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El punto de partida para establecer esta distinción ―que llevará a proponer la disciplina como
objeto de estudio― está en abandonar el malentendido que consiste en situarse únicamente
en el nivel del texto literario e incorporar también la dimensión disciplinaria. No se trata
desde luego de excluir este otro nivel ―el objeto y su modo de funcionamiento cumplen un
papel esencial en la relación que las disciplinas pueden entablar entre ellas―, sino de
incorporar una segunda dimensión, la dimensión epistémica de los estudios literarios, así
como la relación entre esta disciplina y las ciencias humanas y sociales. La hipótesis es, por
tanto, que la disciplina literaria produce formas de saber y que debe reflexionarse sobre la
manera en que lo hace y sobre los efectos de estos saberes que, además, son sociales. Aunque
el uso de la noción de epistemología, separado habitualmente de las condiciones de
producción sociales e históricas, puede parecer problemático, es el que propone Louis.
Lo que ella propone es transformar la situación actual de la literatura y de los estudios
literarios en objeto de estudio, incorporando así a los objetos tradicionales y las prácticas de
la disciplina la reflexión sobre el estatus de esta última, en un movimiento epistémico distinto
del que realiza la sociología, al tomar la literatura como objeto de estudio. En un momento
de desmoronamiento disciplinar, de pérdida de referencias, estamos en un proceso de
redefinición del objeto y de su constitución disciplinaria; frente a un nuevo objeto, sí, pero
también en un momento que contiene la potencialidad de una refundación de la disciplina,
la posibilidad de transformar la situación en objeto de reflexión epistémica. (Ese “nosotros”
al que hace referencia designa un conjunto social, pero también el cuerpo especializado en la
reflexión y transmisión de las ciencias humanas y sociales: faceta institucional de esta
propuesta).
La dimensión epistemológica no implica la puesta en práctica o la creación de una
subdisciplina y, en este sentido, se distingue de la teoría literaria (cfr. más adelante). La
epistemología es una dimensión que se incorpora a nuestros trabajos y que, desde luego,
pone en cuestión las bases de la disciplina, pero no implica la necesidad de cambiar de
objetos; no obstante, implica también que la reflexión se vuelve hacia las propias condiciones
de producción. Se puede hacer teoría literaria sin incorporar esta dimensión, es decir, sin que
las condiciones de producción del propio saber y del discurso formen parte del análisis.
La dimensión epistémica
La epistemología, definición restringida: se interesa por las preguntas que conciernen
al modo de producción del conocimiento, sus límites, sus fuentes y las modalidades de su
justificación. Sentido más amplio: cuestiones vinculadas con la creación y la diseminación del
conocimiento en ámbitos particulares de la investigación, y análisis sistemático de estas
cuestiones. Al proponer un acercamiento epistemológico a la literatura estamos
implícitamente considerando la disciplina literaria como un modo de producción de saberes
(también las formas de arte producen formas de saber específicas). La epistemología de la
literatura está a la vez cerca y lejos de la “epistemología social”: considerar el conocimiento
tal y como este se posiciona en un contexto social e histórico particular (cuestión
controvertida: ¿reorienta o modifica radicalmente la epistemología tradicional?). En todo
caso, la epistemología social y de lo literario implican ambas que se considere a los objetos
en su inscripción a la vez comunitaria, histórica, institucional, tradicional.
Aunque se hable de autorreflexividad, el postulado de una epistemología de lo
literario procede no de una tentativa de crear una nueva disciplina, sin una especie de
instancia superior de los estudios literarios; tampoco describe el movimiento porque no se
trata de una mirada de los estudios literarios sobre ellos mismos. Se trata de dar un nombre
a prácticas ya existentes: sistematizar un fenómeno percibido y constituirlo al mismo tiempo,
haciéndolo objeto de estudio. Sin embargo, hay que tener en cuenta que toda comunidad
intelectual se considera como autorreflexiva y, en cierta medida, lo son, porque reflexionan
sobre ciertos aspectos de sus prácticas cerrándose a otras. Toda comunidad intelectual posee
un horizonte de autorreflexión y la circulación entre varias comunidades intelectuales permite
aprehender sus especificidades y sus límites.
Primer objetivo: definir las cuestiones de las que puede ocuparse una epistemología
de la literatura, es decir, definir el objeto pero no en términos temáticos, sino en términos de
tareas. Entre ellas: estudiar las metodologías, analizar la historia de las tradiciones críticas, los
presupuestos sobre los que reposan los discursos críticos (incluso los retóricos), los valores
en juego, los diversos factores que constituyen la comunidad intelectual, su funcionamiento,
la relación entre los agentes, su diversidad (factores externos, internos, internalizados,
externalizados); dentro de su relación y no en tanto que objetos autónomos. Preguntarse
también por la función de la disciplina, sus fundamentos, sus objetivos, su inserción en la
comunidad (científica) y en la sociedad, sus vínculos con la política, la historia, las
modalidades de producción de saber; también sobre la especificidad del saber producido por
el objeto y por la reflexión sobre el objeto y no perder de vista el carácter permanentemente
cambiante de estas preguntas, objetos, inserciones, etcétera. El objetivo de una epistemología
sería considerar estos movimientos: una perspectiva sobre los objetos tradicionales, un
cuestionamiento sobre la propia práctica y sus implicaciones (culturales e ideológicas).
Varios aspectos deben señalarse: efectos didácticos de este método (demarcación
entre disciplinas, de los objetos y su postulación, ligadas de tal manera que es imposible
disociarlas, y la articulación de la disciplina literaria con las ciencias humanas y sociales, como
una de las vías que permite repensar la disciplina). Esbozo de una dimensión del trabajo,
siempre implícita, que se puede incorporar a la reflexión; esta perspectiva no reemplaza lo
que ya se hace, sino que incorpora una nueva dimensión. También hay una vertiente
especulativa en este trabajo (cfr. Ludmer): permite mejor elecciones y posicionamientos con
respecto a la disciplina; la puesta en relación constitutiva de las relaciones entre prácticas
literarias, académicas, comunitarias e intelectuales permite comprender mejor el
funcionamiento actual.
¿Qué es, entonces, que sería una epistemología de lo literario? Una manera de ejercer
la interpretación crítica en curso de definición, un nombre, un eje de cursos y seminarios, un
proyecto, una bibliografía. Carácter inacabado y ausencia de un espacio institucional fijo y
seguro en el que desarrollarse; esta falta de anclaje va acompañada también de una libertad
metodológica y conceptual. ¿Es necesario cambiar nuestras prácticas? Sí y no: el gesto
esencial consiste en incorporar las implicaciones, presupuestos, historia… lo que no significa
modificarlas pero sí posicionarse y hacerlo en conocimiento de causa, aceptando el carácter
ideológico de las prácticas culturales y repensando el poder de intervención sobre lo real de
las prácticas culturales. No abandonar los objetos tradicionales, sino abordarlos de otro
modo; mirada diferente sobre el objeto literatura y sobre el objeto literario. (Pese a todo, s
convicción personal es que el estado actual del objeto literatura pide ser revisado, llama a una
transformación radical, incluida su topografía institucional).
