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EL MISTERIO DE CRISTO EN LOS ESCRITOS DE

JUAN Y LA TRADICIÓN
Palabras claves:
Testimonio, encarnación, mundo, luz, verdad, vida, comunión, amor, Unigénito, Verbo,
Yo soy, herejía, gnosticismo, docetismo, apolinarismo, monofisismo, monotelismo,
arrianismo, adopcionismo, nestorianismo, Theotokos, comunicación de idiomas, unión
hipostática, homoousios, homoiousios, naturaleza, individuo, persona, visión beatífica

Objetivo:
Penetrar en la profundidad del pensamiento cristológico del apóstol Juan, ubicándonos
en el horizonte en el que él se ubica para dar cuenta del misterio de Cristo y llegar así a
comprender el sentido de sus términos y expresiones cristológicas particulares y su
utilidad para la labor teológica y la vida práctica cristiana. De igual modo, adquirir una
comprensión global del desarrollo histórico posterior de la doctrina cristológica desde el
siglo segundo hasta nuestros días, en especial del periodo antiguo que nos legó algunos
de los documentos dogmáticos más importantes y vigentes de la historia de la iglesia
que nos permiten seguir identificando, denunciando y combatiendo las viejas herejías
cristológicas que se reeditan bajo nuevas vestiduras, promoviendo una exposición
cristológica que sea fiel a los hechos de Cristo narrados en la Biblia en general y en los
escritos inspirados y veraces del Nuevo Testamento en particular.

Resumen:
El apóstol Juan es el autor que, con su visión cristológica y su punto de vista particular
de la persona de Jesucristo, cierra el canon inspirado de los libros del Nuevo
Testamento que, por lo mismo, se considera autoritativo y normativo para la elaboración
doctrinal posterior de la iglesia, brindándonos una terminología tan profunda y puntual
para la comprensión racional del misterio de Cristo que ha venido mostrando su
innegable utilidad a lo largo de toda la historia del pensamiento cristiano.

La tradición cristiana es heredera y beneficiaria de este legado que la iglesia debe

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conservar con fidelidad, precisando aún más su sentido y alcance para la vida práctica
cristiana mediante la vivencia del dogma cristológico y la profundización en su
comprensión que establece el lenguaje más adecuado para referirse correctamente a él
sin tergiversarlo ni traicionarlo en el proceso. Una tradición que no es de desechar sino
más bien digna de ser valorada en la medida en que sea fiel a los contenidos
escriturales y ayude a su mejor entendimiento por parte de las nuevas generaciones de
creyentes que pueden, a su vez, formar parte de esta tradición en la que cada nueva
generación cristiana se inscribe para ir haciendo su aporte a la comprensión del
misterio de Cristo para quienes vienen después de nosotros.

1. El misterio de Cristo en los escritos de Juan

Juan es el último de los escritores sagrados del Nuevo Testamento al que debemos
acudir en un estudio de Cristo como el que hemos emprendido aquí. A este apóstol
se le atribuye de manera unánime la autoría del evangelio y las tres epístolas que
llevan su nombre. El Apocalipsis, si bien ha sido discutida su autoría debido a la
existencia en Efeso de un anciano muy respetado en la iglesia que llevaba también el
nombre del apóstol y al cual algunos han asociado el Apocalipsis, lo cierto es que
esta es una posición minoritaria y la posición más amplia y generalizada a lo largo de
la historia de la iglesia es que el apóstol Juan también es el autor de este libro que
cierra el canon del Nuevo Testamento, concluyendo con él los escritos inspirados y
universalmente autoritativos del cristianismo.

La necesidad de abordar la cristología de Juan de manera independiente a la de los


sinópticos y la de la iglesia apostólica primitiva obedece a que Juan, siendo parte de
los doce y, por lo mismo, siendo un calificado y destacado miembro y dirigente de la
iglesia apóstólica primitiva como lo confirma el apóstol Pablo en su epístola a los
Gálatas al referirse a Pedro, Juan y Santiago como “columnas” de la iglesia; tiene no
obstante unos rasgos particulares y distintivos en su exposición y entendimiento del
misterio de Cristo que ameritan darle a sus escritos un tratamiento aparte como el
que ahora emprendemos.

5.1. El papel corroborativo del testimonio en Juan

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El evangelio de Juan es esencialmente el evangelio de la contemplación y el
amor, al punto que, de manera simplista, se ha llegado a decir que en Juan el
Cristo de la fe evacuó al Jesús histórico, como si contemplación y realidad
histórica se opusieran y fueran mutuamente excluyentes. Dicho de otro modo, los
críticos afirman que el carácter contemplativo de Juan lo lleva a poner su vista en
el cielo a tal punto que sus pies ya no están en la tierra. Pero si bien Juan tiene
su vista puesta en el cielo, también tiene sus pies bien afirmados en la tierra.
Para desmentir estos señalamientos basta ver la importancia que Juan concede
al testimonio histórico directo en multitud de pasajes que vale la pena citar
textualmente:

 “Juan no era la luz, sino que vino para dar testimonio de la luz” (Jn. 1:8)

 “Juan dio testimonio de él, y a voz en cuello proclamó: «Éste es aquel de quien
yo decía: ‘El que viene después de mí es superior a mí, porque existía antes
que yo.’ »” (Jn. 1:15)

 “Yo lo he visto y por eso testifico que éste es el Hijo de Dios.»” (Jn. 1:34)

 “Uno de mis testigos soy yo mismo, y el Padre que me envió también da


testimonio de mí” (Jn. 8:18)

 “»Cuando venga el Consolador, que yo les enviaré de parte del Padre, el


Espíritu de verdad que procede del Padre, él testificará acerca de mí. Y
también ustedes darán testimonio porque han estado conmigo desde el
principio” (Jn. 15:26-27)

 “Pero cuando venga el Espíritu de la verdad, él los guiará a toda la verdad,


porque no hablará por su propia cuenta sino que dirá sólo lo que oiga y les
anunciará las cosas por venir. Él me glorificará porque tomará de lo mío y se
lo dará a conocer a ustedes” (Jn. 16:13-14)

 “¡Así que eres rey! le dijo Pilato. Eres tú quien dice que soy rey. Yo para
esto nací, y para esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el
que está de parte de la verdad escucha mi voz” (Jn. 18:37)

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 “El que lo vio ha dado testimonio de ello, y su testimonio es verídico. Él sabe
que dice la verdad, para que también ustedes crean” (Jn. 19:35)

 “Lo que ha sido desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado con
las manos, esto les anunciamos respecto al Verbo que es vida. Esta vida se
manifestó. Nosotros la hemos visto y damos testimonio de ella, y les
anunciamos a ustedes la vida eterna que estaba con el Padre y que se nos ha
manifestado. Les anunciamos lo que hemos visto y oído, para que también
ustedes tengan comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y
con su Hijo Jesucristo” (1 Jn. 1:1-3)

El carácter demostrativo del testimonio para establecer la veracidad histórica de


un hecho se ha diluido un poco en la actualidad con el auge de las ciencias
naturales y la apelación a otro tipo de pruebas procesadas en el laboratorio, pero
en el campo del derecho el testimonio sigue ostentado una gran carga
probatoria. Tal vez la más determinante aún, sin perjuicio de otro tipo de pruebas
de laboratorio propias de las ciencias forenses, tales como las huellas digitales,
el ADN, recreadas hoy al detalle en series televisivas policiales y detectivescas
como las franquicias de CSI o “La ley y el orden”, entre otras

Por eso debemos trasladarnos al contexto histórico del Antiguo y el Nuevo


Testamento en el que estos recursos probatorios no existían, de modo tal que el
testimonio era el recurso definitivo para establecer la veracidad de un hecho
cualquiera:

 “»Sólo por el testimonio de varios testigos se le podrá dar muerte a una


persona acusada de homicidio. Nadie podrá ser condenado a muerte por el
testimonio de un solo testigo” (Nm. 35:30)

 “Por el testimonio de dos o tres testigos se podrá condenar a muerte a una


persona, pero nunca por el testimonio de uno solo” (Dt. 17:6)

 “»Un solo testigo no bastará para condenar a un hombre acusado de cometer


algún crimen o delito. Todo asunto se resolverá mediante el testimonio de dos

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o tres testigos” (Dt. 19:15; comparar con Mt. 18:16 y 2 Cor. 13:1)

 “No admitas ninguna acusación contra un anciano, a no ser que esté


respaldada por dos o tres testigos” (1 Tim. 5:19)

Juan manifiesta, pues, un doble movimiento. De lo eterno, más allá de la historia,


desciende a lo temporal e histórico y de aquí vuelve a remontarse, mediante las
constataciones de testigos veraces, a lo eterno. Dicho de otro modo, para Juan,
los hechos corporales e históricos llevados a cabo por Jesús conducen a su
divinidad y, a su vez, su divinidad ilumina y explica sus hechos corporales e
históricos otorgándoles todo su sentido. Se equivocan, entonces, quienes
afirman que Juan se enfoca únicamente en el “Cristo de la fe” o que separa al
“Cristo de la fe” del “Jesús histórico”, acusación que carece del fundamento que
pretenden encontrar en los escritos de este apóstol.

5.2. La importancia de la encarnación en Juan

El carácter inseparable entre el “Cristo de la fe” y el “Jesús histórico” en Juan se


aprecia en el hecho de que Cristo cobra importancia para nuestro apóstol desde
su misma encarnación, al punto de que para el lector desprevenido parecería
que la expiación queda en su evangelio algo relegada en relación con aquella. Si
para Pablo la fe tiene que ver ante todo con la creencia en que Jesús es el Señor
resucitado y exaltado por el Padre, para Juan tiene que ver antes que nada con la
creencia en que Jesús fue enviado por el Padre a habitar como hombre entre
nosotros: “ya que el Padre mismo los ama porque me han amado y han creído
que yo he venido de parte de Dios… para que todos sean uno. Padre, así como tú
estás en mí y yo en ti, permite que ellos también estén en nosotros, para que el
mundo crea que tú me has enviado” (Jn. 16:27; 17:21).

Al igual que los sinópticos, al abordar el misterio de la venida de Cristo Juan


elabora su evangelio informándonos sobre el propósito que la encarnación tenía
al revelarnos lo que el Verbo encarnado como hombre llevó a cabo en su paso
histórico por el mundo. Pero a diferencia de ellos, para Juan la encarnación es ya
en sí misma un propósito y no sólo el medio para alcanzar otros propósitos. La

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identificación que Juan hace de Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado como
hombre, tiene como consecuencia que su encarnación ya sea en sí misma un
acto revelador, al margen de lo que el Verbo de Dios haga con posterioridad a su
encarnación.

Así, uno de los mayores aportes que Juan hace a la comprensión del misterio de
Cristo es revelarnos que el mero hecho de la encarnación es ya por sí sola una
obra de redención que está inexorablemente ligada a la pasión de Cristo, siendo
ésta última la coronación de una misión iniciada de manera efectiva desde el
mismo momento de la concepción del Verbo como hombre en el vientre de la
virgen María. En otras palabras, al margen de la muerte y resurrección del Señor,
la encarnación tiene ya un real sentido salvífico.

En consecuencia, es Juan quien, como ningún otro evangelista, descubre detrás


del “Jesús histórico” desde el mismo momento de su encarnación al Verbo divino
o al “Cristo de la fe” en todo su esplendor, a diferencia de Pablo que lo descubre
a partir de su estado glorificado. Por eso, a la luz de lo que Juan nos dice acerca
del Verbo encarnado podemos llegar a apreciar y agradecer mucho más el
misterio de la Kenosis. A continuación relacionaremos los aspectos que Juan
toma en cuenta para indicarnos de qué manera la encarnación ya es un acto
revelador y salvador.

5.3. El mundo: la justificación de la misión de Cristo

Para Juan el estado del mundo justifica, de entrada, tanto la decisión de Dios
Padre de enviar a su Hijo al mundo, como el papel que el Hijo comienza a cumplir
en el mundo no más encarnarse como hombre en él. El mundo es un lugar en
tinieblas en el cual el pecado, el engaño y quien los instiga (Satanás) reinan y
campean a sus anchas, de ahí que en sus escritos prevalece el sentido
peyorativo y la consecuente carga simbólica negativa que la iglesia ha atribuido
al término “mundo” en sus dos mil años de historia:

 “Ustedes son de aquí abajo continuó Jesús; yo soy de allá arriba. Ustedes
son de este mundo; yo no soy de este mundo” (Jn. 8:23)

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 “El juicio de este mundo ha llegado ya, y el príncipe de este mundo va a ser
expulsado” (Jn. 12:31)

 “y en cuanto al juicio, porque el príncipe de este mundo ya ha sido juzgado”


(Jn. 16:11)

 “No amen al mundo ni nada de lo que hay en él. Si alguien ama al mundo, no
tiene el amor del Padre. Porque nada de lo que hay en el mundo los malos
deseos del cuerpo, la codicia de los ojos y la arrogancia de la vida  proviene
del Padre sino del mundo. El mundo se acaba con sus malos deseos, pero el
que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn. 2:15-17)

 “Sabemos que somos hijos de Dios, y que el mundo entero está bajo el control
del maligno” (1 Jn. 5:19)

Contra este trasfondo sobresale también la oposición fatal e irreductible que se


aprecia entre Cristo y el mundo: “»Si el mundo los aborrece, tengan presente que
antes que a ustedes, me aborreció a mí... Ya no voy a estar por más tiempo en el
mundo, pero ellos están todavía en el mundo, y yo vuelvo a ti… Yo les he
entregado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como
tampoco yo soy del mundo. No te pido que los quites del mundo, sino que los
protejas del maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco lo soy yo” (Jn.
15:18; 17:11, 14-16); sin que por ello Juan deje tampoco de tomar distancia de
los gnósticos que desde temprano acechaban al cristianismo condenando a
ultranza al mundo material, pues este apóstol también hace alusiones favorables
al mundo como creación de Dios: “»Padre, quiero que los que me has dado estén
conmigo donde yo estoy. Que vean mi gloria, la gloria que me has dado porque
me amaste desde antes de la creación del mundo” (Jn. 17:24); de donde se
colige que el mundo no es para él algo esencialmente malo sino que lo es
coyuntural o circunstancialmente por causa de la caída.

Y debido precisamente a que el mundo no es esencialmente malo sino solo de


manera coyuntural, es que Cristo viene al mundo para redimirlo de esta
condición caída: “»Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito,

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para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn.
3:16), destruyendo las obras del diablo en el mundo: “… El Hijo de Dios fue
enviado precisamente para destruir las obras del diablo” (1 Jn. 3:8), y trayendo
en sí mismo la luz y la vida que esta humanidad necesita con urgencia, lo cual
nos conduce al siguiente punto (Jn. 1:4-5, 9-10)

5.4. El sentido y propósito de la misión de Cristo

Como resultado de lo ya dicho, el sentido primordial de la misión de Cristo es, por


lo tanto, ser luz en medio de tinieblas: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue
no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida… Yo soy la luz que ha
venido al mundo, para que todo el que crea en mí no viva en tinieblas” (Jn. 8:12;
12:46), desenmascarando con su luz la mentira y el engaño del pecado
promovidos por Satanás: “Ustedes son de su padre, el diablo, cuyos deseos
quieren cumplir. Desde el principio éste ha sido un asesino, y no se mantiene en
la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando miente, expresa su propia
naturaleza, porque es un mentiroso. ¡Es el padre de la mentira!” (Jn. 8:44).

