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FILOTEA

Filotea tenía que tomar una decisión importante.

– ¿Me tiro o no me tiro?

Miró para abajo.

-¡Gggg! ¡Me da vértigo!

Volvió a mirar.

-¡Gggggggggg!

Se dijo a sí misma: “Filotea, coraje.”

Juntó las manos, cerró los ojos, apretó la respiración, tomó impulso y… no se tiró.

-¿Qué hago?

Se puso rodilleras, muñequeras, zapatos de corcho, un almohadón en el traste.

-Ahí voy. Un, dos, trr…

No fue.

-¡Es tan alto! ¿Y si me estrello? Necesito más protección.

Se puso un chaleco neumático, un casco, un paracaídas en la espalda. Lo último fueron las


antiparras.

Entonces sí: pegó envión y zzzzzzzz cayó planeando sobre la vereda sin romperse nada.

Las hojas como Filotea siempre exageran un poco, pero al final, en el otoño, se animan y zzzzzzzz
caen.

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Una artista – CUENTO

Autora: Ema Wolf

Tengo que contar lo que pasa con mi abuela Eugenia.

Mi abuela Eugenia ama las artes. Todas las artes. Cualquiera.

El año pasado descubrió que podía pintar y eso la puso muy contenta. Se fabricó un caballete.
Compró telas, pinceles y pomos de óleo.

Decidió que lo mejor era empezar pintando fruta, como habían hecho todos los artistas célebres. A
eso se le llama “naturaleza muerta”. Consiste en poner unas cuantas frutas dentro de una frutera
y pintarlas de modo que salgan lo más parecidas posible.

Cuando llegó el otoño juntó manzanas y peras de la quinta. Las acomodó en la frutera, puso la
frutera sobre la mesa del comedor y pintó.

Le festejamos mucho el cuadro. Ella se entusiasmó.

El invierno lo pasó pintando cítricos. No dejó una naranja, un pomelo, una mandarina, ni un
quinoto sin pintar.

A fines de octubre ya había pintado todo lo que se podía cosechar en casa. La fruta variaba con el
correr de los meses; la frutera era siempre la misma.

Colgó las telas de su pieza y organizó visitas de parientes para admirarlas.

Llegó noviembre, que es el mes de los nísperos.

En casa no hay nísperos. El único que los tiene es don Cosme, que vive al lado.

No sé qué habrá pasado por la cabeza de mi abuela aquel día fatal de primavera. Siempre la
tuvimos por una persona seria. Pero debe ser cierto que cuando el arte se le mete a alguien
adentro, es capaz de hacer cosas que nadie imaginó.

Aquel día mi abuela se coló en el terreno de don Cosme por un agujero de la ligustrina y fue
derecho al árbol de los nísperos.

Lo vi todo. Espantoso.

El vecino la pescó justo cuando se descolgaba de una rama baja con el delantal anudado lleno de
nísperos suyos.

Me acuerdo de los ojos desafiantes de mi abuela y de sus zapatillas de lana balanceándose a ras
del suelo. Don Cosme la miraba petrificado, apoyado el cuerpo en el rastrillo para no derrumbarse.
Así estuvieron un rato.
Rojo de vergüenza ajena, don Cosme se metió por fin en el edificio de su casa y mi abuela volvió a
la nuestra por el agujero, ofendida porque la habían descubierto.

Rápidamente se puso a pintar los nísperos. Pintó sólo un puñado y completó la frutera con unos
cuantos carozos brillantes.

Yo pensé que la cosa quedaba ahí y que nadie más se enteraría.

Pero al día siguiente el vecino mandó llamar a mi papá.

Le contó lo que había hecho mi abuela. Le dijo que la vigilara, que nunca la había creído capaz de
portarse así y que era un mal ejemplo para nosotros.

Mi papá volvió furioso. La retó.

A ella el reto le entró por una oreja y le salió por la otra. Estaba cada vez más indignada con el
vecino: antes porque pensaba que no era de caballeros pescar a una dama en un momento así;
ahora por alcahuete.

Mi papá la obligó a regalarle a don Cosme el cuadro se sus nísperos; al menos eso. Ella obedeció
de mala gana. El vecino no supo si agradecerlo o qué.

Desde ese día mi abuela le tomó el gusto al asunto y empezó a visitar otras quintas de la manzana.
Siempre con motivo de su arte, se dedicó a levantar fruta madura, bien elegida. Todo a la luz del
día, sin esconderse ni ocultar siquiera las huellas de sus zapatillas.

