crean los derechos indígenas.
olvidan el currículo oficial peruano y que no olvidan los medios de masa tan
interesados en expandir los modelos más deleznables de occidente.
blando, no supone un grado alto o no, de semejanza con la cultura oficiosa del
modelo penal). Si un ciudadano noruego se resistiera a una revisión policial física
que considera vejatoria en su intimidad y rechaza esa injerencia violentamente,
el Juez posiblemente pediría a la embajada noruega, al consulado o al Ministerio
de Relaciones Exteriores, que busque una opinión autorizada sobre la cultura
noruega. A su vez, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Noruega, solicitaría
a un sociólogo o a un abogado una respuesta, es decir a un especialista en la
cultura noruega; no se le ocurriría pedirle a un antropólogo peruano una opinión
sobre tal asunto noruego. Pero si se tratara de un indígena, el juez peruano estaría
muchísimo más dispuesto a pedir opinión antropológica, que a acudir a un espe-
cialista del propio pueblo para escuchar su versión. ¿Por qué opera un tratamiento
tan distinto en uno y otro caso? Simplemente porque el respeto al origen cultural
del noruego es pleno (incluye a sus especialistas noruegos) lo cual no sucede en
el caso indígena. Para el indígena es requerido un “especialista” (alguien en
posición de un “poder” ajeno a los indígenas) que “diga” la costumbre indígena.
La cultura indígena es despojada de sus propios especialistas. En rigor, el despojo
es a la capacidad de los pueblos indígenas a hacer valer, explicar y difundir sus
modos culturales sin intermediarios. Estas son algunas de las cuestiones prácticas
que una declaración de pluriculturalidad de la Nación, como la contenida en la
Constitución peruana, debiera tener presente.
Como decimos, posiblemente el mayor defecto del dispositivo del Código Pe-
nal, es dejar implícita su propuesta de relativismo cultural en el campo penal e
imbíbita su filosofía pues, considera un “error” los comportamientos culturales
Francisco Ballón Aguirre 79
Se piensa que el control del territorio, por ejemplo, es un elemento central para
diferenciar un pueblo indígena de una minoría. Se sostiene que una minoría no
cuenta con el control de un territorio como sí sucede con los indígenas. No obs-
tante, se ha objetado la regla sosteniendo que existen pueblos despojados de su
territorio y obligados a asentarse en las ciudades. Algunos autores emplean los
conceptos de minorías nacionales no territoriales para referirse a aquellos pueblos
que no cuentan con la posesión efectiva de un territorio y, piensan, están incapa-
citados de ejercer cualquier autodeterminación. A estos casos, consecuentemente,
se les debiera aplicar un mecanismo amplio de protección.
Ahora bien, los derechos de los pueblos indígenas tampoco coinciden simétri-
camente con los derechos de los grupos y minorías étnicas. Para efectos de expo-
sición diremos que el grupo étnico comporta dos cuestiones simultáneamente: en
primer lugar, forma y conserva un límite que diferencia entre propios y extraños,
y en segundo lugar, porta un contenido cultural manifiesto o implícito significante
para esa distinción (sin que necesariamente sus modos culturales sean “tradicio-
nales” o “modernos” o “sincréticos” o “contradictorios” o “sofisticados”, etc.). En
las definiciones clásicas, el grupo étnico y la etnia se refieren a un pueblo espe-
cífico, dotado de una cualidad particular, la cual es una cultura propia. Cuando
esos grupos tienen relación con una cultura distinta con la que comparten algunas
características se pueden llamar “sociedades parciales”. Por su parte, ethnos puede
designar a un pueblo en el sentido de ser una cultura, o a la cultura creada por un
pueblo 55/. Esta distinción no es muy exacta pues, se puede -y de hecho es lo más
frecuente- encontrar la cultura con una población, un grupo de inmigrantes o sus
descendientes, unas familias o una persona sin que ellas formen una etnia. Re-
cordemos la debilidad de la definición de cultura como lo hemos tratado en las
anteriores páginas. La distinción entre un pueblo y una etnia es más de grado que
de contenido. El alcance, extensión o dimensión del derecho de existir de los
pueblos, antes que las características del grupo humano dependen de la condición
jurídica sometida a la historia. Desde el punto de vista de un antropólogo, puede
encontrarse ante una etnia pero, desde el punto de vista jurídico se halla ante un
pueblo. La ausencia de coincidencia entre un vocablo y otro resulta de una cues-
tión clave, en el derecho nacional e internacional las etnias y los pueblos no tienen
los mismos derechos, o al menos, no parecen tenerlos.
los pueblos indígenas reclaman tales derechos (a contar con sus sistemas de
justicia, o con territorios definidos o con una representación política en el Congre-
so) lo hacen por su condición jurídica propia, independientemente de su cultura
o de su condición étnica.
