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OTRA DIMENSIÓN DE LA COLECCIÓN GAVIOTAS DE AZOGUE

CÁTEDRA IBEROAMERICANA ITINERANTE DE NARRACIÓN ORAL ESCÉNICA


COMUNICACIÓN, ORALIDAD Y ARTES
Número Extraordinario X / Cuentos / Madrid / 2012

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LOS LIBROS
DE LAS GAVIOTAS
© Antología de (selección de autores y edición) de José Víctor Martínez Gil
© Los autores: de los textos, que se incluyen amparados por su autorización expresa
para publicaciones de Ediciones COMOARTES o por las Bases
de los Concursos Internacionales de Microficción y de Microtextos “Garzón Céspedes”
Comunicación, Oralidad y Artes (COMOARTES)
Cátedra Iberoamericana Itinerante de Narración Oral Escénica (CIINOE)
Madrid, 2012 / ciinoe@hotmail.com
Depósito legal: M-12865-2012
Derechos reservados.
© Diseño de la Gaviota en las cubiertas:
José Víctor Martínez Gil / COMOARTES.

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http://ciinoe.blogspot.com
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CUENTOS : HECHIZOS
Y EXTRAPOLACIONES

La lectura de cuentos –como ya he escrito en un prólogo– suele traerme el


recuerdo de la primera ocasión en que con veintiocho años, en 1995 y en la Ciu-
dad de México, en un taller escuché y vi un cuento contado oral escénicamente
con/para los adultos de muy variadas edades y profesiones. Dentro del desconcier-
to me ocurrió –y esto lo he reflexionado después– que perdí la conciencia de mí y
del entorno, y sólo tuve conciencia de la historia mientras una enorme ansiedad
me embargaba ante los sucesos del argumento y por conocer el desenlace de los
aconteceres.
El cuento que escuché fue un cuento antológico de la literatura cubana con-
temporánea: “Francisca y la muerte”, de Onelio Jorge Cardoso –escritor que en
todos estos años desde entonces he leído y he vuelto a leer con emoción y para
los descubrimientos, como en el caso de su monumental “El caballo de coral”–. Al
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finalizar el acto de cocreación de la narración de ese cuento, recordé el primer
cuento que leí en voz alta en mi infancia, en la primaria, junto a mis compañeros
de clase. Recordé la fascinación por la historia y sus hechos. Y recordé mi curiosi-
dad. Tantas que, como los libros, por razones económicas, no pudieron tener de-
masiadas presencias en mi niñez y en mi adolescencia, poco a poco me fui aficio-
nando con pasión a leer la prensa, a buscar las historias latentes dentro de las
noticias.
Con el tiempo, ya desde mis experiencias de narrador oral escénico por
más de diez años en los teatros y de profesor de oralidad y de comunicación en
universidades y otros ámbitos, he ido desarrollando al leer, o al escuchar, ver y
cocrear cuentos, una percepción que alterna: las sensaciones que me provoca
conocer e imaginar esa historia, y la evocación, igual desde mi paisaje interior, de
mis recuerdos de vivencias y saberes, en un relacionar interior que es una y otra
vez hechizante, sugerente, que deviene de sugestión y encantamiento a la par que
de razonamiento crítico. Y eso espero que provoquen estos cuentos en sus lecto-
res: hechizo, a la vez que análisis, reflexiones y extrapolaciones sin límites.

JOSÉ VÍCTOR MARTÍNEZ GIL


SILVIA BRAUN
(Argentina)

LA PALABRA

Cuando le quedaron sólo los gestos, se tiñó el pelo de verde.

Un día amaneció sin manos. En su lugar dos enormes muñones enroje-

cidos señalaban las cosas.

Ella pensó que había llegado la hora del silencio definitivo.

Y lloró.
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Fue hasta el espejo que siempre le revelaba la historia, pero estaba em-

pañado pese al aire fresco que entraba por las ventanas cerradas.

Las abrió y el aire se fue en forma de paloma.

Le alcanzó a ver el color: era verde. Verde como su pelo, como los ojos,

como la piel. Se había teñido desde hacía mucho tiempo, en una laboriosa y

lentísima tarea para evitar la penosa impresión de no ser vista.

Soy como soy, había dicho, y nadie la había escuchado. Por eso y por el

color del pelo, se pensó que estaba loca.

Nadie salió en su defensa.