Cfr. la revisión de Kuhn.
Interrogar algo que a menudo permanece implícito en la disciplina literaria: nuestros objetos
de investigación y sus implicaciones epistemológicas e institucionales. Contexto francés
(2005-2011) de “crisis de los estudios literarios”, una preocupación a la que Louis no se
adhiere; lo que sí le interesa es señalar una particularidad francesa a la hora de aproximarse a
esta crisis, señalada por Schaeffer (Petite écologie des études littéraires), que ha concretado el
cuestionamiento sobre el objeto en sí ―la literatura― sin volcarlo a la disciplina; se ocultó la
situación en que se encontraban los estudios literarios antes de ese periodo: clausura de la
disciplina sobre sí misma, que la llevo a defender sus fronteras y estructuras, en detrimento
de la innovación y la renovación. Louis defiende el valor regulativo, no constitutivo, de esta
norma disciplinar e intenta, por tanto, situarse en una historización de las prácticas y en el
análisis del presente.
Tres tendencias interdisciplinares: integrar nuevas tecnologías y saberes para renovar
la disciplina, articular los estudios literarios con otras formas artísticas, o con una ciencia
social. Interdisciplinariedad superficial ―presentan la ventaja de haber sacado al objeto
literario y al objeto literatura de su aislamiento y de reinsertarlo o en una historia de las artes,
o en un contexto social, o simultáneamente en ambos― pero marcado por un gesto de
“reinversión selectiva de las formas antiguas” ―se regresa a las preguntas que ya configuraron
la historia de la disciplina y que en algún momento se consideraron superadas― que lleva a
una “recomposición permanente del corpus” ―aunque sus fronteras puedan ser modificadas,
el núcleo estable persiste, determinado por la noción de valor patrimonial― (Fabiani 2007).
Descontextualización como la condición de posibilidad del desarrollo de un campo de saber.
Lo que propone Louis es transformar en objeto de estudio la situación actual de la
literatura y de los estudios literarios, incorporando a los objetos y prácticas tradicionales, la
reflexión sobre el estatuto de la disciplina. Movimiento epistémico del de la sociología al
tomar la literatura como objeto de estudio. La hipótesis de base consiste en pensar que
estamos menos en un momento de disgregación o pérdida de referencias de nuestra
disciplina, que en un momento de redefinición del objeto y de su constitución disciplinaria.
Distinguir dos dimensiones del problema, que están ligadas, pero cuyo modo de
articulación puede ser reinventado: la suerte de la literatura y la de los estudios literarios.
Consideraciones que parten de la idea de que la disciplina literaria es una ciencia humana,
pero también posee una dimensión social: reivindicarla y, por tanto, repensar el estatuto del
objeto literatura como objeto social y de la disciplina en relación con las ciencias humanas y
sociales. «De este modo importa inscribir el objeto de los estudios literarios, así como sus
producciones, en una red de relaciones sociales que evidencie su carácter inestable, así como
la dependencia entre lo escrito y sus realizaciones, clave de contextualización del objeto
literatura». Para ello, se ha de considerar que la disciplina literaria es un lugar de saber social
(el orden social como orden negociado: cfr. Fabiani, 1997). ¿De qué modo puede la literatura
negociar o renegociar una ubicación diferente en la topografía de los saberes? ¿Las
transformaciones recientes de sus condiciones de producción y de reproducción pueden
acaso favorecer tal negociación?
¿Por qué volver sobre el objeto? La reflexión sobre este abre la posibilidad de trabajar
antes y después del objeto, pero conservando su carácter central, reubicándolo en situación (en
su posicionamiento diacrónico, en relación con una tradición interpretativa y una historia de
la disciplina y también en relación con una sincronía, esto es, una topografía contemporánea
de los estudios literarios, y más generalmente de las ciencias humanas y sociales).
Objeto = una elección, realizada en función de parámetros y de factores prede-
terminados, algunos de los cuales son tomados en cuenta de forma explícita, mientras que
otros permanecen explícitos y rara vez son sujetos a reflexión o a cuestionamiento. Los
elementos que entran habitualmente en juego en la elección son: el marco institucional, la
tradición interpretativa, las competencias personales, las circunstancias de producción
personal, la dimensión comunitaria, social, disciplinaria, inclinaciones y gustos, azar…
Relaciones jerárquicas entre estos elementos.
Objeto = realización intelectual e institucional. Se pueden hablar de dos orientaciones
de objetos a partir de su especificidad: obj-pre-existentes (autores canónicos o relaciones entre
autores y temas que los caracterizan) u obj-creación (transformación de un instrumento,
presupuesto, dato implícito en objeto de estudio).
Objeto = resultado de una motivación, de una experiencia de lectura o de un
funcionamiento comunitario: de circunstancia, obj-proyectos colectivos, de lectura y libres o desprendidos.
Objeto = el objeto más la reflexión sobre el objeto, los métodos, los instrumentos,
las modalidades de postulación de ese objeto, sobre la situación del objeto en la topografía
de los saberes. Definirlo depende tanto de una cuestión de enfoque, como de disciplina; es
una red de relaciones: “El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de
innumerables relaciones” (Nota sobre (hacia) Bernard Shaw). Preguntarse por la autonomía del
objeto: esto no implica que el objeto deba tener un estatuto independiente de los circuitos
de saber y de las redes sociales en las que se inscribe, sino que, en tanto producción simbólica,
no debe negarse el poder de intervención que contiene.
Benoît Denis: Littérature et engagement de Pascal a Sartre (Seuil, 2000)
Todo el mundo sabe que la expresión “literatura comprometida” designa una práctica
literaria estrechamente vinculada con la política, con los debates que esta genera y las luchas
que esta implica (escritor comprometido = aquel que “hace política” en sus libros) y sitúa el
compromiso literario en un marco histórico determinado, con unos actores reconocibles:
Segunda Guerra Mundial, auge del comunismo y Sartre como mascarón de proa. La noción
ha sufrido, sin embargo, un deterioro importante, sus aristas más sobresalientes se han ido
desgastando y ha acabado por ser una idea borrosa, casi un comodín para hablar,
indistintamente, del mundo de un autor, de las ideas generales que atraviesan su obra o
incluso de la función que le otorga a la literatura. Se dibuja, por tanto, un horizonte discursivo
que, al tiempo que rechaza el compromiso ―y ver la literatura mezclada con la política―, no
deja de reflexionar sobre esta noción, al querer determinar el alcance de una obra, sus
cuestiones ideológicas e intelectuales, o su importancia para la sociedad presente. Al
determinar (y con razón) que toda obra literaria está comprometida en algún grado, en el
sentido en que propone cierta visión del mundo y da forma y sentido a lo real, la noción
amplía tanto su extensión que acaba por disolverse.