La encarnación enciende, entonces, una luz en medio de las tinieblas reinantes


en el mundo. Una luz que, a semejanza de lo que se puede apreciar en la
experiencia cotidiana que la física nos brinda, hace retroceder automáticamente
las tinieblas espirituales a su alrededor, puesto que: “Esta luz resplandece en las
tinieblas, y las tinieblas no han podido extinguirla” (Jn. 1:5), iluminando los ojos
de los que admiten su ceguera: “Jesús les contestó: Si fueran ciegos, no serían
culpables de pecado, pero como afirman que ven, su pecado permanece” (Jn.
9:41), pues no todos hacen este necesario reconocimiento, lo cual deja a la
humanidad sin excusa: “Ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al
mundo, pero la humanidad prefirió las tinieblas a la luz, porque sus hechos eran
perversos. Pues todo el que hace lo malo aborrece la luz, y no se acerca a ella
por temor a que sus obras queden al descubierto. En cambio, el que practica la
verdad se acerca a la luz, para que se vea claramente que ha hecho sus obras
en obediencia a Dios” (Jn. 3:19-21).

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Es por todo lo anterior que la encarnación es tan importante para Juan, pues
enciende una luz que comienza de inmediato a disipar las tinieblas alrededor de
ella, independiente del hecho de que esta luz vaya incrementando gradualmente
su luminosidad, intensidad y alcance en la medida en que el Verbo encarnado en
Jesucristo crece y se desarrolla como hombre hasta alcanzar la edad adulta y
concluir por medio de sus enseñanzas, sus acciones milagrosas, su muerte
expiatoria en la cruz y su resurrección, ascensión y exaltación final lo iniciado con
la encarnación, como quien enciende una luz graduable en un salón oscuro y va
girando lentamente la perilla desalojando la penumbra en un radio creciente
hasta que ningún rincón del salón deja de estar completamente iluminado.

5.5. Formas en que Jesucristo se amolda a su misión

Si bien el sentido fundamental de la misión de Cristo es ser luz en medio de las


tinieblas lo cual confiere la importancia teológica asignada por Juan a
Jesucristo desde su misma encarnación, Juan desglosa mejor las diferentes
formas en que Jesucristo desarrolla su misión fundamental. Lo hace mediante la
asociación que establece entre la luz, la vida y la verdad: “En él estaba la vida, y
la vida era la luz de la humanidad” (Jn. 1:4); “Yo soy el camino, la verdad y la
vida le contestó Jesús. Nadie llega al Padre sino por mí” (Jn. 14:6). El Verbo
encarnado en Jesucristo, además de iluminar, otorga por medio de sí mismo vida
verdadera (o “en abundancia”, según lo dice Juan 10:10) a un mundo muerto en
sus pecados, como lo describió muy bien el apóstol Pablo (Efe. 2:1). Y al iluminar
el entendimiento de los seres humanos en general, pero particularmente el de
los redimidos, saca también a la luz la verdad.

Se destaca en todo esto la indisoluble unidad que en la mente de Juan tienen la


obra y la persona de Cristo, al punto que se podría decir que Él no vino tan sólo a
traer la luz, la vida o la verdad sino que Él mismo es la luz, la vida y la verdad. En
conclusión, para Juan Cristo se revela no propiamente por lo que hace o dice,
sino por quién Él es. Ya ampliaremos esto un poco más adelante. Por lo pronto,
podría decirse que donde quiera que Cristo se encuentre, se manifiestan

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simultáneamente la luz, la vida y la verdad. Así, hay tres verbos que describen
bien las formas en que Cristo se amolda a su misión en el mundo: iluminar, como
la luz del mundo que Él es; vivificar, como la vida que Él es; y esclarecer, como la
verdad que Él es. Todo ello de manera simultánea y combinada, de donde en la
experiencia cotidiana del creyente no se pueden separar estas acciones llevadas
a cabo por Cristo, sino tan sólo distinguirlas conceptualmente para propósitos de
estudio y comprensión

Todo lo dicho en cuanto a la importancia que la encarnación tiene para Juan en


el propósito unificado de iluminar, vivificar y esclarecer al género humano,
redimiéndolo de su condición caída sumida en las tinieblas, la muerte y el
engaño reinantes en el mundo, no significa que Juan no otorgue la debida
importancia a la expiación. Juan no desconoce también la importancia de esta
última, algo que sale a relucir desde el mismo comienzo de su evangelio cuando
recoge la significativa declaración de su homónimo, Juan Bautista, cuando se
refiere a Cristo en el río Jordán como el “Cordero de Dios... que quita el pecado
del mundo” (Jn. 1:29). En conclusión, su énfasis característico en la encarnación
no le hace, sin embargo, perder de vista la expiación como algo central y
necesario en el ministerio del Verbo encarnado.

5.6. La comunión: propósito final de la redención

Finalmente y sin perjuicio de todo lo anterior, sino más bien utilizándolo como
medio para ello, para Juan el resultado y objetivo final de la misión de Cristo es,
entonces, de manera especial, hacer posible nuestra comunión (o unión común)
con Él en el seno de la Trinidad divina: “para que todos sean uno. Padre, así
como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos también estén en nosotros,
para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que me
diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno” (Jn. 17:21-22) y
también, como se deduce de lo leído en el pasaje anterior, hacer posible nuestra
comunión con nuestros hermanos en el contexto de la fraternidad de la iglesia:
“Les anunciamos lo que hemos visto y oído, para que también ustedes tengan
comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo

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Jesucristo” (1 Jn. 1:3)

Esto explica también la centralidad que en los escritos de Juan ocupa el amor
como meta de la vida cristiana. Porque la comunión es un resultado del ejercicio
activo del amor, otro de los temas recurrentes y centrales de Juan (Jn. 3:16;
13:34; 14:15; 15:12, 17; 1 Jn. 2:10; 3:11, 23; 4:7-8, 16, 21; 2 Jn. 5). Así, pues,
el objetivo perseguido por Dios a través de la encarnación del Verbo como
hombre y todas las acciones llevadas a cabo por Él durante su paso histórico por
el mundo no es meramente la salvación de los suyos sino algo más: hacer
posible la comunión entre los salvos, tanto con Dios mismo como entre ellos.
Para ampliar este tema vale la pena leer el texto del sermón “La comunión de los
santos” incluido dentro de los recursos de la materia.

5.7. El Unigénito del Padre

El “Unigénito del Padre” es un calificativo para Cristo utilizado únicamente por


Juan (Jn. 1:14, 18; 3:16, 18; 1 Jn. 4:9) que posee una gran profundidad y
utilidad teológica. Tanto así que los padres de la iglesia decidieron incluir este
término sin modificación en el credo niceno para designar a Cristo, procediendo
a desarrollar enseguida en el mismo credo el significado de esta expresión, de
este modo: “Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, nacido del
Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz. Dios verdadero de Dios
verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien
todo fue hecho”.

El significado de la expresión “Hijo unigénito” se ampliará en la materia Teología


de la Palabra indicando en qué sentido la filiación de Jesucristo respecto del
Padre es única y muy superior a la filiación adoptiva de los creyentes o la de los
ángeles, ambos criaturas que, como tales, se encuentran en una categoría
diferente a la ostentada por Cristo en su condición de unigénito Hijo de Dios que
lo ubica en la categoría del Creador mismo, poseyendo en sí mismo todos los
atributos propios de Dios junto al Padre y al Espíritu Santo.

Para cerrar este punto baste decir que el significado teológico de la expresión

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“Unigénito del Padre” complementa y corrige muy bien las falsas
interpretaciones que los arrianos de ayer y de hoy han hecho de la expresión
paulina “primogénito de toda creación” también referida a Jesucristo y contribuyó
decisivamente a identificar, denunciar y combatir las herejías cristológicas
surgidas en los primeros siglos de la iglesia, dando pie al debate alrededor de
palabras griegas centrales en la discusión como homoousios y homoiousios (con
sólo una letra de diferencia entre ellas) que abordaremos con más detalle en el
capítulo sobre la tradición que cierra esta materia y también en la materia
Teología de la Palabra.

5.8. El Verbo de Dios

Por otra parte y en relación con el Verbo, término alusivo a Cristo utilizado
también con exclusividad por Juan (Jn.1:1, 14; 1 Jn. 1:1; 5:7, Apo. 19:7), hay que
recordar lo ya dicho al respecto en la materia Pensamiento, Conocimiento y
Revelación y ratificado a su vez en la materia Teología de la Palabra en el sentido
de que, a pesar de coincidir como recurso conceptual con la filosofía griega, su
significado en Juan procede directamente de la tradición judía fundamentada en
la Biblia, en la que el Verbo se relaciona y arraiga en la teología de la palabra, de
la sabiduría y de la ley características del pensamiento hebreo y no en la
tradición filosófica griega.

Como quiera que sea, la gran utilidad apologética de este término es indiscutible,
sirviendo de puente desde épocas tempranas a los más capaces cristianos para
emprender un diálogo crítico y constructivo, con altura intelectual, con lo mejor
de la cultura y la filosofía pagana de los griegos, como podemos verlo en los
llamados “apologistas griegos” y una gran parte de los padres posteriores de la
iglesia de la época de la patrística y aún los grandes pensadores cristianos de la
Edad Media. También en esto el estudiante puede revisar lo dicho al respecto en
materias como Historia del Cristianismo I, Filosofía y Cristianismo e Introducción
al Pensamiento Cristiano.

Y dado que el desarrollo más amplio y sistemático de todo lo concerniente al

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Verbo preexistente que es el aspecto filosófico de la cristología ocupará toda
la materia de Teología de la Palabra, lo único que es preciso decir aquí a manera
de abrebocas es que a pesar de que haya un acercamiento o evidentes puntos
de contacto entre ambas concepciones del Verbo o Logos (la griega y la bíblica,
tal como la expone el apóstol Juan) es necesario indicar que no son iguales.

Para la filosofía griega, aunque no haya un acuerdo o entendimiento unánime


entre sus variadas escuelas de pensamiento en cuanto al significado del logos,
esta noción ocupa de todos modos un papel central en casi todas ellas en las
que, sin perjuicio de sus diferencias y matices, el logos hace referencia al
principio que establece el orden en el universo, a la mente de Dios que lo
controla todo o al intermediario (creado) entre Dios y sus criaturas (una especie
de demiurgo1).

Sin contradecir necesariamente estas acepciones a las que juzga, en el mejor de


los casos incompletas y en el peor como distorsionadas, el pensamiento cristiano
recurre al término Logos o Verbo para complementarlas o corregirlas enfatizando
ante todo la preexistencia eterna de Cristo, su carácter eminentemente personal
en relación con los hombres (un carácter del que más bien adolecía en el
pensamiento griego), y sobre todo la plenitud de la revelación de Dios al hombre
en la encarnación de Cristo, el Logos o la Palabra de Dios hecha hombre, de
modo que no ha existido ni existirá después de Él una revelación superior y más
concreta dada por Dios a los hombres, constituyéndose el Logos encarnado en
Jesucristo en el zenit insuperable de la revelación de Dios al hombre.

No sobra destacar también la insistencia de Juan en el sentido de que el Verbo


se hizo hombre de manera literal y completa sin dar lugar a ningún asomo de
docetismo en sus escritos, ya que para él la humanidad de Cristo no es

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El demiurgo (en griego: Δημιουργός, Dēmiurgós), en la filosofía gnóstica, es la entidad que sin ser
necesariamente creadora es impulsora del universo. También es considerado un semidios creador
del Mundo y autor del universo en la filosofía idealista de Platón y en la mística de
los neoplatónicos. Por tanto, demiurgo significa literalmente: maestro, supremo artesano, hacedor;
aunque resaltando el griego significaría creador, término que sin embargo no se identifica
necesariamente con Dios, o por lo menos no con el Dios supremo, en la filosofía griega, como si
sucede en el pensamiento bíblico en el que Dios y Creador son términos intercambiables.

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solamente una realidad de la que tenemos que dejar constancia, como de un
dato real, sino que es esencial al misterio redentor siendo su humanidad tanto la
manifestación como el instrumento de su divinidad.

5.9. Jesucristo: el gran “Yo soy”

Otra de las características de Juan es el uso que hace del número 7 (el número
de la perfección y la plenitud de Dios en la Biblia) como criterio de selección en
su evangelio. Es así como Juan recoge siete declaraciones por las que Cristo se
presenta a sí mismo con el nombre más personal de Dios en al Antiguo
Testamento, el inefable tetragramatón YHWH que significa “Yo soy”, tal y como
Dios se lo reveló a Moisés en el libro del Éxodo (Éxo. 3:13-15), como dando
cumplimiento al reiterado anuncio hecho por el profeta Ezequiel: “De esta
manera mostraré mi grandeza y mi santidad, y me daré a conocer ante muchas
naciones. Entonces sabrán que yo soy el SEÑOR” (Eze. 38:23).

Para situar la importancia de estas siete declaraciones Juan narra el episodio en


el que la guardia del templo iba a arrestar a Jesucristo, quien protagoniza la
siguiente desconcertante y enigmática escena: “Jesús, que sabía todo lo que le
iba a suceder, les salió al encuentro. ¿A quién buscan? les preguntó. A Jesús
de Nazaret contestaron. Yo soy… Cuando Jesús les dijo: «Yo soy», dieron un
paso atrás y se desplomaron” (Jn. 18:4-6). Los guardias retroceden y se
desploman cuando Jesús se da a conocer a ellos con su nombre propio: “Yo soy”.
Porque en la generalidad de los casos cuando Jesús dice “yo soy” no está
conjugando el verbo “ser” sino revelándose con nombre propio como el mismo y
eterno YHWH que se le reveló a Moisés.

Esto explica también que en otra ocasión igualmente registrada por este apóstol,
Jesucristo dijera: “Ciertamente les aseguro que, antes de que Abraham naciera,
¡yo soy!” (Jn. 8:58). Se explica esta manera de hablar en parte en el hecho de
que, aunque Jesucristo como hombre es posterior en el tiempo a Abraham, como
Dios es anterior a él. Pero no se trata sólo de eso, pues si así fuera al Señor le
hubiera bastado con decir: “antes de que Abraham naciera, ¡yo era!” o “¡yo fui!”.