Salvo ella misma.

Esgrimió la palabra como única salvación posible, eligió el diálogo y no

el monólogo, pero las palabras caían, se estrellaban, descendían por el laberin-


to de la incomprensión convertidas en minúsculas partículas de choque, se

quebraban y se mojaban con su llanto.

Nunca se supo muy bien por cuánto tiempo esgrimió la palabra.

Se cree que fue en la época de la cosecha, porque el pelo, antes de que

se lo pintara de verde, se había llenado de hebras blancas, la piel se le había

arrugado pero no tanto por el paso del tiempo como por haber permanecido

bajo el agua. Destino de pez o de sirena, la verdad, nadie lo supo.

Así anduvo, mitad hembra, mitad escama. Creaba, imaginaba palabras,

las pintó, las esculpió y las escribió, las habló, las contó y el milagro de ser en-

tendida nunca llegó.

Muerta de pena las tiró al mar y vio como el agua las llevaba, y entonces
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emitió por única vez un alarido desgarrador.

Quiso recuperarlas para volverlas a esgrimir, pero el mar en su destino

de agua se las había llevado para siempre.

Fue entonces cuando pensó en los gestos. Podían muy bien llenar el

vacío de las palabras.

Si antes no habían podido escucharla, ahora ni siquiera la miraban.

Quiso arrancarse los ojos para no ver lo que le pasaba.

Fue cuando de tiñó de verde. Seguro, ahora sí la mirarían, sería por el

color pero tal vez pudieran ver sus ademanes de mujer nacida para la ternura.

Caminó descalza, envuelta en su túnica blanca, los pies se le hicieron

dos enormes grietas de cansancio, los ojos eran dos súplicas sin retorno.

Fue en un amanecer.

Con un pájaro muerto en la boca para ahogar lo único que le quedaba

que era el grito, tomó una rama y se cortó las manos. Con las plumas cerró las
heridas y así anduvo con sus muñones hasta que un día volvió al mar para re-

clamarle las palabras, quería que se las devolviera ahora que se había queda-

do sin gestos.

La vieron pasar hacia la playa lejana.

Dejaba su rastro de escamas, su perfume de heliotropos.

A medida que se alejaba, la túnica se hacía más y más transparente

hasta que al final la vieron desnuda, con el pelo verde hasta la cintura.

Nadie dijo nada.

Al día siguiente la encontraron boca abajo.

En la arena húmeda por el rocío de la noche, los muñones habían escri-

to la palabra.
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Santa Fe, cierto día…


ANALÍA PASCANER
(Argentina)

LA LOCURA Y LA MOSCA

Termino de almorzar, pido permiso para levantarme de la mesa y subo

volando a mi cuarto para jugar a lo que más me gusta cuando estoy solita. Yo

actúo, soy la mejor actriz y me sé todas las escenas, y la mejor de todas es

cuando el príncipe azul me rescata porque estoy en peligro de muerte. ¡Eso sí

me gusta mucho! Pero tengo poco tiempo para actuar porque cuando aparecen
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mis hermanos me da vergüenza, ellos me miran y se ríen de mí.

Mi mamá sube un rato después y va al baño, después se asoma a la

puerta para preguntarme si hoy también estoy segura que no dormiré la siesta.

Digo que no con la cabeza y le prometo quedarme muy calladita dibujando y

pintando.

Nunca supe por qué mi mamá me obligaba a dormir cuando había sol.

Antes yo me hacía la dormida pero siempre me descubría porque decía que

ella escuchaba todo, hasta el volar de una mosca, cosa que no entendí nunca

porque en mi dormitorio no hay moscas.

Mi mamá desaparece y vuelvo a jugar a ser actriz hasta que los actores

y el público se van a dormir la siesta y luego me siento a pintar porque también

el príncipe azul se fue a dormir.


Frente a mi escritorio hay una silla con cinco maderitas en el asiento, pe-

ro dos están sueltas y cuando cenamos, mi mamá reniega con mis hermanos

para que claven las maderas porque el ruido la vuelve loca. Eso tampoco lo

entiendo bien y me asusta mucho porque yo no quiero que mi mamá se vuelva

loca. Debe ser muy feo tener una mamá loca.

Dibujo y pinto muy tranquila y sin molestar y ni siquiera canto un poquito.