Al mismo tiempo, se ha querido retroceder en el tiempo y ver el compromiso literario
en momentos anteriores a la formulación explícita de esta cuestión. Si bien es cierto que
siempre ha existido una literatura de combate, que ha tomado parte en las controversias
políticas y religiosas, y que el poder siempre ha tenido en cuenta a los escritores y sus obras
―es decir, si bien la literatura no ha sido jamás un objeto neutro e indiferente en términos
políticos―, unificar bajo una misma denominación fenómenos tan diversos y dispares en el
tiempo vuelve a ahondar en la disolución del término compromiso, haciéndolo intemporal.
Es por ello que en esta obra, Denis reserva la expresión “literatura comprometida” para
hablar del siglo XX: fue a partir del caso Dreyfus cuando se empieza a desarrollar y formular
esta problemática, cuando toma tal apelación y se convierte en uno de los ejes principales del
debate literario. Y para hablar de aquella literatura de combate y controversia, que siempre
ha existido y que, además, sirvió de modelo y respaldo para los escritores de este siglo, utiliza
una expresión similar, “literatura de compromiso”. Otra precaución con respecto a este
recorte temporal: la noción de compromiso aparece y se desarrolla cuando este deja de
considerarse consustancial a la literatura y la misión social del escritor no es ya evidente: «la
literatura, tal y como la concibe la modernidad, no está naturalmente “conectada” con la
literatura (no es a priori un discurso político) y no es seguro que pueda salvar la brecha que la
separa entonces del universo social» (p.12).
La manera en que Denis aborda la cuestión del compromiso se distancia de cómo lo
haría una historia política de la literatura ―que describiría las elecciones ideológicas o las
afiliaciones políticas de los escritores―, sino que la plantea en términos literarios y estéticos:
«el compromiso implica, en efecto, una reflexión del escritor sobre las relaciones que la
literatura mantiene con la política (y con la sociedad en general) y sobre los medios específicos
de los que dispone para inscribir lo político en su obra» (p.13). Cobra una importancia central
la reflexión de J-P. Sartre, por más que esta elección pueda parecer cuestionable o excesiva,
ya que ¿Qué es la literatura?, es innegable, sigue siendo el texto que ha abordado de una manera
más completa la cuestión del compromiso en literatura: «sus excesos e incluso su dogmatismo
permiten identificar las aristas más sobresalientes y los límites de un razonamiento más
complejo de lo que se cree». Además, está idealmente ubicado para inducir una unidad
relativa en la historia de la literatura comprometida: por un lado, sus reflexiones, lejos de ser
fruto de una actitud insólita e inédita, están profundamente impregnadas y orientadas por la
experiencia de sus predecesores; por otro, su radicalismo ha suscitado toda una serie de
críticas y de reevaluaciones sobre la cuestión del compromiso que son decisivas para entender
el fenómeno en la actualidad.
El libro se divide en tres partes: primero, una reflexión teórica sobre el compromiso
literario, que fijará las coordenadas de esta problemática; después, una parte dedicada a los
predecesores, a los escritores que desde Pascal hasta Victor Hugo, han servido de referencia
para los literatos comprometidos del siglo XX; por último una historia “cursiva” (cfr. Sollers
y Tel Quel de la literatura comprometida, desde el caso Dreyfus hasta nuestros días.
https://books.openedition.org/enseditions/628
(2014). Pour une théorie de la production littéraire. Lyon : ENS Éditions, coll. « Bibliothèque idéale
des sciences sociales »
En el texto de presentación (p.5-8), Anthony Glinoer señala la pertinencia de este
libro de Macherey para abrir toda una serie de reedición de obras que han marcado las
aproximaciones sociales a lo literario: desde su edición original en 1966, en la colección
«Théorie» dirigida por Althusser en la editorial Maspero, que fue un verdadero éxito editorial,
nunca había sido republicado, pese a haber sido traducido a varias lenguas. Además, este
libro marca un momento importante en la historia de las teorías sociales sobre la literatura,
pero encima las relaciones que marca entre lo literario y lo social no han perdido pertinencia.
Es una obra de juventud (su primer libro, cuando apenas tenía 28 años) al tiempo que una
prueba de audacia y clarividencia: no cede ni a la tentación de hacer de la literatura la
expresión de una intencionalidad autorial ni de relegar lo literario a un simple elemento de la
superestructura; evitando las trampas simétricas de la reducción a lo singular (el autor) y a lo
colectivo (el contexto), Macherey hace del texto literario el resultado, nunca definitivo, de un
proceso de producción, en un doble sentido: la literatura como producto y productora.
Glinoer señala dos puntos en los que el libro parece haber aportado una contribución
capital: la historia como proceso complejo que implica múltiples determinaciones (Althusser
y no Lukács) y lectura sintomática, que hace de la literatura no un mero producto ideológico,
un reflejo pasivo de las contradicciones del mundo social, sino que esta efectúa una
transformación productiva de la ideología); reflejo de la realidad material, pero no reflejo
exacto. La crítica literaria debe hacer hablar a la literatura, ya que la producción literaria
aparece bajo una forma implícita y contradictoria; para ello debe deshacerse de una serie de
ilusiones: empírica, normativa, interpretativa.
Dada la ambición de esta obra y el entusiasmo del mundo anglosajón por Althusser,
esta fue rápidamente leída y adoptada por los críticos marxistas anglosajones, pero no tanto
en Francia, donde el círculo althusseriano era recibido con mayor desconfianza y la
sociocrítica de Duchet y la sociología de la literatura de Bourdieu viven un auge en la década
de los 70. Posteriormente, los análisis ideológicos fueron prácticamente erradicados de los
estudios literarios y no se han vuelto a reestablecer más que recientemente [Voir le numéro
de la revue COnTEXTES intitulé L’idéologie en sociologie de la littérature, disponible à la page
http://contextes.revues.org/228]. Esta primera obra no es, sin embargo, una rareza dentro
de la obra de Macherey, que sigue transitando estos caminos posteriormente [ver su
bibliografía]: littérature et “discours constituant” (Maingueneau).
La reedición incluye también el prefacio para la reedición inglesa redactado por Terry
Eagleton (p. 9-12): insiste en el éxito de este texto dentro de los círculos británicos de
izquierdas, que buscaban una alternativa a Lukács (lo considera, de hecho, una respuesta
implícita a este). Pese a la influencia de Althusser, también hay en él una crítica: reagrupa
varios de sus conceptos fundamentales (producción, problemática, ideología, saber
científico) y los aplica a la obra literaria, proponiendo un nuevo acercamiento a esta y, sobre
todo, una función para la crítica, que no será un reflejo ni una reduplicación de la obra
literaria, sino un trabajo sobre esta. Noción de ideología: sustancia informe y amorfa de la
vida cotidiana. La literatura no la refleja, sino que la pone en escena o la produce, dándole
una forma y un marco definitivos, y evidenciando los límites, ausencias y contradicciones de
la ideología que son más o menos visible en la vida cotidiana. La obra de arte literaria está
además descentrada y desplazada en sí misma: elementos conflictuales que la crítica ha de
exponer y explica y no resolver armoniosamente. Relaciones complejas entre el texto, la
ideología y la historia. Problemas que plantea la investigación: visión científica de la crítica
profundamente sospechosa (independiente de la historia y distante de su objeto), concepción
de la ideología sujeta a controversia, exigencia tremenda de la forma literaria, que es, además,
ideológica en sí misma.