Cuando los derechos de los pueblos indígenas quedan atrapados en los dere-
chos de las minorías y los grupos étnicos, tenemos un enfoque confuso que nos
impide avanzar. Lo cual no supone decir que las minorías étnicas, las minorías a
secas, los grupos minoritarios, las minorías nacionales, los grupos étnicos no
tengan derechos, supone únicamente que tienen los derechos típicos a su condi-
ción. Si la reducción se produce y etnia o minoría se hacen sinónimo de pueblo,
entonces, no es posible diferenciar el status jurídico aplicable a uno y otro caso.
Ahora bien, si los términos «minorías étnicas» pareciera aludir a una compa-
ración estadística entre las personas pertenecientes a una (minoría) y otras a una
(mayoría) étnica, esa distinción es indiferente al derecho de los pueblos indígenas.
El derecho de los pueblos indígenas no depende del diámetro poblacional. De
hecho, un efecto de su situación de opresión y desventaja jurídica lo puede conducir
a la disminución de su población, tal hecho no “reduce” el derecho en la proporción
estadística, salvo que el pueblo desapareciera completamente, en cuyo caso, el
derecho mismo deja de tener sentido alguno. Pero en realidad -como hemos apre-
ciado- esta no es una definición consensuada. No obstante, el lector puede encon-
trar que se sostiene que «existe una descripción generalmente aceptada: una mi-
noría es un grupo nacional, étnico, religioso o lingüístico diferente de otros grupos
dentro de un Estado soberano» como se aprecia en los “Los Derechos de las Mino-
rías” editado por las Naciones Unidas, página 10, pero su amplitud y vaguedad
emerge inmediatamente. En buena cuenta, «minoría» es concepto relativamente
apto para precisar el sujeto jurídico al que se aplica dependiendo del caso concreto
del que se trate, pues, cuando se intenta la generalidad se hace impreciso.
Ahora bien, podemos reiterar que desde el punto de vista del Derecho de los
Pueblos Indígenas, es indiferente que ellos sean, en un contexto determinado un
número mayor o menor de personas, una unidad lingüística, una identidad
étnica, o una comunidad religiosa. Es decir que, el derecho que se desprende de
la existencia de un pueblo, no está determinado por la cantidad de personas que
lo componen, la cultura que poseen, su unidad lingüística, sino por el hecho
histórico de comportarse como una unidad de derechos históricamente condicio-
nado por su relación con la sociedad, el territorio y la Nación y Estado del que
forman parte.
Francisco Ballón Aguirre 85
5. La discriminación racial
y las comunidades afroperuanas
Con un muy alto grado de imprecisión suele decirse que los pueblos indígenas
son discriminados por el color de su piel, cuando en realidad, se quiere afirmar que
los indígenas o las personas que componen un pueblo indígena, son discriminados
por su color de piel; como repetimos, los pueblos no tienen raza o color de piel que
son características propias de los seres humanos.
Pues bien, las ideas de superioridad racial como consecuencia del proceso
de dominación colonial coinciden con el indispensable control de la población
indígena para imponerle la nueva economía-política y sus expresiones jurídico-
culturales. Entonces, el dominio político y legal se complementó con la segre-
gación racial en sus múltiples manifestaciones y con la esclavitud más o menos
encubierta. Pero, los españoles podían ser racistas a condición de no cometer
el error de desaparecer a la población aborigen como mano de obra. De no cruzar
el puente del racismo al genocidio. De lo que se trataba era de perpetuar las
ventajas del modelo sin desaparecer a la población subordinada. En otras pala-
bras, destruir la comunidad política y culturalmente preexistente sin desapare-
cer a sus componentes. El racismo al igual que el colonialismo, están delimita-
dos por sus objetivos particulares respecto al papel asignado a los indígenas: el
racismo debe proveer su sometimiento por “inferioridad” racial y el colonialismo
desaparecerlos como entidad jurídico-social de derechos colectivos. Ambos fe-
nómenos apoyándose el uno en el otro, mantienen su carácter peculiar. El
racismo existe sin colonialismo. El colonialismo se complementa con el racismo
pero no depende de él. Pero no es una operación “pura”. La discriminación
contra los indígenas se extiende, más allá del color de su piel, a toda una
variedad de sus expresiones culturales y políticas. La discriminación en este
sentido, abarca -como ya hemos sostenido- una multiplicidad de elementos y
ataca una variedad de expresiones del carácter de lo indígena, a un punto tal que
orienta la frontera del poder en dirección a la homogenización en la sociedad
“occidentalizada”. No es solamente subordinación sino transformación, desin-
tegración y dominio lo que el colonialismo pretendió.
