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Annick Louis : objet littérature / objet littéraire

El punto de partida para establecer esta distinción ―que llevará a proponer la disciplina como
objeto de estudio― está en abandonar el malentendido que consiste en situarse únicamente
en el nivel del texto literario e incorporar también la dimensión disciplinaria. No se trata
desde luego de excluir este otro nivel ―el objeto y su modo de funcionamiento cumplen un
papel esencial en la relación que las disciplinas pueden entablar entre ellas―, sino de
incorporar una segunda dimensión, la dimensión epistémica de los estudios literarios, así
como la relación entre esta disciplina y las ciencias humanas y sociales. La hipótesis es, por
tanto, que la disciplina literaria produce formas de saber y que debe reflexionarse sobre la
manera en que lo hace y sobre los efectos de estos saberes que, además, son sociales. Aunque
el uso de la noción de epistemología, separado habitualmente de las condiciones de
producción sociales e históricas, puede parecer problemático, es el que propone Louis.
Lo que ella propone es transformar la situación actual de la literatura y de los estudios
literarios en objeto de estudio, incorporando así a los objetos tradicionales y las prácticas de
la disciplina la reflexión sobre el estatus de esta última, en un movimiento epistémico distinto
del que realiza la sociología, al tomar la literatura como objeto de estudio. En un momento
de desmoronamiento disciplinar, de pérdida de referencias, estamos en un proceso de
redefinición del objeto y de su constitución disciplinaria; frente a un nuevo objeto, sí, pero
también en un momento que contiene la potencialidad de una refundación de la disciplina,
la posibilidad de transformar la situación en objeto de reflexión epistémica. (Ese “nosotros”
al que hace referencia designa un conjunto social, pero también el cuerpo especializado en la
reflexión y transmisión de las ciencias humanas y sociales: faceta institucional de esta
propuesta).
La dimensión epistemológica no implica la puesta en práctica o la creación de una
subdisciplina y, en este sentido, se distingue de la teoría literaria (cfr. más adelante). La
epistemología es una dimensión que se incorpora a nuestros trabajos y que, desde luego,
pone en cuestión las bases de la disciplina, pero no implica la necesidad de cambiar de
objetos; no obstante, implica también que la reflexión se vuelve hacia las propias condiciones
de producción. Se puede hacer teoría literaria sin incorporar esta dimensión, es decir, sin que
las condiciones de producción del propio saber y del discurso formen parte del análisis.

Objeto literario / objeto literatura


A menudo se confunden dos niveles del problema, que deben distinguirse: el devenir
de la literatura (en tanto práctica artística) y el de los estudios literarios (disciplina
especializada); ambos están ligados pero se puede reinventar su modo de articulación. Esta
necesidad de discriminar una práctica artística de una práctica de estudio [savante] le hace
establecer una distinción entre el estatus de las producciones y el de los estudios literarios:
objeto literatura, para designar los propios textos, en tanto que artefactos artísticos, y objeto
literario, para las producciones disciplinarias o, en términos más exactos, para aquello que los
estudios literarios designan como su objeto. Mientras que el primero da lugar a una recepción
estética y, a través de ella, formas de saber, el segundo constituye esencialmente una forma
de saber sobre otro objeto, sobre otro cuerpo.
Pese a distinguirlos, es necesario reconocer los vínculos que les unen, les implica e
imbrican sus problemáticas. Pregunta (hoy, en el contexto presente): ¿la formalización
institucional de los estudios literarios puede absorber las transformaciones contemporáneas
y bajo qué forma? ¿De qué zona del campo intelectual procede la innovación: de aquellos
que, privilegiados por la estructura, captan la atención o de las periferias?
Lo que Louis defiende es que el posicionamiento que consiste en mirar la disciplina
al mismo tiempo del interior y del exterior, poniéndola en relación con otras a las que está
ligada, permite plantear una epistemología de la literatura: no tanto la voluntad de poner en
evidencia el hecho de que la tendencia actual considera las producciones literarias como
modos de generación de saberes (cfr. la idea de la literatura como modo de saber específico:
Annales, colloque, séminaire Pascal Engel, etc.), como señalar que la disciplina literaria es
productora de formas de saber.
Por ejemplo: crisis de legitimidad de los estudios literarios. Puede considerarse (cfr.
Schaeffer) que su dimensión epistemológica viene del hecho de que el objeto de la disciplina
se disuelve como visión global de los hechos literarios, así como su lugar dentro de la cultura
contemporánea; esta perspectiva puede completarse estudiando la dificultad que parece
experimentar la comunidad intelectual en interrogar la lógica de la disciplina y su modo de
funcionamiento. Sin embargo, parece evidente que la pregunta por el objeto sigue siendo una
de las cuestiones de la disciplina (de todas): en los estudios literarios ha habido, no obstante,
una ausencia de interrogación, una “naturalización” y, en consecuencia, una pérdida de
identidad ligada a las transformaciones de lo escrito y a los usos propuestos por las ciencias
sociales, lo que determina que hoy deba encontrarse en el centro de nuestros
cuestionamientos. A esto se puede añadir que las transformaciones recientes, acompañadas
de una resistencia a modificar los modos de transmisión e investigación en literatura, han
producido la persistente impresión de una pérdida de autonomía de los objetos y de una
disolución de su poder de intervención sobre lo real.
No se tratará de predicar por una autonomía de los factores epistemológicos, pero sí
quizá de proponer que adquieran una mayor importancia, en una época en la que parecen
haber perdido su trascendencia o su poder de intervención en la gestión institucional (los
cambios radicales proceden del exterior del propio campo). Insistir en que operando al nivel
de los objetos se puede transformar también la topografía de los conocimientos y del medio
académico; una perspectiva más amplia de la historia de los objetos y de nuestras disciplinas
puede permitir captar mejor sus cambios y conservar cierta autonomía de los objetos
científicos, así como favorecer una mejor apropiación de las modificaciones aportadas por
estos factores exteriores, transformándolos en objetos de estudio.

La dimensión epistémica
La epistemología, definición restringida: se interesa por las preguntas que conciernen
al modo de producción del conocimiento, sus límites, sus fuentes y las modalidades de su
justificación. Sentido más amplio: cuestiones vinculadas con la creación y la diseminación del
conocimiento en ámbitos particulares de la investigación, y análisis sistemático de estas
cuestiones. Al proponer un acercamiento epistemológico a la literatura estamos
implícitamente considerando la disciplina literaria como un modo de producción de saberes
(también las formas de arte producen formas de saber específicas). La epistemología de la
literatura está a la vez cerca y lejos de la “epistemología social”: considerar el conocimiento
tal y como este se posiciona en un contexto social e histórico particular (cuestión
controvertida: ¿reorienta o modifica radicalmente la epistemología tradicional?). En todo
caso, la epistemología social y de lo literario implican ambas que se considere a los objetos
en su inscripción a la vez comunitaria, histórica, institucional, tradicional.
Aunque se hable de autorreflexividad, el postulado de una epistemología de lo
literario procede no de una tentativa de crear una nueva disciplina, sin una especie de
instancia superior de los estudios literarios; tampoco describe el movimiento porque no se
trata de una mirada de los estudios literarios sobre ellos mismos. Se trata de dar un nombre
a prácticas ya existentes: sistematizar un fenómeno percibido y constituirlo al mismo tiempo,
haciéndolo objeto de estudio. Sin embargo, hay que tener en cuenta que toda comunidad
intelectual se considera como autorreflexiva y, en cierta medida, lo son, porque reflexionan
sobre ciertos aspectos de sus prácticas cerrándose a otras. Toda comunidad intelectual posee
un horizonte de autorreflexión y la circulación entre varias comunidades intelectuales permite
aprehender sus especificidades y sus límites.
Primer objetivo: definir las cuestiones de las que puede ocuparse una epistemología
de la literatura, es decir, definir el objeto pero no en términos temáticos, sino en términos de
tareas. Entre ellas: estudiar las metodologías, analizar la historia de las tradiciones críticas, los
presupuestos sobre los que reposan los discursos críticos (incluso los retóricos), los valores
en juego, los diversos factores que constituyen la comunidad intelectual, su funcionamiento,
la relación entre los agentes, su diversidad (factores externos, internos, internalizados,
externalizados); dentro de su relación y no en tanto que objetos autónomos. Preguntarse
también por la función de la disciplina, sus fundamentos, sus objetivos, su inserción en la
comunidad (científica) y en la sociedad, sus vínculos con la política, la historia, las
modalidades de producción de saber; también sobre la especificidad del saber producido por
el objeto y por la reflexión sobre el objeto y no perder de vista el carácter permanentemente
cambiante de estas preguntas, objetos, inserciones, etcétera. El objetivo de una epistemología
sería considerar estos movimientos: una perspectiva sobre los objetos tradicionales, un
cuestionamiento sobre la propia práctica y sus implicaciones (culturales e ideológicas).
Varios aspectos deben señalarse: efectos didácticos de este método (demarcación
entre disciplinas, de los objetos y su postulación, ligadas de tal manera que es imposible
disociarlas, y la articulación de la disciplina literaria con las ciencias humanas y sociales, como
una de las vías que permite repensar la disciplina). Esbozo de una dimensión del trabajo,
siempre implícita, que se puede incorporar a la reflexión; esta perspectiva no reemplaza lo
que ya se hace, sino que incorpora una nueva dimensión. También hay una vertiente
especulativa en este trabajo (cfr. Ludmer): permite mejor elecciones y posicionamientos con
respecto a la disciplina; la puesta en relación constitutiva de las relaciones entre prácticas
literarias, académicas, comunitarias e intelectuales permite comprender mejor el
funcionamiento actual.
¿Qué es, entonces, que sería una epistemología de lo literario? Una manera de ejercer
la interpretación crítica en curso de definición, un nombre, un eje de cursos y seminarios, un
proyecto, una bibliografía. Carácter inacabado y ausencia de un espacio institucional fijo y
seguro en el que desarrollarse; esta falta de anclaje va acompañada también de una libertad
metodológica y conceptual. ¿Es necesario cambiar nuestras prácticas? Sí y no: el gesto
esencial consiste en incorporar las implicaciones, presupuestos, historia… lo que no significa
modificarlas pero sí posicionarse y hacerlo en conocimiento de causa, aceptando el carácter
ideológico de las prácticas culturales y repensando el poder de intervención sobre lo real de
las prácticas culturales. No abandonar los objetos tradicionales, sino abordarlos de otro
modo; mirada diferente sobre el objeto literatura y sobre el objeto literario. (Pese a todo, s
convicción personal es que el estado actual del objeto literatura pide ser revisado, llama a una
transformación radical, incluida su topografía institucional).
Cfr. la revisión de Kuhn.

