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1874, ABÁRZUZA:

EL PUNTO DE EQUILIBRIO

Al anochecer del 26 de junio de 1874, el general De la Concha, marqués del Duero, dio por
terminado su consejo de guerra con sus principales oficiales en la casona de los Munarriz en
la que se alojaba. Sus tropas se encontraban desplegadas en un amplio frente ante los carlistas,
que defendían sus líneas de trincheras entre Abárzuza y Monte-Muru. Tras un mes de
inactividad se encontraba dispuesto para dar un golpe de muerte a los insurrectos carlistas y,
si todo iba bien, como cabía esperar, aprovechar para proclamar rey de España a Alfonso, el
primogénito de la destronada Isabel II.

Cuando se retiró aquella noche a la soledad de su habitación el general Concha estaba


orgulloso de cómo marchaban las cosas. La imprevisión de los primeros meses de conflicto
abierto con los carlistas había dado paso a una progresiva confianza entre los defensores de
la legalidad institucional.
El tremendo esfuerzo que sus tropas habían llevado a cabo en la última semana de
abril había dado resultado y tras una hábil operación en Las Muñecas, logró en Galdames
después de una encarnizada lucha en la que cayo el general carlista Andéchaga y romper las
líneas enemigas levantar el sitio de Bilbao, que recibió el último ataque el 1 de mayo. A partir
de ese día y tras una victoria tan significativa las tropas gubernamentales habían
aprovechado para consolidar sus posiciones, reforzarse y planear la siguiente acción
ofensiva. El día 3 de mayo, a la vista de sus éxitos el general Serrano le nombró Jefe del
Ejército del Norte y aunque había manifestado serias dudas ante el gobierno provisional de
la República sobre la verdadera capacidad de resistencia del enemigo, al que con buen
criterio consideraba aún muy fuerte, parecía evidente que el convencimiento general de que
la guerra estaba ganada se había ido abriendo paso entre políticos y militares que daban
por hecho que el conflicto carlista estaba próximo a su final y que los seguidores de don
Carlos daban sus últimos coletazos. A pesar de la aparente trascendencia de la victoria
liberal al lograr el fin del sitio de la capital vizcaína, la situación de los carlistas en el norte
no era en absoluto mala.
El ejército carlista del Norte se encontraba descansado, bien preparado y en una
buena situación estratégica. Es cierto que durante la primavera la astuta movilidad del
ejército del gobierno central había desconcertado a sus mandos, pero podían confiar en la
solidez de sus posiciones y en su capacidad para la tomar la ofensiva, que no se había visto
en absoluto mermada por la derrota ante la capital de Vizcaya.
¿Qué hacer? Ese debía de ser el gran problema del marqués del Duero, el mejor táctico
del ejército del gobierno. Durante los meses de mayo y junio la racha de mala suerte del
ejército liberal había sido increíble y los problemas insolubles. El retraso en la paga era
inconcebible, la tropa carecía de todo, de uniformes, municiones, armas modernas, comida.
Además, la decisión que había adoptado y que consistía en llevar la guerra hasta Navarra,
en el corazón del territorio enemigo, planteaba problemas que en Madrid el ministerio de
la guerra no quería o no sabía entender. Había necesidad de contar con una buena logística,
mejorar el transporte, lograr un eficaz bloqueo del territorio en manos carlistas, etc.
Demasiadas cosas. Para colmo la paga adeudada que ascendía a un millón de reales la tuvo
que dejar en Bilbao por la imposibilidad de repartirla
No obstante, el general Concha, arisco y poco apreciado por sus hombres era tolerado
pues se le consideraba un buen militar. Y lo era. Cuando tras ocupar Orduña el 17 de mayo
las tropas carlistas esperaban su avance hacia Durango, en una hábil maniobra llevó a sus
tropas hasta Vitoria, donde entró el 19, sorprendiendo a sus enemigos y a sus jefes en