En eso está ahora mi abuela.

Los vecinos se quejan a gritos. Por ellos, ya hubieran guardado todos sus árboles en los
dormitorios.

Notamos que cada vez es más lo que se lleva y menos lo que pone en la frutera. Pero sigue
pintando.

Van mal las cosas. Debo decir que está completamente sublevada.

La sorprendieron trepada a las medianeras eligiendo fruta con prismáticos, huyendo por debajo de
los alambrados y arrojando granadas, que son duras, para retrasar a sus perseguidores. Mi papá
tiene pesadillas en las que mi abuela capitanea una banda de forajidos.

Estamos a mediados de enero.

Ella sabe bien que en febrero maduran los higos y no se va a perder el pintar una naturaleza
muerta con higos; especialmente esos de cáscara oscura, muy dulces, que crecen en la casa del
fondo. Se prepara, creo, para dar el gran golpe.
Armó un artefacto ingenioso para cortar los higos altos: una vara con una tijera en la punta
accionada por un piolín y una pequeña red abajo. También consiguió una escalera alta porque la
medianera del fondo es alta. Se la pidió prestada al dueño de los higos; el hombre está
horrorizado.

Hay que evitar a toda costa que llegue a febrero con esos planes.

Estamos tratando de convencerla de que pinte otras cosas. El mar, por ejemplo, que no molesta a
nadie. El problema es que donde vivo no hay mar.

Ella dice que cuando acabe con la fruta va a seguir con los animales.

Eso puede ser peor. No me animo a contárselo a mi papá, pero la encontré dibujando los planos
de los gallineros del barrio.

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El rey que no quería bañarse – CUENTO

Autora: Ema Wolf

Las esponjas suelen contar historias muy interesantes, el único problema es que lo cuentan en voz
muy baja y para oírlas hay que lavarse muy bien las orejas. Una esponja me contó una vez lo
siguiente: En una época lejana las guerras duraban mucho, un rey se iba a la guerra y tardaba
treinta años en volver, cansado y sudado de cabalgar, y con la espada tinta en chinchulín enemigo.

Algo así le sucedió al rey Vigildo. Se fue a la guerra una mañana y volvió veinte años más tarde,
protestando porque le dolía todo el cuerpo.

Naturalmente lo primero que hizo su esposa, la reina Inés, fue prepararle una bañera con agua
caliente. Pero cuando llegó el momento de sumergirse en la bañera, el rey se negó.

-No me baño –dijo-¡No me baño, no me baño y no me baño!

La reina, los príncipes, la parentela real y la corte entera quedaron estupefactos.

-¿Qué pasa majestad? – preguntó el viejo chambelán- ¿Acaso el agua está demasiado caliente? ¿El
jabón demasiado frío? ¿La bañera demasiado profunda?-No, no y no –contestó el rey- pero yo no
me baño nada.

Por muchos esfuerzos que hicieron para convencerlo, no hubo caso.

Con todo respeto trataron de meterlo en la bañera entre cuatro, pero tanto grito y tanto
escándalo formó para escapar que al final lo soltaron.

La reina Inés consiguió cambiarle las medias,-¡las medias que habían batallado con él veinte años!-
pero nada más.

Su hermana, la duquesa Flora le decía:

-¿Qué te pasa Vigildo? ¿Temés oxidarte o despintarte o encogerte o arrugarte..?

Así pasaron días interminables. Hasta que el rey se atrevió a confesar.

-¡Extraño las armas, los soldados, las fortalezas, las batallas! Después de tantos años de guerra,
¿qué voy a hacer yo sumergido como un besugo en una bañera de agua tibia? Además de
aburrirme, me sentiría ridículo.

Y terminó diciendo en tono dramático: ¿Qué soy yo, acaso un rey guerrero o un poroto en
remojo?

Pensándolo bien el rey Vigildo tenía razón. ¿Pero cómo solucionarlo? Razonaron bastante, hasta
que al viejo chambelán se le ocurrió una idea. Mandó hacer un ejército de soldados del tamaño de
un dedo pulgar, cada uno con su escudo, su lanza, su caballo, y pintaron los uniformes del mismo
color que el de los soldados del rey. También construyeron una pequeña fortaleza con puente
levadizo y con cocodrilos del tamaño de un carretel, para poner en el foso del castillo.Fabricaron
tambores y clarines en miniatura. Y barcos de guerra que navegaban empujados a mano o
soplidos.