Epistemología y teoría literaria


¿Coincide la epistemología de lo literario con lo que (desde la época estructuralista y
postestructuralista se ha llamado “teoría literaria”? Nace, en el formalismo ruso, con el
objetivo de discriminar la crítica (evaluativa) de la teoría (analítica, sistemática) y de emancipar
el estudio de las obras literarias del biografismo, psicologismo y sociologismo dominantes.
Trazar, por tanto, una distinción entre teoría y crítica, teoría y modelo, teoría y concepciones
de la literatura, buscando, en su desarrollo, delimitar un territorio, una retórica, usos,
metodologías específicas: un “segundo cuerpo” con respecto al texto literario (Ludmer), con
un carácter deliberadamente sistemático y científico, que postula un objeto que sería
específico de la literatura (no esta misma, sino la literariedad). La historia de la recepción de la
teoría literaria y de su productividad también es nacional y, pese a ello, transformada en una
teoría formal de textos, la teoría literaria pierde la huella política que tuvo en sus primeros
años (cfr. Todorov: frente a la ideología impuesta por el poder comunista, intento de
“despolitización”). ¿Cómo es la institucionalización en Argentina?
¿Por qué hablar de epistemología y no de teoría literaria? Las cuestiones de la TL son
cuestiones de conocimiento y, en este sentido, constituye una epistemología, pero sin
embargo ambos conceptos no se superponen; hay que pensar por tanto en los matices que
proponen sin hacerlos competir ni mostrar la superioridad de uno por encima del otro. Louis
reconoce que en el momento de implicarse en estas reflexiones, la dimensión cognoscitiva le
parecía poco presente en la disciplina literaria, incluido en los que se reivindican en tanto
teóricos. Inscripción, además, en una tradición: “estudiar la literatura equivale a desarrollar
sistemas no aleatorios de conocimiento, que por medio de su reflexión proponen mundos
posibles inscritos en los textos literarios”. Otra decisión por la que volcarse en la
epistemología: la teoría literaria no implica necesariamente la incorporación de las
condiciones de producción del investigador (cfr. Ludmer, Panesi y Topuzian). Cuando una
forma de saber se institucionaliza, tiende a producir un efecto de naturalización que
enmascara esa dimensión.
¿Qué preguntas y cuestionamientos no son privilegiados o trabajados por la TL?
Reflexión sobre el objeto; posicionamiento del que observa, escribe e interpreta;
cuestionamiento del lugar de los estudios literarios en la topografía de las ciencias humanas
y sociales. Pero el aspecto esencial de la epistemología no es la definición de objetos
específicos sino de la manera de verlos: no es una disciplina o subdisciplina, es una
dimensión. Es el de Louis un intento de pensar los discursos que toman por objeto la
literatura como formas de saber (algo diferente de decir que la literatura es una forma de
saber): ¿qué formas de saber producen los discursos sobre la literatura en sus diferencias y
especificidades? ¿cuál es su lugar, su papel, en la topografía de las ciencias humanas y sociales
pasadas y actuales?
Por el contrario, el objetivo de la teoría era delimitar un territorio, una retórica, unos
usos, unas metodologías específicas; la teoría como un sistema de exposición (Ludmer).
Algunos ejemplos de sus objetos de estudio: el problema de la ideología en su relación con
la literatura, relación de esta con otras disciplinas, de la teoría literaria con otras ciencias,
historia analítica de las diferentes teorías de la literatura, problemas específicos (la
especificidad, el problema de la interpretación, de la historia literaria, estructura, sistema,
formas, funciones, técnicas), determinar un corpus y ver qué problemas teóricos y cómo
estos pueden tratarse por distintas tendencias o escuelas. (La epistemología de lo literario
puede tomar por objeto este tipo de preguntas, pero modificando el enfoque). La TL
establece, además, una jerarquía entre los modos de estudio de la literatura: valor máximo a
la teoría, práctica que tiene la capacidad de percibir las implicaciones e implícitos en el
discurso sobre la literatura.
Otras preguntas: 1) ¿qué es la teoría literaria? (definición amplia opuesta a una
restringida), 2) ¿para qué sirve? (Panesi: para pensar, la literatura o a secas; Ledesma habla de
“promiscuidad” epistemológica, metodológica y disciplinar) y 3) su emplazamiento tanto en
términos epistémicos como institucionales (formación e investigación)
De qué manera (diferencias entre Argentina y Francia) la teoría y epistemología
literarias están o no conectadas a las condiciones de producción (discursivas y otras) y a la
reflexión sobre la ideología y la política; todo conocimiento en ciencias sociales y humanas
es polémico y estratégico.

El objeto literario: ¿espacio de refundación de las literaturas comparadas?

Interrogar algo que a menudo permanece implícito en la disciplina literaria: nuestros objetos
de investigación y sus implicaciones epistemológicas e institucionales. Contexto francés
(2005-2011) de “crisis de los estudios literarios”, una preocupación a la que Louis no se
adhiere; lo que sí le interesa es señalar una particularidad francesa a la hora de aproximarse a
esta crisis, señalada por Schaeffer (Petite écologie des études littéraires), que ha concretado el
cuestionamiento sobre el objeto en sí ―la literatura― sin volcarlo a la disciplina; se ocultó la
situación en que se encontraban los estudios literarios antes de ese periodo: clausura de la
disciplina sobre sí misma, que la llevo a defender sus fronteras y estructuras, en detrimento
de la innovación y la renovación. Louis defiende el valor regulativo, no constitutivo, de esta
norma disciplinar e intenta, por tanto, situarse en una historización de las prácticas y en el
análisis del presente.
Tres tendencias interdisciplinares: integrar nuevas tecnologías y saberes para renovar
la disciplina, articular los estudios literarios con otras formas artísticas, o con una ciencia
social. Interdisciplinariedad superficial ―presentan la ventaja de haber sacado al objeto
literario y al objeto literatura de su aislamiento y de reinsertarlo o en una historia de las artes,
o en un contexto social, o simultáneamente en ambos― pero marcado por un gesto de
“reinversión selectiva de las formas antiguas” ―se regresa a las preguntas que ya configuraron
la historia de la disciplina y que en algún momento se consideraron superadas― que lleva a
una “recomposición permanente del corpus” ―aunque sus fronteras puedan ser modificadas,
el núcleo estable persiste, determinado por la noción de valor patrimonial― (Fabiani 2007).
Descontextualización como la condición de posibilidad del desarrollo de un campo de saber.
Lo que propone Louis es transformar en objeto de estudio la situación actual de la
literatura y de los estudios literarios, incorporando a los objetos y prácticas tradicionales, la
reflexión sobre el estatuto de la disciplina. Movimiento epistémico del de la sociología al
tomar la literatura como objeto de estudio. La hipótesis de base consiste en pensar que
estamos menos en un momento de disgregación o pérdida de referencias de nuestra
disciplina, que en un momento de redefinición del objeto y de su constitución disciplinaria.
Distinguir dos dimensiones del problema, que están ligadas, pero cuyo modo de
articulación puede ser reinventado: la suerte de la literatura y la de los estudios literarios.
Consideraciones que parten de la idea de que la disciplina literaria es una ciencia humana,
pero también posee una dimensión social: reivindicarla y, por tanto, repensar el estatuto del
objeto literatura como objeto social y de la disciplina en relación con las ciencias humanas y
sociales. «De este modo importa inscribir el objeto de los estudios literarios, así como sus
producciones, en una red de relaciones sociales que evidencie su carácter inestable, así como
la dependencia entre lo escrito y sus realizaciones, clave de contextualización del objeto
literatura». Para ello, se ha de considerar que la disciplina literaria es un lugar de saber social
(el orden social como orden negociado: cfr. Fabiani, 1997). ¿De qué modo puede la literatura
negociar o renegociar una ubicación diferente en la topografía de los saberes? ¿Las
transformaciones recientes de sus condiciones de producción y de reproducción pueden
acaso favorecer tal negociación?
¿Por qué volver sobre el objeto? La reflexión sobre este abre la posibilidad de trabajar
antes y después del objeto, pero conservando su carácter central, reubicándolo en situación (en
su posicionamiento diacrónico, en relación con una tradición interpretativa y una historia de
la disciplina y también en relación con una sincronía, esto es, una topografía contemporánea
de los estudios literarios, y más generalmente de las ciencias humanas y sociales).
Objeto = una elección, realizada en función de parámetros y de factores prede-
terminados, algunos de los cuales son tomados en cuenta de forma explícita, mientras que
otros permanecen explícitos y rara vez son sujetos a reflexión o a cuestionamiento. Los
elementos que entran habitualmente en juego en la elección son: el marco institucional, la
tradición interpretativa, las competencias personales, las circunstancias de producción
personal, la dimensión comunitaria, social, disciplinaria, inclinaciones y gustos, azar…
Relaciones jerárquicas entre estos elementos.
Objeto = realización intelectual e institucional. Se pueden hablar de dos orientaciones
de objetos a partir de su especificidad: obj-pre-existentes (autores canónicos o relaciones entre
autores y temas que los caracterizan) u obj-creación (transformación de un instrumento,
presupuesto, dato implícito en objeto de estudio).
Objeto = resultado de una motivación, de una experiencia de lectura o de un
funcionamiento comunitario: de circunstancia, obj-proyectos colectivos, de lectura y libres o desprendidos.
Objeto = el objeto más la reflexión sobre el objeto, los métodos, los instrumentos,
las modalidades de postulación de ese objeto, sobre la situación del objeto en la topografía
de los saberes. Definirlo depende tanto de una cuestión de enfoque, como de disciplina; es
una red de relaciones: “El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de
innumerables relaciones” (Nota sobre (hacia) Bernard Shaw). Preguntarse por la autonomía del
objeto: esto no implica que el objeto deba tener un estatuto independiente de los circuitos
de saber y de las redes sociales en las que se inscribe, sino que, en tanto producción simbólica,
no debe negarse el poder de intervención que contiene.
Benoît Denis: Littérature et engagement de Pascal a Sartre (Seuil, 2000)

Todo el mundo sabe que la expresión “literatura comprometida” designa una práctica
literaria estrechamente vinculada con la política, con los debates que esta genera y las luchas
que esta implica (escritor comprometido = aquel que “hace política” en sus libros) y sitúa el
compromiso literario en un marco histórico determinado, con unos actores reconocibles:
Segunda Guerra Mundial, auge del comunismo y Sartre como mascarón de proa. La noción
ha sufrido, sin embargo, un deterioro importante, sus aristas más sobresalientes se han ido
desgastando y ha acabado por ser una idea borrosa, casi un comodín para hablar,
indistintamente, del mundo de un autor, de las ideas generales que atraviesan su obra o
incluso de la función que le otorga a la literatura. Se dibuja, por tanto, un horizonte discursivo
que, al tiempo que rechaza el compromiso ―y ver la literatura mezclada con la política―, no
deja de reflexionar sobre esta noción, al querer determinar el alcance de una obra, sus
cuestiones ideológicas e intelectuales, o su importancia para la sociedad presente. Al
determinar (y con razón) que toda obra literaria está comprometida en algún grado, en el
sentido en que propone cierta visión del mundo y da forma y sentido a lo real, la noción
amplía tanto su extensión que acaba por disolverse.
Al mismo tiempo, se ha querido retroceder en el tiempo y ver el compromiso literario
en momentos anteriores a la formulación explícita de esta cuestión. Si bien es cierto que
siempre ha existido una literatura de combate, que ha tomado parte en las controversias
políticas y religiosas, y que el poder siempre ha tenido en cuenta a los escritores y sus obras
―es decir, si bien la literatura no ha sido jamás un objeto neutro e indiferente en términos
políticos―, unificar bajo una misma denominación fenómenos tan diversos y dispares en el
tiempo vuelve a ahondar en la disolución del término compromiso, haciéndolo intemporal.
Es por ello que en esta obra, Denis reserva la expresión “literatura comprometida” para
hablar del siglo XX: fue a partir del caso Dreyfus cuando se empieza a desarrollar y formular
esta problemática, cuando toma tal apelación y se convierte en uno de los ejes principales del
debate literario. Y para hablar de aquella literatura de combate y controversia, que siempre
ha existido y que, además, sirvió de modelo y respaldo para los escritores de este siglo, utiliza
una expresión similar, “literatura de compromiso”. Otra precaución con respecto a este
recorte temporal: la noción de compromiso aparece y se desarrolla cuando este deja de
considerarse consustancial a la literatura y la misión social del escritor no es ya evidente: «la
literatura, tal y como la concibe la modernidad, no está naturalmente “conectada” con la
literatura (no es a priori un discurso político) y no es seguro que pueda salvar la brecha que la
separa entonces del universo social» (p.12).
La manera en que Denis aborda la cuestión del compromiso se distancia de cómo lo
haría una historia política de la literatura ―que describiría las elecciones ideológicas o las
afiliaciones políticas de los escritores―, sino que la plantea en términos literarios y estéticos:
«el compromiso implica, en efecto, una reflexión del escritor sobre las relaciones que la
literatura mantiene con la política (y con la sociedad en general) y sobre los medios específicos
de los que dispone para inscribir lo político en su obra» (p.13). Cobra una importancia central
la reflexión de J-P. Sartre, por más que esta elección pueda parecer cuestionable o excesiva,
ya que ¿Qué es la literatura?, es innegable, sigue siendo el texto que ha abordado de una manera
más completa la cuestión del compromiso en literatura: «sus excesos e incluso su dogmatismo
permiten identificar las aristas más sobresalientes y los límites de un razonamiento más
complejo de lo que se cree». Además, está idealmente ubicado para inducir una unidad
relativa en la historia de la literatura comprometida: por un lado, sus reflexiones, lejos de ser
fruto de una actitud insólita e inédita, están profundamente impregnadas y orientadas por la
experiencia de sus predecesores; por otro, su radicalismo ha suscitado toda una serie de
críticas y de reevaluaciones sobre la cuestión del compromiso que son decisivas para entender
el fenómeno en la actualidad.
El libro se divide en tres partes: primero, una reflexión teórica sobre el compromiso
literario, que fijará las coordenadas de esta problemática; después, una parte dedicada a los
predecesores, a los escritores que desde Pascal hasta Victor Hugo, han servido de referencia
para los literatos comprometidos del siglo XX; por último una historia “cursiva” (cfr. Sollers
y Tel Quel de la literatura comprometida, desde el caso Dreyfus hasta nuestros días.

1. ¿Qué es la literatura comprometida?