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Sin embargo, dado que Él no está aquí conjugando el verbo ser, sino dándonos a
conocer quién es con nombre propio, la construcción gramatical utilizada aquí
por Jesucristo es correcta para lograr identificarse así como el mismo Dios que
dijo a Moisés: “Yo soy el que soy”. Para abordar estas siete declaraciones
acudiremos a un material extraído textualmente de la segunda parte del sermón
“Ser o existir. El gran dilema” que transcribiremos a partir de este momento:

5.9.1. El pan de vida

“Yo soy el pan de vida —declaró Jesús—. El que a mí viene nunca pasará
hambre, y el que en mí cree nunca más volverá a tener sed” (Jn. 6:35).
Jesucristo es la provisión, el sustento de la vida humana, quien satisface
nuestras necesidades materiales y espirituales otorgándonos los recursos
que necesitamos para vivir. Él es el Verbo de Dios, la Palabra de Dios
hecha hombre que nos recuerda también que: “No sólo de pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios’” (Mt. 4:4).
Porque la sed y el hambre verdaderas no son las físicas, sino las
espirituales, como lo profetizó Amos refiriéndose, espero, a los días en
que vivimos: “»Vienen días —afirma el Señor omnipotente—, en que
enviaré hambre al país; no será hambre de pan ni sed de agua, sino
hambre de oír las palabras del Señor” (Amos 8:11)

5.9.2. La luz del mundo

“Una vez más Jesús se dirigió a la gente, y les dijo: Yo soy la luz del
mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de
la vida” (Jn. 8:12). Jesucristo es la luz del mundo. Esa luz que: “…
resplandece en las tinieblas y las tinieblas no han podido extinguirla” (Jn.
1:5), aunque no cesa de intentarlo sin éxito. Jesucristo ilumina nuestro
entorno, nuestras circunstancias, nuestro entendimiento, nuestra mente,
nuestro corazón. Nos saca de la confusión, de la desorientación, de la
ambigüedad y la perversidad de las tinieblas. Pero para poder
beneficiarse de su luz hay que acercarse dócilmente a Él y permitir que

15
con su ser ilumine nuestra existencia, aunque al principio no nos guste lo
que veamos, pues: “Ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al
mundo, pero la humanidad prefirió las tinieblas a la luz, porque sus
hechos eran perversos. Pues todo el que hace lo malo aborrece la luz, y
no se acerca a ella por temor a que sus obras queden al descubierto. En
cambio, el que practica la verdad se acerca a la luz, para que se vea
claramente que ha hecho sus obras en obediencia a Dios” (Jn. 3:19-21).

5.9.3. La puerta de las ovejas

“«Ciertamente les aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los
que vinieron antes de mí eran unos ladrones y unos bandidos, pero las
ovejas no les hicieron caso. Yo soy la puerta; el que entre por esta puerta,
que soy yo, será salvo. Se moverá con entera libertad, y hallará pastos”
(Jn. 10:7-9). Jesucristo es el único medio de acceso al terreno seguro en
que los creyentes se pueden mover con entera libertad y disfrutar de los
buenos pastos, sin temer las acechanzas y engaños de los enemigos de
Dios, ladrones, bandidos y lobos vestidos de oveja que buscan destruir y
explotar al rebaño infiltrándose en el redil trepando por las paredes y no
entrando por la puerta, como lo denuncia el apóstol Pablo: “Sé que
después de mi partida entrarán en medio de ustedes lobos feroces que
procurarán acabar con el rebaño. Aun de entre ustedes mismos se
levantarán algunos que enseñarán falsedades para arrastrar a los
discípulos que los sigan. Así que estén alerta…” (Hc. 20:29-31).

Porque hoy abundan los que no entran por la puerta. Falsos maestros y
“pastores” que no honran ni obedecen a Cristo teniéndolo en la más alta
estima y siguiendo su ejemplo de vida virtuosa e íntegra, y que no
pertenecen, por tanto, al rebaño de Dios. Por eso, la mejor prueba para
saber si un presunto pastor sirve realmente a Dios y a su causa es el
concepto que tenga de Jesucristo y el lugar que Jesucristo ocupe en sus
afectos, en sus devociones y en su estilo de vida y conducta. Sin olvidar
que el Señor también nos advierte diciendo: “»Entren por la puerta

16
estrecha. Porque es ancha la puerta y espacioso el camino que conduce a
la destrucción, y muchos entran por ella. Pero estrecha es la puerta y
angosto el camino que conduce a la vida, y son pocos los que la
encuentran.” (Mt. 7:13-14).

Y no es casualidad que justo después de esta advertencia el Señor


Jesucristo nos advierta también sobre los falsos maestros describiéndolos
de este modo: “»Cuídense de los falsos profetas. Vienen a ustedes
disfrazados de ovejas, pero por dentro son lobos feroces. Por sus frutos
los conocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los
cardos? Del mismo modo, todo árbol bueno da fruto bueno, pero el árbol
malo da fruto malo. Un árbol bueno no puede dar fruto malo, y un árbol
malo no puede dar fruto bueno. Todo árbol que no da buen fruto se corta
y se arroja al fuego. Así que por sus frutos los conocerán. »No todo el que
me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino sólo el que
hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en
aquel día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre
expulsamos demonios e hicimos muchos milagros?’ Entonces les diré
claramente: ‘Jamás los conocí. ¡Aléjense de mí, hacedores de maldad!’”
(Mt. 7:15-23). Como pueden verlo, no son quienes presumen de
profetizar, de echar demonios y de hacer milagros los que entran siempre
por la puerta.

5.9.4. El buen pastor

“»Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. El
asalariado no es el pastor, y a él no le pertenecen las ovejas. Cuando ve
que el lobo se acerca, abandona las ovejas y huye; entonces el lobo ataca
al rebaño y lo dispersa. Y ese hombre huye porque, siendo asalariado, no
le importan las ovejas. »Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas, y
ellas me conocen a mí, así como el Padre me conoce a mí y yo lo conozco
a él, y doy mi vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no son de este
redil, y también a ellas debo traerlas. Así ellas escucharán mi voz, y habrá

17
un solo rebaño y un solo pastor” (Jn. 10:11-16). Quien esto predica es un
pastor, pero únicamente Jesucristo es el buen pastor.

Porque por más que los pastores nos esmeremos en ser buenos pastores
y lo hagamos por convicción, vocación y llamado auténticos que
disfrutamos, nunca nos acercaremos al desempeño perfecto del buen
pastor y nuestro trabajo es escuchar la voz del buen pastor, aprender a
identificarla y enseñar a nuestros hermanos, ovejas como nosotros del
este redil, a hacerlo de igual manera, pues en la iglesia podemos existir
muchos pastores legítimos, pero al final sólo Jesucristo es el buen pastor.

De igual modo, aunque haya muchas iglesias o denominaciones


cristianas, desde la óptica de Dios la iglesia es una sola y, por lo mismo,
en últimas: “habrá un solo rebaño y un solo pastor”. Y ese pastor es
Jesucristo y únicamente Él, pues nadie más que Él ha dado la vida por las
ovejas de la manera eficaz en que Él lo hizo.

5.9.5. La resurrección y la vida

“... Entonces Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en
mí vivirá, aunque muera; y todo el que vive y cree en mí no morirá
jamás…” (Jn. 11:25-26). Jesús es la resurrección y la vida. Porque sólo
mediante la fe en Él podremos llegar a experimentar, a semejanza suya,
la resurrección con cuerpos incorruptibles y gloriosos para entrar en la
vida eterna, que es la vida verdadera de la cual ésta es sólo un pálido
anticipo, en un mundo renovado de tal manera que la muerte no tendrá la
última palabra para los creyentes que mueren en Cristo y que, debido a
ello es posible que dejemos temporalmente de existir, pero nunca
dejaremos de ser. Es gracias a que Jesucristo declaró ser la resurrección y
la vida que el gran teólogo alemán Karl Barth declaró en la portada de la
revista Time de abril del 62 que: “La meta de la vida humana no es la
muerte, sino la resurrección”, en contravía con lo sostenido por la filosofía
existencialista que llegó a glorificar la muerte mediante su invitación al

18
suicidio.

5.9.6. El camino, la verdad y la vida

“Yo soy el camino, la verdad y la vida le contestó Jesús. Nadie llega al
Padre sino por mí” (Jn. 14:6). Jesús no sólo es la puerta, sino también el
camino. Se entra por Él, pero también se anda y se avanza por Él. El
domingo pasado recordábamos que la creencia en que todas las
religiones conducen a Dios era una engañosa extrapolación de la
proverbial expresión acuñada por los antiguos romanos en el sentido de
que: “todos los caminos conducen a Roma”. Porque esto podrá haber sido
más o menos cierto en el antiguo imperio romano, pero es una completa
falsedad en lo que tiene que ver con Dios. Por el contrario, la Biblia
advierte: “Hay caminos que al hombre le parecen rectos, pero que acaban
por ser caminos de muerte” (Pr. 14:12). De ahí la recomendación del
profeta Jeremías: “Así dice el SEÑOR: «Deténganse en los caminos y miren;
pregunten por los senderos antiguos. Pregunten por el buen camino, y no
se aparten de él. Así hallarán el descanso anhelado…” (Jer. 6:16). Porque
el sendero antiguo por el que debemos preguntar; el buen camino es uno
solo: Jesucristo. El único camino en el que hallamos el descanso
anhelado.

Pero Jesucristo también es la verdad. Esa que buscan la filosofía, la


ciencia y la religión por igual, pero que no logran encontrar nunca del todo
por buscar en lugares equivocados y no tener en cuenta estas palabras
del Señor. Cristo hizo una declaración revolucionaria cuando dijo: “Yo
soy... la verdad” (Jn. 14:6), pues la idea dominante en nuestra cultura es
que la verdad es un asunto de los filósofos, los científicos y los teólogos
profesionales y que se trata, por tanto, de un concepto abstracto,
intangible y muy elevado que hay que llegar a descubrir, propósito en el
cual los únicos que pueden llegar a conocerla son sólo los hombres
ilustrados y especialmente dotados intelectualmente. Pero lo cierto es
que la pregunta por la verdad, a pesar de ser intensamente debatida por

19
los filósofos griegos por más de cinco siglos, no había obtenido una
respuesta satisfactoria ni accesible al común de la gente. Con su
declaración Cristo desmintió la creencia de que la verdad se descubre
después de una ardua y calificada dedicación, sino que más bien la
verdad se revela a sí misma. E hizo además dos cosas que ningún filósofo
había podido hacer. Dio una respuesta concreta y categórica a la pregunta
y la colocó al alcance de todos los hombres. En efecto, la verdad no es un
concepto abstracto, difícil y limitado a unos pocos, sino una persona,
Jesucristo de Nazaret, a quien todos podemos conocer personalmente si
lo invocamos con humildad, arrepentimiento y fe.

5.9.7. La vid verdadera

“»Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador” (Jn. 15:1). Llegamos


aquí finalmente a una figura que nos indica la necesidad de estar
arraigados en Jesús, de ser nutridos por Él y de no separarnos sino
permanecer siempre en Él. Porque Él es la vid verdadera que nos permite
dar fruto auténtico en la vida. Separados de Él nada podemos hacer.
Separados de Cristo todo es estéril y engañoso. Separados de Cristo tal
vez existamos por un poco de tiempo, pero no seremos ni
permaneceremos mucho. O somos ramas adheridas a la vid verdadera y
recibiendo la savia de Cristo que fluye en nosotros mediante el Espíritu
Santo o no somos nada. Meras existencias lastimosas, precarias y
pasajeras y nada más. Por eso, como lo indica Pablo muchas veces, el
cristianismo consiste en estar en Cristo y no sólo en estar con Cristo.

5.10. Las señales milagrosas de Jesucristo

A semejanza de lo sucedido con las siete declaraciones de Jesucristo


relacionadas arriba, Juan selecciona cuidadosamente entre todos los milagros
de Cristo aquellos siete que, además de su condición milagrosa, tienen también
una clara y profunda significación teológica. Su labor de selección es hecha a
conciencia y con un propósito definido en mente: “Jesús hizo muchas otras

20
señales milagrosas en presencia de sus discípulos, las cuales no están
registradas en este libro. Pero éstas se han escrito para que ustedes crean que
Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que al creer en su nombre tengan vida…
Jesús hizo también muchas otras cosas, tantas que, si se escribiera cada una de
ellas, pienso que los libros escritos no cabrían en el mundo entero” (Jn. 20:30-
31; 21:25).

No nos tomaremos en este caso el trabajo de comentar una a una las siete
señales milagrosas incluidas por Juan en su evangelio, pues su carácter de
“señales” otorga a cada de ellas un significado teológico tan profundo en sus
detalles que cada una de ellas daría para un sermón por lo menos. Nos
limitaremos entonces a identificar y mencionar cada una de ellas, señalando que
cinco de ellas son exclusivas de Juan y no se hallan en los sinópticos, ampliando
así nuestro marco histórico conocido de la vida de Jesucristo. Las señales son,
pues, las siguientes, concluyendo con esta lista el capítulo correspondiente a la
cristología del apóstol Juan:

 La transformación del agua en vino en las bodas de Caná (Jn. 2:1-11)

 La sanidad del hijo de un funcionario real (Jn. 4:46-54)

 La sanidad del inválido de Betesda (Jn. 5:1-18)

 La alimentación de los cinco mil (Jn. 6:6-13). Este milagro tiene tal
significación que Juan no duda en incluirlo a pesar de que lo hayan hecho
antes que él los evangelios sinópticos.

 Caminar sobre el agua (Jn. 6:16-21), milagro al que se aplica el mismo


comentario que hemos hecho al anterior.

 La sanidad de un ciego de nacimiento (Jn. 9:1-41)

 La resucitación de Lázaro (Jn. 11:1-45)

Cuestionario de repaso

1. ¿Cómo se desmiente la acusación simplista dirigida contra Juan en el sentido de que


en su evangelio el Jesús de la fe desalojó al Jesús de la historia?

21
2. ¿Cuál es el acontecimiento relativo a Cristo en el que Juan pone el énfasis en su
evangelio?

3. ¿Cuáles son los aspectos en relación con la misión o el propósito de la venida de


Cristo que Juan toma en consideración en su evangelio?

4. ¿De qué diferentes maneras se amolda Cristo a su misión en el mundo?

5. Mencione dos términos de gran profundidad teológica y apologética respectivamente


utilizados por Juan de manera exclusiva para referirse a Cristo.

6. ¿Cuál es el sentido bíblico del término “Verbo” utilizado por Juan para referirse a
Cristo y en qué se diferencia del verbo utilizado por los griegos en su filosofía?

7. ¿Cuál es el esquema selectivo utilizado por Juan en su evangelio y cómo se


manifiesta específicamente ese esquema en ese mismo evangelio?

6. La Tradición

Con el cierre del canon bíblico la reflexión cristológica, lejos de amainar, recibe un
impulso renovado al poner en manos de la iglesia un cuerpo autoritativo de
documentos reconocido por toda la cristiandad como inspirado por Dios que está, por
lo mismo, en condiciones de dirimir las discusiones y debates alrededor de la
persona de Jesucristo al ser estudiado e interpretado de manera adecuada por los
dirigentes más preparados y piadosos de la iglesia quienes, por consenso y previas
las reflexiones y el tratamiento del caso, van estableciendo a través de los
pronunciamientos de los primeros concilios ecuménicos y sínodos regionales la
doctrina cristológica correcta u ortodoxa plasmada en los credos y designada en el
Nuevo Testamento como la “sana doctrina”.