Es verdad que España, como otras naciones europeas, no era ajena a diver-
sas corrientes raciales migratorias en la época de la “conquista”. De hecho, la
influencia árabe y judía era profundísima. En el Perú esas distinciones resulta-
ron perceptibles a través del colonialismo pues los españoles peninsulares y sus
descendientes en el Perú, más o menos mezclados con los indígenas, se presen-
taron como los representantes genéricos de los dominantes. El racismo calzará
con una nueva realidad: la cultura peruana como una negación abierta o sola-
pada del peso del factor indígena en su composición. Naturalmente, quienes
atacan la integración de los derechos indígenas en el sistema jurídico peruano
y sostienen que hablar de los derechos indígenas es conducir al derecho a dividir
racialmente el “país mestizo” que según ellos es el Perú, se cuidan bien de
explicar en qué consiste tal operación fragmentadora. Su confusión, por el
contrario, sí parece sustentarse en el prejuicio que decir indígenas es referir
algún tipo de “raza” o que sostener que el Perú es “mestizo” evoca una suerte de
Francisco Ballón Aguirre 91
población culturalmente conciente de sí. Algo muy semejante al pueblo. Por ello
sería correcto vincular la idea de Nación a la de Estado, de modo que esa relación,
facilita distinguir una de la otra sin tenernos satisfechos del todo. El origen
nacional abarca a todos los ciudadanos sean ellos de origen indígena o no. Ahora
bien, si alguien sostiene que existe una Nación o una nacionalidad indígena,
aymara por ejemplo, entonces sí se podría interpretar un “origen nacional”
discriminado. Pero, en tal eventualidad, lo que entraría en cuestión es ese ca-
rácter de lo nacional y de la nacionalidad emergente por fuera del sistema
jurídico establecido. En nuestra opinión, si bien se puede razonar del modo que
hemos hecho en este ejemplo, sería extremadamente complicado demostrar la
doble nacionalidad o nacionalidad aymara, discutiéndola en el sistema interna-
cional -para el cual los aymaras serian tratados como un grupo étnico- o del
sistema nacional para el cual la Nación peruana es una. Tal operación requeriría,
en efecto, una definición distinta: un sistema jurídico aymara, una Constitución
fuera del sistema jurídico peruano y una búsqueda de reconocimiento interna-
cional con estatus de Estado Nación aymara. Como ya hemos indicado, resulta
indispensable la reafirmación de la condición de peruanidad de los pueblos
indígenas para tratar su situación en el entorno de la Nación y el Estado perua-
nos. Pero si consideramos que la Nación puede afirmarse como una unidad
inclusiva y no una exclusiva, esa calidad facilita el tránsito del monismo al
pluralismo nacional: lo aymara sería plenamente incorporado.
arraigo son los dos elementos de referencia sobre su situación original. El origen
del desarraigo es la violencia del comercio esclavista contra pueblos africanos
y sus poblaciones que fueron las víctimas de ese saqueo. Pero como sabemos, los
conceptos de etnia y pueblo no son siempre fronteras absolutas y claras.
Ahora bien, el Convenio 169 de la OIT se aplica a dos tipos de pueblos, los
indígenas y los tribales. Despojando de la connotación peyorativa que tiene el
término “tribal”, ¿podría entenderse aplicable esa categoría a la situación de las
poblaciones afroperuanas? Para dicho Convenio, pueblos tribales son aquellos
situados en “países independientes, cuyas condiciones sociales, culturales y eco-
nómicas les distingan de otros sectores de la colectividad nacional, y que estén
regidos total o parcialmente por sus propias costumbres o tradiciones o por una
legislación especial”. Se aplica principalmente a casos en el Asia y el África. En
nuestra opinión, es controvertido desprender la presencia de uno o varios pueblos
afroperuanos en el contexto del territorio peruano. Tal carácter corresponde mejor
a los dos elementos centrales el desarraigo y la esclavitud que son el resultado de
un proceso de violación de los derechos humanos que no interdictó a los pueblos
de origen sino a algunos –demasiados- de sus miembros que lograron sobrevivir
en condiciones inauditas con un estatus jurídico infame. En el Perú, se viene
construyendo una identidad afroperuana que refiere principalmente a núcleos
comunales costeños que afirman su peruanidad y africanidad simultánea. Si esos
grupos decidieran considerarse “pueblo” y no simplemente “comunidad”, deben
acompañar a su voluntad política una teoría que, al menos en el campo del
Derecho, está todavía por construirse, pero que es posible.