Esta noción es susceptible de dos acepciones que rara vez se distinguen en el uso:
1) Aquella que considera la literatura comprometida como un fenómeno
históricamente situado, asociado generalmente a la figura de Sartre y a la emergencia, en la
inmediata posguerra, de una literatura apasionadamente dedicada a las cuestiones políticas y
sociales, y deseosa de participar en la edificación de un mundo nuevo.
2) Una lectura más amplia y borrosa que acoge en su seno a una serie de escritores
que se han preocupado por la vida y la organización de la sociedad, han sido defensores de
valores universales, como la justicia y la libertad, y han tomado el riesgo de enfrentarse, por
medio de la escritura, a los poderes establecidos.
Puede, por tanto, observarse como un momento (una corriente o doctrina) o como
una figura transhistórica; así la usa Barthes en un artículo dedicado a Kafka dentro de sus
Essais critiques, mostrándola como uno de los términos de una alternativa que definiría las
relaciones posibles entre literatura y sociedad, y que Denis califica de demasiado simplista.
Hay que darle la vuelta al asunto y ver cómo ha sido la manera en que Sartre y sus
contemporáneos pensaron el compromiso la que ha tomado un valor transhistórico y se ha
convertido en un posible literario susceptible de aplicarse a otros momentos o épocas de la
historia literaria.
En este libro se toma la literatura comprometida como históricamente situada y cuya
aparición fue determinada por la conjunción singular de tres factores: aparición de un campo
literario autónomo (en torno a 1850), de un nuevo rol social (el del intelectual) y la revolución
de octubre de 1917.
¿Qué dice de Sartre? (pp.28-29) Figura principal del compromiso, del que fue el
promotor más ferviente y visible, proporcionó sobre todo la formulación teórica más
detallada y completa en Qu’est-ce que la littérature?, ensayo que apareció al principio en varias
entregas dentro de Les Temps modernes en 1947 y fue recogido al año siguiente en el volumen
Situations II. Lejos de la imagen simplista y caricaturesca que a menudo se propone de la
literatura comprometida, esta obra describe con precisión los presupuestos que fundamentan
el proyecto del escritor comprometido y le otorga a esta empresa su justificación filosófica y
literaria. También constituye el texto principal que se ha escrito acerca del compromiso y el
horizonte de referencia de toda tentativa de descripción del fenómeno, y eso a pesar de su
carácter en ocasiones dogmático.
La pregunta por la literatura

À quoi pense la littérature? (1990) de Pierre Macherey


El libro comienza citando algunas notas fragmentarias de Wittgenstein: en una de
ellas aparece una frase quizá escrita por Heidegger ―la filosofía no habría que hacerla más que en
forma de poemas―, en otra señala «el extraño parecido de una investigación filosófica (sobre
todo quizá en matemáticas) con una investigación estética». Darle forma poética a la filosofía
sería, concluye, llevarla a resolver un problema de adaptación, sometido “estéticamente” a
juicios de gusto.
Macherey se atreve a llevar más lejos esta reflexión para decir que la filosofía no es
más que literatura, como si debiera encontrar en esta última su verdad; una verdad silenciosa,
relegada a los márgenes de su texto (cfr. La mythologie blanche, Derrida). «Parecería que lo
filosófico de la filosofía, es decir, la reflexión crítica sobre su propio discurso, remite en
última instancia a la literatura, que de alguna manera traza sus límites, hacia los que esta
regresa como en un origen secreto, donde se hunden las pretensiones especulativas de un
pensamiento puro y especulativo» (p.8). Esta perspectiva, que ve la literatura como lo
expulsado o reprimido de la filosofía, supone invertir la posición tradicional de una
hermenéutica que presenta a la literatura como el lugar de una revelación esencial y considera
a la filosofía como lo impensado o todavía no pensado de la literatura. Esto devuelve a su
naturaleza fantasiosa el mito de una literatura llena de una significación que no pide más que
ser recuperada, desvelada, para florecer como a la clara mañana de su verdad primera, y por
tanto, supone admitir que los textos literarios solo están ocasionalmente atravesados por un
pensamiento alusivo, hasta el punto de que parece ausentarse e incluso desvanecerse.
Macherey se pregunta hasta qué punto tal pensamiento figura en el discurso de la literatura
como un incidente, que puede permanecer inadvertido sin inconveniente, o si contribuye a
tejer necesariamente la trama. «¿Qué forma de pensamiento está incluida en los textos
literarios y puede extraerse de ellos? Pues si se reconoce en la literatura la verdad de la
filosofía, hace falta que se encuentre también alguna verdad, en el sentido filosófico del
término, en los escritos literarios».
Lo siguiente que cita es un artículo de Italo Calvino titulado “Filosofía y literatura”
que fue publicado en 1967 en el suplemento literario del Times y recogido en francés en La
machine littéraire: «Nada exige que la oposición literatura-filosofía deba resolverse; al contrario,
que esta se juzgue permanente y siempre nueva nos da la seguridad de que la esclerosis de las
palabras no se cierra sobre nosotros como una capa de hielo». Aunque su confrontación
parece inmemorial, estas están indisolublemente unidas (cfr. el título de una colección de V.
Hugo titulada Littérature et philosophie mêlées que Lacoue-Labarthe y Nancy retoman para titular
un número de Poétique (21/1975) dedicado a este nudo) o al menos lo han estado hasta el
momento en que la historia, a finales del XVIII, instauró entre ellas un tipo de división oficial,
que Diderot lamentó nostálgicamente y Kant, en la Crítica del juicio, ayudó a legitimar; tras
ellos viene la concepción hegeliana de la muerte del arte y el estetismo (Croce) para el que el
fenómeno artístico representa la intuición inmediata, liberada de toda preocupación racional
y, por ende, independiente con respecto a la ética, la política y la filosofía. En consecuencia
se inauguran simultáneamente dos paradigmas modernos por excelencia: el reinado de la
literatura y la especulación sobre el fin de la filosofía (cfr. la mitología del libro ausente o por
venir: Athaenaum, Mallarmé, Blanchot).
Debe ser posible, señala Macherey, volver a la distinción que tal división instituye,
despojándola de su carácter de determinación esencial, tal y como se ha presentado durante
dos siglos. «“Desenredar” lo que, en los textos, corresponde a lo filosófico y a lo literario
consiste en aflojar, para revelar la fractura, la trama compleja a través de la cual sus hilos se
cruzan, pasan uno por encima del otro, se atan y desatan, se mezclan y se entretejen, de
manera que formen una red diferenciada en el interior de la cual se reúnan sin confundirse,
trazando configuraciones de sentidos singulares, enigmáticos, híbridos» (p.10). Lo que
Macherey propone es defender la vocación especulativa de la literatura, sosteniendo que esa
tiene auténticamente el valor de una experiencia de pensamiento: es en este sentido que
hablará de “filosofía literaria”, evitando sin embargo incurrir en la doble disyuntiva de una
literatura vacía o llena de filosofía y viceversa. «Pues si, como acabamos de sugerir, la
literatura como tal no existe más que en virtud de un concepto filosófico, este concepto no
agota la realidad compleja de los textos literarios». Releer textos considerados literarios a la
luz de la filosofía no debe ser en ningún caso un intento de hacerlos confesar un sentido
oculto en el que se resumiría su orientación especulativa, sino «poner en evidencia su
constitución plural, susceptible en tanto tal de modos de acercamiento diferentes». Si no hay
discurso literario ni filosófico que sean puros, lo único que existe son discursos mixtos, en
los que interfieren, a distintos niveles, juegos de lenguaje independientes en sus sistemas de
referencia y sus principios, por lo que es imposible fijar de una vez por todas la relación de
lo poético o lo narrativo y lo racional, una relación que se presenta universalmente en las
figuras de su variabilidad.
Por tanto, lo filosófico interviene en los textos literarios en varios planos o niveles,
que deben ser disociados cuidadosamente a partir de los medios que requieren y de las
funciones que desempeñan. Nivel más elemental: relación estrictamente documental, según
la cual la filosofía aflora en la superficie de obras literarias como referencia cultural, más o
menos trabajada, como una simple cita que puede pasar más o menos inadvertida. A otro
nivel: el argumento filosófico desempeña un papel de verdadero operador formal dentro del
texto literario (perfil de un personaje, decorado, estructura del mundo narrativo). Último
nivel: el texto literario puede convertirse en el soporte de un mensaje especulativo, cuyo
contenido filosófico a menudo se lleva al plano de una comunicación ideológica. Responder
a la pregunta de “¿En qué piensa la literatura?” supone tomar en consideración todos estos
órdenes y, al menos de entrada, no privilegiar ninguno; es así como de la lectura de textos
literarios podrán, finalmente, extraerse enseñanzas filosóficas.
Macherey, a continuación, compondrá un corpus (más o menos aleatorio) compuesto
por textos de Sade, Mme de Staël, Sand, Hugo, Flaubert, Bataille, Queneau, Céline y Foucault
(su Raymond Roussel). Pese a su disparidad, todos ellos están ligados por el hecho de que
pertenecen a la edad de la Literatura, tal y como esta se ha desarrollado durante cerca de dos
siglos; juntas jalonan el espacio propiamente literario, con sus alturas y depresiones, sus
perspectivas amplias y sus vías estrechas, incluso callejones, según el complejo sistema que
pone en relación formas literarias muy distintas (lo espontáneo y lo reflexivo, la alta y baja
literatura), pero que al mismo tiempo hace dudosa la frontera que parece separar lo decible
de lo innombrable. «Más allá de la distinción de géneros y criterios de evaluación que
convencionalmente diferencia lo “literario” de aquello que no se reconoce como tal, este
corpus ofrece, con motivo de su carácter no sistemático, un material para trabajar libre de
todo prejuicio esencialista: la hipótesis según la cual se construye es solamente la de un “a
priori histórico”, que les da sus condiciones de posibilidad a diversas experiencias a través de
las cuales la literatura y la filosofía se han enredado al desenredarse, sin que ninguna forma
doctrinal fije la relación entre ellas, es decir, sin que resuelva definitivamente el problema que
resulta de su confrontación» (p.12).
El estudio de Macherey parte de un postulado que formula del siguiente modo: los
textos escogidos son susceptibles, en la medida en que pertenecen al campo histórico de la
“literatura” de una lectura filosófica, en las que la filosofía intervenga, de manera no exclusiva,
como sistema de referencia y como instrumento de análisis. No se tratará de proponer una
interpretación filosófica de estas obras, que las llevaría al fondo común de un pensamiento
del que ellas propondrían diversas manifestaciones, sino de sugerir lecturas, en las que el modo
de abordaje filosófico de los escritos literarios estará implicado singularmente cada vez, de
manera determinada y diferenciada; se evitará, por tanto, la confrontación frontal de literatura
y filosofía.
Ni una exposición cronológica ni una tipológica: reagrupación temática, en torno a
tres enunciados (“Los caminos de la historia” ―la literatura como máquina para explorar las
vías del devenir humano, perspectiva antropológica―, “En el fondo de las cosas”
―dimensión ontológica, ontología negativa― y “Todo debe desaparecer” ―por
intermediación de una reflexión sobre los problemas de estilo más o menos ligados a
experiencias narrativas, esbozan los principios de una retórica válida para un análisis general
del pensamiento―), rehabilitando así la noción de tema, pero modificando su campo de
aplicación y sus principios de funcionamiento: se puede entender en el sentido musical del
término, temas a partir de los que los distintos proyectos literarios proponen variaciones, que
explotan de manera indefinidamente abierta distintas posibilidades. Haciendo rimar o resonar
estos textos (como en una sonata o sinfonía), quizá se llegue a esbozar «el ritmo general de
un pensamiento que no es ni filosófico ni literario, puesto que sería ambos a la vez, en tanto
que se dispersa y se concentra, se diluye y se tropieza a lo largo de textos cuyas tramas y
márgenes son trabajados por cuestiones especulativas que condicionan históricamente su
producción y su recepción» (p.14). Es posible dar una interpretación filosófica de la literatura
siempre que esta proceda del mismo modo en que se ejecuta una partitura musical. Macherey
termina por pedirnos que escuchemos a la literatura hablar de filosofía.
cfr. el resto del libro y, en particular, el último apartado: “Pour une philosophie
littéraire”.
Después de considerar el “monumento poético” que Foucault le dedica a Roussel
como un texto que no procede ni de la literatura ni de la filosofía, sino que se encuentra a
medio camino entre ambas, Macherey recuerda el trabajo de Heidegger sobre Hölderlin,
movido por una experiencia especulativa similar: «la escucha de un loco, cuyas maneras de
decir se escapan a las normas de conformidad de un “bien decir”, y por tanto llevan a poner
en cuestión las prácticas usuales del lenguaje, y así también las maneras de pensar» (p.193). A
partir de esta observación, Macherey plantea dos preguntas: uno, si el escritor sería el loco
del filósofo y dos, si la posición de la literatura con respecto a la filosofía le asignaría la
posición ambigua, ni del todo dentro ni del todo fuera, de un límite. El peligro de estas
formulaciones está en reactivar una concepción esencialista de la literatura y de la filosofía,
que trataría de fijar la relación entre ambas de una vez por todas.
Parecería, después del recorrido que traza en su propio libro, que las obras de la
literatura, en el sentido histórico de esta expresión, según se ha definido y fijado en los siglos
precedentes, dieran cada una su versión de un discurso único, que todas compartirían y que
constituiría su “filosofía”, y que podría resumirse así: siguiendo los caminos de la historia, se
llega al fondo de las cosas, hasta el punto en que todo deba desaparecer. Sin embargo, asumir
esta manera de desencriptar la lección filosófica de la literatura, desembocamos en una
dificultad enorme: proyecto de tipo hermenéutico, revelación de un sentido oculto. Buscar lo
que piensa la literatura, un contenido teórico que tendría valor y significación en sí mismo, y
ceder así a la ilusión de una literatura llena de filosofía, tomando esta como un contenido del
que extraer su verdad filosófica.