Madrid, que no acertaban a entender su conducta. Sin embargo, los movimientos del ejército
liberal eran los correctos, rapidez, astucia, audacia y decisión eran su única arma ante un
enemigo que combatía en su terreno, que gozaba de informadores y de apoyos
incondicionales y que sabía, habitualmente, los movimientos de las unidades liberales.
El 1 de junio el general Concha abandonó Vitoria por sorpresa con el grueso de sus
fuerzas, dirigiéndose primero a Peñacerrada y luego a través de la sierra de Toloño y el
puerto de Herrera hacia Logroño y de ahí, hacia Estella, dirigiendo su espada al centro del
poder carlista: a su capital.
El retraso de un convoy que se equivocó de camino y se encaminó a Estella en lugar
de hacerlo hacia Oteiza y Lorca, impidió a Concha iniciar su ofensiva contra las líneas
carlistas como había previsto, pero en medio del barrizal provocado por la constante lluvia
y tras un violento ataque artillero, que forzó a los carlistas a retirarse, sus hombres
capturaban Zurucaín y poco después Abárzuza y Zábal. En su parte enviado al ministro de
la Guerra señalaba 90 heridos y manifestaba desconocer el número de muertos. La tardanza
en la llegada del convoy impidió a sus tropas recibir nuevas municiones y alimentos, lo que
provocó un cierto retraso. Los victoriosos soldados liberales acamparon al raso u ocuparon
algunos caseríos de las pequeñas poblaciones que habían tomado.
La idea del marqués era buena. Al atacar Estella pretendía atraer al grueso del ejército
carlista hacia su capital, pues creía que don Carlos no permitiría que cayera en sus manos
sin hacer un notable esfuerzo para proteger el núcleo de su incipiente estado y estaba en lo
cierto, pues lo mejor de las tropas carlistas se fue concentrando, bajo el mando directo del
rey en torno a Estella. Lo que Concha buscaba era aprovechar la ventaja de su caballería y
artillería de campaña, pero para ello necesitaba empujar a sus adversarios hacia un terreno
en el que la superioridad del ejército liberal fuera incuestionable ¿Y que terreno era ese? La
ribera del Ebro, la llanura en la que los carlistas eran muy inferiores por la escasa calidad y
número de su caballería. Había por lo tanto que sacar al enemigo de su madriguera
montañosa y empujarle a terreno abierto.
El plan buscaba romper con un único ataque decisivo el frente del ejército carlista,
cerrar sus vías de escape hacía los valles de las Amézcoas y La Berrueza y obligarles a
dirigirse a la ribera del Ebro, donde sólo tendrían dos posibilidades: la rendición o la
aniquilación.
No obstante, si bien Concha había realizado una planificación brillante, había un
problema, era muy difícil cerrar del todo el cerco si fuerzas de apoyo no avanzaban desde
Los Arcos para poder bloquear cualquier vía de escape de los carlistas y, estas fuerzas de
apoyo, no existían.
El marqués del Duero lo sabía y su enemigo, el general Dorregaray, probablemente
también. Sus tropas, descansadas y bien equipadas estaban formadas por gentes del país,
dispuestas a defender sus hogares y luchar por una causa en la que creían. Tanto Concha
como Dorregaray sabían que la jornada sería dura. No se iban a equivocar
Al amanecer del 27 de junio las tropas del marqués del Duero comenzaron a
maniobrar en un amplio frente. Con gran velocidad sus 12 escuadrones se pusieron en
movimiento abriéndose al máximo amenazando con flanquear las líneas enemigas. Su
artillería comenzó a tomar posiciones ante las posiciones carlistas y sus 48 batallones
comenzaron a desplegarse, en frente, en las líneas carlistas, decenas de boinas comenzaron
a verse sobre las trincheras mientras sus hombres aprestaban sus Remington y Snider. Eran
ya las 9 de la mañana, algo más tarde de lo calculado, y el general Concha confiaba en poder