Como hemos apreciado a lo largo de este texto, la virtud de la idea jurídica del
derecho a existir de los pueblos indígenas es, en primer lugar, establecer una
diferencia radical y a la vez comprensible, sobre su espacio propio y el que le
compete en el ordenamiento jurídico de los Estados. Pero a su vez, nos permite
observar, al interior del sistema jurídico nacional, la presencia de las normas
referidas a los pueblos indígenas, prescripciones a las que hemos llamado gené-
ricamente “indigenismo” legislativo.
Ahora bien, pensamos que los pueblos indígenas en el Perú se definen, pre-
cisamente, por su condición de peruanidad. Es decir, que ellos admiten ser parte
del Estado y la Nación peruana pero quieren lograr mejores niveles de democracia,
de modo que esa pertenencia sea una relación en los términos más justos y
democráticos. Entonces, los pueblos indígenas son peruanos pues buscan que el
Estado y la Nación -en conjunto- se configuren en la aceptación de sus derechos.
Esa tarea la realizan en el contexto del sistema jurídico nacional.
Quizá el derecho a existir, por evidente, sea el menos visible y más radical en
sus efectos que aquellos otros que se le derivan y llenan, con gran fervor pero
menor eficacia, el discurso jurídico del derecho indígena.
Cada día nos seduce menos la imagen dulce de los Estados compuestos por
pueblos homogenizados, bajo una única cultura, idioma, religión y derecho. Pero
tampoco debemos caer en la corriente pendular: que a cada pueblo le corresponde
necesariamente un Estado. Bien se ha dicho que lo que está en proceso de cambio
en el concepto de Estado, es el abandono de la idea de unicidad y la aceptación
de la pluralidad. Es decir, el mundo está al borde de un concepto de Estado que
se reconozca multiétnico y plurinacional.
Pues bien, del derecho a la existencia como pueblos y al ser reconocidos como
tales por los Estados, se añaden otros derechos específicos como:
Nosotros sostenemos que los derechos individuales de los indígenas son los
mismos que los de quienes no son indígenas. Ellos (y nosotros) están (estamos)
amparados por los derechos humanos tal como cualquier otro individuo en el
entorno del sistema jurídico peruano. De hecho, no debemos cansarnos de repetir
que no existe posibilidad jurídica alguna para plantear normas especiales que
creen una ventaja jurídica cualquiera que fuere esta. El uso del idioma, el vestido,
el contar con intérprete en juicio, etc. son derechos igualmente exigibles por
cualquier persona en las mismas circunstancias. De tal manera que, por ejemplo,
la Constitución Política del Perú señala que “toda persona tiene derecho” a su
“identidad étnica y cultural”, es decir, no se trata de un derecho para unos (indí-
genas) y no para otros (no indígenas). Todos tenemos ese derecho pues en buena
cuenta jurídica -todos somos- étnica y culturalmente iguales. Puesto que los
derechos respecto a la pertenencia a un pueblo indígena no suponen sino, dere-
chos colectivos al interior de su pueblo y de representación de esa condición,
entonces, no existe la doble ciudadanía. Desde el punto de vista del pueblo, la etnia
y la cultura, el ciudadano sigue siendo el mismo. Lo que ocurre en el caso indígena
es que la condición de miembro de un pueblo es una peculiaridad jurídica no
reivindicable por otro ciudadano que no sea el de ese pueblo.
Ahora bien, los pueblos indígenas como realidades históricas no son produc-
tos perfectos. Como otros pueblos que la humanidad ha creado, ellos pueden ser
evaluados (en el horizonte de los derechos humanos) en razón de conductas
internas que se consideran violatorias de esos derechos. Para un relativista
cultural este juicio no es posible: cada cultura es absolutamente distinta en sus
contenidos y principios por tanto, no puede medírsele con criterios exógenos.
Una visión culturalista aséptica, considera las relaciones sociales internas como
inmutables (salvo por el paso del tiempo) y que cualquier visión de cambio «es
un nuevo intento de imposición colonial». Así prácticas que son repudiadas por
110 Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas
Pero es admisible entonces que ese campo de los productos jurídicos que la
humanidad comparte -pese a sus debilidades- debiera ser aceptado por todos a
pesar de las objeciones al “imperialismo de los derechos humanos” o la “globa-
lización de los derechos occidentales”. De manera que, esa medida general no
debe escapar a las prácticas internas de los pueblos indígenas peruanos.