Sobre Macherey como “filósofo literario”:https://www.cairn.info/revue-actuel-marx-2018-


1-page-188.htm

https://books.openedition.org/enseditions/628
(2014). Pour une théorie de la production littéraire. Lyon : ENS Éditions, coll. « Bibliothèque idéale
des sciences sociales »
En el texto de presentación (p.5-8), Anthony Glinoer señala la pertinencia de este
libro de Macherey para abrir toda una serie de reedición de obras que han marcado las
aproximaciones sociales a lo literario: desde su edición original en 1966, en la colección
«Théorie» dirigida por Althusser en la editorial Maspero, que fue un verdadero éxito editorial,
nunca había sido republicado, pese a haber sido traducido a varias lenguas. Además, este
libro marca un momento importante en la historia de las teorías sociales sobre la literatura,
pero encima las relaciones que marca entre lo literario y lo social no han perdido pertinencia.
Es una obra de juventud (su primer libro, cuando apenas tenía 28 años) al tiempo que una
prueba de audacia y clarividencia: no cede ni a la tentación de hacer de la literatura la
expresión de una intencionalidad autorial ni de relegar lo literario a un simple elemento de la
superestructura; evitando las trampas simétricas de la reducción a lo singular (el autor) y a lo
colectivo (el contexto), Macherey hace del texto literario el resultado, nunca definitivo, de un
proceso de producción, en un doble sentido: la literatura como producto y productora.
Glinoer señala dos puntos en los que el libro parece haber aportado una contribución
capital: la historia como proceso complejo que implica múltiples determinaciones (Althusser
y no Lukács) y lectura sintomática, que hace de la literatura no un mero producto ideológico,
un reflejo pasivo de las contradicciones del mundo social, sino que esta efectúa una
transformación productiva de la ideología); reflejo de la realidad material, pero no reflejo
exacto. La crítica literaria debe hacer hablar a la literatura, ya que la producción literaria
aparece bajo una forma implícita y contradictoria; para ello debe deshacerse de una serie de
ilusiones: empírica, normativa, interpretativa.
Dada la ambición de esta obra y el entusiasmo del mundo anglosajón por Althusser,
esta fue rápidamente leída y adoptada por los críticos marxistas anglosajones, pero no tanto
en Francia, donde el círculo althusseriano era recibido con mayor desconfianza y la
sociocrítica de Duchet y la sociología de la literatura de Bourdieu viven un auge en la década
de los 70. Posteriormente, los análisis ideológicos fueron prácticamente erradicados de los
estudios literarios y no se han vuelto a reestablecer más que recientemente [Voir le numéro
de la revue COnTEXTES intitulé L’idéologie en sociologie de la littérature, disponible à la page
http://contextes.revues.org/228]. Esta primera obra no es, sin embargo, una rareza dentro
de la obra de Macherey, que sigue transitando estos caminos posteriormente [ver su
bibliografía]: littérature et “discours constituant” (Maingueneau).
La reedición incluye también el prefacio para la reedición inglesa redactado por Terry
Eagleton (p. 9-12): insiste en el éxito de este texto dentro de los círculos británicos de
izquierdas, que buscaban una alternativa a Lukács (lo considera, de hecho, una respuesta
implícita a este). Pese a la influencia de Althusser, también hay en él una crítica: reagrupa
varios de sus conceptos fundamentales (producción, problemática, ideología, saber
científico) y los aplica a la obra literaria, proponiendo un nuevo acercamiento a esta y, sobre
todo, una función para la crítica, que no será un reflejo ni una reduplicación de la obra
literaria, sino un trabajo sobre esta. Noción de ideología: sustancia informe y amorfa de la
vida cotidiana. La literatura no la refleja, sino que la pone en escena o la produce, dándole
una forma y un marco definitivos, y evidenciando los límites, ausencias y contradicciones de
la ideología que son más o menos visible en la vida cotidiana. La obra de arte literaria está
además descentrada y desplazada en sí misma: elementos conflictuales que la crítica ha de
exponer y explica y no resolver armoniosamente. Relaciones complejas entre el texto, la
ideología y la historia. Problemas que plantea la investigación: visión científica de la crítica
profundamente sospechosa (independiente de la historia y distante de su objeto), concepción
de la ideología sujeta a controversia, exigencia tremenda de la forma literaria, que es, además,
ideológica en sí misma.
Posfacio del propio Macherey: la relectura del libro para este edición electrónica le
resultó desconcertante, pero no se siente ajeno a él, ya que fue el punto de partida de un
trabajo que se siguió desarrollando después de él y, aunque siguió direcciones diferentes, no
se separó radicalmente de él. Se ve obligado a examinar su relación con la literatura, en tanto
que filósofo de formación y profesor de filosofía, que en los programas de estudios
constituye una vía divergente, incluso rival, pero en ningún caso asociada o complementaria
con respecto a la enseñanza de la literatura. Libro escrito, entonces, desde cierto amateurismo
y en un momento en que la teoría literaria no existía en Francia de una manera orgánica (hace
un repaso por las tendencias que existían entonces). En ese campo, en el que no era tan
sencillo orientarse, se sitúa su intervención, que caracteriza a partir de tres líneas de análisis:
la primera, de espíritu negativo, llama la atención sobre la dimensión política de este enfoque
(¿contra quién escribe? ¿quién es el adversario al que combate?); la segunda, por el contrario,
interroga los objetivos de manera positiva, para ver cómo se plantea la pregunta por la
literatura, y la tercera examina los medios hasta dar cierta forma y proponer algunos límites.

Pierre Macherey: Philosopher avec la littérature. Exercices de philosophie littéraire


(Paris, Hermann, 2013, coll. « Fictions pensantes »)

Reedición de À quoi pense la littérature ?, libro aparecido en 1990 en la colección


« Pratiques théoriques » de Presses Universitaires de France, y cuyo primer título (finalmente
no escogido) fue « Les idées dans les lettres ». Relación entre filosofía y literatura, que le
asedia desde 1966 (Pour une théorie…). Préface à la seconde édition: Insistencia en la separación (al
menos académica) de esos órdenes que, sin embargo, era problematizada y puesta en cuestión
por la existencia de figuras como Montaigne, Pascal, etcétera, con quienes la división se
revelaba oscilante:
Entre los dos órdenes, el de las letras y el de las ideas, pasaba, por encima de las divisiones
disciplinares, un inicio de comunicación, cuya legitimidad sin embargo no era obvia, lo que
favorecía el inicio de una reflexión. En particular, llevaba a preguntarse si un discurso en
forma estilizada, que lleva la marca de su autor, es únicamente susceptible, sea su destinación
narrativa, oratoria o poética, de un acercamiento estético, o bien depende de otros criterios,
que miden su capacidad de desempeñar una función, digamos, cognitiva, y por tanto
portadora de cierto valor de verdad, sin renunciar sin embargo al carácter libre de un juego
del espíritu (p.7).

En su relato acerca de los vericuetos que le llevaron al estudio de la filosofía en la ENS,


destaca los cursos de Deleuze y de Canguilhem; cita de este último una frase: «La philosophie
est une réflexion pour quoi toute matière étrangère est bonne, et nous dirions volontiers pour qui toute bonne
matière doit être étrangère» (introducción al Essai sur quelques problèmes concernant le normal et le
pathologique).
Situación de sus investigaciones acerca de la “producción literaria” (transportar el
concepto materialista de producción del análisis económico al análisis estético) en el contexto
de los años setenta: primeros esbozos de lo que enseguida se conocería como teoría literaria
(líderes: Barthes y Genette). Lo que prevalecía eran modelos explicativos procedentes de la
estética idealista de la creatividad personal del artista o de la estética políticamente implicada
(Sartre). El último representante de la corriente marxista en estética era Lucien Goldmann
(introducción de las ideas de Lukacs): tras el trabajo de los escritores individuales haía que
detectar el papel de los grupos sociales que fija las grandes orientaciones. Querella del
realismo: la literatura refleja la realidad.
Me propuse entonces retomar la cuestión por otro lado, preguntándome por lo que, por
medio de su propio trabajo, produce realmente la literatura, a saber, no un doble de la
realidad, cuyo carácter conforme [naturaleza] supone la facticidad, como quiere la temática
ordinaria de la superestructura, sino formas de intervención que tienen lugar en el mundo y
contribuyen a su Veränderung revolucionaria […] Se trataba para mí, por tanto, de entender
la literatura como una actividad y como un trabajo, lo que incitaba a deshacerse de la metáfora
del “espejo”, que la confina a un rol contemplativo, pasivo en última instancia, o al menos a
refinar su uso. Sin embargo, un trabajo, una actividad real de producción, no se puede hacer
sin un material que trabajar. Decir que la literatura interviene en este mismo mundo, que
contribuye a transformarlo en lugar de contentarse con dejarlo tal cual, deja pendiente la
cuestión de saber dónde se sitúa esta intervención, de qué objeto se apodera a fin de aportarle
su marca propia. En otras palabras, afirmar que la literatura actúa sobre lo real más que se
propone construir una representación más o menos exacta, fiel, de este no aporta nada
verdaderamente novedoso: pues este “real”, considerado como una totalidad dada, es en sí
mismo una entidad abstracta, una ficción sin contenido efectivo, ya que afirmar que el mundo
es real no es, a fin de cuentas, más que un pleonasmo carente de sentido. Lo que buscaba
saber era entonces de qué lado toma la literatura este conjunto compuesto para penetrarlo
en profundidad, y haciendo de ello el objetivo de su trabajo. (p. 17)

El objeto sobre el que trabaja la literatura era la ideología: conjunto diversificado de discursos
y representaciones que constituyen espontáneamente el “lenguaje de la vida social”: «Por
decirlo de otro modo, la función material de la literatura no consiste en añadir una capa
suplementaria a la esfera de las superestructuras (…), sino a, en cierto modo, de reapropiarse
de esta esfera específica de la existencia colectiva que es la superestructura, es decir, el sistema
más o menos coherente de representaciones que acompañan su desarrollo, con el fin, no de
perpetuar su funcionamiento idéntico, sino de someterlo a prueba, examinarlo,
concretamente hacerlo estallar en sus disjecta membra, y enseguida recoger los pedazos para
llevar a cabo a distancia, libremente, la recomposición» (pp.17-18). Lo que la literatura da a
ver no son, por tanto, el mundo, el alma humana o la vida social en tanto tales, sino el cuerpo
de representaciones a través de las cuales estos son percibidos, siempre parcial y
sesgadamente, lo que se debe al hecho de que estas representaciones están al servicio de
intereses particulares.
[La literatura] no es una representación más, sino cierta manera de poner en escena las
representaciones ya impuestas por la historia, siendo el resultado de esta exhibición el de
aflojar, y en algunos casos disolver, el supuesto orden gracias al que, en un momento dado,
se imponen como evidencias indiscutibles. Me he servido en mi libro de la metáfora del
espejo roto, con el fin de poner de relieve esta función crítica, desmitificadora, de la literatura
que, en condiciones determinadas, produce, no obras bellas en razón de la conformidad que
mantienen con modelos dados, sino desvío, distancia, juego, lo que la instala en una relación
de impugnación de lo dado y de sus representaciones, cuyos fundamentos cuestiona y, por
ello mismo, le confiere a este respecto un papel de elucidación. (p.18)

Restituir en la literatura una dimensión de conocimiento:


Si la ideología, según la definición propuesta por Althusser, “representa la relación imaginaria
de los individuos con sus condiciones materiales de existencia”, lo que le confiere, en el nivel
que es el suyo, una “existencia material”, se puede concebir, según el enfoque que proponía,
que la literatura toma [investit] este plano de realidad, para así revelar otra cara, que lo hace
explotar; lejos de redoblar la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones
materiales de existencia y confirmar así las apariencias adorándolas con formas prestigiosas
que las hacen más fácilmente consumibles, la socava interrogándola, revelando sus fallas,
haciendo palpables su inconsistencia. Esa perspectiva conducía a poner de relieve la
negatividad en obra en el trabajo de la literatura que, más que “reflejar” un orden de cosas,
lleva a cabo el cuestionamiento de las representaciones recibidas a través de las cuales este
orden, por sí mismo, se manifiesta imaginariamente. En consecuencia, la forma particular de
conocimiento que proporciona, por su propio trabajo, la literatura no es de tipo
contemplativo: no se contenta con fotografiar la realidad para proponer visiones conformes,
lo que le otorgaría, en el mejor de los casos, un valor documental; sino que, revelando las
fisuras que minan los sistemas perceptivos, interpretativos, ideales que le dan normalmente
acceso, y por tanto, prepara para ver las cosas de otro modo, lo que contribuye a iniciar el
proceso de su transformación. Si ella es conocimiento, lo es entonces en el sentido de un
conocimiento que es también una práctica, una manera específica de actuar sobre el mundo
y en el mundo, en lugar de considerarlo a distancia como un espectáculo (p.19)
Crítica a su propuesta y a las insuficiencias de esta: hacía falta interrogar y discutir sus
conceptos básicos (travail, production, idéologie) en lugar de aplicarlos brutalmente a la entidad
“literatura”, cuya pertinencia era en sí misma problemática. “Producción” va acompañada de
una idea de positividad y determinación, que es discutible. Las obras literarias como
productos de quién y de qué: ¿de la historia? «En consecuencia, la noción de producción
suscita de antemano problemas que no resuelve: si bien lastra a la literatura con un peso de
realidad y de algún modo con el relieve que le negaba la llana doctrina del reflejo, es al precio
de dotarla de una inscripción histórica que fija las manifestaciones que asigna a un momento
dad de las cuales no pueden desviarse, lo que obliga a su trabajo productivo a inscribirse en
límites fijados y definidos de una vez por todas, imposibles de renegociar» (p.21). Concepción
monumental de la literatura. Esto «es condenarse de entrada a hacer caso omiso a los efectos
que provoca, que produce por su acción propia, acción que la desprende del mundo al que
estaba atada en un origen, e incita, ejerce, viendo este mundo de manera diferente, a
transformarlo» (p. 22).
Dimensión histórica de la noción de literatura (categoría moderna, finales del XVIII).
Por tanto, hay que despojar a la literatura de la dimensión estática con que la carga la noción
de producción, que la reifica. «Sin embargo, la literatura no es un orden de cosas en el que
las obras constituyen los elementos, sino más bien una actitud interpretativa, constituida
históricamente, cuyo funcionamiento, en lugar de reposar en reglas rígidas, introduce en la
práctica del pensamiento, es decir, en el hecho de ver el mundo y la sociedad, cierta dosis de
libertad: si, por retomar la fórmula de Sartre, es un compromiso, tiene la facultad paradójica
de formular, o más bien de proponer las condiciones de un posible descomprometerse» (p.
23).
La literatura como iniciación o incitación a una nueva práctica de la filosofía, incluso
a una nueva relación con esta, que modifica más o menos la perspectiva en la que sus
especulaciones tienen lugar (les quita el carácter de puras especulaciones). Esto se encuentra
en la base de su libro de 1990, que aquí cambia a un título a su entender más adecuado: el
anterior llamaba la atención en el vínculo con el “pensamiento”. «Afirmar que la literatura
“piensa”, incluso si nos las apañamos para preservar el carácter original de su pensamiento o
manera de pensar, es asignarle un destino que distorsiona las cuestiones: la literatura n está
hecha para pensar y, más generalmente, no está hecha para nada en particular» (p.24) Sin
motivación fija, unívoca, etcétera; acción que comporta cierta dimensión arbitraria, capacidad
de invención, plasticidad, apertura casi ilimitadas. À quoi pense y no Que pense, pero hay que ir
más lejos: À quoi la littérature fait-elle penser? La literatura como un dispositivo que hace pensar.
Penser qqch / penser à qqch (revisar en el DPD): la primera tiene una idea de certeza, de
opinión formada, y la segunda de reflexión indeterminada.
Traducción al inglés (Cambridge University Press, 1995): The object of literature. ¿Cómo
traiciona este título el propio espíritu de Macherey y el sentido de su obra? Breve prólogo de
Michael Sprinker: señala que aparte de la traducción, a mediados de los setenta, de Pour une
théorie…, apenas ha aparecido en inglés nada de su obra (algunos artículos en revistas como
The Minnesota Review, Diacritics y Sub-stance, pero no libros). En este libro vuelve a la pregunta
planteada, pero apenas respondida en su primer libro: ¿cuál es el objeto estudiado, analizado,
explicado en una todavía-por-construir ciencia de la literatura? Cfr. Terry Eagleton,
“Macherey and Marxist Literary Theory” (The Minnesota Review, 1975; Against the Grain: Selected
Essays, 1986): hace hincapié en la autoproducción del texto, lo que puede inculparle como
formalista o funcionalista-reduccionista. ¿Hay contradicción entre ambas inculpaciones? «La
tarea del análisis formal es exponer las contradicciones en las prácticas lingüísticas de un texto
que la investigación sociológica demuestran ser constitutivas de la literatura como aparato
ideológico» (Foreword, xi).
Catherine Coquio et Régis Salado. Fiction & Connaissance. Essais sur le savoir à l’œuvre et l’œuvre
de fiction (L’Harmattan, 1998)
En el prólogo, Coquio presenta el volumen como las actas de un congreso celebrado
en Pau. Empieza por los términos, por su etimología y acepciones: ficción y conocimiento. Estos
pueden vincularse de dos maneras distintas: por analogía ―ambas proceden de la acción de
un sujeto productor que, por un lado, da forma, y por el otro, entra en relación, descubra,
experimenta, reconoce; ambas proceden del hacer, de una práctica, una técnica, una ética― o
por contradicción ―mientras que la ficción inventa (disfraza o miente), el conocimiento estudia,
constata, comprende o descubre; la ficción modela lo real, el conocimiento se modela sobre
él; la primera es subjetiva y el segundo objetivo; el objeto es, en una, producto, y punto de
mira en el otro; «la ficción, que aumenta la libertad del “sujeto”, “elabora” lo real que el
conocimiento “busca” o “encuentra”» (p.8)―. Y, sin embargo, a poco que se interrogue, la
contradicción pasa a ser un cuestionamiento crítico, que puede abordarse desde dos puntos
de vista:
- de la ficción: ¿de qué real procede el objeto “elaborado”? ¿la relación que el “hacer”
establece entre ese producto ficcional y el material que se elabora puede ser cognitiva?
¿se conoce lo real al tiempo que se modela para crear un nuevo objeto? De ahí se
derivan el problema de la mímesis como conocimiento y la capacidad cognitiva del
arte (Aristóteles) y del fingimiento productor de verdad, del poder heurístico de la
ficción (Platón)
- del conocimiento: todo procedimiento cognitivo (ya sea explicación, comprensión o
experimentación, quizá excepto la pura contemplación) produce un objeto que se
agrega a lo real, ¿qué grado de ficcionalidad hay en este objeto? (Nietzsche: hay varios
modos y grados de “verdad” que hacen que el saber sea un campo de batalla y el arte
la respuesta más sabia)
Problemática circular que hace que lo mejor sea abordar desde el presente estos dos
problemas distintos: el poder heurístico de la ficción y el arte como conocimiento, “ficción
heurística y conocimiento artístico”. La manera en que estos asuntos se presentan en el
momento de publicación del libro, a finales de los 90, es, dice Coquio, es de entrada como
una moda; cita al respecto el libro de Bricmont y Sokal (Imposturas intelectuales) y un libro
colectivo, fruto de la colaboración entre la prensa y la universidad, que coordinó Pol-Droit
(L’art est-il une connaissance?, 1993). El resultado es una fragmentación de la reflexión sobre e
pode heurístico de la ficción, la ficcionalidad del saber y el contenido cognitivo del arte, que
enclaustra o nivela los distintos tipos de saber, haciendo una amalgama poco rigurosa o una
total ausencia de una en la otra.

1. La ficción artística como conocimiento


Se plantea en un espacio contradictorio complejo que se podría fijar por una antítesis: la
conferencia de Habermas en 1988 (“La philosophie et la science font-elles partir de la
littérature?) y la obra, que pasó desapercibida, de Macherey (À quoi pense la littérature?); aunque
ambos autores usan la literatura para abrirse un camino filosófico entre las ruinas del
estructuralismo, el uso que hacen de ella tiene un sentido diferente e incluso contrario.
Habermas, que parte de las aporías del postestructuralismo, concluye que la dispersión del
sujeto en el lenguaje y el juego de poderes prohíben distinguir entre ficción y realidad; los
términos de este debate se encuentran en teóricos de la ficción (Pavel, Riffaterre), pero la
conclusión de Habermas, que acaba señalando que la verdad no es asunto de la literatura,
aparece en Searle y Genette; Habermas, además, lee a Calvino como filósofo para diferenciar
la ficción literaria como conocimiento y erigir esta demostración en argumento
epistemológico, afirmando así su estatus cognitivo al tiempo que lo niega. Para Macherey,
por el contrario, la lectura filosófica de los textos literarios debería permitir recuperar su
aspecto operatorio y laborioso, su principio de constitución plural, que anuda el vínculo real
entre filosofía y literatura (postura cercana pero por debajo de los adelantos críticos de
Benjamin y Adorno).
Coquio señala que la lectura filosófica de la literatura se ha visto renovada en la
investigación crítica del género testimonial (literatura concentracionaria, sobre todo), que
vuelve a las nociones de verdad, experiencia e incluso encarnación, poniendo así en crisis la ficción
y apelando a las necesidades artísticas inherentes a la propia transmisión del testimonio (cfr.
Lanzmann y Shoah como una “ficción de lo real”, una “gran antología de saber”, etc.)

2. El poder heurístico de la ficción


Este registro veridiccional del testimonio coexiste con el perspectivismo radical de Goodman
o el ficcionalismo post-moderno. La reflexión sobre el poder heurístico de la ficción se
produce a partir de conjugar dos movimientos de pensamiento diferentes, que ponen énfasis
en la producción histórica de las ciencias y la creatividad de sus discursos: por un lado, las ciencias
humanas que reflexionan sobre su historia, narratividad, retórica y hasta poética (Hayden
White, Ricoeur, Michel de Certeau, Rancière, Passeron); por otro, la epistemología de las
ciencias naturales (Feyerabend, número colectivo Vers une Nouvelle Alliance). Todos sus
autores acuerdan en ciertos puntos mínimos: lo “real” es también una construcción del
espíritu, y el realismo un sistema simbólico; todo conocimiento es una producción histórica
creadora; el sujeto histórico es psíquico y está comprendido en el objeto por conocer; la
“verdad” no es única y la totalidad que postula pone lo posible a la altura de lo real; la ficción
puede tener un poder heurístico.

¿Cómo se ordena el libro que sigue a este prólogo?


1. Reflexiones procedentes de las ciencias exactas y las humanas (“La fiction dans les
sciences”)
2. Límites y ambivalencias del conocimiento literario (“Littérature et connaissance”)
3. Cuestiones teóricas extraídas de ciertas poéticas novelescas (“Vérités romanesques et
mensonges littéraires”)
4. Cuestionamiento de la noción de saber en favor de otros procedimientos cognitivos
(“Écritures de l’inconnu: la production des posibles”)
5. Cientificidad propia de la estética y virtudes cognitivas de la imagen (“Connaissances par
l’image”)

Es un corpus no exhaustivo, en el que, entre otras cosas, falta “el género testimonial evocado
más arriba, que, más allá de la crítica de la ficción, ha revolucionado nuestro universo mental
haciendo ceder a su vez, bajo el peso de un real inédito, el léxico de la experiencia interior»
(p.17). Se añaden, también, tres textos preliminares: Andreucci habla de la destructividad de
una poesía concebida como anti-saber, Adorno lee filosóficamente un extracto de Illusions
perdues de Balzac y Blumenberg imagina una filosofía de la metaforicidad. Estos dos últimos
se interrogan acerca de la potencia creativa de este querer decir verdad, sometiendo las
operaciones ficcionales a una teoría del conocimiento con vocación ética (el deseo de sentido
y la función ética de la cultura).