Posfacio del propio Macherey: la relectura del libro para este edición electrónica le
resultó desconcertante, pero no se siente ajeno a él, ya que fue el punto de partida de un
trabajo que se siguió desarrollando después de él y, aunque siguió direcciones diferentes, no
se separó radicalmente de él. Se ve obligado a examinar su relación con la literatura, en tanto
que filósofo de formación y profesor de filosofía, que en los programas de estudios
constituye una vía divergente, incluso rival, pero en ningún caso asociada o complementaria
con respecto a la enseñanza de la literatura. Libro escrito, entonces, desde cierto amateurismo
y en un momento en que la teoría literaria no existía en Francia de una manera orgánica (hace
un repaso por las tendencias que existían entonces). En ese campo, en el que no era tan
sencillo orientarse, se sitúa su intervención, que caracteriza a partir de tres líneas de análisis:
la primera, de espíritu negativo, llama la atención sobre la dimensión política de este enfoque
(¿contra quién escribe? ¿quién es el adversario al que combate?); la segunda, por el contrario,
interroga los objetivos de manera positiva, para ver cómo se plantea la pregunta por la
literatura, y la tercera examina los medios hasta dar cierta forma y proponer algunos límites.
El objeto sobre el que trabaja la literatura era la ideología: conjunto diversificado de discursos
y representaciones que constituyen espontáneamente el “lenguaje de la vida social”: «Por
decirlo de otro modo, la función material de la literatura no consiste en añadir una capa
suplementaria a la esfera de las superestructuras (…), sino a, en cierto modo, de reapropiarse
de esta esfera específica de la existencia colectiva que es la superestructura, es decir, el sistema
más o menos coherente de representaciones que acompañan su desarrollo, con el fin, no de
perpetuar su funcionamiento idéntico, sino de someterlo a prueba, examinarlo,
concretamente hacerlo estallar en sus disjecta membra, y enseguida recoger los pedazos para
llevar a cabo a distancia, libremente, la recomposición» (pp.17-18). Lo que la literatura da a
ver no son, por tanto, el mundo, el alma humana o la vida social en tanto tales, sino el cuerpo
de representaciones a través de las cuales estos son percibidos, siempre parcial y
sesgadamente, lo que se debe al hecho de que estas representaciones están al servicio de
intereses particulares.
[La literatura] no es una representación más, sino cierta manera de poner en escena las
representaciones ya impuestas por la historia, siendo el resultado de esta exhibición el de
aflojar, y en algunos casos disolver, el supuesto orden gracias al que, en un momento dado,
se imponen como evidencias indiscutibles. Me he servido en mi libro de la metáfora del
espejo roto, con el fin de poner de relieve esta función crítica, desmitificadora, de la literatura
que, en condiciones determinadas, produce, no obras bellas en razón de la conformidad que
mantienen con modelos dados, sino desvío, distancia, juego, lo que la instala en una relación
de impugnación de lo dado y de sus representaciones, cuyos fundamentos cuestiona y, por
ello mismo, le confiere a este respecto un papel de elucidación. (p.18)
Es un corpus no exhaustivo, en el que, entre otras cosas, falta “el género testimonial evocado
más arriba, que, más allá de la crítica de la ficción, ha revolucionado nuestro universo mental
haciendo ceder a su vez, bajo el peso de un real inédito, el léxico de la experiencia interior»
(p.17). Se añaden, también, tres textos preliminares: Andreucci habla de la destructividad de
una poesía concebida como anti-saber, Adorno lee filosóficamente un extracto de Illusions
perdues de Balzac y Blumenberg imagina una filosofía de la metaforicidad. Estos dos últimos
se interrogan acerca de la potencia creativa de este querer decir verdad, sometiendo las
operaciones ficcionales a una teoría del conocimiento con vocación ética (el deseo de sentido
y la función ética de la cultura).
Compagnon, ¿Para qué sirve la literatura? [La littérature, pour quoi faire?] Lección
inaugural del Collège de France, 30 de noviembre de 2006.
(pp.25-26) La disminución de la cultura literaria no nos pinta, sin embargo, un futuro
imposible. Por | eso, al lado de la tradicional pregunta que se ha venido formulando desde
Lamartine, Charles Du Bos y Sartre: «¿Qué es la literatura?», pregunta teórica o histórica, se
plantea hoy en día con mayor seriedad la pregunta crítica y política: «¿Qué puede hacer la
literatura?». Dicho de otro modo: «¿Para qué sirve la literatura?». Y qué le vamos a hacer si
arriesgándonos a responderla, tomamos un aspecto naïf o pasado de moda, después de tantos
años de disputa teórica sobre la literaturidad ―cualidad de la forma que hace la literatura sea
tal―, más que sobre la función cognitiva, ética o pública del quehacer literario, pues esquivar
la pregunta sería irresponsable mientras un «adiós a la literatura» se hace público año tras
año.
(p.27) ¿Cuál es la pertinencia ―el inglés cuenta con algunas palabras más explícitas que las
nuestras: relevance o significance de la literatura en la vida? ¿En qué consiste su poder, no sólo
de proporcionar placer, sino también conocimiento, no sólo de evasión, sino también de
implicación? […] Cualquier mención sobre el poder de la literatura se | consideraba obsceno,
pues se sobreentendía que la literatura no servía para nada y que sólo contaba su dominio de
sí misma. […] Si su historia, su progreso y su movimiento autónomo no legitiman ya la
literatura, ¿en qué fundar, entonces, su autoridad? (p.28).
Definiciones del poder de la literatura:
(1) aprendizaje, educación moral, conocimiento de sí;
(2) remedio, antídoto, libertad y responsabilidad del individuo, oposición: «La literatura es
una fuerza de oposición: tiene el poder de combatir la sumisión al poder. Contra-poder, pone
de manifiesto todo el alcance de su propio poder cuando es perseguida. De donde se
desprende una molesta paradoja, a saber, que la libertad no le es propicia puesto que la priva
de servidumbres a las cuales resistirse» (p.40). Esta idea es muy cuestionable, se puede poner
en relación con el texto de Danto.
cfr. JP Sartre et al. Que peut la littérature ? París, UGE, 1965 [trad. de Floreal Mazía, ¿Para qué
sirve la literatura?, Buenos Aires, Proteo, 1966]. Debate célebre que tuvo lugar en la
Mutualidad, en 1964, por iniciativa de Clarté, periódico de la Unión de Estudiantes
Comunistas (UEC)
[No olvidar Qué hacemos con la literatura]
(3) suple los defectos del lenguaje, la inadecuación (“dar un sentido más puro a las palabras
de la tribu”), superioridad con respecto a la filosofía; p.ej: Barthes en la Lección inaugural.