estar a las 4 de la tarde o a lo sumo a las 5 en la capital enemiga. Todo marchaba según lo
previsto.
Un incidente, en principio menor, alteró al general liberal. Unas casas se habían
incendiado y su humo negro y espeso subía hacía el cielo. Concha ordenó a sus ingenieros
acabar con las llamas, pero horas después el fuego, mal apagado, volvió de nuevo y alcanzó
grandes proporciones, lo que indujo al general a reprender a las tropas que pasaban junto
a las casas por no hacer nada para detener el fuego. Para entonces el problema era de
lentitud, el avance estaba siendo desesperante, y hasta la 10,30 no logró dar la orden a sus
artilleros de abrir fuego, pero cuando lo hizo el efecto fue devastador. Los disparos de las
granadas de impacto del medio centenar de cañones Krupp liberales produjeron unos
efectos devastadores.
Las concentraciones de fuerzas carlistas de primera línea sufrieron un ataque
demoledor, cayeron los hombres por decenas con sus cuerpos destrozados por los efectos
de la metralla sin poder responder de forma Al eficaz al diluvio que les caía del cielo. A las
15,30, los batallones de Ciudad Rodrigo abrían la marcha hacia las posiciones enemigas
seguidos de los de Alcolea, cuatro compañías del Regimiento de Infantería Guadalajara y
cinco de Zamora, que formaba en la reserva. Su objetivo: tomar Monte-Muru, algo que su
jefe, el brigadier Blanco, pensaba que podría hacerse en el tiempo previsto.
En lo alto de las colinas, bajo la lluvia de granadas que les venían encima los hombres
de Dorregaray aguantaban con firmeza, en sus trincheras en una línea en la que se
encontraban tropas navarras, las mayoritarias, formadas por los batallones 3º, 4º y 6º, al
mando del brigadier Pérula, el 1º y 2º de Castilla, al mando del coronel Zaratiegui y los de
Bilbao y Munguía del brigadier Fontecha. Todas estas tropas se mantuvieran contenidas por
sus oficiales y en espera de buscar el momento oportuno, el cual se produjo al descender los
atacantes al arroyo de Iranzo. En ese momento las líneas de boinas rojas y azules se dejaron
ver sobre las trincheras y comenzaron a disparar.
Las descargas cerradas de los fusiles carlistas comenzaron a impactar en las filas
liberales. El daño causado por los tremendos proyectiles de 11 mm de los Remigton y Snider
producía unas heridas terribles, además los soldados del general Concha tenían que subir
una acusada pendiente para alcanzar las trincheras enemigas, donde de manera rítmica los
defensores carlistas lanzaban una descarga cerrada tras otra. A los pocos minutos el campo
de batalla estaba sembrado de muertos y heridos. Poco después volvía a llover de forma
intensa y el barro se convirtió en un problema añadido para las tropas liberales
que se atascaban en el barro y resbalaban y el humo de los incendios molestaba la visión
de las líneas carlistas desde las posiciones liberales, lo que no impidió que la vanguardia de
los batallones Barbastro y Alcolea alcanzaran las trincheras enemigas, comenzando un duro
combate cuerpo a cuerpo con los defensores.
Dirigidos a voces por sus oficiales, los voluntarios carlistas calaron sus bayonetas y
rechazaron tras un feroz combate a los liberales, para a continuación cargaron pendiente
abajo contra las líneas azules que tras una breve resistencia se desmoronaron.
Desesperadamente los oficiales trataron de poner orden en las líneas, pero no pudieron,
abatido a disparos o a golpes de bayoneta cayeron junto a sus hombres en medio de un
completo desorden.
A la derecha del frente, la brigada Molina que atacaba Monte-Muru sufrió idéntico
resultado y tras asaltar infructuosamente las posiciones carlistas fue desbaratada en un
contra ataque a la bayoneta. Astutamente Dorregaray, viendo las enormes dificultades que
tenían los liberales y la facilidad con la que sus contragolpes estaban desmoronando las
líneas enemigas, ordenó a una parte de sus fuerzas lanzar un ataque contra Abárzuza, para