Este impulso se ha mantenido en mayor o menor grado hasta nuestros días y el


resultado de ello es el enorme cuerpo de voluminosos y numerosos escritos
teológicos de carácter metódico y sistemático con los que cuenta la iglesia actual

22
que es justamente lo que hemos llamado aquí “la tradición”. Ahora bien, la tradición
eclesiástica no consiste en una nueva revelación, sino que tiene más bien como
propósito conservar el depósito de la revelación, haciéndolo, no de manera mecánica
como si éste fuera algo inerte, sino viviéndolo, adquiriendo mayor conciencia de ello,
trasladándolo a la vida cotidiana y defendiéndolo contra toda tergiversación,
confiando, por supuesto, en la obra del Espíritu Santo para preservar y dirigir esta
labor. Y dado el volumen de material disponible para estudio y la cantidad de siglos
transcurridos hasta hoy, nuestro tratamiento aquí, más que en cualquier otro capítulo
previo, debe ser muy panorámico y a vuelo de pájaro.

6.1. La utilidad de las herejías

En la perspectiva que venimos considerando hay que ver el surgimiento de las


herejías como la manifestación de una tendencia profunda, espontánea y casi
inevitable del espíritu humano, en principio bien intencionada, presente en todos
los tiempos ya sea de forma evidente o latente, que se inclina a elegir de manera
exclusiva un aspecto de la verdad en detrimento de la verdad total (de nuevo el
reduccionismo absolutista ya tratado en la materia Introducción a la Teología
Integral). Esto es particularmente cierto en un tema como la cristología con
realidades tan sensibles, paradójicas y estimulantes como la divinidad y la
humanidad de Cristo, y su consiguiente unidad y dualidad, circunstancia que
entraña siempre el riesgo de concentrarse en la divinidad en perjuicio de la
humanidad o viceversa. Y lo mismo podríamos decir de la unidad y dualidad
presentes en Jesucristo.

De cualquier modo y contra todo pronóstico, las herejías, sin dejar de ser hechos
lamentables, prestaron sin embargo de manera providencial una gran utilidad al
inducir de forma casi forzosa a la iglesia a precisar aspectos difusos del dogma,
algo que tal vez no hubiera emprendido de manera tan diligente en ausencia de
las herejías. No olvidemos, por ejemplo, que la herejía de Marción obligó a la
iglesia como un todo a hacer el primer pronunciamiento oficial sobre los libros
que conforman el canon, ante la pretensión del hereje Marción de establecer y
determinar él, de manera inconsulta y a título individual, el canon presuntamente

23
cristiano de las Escrituras.

Sea como fuere, debemos reiterar lo ya dicho al estudiar el tercer capítulo


correspondiente a “Cristo Jesús en la vida y en la fe de la iglesia apostólica”. Esto
es que un primer periodo de la historia de la iglesia se caracterizó más que por la
correcta formulación, por la vivencia del dogma, con la cual quedó plenamente
establecido que, al margen de cualquier otra consideración, los cristianos son
esencialmente los que adoran a Cristo como a Dios. En este periodo las herejías
fueron rechazadas de plano, sin debatirlas metódica y sistemáticamente, con
base en una percepción intuitiva de que, si lo que decían los herejes se llevaba
hasta sus últimas consecuencias, Cristo no sería nuestro salvador.

6.2. El gnosticismo: la primera herejía cristológica

La principal herejía de estos tiempos fue el gnosticismo que consistía en una


visión particular del mundo, enmarcada en un dualismo irreconciliable entre el
espíritu (Dios) y la materia (que serían en ese orden, el principio del bien y del
mal respectivamente en la mentalidad de los gnósticos), que terminaba negando
la humanidad de Cristo (pues implicaba para Él, Dios puramente espiritual y
bueno, participar de un cuerpo material de carne y hueso, contaminándose con
el principio material malo) y en el cual el conocimiento sustituía a la fe (gnosis en
griego significa conocimiento), reduciendo al cristianismo, por lo tanto, a una
simple filosofía religiosa.

El gnosticismo asumió dos posturas frente a Cristo: el ya mencionado docetismo


que decía que, para admitir la divinidad de Cristo, su encarnación no pudo ser
más que una apariencia (ver nota de pie de página número 20); o una posición
de medio camino que veía a Cristo como un simple intermediario, ni verdadero
Dios ni verdadero hombre, una especie de demiurgo (ver nota de pie de página
número 35). La reacción cristiana a estos planteamientos estuvo a cargo de los

24
primeros padres de la Iglesia, cuya argumentación giraba alrededor de la verdad
básica de la realidad de nuestra redención2, bajo el principio implícito pero no
precisado aún de que “nada se salvará de lo que no haya sido asumido” 3.

Valga decir que el gnosticismo, al aparecer en épocas tan tempranas en que la


iglesia no tenía todavía un cuerpo doctrinal sistemático y consolidado discursiva
y racionalmente, fue la herejía cristológica que, como lo decíamos en la
introducción al capítulo, fue rechazada de una manera más intuitiva que
discursiva, guiados más por el discernimiento otorgado por el Espíritu Santo a su
iglesia que por argumentos convincentes y concluyentes que lo dejaran expuesto
y en evidencia. Aunque con la irrupción de los “apologistas griegos” y otros
capacitados padres de la iglesia encontramos ya escritos sistemáticos
elaborados por ellos para denunciar y desenmascarar discursivamente los
engaños divulgados por esta herejía.

De hecho esta doctrina se infiltra en la iglesia de manera tan temprana que en


los escritos del Nuevo Testamento ya hay señalamientos contra ella por cuenta
de Pablo y Juan. Pablo denuncia el ascetismo riguroso con el que muchos
gnósticos pretendían castigar el cuerpo (materia) para liberar el espíritu atrapado
en él, bajo la creencia de que el cuerpo es la cárcel del espíritu. La porción de
Colosenses 2:16-23 que puede dar la impresión de estar dirigida exclusivamente
contra los legalismos judíos, está dirigida también en realidad contra el
ascetismo de los gnósticos, que era muy similar a la vista al legalismo judío. Pero
los judíos de ningún modo se ufanaban de la “adoración de ángeles” (Col. 2:18),
algo que sí estaba establecido dentro de las prácticas de los maestros gnósticos
que concebían una gradación de numerosos seres espirituales emanados de
Dios a través de los cuales, según ellos, el hombre se podía acercar a Dios y no

2
Es decir que ningún cristiano estaba dispuesto a admitir ninguna doctrina o enseñanza que, ya
sea de manera directa o indirecta, pusiera en tela de juicio la convicción axiomática de que en
virtud de nuestra fe en Cristo, ya estamos redimidos y nada puede cambiar ya este hecho.
3
Este principio como tal no fue formulado hasta la Edad Media, pero sin ser formulado con
precisión ya se encontraba operando desde el segundo siglo de la era cristiana para identificar y
combatir las herejías cristológicas. Ya veremos cómo opera cuando nos ocupemos de las herejías
más conocidas de manera más precisa.

25
de manera directa (de ahí también que se ufanaran en fingir una humildad que
les impediría acceder a Dios sin todos estos intermediarios). Adoración de
ángeles similar a la promovida hoy por la Nueva Era con la que el gnosticismo,
por cierto, tiene mucho en común.

Juan, a su vez, dirige una advertencia directa contra el docetismo de los


gnósticos que, al igual que los falsos profetas, pretendían dar mensajes
inspirados por Dios bajo la influencia de espíritus ajenos a Dios. Así, la prueba
para colocarle el sello de autenticidad a un mensaje que presuma proceder del
Espíritu Santo era esta: “En esto pueden discernir quién tiene el Espíritu de Dios:
todo profeta que reconoce que Jesucristo ha venido en cuerpo humano, es de
Dios; todo profeta que no reconoce a Jesús, no es de Dios sino del anticristo…”
(1 Jn. 4:2-3). Así, pues, reconocer la plena humanidad de Cristo era la prueba
básica para entrar a considerar un mensaje como procedente de Dios,
reconocimiento que los gnósticos negaban con su docetismo, razón por la cual lo
que encontramos aquí es una advertencia del apóstol dirigida contra los
gnósticos que ya comenzaban a hacer aparición en la iglesia. Sin embargo, no
sobra decir que el auge del gnosticismo tiene lugar ya bien entrado el siglo
segundo de la era cristiana en el que adquirió los rasgos característicos por los
que hoy se le conoce.

6.3. Las escuelas teológicas

Con la incorporación en la iglesia de nuevos y muy comprometidos creyentes con


formación intelectual y destacadas habilidades retóricas y argumentativas se
sientan las bases para el estudio concienzudo metódico y sistemático de las
Escrituras que tendrá lugar en las prestigiosas escuelas teológicas de la
antigüedad cristiana ya identificadas y descritas en otras materias de nuestro
programa de estudio como Historia del Cristianismo I e Introducción al
Pensamiento Cristiano.

En relación con las tres escuelas teológicas de la antigüedad (la de Occidente en


Roma y las dos de Oriente: Alejandría en Egipto y la de Siria y Asia Menor con

26
sede en Antioquía), las que nos interesan para nuestros propósitos son las dos
de Oriente, pues Roma con su espíritu pragmático poco dado a la especulación
teológica se involucró muy poco en las discusiones y debates doctrinales que se
dieron en Oriente entre los exponentes de la teología alejandrina y la antioqueña,
frecuentemente enfrentados entre sí por sus distintos énfasis particulares. Roma
por lo general se mantuvo al margen como observadora para entrar a sancionar y
respaldar una de las dos posturas al final del debate con pronunciamientos
oficiales y concluyentes que, hay que decirlo, usualmente se inclinaban hacia la
posición de Antioquía más que a la de Alejandría.

Debido a lo anterior, nos concentraremos únicamente en estas dos escuelas


describiendo sus énfasis particulares que, por medio de sus numerosos y más
destacados exponentes, hicieron por igual un invaluable aporte a la teología
cristiana y a la comprensión y exposición más amplia e intelectualmente
convincente de los asuntos de fe algo por lo que debemos estarles permanente
agradecidos, pero a la vez y aun a su pesar dieron lugar a ciertas herejías
particulares de cada escuela que se desarrollaron en lo que podríamos llamar el
“punto ciego” de cada una de ellas que, por lo mismo, exigió de ambas una
fiscalización mutua para identificar los errores doctrinales surgidos en el punto
ciego de la contraparte, dando lugar a intensos y acalorados debates gracias a
los cuales, no sin dificultad, se fueron precisando cada vez más los contenidos
correctos de la doctrina cristológica que nos ocupa. Veamos, pues, cada una de
estas escuelas

6.3.1. La escuela teológica de Alejandría

La escuela teológica de Alejandría, de tendencia contemplativa y muy


favorable a valorar positivamente las contribuciones de la filosofía a la
disciplina teológica ‒razón que explica su tendencia a la interpretación
alegórica de la Biblia, a la usanza de las interpretaciones alegóricas de los
mitos propia de los filósofos griegos‒ enfatizaba en su cristología la
unidad de la persona en perjuicio de la dualidad de naturalezas presentes
en Jesucristo y la daba más relevancia a la naturaleza divina de Cristo que

27
a la naturaleza humana.

Este énfasis explica el surgimiento en Alejandría de ciertas herejías


cristológicas puntuales que dieron trabajo a los teólogos y dirigentes
cristianos y que fueron finalmente identificadas, denunciadas y
combatidas por el grueso de la iglesia en su momento. Las principales y
más representativas herejías surgidas en Alejandría son, entonces, las
siguientes que nos limitaremos a reseñar y explicar brevemente sin
referirnos en detalle al contexto y circunstancias históricas que rodearon
su aparición y, sobre todo, a las motivaciones políticas detrás de estas
discusiones que jugaron un papel determinante en el asunto, de las que
haremos, sin embargo, abstracción aquí para limitarnos a lo
estrictamente teológico.

6.3.1.1. Apolinarismo. Esta herejía debe su nombre a Apolinar, su


principal promotor, teólogo perteneciente a la escuela de
Alejandría que llegó a ser en su momento obispo de la iglesia de
Laodicea en Asia Menor. Colaborador de Atanasio en el Concilio
de Nicea en contra de la herejía arriana, terminó yéndose al otro
extremo y postulando un entendimiento equivocado de Cristo que
disminuía y mutilaba su condición humana y enfatizaba
excesivamente la divina en el propósito de explicar cómo podían
haberse unido en una sola persona la naturaleza humana y la
divina al punto de hacer de Jesús hombre y Dios al mismo tiempo.

Apolinar afirmaba entendiendo la condición humana en un


contexto claramente tricótomo que Cristo no poseía en realidad
un espíritu humano, pues en Jesucristo hombre el lugar4 que el
espíritu humano ocupa normalmente en cualquier hombre fue
ocupado por el Verbo, quien sustituyó y desplazó de lleno al
espíritu de ese lugar, dando como resultado un ser humano que

4
Entendido el término no como lugar espacial, sino como elemento constitutivo de la naturaleza
humana

28
poseía un cuerpo humano, un alma humana, pero no un espíritu
humano, razón por la cual la naturaleza humana de Cristo se
hallaría mutilada e incompleta, dominada por el Verbo de tal
modo que no podría afirmarse de Cristo que fuera plenamente
hombre.

Aquí podemos comprender como el principio formulado


posteriormente y ya mencionado en el sentido de que “nada se
salvará de lo que no haya sido asumido”, estaba ya de todos
modos operando para identificar herejías, pues en este caso la
aplicación de este principio nos llevaría a la conclusión de que los
redimidos no lo fuimos en realidad completamente, pues al no
asumir un espíritu humano al encarnarse como hombre, Cristo
estaría imposibilitado para salvar nuestros espíritus, de donde la
redención llevada a cabo por Él únicamente cobijaría nuestro
cuerpo y nuestra alma, pero no nuestro espíritu que continuaría
para siempre en su condición caída, algo absurdo a todas luces,
tanto a la luz de la revelación del Nuevo Testamento como a la luz
de la experiencia cristiana.

Esta herejía fue oficialmente condenada por la iglesia en el


Primer Concilio de Constantinopla realizado en el año 381 d.C.,
más conocido como el Segundo Concilio Ecuménico y reconocido,
por tanto, por todas las grandes ramas históricas del cristianismo:
católica, ortodoxa y protestante como normativo y constitutivo de
lo que se conoce como la “sana doctrina” o la ortodoxia cristiana
tal y como la hemos venido definiendo desde la materia Teología
Básica de primer semestre en nuestro programa de estudio.
Valga decir que esta herejía no perduró mucho con posterioridad
a su condenación oficial y no subsiste de ningún modo en la
actualidad.

6.3.1.2. Monofisismo. En medio de las disputas entre las dos escuelas

29
teológicas de Oriente alrededor de la herejía de Nestorio, teólogo
antioqueño que fue obispo de Constantinopla y a quien nos
referiremos con mayor detalle más adelante, la postura de
Alejandría se radicalizó una vez más en su intención de tomar
distancia de Antioquía, reafirmando la condenación que en su
momento se hizo de Nestorio. Así, Eutiques, un monje alejandrino
que llegó a ser abad (superior) de su monasterio, enemigo
enconado del nestorianismo, formuló el monofisismo, la herejía
más típica y representativa de la escuela teológica de Alejandría.