Ahora bien, un indígena al ser juzgado por sus prácticas, éstas deben ser
evaluadas en la relatividad de su contexto cultural de origen, al igual que las
prácticas de otros hombres de otras culturas. La universalidad de los derechos
humanos como un límite -quizá tenue y borroso culturalmente hablando- pero
Francisco Ballón Aguirre 111
límite al fin debe respetarse. Esto no implica desechar un juicio de valor sobre el
acto cultural, sino lograr que se implique, en ese juicio, su particular dimensión.
¿Por qué los pueblos indígenas debieran reclamarse Estados como lo propone
la sacrosanta autodeterminación unidimensional? ¿Qué ventaja obtendrían esos
pueblos en un mundo donde los nacionalismos están -o al menos parecen estar-
en retroceso? Si la autodeterminación clásica, es decir arrinconada a su variante
de secesión, es un retroceso clamoroso a un modelo de Estado-nacional que no
merece imitarse, entonces, los pueblos indígenas, al trasladarse a una maquinaria
administrativa de dudosa “soberanía absoluta”, ¿acaso no pierden la oportunidad
de aportar una sensación nueva a la globalización económica, política y cultural?
Si el fin de la historia o el fin de los conflictos ideológicos y el triunfo del liberalismo
político y económico, se nos viene encima, ¿no es precisamente el carácter de lo
indígena -en un sentido muy amplio- lo que se cuestiona? Si el propio portavoz
del fin de la historia, Fukuyama, morigera la globalización aceptando que las
sociedades mantienen muchas de sus características propias, ¿los pueblos debe-
rían perseguir la secesión para lograrse como Estados “nuevos”? 60/. Si se piensa
que la homogeneización económica y una afirmación de identidades culturales
distintivas, ocurrirá simultáneamente, la oportunidad de lo indígena se sitúa en
una nueva opción no estatalista. En términos de instituciones económicas y
112 Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas
políticas de gran magnitud, las culturas están llegando a ser más homogéneas
pero no por ello han desaparecido o pareciera que van a desaparecer bajo un mismo
rodillo. Para una variedad de multiculturalistas, el asunto no es tan definido como
el fin que se nos propuso en los años noventa.
Por otra parte, si como se piensa los países están siendo más homogéneos en
términos económicos y políticos, eso no supone el fortalecimiento automático del
Estado nacional o la homogenización cultural. El Estado nacional que desconoce
el componente histórico indígena (y cultural en un sentido muy amplio) no tiene
espacio, en la nueva civilización o en las nuevas civilizaciones (o en las muy viejas
civilizaciones) del futuro.
Así entonces, cuando se define a los pueblos indígenas como pueblos perua-
nos se evita la vieja retórica tendiente a suponer que los pueblos indígenas
desean la autodeterminación política entendida como separación del Estado
Francisco Ballón Aguirre 113
origen vegetal, animal, microbiano u otros”, así como los derivados y sintetizados,
es otro asunto de la mayor importancia. De hecho la discusión se centra en la
condición de bienes públicos o si ellos pueden ser objeto de propiedad privada. La
situación se complica si tenemos presente que los pueblos no son un sujeto
“privado”. Su característica peculiar de existir jurídicamente antes que el Estado
peruano moderno, constriñe la extensión y el carácter del “dominio público”
estatal. Esta delimitación a favor de la propiedad colectiva indígena para los
recursos genéticos, no implica una ausencia de participación estatal, de cuidado
del recurso o de distribución nacional de los beneficios, supone en verdad, que el
contrato debe incluir a una parte dominante -si el recurso está vinculado al
derecho indígena- que defina ciertas condiciones razonables de acceso, uso y
disposición como ellos -los pueblos- lo entiendan.
Si ocurre que algún organismo estatal desea disponer de los recursos natu-
rales de la Nación a su antojo, como si ellos fueran de su propiedad, es decir, sin
tener en cuenta a la gente, está en un error. Si en esa misma medida prefieren
evitar el consenso, el acuerdo con las personas, la explicación de las razones y
los beneficios que la minería supone, y aplicar en cambio sus tesis sobre las
“servidumbres” o “propiedad estatal”, será que ellos viven a espaldas al mundo
moderno donde lo que prima es la búsqueda de consensos. El acuerdo que se
pide, supone evitar la concentración de tensiones sociales innecesarias que
traben los proyectos mineros. Establecer un porcentaje directo del canon para los
pueblos y comunidades implica, precisamente, evitar que el desarrollo minero
se realice a espaldas de los lugares en que se ejecuta, en innecesaria contradic-
ción con la gente. Curiosamente, la empresa privada puede ser más sensible a
Francisco Ballón Aguirre 119
este reclamo que el mismo Ministerio del ramo. Debería establecerse un sistema
de control social más efectivo sobre las decisiones de la burocracia al disponer
para terceros de los recursos naturales.