Compagnon, ¿Para qué sirve la literatura? [La littérature, pour quoi faire?] Lección
inaugural del Collège de France, 30 de noviembre de 2006.
(pp.25-26) La disminución de la cultura literaria no nos pinta, sin embargo, un futuro
imposible. Por | eso, al lado de la tradicional pregunta que se ha venido formulando desde
Lamartine, Charles Du Bos y Sartre: «¿Qué es la literatura?», pregunta teórica o histórica, se
plantea hoy en día con mayor seriedad la pregunta crítica y política: «¿Qué puede hacer la
literatura?». Dicho de otro modo: «¿Para qué sirve la literatura?». Y qué le vamos a hacer si
arriesgándonos a responderla, tomamos un aspecto naïf o pasado de moda, después de tantos
años de disputa teórica sobre la literaturidad ―cualidad de la forma que hace la literatura sea
tal―, más que sobre la función cognitiva, ética o pública del quehacer literario, pues esquivar
la pregunta sería irresponsable mientras un «adiós a la literatura» se hace público año tras
año.
(p.27) ¿Cuál es la pertinencia ―el inglés cuenta con algunas palabras más explícitas que las
nuestras: relevance o significance de la literatura en la vida? ¿En qué consiste su poder, no sólo
de proporcionar placer, sino también conocimiento, no sólo de evasión, sino también de
implicación? […] Cualquier mención sobre el poder de la literatura se | consideraba obsceno,
pues se sobreentendía que la literatura no servía para nada y que sólo contaba su dominio de
sí misma. […] Si su historia, su progreso y su movimiento autónomo no legitiman ya la
literatura, ¿en qué fundar, entonces, su autoridad? (p.28).
Definiciones del poder de la literatura:
(1) aprendizaje, educación moral, conocimiento de sí;
(2) remedio, antídoto, libertad y responsabilidad del individuo, oposición: «La literatura es
una fuerza de oposición: tiene el poder de combatir la sumisión al poder. Contra-poder, pone
de manifiesto todo el alcance de su propio poder cuando es perseguida. De donde se
desprende una molesta paradoja, a saber, que la libertad no le es propicia puesto que la priva
de servidumbres a las cuales resistirse» (p.40). Esta idea es muy cuestionable, se puede poner
en relación con el texto de Danto.
cfr. JP Sartre et al. Que peut la littérature ? París, UGE, 1965 [trad. de Floreal Mazía, ¿Para qué
sirve la literatura?, Buenos Aires, Proteo, 1966]. Debate célebre que tuvo lugar en la
Mutualidad, en 1964, por iniciativa de Clarté, periódico de la Unión de Estudiantes
Comunistas (UEC)
[No olvidar Qué hacemos con la literatura]
(3) suple los defectos del lenguaje, la inadecuación (“dar un sentido más puro a las palabras
de la tribu”), superioridad con respecto a la filosofía; p.ej: Barthes en la Lección inaugural.
(4) subestimación de su poder (o de cualquier poder que no sea sobre sí misma): «“La
literatura no permite andar, pero permite respirar”, advertía Barthes [“Littérature et
signification”, Essais critiques]. Denunciaba de ese modo cualquier compromiso instrumental
de la literatura; condenaba cualquier uso supletorio ―pedagógico, ideológico o incluso
lingüístico, a los que se había prestado sucesivamente―, pero sin reconocerle ninguna virtud
pectoral» (pp. 50-51). [Observación: sin andar se puede vivir, sin respirar no; ¿qué hay más
“pectoral” que eso?] Banalidad de la literatura, que no es anodina, sino peligrosa, culpable:
«Negar a la literatura cualquier otro poder que no fuera el de la recreación ha podido motivar
la degradada noción de la lectura como simple placer lúdico, noción que se ha extendido a la
escuela de finales de siglo; pero, sobre todo: entendiendo el más mínimo uso de la literatura
como una traición, era necesario que en adelante se enseñara, no ya a confiar en ella, sino a
desconfiar, como si se tratara de una trampa. La literatura quiso responder apelando a su
neutralidad ―o incluso a su trivialidad―, reprochándose su larga connivencia con la
autoridad, y sobre todo con los Estados-nación que ella había ayudado a hacer emerger. […]
Invirtiendo la idea ilustrada, cada vez se la percibe más como una forma de manipulación, y
no tanto como una de liberación» (p. 53).
Propuesta de Compagnon: volver a hacer el elogio de la literatura y protegerla del
desprecio. Cita a Calvino en Punto y aparte. Aunque es más fácil aniquilarla que reconstruir
sobre ella. «La literatura ya no es el modo privilegiado de adquisición de una conciencia
histórica, estética y moral, y pensar el mundo y el hombre a través de la literatura ya no es lo
más frecuente. ¿Significa esto que sus antiguos poderes no deben ser conservados, que ya no
tenemos necesidad de ella para llegar a ser los que somos?» (p.56). Otras disciplinas se están
adueñando de la literatura: la historia cultural (Agulhon, Rosanvallon, Chartier, Nora) y la
filosofía moral analítica (Bouveresse, Elster, Pavel).
(pp.57-58) «Como resultado de la desconfianza de Wittgenstein hacia los sistemas filosóficos
y las reglas morales, la vuelta ética a la literatura se funda en | el rechazo de la idea de que
sólo una teoría hecha de proposiciones universales puede enseñarnos alguna cosa verdadera
sobre la cuestión de la vida buena. Pues al ser lo propio de la literatura el análisis de las
relaciones siempre particulares que ponen en comunicación las creencias, las emociones, la
imaginación y la acción, contiene un conocimiento insustituible, detallado y no resumido,
sobre la naturaleza humana, un conocimiento de las singularidades». Literatura y experiencia
ajena.
cfr. la identidad narrativa de Paul Ricoeur: aptitud para poner por escrito de manera
concordante los acontecimientos heterogéneos de la existencia, indispensable para la
constitución de una ética.
(p.62) «Según Kundera [El telón], la novela “desgarra el telón” de los prejuicios, de la doxa, o
de lo hecho a medida, lo que Bloom llama el “cant”, el lenguaje estereotipado o el pensamiento
único. […] De acuerdo con una máxima de Samuel Johnson muy apreciada por Bloom:
“Clear your mind of cant”, “limpie su espíritu de hipocresía” [J. Boswell, Vida de Samuel
Johnson], o incluso del fariseísmo, del conformismo y de la ceguera de sí, que era como William
Hazlitt entendía el cant». La literatura, dice Compagnon, «recorre regiones de la experiencia
que los otros discursos desdeñan, pero que la ficción reconoce en los menores detalles»
(pp.62-63).
¿Cómo piensa la literatura? «Su pensamiento es heurístico (no deja nunca de investigar), no
algorítmico: procede a tientas, sin cálculo, por intuición, guiándose por el olfato. […] [La
literatura] no concluye jamás, sino que permanece abierta ―como un ensayo de Montaigne―
después de | habernos hecho ver, respirar o tocar las incertidumbres y las indecisiones, las
complicaciones y las paradojas que se esconden detrás de las acciones, meandros en los cuales
los discursos del conocimiento se pierden. […] La literatura es un ejercicio de pensamiento;
la lectura, una experiencia de las posibilidades» (p.65).
Más adelante, Compagnon va a calificar de “exigencia desorbitada” esa acumulación de solos
que ha ido citando: «¿debo mantener que la literatura nos inicia en el mundo de una manera
exclusiva? ¿Puedo sostener yo también que nos descubre una parte de la experiencia humana
que nos sería inaccesible sin ella?» (p.67). La literatura frente a otras ficciones: la lengua como
instrumento, libertad absoluta a la experiencia imaginaria y deliberación moral, control del
tiempo.
Resumen final: «El ejercicio nunca cerrado de la lectura sigue siendo el lugar por antonomasia
del conocimiento de uno mismo y del otro; descubrimiento, no ya de una personalidad
compacta, sino de una identidad obstinadamente en devenir» (p. 71).
Le travail de la littérature. Usages du littéraire en philosophie
(sous la direction de Daniele Lorenzini et Ariane Revel ; Presses Universitaires de Rennes, 2012)

Colloque international 19-20 mai 2011, organisé par l’équipe d’accueil « Lettres, idées, savoirs »
(Université Paris-Est Créteil) et par le CIEPFC (Centre international d’étude de la philosophie
française contemporaine de la ENS.

Introducción Le travail de la philosophie, le travail de la littérature


La cuestión central, que orientó el coloquio y el volumen colectivo: el uso o usos que
la filosofía hace y puede hacer de la literatura: preguntarse acerca de la relación, al mismo
tiempo, fecunda y proteiforme, a menudo muy teorizada pero poco definida, que la filosofía
mantiene con la literatura como uno de sus objetos. Hay que andar con cautela, advierten,
con los términos uso y objeto. Ni subordinación, ni instrumentalización, ni extracción del
“tuétano” filosófico de los textos literarios, que habría de ser liberado de su envoltura
retórica. «El uso, aquí, no es por tanto la reducción, de una manera u otra, de la literatura a
la filosofía por medio de la filosofía, sino la experiencia de un objeto que precisamente no se
deja asimilar por la filosofía, pero la trabaja, tanto como ella lo trabaja» (p. 9). Reflexionar
sobre esta idea del trabajo mutuo, de los modos de interacción, las «maneras en que la filosofía
elabora una práctica de la literatura y en que la literatura se pone en práctica [joue] en el interior
de la construcción de discursos que se reivindican como filosóficos». Esto interesa en la
medida en que la filosofía mantiene una relación bien particular con el objeto literario:
heterogeneidad y coexistencia íntima.
Acerca de la división disciplinaria entre literatura y filosofía: es tardía, pero eso no
significa que ese origen común deba ser el horizonte de toda investigación sobre su relación,
ya que supondría negar una complejidad que ha existido siempre. [Cfr. Sabot, Philosophie et
littérature y Ribard « Philosophe ou écrivain? Problèmes de délimitation entre histoire littéraire
et histoire de la philosophie en France, 1650-1850 » (Annales, vol.55, nº2, 2002). Pregunta:
¿pasa lo mismo en España/Argentina o la delimitación es de otro tipo, por ejemplo,
histórica?]. De hecho, lo más interesante aparece después de su separación, que ha supuesto
el reconocimiento o constitución retrospectiva de los corpus literarios y filosóficos; se trata,
pues, de historizar la separación y precisar los puntos de semejanza y oposición, no de
regresar a la unidad perdida. Volver a la confusión común significa considerar la ausencia de
naturalidad en la escisión radical de prácticas de escritura-lectura correspondientes a dos tipos
de obras, ¿cuáles son las consecuencias? Un trabajo sobre la escritura:
Se sabe que la filosofía ocupa una posición aparte en las ciencias humanas: habiendo tenido
durante largo tiempo la vocación de coronarlas, se vio apartada de ellas en el momento de la
constitución disciplinaria de las ciencias sociales, como incapaz de constituirse en una ciencia
positiva. No obstante, podemos preguntarnos si el carácter “literario” de la filosofía
―entendido en un sentido peyorativo, como su imposible entrada en la “vía segura de una
ciencia” por retomar la fórmula kantiana― no se ha constituido de hecho como una
verdadera posibilidad de su escritura, y de sus modalidades de veridicción, aparte del modelo
de las ciencias sociales (p.11).

Antes del s.XIX es posible encontrar modos discursivos que podemos considerar literarios
en el seno de los propios textos filosóficos, textos cuyo fin explícito es el de producir y
comunicar un razonamiento filosófico que busca la “verdad”; dichos modos no tienen solo
un papel ilustrativo, sino que participan de esa búsqueda veraz, demuestran. «Lo que está
aquí en juego, nos parece, no es tanto la oposición entre la “escritura” en general y el rigor
de un pensamiento racional y transparente a sí mismo en el que se fantasearía con una
independencia del lenguaje natural, sino la oposición entre modos de escritura que
reconocemos como el orden de la literatura, que asignamos a tipos de obras, géneros,
procedimientos literarios, y modos de escritura que asignamos a la filosofía» (p.12).
Se abren entonces una serie de preguntas:
- ¿Qué relaciones mantienen los textos filosóficos con una poética o estilística que les
afectaría directamente y no de manera contingente (algo que les permitiría hacerse
comprender mejor, p.ej.) sino de manera necesaria (parte del propio razonamiento
filosófico)?
- ¿En qué medida se pueden determinar y problematizar las relaciones que la filosofía
mantiene con lo literario y cómo definir este elemento o función en el interior de
texto que no se definen como parte de la literatura?
- ¿Cómo, a partir de categorías históricamente construidas y objetivadas, despejamos
y hacemos variar las funciones que estas pueden tener lugar en un texto “extranjero”
a la disciplina de la que a priori proceden? ¿Cómo les asignamos a estas funciones
valores que pueden variar según los contextos?

Esta relación doble, de familiaridad y exterioridad, que existe entre la filosofía y la literatura
está presente también en las maneras en las que se abordan o se pueden abordar las obras
literarias desde el punto de vista de la filosofía. Hay múltiples maneras de hacerlo: cómo la
literatura (o las funciones literarias) producen o provocan pensamiento teórico, conceptos o
tematizan distinciones que son tradicionalmente el objeto de la filosofía, o enfatizan el
aspecto práctico de lo que la literatura nos da a experimentar; cómo piensa o hace pensar
(cfr. Macherey) o cómo hace funcionar modos de ejemplaridad, especialmente moral, que se
experimentan en la lectura, convirtiéndose en “filosofía práctica”. Lo que está en juego en
ambos casos es una práctica de lectura de las obras, de relacionarse con ella en tanto formas
discursivas particulares, a partir de la cual se puede desarrollar esta actividad específica que
llamamos “filosofar”:
¿Por qué la literatura constituye una forma de escritura y de lectura que la filosofía no deja
de escrutar, y no solamente para producir una estética, una filosofía de la literatura, sino una
filosofía en general: metafísica, ética, política? ¿En qué medida el lenguaje de la literatura, el
trabajo sobre la lengua que esta ejerce, fundan una posibilidad filosófica y a través de qué
cauces? ¿Y cuál es esta práctica de los textos literarios que ―nos parece― está en la raíz de las
filosofías literarias, incluso teóricas? (p.13).