Como la etimología de su nombre lo indica, esta herejía consiste


en afirmar que en Cristo solo hay finalmente una sola (mono)
naturaleza (fisis). La unidad de naturalezas es tal en la persona
de Jesucristo que las dos se funden en una sola y en este proceso
la naturaleza divina es la que domina, absorbiendo por completo
a la naturaleza humana que desaparece del cuadro para
cualquier consideración práctica.

Esta posición, si bien afirma de Cristo su plena divinidad, termina


negándole por completo su humanidad por lo que fue condenada
también finalmente en el Concilio de Calcedonia en el año 451
d.C., el Cuarto Concilio Ecuménico que reafirmó las dos
naturalezas en Cristo y cuyas decisiones son reconocidas por casi
toda la cristiandad en el mundo, con excepción de algunas
disidencias que aún perduran como la iglesia copta (egipcia) y la
iglesia jacobita o siríaca que suman en la actualidad en conjunto
unos dos millones y medio de miembros (cerca del 0.1% de la
población nominalmente cristiana en el mundo) y un pequeño
reducto de la iglesia armenia en los territorios del Medio Oriente
de actual mayoría musulmana.

6.3.1.3. Monotelismo. El último intento de Alejandría por imponer su


visión cristológica al resto de la cristiandad es el monotelismo (de

30
monos, uno y thelein, desear). Surgido en el siglo VII d.C. como
una solución de compromiso entre la cristología trinitaria oficial y
el ya condenado monofisismo, trato de resolver la disputa
apelando a lo que podría describirse como una modificación del
apolinarismo original que no logró resolver, sin embargo, el
problema que este último representaba, sino que lo más que
logró fue trasladarlo a otro lugar.

Aunque esta herejía no tuvo que ver ni se dio en el contexto de la


controversia entre tricotomía y dicotomía antropológica que
discuten los cristianos actualmente5, para entenderla mejor es
útil enmarcarla en este contexto. Así, podría decirse que lo que el
monotelismo hace es trasladar en cierto modo la controversia
desde el cuestionamiento de la plena naturaleza humana de
Cristo (espíritu, alma y cuerpo humanos) llevada a cabo por el
apolinarismo, hasta el cuestionamiento de la naturaleza
plenamente humana de su alma (mente, emociones y voluntad)
llevada a cabo por el monotelismo.

Efectivamente, lo que el monotelismo plantea es que, si bien


Cristo posee un cuerpo, un alma y un espíritu humano a
diferencia de lo dicho por Apolinar que le negaba a Cristo un
espíritu humano su alma no es plenamente humana, pues el
alma de Jesucristo está constituida por una mente humana y
unas emociones humanas, pero la energía o voluntad que lo
dirige no es humana sino que es la voluntad divina del Verbo, sin
conflicto, inquietudes ni vacilaciones.

Así, pues, la que resulta mutilada aquí es el alma humana de

5
Recordemos que nosotros, los cristianos tricótomos, afirmamos que el ser humano está
constituido por espíritu, alma y cuerpo; mientras que los dicótomos sostienen que está constituido
tan sólo por cuerpo y alma o espíritu, siendo estos dos últimos sinónimos e intercambiables entre
sí. Los tricótomos afirmamos, además, que el alma está constituida a su vez por mente, emociones
y voluntad.

31
Cristo que no puede ser plena o completamente humana si no
posee una voluntad humana en propiedad como el resto de seres
humanos a lo largo de la historia. La agonía de Getsemaní parece
echar por tierra la idea de que en Jesucristo su voluntad es plena
y exclusivamente divina de tal modo que no experimentaría los
conflictos que caracterizan la voluntad humana, como lo
pretenden los monotelitas. Mas bien, Getsemaní muestra que en
Jesucristo, poseyendo como nosotros una voluntad humana, ésta
se encuentra subordinada a la voluntad divina y dirigida por ella.

Aquí, al igual que lo sucedido con el monofisismo, al aplicar el


principio que sostiene que “nada se salvará de lo que no haya
sido asumido” resulta que nuestra salvación no fue completa,
pues el no asumir una voluntad humana, Jesucristo no puede
redimir nuestra voluntad, de donde nuestro cuerpo y nuestro
espíritu habrían sido redimidos, pero nuestra alma lo estaría a
medias únicamente, pues nuestra mente y nuestras emociones
estarían redimidas, pero no así nuestra voluntad que es tal vez la
que más necesitada de las tres se encuentra de redención.

Sea como fuere, el monotelismo fue finalmente condenado en


el tercer Concilio de Constantinopla, más conocido como el Sexto
Concilio Ecuménico, celebrado entre los años 680 y 681 d.C., en
el que se estableció la doctrina ortodoxa de las dos voluntades,
humana y divina, presentes en la persona de Cristo. Este es el
último de los Concilios Ecuménicos aceptados por el grueso de la
cristiandad en el mundo y considerado como normativo para el
cristianismo en lo que a la sana doctrina se refiere. La iglesia
maronita, establecida en el Líbano y de lengua siríaca, no
suscribió en principio la condenación del monotelismo y tomó así
distancia de la iglesia occidental, pero posteriormente restauró su
comunión con la iglesia occidental y suscribió las decisiones del

32
Sexto Concilio Ecuménico.

6.3.2. La escuela teológica de Antioquía

Veremos ahora las herejías cristológicas surgidas de la escuela teológica


de Antioquía con su énfasis en la dualidad de naturalezas y su
reivindicación de la naturaleza humana de Jesucristo. Como podremos
apreciarlo, no estamos siguiendo aquí un orden cronológico, puesto que
las herejías surgidas en esta escuela antecedieron por lo general a las
que proceden de Alejandría, como salta a la vista en los concilios en las
que fueron finalmente condenadas.

Por lo anterior continuamos aquí haciendo abstracción del contexto


histórico y de las relaciones específicas que, por acción y reacción, tienen
todas estas herejías entre sí, así como de las motivaciones políticas que
se hallan detrás de ellas que se entremezclan con las teológicas y que
estuvieron a punto de imponerse en algunos casos, de tal modo que
debemos atribuir a la providencia de Dios y a la dirección del Espíritu
Santo el hecho de que, finalmente, no fueran las consideraciones políticas
sino las teológicas las que terminaran, así sea con dificultad,
prevaleciendo en estas controversias.

6.3.2.1. Arrianismo. El arrianismo es una herejía que en estricto rigor no


concierne a la cristología únicamente, sino que tiene un alcance
más amplio, afectando a la doctrina de la Trinidad. Pero como es
apenas lógico, lo que afecta a la Trinidad termina afectando de
un modo u otro a la cristología, como sucede en este caso con
especialidad. Esta herejía debe su nombre a Arrio, un presbítero
de Alejandría que, sin embargo, no seguía la línea teológica de
Alejandría, sino la de Antioquía, puesto que era discípulo de
Luciano de Antioquía, un fiel exponente de la teología antioqueña,
al punto de ser considerado por muchos el fundador de esta
escuela, sin perjuicio del papel del gran Ireneo de Lyon como el

33
más grande exponente de la teología antioqueña, tal como lo
hemos señalado ya en la materia Introducción al Pensamiento
Cristiano.

Arrio negaba a Cristo su condición divina al sostener que el Verbo


preexistente era la primera y más elevada criatura de la creación
de Dios, pero criatura al fin y al cabo y, como tal, con un comienzo
en el tiempo, de modo que no podría ser identificado con el Dios
eterno Creador de todo lo que existe 6. De ahí la importancia que
la teología no afirme únicamente la preexistencia del Verbo antes
de su encarnación como hombre, sino su preexistencia eterna,
para salirle al paso a la herejía de Arrio.

No sobra recordar que el arrianismo estuvo, mucho más que el


gnosticismo mismo, a punto de imponerse en la iglesia antigua
como la doctrina oficial y que, cuando se logró por fin combatirlo y
erradicarlo con éxito, resurgió posteriormente por cuenta de las
invasiones de los pueblos bárbaros que dieron inicio a la Edad
Media, muchos de los cuales habían sido ya evangelizados por
misioneros arrianos, entre quienes se destacó Ulfilas, un obispo
arriano entre los pueblos godos.

La generación eterna del Verbo así como la filiación del Hijo de


Dios respecto del Padre tal como la ha sostenido la iglesia hasta
hoy se explicará con más amplitud en la materia Teología de la
Palabra, por lo que no nos detendremos a hacer más
comentarios alrededor de la herejía arriana. Baste decir que esta
herejía fue la que motivó la convocatoria del Primer Concilio
Ecuménico: el Concilio de Nicea en el año 325 d.C. en donde
gracias al gran Atanasio, campeón de la causa trinitaria, el

6
Aunque Arrio afirmaba que Cristo, después de ser creado por el Padre como la primera y más
elevada de sus criaturas, se encargó a su vez de crear el universo con todo lo que existe, en un
papel más cercano al del demiurgo del pensamiento griego de Platón o de los gnósticos que al del
Verbo divino eternamente preexistente encarnado en Cristo revelado en el Nuevo Testamento.

34
arrianismo fue condenado finalmente como herejía, como
resultado de lo cual se redactó tal vez el credo más conocido de
la antigüedad cristiana: el credo niceno7 que hemos venido
citando aquí repetidamente.

Subsisten hoy reductos arrianos, ya no en el seno del


cristianismo, sino en grupos sectarios marginales a él, como los
Testigos de Jehová, a quienes ya nos referimos al explicar la
expresión paulina “el primogénito de toda creación” atribuida a
Cristo y la manera en que ellos la tergiversan para darle apoyo a
la postura arriana de nuevo cuño que este grupo sectario
defiende y promueve ampliamente de puerta en puerta y de casa
en casa con un celo digno de mejor causa.

6.3.2.2. Adopcionismo. Herejía cristológica surgida a finales del siglo II por


cuenta de un rico curtidor cristiano de nombre Teódoto, natural
de Bizancio, condenada en su momento por Victor, el obispo de
Roma y retomada posteriormente, a finales del siglo III, por
teólogos de la escuela de Antioquía como Pablo de Samosata,
cuya versión de esta herejía fue la que motivó su condenación
junto con el arrianismo con el que se encontraba muy
emparentada al punto que algunos cometen el error de no
diferenciar estas dos herejías en el ya mencionado Concilio de
Nicea del 325 d.C. Con todo y a pesar de su condenación en
Nicea, fue retomada posteriormente en Antioquía por Teodoro de
Mopsuestia y acogida en mayor o menor grado, de forma más o
menos implícita por los partidarios del nestorianismo, herejía
antioqueña con la que concluiremos nuestra relación.

El adopcionismo sostenía que Jesús no era Dios desde su

7
Aunque hay que decir que la versión del credo niceno que hemos venido citando no es
estrictamente la que surgió del Concilio de Nicea en el 325 d.C., sino la versión más acabada de él
redactada en el Concilio de Constantinopla en el 381 d.C., conocida por ello como el Credo
Nicenoconstantinopolitano.

35
concepción y desde siempre antes de su encarnación, sino que
fue un hombre de vida intachable que llegó a ser adoptado por el
Padre como su Hijo en algún momento de su vida terrenal debido
a los méritos que exhibió como hombre. Según esta creencia,
Dios fue gradualmente exaltando la humanidad de Cristo hasta
concluir en su divinización, destacándose en este proceso el
bautismo en el que el Espíritu Santo descendió sobre Jesús y la
deificación final de Cristo luego de su resurrección.

Esta herejía, como ya se dijo, fue condenada en el mismo concilio


en el que se condenó el arrianismo: el Concilio de Nicea en el año
325 d.C., más conocido como el Primer Concilio Ecuménico que
nos legó el documento conocido como el Credo Niceno. A pesar
de su condenación y a semejanza de lo sucedido con el
arrianismo que no fue derrotado del todo sino hasta el Segundo
Concilio Ecuménico, es decir el primero de Constantinopla en el
año 381 d.C. que pulió un poco más en su redacción el Credo
Niceno (versión final que es la que más se conoce hoy y recibe
por ello el nombre de Credo Niceno-Constantinopolitano); el
adopcionismo se mantuvo vivo de manera latente hasta la
condenación del nestorianismo con el que tenía mucha afinidad
en el primer Concilio de Efeso en el 431 d.C., más conocido como
el Tercer Concilio Ecuménico. Posteriormente resurge en España
a fines del siglo octavo, siendo condenado de nuevo, después de
lo cual desapareció del seno de la iglesia. Hoy subsiste de forma
sutil en las doctrinas de los mormones que hacen de Jesucristo
su modelo de deificación humana.

6.3.2.3. Nestorianismo. Nestorio, oriundo de Alejandría, fue sin embargo


un exponente de la teología antioqueña en su condición de
discípulo de Teodoro de Mopsuestia, monje y presbítero de
Antioquía, llegando a ser finalmente obispo de Constantinopla.

36
Opositor del monofisismo con el que estuvo permanentemente
enfrentado, cayó en el extremo contrario al enfatizar de tal
manera las dos naturalezas divina y humana de Cristo y
distinguirlas tan enfáticamente entre sí, que llegó a formular que
en Cristo no había tan sólo dos naturalezas diferentes, sino dos
personas diferentes: una divina y otra humana.

El centro de la discusión giró alrededor de la negativa de Nestorio


a conceder a María el título de Theotokos o madre de Dios,
reservando para ella tan sólo el título de Christotokos, es decir
madre de Cristo, entendiendo por ello al Jesús humano y mortal.
Para Nestorio en Jesucristo no habría tenido lugar una auténtica
encarnación, sino tan sólo una cohabitación, yuxtaposición o
unión meramente moral en un solo cuerpo de las dos
naturalezas, de modo que en Jesucristo coexistirían dos
personas: el divino Hijo de Dios y el humano hijo de María.

El concilio de Efeso celebrado en el año 431 d.C., más conocido


como el Tercer Concilio Ecuménico, condenó las enseñanzas de
Nestorio ratificando para María con justicia el título de madre de
Dios, por lo que a partir de este momento negarle a ultranza el
título de madre de Dios a la virgen María es hacerse sospechoso
de herejía y bordear los límites que separan a la ortodoxia
cristiana del nestorianismo. El nestorianismo sobrevivió en las
iglesias de Persia con su centro en las ciudades de Edesa, Nisibis
y Bagdad en el actual Irán, dando lugar a lo que la historia conoce
como la iglesia nestoriana.

6.3.2.3.1. La lógica del concilio de Efeso. Los protestantes


evangélicos, contradictores como somos del
condenable culto y adoración a los santos y a María
particularmente, podemos sentirnos algo confundidos
al tener que atribuirle el título de madre de Dios a la

37
virgen María muy bien capitalizado por los católicos
para promover la condenable mariolatría o culto a la
virgen para no ser tachados de herejes adopcionistas
o nestorianos indistintamente (e incluso arrianos),
toda vez que suscribimos sin reservas las decisiones
cristológicas de los seis primeros concilios
ecuménicos, incluyendo, por supuesto, el de Efeso,
que es el tercero de ellos, con su condenación de
Nestorio.