Todo esto lo metieron en la bañera del rey, junto con algunos dragones de jabón.

Vigildo quedó fascinado. ¡Era justo lo que necesitaba!

Ligero como una foca, se zambulló en el agua. Alineó a sus soldados, y ahí nomás inició un
zafarrancho de salpicaduras y combate. Según su costumbre daba órdenes y contraordenes. Hacía
sonar la corneta y gritaba:

-¡Avanzad mis valientes! Glub, glub. ¡No reculéis cobardes! ¡Por el flanco izquierdo! ¡Por la
popa…!- Y cosas así.

La esponja me contó que después no había forma de sacarlo del agua.

También que esa costumbre quedó para siempre. Es por eso que todavía hoy, cuando los chicos se
van a bañar, llevan sus soldados, sus perros, sus osos, sus tambores, sus cascos, sus armas, sus
caballos, sus patos y sus patas de rana.

Y si no hacen eso, cuénteme lo aburrido que es bañarse.

¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el
capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El
bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!,
repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la
cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin
remedio.

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PELOS

– ¡Oh, madre! ¡Me ha salido un pelo! – dijo un pequeño surubí.

En efecto, una mañana de junio de mil novecientos y pico un jovencísimo surubí que nadaba como
todos los días en el Río de la Plata se descubrió un pelo en la cabeza.

La madre se sorprendió bastante porque –ya se sabe– los peces no tienen pelos. Pero como hacen
todas las madres, enseguida lo mandó a peinarse y listo.

Así empezó la mayor rareza de la historia peluda y acuática. Porque ese pelo era apenas el
principio de muchos otros pelos que vendrían. Y no sólo para el surubí sino para todos los demás
peces del río.

La causa era bien simple. El marinero de un remolcador había volcado en el agua, por accidente un
frasco de tónico capilar. El pobre ni se imaginó las novedades que eso iba a producir en el fondo
del río. A los sábalos les salió una melena enrulada. A los dorados una cabellera larga y lacia.

Los patíes y los pejerreyes empezaron a peinarse con flequillo.

Al principio se sentían raros con la nueva facha, pero después todo el mundo estaba encantado
con sus pelos. Las hijas más chicas de una familia de dientudos salían de paseo con trenzas. Las
palometas y las viejas se hicieron la permanente. Nadie hablaba de otra cosa.

–¡Qué bien te queda el brushing, Ernestina! – le decía una boga a su amiga. –Yo hoy tengo el pelo
horrible con tanta humedad.

Y también:

-¡Papá, quedé ciego!

– No, nene. Es el pelo que no te deja ver –protestaba el pacú-Ñata. – ¿A este chico lo dejan entrar
así a la escuela?

En cada esquina había una peluquería. Y en cada peluquería los peces se ondulaban, se alisaban,
se cortaban, se estiraban, se teñían, se afeitaban, todo mientras leían revistas. Entre los juncos
crecieron grandes fábricas de peines, peinetas y gorras de baño; de champúes y fijadores; de
vinchas, hebillas y secadores de pelos.

Pero nada dura en esta vida...

Y un día todo terminó como había empezado…

Una señora que volvía del Delta en una lancha colectivo dejó caer en el agua un frasco de crema
para depilarse. Destapado, el frasco. Y ahí fue cuando los hermosos pelos empezaron a
desprenderse de las cabezas. Primero vinieron las calvicies y poco a poco avanzó la peladez. El
disgusto de los peces fue enorme. Era lógico: habituados ya a sus melenas, se veían feos sin ellas. Y
no había peluca que parara semejante desastre. Muchos, para disimular, se raparon la cabeza y se
hicieron punkies o cantantes de rock pesado. El único que conservó restos de la era pelosa fue el
bagre, que aún hoy tiene bigotes.

Así, los peces volvieron a ser lo que han sido siempre: calvos como huevos. Pero todavía hoy
siguen sin entender qué les pasó y por qué los pelos son cosas que aparecen y desaparecen tan
locamente.

Por eso para evitarles problemas, es mejor no tirar cosas raras al río.
SILENCIO NIÑOS Autor: WOLF EMA Editorial: NORMA

La Momia entró a la clase y todos se pusieron de pie.

—Buenas tardes —saludó.

—Bue - nas - tar - des - se - ño - ri - ta —le contestaron.