(4) subestimación de su poder (o de cualquier poder que no sea sobre sí misma): «“La
literatura no permite andar, pero permite respirar”, advertía Barthes [“Littérature et
signification”, Essais critiques]. Denunciaba de ese modo cualquier compromiso instrumental
de la literatura; condenaba cualquier uso supletorio ―pedagógico, ideológico o incluso
lingüístico, a los que se había prestado sucesivamente―, pero sin reconocerle ninguna virtud
pectoral» (pp. 50-51). [Observación: sin andar se puede vivir, sin respirar no; ¿qué hay más
“pectoral” que eso?] Banalidad de la literatura, que no es anodina, sino peligrosa, culpable:
«Negar a la literatura cualquier otro poder que no fuera el de la recreación ha podido motivar
la degradada noción de la lectura como simple placer lúdico, noción que se ha extendido a la
escuela de finales de siglo; pero, sobre todo: entendiendo el más mínimo uso de la literatura
como una traición, era necesario que en adelante se enseñara, no ya a confiar en ella, sino a
desconfiar, como si se tratara de una trampa. La literatura quiso responder apelando a su
neutralidad ―o incluso a su trivialidad―, reprochándose su larga connivencia con la
autoridad, y sobre todo con los Estados-nación que ella había ayudado a hacer emerger. […]
Invirtiendo la idea ilustrada, cada vez se la percibe más como una forma de manipulación, y
no tanto como una de liberación» (p. 53).
Propuesta de Compagnon: volver a hacer el elogio de la literatura y protegerla del
desprecio. Cita a Calvino en Punto y aparte. Aunque es más fácil aniquilarla que reconstruir
sobre ella. «La literatura ya no es el modo privilegiado de adquisición de una conciencia
histórica, estética y moral, y pensar el mundo y el hombre a través de la literatura ya no es lo
más frecuente. ¿Significa esto que sus antiguos poderes no deben ser conservados, que ya no
tenemos necesidad de ella para llegar a ser los que somos?» (p.56). Otras disciplinas se están
adueñando de la literatura: la historia cultural (Agulhon, Rosanvallon, Chartier, Nora) y la
filosofía moral analítica (Bouveresse, Elster, Pavel).
(pp.57-58) «Como resultado de la desconfianza de Wittgenstein hacia los sistemas filosóficos
y las reglas morales, la vuelta ética a la literatura se funda en | el rechazo de la idea de que
sólo una teoría hecha de proposiciones universales puede enseñarnos alguna cosa verdadera
sobre la cuestión de la vida buena. Pues al ser lo propio de la literatura el análisis de las
relaciones siempre particulares que ponen en comunicación las creencias, las emociones, la
imaginación y la acción, contiene un conocimiento insustituible, detallado y no resumido,
sobre la naturaleza humana, un conocimiento de las singularidades». Literatura y experiencia
ajena.
cfr. la identidad narrativa de Paul Ricoeur: aptitud para poner por escrito de manera
concordante los acontecimientos heterogéneos de la existencia, indispensable para la
constitución de una ética.
(p.62) «Según Kundera [El telón], la novela “desgarra el telón” de los prejuicios, de la doxa, o
de lo hecho a medida, lo que Bloom llama el “cant”, el lenguaje estereotipado o el pensamiento
único. […] De acuerdo con una máxima de Samuel Johnson muy apreciada por Bloom:
“Clear your mind of cant”, “limpie su espíritu de hipocresía” [J. Boswell, Vida de Samuel
Johnson], o incluso del fariseísmo, del conformismo y de la ceguera de sí, que era como William
Hazlitt entendía el cant». La literatura, dice Compagnon, «recorre regiones de la experiencia
que los otros discursos desdeñan, pero que la ficción reconoce en los menores detalles»
(pp.62-63).
¿Cómo piensa la literatura? «Su pensamiento es heurístico (no deja nunca de investigar), no
algorítmico: procede a tientas, sin cálculo, por intuición, guiándose por el olfato. […] [La
literatura] no concluye jamás, sino que permanece abierta ―como un ensayo de Montaigne―
después de | habernos hecho ver, respirar o tocar las incertidumbres y las indecisiones, las
complicaciones y las paradojas que se esconden detrás de las acciones, meandros en los cuales
los discursos del conocimiento se pierden. […] La literatura es un ejercicio de pensamiento;
la lectura, una experiencia de las posibilidades» (p.65).
Más adelante, Compagnon va a calificar de “exigencia desorbitada” esa acumulación de solos
que ha ido citando: «¿debo mantener que la literatura nos inicia en el mundo de una manera
exclusiva? ¿Puedo sostener yo también que nos descubre una parte de la experiencia humana
que nos sería inaccesible sin ella?» (p.67). La literatura frente a otras ficciones: la lengua como
instrumento, libertad absoluta a la experiencia imaginaria y deliberación moral, control del
tiempo.
Resumen final: «El ejercicio nunca cerrado de la lectura sigue siendo el lugar por antonomasia
del conocimiento de uno mismo y del otro; descubrimiento, no ya de una personalidad
compacta, sino de una identidad obstinadamente en devenir» (p. 71).
Le travail de la littérature. Usages du littéraire en philosophie
(sous la direction de Daniele Lorenzini et Ariane Revel ; Presses Universitaires de Rennes, 2012)
Colloque international 19-20 mai 2011, organisé par l’équipe d’accueil « Lettres, idées, savoirs »
(Université Paris-Est Créteil) et par le CIEPFC (Centre international d’étude de la philosophie
française contemporaine de la ENS.
Antes del s.XIX es posible encontrar modos discursivos que podemos considerar literarios
en el seno de los propios textos filosóficos, textos cuyo fin explícito es el de producir y
comunicar un razonamiento filosófico que busca la “verdad”; dichos modos no tienen solo
un papel ilustrativo, sino que participan de esa búsqueda veraz, demuestran. «Lo que está
aquí en juego, nos parece, no es tanto la oposición entre la “escritura” en general y el rigor
de un pensamiento racional y transparente a sí mismo en el que se fantasearía con una
independencia del lenguaje natural, sino la oposición entre modos de escritura que
reconocemos como el orden de la literatura, que asignamos a tipos de obras, géneros,
procedimientos literarios, y modos de escritura que asignamos a la filosofía» (p.12).
Se abren entonces una serie de preguntas:
- ¿Qué relaciones mantienen los textos filosóficos con una poética o estilística que les
afectaría directamente y no de manera contingente (algo que les permitiría hacerse
comprender mejor, p.ej.) sino de manera necesaria (parte del propio razonamiento
filosófico)?
- ¿En qué medida se pueden determinar y problematizar las relaciones que la filosofía
mantiene con lo literario y cómo definir este elemento o función en el interior de
texto que no se definen como parte de la literatura?