Primer eje problemático: la cuestión sobre el hecho de que la experiencia literaria permita
producir pensamiento filosófico. El uso de experiencia es intencionado (p. 14):
La manera en que, desde Nietzsche ―y en Nietzsche, desde El nacimiento de la tragedia―, los
filósofos han considerado la literatura como una posibilidad de expansión de la
conceptualidad filosófica nos parece estar marcada, en efecto, por esta noción de experiencia
literaria. En la lectura y la escritura literarias es otro uso del lenguaje el que se da a
experimentar, portador de nuevas posibilidades para el pensamiento; es otra visión del
mundo la que se desarrolla a través de esta nuevo disposición del lenguaje ―y aquí, el término
de “visión” debe ser tomado en sentido literal: la literatura da a ver otra cosa, desplaza la
mirada. Es por tanto de esta experiencia de la que se tratará en primer lugar en este volumen:
de saber cómo la literatura nos da a experimentar lo nuevo, y cómo esta experiencia nutre el
pensamiento filosófico de manera específica, cómo suple la rigidez de un lenguaje filosófico
siempre expuesto al riesgo de encerrarse en sus propios mecanismos descriptivos y
prescriptivos.
La experiencia estética que la literatura permite es una experiencia de la sensibilidad,
pero de la sensibilidad como inmediatamente susceptible de dar contenido a la filosofía, de
hacer pensar. La literatura constituye así un acceso posible al mundo, pero a través de
modalidades específicas: la “deformación coherente” de lo real que propone, como dice
Merleau-Ponty [“Le langage indirect et les voix du silence”, Signes], no da a ver el mundo tal
y como es, en la ilusión de una descripción perfecta, sino tal y como se lo puede ver. Es esta
potencialidad la que es rica para la reflexión filosófica, porque propone a la experiencia lo
que hasta entonces no se percibía como objeto de la reflexión.
Se ve de entrada que tomar la literatura, antes que por objeto, por lugar de
cuestionamiento de los conceptos existentes apunta hacia reflexiones filosóficas que
reconocen en el lenguaje no filosófico una potencia de subversión con respecto a los
conceptos y sistemas, que reconocen el lenguaje literario, más particularmente aquí, como
portador, a su manera, de una potencia filosófica fuerte: un poco como el hecho experimental
que pone la teoría en tela de juicio, el uso literario del lenguaje fuerza el lenguaje del filósofo,
Reflexiones | por las cuales, en consecuencia, la filosofía constituye un terreno cuyo cercado
es voluntariamente frágil: debe ceder, debe dejarse interrogar, ante la irrupción de otro
lenguaje, de un lenguaje que cuestiona nuestras maneras de hablar sobre el mundo (p. 15).

Aunque todos los filósofos que se toman en serio a la literatura como matriz de la teoría
valoran esta noción de experiencia, no lo hacen evidentemente del mismo modo. Sabot
esboza cuatro esquemas a través de los cuales los filósofos se interesan por los objetos
literarios (muy anclados en la tradición continental y sin considerar la anglosajona):
- didáctico (Proust et les signes, Gilles Deleuze) : hay una filosofía encerrada en la obra
literaria, pero que obedece a los mismos esquemas que la filosofía tradicional y que
le corresponde a esta última, con sus propios conceptos, extraer el contenido
conceptual de la obra literaria.
- hermenéutico (Heidegger, Ricoeur en La metáfora viva): trabajo interpretativo a partir de
la expresión particular que constituye el médium literario
- productivo (Proust, Vincent Descombes): la obra literaria como lugar que produce
filosofía, en la medida en que constituye una experiencia de pensamiento para el
filósofo, igual que una obra filosófica.
- experimental, “pensar bajo la condición de la literatura” (Macherey, Sabot): la
experiencia de pensamiento como algo que tiene lugar en la lengua renovada propia
del texto, de manera completamente inmanente; el texto piensa en una forma
particular que es la suya y al filósofo le corresponde evaluar las transformaciones
conceptuales inducidas por este nuevo lenguaje.
Esta diferenciación plantea la pregunta sobre la manera en que el texto literario deforma la
práctica filosófica y el aparato conceptual del que esta se dota: ¿qué es lo que la literatura le
hace a la filosofía (más que lo que esta hace de ella)? En el presente volumen se tratan sobre
todo el tercer y cuarto esquemas: su presupuesto es postular una ausencia de exterioridad
entre el material literario y la producción filosófica. En su confrontación, los enfoques
teóricos que aquí se proponen suscitan dos problemas fundamentales:
(1) Saber con qué tipo de experiencia exactamente estamos lidiando con el texto
literario, y a qué tipo de realidad nos confronta esta experiencia (cfr. Jerôme David, “Une
réalité a mi-hauteur. Exemplarité et généralisations savantes au XIXe siècle”. Annales, vol.65,
nº2, 2010).
(2) El tipo de texto literario que somos susceptibles de explotar para la teoría: ¿una
que ya tenga pretensiones filosóficas y teóricas solamente?

Secciones del volumen:


1- Pensar con la literatura (Macherey, Carnevali, Worms, Romero, Revel): se interesa sobre estas
experiencias de la literatura, su imposible equivalencia con las de la filosofía, la experiencia
social que proporcionan, la manera en que la literatura permite pensar realidades que el
concepto tiene dificultades para captar.
2- La filosofía a prueba del texto (Rueff, Delecroix, Sabot, Macé): consideración del médium
literario en el estudio filosófico de la literatura como en la propia filosofía; alcance moral,
literariedad de la filosofía, marco y límites que la literatura le impone a la exploración
filosófica, pensamiento del estilo.
3- Literatura, experimentación y atención moral (Laugier, Chavel, Halais, McDonough, Davidson):
alcance que no es solo teórico, sino también práctico, como hace ver la noción de experiencia:
«Escribir no es ciertamente imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La
literatura es más bien del lado de lo informe, o del inacabamiento, como Gombrowicz lo ha
dicho y hecho. Escribir es un asunto de llegar a ser, siempre inacabado, siempre haciéndose”
(Deleuze, “La literatura y la vida”, Crítica y clínica). Una concepción de la filosofía como
transformación de la mirada y de la práctica siempre en pleno hacerse y rehacerse, donde los
objetos esenciales son nuestro lenguaje ordinario y nuestra vida cotidiana (vs. la concepción
meramente especulativa); preguntarse por esta actitud filosófica, región de la ética, donde el
uso de los textos literarios ha sido fundamental. [Cfr. “La philosophie comme manière de
vivre”, Exercices spirituels et philosophie antique de Hadot, L’herméneutique du sujet de Foucault,
Philosophie des salles obscures de Cavell]. Relación de la filosofía con al menos tres conceptos:
transformación, inmanencia (no otro mundo u otra vida, sino un mundo o vida otros) y
atención (discontinuidad, kairos, acontecimiento):
De ahí deriva, finalmente, el interés también vital de esta “postura” filosófica para la
especificidad de la experiencia que la literatura nos propone. A través de ella, el agente moral
se encuentra lanzado a una “aventura” de la personalidad que no es banalmente “ilustrativa”
de una serie prefijada de posibilidades, sino que le abre un espacio habitable de trabajo de sí
sobre sí y de creatividad ética ―y que le expone también, desde luego, a lo imprevisto, a la
posibilidad del fracaso y al riesgo permanente de perderse esta aventura (p.21).

No es entonces que la filosofía utilice la literatura como un puro instrumento al servicio de una
concepción moralista de la moralidad; por el contrario, la pertinencia ética y filosófica de la
literatura reside precisamente en su naturaleza anti-teórica y anti-metafísica, en la
especificidad de la experiencia que propone a los lectores y en un tipo de ejemplaridad que
no consiste en la transmisión de una verdad ya establecida por modelos ilustrativos de
pensamiento y conducta, pero que más bien tiene que ver con la libre experimentación de
nuevas maneras de vivir y la puesta a prueba crítica de toda verdad previamente aceptada.
En otras palabras, la filosofía concebida como una empresa esencialmente práctica, como
una serie de ejercicios espirituales de la atención destinados a trasnfigurarnos a nosotros
mismos, a los otros y el mundo entero ―la filosofía así concebida descubre en la literatura
un lugar que le permite ponerse a sí misma ponerse “en juego”, tomando así el riesgo de
recurrir a los textos literarios no desde el punto de vista reconfortante de un conocimiento
preelaborado, sino implicándose a través de ellos en una verdadera transformación
perfeccionista (en el sentido de Cavell), en una puesta | a prueba de su propio estatus, de sus
objetos y sus prácticas. La literatura (…) se configura entonces como uno de los ejercicios
espirituales privilegiados de la filosofía, un ejercicio que, como la propia escritura y la
literatura, siempre está en devenir, siempre haciéndose ―por utilizar las palabras de
Deleuze―, es decir, siempre por recomenzar (p.22).

Otra serie de preguntas, ligadas con las anteriores:


- ¿Qué significa, concretamente, hacer trabajar a la literatura en el interior de la
filosofía? ¿Qué es lo que este trabajo le aporta, a través de la especificidad de la
experiencia (a la vez estética, epistemológica y moral) que la literatura nos propone?
- ¿En qué transforma la literatura la práctica misma de la filosofía y en qué nivel (de la
reflexión, lectura, escritura, vida filosófica) y qué forma asume esta transformación?
- ¿Cuál es la relación entre lo “ordinario” de nuestras vidas y lo “ordinario” que nos
muestran los textos literarios, se trata del mismo? En otras palabras, ¿podemos
preguntarnos cuál es la relación entre percibir e imaginar, o entre experiencia y
experimentación y, además, cuál es la especificidad filosófica del trabajo de la
literatura con respecto a otras prácticas (cine, música o música)? (cfr. Laugier)

«Parece que la filosofía trata menos de la literatura que encuentra allí un lugar al interior del
cual se ejerce: la intimidad que mantiene con “lo literario” se traduce en modos de conexión
entre la actividad filosófica y sus soportes literarios que nos parece importante explicitar,
viendo la manera misma en que la filosofía construye o reconstruye la categoría de
“literatura” en su propia actividad. Si hemos preferido en repetidas ocasiones el adjetivo de
“literario” al nombre “literatura” es sobre todo para poner el acento sobre los problemas de
categorización de los diferentes tipos de discurso, los diferentes repertorios, incluso dentro
de un mismo texto, y sobre la manera en que construimos estos repertorios al mismo tiempo
que las herramientas de análisis que nos permiten dar cuenta de ellos (…). Nuestras prácticas
de la literatura abren maneras de filosofar que no les preexistían y modifican aquellas que ya
trabajábamos» (p.24).