La Momia se puso los anteojos, sacó el registro del escritorio y empezó a pasar lista:

—Drácula.

— ¡Presente!

—Frankenstein.

— ¡Presente!

Y siguió:

— ¡Garramunda!

— ¡Pdecente, ceñodita! —le contestó una bruja ceceosa.

— ¿Dónde está el Lobizón? — preguntó la momia de repente— ¿Hoy también faltó?

Un espectro verdoso se levantó de su asiento y dijo respetuosamente:

— Sí, faltó. Me mandó decirle que su abuelita todavía está enferma.

En el fondo del aula dormía un joven ogro.

Roncaba como un santo. Era uno de los más grandes y había repetido catorce veces primer grado.
La Momia lo despertó tirándole un borrador en la nuca. Era su alumno favorito.

Por fin, todos estuvieron listos para empezar la clase. No volaba una mosca.

La Momia se plantó frente al pizarrón y se aclaró la garganta:

—Buem. Abran el manual en la página 62. Hoy vamos a aprender a atravesar paredes, algo muy
útil en la vida. Si lo aprenden como es debido podrán aterrorizar a mucha gente y hacer de veras
¡muuucho daño a la humanidad!

Aquí la Momia se emocionaba. Siempre que hablaba de hacer mal a la humanidad se le


humedecían los ojos y ponía voz de flan. Frente al libro abierto, los alumnos leían la lección a coro.
El atravesamiento de paredes era más bien una clase práctica. Uno a uno, fueron ejercitándose.

Primero atravesaron una plancha de telgopor. Después una madera de dos pulgadas. Por último,
tenían que atravesar la pared que daba al salón de actos, de donde los echaban porque un grupo
de compañeros estaban ensayando la “Canción de la araña”. El más hábil de todos resultó ser el
Fantasma. Eso de atravesar paredes se lo habían enseñado sus padres de chiquito. Había un
vampiro también bastante habilidoso. Atravesaba con elegancia.

Por la mitad de la clase, le tocó el turno a Frankestein. La maestra lo llamó al frente. Pasó. Se
ajustó el cinturón, se llenó los pulmones de aire para hacerse más esponjoso,cerró los ojos y
avanzó decidido hacia la pared.

Muchos años después, ya jubilada, La Momia seguiría recordando aquel día extraordinario, el
choque fue terrible.

La cabeza de Frankestein sonó como una caja llena de tuercas lanzada contra una escollera, pero
él ni pestañó. Un salpicón de bisagras, remaches, astillas y peladuras roció a todo el mundo.

La maestra pegó un grito creyendo que su alumno se desarmaba. Corrió a ayudarlo, pero Frankie
estaba decidido a avanzar. Y avanzó.

Era un muchacho sólido, tenía amor propio y no lo iba a detener una pared.

Pasar, pasó. Abrió un boquete de cuatro metros por dos y arrastró el piano que estaba del otro
lado. Los integrantes del coro aplaudieron. Detrás de él la pared entera se derrumbó y con ella el
cielorraso. Unas grietas espantosas aparecieron en el aula y en el techo del salón de actos.

A Frankestein le pareció un triunfo total. Estaba dispuesto a demostrarle a su maestra lo bueno


que era para pasar cosas. Esta vez arremetió contra la pared que daba al patio con el ímpetu de un
tren carguero.

Alumnos y maestros empezaron a correr porque el edificio entero se resquebrajaba. Los


murciélagos levantaron vuelo desordenadamente. Frankie siguió atravesando paredes, una tras
otra, siempre con el mismo éxito. Cuando atravesó la última, el edificio, viejo y ruinoso, se vino
abajo. Desde la vereda de enfrente, todos miraban alborotados el radiante cataclismo. El polvo
desmoronado hacía toser al portero.

La Momia corrió a rescatar a Frankestein de entre medio de los escombros. Estaba averiado pero
contento. Enseguida le vendó las partes machucadas. Después lo miró babeante de orgullo y le dio
un beso.

Evidentemente, no era lo bastante transparente, poroso y aéreo como para atravesar paredes.
Pero, en cambio, era un as para los derrumbes. En toda su vida de maestra La Momia nunca había
visto una catástrofe tan completa. Se imaginó que con un poco de práctica Frankie podía causar
desastres mundiales.

Ese mes le escribió en el boletín de calificaciones: “Te portas cada día peor. ¡Adelante! ¡Sigue así!”
EL MENSAJERO OLVIDADIZO

Hace mucho tiempo había reinos tan grandes que los reyes apenas se conocían de

nombre.