Por eso, debemos entender la lógica seguida por el


concilio de Efeso, una lógica elemental que sigue el
clásico silogismo aristotélico en el que si en la primera
premisa A implica B y en la segunda premisa B implica
C, entonces la conclusión lógica e indiscutible es que
A debe, por tanto, implicar C.

Así, pues, siguiendo esta lógica, si admitimos sin


reservas que Jesucristo es Dios desde siempre
(primera premisa) y también que María es la madre de
Jesucristo (segunda premisa) tenemos que concluir
que en algún sentido real María es la madre de Dios,
tal como lo estableció el Concilio de Efeso en contra
de las posturas de Nestorio, si es que no queremos
negarle o poner en tela de juicio la divinidad que
Jesucristo ostenta aún antes de su encarnación como
hombre.

6.3.2.3.2. La comunicación de idiomas. En el propósito de hacer


claridad en este asunto y quedar tranquilos al
respecto es muy conveniente recordar el recurso
metodológico incorporado al ejercicio teológico por el
gran Orígenes, quien junto con su maestro Clemente,

38
son los más grandes exponentes de la teología
alejandrina.

Orígenes, en efecto, formuló lo que posteriormente


llegó a conocerse con el nombre de la “comunicación
de idiomas”, recurso metodológico que consiste en
afirmar que en Jesucristo se unen de tal modo la
divinidad y la humanidad que es posible predicar de la
primera atributos y acciones que corresponden
propiamente a la segunda y viceversa sin que
tengamos, acto seguido, que aclarar sistemáticamente
a cuál de las dos naturalezas pertenece estrictamente
el atributo o la acción predicada. Esta aclaración
innecesaria, de darse y volverse obsesiva, puede ser
un indicio de que estamos cayendo en nestorianismo.

La expresión “María, madre de Dios” es, entonces,


una declaración plenamente consecuente con la
comunicación de idiomas, pues Jesucristo, su hijo, es
Dios, sin que al decirlo tengamos que aclarar que este
predicado procede de su naturaleza divina y no de la
humana, que entran ambas a formar parte de su
constitución personal única e inseparable. Negarle a
María de manera absoluta su condición de madre de
Dios nos termina conduciendo a negarle también a
Jesucristo su divinidad desde su misma concepción en
el vientre de María, abonando el terreno no sólo para
el nestorianismo, sino para todas las formas de
adopcionismo.

De igual modo, por efecto de la comunicación de


idiomas, no es necesario aclarar tampoco que la
maternidad de María sobre Jesucristo concierne

39
únicamente a su naturaleza humana, algo que esta
sobrentendido por todo cristiano de manera tácita. El
credo atanasiano8 (no confundir con el credo niceno-
constantinopolitano), incluido también en el apéndice,
es una de las mejores explicaciones de lo que la
comunicación de idiomas busca establecer.

Valga decir que la comunicación de idiomas no puede


hacerse arbitrariamente, sino que siempre se ha de
respetar la verdad de la encarnación. Así, mientras
que puede decirse hablando de Jesucristo que
“Dios ha muerto”, no se puede decir “la divinidad ha
muerto”. Igualmente, es exacto afirmar de Cristo:
“este hombre es Dios”. En cambio sería falso decir: “la
humanidad de Cristo es Dios”.

6.3.2.3.3. El contexto del debate. El contexto determina en gran


medida si debemos o no hacer uso de la
comunicación de idiomas. En un contexto cristológico
como el del Concilio de Efeso, en el que lo que estaba
en discusión era el ser de Jesucristo y no el de la
virgen María que era meramente anecdótico, la
comunicación de idiomas debe utilizarse para afirmar
que María es la madre de Dios con el fin de establecer
sin lugar a dudas la divinidad de Cristo.

Por el contrario, en un contexto mariológico como el


que caracteriza actualmente la controversia entre
católico romanos y protestantes evangélicos en el que
la discusión se centra en la virgen María para justificar

8
Su nombre técnico es Quicumque Vult por las palabras en latín con las que se inicia y aunque se
le conoce popularmente como Credo Atanasiano, lo cierto es que es muy improbable que Atanasio
haya tomado parte en su elaboración y redacción, aunque refleje ideas que Atanasio de seguro
hubiera suscrito y firmado.

40
de algún modo la nefasta y censurable mariolatría, es
conveniente entonces dejar de lado la comunicación
de idiomas para aclarar con mayor precisión que
María es la madre de la naturaleza humana de
Jesucristo, pero no de su naturaleza divina.

Como lo dice bien el pastor Darío Silva-Silva en El Reto


de Dios: “Los evangélicos aman, honran y señalan
como ejemplo a la bienaventurada virgen María, pero
no la consideran madre de Dios, sino de la naturaleza
humana de Jesucristo, puesto que su naturaleza
divina no puede tener madre. Si Dios tuviera madre,
tendría origen, y si tuviera origen, dejaría de ser Dios.
Obviamente María es una criatura del Verbo. Como lo
demostró el reverendo Viesturs Pavasars, el Concilio
de Efeso otorgó a María el título ‘madre de Dios’, pero
no pretendía establecer un culto mariano, sino
corregir la herejía de Nestorio. Deplorablemente, ese
título fue utilizado con posterioridad para crear la
mariolatría que hoy subsiste”.

6.3.2.4. La unión hipostática y la precisión de términos. Unión hipostática


es el nombre técnico que contribuyó decisivamente a dirimir las
discusiones cristológicas de los cinco primeros siglos de la
iglesia. Significa que en Cristo se da tal unión entre las
naturalezas divina y humana que en Él, a pesar de converger dos
naturalezas diferentes como son la divina y la humana, sólo hay
una hipostasis, subsistencia o persona: la persona del Verbo
eterno. La materia Teología de la Palabra explica y amplía un
poco más esta terminología técnica, incluyendo el uso que se
hace en el credo niceno-constantinopolitano de la palabra griega
homoousios para indicar que Cristo es consustancial o “de la

41
misma naturaleza” que el Padre, por contraste con el término
homoiousios (de naturaleza o sustancia semejante) que los
arrianos querían atribuir al Verbo en relación con el Padre para
hacer de Él una criatura, negándole su eterna divinidad9.

Se justifica de este modo el tratamiento filosófico de la cristología


desarrollado con mayor amplitud en la materia Teología de la
Palabra a partir de la sugestiva y profunda noción del Verbo
compartida por la teología cristiana bíblica (ver capítulo anterior
sobre la cristología del apóstol Juan) y la filosofía griega, como un
ineludible y necesario recurso apologético para presentar el
evangelio de manera racional y razonablemente convincente ante
los paganos cultos de ayer y de hoy. Porque salta a la vista que
antes de acometer una reflexión teológica acerca de la “unión
hipostática” es necesario tener claras algunas nociones
filosóficas difíciles como lo son lograr definir y estar de acuerdo
en el significado de términos como naturaleza, individuo y
persona.

Así, dicho de manera sintética, la naturaleza es la esencia del ser,


aquello que hace que éste sea lo que es y se diferencie de
cualquier otro. Individuo designa a un ser dotado de una
existencia propia e incomunicable, con una naturaleza específica
y unas notas individuales características e inconfundibles. La
persona es un individuo dotado de inteligencia y que subsiste por

9
La dificultad para precisar el significado de estos términos y elegir el más conveniente entre ellos
es ilustrada por el hecho de que, previamente, para combatir a los sabelianos o modalistas que
negaban la doctrina de la Trinidad y hacían del Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, meros modos
diferentes y prácticamente indiferenciados en que Dios se manifiesta, los padres de la iglesia
utilizaron el término homoiousios (de semejante sustancia o naturaleza) para señalar las
diferencias personales entre el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo que los sabelianos y modalistas
querían eliminar y negar acudiendo al término homoousios. Sin embargo, en el contexto diferente
de la controversia arriana, los padres terminaron apelando al término inicialmente combatido y
rechazando el término inicialmente defendido en contra de los sabelianos y modalistas. Así, de
estos dos términos, homousios fue el que terminó finalmente imponiéndose como ortodoxo o
correcto para referirse a la relación ontológica entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en el seno
de la Trinidad.

42
sí misma en una naturaleza espiritual que se concreta muy bien
en lo que la psicología moderna designa como el “yo”. La noción
de persona lleva de manera inherente la noción de
responsabilidad que a su vez revela otro aspecto propio de la
condición personal como lo es su necesidad de relacionarse con
otros individuos que ostenten también la condición de personas.

Con base en lo anterior decimos entonces que en Cristo hay dos


naturalezas, divina y humana, pero sólo una persona: El Verbo.
Este Verbo divino fue el que asumió la naturaleza humana, una
naturaleza humana completa y plena pero que sin embargo
acaba en el “yo” unificado del Hijo de Dios hecho hombre. La
reflexión cristológica alrededor de todos estos asuntos de la
persona de Jesucristo alcanza un punto culminante en el Concilio
de Calcedonia en el año 451 d.C., más conocido como el Cuarto
Concilio Ecuménico con la redacción de la llamada “Definición de
fe de Calcedonia” (documento incluido también en el apéndice)
con el que se considera concluida la reflexión ontológica
alrededor del ser de Cristo10 para iniciar a partir de este momento
hasta nuestros días una nueva etapa inconclusa de la reflexión
cristológica que ya no gira alrededor de su ontología sino
alrededor de la psicología de Cristo (es decir, cómo pensaba una
persona que era al mismo tiempo Dios y hombre)

6.3.2.5. La reflexión cristológica posterior a Calcedonia. Los temas que


dominan crecientemente la reflexión cristológica posterior a
Calcedonia no pueden ser abarcados en este capítulo, sino tan
sólo relacionados o bosquejados brevemente, pues todo lo dicho
al respecto no deja de ser en mayor o menor medida especulativo

10
Sin perjuicio de los debates posteriores alrededor del monotelismo y la condenación de los
llamados “Tres capítulos” en el Quinto Concilio Ecuménico (segundo de Constantinopla) en el año
553 d.C. que no fueron más que estertores de los herejes de parte y parte (Alejandría y Antioquía)
que se resistían agónicamente a acoger y aceptar los términos finales de la muy precisa “Definición
de Calcedonia”.

43
o conjetural y no se puede, por tanto, ser dogmáticamente
concluyentes al respecto.

El asunto es aquí, entonces, cómo se concibe la realidad de la


unión hipostática en la psicología de Cristo. Los teólogos parecen
estar de acuerdo en buscar esa unidad psicológica en su
conciencia humana en virtud de la plena visión beatífica
disfrutada por Jesucristo (el tema de la visión beatífica es tratado
con mayor detalle y amplitud en la materia Teología de la
Palabra), gracias a la cual Cristo se comprendía perfectamente en
relación vital, permanente e ininterrumpida con su Padre11. La
pregunta necesariamente hipotética que muchos teólogos se
formulan es hasta donde podía Cristo ejercer los ilimitados
atributos sobrenaturales de la divinidad sirviéndose de su
limitada naturaleza humana como instrumento. Porque es
evidentemente que la naturaleza humana imponía a Cristo ciertos
límites al ejercicio de sus atributos divinos que son inherentes a
su voluntariamente asumida kenosis.

Más allá de esto, no podemos saber con precisión los límites que
la kenosis implicó para la psicología de Cristo, en especial en

11
Aunque no se puede dogmatizar al respecto, el planteamiento de que la ciencia de los
bienaventurados o visión beatífica fue una posesión ininterrumpida de Cristo desde su concepción
está abierto a la discusión, considerando la queja del Señor en la cruz preguntando a su Padre por
qué lo había abandonado. Es posible, a la luz de pasajes como Isaías 53:6 “… pero el SEÑOR hizo
recaer en él la iniquidad de todos nosotros” y Habacuc 1:13 “Son tan puros tus ojos que no puedes
ver el mal; no te es posible contemplar el sufrimiento…” que la copa o el caliz al que el Señor
Jesucristo hace alusión en la oración de Getsemaní, como lo señalan numerosos teólogos, no
represente meramente el sufrimiento físico y emocional que la pasión conlleva sino la posibilidad
real de que, en vista de que Cristo tendrá que cargar con el pecado de toda la humanidad, el Padre
tenga a su vez y muy a su pesar que apartar su vista durante un breve pero dramático instante de
su hijo amado privando al hijo de esa visión de la que, efectivamente, ha disfrutado desde el mismo
momento de su concepción, situación cuya sola consideración es la que lleva a Cristo a sudar
angustiosas gotas de sangre en el huerto. La discusión sigue, entonces, abierta a la comprensión
del sentido en que Cristo pudo haber sido abandonado de algún modo por el Padre cuando se
encontraba muriendo en la cruz por nuestros pecados.

44
cuanto al conocimiento de todo tipo que Él poseía en el curso y a
través de las diferentes etapas de su vida terrenal. La teología ha
querido distinguir en Cristo tres tipos de conocimiento: el
conocimiento de los bienaventurados o visión beatífica, el
conocimiento infuso o ciencia profética y el conocimiento
experimental o adquirido propio de todos los seres humanos.

Así, hay un consenso en cuanto a que Jesucristo gozó del primer


tipo de conocimiento desde el mismo instante de su concepción,
aún sin ser consciente de ello en su vida prenatal ni en las
primeras etapas de su infancia, y a partir de entonces de manera
creciente y sin interrupción hasta adquirir cada vez más
conciencia de él. El segundo, el conocimiento infuso, consiste en
aquello que Cristo debía conocer para cumplir aquí la misión que
el Padre le había confiado. Por último encontramos el
conocimiento experimental o adquirido, que más que una
erudición en todas las ciencias humanas, se concibe más bien
como un conocimiento empírico obtenido con miras al
cumplimiento de su misión, adquirido en la medida en que
maduraba en su desarrollo humano en la línea de lo que la Biblia
llama sabiduría.

El contenido de lo que Cristo ignoraba al que hacen referencia los


evangelios al recoger la declaración del Señor en el sentido de
que el día y la hora de su regreso ni Él mismo lo conocía, sino sólo
el Padre, es una ignorancia comprensible en virtud del hecho de
que, en cuanto hombre, Él aceptó voluntariamente ignorar esta
información y, posiblemente, otra que desconocemos que no se
menciona expresamente en el evangelio por razones de
necesidad o conveniencia que escapan a nuestra comprensión
en nuestra actual condición existencial. Porque, nos guste o no, la
Biblia declara que Cristo al ser plenamente hombre estuvo

45
involucrado, como todos los demás hombres, en un proceso
ineludible de aprendizaje y no nació con todo aprendido.

Podrían citarse al respecto las ocasiones en que fue sorprendido


favorablemente por la fe de la mujer sirofenicia y del centurión
romano o desfavorablemente por la incredulidad de sus propios
paisanos de Nazaret, modificando el curso de sus acciones
conforme a la información así obtenida. Pero el pasaje más
directo en cuanto al proceso de aprendizaje en que Jesucristo
estuvo involucrado es Hebreos 5:8 cuando dice de Él que:
“Aunque era Hijo, mediante el sufrimiento aprendió a obedecer”.

