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EL PUNTO DE EQUILIBRIO
Al anochecer del 26 de junio de 1874, el general De la Concha, marqués del Duero, dio por
terminado su consejo de guerra con sus principales oficiales en la casona de los Munarriz en
la que se alojaba. Sus tropas se encontraban desplegadas en un amplio frente ante los carlistas,
que defendían sus líneas de trincheras entre Abárzuza y Monte-Muru. Tras un mes de
inactividad se encontraba dispuesto para dar un golpe de muerte a los insurrectos carlistas y,
si todo iba bien, como cabía esperar, aprovechar para proclamar rey de España a Alfonso, el
primogénito de la destronada Isabel II.
A media noche Echagüe inició la retirada hacia Montalbán protegido por la oscuridad
abandonando a los heridos más graves. Previamente el brigadier Blanco ordenó al capitán
Nevot, de la 1ª batería del 1er Regimiento Montado de Artillería que se quedara en Abárzuza
para detener con los apenas cuarenta tiros por cañón que les quedaban a las vanguardias
carlistas, que sin duda llegarían al amanecer. Con celeridad en medio del humo de los
incendios de las casas, los artilleros comenzaron a situar las piezas en las entradas del
pueblo, protegiendo las vías principales, en tanto las derrotadas columnas de infantería se
retiraban.
Pero para sorpresa del diligente y eficaz oficial, a las 0130 recibió una orden
sorprendente de Blanco: debía dejarle uno de sus carros para transportar el cadáver del
general Concha. A esas horas prácticamente ningún soldado y oficial sabía todavía que su
comandante en jefe había caído en la lucha. Con cuidado el cuerpo del marqués fue
depositado en el carro número 5600, eran casi las 02,00 de la mañana y poco después
abandonaban Abárzuza ya casi entera en llamas. A las 0600 llegaban a Murillo. Ni siquiera
los conductores del carro sabían quien era su pasajero.
Echagüe todavía con fiebre, en su parte especificaba las pérdidas a las 24 horas del
combate:
Entre los carlistas la sensación inicial de Dorregaray era buena. Había capturado 154
prisioneros y las pérdidas propias eran escasas. Probablemente podía haber aprovechado
la situación mucho mejor de la forma en la que lo hizo. Tal vez abrigó dudas respecto a la
verdadera capacidad de sus tropas tras la dura lucha o fue consciente la debilidad de su
caballería, pues carecería de “ojos” si se adentraba en la llanura alavesa, por lo que decidió
actuar de manera prudente y consolidar lo ganado, haciendo todo lo posible para reforzar
su ejército, especialmente en artillería moderna de la que andaba dramáticamente escaso.
La otra versión, tal vez la que motivó su cese en octubre, le acusaba de haberse dejado
llevar por sus deseos de venganza, olvidando lo importante de aprovechar las jornadas
siguientes a la derrota liberal. Tal vez era consciente de su enorme debilidad.
No obstante, el triunfo en la batalla hizo afluir a los batallones carlistas a decenas de
voluntarios. Tan sólo un mes y medio después de la batalla el ahora poderoso ejército de
don Carlos tenía 44 batallones de infantería, 5 escuadrones y 1 regimiento completo de
caballería, más de 40 piezas de artillería moderna, así como ingenieros, telegrafistas,
sanidad militar y todo tipo de pertrechos.
A lo largo de los meses de julio y agosto las tropas carlistas del norte se asentaron
firmemente en Álava. Laguardia cayó a primeros de agosto y el bloqueo de Vitoria se
estrecho de forma angustiosa para las aisladas tropas del gobierno. En Navarra la línea del
Carrascal estaba firmemente en manos carlistas, lo que ponía en serios aprietos a Pamplona.
Las cosas no habían ido de la forma que quería el marqués del Duero y los carlistas del norte
carecían de fuerza para lanzarse a un ataque en profundidad mucho más allá de los
estrechos límites de las provincias y Navarra.
El conflicto produciría todavía grandes daños y pérdidas en ambos bandos. A la guerra
carlista le quedaba aún más de veinte meses de sufrimiento y brutalidad.