El rey Clodoveco sabía que allí donde terminaba su reino empezaba el reino de

Leopoldo. Pero nada más.

Al rey Leopoldo le pasaba lo mismo. Sabía que del otro lado de la frontera, más allá de

las montañas, vivía Clodoveco. Y punto.

La corte de Clodoveco estaba separada de la de Leopoldo por quince mil kilómetros.

Más o menos la distancia que hay entre Portugal y la costa de China.

Entre corte y corte había bosques, desiertos de arena, ríos torrentosos, precipicios y

llanuras fenomenales donde vivían solamente las lagartijas. Tan grandes eran los

reinos...

Cuando Clodoveco y Leopoldo decidieron comunicarse, contrataron mensajeros.

Y como siempre se trataba de comunicar asuntos importantes, secretos, nunca

mandaban cartas por temor de que cayeran en manos enemigas. El mensajero tenía que

recordar todo cuanto le habían dicho y repetirlo sin errores.

El mejor y más veloz de los mensajeros se llamaba Artemio. Además, terminó siendo el

único: nadie quería trabajar de mensajero en aquel tiempo. No había cuerpo ni suela que

durase. Pero Artemio era veloz como un rayo y no se cansaba nunca.

El problema es que tenía una memoria de gallina. Una memoria con poca cuerda. Una

memoria que goteaba por el camino.

Artemio partía de la corte de Clodoveco de mañana bien temprano con la memoria

afinada y tensa como un arco. Al llegar al kilómetro 7.500 más o menos, había olvidado

todo, o casi todo. No era para menos...

Lo que no recordaba, lo iba inventando en la marcha.

Una vez la esposa del rey Clodoveco le mandó pedir a la esposa del rey Leopoldo la
receta de la mermelada de frambuesas.

Artemio volvió y recitó ante la reina la receta de los canelones de acelga. No se sabe si

había trabucado el mensaje en el viaje de ida o en el viaje de vuelta.

La reina pensó que la otra señora estaba loca, pero preparó nomás la receta.

- ¡Qué buena mermelada, Majestad! - decían todos, mientras comían canelones.

Otra vez el rey Leopoldo quiso anunciar al rey Clodoveco la feliz noticia del

cumpleaños de su abuela. El mensaje que Artemio debía transmitir era:

Te saludo, Clodoveco,

y te anuncio que mañana

va a cumplir noventa años

la reina nona Susana.

Artemio cruzó valles, selvas, acantilados y charcos, nadó ríos y atravesó planicies a lo

largo de quince mil kilómetros.

Cuando llegó a la corte del rey Clodoveco se presentó en la sala del trono y dijo lo que

le salió:

Te saludo Clodoveco,

y te cuento: esta mañana

en el jardín florecido

se me ha perdido una rana.

Clodoveco no entendía por qué tanta preocupación por una simple rana. Leopoldo debía

estar chiflado. Pero allá mandó a Artemio con un mensaje que decía:

Lo siento, ya conseguirás otra.

Leopoldo, creyendo que se refería a la abuela, se enojó mucho y juró que no cambiaría a

su nona por ninguna otra en el en mundo aunque estuviera viejita.

A veces Artemio recorría quince mil kilómetros solamente para decir "gracias". Y

volvía con la respuesta. "de nada".


Un día Clodoveco lo envió para que pidiera a Leopoldo la mano de su hija Leopoldina.

Quería casarla con su hijo, el príncipe heredero.

Mientras marchaba a través de los caminos peligrosos, Artemio se iba olvidando.

- ¿Qué tengo que pedir de la princesa Leopoldina? ¿Era la mano? ¿No sería el codo?

Me parece que era el pie.

Cuando estuvo frente a Leopoldo, dijo:

Te hace el rey Clodoveco

una petición muy grata:

que le envíes enseguida

de Leopoldina una pata.

A Leopoldo le dio un ataque de furia. ¡Cómo se atrevía ese delirante a pedir una pata de

su hija!

Mandó a Clodoveco una respuesta indignada por semejante ocurrencia.

Artemio se olvidó de todo.

Cuando llegó a la corte de Clodoveco, dijo sinceramente:

Necesito dormir la siesta

antes de darte respuesta.