De otro lado, la santidad como atributo divino, tanto en lo que


tiene que ver con su trascendencia como con su pureza y
perfección moral, se encuentra en Cristo en toda su plenitud, al
punto de que no sólo excluye al pecado sino también toda
posibilidad de pecado. Esta santidad es posible merced a la
gracia que hace posible la unión hipostática y la consecuente
concepción de Cristo en el vientre de una mujer mediante un
nacimiento virginal. Esta gracia es la raíz profunda de todas las
demás gracias exhibidas por Cristo, entre ellas el fruto y los dones
del Espíritu Santo que Él manifiesta cabal y completamente12.

En relación con todo esto queda por conciliar la imposibilidad de


pecar que Cristo ostenta con el ejercicio de su libertad. El dilema
se resuelve al formular una definición de libertad diferente de la
usual y más acorde con las Escrituras y el carácter de Dios, e
interpretando la tentación como una invitación a cumplir su
misión por medios diferentes a los provistos por el Padre. En
cuanto a lo primero, la libertad verdadera de la que Dios es el
más acabado modelo, consiste en hacer siempre lo que quiere

12
No deja de ser significativo que, entre todos los dones del Espíritu Santo, el Señor nunca
aparezca hablando en lenguas o interpretándolas en ninguna circunstancia.

46
debido a que es siempre justo lo que debe hacer. Y en cuanto a lo
segundo, las Escrituras afirman de Cristo que él es nuestro sumo
sacerdote. Uno muy peculiar y único que se diferencia de todos
los sumos sacerdotes humanos que lo habían precedido en que:
“… ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros,
aunque sin pecado” (Heb. 4:15).

El pasaje típico sobre la tentación de Cristo lo recogen los


evangelios sinópticos ubicándolo en los inicios de su ministerio
público cuando después de ser bautizado en el Jordán por su
primo Juan Bautista, se retiró a ayunar en el desierto durante
cuarenta días y cuarenta noches como preparación para lo que
venía. Pero no podemos concluir de ello que éste fue el único
momento en que fue tentado, pues el mismo pasaje nos informa
que: “Así que el diablo, habiendo agotado todo recurso de
tentación, lo dejó hasta otra oportunidad” (Lc. 4:13). De hecho,
como ya lo vimos, cuando Pedro trata de disuadirlo de morir en la
cruz, Cristo identifica de nuevo a Satanás parapetado detrás del
apóstol quien, sin saberlo, estaba siendo usado por el diablo
como instrumento para tentar una vez más al Señor: “Jesús se
volvió y le dijo a Pedro: -¡Aléjate de mí, Satanás! Quieres hacerme
tropezar; no piensas en las cosas de Dios sino en las de los
hombres” (Mt. 16:23).

Pero las tentaciones del Señor, a pesar de ser tan humanas y


reales como las nuestras, se diferencian de éstas no sólo en que
en su caso nunca dieron lugar al pecado, sino también en que, al
no compartir la naturaleza pecaminosa con la que todos nacemos
gracias a las condiciones milagrosas de su singular nacimiento
virginal, Cristo no tuvo que lidiar internamente con lo que
Santiago adscribe sin excepción al hombre común: “… cada uno
es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y

47
seducen. Luego, cuando el deseo ha concebido, engendra el
pecado; y el pecado, una vez que ha sido consumado, da a luz la
muerte” (St. 1:14-15).

No había, pues, malos deseos en Cristo que le hicieran el juego al


diablo para arrastrarlo y seducirlo conduciéndolo al pecado. Sin
embargo la Biblia reitera que sus tentaciones fueron tan reales
como las nuestras. ¿Cuál fue, pues, exactamente la naturaleza de
la tentación de Cristo? Dicho de otro modo, si no tenía una
inclinación natural al pecado como nosotros, ¿en qué sentido fue
entonces tentado? Para responder debemos también definir
brevemente lo que es la tentación en el contexto de las
Escrituras, pues este concepto ha sido víctima de un
reduccionismo que lo entiende sólo en relación con los estrechos
límites de lo moral y lo inmoral. Pero la tentación puede ser
mucho más sutil que, por ejemplo, la lujuria o tentación sexual, y
ceder a ella no siempre implica cometer un acto de inmoralidad.

El teólogo Neil Anderson dice que hay dos formas en que los
creyentes pueden vivir. Hacerlo al modo de Dios en lo que él
llama “Plan A” que puede asimilarse al “sueño de Dios para el
hombre”, al decir del pastor Darío Silva-Silva; o vivir a nuestro
modo o “Plan B” que corresponde a su vez al “sueño del hombre
para Dios”. Visto así, la tentación es, entonces, una invitación o
incitación para vivir adoptando el “Plan B” para nuestras vidas,
que no necesariamente es inmoral, pero que siempre será
inferior al “Plan A” y acarrea tarde o temprano indeseables,
perjudiciales e inevitables efectos colaterales que en el mejor de
los casos, reducen ostensiblemente la calidad de vida de la
persona.

La tentación de Cristo halla sentido en este más amplio marco y


no en el rígido y estrecho de lo moral e inmoral en el cual no

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tendría ninguna cabida. Cristo pudo haber sido tentado entonces
de dos formas. Primero, sintiéndose inclinado a optar por
alternativas que, sin ser pecaminosas ni mucho menos y siendo
ampliamente permitidas, legítimas e incluso recomendables para
cualquier otro ser humano diferente a Jesús, contando en estos
casos con la aprobación divina; a él le estaban sin embargo
vedadas en vista de su especial llamado y vocación: redimir a la
humanidad. Por eso no deberíamos escandalizarnos rasgando
nuestras vestiduras y poniendo el grito en el cielo para
descalificar y condenar con manifiesta ignorancia las licencias
especulativas que algunos directores de cine se permiten al
poner en escena la vida de Cristo.

Así, en la película incluida en los recursos de esta unidad que el


estudiante debe ver, cinta de factura relativamente reciente
titulada sencillamente “Jesús”, ‒con los conocidos actores Gary
Oldham y Jacqueline Bisset en los respectivos papeles de Poncio
Pilato y María, la madre de Jesús‒; se plantea al comienzo de la
misma la posibilidad de que Jesús y María, la hermana menor de
Lázaro, hubieran podido estar enamorados. Pero antes de arrojar
piedras sobre el director de este filme y sobre cualquiera que lo
promueva debemos preguntarnos: ¿es un pecado enamorarse?
¿Le está vedado al hombre común hacerlo? ¿Es inmoral desde la
perspectiva ética cristiana?

Porque si la respuesta a todas estas preguntas es negativa


entonces no podemos sencillamente eliminar la posibilidad de
que Cristo como hombre se hubiera podido muy bien enamorar
de alguna mujer de su época. Porque todo hombre, incluyendo al
Verbo encarnado, posee esta facultad como una dotación natural
dada por Dios como rasgo inherente a nuestra privilegiada
condición espiritual. Cosa diferente sería si de algún modo Jesús

49
hubiera dejado avanzar las cosas en esta dirección dándole
esperanzas infundadas a María sobre la posibilidad de
comprometerse mutuamente, desposarse y llegar a formar un
hogar, algo que ciertamente no corresponde con su vocación y
llamado pero que no vulnera la ética cristiana en la medida en
que ésta no puede atribuir a una decisión de este estilo un
carácter pecaminoso.

Enamorarse pudo muy bien haber representado una tentación


para Jesús, pero sus acciones evidentemente nunca fueron
guiadas por una consideración de este tipo, sino que actuó
siempre en concordancia con su llamado y vocación, de donde se
concluye que de haberse dado este verosímil pero hipotético
caso, también se le hubiera podido aplicar lo declarado en la
epístola a los Hebreos en cuanto a que fue tentado, pero sin
pecado.

Justamente, la gran controversia generada en su momento por la


película “La última tentación de Cristo” del director Martin
Scorsese, que no pretendió ceñirse a los evangelios sino más
bien a la obra del mismo nombre del escritor griego Nikos
Kazanzakis y por lo tanto estaba basada más en una novela
acerca de un personaje histórico que en los hechos reales del
personaje; se debió a que este director planteó algo similar, en
este caso con María Magdalena, sólo que aquí las imágenes se
desplegaban sugiriendo con manifiesta y tal vez malintencionada
e irreverente ambigüedad que la última tentación de Cristo era la
lujuria que la Magdalena supuestamente suscitaría en él,
relegando a segundo plano la legítima opción de enamorarse y
formar un hogar en propiedad con una mujer de su época, al
margen de quien sea. De ahí el justificado escándalo.

Pero dejando el campo de la especulación, la segunda forma en

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que Cristo pudo ser tentado fue considerar en un momento dado,
como sucedió en Getsemaní, un camino diferente y
personalmente menos difícil y sufrido para redimir a la
humanidad. Sobre todo ante la proximidad de la cruz, momento
supremo en el cual el Padre tendría que abandonarlo de algún
modo plenamente indefinible pero de todos modos
angustiosamente real, durante ese breve pero imponderable
momento previo a su muerte en que estaría llevando sobre sus
hombros todo el peso del pecado de toda la humanidad. Jesús no
estaba negándose a redimirnos ni mucho menos, ‒como si se
halla implícito en las conjeturales formas de tentación que
acabamos de bosquejar‒, pues eso a estas alturas ya no tenía
reversa. Pero deseó tal vez hacerlo mediante un “plan B” de
contingencia y no a través del ya acordado “plan A”.

¿Podríamos culparlo por ello? ¿La angustia extrema no suele


ofuscarnos y obnubilarnos en alguna medida a todos los hombres
indistintamente, aún a los más sabios, impidiéndonos pensar con
claridad, llevándonos a considerar opciones que en
circunstancias diferentes desecharíamos al evaluarlas con
cabeza fría? Es completamente razonable que en Getsemaní esta
forma de tentación haya golpeado a la puerta de Cristo con una
fuerza nunca experimentada por nadie antes o después de él,
llevándolo nada más y nada menos que a sudar gotas de sangre
en un fenómeno médico muy raro, conocido como hemohidrosis.

Es más, aunque no se mencione, no sería extraño que Satanás


mismo hubiera estado espoleando al Señor en medio de este
arduo trance, como lo sugiere y lo muestra de manera muy bien
lograda la película “Jesús” mencionada en primer lugar y también
“La pasión de Cristo” de Mel Gibson. Por eso Getsemaní fue el
momento de la decisión por excelencia. El difícil momento de

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considerar si valdría la pena su sacrificio por nosotros. El
momento de sopesar a fondo los “pros” y los “contras” de su
muerte en la cruz y concluir si tenía o no sentido llegar hasta el
final de la manera acordada. El momento de la tentación
suprema que nos permite afirmar que aunque no haya sido como
las nuestras, la tentación de Cristo fue tanto o más real que las
nuestras.

Cuestionario de repaso

1. ¿Por qué el surgimiento de la herejía es un riesgo inevitable en la labor teológica y


por qué la cristología es especialmente susceptible a él?

2. ¿Qué utilidad prestaron las herejías en relación con el dogma cristológico?

3. ¿Con que base fueron rechazadas de plano las herejías inicialmente, sin debatirlas
metódica y sistemáticamente?

4. ¿Cuál es el principio implícito, pero no precisado aún, utilizado por la iglesia primitiva
para rechazar la herejía docetista de los gnósticos?

5. Relacione las diferentes herejías cristológicas surgidas a partir de la labor iniciada


por las escuelas teológicas de la antigüedad y ubique a cada una de las primeras en
relación con las últimas, tomando en cuenta los rasgos más característicos de las
mismas.

6. ¿Desde qué perspectiva se enfocó la cristología en la antigüedad (hasta Calcedonia)


y desde qué perspectiva se enfoca en nuestros días?

7. ¿Cuál es la precisión de términos que hay que hay que acometer, desde una
perspectiva filosófica, antes de emprender una reflexión teológica acerca de la
“unión hipostática”?

8. ¿Cuáles son, desde una perspectiva psicológica y especulativa, las tres distinciones
que pueden hacerse en la ciencia o el conocimiento que Cristo como hombre
poseía?

9. ¿Cómo debe interpretarse la tentación de Cristo para no hacer violencia a la plenitud

52
de su santidad?

10. ¿En qué consiste la llamada “comunicación de idiomas” en el contexto cristológico?

APÉNDICE

LOS SIETE CONCILIOS ECUMÉNICOS

La Iglesia de Jesucristo está edificada sobre el fundamento de los Apóstoles y Profetas,


siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo (Efesios 2:20). Así como los
Padres Primitivos de La Iglesia fueron aquellos hombres que bajo la guía de Dios
condujeron la construcción inicial de la Iglesia, así también “Los Concilios Ecuménicos”
fueron aquellas reuniones en que los Sucesores de los Apóstoles (los Obispos),
defendieron la integridad de la Iglesia, insistiendo en que los fundamentos debían
mantenerse frente a quienes deseaban alterarlos, especialmente en lo concerniente al
Misterio de Dios (La Trinidad) y la Persona y Obra de Jesucristo.

Fe y Orden van juntos. En adición a los serios retos para la Ortodoxia Cristiana que
aquellos contradictores representaron, los Concilios Primitivos afirmaron aspectos
fundamentales del Orden de la Iglesia, la preservación del Ministerio Apostólico, la
Administración de los Sacramentos, la Organización y Gobierno de la Iglesia, y otros
aspectos prácticos necesarios para la auténtica proclamación del Evangelio y de la vida
y testimonio de la Iglesia.

Estos Siete Concilios son llamados “Ecuménicos”, lo cual significa “de todo el mundo”,
porque todos los Obispos del mundo estuvieron presentes o representados y porque sus
determinaciones fueron aceptadas por toda la Iglesia a través del mundo, cuando aún
no se había fraccionado ni dividido la Iglesia de Cristo.

Los Siete Concilios Ecuménicos se realizaron todos en el Oriente Cristiano, y las


principales herejías y desviaciones de la Fe Cristiana que en estos Concilios fueron
tratados para dar la respuesta de la Ortodoxia de la Fe, ellos son:

1. Primer Concilio Ecuménico de Nicea – Año 325

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Convocado por el Emperador Constantino, y trató las siguientes herejías y
desviaciones: El Triteísmo, el Sabelianismo y el Arrianismo. El Triteísmo sostenía
que El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo son tres Dioses separados. En reacción a
esta desviación, Sabelio, Presbítero de Roma, y sus colegas dijeron que: “Padre”,
“Hijo” y “Espíritu Santo” eran meramente tres “modos” temporales de ser del Único
Dios, por lo cual se conoce también esta doctrina como Modalismo.

Reaccionando contra el Sabelianismo, un sacerdote de Alejandría, Arrio, propagó su


visión de que Jesucristo no es el eterno Hijo de Dios sino un ser creado por el Padre
de la nada, cuya identidad como “Hijo de Dios”, le fue conferida por el Padre como
un reconocimiento por su extraordinaria virtud. El Arrianismo se propagó como un
incendio contaminando a casi toda la Iglesia.

El principal defensor de la Ortodoxia en Nicea fue San Atanasio, entonces un


diácono, pero más tarde Obispo de Alejandría. De este Concilio de Nicea, hemos
recibido la principal declaración de la Fe Cristiana, conocida como el “Credo
Niceno” que se recita en la eucaristía católica cada Domingo.