Decir que los Pueblos Indígenas peruanos deben tener una representación en
el Congreso, deriva del sentido de la democracia como una relación entre repre-
sentación y representado. En esa medida, reconocerles derechos políticos, resulta
una expresión de un contrato social coherente con el propio Estado y Nación que
de ello resulta. Esa es una deuda del Perú abstracto -¿formado por ex-indios?- con
el Perú real, donde los aymara, nahua, amarakaeri... existen, pero son invisibles
en las normas fundamentales.
Pero lo que el caso aguaruna también nos enseña, es que no debemos imaginar
una coincidencia plena entre la extensión de un territorio indígena y la superpo-
sición exacta del sistema de derecho como ocurre con el Estado. En buena cuenta,
pueden operar varios sistemas simultáneamente o quedar amplias áreas sociales
regidas por las normas tradicionales.
Por otro lado, al contar con una autoridad especialmente designada para
administrar justicia, avalada pero también desligada de la organización política
representativa, facilitó el desarrollo del sistema. Luego, vendría la formalización
de la escritura como paso final del proceso.
Pues bien, esta situación nos conduce a pensar en el derecho de los pueblos
indígenas peruanos de manera dinámica. No solamente en el sentido de derecho/
obligación, sino como una tarea de permanente política interna de adaptación y
cambio. Los pueblos pueden crear y recrear sus normas para darles mayor consis-
tencia, para mejorar sus estándares de justicia. Tienen que tomar en sus manos
la ardua tarea de preparar -cuando sea necesario- sistemas jurídicos que se ajusten
a las condiciones generales de los derechos humanos. Es una labor delicada. De
hecho, la experiencia de algunos para mejorar sus caminos jurídicos podría ser
ejemplo para las necesidades de otros. Este valioso esfuerzo de inter-comunica-
ción de experiencias debe tener el apoyo del Estado y de los organismos pro-
indígenas de asesoría legal.
En buena cuenta, que el modo adoptado sea más o menos sofisticado o más
cercano a un sistema o mejor definido como una costumbre es secundario, la
cuestión de fondo es que el derecho a que sea de uno u otro modo le corres-
ponde al propio pueblo.
La idea del derecho depende del aparato teórico con el que se le mide. En
efecto, para el pensamiento anglo-sajón lo consuetudinario es en sí mismo el
derecho: una repetición judicialmente válida (la corte puede cambiar la norma
precedente creando una distinta de resolver un caso). En la tradición del derecho
romano, canónico y napoleónico, el contar con normas escritas creadas expresa-
mente se consideró una conquista contra la «arbitrariedad» de una justicia “judi-
cial”. De manera que, para que sean normas de derecho se deben expresar en forma
amoldada a las reglas de producción. Así, en ambos casos, estamos ante un
sistema de normas que se expresan eslabonadamente y condicionan su produc-
ción, adjudicación y cambio al sistema mismo.
Otro elemento de las Bases es que precisa que se trata de derechos colectivos,
es decir, que corresponden al conjunto del que se trata y no a individuos particu-
lares. De modo que, la denominación “indígenas” comprende y puede emplearse
como sinónimo de “originarios”, “tradicionales”, “étnicos”, “ancestrales”, “nati-
vos” u otros vocablos que suponen una identidad supra-individual.
Esa propuesta incluyó una iniciativa para contar con una representación
directa en el Congreso de la República de diez representantes “elegidos por los
miembros de los pueblos indígenas y poblaciones afroperuanas”. Lo que, eviden-
temente, es compatible con la situación de los derechos indígenas y no es una
novedad peruana.
Así pues, las “Bases” refirieron que las autoridades de los pueblos y comu-
nidades pueden “ejercen las funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito
territorial, de conformidad con el derecho consuetudinario y en armonía con los
derechos fundamentales de la persona”. Es decir, admitir el valor de la solución
interna de conflictos.