Clodoveco creyó que esa era la verdadera contestación de Leopoldo y quedó

convencido de que el pobre no tenía cura. ¡Cómo podía pensar en irse a dormir la siesta

cuando le pedía la mano de su hija!

Y así siguieron las cosas.

Hasta que un día, un día...

Un día el rey Leopoldo le pidió prestado al rey Clodoveco algunos soldados. Quería

organizar un desfile vistoso. ¡Qué mejor que los soldados de Clodoveco, que tenían

uniformes tan bonitos!

Entonces le mandó decir por Artemio:


Necesito seis legiones,

o mejor: diez batallones.

Pero Artemio, en el colmo del olvido, dijo:

Que me mandes cien ratones.

¡Todo mal!

Cuando Leopoldo recibió en una linda caja con moño cien ratones perfumados, la

paciencia se le terminó de golpe.

- ¡Basta! - gritó. ¡Clodoveco me está tomando el pelo! ¡No lo soporto! ¡Si no le hago la

guerra ya mismo el mundo entero se va a reír de mí!

Y sin pensarlo dos veces mandó alistar sus ejércitos para marchar sobre el reino de

Clodoveco.

Pero antes, como era costumbre, le mandó una declaración de guerra:

Yo te aviso, Clodoveco

que me esperes bien armado

pues voy a hacerte la guerra

por insolente y chiflado.

Artemio se lanzó a través de montañas y llanuras llevando en su cabeza el importante

mensaje.

Tanto y tanto tiempo anduvo que cuando llegó a la corte de Clodoveco la noticia se

había convertido en cualquier cosa:

Mi querido Clodoveco,

espérame bien peinado,

pues visitaré tu reino

en cuanto empiece el verano.

Clodoveco se llevó una alegría.

- ¡Leopoldo va a venir a visitarnos! Seguramente quiere arreglar el casamiento de


Leopoldina con mi hijo. Vamos a prepararle una recepción digna de un rey.

Y ordenó a sus ministros que organizaran la bienvenida.

Mientras en el país del rey Leopoldo los ejércitos se armaban hasta los dientes, en la

corte del rey Clodoveco todo era preparativo de fiesta.

Leopoldo amontonaba pólvora y cañones. Clodoveco contrataba músicos y compraba

fuegos artificiales.

Leopoldo preparaba provisiones de guerra mientras los cocineros de Clodoveco

planeaban menúes exquisitos.

En un lado fabricaban escudos y lanzas de dos puntas. En el otro adornaban los caminos

con guirnaldas de flores y banderines.

Por fin llegó el día.

Las tropas de Leopoldo avanzaron hacia el reino de Clodoveco haciendo sonar clarines

y tambores de combate mientras la corte de Clodoveco salía a recibir al rey Leopoldo

vestida de terciopelo, con bufones, bailarines y acróbatas.

Se encontraron a mitad de camino. Unos formados para la batalla, otros cantando

himnos que decían "Bienvenido rey Leopoldo".

Los dos reyes, frente a frente, se miraron. Uno con cara de guerra y otro con una sonrisa

de confite en los labios.

Artemio se encontró entre los dos. Estaba quieto, muy quieto. Miraba a Leopoldo y

miraba a Clodoveco. Se rascó la cabeza y pensó que algo andaba mal, muy mal... Tan

mal que mejor encontrara una solución antes de que fuera demasiado tarde.

Bramó un tambor y estalló un fuego de artificio.

Entonces Artemio tomó aire y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

¡Cuídense del rey Rodrigo

si es que quieren seguir vivos!

- ¿Rodrigo? ¿Y quién es el rey Rodrigo? - peguntaron los dos reyes.


¡El que les morderá el ombligo...!

... gritó Artemio, y salió corriendo hacia el norte, veloz como una lecha enjabonada.

Clodoveco y Leopoldo se quedaron pensando. Nunca habían oído hablar del rey

Rodrigo, pero parecía un enemigo de cuidado.

- ¿Será el rey de Borboña? - decía Clodoveco.

- No, ése se llama Ataúlfo - decía Leopoldo. Debe ser el rey de Bretoña.

- No creo, me parece que se llama Ricardo, y además tiene un apodo que ahora no me

acuerdo...

Así siguieron.

Y todavía están allí, tratando de averiguar quién es el famoso Rodrigo.

Mientras tanto Artemio sigue corriendo, que para eso estaba bien entrenado. Ya se

olvidó del rey Rodrigo, y seguramente tampoco se acuerda por qué corre.

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