Una forma moderna del Sabelianismo, se encuentra en el Modalismo Feminista de


nuestros días que identifica a las Personas de la Santísima Trinidad, como
“Creador”, “Redentor” y “Santificador” refiriéndose a sus acciones más que a sus
Personas. El Sabelianismo o Modalismo, tiene hoy día su máximo exponente en la
Iglesia Unitaria.

El Arrianismo en su forma moderna está presente en las Doctrinas de los llamados


“Testigos de Jehová”.

2. Segundo Concilio Ecúmenico – Primero de Constantinopla – Año 381

Convocado por el Emperador Teodosio, trato sobre el Apolinarismo, una herejía


surgida de las enseñanzas de Apolinar, Obispo de Laodicea, apoyador de San
Atanasio en el enfrentamiento con el Arrianismo. Desafortunadamente Apolinar se
fue al otro extremo, enseñando que en tanto que Jesucristo era verdaderamente
Dios, no era verdaderamente humano, en particular que no tenia espíritu humano
pues el lugar de este había sido tomado por su Divinidad. El problema con esta

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postura es que si Cristo no tuvo espíritu humano, El no pudo ser completamente
humano, así entonces, no pudo haber redimido al hombre completo.

Desde este Concilio fueron añadidas algunas partes y frases al Credo Niceno para
afirmar la verdadera Humanidad así como también la Deidad de Jesucristo.
También se condenó la doctrina de Macedonio que negaba la Divinidad del Espíritu
Santo, apareciendo también este rechazo a la herejía en el Credo Niceno,
conociéndose el Credo a partir de este momento como el “Credo Niceno
Constantinopolitano”.

3. Concilio Ecuménico de Efeso – Año 431

Convocado por los Emperadores Teodosio II de Oriente y Valentino III de Occidente,


para tratar sobre la herejía del Nestorianismo, que fue una reacción contra el
Apolinarismo, que sostenía que Cristo es “dos Personas”, humana y divina, y no una
sola Persona con dos naturalezas humana y divina, unidas indisolublemente tal
como el Concilio declaro, afirmando por esto que la Bienaventurada Vírgen María es
adecuadamente entendida como Theotokos (Madre de Dios según la humanidad).
Nestorio, Obispo de Constantinopla, fue depuesto por el Concilio y cinco años más
tarde fue desterrado por el Emperador Teodosio II.

También condenó este Concilio Pelagianismo, cuya doctrina distintiva es que el


hombre puede salvarse por sus propios esfuerzos, negando así la necesidad de la
Gracia Divina para la Redención. Esta es una herejía que nunca ha sido erradicada
del todo en la religión “popular”.

4. Concilio Ecuménico de Calcedonia – Año 451

Convocado por el Emperador de Oriente, Marciano, para tratar sobre el


Eutiquianismo. Un celoso oponente del Nestorianismo, Eutiques se fue al otro
extremo al negar que la humanidad de Cristo fuese consustancial con la nuestra,
una posición que de ser cierta haría imposible la redención de la humanidad por
Cristo. Sus enseñanzas devinieron en el Monofisismo, doctrina con la noción de
que el niño nacido de María era de una sola naturaleza (Divina) en oposición a la
doctrina Ortodoxa de que Cristo tiene tanto la naturaleza Humana así como la

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naturaleza Divina, doctrina Ortodoxa que fue brillantemente defendida en el “Tomo”
de San León, Obispo de Roma.

El Concilio de Calcedonia depuso a Eutiques del Ministerio, y la “Definición


Dogmática de Calcedonia” declaró que en Cristo hay una sola Persona con dos
naturalezas, Divina y Humana, las cuales están unidas “inmezclables, incambiables,
indivisibles e inseparables”.

5. Concilio Ecuménico – Segundo Concilio de Constantinopla – Año 553

Convocado por el Emperador de Oriente, Justiniano, para tratar sobre los derivados
del Nestorianismo, particularmente los escritos favorables a éste, contenidos en los
llamados “Tres Capítulos” (Obras de Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e
Ibas de Edesa). Este Concilio también condenó los errores de Orígenes, teólogo
Alejandrino del Siglo III.

6. Concilio Ecuménico – Tercero de Constantinopla – Año 680

Convocado por el Emperador de Oriente, Constantino IV, para tratar sobre el


Monotelismo, una doctrina similar al Monofisismo, que atribuía una sola voluntad a
Cristo.

El Concilio reconoció dos Voluntades, Divina y Humana en Cristo, estando la


voluntad humana supeditada a la Divina, reafirmando y fortaleciendo la fórmula
Cristológica de los Concilios anteriores.

7. Concilio Ecuménico – Segundo de Nicea – Año 787

Convocado por el Emperador de Oriente, Constantino VI, para tratar sobre una
furiosa y violenta controversia acerca de la veneración de Iconos, (Imágenes
Sagradas), la cual algunos consideraban una violación al Segundo Mandamiento
(Ex. 20:4). Los argumentos teológicos de los Iconoclastas (destructores de
imágenes), fueron refutados por el gran estudioso y escritor de Himnos Cristianos,
San Juan de Damasco, el cual afirmó la distinción existente entre Latría (Adoración
y Culto a Dios). Deut. 6:5; S.Mateo 22: 37) y la dulia (Veneración a los Siervos de
Dios y mayores en la Fé), tributado en servicio y reverencia requerido por el Quinto

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Mandamiento hacia los padres y a aquellos que nos “dirigen, presiden y sirven en el
Señor” (Efesios 6:1 y 1º de Tesalonicenses 5: 12-13), lo cual abarca
apropiadamente a los Santos y Siervos de Dios.

El Concilio afirmó la licitud de la Veneración de los Iconos Cristianos (Jn. 1:1, Jn.
14:9, Col. 1:15, Exodo 25:17-22, 26:31; Números 21 :5- 9; San Juan 3: 14; Josué
4: 7; Segunda de Reyes 23: 17 –18; San Mateo 23:2- 29) y definió sus límites en
concordancia con el Segundo Mandamiento.

CREDO APOSTÓLICO

Creo en Dios Padre, Creador del Cielo y de la tierra;


Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor;
Que fue concebido por obra del Espíritu Santo;
Nació de la Virgen María;
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato;
Fue crucificado, muerto y sepultado;
Descendió a los infiernos,
Al tercer día resucitó entre los muertos;
Subió al cielo;
Y está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso;
Y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
Creo en el Espíritu Santo;
La Santa Iglesia Cristiana;
La comunión de los santos;
La remisión de los pecados;
La resurrección de la carne;
Y la vida perdurable.
Amén.

CREDO NICENO – CONSTANTINOPOLITANO

Creemos en un solo Dios,

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Padre Todopoderoso,
Creador del Cielo y de la tierra,
Y de todas las cosas visibles e invisibles.
Creemos en un solo Señor Jesucristo,
Hijo Unigénito de Dios,
Engendrado del Padre antes de todos los siglos.
Dios de Dios,
Luz de Luz,
Verdadero Dios de Verdadero Dios,
Engendrado no hecho,
Consustancial al Padre,
Por Quien todas las cosas fueron hechas,
Quien por nosotros los hombres
Y por nuestra salvación,
Descendió del cielo,
Y fue encarnado del Espíritu Santo y la Virgen María,
Y fue hecho hombre,
Y por nosotros fue crucificado bajo Poncio Pilato,
Padeció y fue sepultado,
Resucitó al tercer día según las Escrituras,
Ascendió a los cielos,
Y está sentado a la diestra del Padre,
Y vendrá otra vez con gloria,
A juzgar a los vivos y a los muertos,
Cuyo Reino no tendrá fin.
Nosotros creemos en El Espíritu Santo,
Señor y Dador de vida,
Procedente del Padre y del Hijo*,
Quien con el Padre y el Hijo,
Juntamente es adorado y glorificado,
Quien habló por los Profetas.

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Nosotros creemos en la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica.
Nosotros reconocemos un Bautismo para el perdón de los pecados.
Y esperamos la resurrección de los muertos,
Y la vida en los siglos venideros.

* El controvertido “filioque” (“y del Hijo”), añadidura en el Credo Niceno-


Constantinopolitano hecha por la Iglesia Latina de Occidente (Roma) con
posterioridad al Concilio de Constantinopla, pero rechazada por la Iglesia Griega
Oriental (Constantinopla, Alejandría, Antioquía) y que constituyó uno de las razones
doctrinales argumentadas por ambas partes para su rompimiento y separación
definitiva en el año 1054 d.C.

QUICUNQUE VULT,
comúnmente llamado:
EL CREDO ATANASIANO

Todo el que quiera salvarse debe ante todo mantener la Fe Católica.


El que no guardare esa Fe íntegra y pura, sin duda perecerá eternamente.
Y la Fe Católica es ésta: que adoramos un solo Dios en Trinidad, y Trinidad en Unidad,
sin confundir las Personas, ni dividir la Substancia;
Porque es una la Persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo;
Mas la Divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es toda una, igual la Gloria,
coeterna la Majestad.
Así como es el Padre, así el Hijo, así el Espíritu Santo.
Increado es el Padre, increado el Hijo, increado el Espíritu Santo.
Incomprensible es el Padre, incomprensible el Hijo, incomprensible el Espíritu Santo.
Eterno es el Padre, eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo.
Y, sin embargo, no son tres eternos, sino un solo eterno;
Como también no son tres incomprensibles, ni tres increados, sino un solo increado y un
solo incomprensible.
Asimismo, omnipotente es el Padre, omnipotente el Hijo, omnipotente el Espíritu Santo.
Y sin embargo, no son tres omnipotentes, sino un solo omnipotente.
Asimismo, el Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios.

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Y, sin embargo, no son tres Dioses, sino un solo Dios.
Así también, Señor es el Padre, Señor el Hijo, Señor el Espíritu Santo.
Y, sin embargo, no son tres Señores, sino un solo Señor;
Porque así como la verdad cristiana nos obliga a reconocer que cada una de las
Personas de por sí es Dios y Señor,
Así la Religión Católica nos prohibe decir que hay tres Dioses o tres Señores.
El Padre por nadie es hecho, ni creado, ni engendrado.
El Hijo es sólo del Padre, no hecho, ni creado, sino engendrado.
El Espíritu Santo es del Padre y del Hijo, no hecho, ni creado, ni engendrado, sino
procedente.
Hay, pues, un Padre, no tres Padres: un Hijo, no tres Hijos; un Espíritu Santo, no tres
Espíritus Santos.
Y en esta Trinidad nadie es primero ni postrero, nadie mayor ni menor:
Sino que todas las tres Personas son coeternas juntamente y coiguales.
De manera que en todo, como queda dicho, se ha de adorar la Unidad en Trinidad, y la
Trinidad en Unidad.
Por tanto, el que quiera salvarse debe pensar así de la Trinidad.
Además, es necesario para la salvación eterna que también crea correctamente en la
Encarnación de nuestro Señor Jesucristo.
Porque la Fe verdadera, que creemos y confesamos, es que nuestro Señor Jesucristo,
Hijo de Dios, es Dios y Hombre.
Dios, de la Substancia del Padre, engendrado antes de todos los siglos y Hombre, de la
Substancia de su Madre, nacido en el mundo;
Perfecto Dios y Perfecto Hombre, subsistente de alma racional y de carne humana;
Igual al Padre, según su Divinidad; inferior al Padre, según su Humanidad.
Quien, aunque sea Dios y Hombre, sin embargo, no es dos, sino un solo Cristo:
Uno, no por conversión de la Divinidad en carne, sino por la asunción de la Humanidad
en Dios;
Uno totalmente, no por confusión de Substancia, sino por unidad de Persona.
Pues como el alma racional y la carne es un solo hombre, así Dios y Hombre es un solo
Cristo;

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El que padeció por nuestra salvación, descendió a los infiernos, resucitó al tercer día de
entre los muertos.
Subió a los cielos, está sentado a la diestra del Padre, Dios todopoderoso, de donde ha
de venir a juzgar a vivos y muertos.
A cuya venida todos los hombres resucitarán con sus cuerpos y darán cuenta de sus
propias obras.
Y los que hubieren obrado bien irán a la vida eterna; y los que hubieren obrado mal, al
fuego eterno.
Esta es la Fe Católica, y quien no lo crea fielmente no puede salvarse.

Definición de fe del Concilio de Calcedonia

Por tanto, siguiendo a los santos padres, todos nosotros, de común acuerdo,
enseñamos a los hombres que confiesen al mismo y único Hijo, nuestro Señor
Jesucristo, a la vez perfecto en Divinidad y perfecto en humanidad, verdadero Dios y
verdadero hombre, consistente también de alma racional (contra Apolinar) y cuerpo, de
la misma substancia (homoousios) con el Padre en cuanto a su Divinidad (contra Arrio)
y, a la vez, de la misma substancia con nosotros en cuanto a su humanidad (contra
Eutiques); semejante a nosotros en todo respecto, excepto en el pecado; en cuanto a su
Divinidad, engendrado del Padre antes de todos los siglos (contra Arrio); sin embargo,
en cuanto a su humanidad, nacido, por nosotros los hombres y por nuestra salvación,
de María la Virgen, la “portadora de Dios” (Theotokos) (contra Nestorio); uno y el mismo
Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, reconocido en dos naturalezas, inconfundibles,
inmutables (contra Eutiques), indivisibles, inseparables (contra el Nestorianismo); sin
ser anulada de ninguna manera la distinción de las naturalezas por la unión (contra
Eutiques), más bien siendo conservadas y concurrentes las características de cada
naturaleza para formar una sola persona y subsistencia, no divididas ni separadas en
dos personas (contra el Nestorianismo), sino uno y el mismo hijo y Unigénito Dios el
Verbo, el Señor Jesucristo; así como desde los tiempos más remotos, los profetas
hablaron de él, y como nuestro Señor Jesucristo mismo nos enseñó, y como el credo de
los santos padres nos ha transmitido.

61
Nota: Las porciones resaltadas no se encuentran originalmente de manera explícita en
la Definición, pero si están implícitas y se han introducido y resaltado para que el
estudiante sepa más fácilmente contra qué herejía en particular va dirigida la
correspondiente afirmación en la Definición.

Bibliografía Básica:
El Misterio de Cristo en los escritos de Juan y la Tradición.pdf

Bibliografía complementaria:
González Justo L. (1993). Historia del Pensamiento Cristiano. Tomo 1 (Caribe). Miami

Harrison Everett F., Bromiley G. W, Henry C. F. H. (1999). Diccionario de Teología


(Desafío). Grand Rapids

Criterios de Evaluación:
Obtención de una visión profunda de la cristología joanina arraigada en la eternidad en
el pasado y sus términos cristológicos particulares, junto con una aproximación
satisfactoria a su significado y consecuencias prácticas para la vida de los creyentes de
todas las épocas.

Adquisición de una visión panorámica del desarrollo doctrinal e histórico de la


cristología, de tal modo que el estudiante pueda comprender el pensamiento y las
consideraciones teológicas que se hallan detrás de la ortodoxia cristológica antigua y
moderna.

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