como pluralidad y aceptación del entorno estatal en el que las normas constitu-
cionales se producen. De manera que, la autonomía interna es plena y se debe
“expresar en armonía con los principios universales de derechos humanos. En
virtud de este derecho pueden conservar, reforzar o cambiar las prioridades de su
desarrollo económico, social y cultural, mantener su propio sistema jurídico y
participar plenamente en la vida política del país”. Al igual que en las “Bases”, la
“Propuesta” se dirige a los derechos colectivos y no a una enumeración de derechos
individuales. Considera los siguientes: “(1) Mantener, desarrollar y fortalecer su
identidad étnica y cultural. (2) Conservar y recuperar la propiedad y la posesión
de los territorios que tradicionalmente habitan, los cuales son indivisibles, perma-
nentes, inalienables, inembargables e imprescriptibles y la propiedad de los recur-
sos naturales que históricamente han utilizado. (3) Utilizar, conservar, disponer,
usufructuar y explotar los recursos que se hallen en sus territorios. Los Pueblos
Indígenas deberán participar en los beneficios que reporten las actividades mine-
ras, petroleras e hidrocarburíferas cuando los recursos se encuentren en su terri-
torio y a una justa compensación cuando realicen actividades de prospección y
exploración o deban tender oleoductos, gaseoductos o cualquier actividad que
desequilibre el medio ambiente natural. En todos los casos las servidumbres
legales están obligadas al pago de una justa compensación. (4) No ser trasladados
o reubicados de sus tierras y territorios sin su libre consentimiento. (5) El derecho
de iniciativa legislativa. (6) El derecho de consulta antes de la adopción de toda
acción o medida legislativa o administrativa que les afecte en sus derechos. (7) El
derecho de participación en la toma de decisiones. (8) A que sus idiomas sean
reconocidos oficialmente. (9) A la educación indígena, a la educación bilingüe e
intercultural y a la conducción escolar con sus propios profesores. Se garantizará
que estos sistemas educativos sean iguales en calidad, eficiencia y accesibilidad
a lo previsto para la población en general. (10) A la propiedad de su patrimonio
tangible e intangible. A la protección legal de sus conocimientos, innovaciones y
prácticas colectivas asociadas a la diversidad ecológica, así como a sus tradiciones
orales, literarias, diseños, artesanía, artes gráficas y toda obra susceptible de
derechos de propiedad intelectual. (11) Al reconocimiento, propiedad intelectual
en general de sus conocimientos, prácticas de medicina tradicional, farmacología
y promoción de la salud. (12) Usar, mantener y administrar sus propios servicios
de salud, así como a tener acceso sin discriminación alguna, a todas las institu-
ciones y servicios de salud y atención médica, accesibles a la población en general.
(13) Los técnicos, profesionales y personal que se emplee en servicios públicos de
salud, educación, agricultura, forestales, policiales, etc., y demás actividades
estatales que conciernan a los Pueblos Indígenas, serán indígenas del lugar, a
propuesta de la población indígena. (14) A conservar, restaurar y administrar su
Francisco Ballón Aguirre 127
Epílogo
Notas
1/ Kroeber (1953), Jaulin (1976), Ribeiro (1977), Wise y Ribeiro (1978), Roa Bastos
y muchos otros han descrito el genocidio.
2/ La frase de José María Arguedas, “todas las sangres”, se emplea tanto para aludir
una idea de variedad (¿cultural y racial?), como para referirse a la unidad o síntesis del
mestizaje (¿cultural y racial?). Un estudio completo del etnocentrismo se encuentra en:
“Etnocentrismo e Historia”, de Perrot y Preiswerk.
3/ Mario Vargas Llosa, “La Utopía Arcaica”, página 332. Este escritor hispano-perua-
no sostiene que el Perú, “en gran parte” ha dejado de ser la sociedad que describió el
indigenismo literario: “...lo innegable es que aquella sociedad andina tradicional, comu-
nitaria, mágico-religiosa, quechuahablante, conservadora de los valores colectivistas y
las costumbres atávicas, que alimentó la ficción ideológica y literaria indigenista, ya no
existe. Y también, que no volverá a rehacerse, no importa cuántos cambios políticos se
sucedan en los años venideros” (página 335). En estas páginas, no planteamos rehacer
un imposible, sino crear un presente político y jurídicamente plural, borrando la injusticia
de la que el indigenismo y especialmente José M. Arguedas, dieron cuenta. Por otra parte,
menos de una década separa a Vargas Llosa de su novela “El Hablador” (1987), dedicada
a los machiguenga en los que el autor polemiza con su “Mascarita” y donde todavía duda
sobre lo conveniente (“Yo no lo sabía, yo dudo aún”, página 29). ¿Será tal ficción literaria
un neo-indigenismo asomado exclusivamente al balcón de la amazonía o será acaso, una
etnografía menos certera que la de Arguedas, juzgadas ambas como lo que no son: textos
sociológicos?