- ¿Cómo, a partir de categorías históricamente construidas y objetivadas, despejamos
y hacemos variar las funciones que estas pueden tener lugar en un texto “extranjero”
a la disciplina de la que a priori proceden? ¿Cómo les asignamos a estas funciones
valores que pueden variar según los contextos?
Esta relación doble, de familiaridad y exterioridad, que existe entre la filosofía y la literatura
está presente también en las maneras en las que se abordan o se pueden abordar las obras
literarias desde el punto de vista de la filosofía. Hay múltiples maneras de hacerlo: cómo la
literatura (o las funciones literarias) producen o provocan pensamiento teórico, conceptos o
tematizan distinciones que son tradicionalmente el objeto de la filosofía, o enfatizan el
aspecto práctico de lo que la literatura nos da a experimentar; cómo piensa o hace pensar
(cfr. Macherey) o cómo hace funcionar modos de ejemplaridad, especialmente moral, que se
experimentan en la lectura, convirtiéndose en “filosofía práctica”. Lo que está en juego en
ambos casos es una práctica de lectura de las obras, de relacionarse con ella en tanto formas
discursivas particulares, a partir de la cual se puede desarrollar esta actividad específica que
llamamos “filosofar”:
¿Por qué la literatura constituye una forma de escritura y de lectura que la filosofía no deja
de escrutar, y no solamente para producir una estética, una filosofía de la literatura, sino una
filosofía en general: metafísica, ética, política? ¿En qué medida el lenguaje de la literatura, el
trabajo sobre la lengua que esta ejerce, fundan una posibilidad filosófica y a través de qué
cauces? ¿Y cuál es esta práctica de los textos literarios que ―nos parece― está en la raíz de las
filosofías literarias, incluso teóricas? (p.13).
Primer eje problemático: la cuestión sobre el hecho de que la experiencia literaria permita
producir pensamiento filosófico. El uso de experiencia es intencionado (p. 14):
La manera en que, desde Nietzsche ―y en Nietzsche, desde El nacimiento de la tragedia―, los
filósofos han considerado la literatura como una posibilidad de expansión de la
conceptualidad filosófica nos parece estar marcada, en efecto, por esta noción de experiencia
literaria. En la lectura y la escritura literarias es otro uso del lenguaje el que se da a
experimentar, portador de nuevas posibilidades para el pensamiento; es otra visión del
mundo la que se desarrolla a través de esta nuevo disposición del lenguaje ―y aquí, el término
de “visión” debe ser tomado en sentido literal: la literatura da a ver otra cosa, desplaza la
mirada. Es por tanto de esta experiencia de la que se tratará en primer lugar en este volumen:
de saber cómo la literatura nos da a experimentar lo nuevo, y cómo esta experiencia nutre el
pensamiento filosófico de manera específica, cómo suple la rigidez de un lenguaje filosófico
siempre expuesto al riesgo de encerrarse en sus propios mecanismos descriptivos y
prescriptivos.
La experiencia estética que la literatura permite es una experiencia de la sensibilidad,
pero de la sensibilidad como inmediatamente susceptible de dar contenido a la filosofía, de
hacer pensar. La literatura constituye así un acceso posible al mundo, pero a través de
modalidades específicas: la “deformación coherente” de lo real que propone, como dice
Merleau-Ponty [“Le langage indirect et les voix du silence”, Signes], no da a ver el mundo tal
y como es, en la ilusión de una descripción perfecta, sino tal y como se lo puede ver. Es esta
potencialidad la que es rica para la reflexión filosófica, porque propone a la experiencia lo
que hasta entonces no se percibía como objeto de la reflexión.
Se ve de entrada que tomar la literatura, antes que por objeto, por lugar de
cuestionamiento de los conceptos existentes apunta hacia reflexiones filosóficas que
reconocen en el lenguaje no filosófico una potencia de subversión con respecto a los
conceptos y sistemas, que reconocen el lenguaje literario, más particularmente aquí, como
portador, a su manera, de una potencia filosófica fuerte: un poco como el hecho experimental
que pone la teoría en tela de juicio, el uso literario del lenguaje fuerza el lenguaje del filósofo,
Reflexiones | por las cuales, en consecuencia, la filosofía constituye un terreno cuyo cercado
es voluntariamente frágil: debe ceder, debe dejarse interrogar, ante la irrupción de otro
lenguaje, de un lenguaje que cuestiona nuestras maneras de hablar sobre el mundo (p. 15).
Aunque todos los filósofos que se toman en serio a la literatura como matriz de la teoría
valoran esta noción de experiencia, no lo hacen evidentemente del mismo modo. Sabot
esboza cuatro esquemas a través de los cuales los filósofos se interesan por los objetos
literarios (muy anclados en la tradición continental y sin considerar la anglosajona):
- didáctico (Proust et les signes, Gilles Deleuze) : hay una filosofía encerrada en la obra
literaria, pero que obedece a los mismos esquemas que la filosofía tradicional y que
le corresponde a esta última, con sus propios conceptos, extraer el contenido
conceptual de la obra literaria.
- hermenéutico (Heidegger, Ricoeur en La metáfora viva): trabajo interpretativo a partir de
la expresión particular que constituye el médium literario
- productivo (Proust, Vincent Descombes): la obra literaria como lugar que produce
filosofía, en la medida en que constituye una experiencia de pensamiento para el
filósofo, igual que una obra filosófica.
- experimental, “pensar bajo la condición de la literatura” (Macherey, Sabot): la
experiencia de pensamiento como algo que tiene lugar en la lengua renovada propia
del texto, de manera completamente inmanente; el texto piensa en una forma
particular que es la suya y al filósofo le corresponde evaluar las transformaciones
conceptuales inducidas por este nuevo lenguaje.
Esta diferenciación plantea la pregunta sobre la manera en que el texto literario deforma la
práctica filosófica y el aparato conceptual del que esta se dota: ¿qué es lo que la literatura le
hace a la filosofía (más que lo que esta hace de ella)? En el presente volumen se tratan sobre
todo el tercer y cuarto esquemas: su presupuesto es postular una ausencia de exterioridad
entre el material literario y la producción filosófica. En su confrontación, los enfoques
teóricos que aquí se proponen suscitan dos problemas fundamentales:
(1) Saber con qué tipo de experiencia exactamente estamos lidiando con el texto
literario, y a qué tipo de realidad nos confronta esta experiencia (cfr. Jerôme David, “Une
réalité a mi-hauteur. Exemplarité et généralisations savantes au XIXe siècle”. Annales, vol.65,
nº2, 2010).
(2) El tipo de texto literario que somos susceptibles de explotar para la teoría: ¿una
que ya tenga pretensiones filosóficas y teóricas solamente?