así bloquear a la reserva del marqués del Duero. Aquí, sin embargo, la presencia de los
fuertes escuadrones de caballería liberal —Asturias y Valencia—, evitaron que los
batallones de Soria y Luchana se vieran comprometidos.
El general Concha intentó aliviar la presión sobre su frente intentando presionar
sobre Monte-Muru de nuevo al tiempo que la artillería volvía a disparar de nuevo. La
ofensiva volvió a fracasar y de idéntica forma. Tras ser acribillados a balazos por los
carlistas, al llegar junto a sus trincheras recibieron una aterradora carga a la bayoneta que
los arroyó. Esta vez no hubo retirada, fue una fuga en toda regla, que el coronel Castro pudo
detener a duras penas usando sus últimos batallones. Las esperanzas del general Concha se
desvanecían.
El marqués del Duero decidió tomar el mando directo de las tropas en primera línea.
Tras ordenar a su caballería que protegiese a la infantería de nuevos ataques carlistas
ordenó a Reyes, que estaba atascado en Murugarren, detener todo ataque a esa fuerte
posición carlista y concentrarse en Monte-Muru. A continuación, el general Concha montó
en su caballo y se dirigió hacia le frente. Echagüe, enfermo y con fiebre intentó disuadirle,
pero no logró nada.
A los pocos minutos el general y su pequeña escolta pasaban entre las filas de los
desmoralizados soldados liberales. Tras desmontar el general ordenó a tres de sus
ayudantes y a un capitán de artillería que le siguieran y, en medio de un fuerte tiroteo que
abatió a algunos hombres a su alrededor hasta aproximarse tanto a las líneas enemigas que
sólo la humareda existente evitó que cayera allí mismo. Desde esa posición el marqués era
consciente de que no había nada que hacer. La noche se aproximaba, lloviznaba y el campo
era un barrizal.
El último intentó ofensivo lo llevó a cabo el corone Castro con varias compañías de la
reserva, que tras avanzar a lo largo de la línea enemiga se lanzó sobre las líneas carlistas,
pero el resultado fue el mismo que a lo largo de toda la jornada: un brutal contra ataque de
los legitimistas que arrasó las líneas gubernamentales. Si no hubiera sido por la decidida
actuación de un capitán —Galbis— el pánico hubiera sido absoluto. Entre tanto Concha
seguía en pie frente a las trincheras carlistas, pero su ejemplo de valor ya no contagiaba a
casi nadie. El desorden era absoluto, los disparos de fusilería de los Remigton acertaban de
vez en cuando entre los hombres que rodeaban al general que comenzaron a caer.
El general ordenó a su asistente que le trajese su caballo, pero al ir a montar una bala
le alcanzó en el pecho. Su ordenanza, Ricardo Tordesillas y Grau, un capitán, se acercaron a
socorrerle y le pusieron a cubierto de la lluvia de disparos. Lo último que le oyeron decir
fue: La Artillería… Salvad la artillería… Montero, un teniente de húsares que había visto lo
que ocurría, acudió en su apoyo y entre los tres le colocaron sobre su montura y sigilosa y
rápidamente y consiguieron atravesar el puente de Iranzo protegido por una pantalla de
caballería. En los altos de Murugarren y Monte-Muru, los victoriosos solados carlistas
habían abandonado sus trincheras y cargaban contra las tropas liberales en retirada.
En la casona de los Munarriz, Nicasio Lande, subdelegado de Sanidad Militar y médico
se dio cuenta que la herida era mortal, la bala había atravesado el pulmón y el abdomen y
se había alojado en un riñón. Cuando llegaron los sacerdotes ya había fallecido. Ante la
situación Echagüe convocó un consejo de guerra urgente. Eran más de las 2100 y tanto
Blanco, como Beaumont, Reyes, Burriel y otros oficiales eran conscientes de la gravedad de
la situación.
El telegrama del general Echagüe al ministro de la Guerra en Madrid al acabar la
reunión indicaba la amplitud del fracaso de las tropas gubernamentales:

Ejército rechazado. General en jefe muerto. Pérdidas sensibles. Me ocupo de levantar la


moral de las tropas esperando mi sustitución. Estoy muy enfermo.

A media noche Echagüe inició la retirada hacia Montalbán protegido por la oscuridad
abandonando a los heridos más graves. Previamente el brigadier Blanco ordenó al capitán
Nevot, de la 1ª batería del 1er Regimiento Montado de Artillería que se quedara en Abárzuza
para detener con los apenas cuarenta tiros por cañón que les quedaban a las vanguardias
carlistas, que sin duda llegarían al amanecer. Con celeridad en medio del humo de los
incendios de las casas, los artilleros comenzaron a situar las piezas en las entradas del
pueblo, protegiendo las vías principales, en tanto las derrotadas columnas de infantería se
retiraban.
Pero para sorpresa del diligente y eficaz oficial, a las 0130 recibió una orden
sorprendente de Blanco: debía dejarle uno de sus carros para transportar el cadáver del
general Concha. A esas horas prácticamente ningún soldado y oficial sabía todavía que su
comandante en jefe había caído en la lucha. Con cuidado el cuerpo del marqués fue
depositado en el carro número 5600, eran casi las 02,00 de la mañana y poco después
abandonaban Abárzuza ya casi entera en llamas. A las 0600 llegaban a Murillo. Ni siquiera
los conductores del carro sabían quien era su pasajero.
Echagüe todavía con fiebre, en su parte especificaba las pérdidas a las 24 horas del
combate:

Un general y un jefe, 16 oficiales, 114 individuos de tropa muertos, el brigadier Molina,


6 jefes, 75 oficiales y 849 individuos de tropa heridos, cuatro jefes, 18 oficiales y 179
soldados contusos, 263 individuos de tropa extraviados y cinco prisioneros, con un total
de 1542 bajas.

Entre los carlistas la sensación inicial de Dorregaray era buena. Había capturado 154
prisioneros y las pérdidas propias eran escasas. Probablemente podía haber aprovechado
la situación mucho mejor de la forma en la que lo hizo. Tal vez abrigó dudas respecto a la
verdadera capacidad de sus tropas tras la dura lucha o fue consciente la debilidad de su
caballería, pues carecería de “ojos” si se adentraba en la llanura alavesa, por lo que decidió
actuar de manera prudente y consolidar lo ganado, haciendo todo lo posible para reforzar
su ejército, especialmente en artillería moderna de la que andaba dramáticamente escaso.
La otra versión, tal vez la que motivó su cese en octubre, le acusaba de haberse dejado
llevar por sus deseos de venganza, olvidando lo importante de aprovechar las jornadas
siguientes a la derrota liberal. Tal vez era consciente de su enorme debilidad.
No obstante, el triunfo en la batalla hizo afluir a los batallones carlistas a decenas de
voluntarios. Tan sólo un mes y medio después de la batalla el ahora poderoso ejército de
don Carlos tenía 44 batallones de infantería, 5 escuadrones y 1 regimiento completo de
caballería, más de 40 piezas de artillería moderna, así como ingenieros, telegrafistas,
sanidad militar y todo tipo de pertrechos.
A lo largo de los meses de julio y agosto las tropas carlistas del norte se asentaron
firmemente en Álava. Laguardia cayó a primeros de agosto y el bloqueo de Vitoria se
estrecho de forma angustiosa para las aisladas tropas del gobierno. En Navarra la línea del
Carrascal estaba firmemente en manos carlistas, lo que ponía en serios aprietos a Pamplona.
Las cosas no habían ido de la forma que quería el marqués del Duero y los carlistas del norte
carecían de fuerza para lanzarse a un ataque en profundidad mucho más allá de los
estrechos límites de las provincias y Navarra.
El conflicto produciría todavía grandes daños y pérdidas en ambos bandos. A la guerra
carlista le quedaba aún más de veinte meses de sufrimiento y brutalidad.

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