4/ Esta perspectiva se encuentra muy extendida. Para una revisión del tema se puede
acudir a las publicaciones de, entre otros, Ramiro Reynaga y el Movimiento Indio Peruano.
5/ Ver “Diálogo intercultural un camino para la democracia”.
6/ El lector puede encontrar casi todas las variantes de la percepción de lo indígena,
en el debate en torno al Proyecto de Ley para crear una Comisión Especial de Asuntos
Indígenas realizado en el Congreso de la República, el año 1998, y en el sucedido para
denominarla de asuntos “afroperuanos”, en enero del año 1999.
7/ En muchas ocasiones a lo largo de su texto Guamán Poma hará una reflexión sobre
el derecho al auto-gobierno. Su énfasis en llamarse “Príncipe” no es un asunto de egolatría
sino de política. Al describir la creación y la ubicación de los pueblos puestos por Dios en
el mundo, así como sus pergaminos genealógicos, el cronista, actúa dentro de esa misma
estrategia jurídica: exponer su derecho al (buen) gobierno.
132 Introducción al Derecho de los Pueblos Indígenas
8/ Se trata de una gruesa división efectuada para los fines de una clasificación
meramente jurídica, lo cual no implica olvidar que, como señaló A. Flores Galindo en la
revolución tupamarista “convivían dos fuerzas que terminaron encontradas”. “Buscando
a un Inca”, página 151.
9/ Colección Documental de la Independencia del Perú, recopilado por Carlos D.
Valcárcel. Tomo II, Volumen II. EN: “Historia del Perú Colonial”, Carlos Daniel Valcárcel.
Ed. Importadores S.A., Lima, sin fecha de imprenta, página 230.
10/ Wilfredo Kapsoli, “Los movimientos campesinos en el Perú”, Tercera Edición,
Ediciones Atusparia, Lima 1987, página 56). Para una interpretación de estos movimien-
tos ver “La lucha indígena: un reto a la ortodoxia”.
11/ En el año 1896, John Neville publicó el que hasta hoy es el estudio más interesante
de este asunto.
12/ “El Primer Nueva Corónica y Buen Gobierno”, página 858. Guamán Poma no está
libre de sus propias contradicciones e intereses de la propiedad rural que reclamaba en
Chupas, no obstante, se perfila en sus palabras un cuestionamiento más general al
derecho español a gobernar el Perú.
13/ Estudios y textos muy diversos se han escrito sobre esta discusión y sus reper-
cusiones en el Perú. Puede consultarse de Fray Bartolomé de Las Casas “Brevísima rela-
ción de la destrucción de las Indias”, de Juan Gines de Sepúlveda el “Tratado sobre las
justas causas de la guerra contra los indios”, de Juan Bautista Lassegue “La larga marcha
de Las Casas” y los trabajos de Marianne Mahn-Lot. Además, de Isacio Pérez, “Bartolomé
de Las Casas en el Perú”.
14/ “La destrucción del Imperio de los Incas”, W. Espinoza, página 172 (Edición
Amaru l990).
15/ Ibíd. Página 199.
16/ Ibíd. Página 201.
17/ “La comunidad campesina en la sierra central, siglo XIX”, N. Manrique, página
132. EN: “Comunidades Campesinas Cambios y Permanencias”.
18/ “Comunidades de indígenas y estado Nación en el Perú”, H. Bonilla, página 18.
EN: “Comunidades Campesinas Cambios y Permanencias”.
19/ La “Historia de las Misiones Franciscanas” de Fray Bernardino Izaguirre recoge
esa confrontación.
20/ Demetrio Ramos Pérez, “Historia de la Colonización Española en América”, pá-
ginas 295 y 296.
21/ René Ortiz Caballero, “Derecho y Ruptura”.
22/ Hans Kelsen en su clásico sobre “Teoría General del Derecho y del Estado”
página 138).
23/ José Mariluz, “El Régimen de la Tierra en el Derecho Indiano”, página 20.
24/ Ibíd. Página 69.
25/ Julio Escobar, “La condición civil del indio”. En: Revista Universitaria. Año XIX.
Vol. II. Año 1925. Página 595. Jorge Basadre, “Historia del Derecho Peruano”, página 271.
26/ Ibíd. Página 554.
27/ En este punto coinciden explícita e implícitamente la mayoría de los autores que
han tratado el tema Villarán, Bustamante, Encinas, Escobar etc. Quizás debiéramos
recordar las palabras de Ricardo Bastamente Cisneros referidas a las leyes creadas sin
consulta, «no podrá nunca prosperar, y tendrá que ser, como las leyes que sobre comu-
Francisco Ballón Aguirre 133
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