No es entonces que la filosofía utilice la literatura como un puro instrumento al servicio de una
concepción moralista de la moralidad; por el contrario, la pertinencia ética y filosófica de la
literatura reside precisamente en su naturaleza anti-teórica y anti-metafísica, en la
especificidad de la experiencia que propone a los lectores y en un tipo de ejemplaridad que
no consiste en la transmisión de una verdad ya establecida por modelos ilustrativos de
pensamiento y conducta, pero que más bien tiene que ver con la libre experimentación de
nuevas maneras de vivir y la puesta a prueba crítica de toda verdad previamente aceptada.
En otras palabras, la filosofía concebida como una empresa esencialmente práctica, como
una serie de ejercicios espirituales de la atención destinados a trasnfigurarnos a nosotros
mismos, a los otros y el mundo entero ―la filosofía así concebida descubre en la literatura
un lugar que le permite ponerse a sí misma ponerse “en juego”, tomando así el riesgo de
recurrir a los textos literarios no desde el punto de vista reconfortante de un conocimiento
preelaborado, sino implicándose a través de ellos en una verdadera transformación
perfeccionista (en el sentido de Cavell), en una puesta | a prueba de su propio estatus, de sus
objetos y sus prácticas. La literatura (…) se configura entonces como uno de los ejercicios
espirituales privilegiados de la filosofía, un ejercicio que, como la propia escritura y la
literatura, siempre está en devenir, siempre haciéndose ―por utilizar las palabras de
Deleuze―, es decir, siempre por recomenzar (p.22).
«Parece que la filosofía trata menos de la literatura que encuentra allí un lugar al interior del
cual se ejerce: la intimidad que mantiene con “lo literario” se traduce en modos de conexión
entre la actividad filosófica y sus soportes literarios que nos parece importante explicitar,
viendo la manera misma en que la filosofía construye o reconstruye la categoría de
“literatura” en su propia actividad. Si hemos preferido en repetidas ocasiones el adjetivo de
“literario” al nombre “literatura” es sobre todo para poner el acento sobre los problemas de
categorización de los diferentes tipos de discurso, los diferentes repertorios, incluso dentro
de un mismo texto, y sobre la manera en que construimos estos repertorios al mismo tiempo
que las herramientas de análisis que nos permiten dar cuenta de ellos (…). Nuestras prácticas
de la literatura abren maneras de filosofar que no les preexistían y modifican aquellas que ya
trabajábamos» (p.24).
Aunque el Collège de France es, a priori, una institución «fuera del poder», la actividad de
enseñar, o incluso de hablar, por más libre que esté de toda sanción institucional, no está del
todo apartado de este: «el poder (la libido dominandi) está allí, agazapado en todo discurso que
se sostenga así fuere a partir de un lugar fuera del poder. Y cuanto más libre sea esta
enseñanza, más aún resulta necesario preguntarse en qué condiciones y según qué
operaciones puede el discurso desprenderse de todo querer-asir» (115-116). El proyecto de
la enseñanza que inaugura entonces se constituye a partir de ese interrogante.
Tema de la conferencia: el poder. ¿De qué manera lo matiza y explica? Barthes se
posiciona contra la concepción singular del poder, ya sea como objeto político o ideológico,
para plantear su condición plural y vincularlo, de manera más amplia, con el «discurso de la
arrogancia» que se infiltra «en los más finos mecanismos del intercambio social». La hipótesis
primera para sostener esta extrema ubicuidad del poder es la siguiente: «Aquel objeto en el
que se inscribe el poder desde toda la eternidad humana es el lenguaje o, para ser más
precisos, su expresión obligada: la lengua» (118).
Lenguaje = legislación; lengua = su código. La lengua es una clasificación y, como
tal, es opresiva. «Como Jakobson lo ha demostrado, un idioma se define menos por lo que
permite decir que por lo que obliga a decir» (118): relación de alienación y de sujeción. De
aquí procede la acusación de que la lengua no es ni reaccionaria ni progresista, sino fascista,
«ya que el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir» (120). Dos
movimientos (o «rúbricas») en la lengua: la autoridad de la aserción ―la lengua es
inmediatamente asertiva, el resto de modalidades (negación, duda, posibilidad) vienen
marcadas― y la gregariedad de la repetición. «A partir del momento en que enuncio algo,
esas dos rúbricas se reúnen en mí, soy simultáneamente amo y esclavo: no me conformo con
repetir lo que se ha dicho, con alojarme confortablemente en la servidumbre de los signos:
yo digo, afirmo, confirmo lo que repito» (121). En la lengua se confunden servilismo y poder:
¿qué cabida para la libertad? Si esta no es solo la capacidad de sustraerse al poder, sino
también (y sobre todo) la de no someter a nadie, solo podría existir fuera del lenguaje, pero
el lenguaje humano no tiene exterior.
Barthes plantea entonces la cuestión de la exterioridad-interioridad del lenguaje (cfr.
Foucault y Merleau-Ponty) y concluye que lo que nos queda a quienes no somos ni místicos
ni superhombres es «hacerle trampas a la lengua»: «A esta fullería saludable, a esta esquiva y
magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una
revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura» (121-122). La
literatura, así entendida, no es un corpus de obras ni una disciplina, sino «la grafía compleja
de las marcas de una práctica, la práctica de escribir» (123). Barthes identifica literatura con
escritura y con texto; en él aflora la propia lengua, dentro de la cual debemos combatirla, «no
por el mensaje del cual es instrumento, sino por el juego de las palabras cuyo teatro
constituye». Las fuerzas de libertad dependen, por tanto, del trabajo de desplazamiento que
la literatura ejerce sobre la lengua, de la «responsabilidad de la forma» (que, según él, no puede
evaluarse en términos ideológicos). Tres fuerzas de la literatura: mathesis, mímesis, semiosis.
- Mathesis (ciencia o aprendizaje): Es aquí donde se inserta la citada relación entre la
literatura y los saberes. Barthes no impugna la distinción ciencias-letras porque desde
el punto de vista del lenguaje resulta vigente. Según el discurso de la ciencia, el saber
es un enunciado (producto de la ausencia del enunciador); en la escritura, es una
enunciación: «al exponer el lugar y la energía del sujeto, es decir, su carencia (que no
es su ausencia) apunta a lo real mismo del lenguaje; reconoce que el lenguaje es un
inmenso halo de implicaciones, efectos, resonancias, vueltas, revueltas, contenciones;
[…] las palabras ya no son concebidas ilusoriamente como simples instrumentos,
sino lanzadas como proyecciones, explosiones, vibraciones, maquinarias, sabores; la
escritura convierte al saber en una fiesta». Es el gusto de las palabras el que vuelve
profundo y fecundo al saber (vinculación entre saber y sabor).