Sandra Laugier. “Littérature et exploration éthique”


La cuestión de la literatura y de sus usos morales no es académica, ni disciplinar, ni
siquiera ética; es una pregunta por lo que nos importa. «El fin de la filosofía, para
Wittgenstein, consiste en desplazar nuestra idea de la importancia, de lo que cuenta (…). Lo
que realmente es importante se nos oculta, no porque esté disimulado, privado o inhallable,
sino porque está ahí, precisamente, ante nuestros ojos. Tenemos que aprender a ver, ser
atentos [attentifs] o considerados [attentionnés]. Es esta voluntad de ver la que define a la
percepción moral, aquella a la que nos educa la literatura» (p.165). La ética por tanto, como
exploración perceptiva y, por tanto, como atención, inseparablemente sensible y conceptual,
a los detalles y las expresiones morales.
Esta es la concepción de Cora Diamond: no hay proposiciones o enunciados éticos
(cfr. Wittgenstein) sino que la ética está por todas partes en nuestro lenguaje, está latente. «La
solución al enigma estaba justo ahí, en los nudos y en los hilos» (Diamond, L’esprit réaliste.
Wittgenstein, la philosophie et l’esprit). La filosofía no es un cuerpo doctrinal, sino una actividad
que consiste en hacer claros nuestros pensamientos. El contenido ético de una obra (o de
todo otro elemento de nuestra forma de vida: una situación, una conversación, una frase) no
siempre es visible, puede ocultársenos, y este disimulo es una ocasión para que nos
eduquemos, para que comprendamos por qué algo se nos escapa, por qué no percibimos su
importancia (cfr. Martha Nussbaum, La connaissance de l’amour. Essais sur la philosophie et la
littérature).
Roland Barthes. Lección inaugural (1977)

Aunque el Collège de France es, a priori, una institución «fuera del poder», la actividad de
enseñar, o incluso de hablar, por más libre que esté de toda sanción institucional, no está del
todo apartado de este: «el poder (la libido dominandi) está allí, agazapado en todo discurso que
se sostenga así fuere a partir de un lugar fuera del poder. Y cuanto más libre sea esta
enseñanza, más aún resulta necesario preguntarse en qué condiciones y según qué
operaciones puede el discurso desprenderse de todo querer-asir» (115-116). El proyecto de
la enseñanza que inaugura entonces se constituye a partir de ese interrogante.
Tema de la conferencia: el poder. ¿De qué manera lo matiza y explica? Barthes se
posiciona contra la concepción singular del poder, ya sea como objeto político o ideológico,
para plantear su condición plural y vincularlo, de manera más amplia, con el «discurso de la
arrogancia» que se infiltra «en los más finos mecanismos del intercambio social». La hipótesis
primera para sostener esta extrema ubicuidad del poder es la siguiente: «Aquel objeto en el
que se inscribe el poder desde toda la eternidad humana es el lenguaje o, para ser más
precisos, su expresión obligada: la lengua» (118).
Lenguaje = legislación; lengua = su código. La lengua es una clasificación y, como
tal, es opresiva. «Como Jakobson lo ha demostrado, un idioma se define menos por lo que
permite decir que por lo que obliga a decir» (118): relación de alienación y de sujeción. De
aquí procede la acusación de que la lengua no es ni reaccionaria ni progresista, sino fascista,
«ya que el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir» (120). Dos
movimientos (o «rúbricas») en la lengua: la autoridad de la aserción ―la lengua es
inmediatamente asertiva, el resto de modalidades (negación, duda, posibilidad) vienen
marcadas― y la gregariedad de la repetición. «A partir del momento en que enuncio algo,
esas dos rúbricas se reúnen en mí, soy simultáneamente amo y esclavo: no me conformo con
repetir lo que se ha dicho, con alojarme confortablemente en la servidumbre de los signos:
yo digo, afirmo, confirmo lo que repito» (121). En la lengua se confunden servilismo y poder:
¿qué cabida para la libertad? Si esta no es solo la capacidad de sustraerse al poder, sino
también (y sobre todo) la de no someter a nadie, solo podría existir fuera del lenguaje, pero
el lenguaje humano no tiene exterior.
Barthes plantea entonces la cuestión de la exterioridad-interioridad del lenguaje (cfr.
Foucault y Merleau-Ponty) y concluye que lo que nos queda a quienes no somos ni místicos
ni superhombres es «hacerle trampas a la lengua»: «A esta fullería saludable, a esta esquiva y
magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una
revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura» (121-122). La
literatura, así entendida, no es un corpus de obras ni una disciplina, sino «la grafía compleja
de las marcas de una práctica, la práctica de escribir» (123). Barthes identifica literatura con
escritura y con texto; en él aflora la propia lengua, dentro de la cual debemos combatirla, «no
por el mensaje del cual es instrumento, sino por el juego de las palabras cuyo teatro
constituye». Las fuerzas de libertad dependen, por tanto, del trabajo de desplazamiento que
la literatura ejerce sobre la lengua, de la «responsabilidad de la forma» (que, según él, no puede
evaluarse en términos ideológicos). Tres fuerzas de la literatura: mathesis, mímesis, semiosis.
- Mathesis (ciencia o aprendizaje): Es aquí donde se inserta la citada relación entre la
literatura y los saberes. Barthes no impugna la distinción ciencias-letras porque desde
el punto de vista del lenguaje resulta vigente. Según el discurso de la ciencia, el saber
es un enunciado (producto de la ausencia del enunciador); en la escritura, es una
enunciación: «al exponer el lugar y la energía del sujeto, es decir, su carencia (que no
es su ausencia) apunta a lo real mismo del lenguaje; reconoce que el lenguaje es un
inmenso halo de implicaciones, efectos, resonancias, vueltas, revueltas, contenciones;
[…] las palabras ya no son concebidas ilusoriamente como simples instrumentos,
sino lanzadas como proyecciones, explosiones, vibraciones, maquinarias, sabores; la
escritura convierte al saber en una fiesta». Es el gusto de las palabras el que vuelve
profundo y fecundo al saber (vinculación entre saber y sabor).
- Mímesis: Sobre la fuerza de representación de las palabras dice que la literatura se
afana desde la antigüedad hasta las vanguardias por representar lo no representable,
esto es, lo real. Esta irrepresentabilidad de lo real puede decirse, al menos, de dos
maneras distintas: es lo imposible, que no puede alcanzarse y escapa al discurso
(Lacan) o bien se puede entender en términos topológicos, es decir, «no se puede
hacer coincidir un orden pluridimensional (lo real) con un orden unidimensional (el
lenguaje)» (128). La literatura no quiere someterse a esta imposibilidad topológica:
«Los hombres no se resignan a esa falta de paralelismo entre lo real y el lenguaje, y es
este rechazo, posiblemente tan viejo como el lenguaje mismo, el que produce, en una
agitación incesante, la literatura». Dos tendencias paradójicas: el realismo (solo tiene
lo real como objeto de deseo) y el irrealismo (cree sensato el deseo de lo imposible).
La literatura, por tanto, posee una «función utópica»: utopías de lenguaje (por ejemplo,
Mallarmé). La verdadera utopía es que haya tantos lenguajes como deseos; esta, sin
embargo, no preserva del poder: «la utopía de la lengua es recuperada como lengua
de la utopía, que es un género como cualquier otro» (130).
Según Barthes, hay algo irreductible en la literatura en lo que el escritor ha de
obcecarse. «Un escritor ―y yo entiendo por tal no al soporte de una función ni al
sirviente de un arte, sino al sujeto de una práctica― debe tener la obcecación del vigía
que se encuentra en el entrecruzamiento de todos los demás discursos, en posición
trivial con respecto a la pureza de los demás discursos» (131). Obcecarse y
desplazarse, es decir, ver el movimiento que sufre su discurso; acciones ambas que
pertenecen a un método de juego y en las que Barthes encuentra una relación con el
teatro, lo que le lleva a entroncar con la tercera fuerza de la literatura.
- Semiosis: «Puede decirse que la tercera fuerza de la literatura, su fuerza propiamente
semiótica, reside en actuar los signos en vez de destruirlos, en meterlos en una
maquinaria de lenguaje cuyos muelles y seguros han saltado; en resumen, en instituir,
en el seno mismo de la lengua servil, una verdadera heteronimia de las cosas» (133).
La semiología es, en un principio y de manera canónica, la ciencia de los signos, pero
Barthes se esfuerza por precisar el uso que le da a la palabra, viendo su relación con
la lingüística de la que se desgaja. La lingüística se ve presa entre dos impulsos, a
punto de desgarrarse: hacia un lado, la formalización cada vez más extrema; al otro,
la amplitud sin límites, la omnicomprensión, su casi identidad con lo social. «En
síntesis, ya sea por un exceso de ascesis o de hambre, famélica o repleta, la lingüística
se deconstruye. A esta deconstrucción de la lingüística es a lo que yo denomino
semiología» (135). Indivisibilidad lengua-discurso, deslizados ambos según el mismo
eje de poder: «No son solamente los fonemas, las palabras y las articulaciones
sintácticas los que se hallan sometidos a un régimen de libertad vigilada, en la medida
en que no se los puede combinar de cualquier modo, sino que toda la capa del
discurso se encuentra fijada por una red de reglas, de constricciones, de opresiones,
de represiones, masivas y vagas en el nivel retórico, sutiles y agudas en el nivel
gramatical» (136). Frente a las trampas e imprecisiones de la lingüística, la semiología
puede ser aquel trabajo que recoge la impureza de la lengua y el desecho de la
lingüística.
Acto seguido, Barthes expone su recorrido en la semiología: su primer
impulso fue el de creer que la ciencia de los signos podría activar la crítica social
(Sartre, Brecht y Saussure unidos) y el objeto de esta primera semiología fue la lengua
trabajada por el poder. Después se desplazó, dada la división y expansión del poder
mismo en toda la masa de discursos, y volvió al texto, que «se le apareció como el
índice mismo del despoder» (139), puesto que contiene la fuerza de huir infinitamente
de la palabra gregaria incluso cuando esta busca reconstituirse en él.
La literatura y la semiología vienen así a conjugarse para corregirse mutuamente. Por
un lado, el retorno incesante al texto, antiguo o moderno; la inmersión regular en la
más compleja de las prácticas significantes ―a saber, la escritura (ya que ella se opera
a partir de signos ya hechos)―, obligan a la semiología a trabajar sobre diferencias, y
le impiden dogmatizar, “consolidarse”, tomarse por el discurso universal que no es.
Por su lado, la mirada semiótica colocada sobre el texto obliga a rechazar el mito al
que ordinariamente se recurre para salvar la literatura de la palabra gregaria que la
rodea, que la presiona, y que es el mito de la creatividad pura: el signo debe ser
pensado ―o repensado― para ser decepcionado mejor (139-140).
Barthes concibe la semiología como simultáneamente negativa y activa. En primer lugar
es apofática porque niega, no el signo, sino la posibilidad de atribuirle caracteres positivos,
fijos, históricos, acorporales, científicos; por tanto, no puede ser un metalenguaje (no puede
estar al tiempo fuera y dentro del lenguaje, tratándolo a la vez como blanco y arma) y, aunque
tiene relación con la ciencia, no es una disciplina, sino que tiene con ellas una relación ancilar:
«no permite aprehender directamente lo real imponiéndole una transparencia general que lo
tornaría inteligible. Pretende más bien agitar lo real en ciertos lugares y momentos, y dice que
esos efectos de agitación de lo real son posibles sin casilleros» (143). En segundo lugar es
activa, porque «se despliega fuera de la muerte»; es decir, vuelve todo el rato al signo sin
esclerotizarlo ni destruirlo. Además, es inmediata (no excava, como la hermenéutica). «Sus
objetos predilectos son los textos de lo Imaginario: los relatos, las imágenes, los retratos, las
expresiones, los idiolectos, las pasiones, las estructuras que desempeñan simultáneamente
una apariencia de verosimilitud y una incertidumbre de verdad» (144).
Relación de este «goce del signo imaginario» con ciertas mutaciones en el seno de la
sociedad y, en concreto, de la cultura, que modifica el uso que se puede hacer de las fuerzas
de la literatura: desaparición de la gran figura del escritor y la maestría literaria, desacralización
de la enseñanza y de la literatura, esta deja de estar custodiada. ¿Cómo ir hacia la literatura?
«El método no puede referirse aquí más que al propio lenguaje en tanto lucha por desbaratar
todo discurso consolidado» (146).

Belén Gopegui. Un pistoletazo en medio de un concierto.

«Me interesa el final. Nos vemos obligados, dice Stendhal, a


hablar de política, porque la política tiene por teatro el corazón
de los personajes. Por lo general, incluso quienes quieren hablar
de política lo ven al revés. Piensan en la política como un
paisaje, como parte del teatro, como telón de fondo de los
movimientos que agitan el corazón de los personajes. Pero Stendhal
insiste, y yo con él, en la política | que ocurre dentro, aun
sabiendo que no es posible separar lo de dentro de lo de fuera.
Junto al conocido lema feminista de los años setenta “Lo personal
es político”, Stendhal nos permite recuperar su otra cara: lo que
tiene de íntimo la política, como la conciencia, como las
distintas explicaciones de por qué se hacen las cosas, como
adquirir sentido del momento histórico». (pp. 40-41).

«La novela construye, en efecto, espacios de resistencia. Pero no


siempre la resistencia es un lugar deseable y útil. Resiste el
organismo, aplaza o soporta la fatiga y un día ya no resiste más
y muerte. Quizá no nos quede mucho tiempo. Por eso, además de
seguir resistiendo, tratamos a veces de exigir que la presión
disminuya» (p. 57).
Luisa Valenzuela. “Trying to Breathe”

(p. 85) To say “the writer under a politics” is for me just like saying the writer alive, or out in
the open, under clouds, in the eye of the storm if necessary. Is there anywhere else to be,
anyway?
Yes, on a desert island.
Yes, in an ivory tower.
The latter location, dated as it sounds, has been simply replaced by the crystal skyscraper,
just as mythical and isolating.
No writer walking down these god-forsaken streets can be immune to the political fabric that
surrounds her like a muggy spider web. The world breathes politics, eats politics, defecates
politics. The trick is to avoid writing directly about politics while not losing contact, still being
profoundly politically aware. It involves a kind of Zen and the art of archery of language: you
shoot the arrow of language without burdening it with a message, and if it is a good arrow,
if the shot is correctly aimed, it will hit its political mark, a mark that even the writer might
not be aware of when she starts to shoot, when she begins to write.

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