- Mímesis: Sobre la fuerza de representación de las palabras dice que la literatura se
afana desde la antigüedad hasta las vanguardias por representar lo no representable,
esto es, lo real. Esta irrepresentabilidad de lo real puede decirse, al menos, de dos
maneras distintas: es lo imposible, que no puede alcanzarse y escapa al discurso
(Lacan) o bien se puede entender en términos topológicos, es decir, «no se puede
hacer coincidir un orden pluridimensional (lo real) con un orden unidimensional (el
lenguaje)» (128). La literatura no quiere someterse a esta imposibilidad topológica:
«Los hombres no se resignan a esa falta de paralelismo entre lo real y el lenguaje, y es
este rechazo, posiblemente tan viejo como el lenguaje mismo, el que produce, en una
agitación incesante, la literatura». Dos tendencias paradójicas: el realismo (solo tiene
lo real como objeto de deseo) y el irrealismo (cree sensato el deseo de lo imposible).
La literatura, por tanto, posee una «función utópica»: utopías de lenguaje (por ejemplo,
Mallarmé). La verdadera utopía es que haya tantos lenguajes como deseos; esta, sin
embargo, no preserva del poder: «la utopía de la lengua es recuperada como lengua
de la utopía, que es un género como cualquier otro» (130).
Según Barthes, hay algo irreductible en la literatura en lo que el escritor ha de
obcecarse. «Un escritor ―y yo entiendo por tal no al soporte de una función ni al
sirviente de un arte, sino al sujeto de una práctica― debe tener la obcecación del vigía
que se encuentra en el entrecruzamiento de todos los demás discursos, en posición
trivial con respecto a la pureza de los demás discursos» (131). Obcecarse y
desplazarse, es decir, ver el movimiento que sufre su discurso; acciones ambas que
pertenecen a un método de juego y en las que Barthes encuentra una relación con el
teatro, lo que le lleva a entroncar con la tercera fuerza de la literatura.
- Semiosis: «Puede decirse que la tercera fuerza de la literatura, su fuerza propiamente
semiótica, reside en actuar los signos en vez de destruirlos, en meterlos en una
maquinaria de lenguaje cuyos muelles y seguros han saltado; en resumen, en instituir,
en el seno mismo de la lengua servil, una verdadera heteronimia de las cosas» (133).
La semiología es, en un principio y de manera canónica, la ciencia de los signos, pero
Barthes se esfuerza por precisar el uso que le da a la palabra, viendo su relación con
la lingüística de la que se desgaja. La lingüística se ve presa entre dos impulsos, a
punto de desgarrarse: hacia un lado, la formalización cada vez más extrema; al otro,
la amplitud sin límites, la omnicomprensión, su casi identidad con lo social. «En
síntesis, ya sea por un exceso de ascesis o de hambre, famélica o repleta, la lingüística
se deconstruye. A esta deconstrucción de la lingüística es a lo que yo denomino
semiología» (135). Indivisibilidad lengua-discurso, deslizados ambos según el mismo
eje de poder: «No son solamente los fonemas, las palabras y las articulaciones
sintácticas los que se hallan sometidos a un régimen de libertad vigilada, en la medida
en que no se los puede combinar de cualquier modo, sino que toda la capa del
discurso se encuentra fijada por una red de reglas, de constricciones, de opresiones,
de represiones, masivas y vagas en el nivel retórico, sutiles y agudas en el nivel
gramatical» (136). Frente a las trampas e imprecisiones de la lingüística, la semiología
puede ser aquel trabajo que recoge la impureza de la lengua y el desecho de la
lingüística.
Acto seguido, Barthes expone su recorrido en la semiología: su primer
impulso fue el de creer que la ciencia de los signos podría activar la crítica social
(Sartre, Brecht y Saussure unidos) y el objeto de esta primera semiología fue la lengua
trabajada por el poder. Después se desplazó, dada la división y expansión del poder
mismo en toda la masa de discursos, y volvió al texto, que «se le apareció como el
índice mismo del despoder» (139), puesto que contiene la fuerza de huir infinitamente
de la palabra gregaria incluso cuando esta busca reconstituirse en él.
La literatura y la semiología vienen así a conjugarse para corregirse mutuamente. Por
un lado, el retorno incesante al texto, antiguo o moderno; la inmersión regular en la
más compleja de las prácticas significantes ―a saber, la escritura (ya que ella se opera
a partir de signos ya hechos)―, obligan a la semiología a trabajar sobre diferencias, y
le impiden dogmatizar, “consolidarse”, tomarse por el discurso universal que no es.
Por su lado, la mirada semiótica colocada sobre el texto obliga a rechazar el mito al
que ordinariamente se recurre para salvar la literatura de la palabra gregaria que la
rodea, que la presiona, y que es el mito de la creatividad pura: el signo debe ser
pensado ―o repensado― para ser decepcionado mejor (139-140).
Barthes concibe la semiología como simultáneamente negativa y activa. En primer lugar
es apofática porque niega, no el signo, sino la posibilidad de atribuirle caracteres positivos,
fijos, históricos, acorporales, científicos; por tanto, no puede ser un metalenguaje (no puede
estar al tiempo fuera y dentro del lenguaje, tratándolo a la vez como blanco y arma) y, aunque
tiene relación con la ciencia, no es una disciplina, sino que tiene con ellas una relación ancilar:
«no permite aprehender directamente lo real imponiéndole una transparencia general que lo
tornaría inteligible. Pretende más bien agitar lo real en ciertos lugares y momentos, y dice que
esos efectos de agitación de lo real son posibles sin casilleros» (143). En segundo lugar es
activa, porque «se despliega fuera de la muerte»; es decir, vuelve todo el rato al signo sin
esclerotizarlo ni destruirlo. Además, es inmediata (no excava, como la hermenéutica). «Sus
objetos predilectos son los textos de lo Imaginario: los relatos, las imágenes, los retratos, las
expresiones, los idiolectos, las pasiones, las estructuras que desempeñan simultáneamente
una apariencia de verosimilitud y una incertidumbre de verdad» (144).
Relación de este «goce del signo imaginario» con ciertas mutaciones en el seno de la
sociedad y, en concreto, de la cultura, que modifica el uso que se puede hacer de las fuerzas
de la literatura: desaparición de la gran figura del escritor y la maestría literaria, desacralización
de la enseñanza y de la literatura, esta deja de estar custodiada. ¿Cómo ir hacia la literatura?
«El método no puede referirse aquí más que al propio lenguaje en tanto lucha por desbaratar
todo discurso consolidado» (146).
(p. 85) To say “the writer under a politics” is for me just like saying the writer alive, or out in
the open, under clouds, in the eye of the storm if necessary. Is there anywhere else to be,
anyway?
Yes, on a desert island.
Yes, in an ivory tower.
The latter location, dated as it sounds, has been simply replaced by the crystal skyscraper,
just as mythical and isolating.
No writer walking down these god-forsaken streets can be immune to the political fabric that
surrounds her like a muggy spider web. The world breathes politics, eats politics, defecates
politics. The trick is to avoid writing directly about politics while not losing contact, still being
profoundly politically aware. It involves a kind of Zen and the art of archery of language: you
shoot the arrow of language without burdening it with a message, and if it is a good arrow,
if the shot is correctly aimed, it will hit its political mark, a mark that even the writer might
not be aware of when she starts to shoot, when she begins to write.