Me arrimo al escritorio haciendo que la silla se vaya hacia adelante entonces

las dos patas traseras quedan en el aire, después apoyo toda la silla en el sue-

lo y las dos maderitas sueltas hacen un ruido gracioso al caer: tzac-tzac. Me

arrimo hacia adelante y… tzac-tzac, y otra vez hacia adelante y… tzac-tzac.

¡Eso sí me gusta mucho! Me divierto tanto que me olvido que el ruido y la mos-
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ca que nunca vi vuelven loca a mi mamá.

De pronto escucho: “Luuupiii, traeme una maderita…”. Mientras levanto

una de las maderas sueltas de la silla, llamo en silencio al príncipe azul para

que me salve de esta situación peligrosa. Entro despacito en la habitación de

mamá cerrando un poco mis ojos para ver mejor. Ella pide que me acerque a

su cama, entonces me pega con la maderita en la cola. Me duele bastante pero

aprieto mis labios para no llorar delante de ella y cuando vuelvo a mi habitación

lloro mucho por la traición del príncipe azul que no me rescató.

No entiendo por qué mi mamá me pega, no sé si es porque se está vol-

viendo loca o porque tal vez hay una mosca escondida en mi pieza a la cual yo

nunca he visto volar.


UN SOPLO DE LUZ

Para K. B., en mi alma

La supremacía del leopardo la sorprendió sobre una de las ramas bajas

del roble. Sus ojos verdes destilaban odio y sus gruñidos abundaban en repro-

ches. De un zarpazo la derribó y jugueteó con ella, arrancó algunas de sus

plumas y prosiguió ultrajándola. Sus punzantes garras se ahondaron una y otra

vez en su corazón. La calandria se derrumbó y sangró. La arrogancia del leo-

pardo la destrozó y desparramó esos pedazos a su alrededor sin compasión.

Luego colocó su pata encima del menudo pecho blanquecino, clavando todas

sus dagas en aquél que suponía su oponente. Y cuando creyó acabada su ta-
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rea, el felino se marchó arrojándole sus propias culpas y miserias. La calandria

permaneció unos instantes en el suelo y, con extremada suavidad y admirable

compostura, desplegó sus maltratadas alas mientras ocurría la transformación.

Una mujer de mediana edad recogía los trozos de su integridad, espar-

cidos por doquier. Una mujer que en esa contienda inútil llorara aunque ni una

sola lágrima brotara de sus ojos, y gritara aunque ni un solo sonido traspasara

sus labios. Un profundo dolor abatía su alma. Se inclinó y descansó todo el pe-

so de su maltrecho cuerpo sobre sus manos temblorosas, aferradas al borde

de una mesa como a la vida misma. En ese momento, profusos lagrimones

empaparon su rostro impidiéndole poseer una clara visión, sin embargo logró

distinguir una luminosa figura.

La contempló con cuidado: apenas sobrepasaba la altura de la mesa, la

mirada reluciente clavada en sus propios ojos. Las lágrimas comenzaron a


diluirse mientras apreciaba su cabello brillante, sus pupilas renegridas, sus

pestañas imperceptibles, su menuda nariz, sus mejillas rozagantes, sus labios

húmedos, su cuello regordete, su ropa impecable, su frágil cuerpecito, sus

manitos apoyadas sobre la mesa. La imagen, borrosa hacía apenas segun-

dos, adquirió absoluta nitidez. La luz emanada de ese pequeño ser colmaba

la habitación.

La mujer soltó sus manos de la mesa sin apartar su mirada de los ojos

de la niña. Procuró y consiguió mantener su entereza física y anímica y se

arrodilló para estar frente a esa criatura que la observaba atentamente. La

tomó entre sus brazos, la alzó y le pidió un abrazo de ésos que sólo ellas dos

saben darse. Los brazos de la mujer rodearon por completo esa espalda pe-
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queña y la estrechó con la fuerza del cariño, con el poder de la comprensión,

con la urgencia de recibir su ternura. La mejilla de la pequeña junto a la suya,

las suaves manitos reposando en su nuca, la respiración inocente y agitada

tranquilizándola poco a poco. Esos dos corazones palpitaban a un mismo ritmo

de entendimiento y amor, un ritmo de necesidad mutua de detener todos los

relojes y permanecer unidas para siempre. Se abrazaron durante un tiempo

infinito, placentero, cálido, dulce.

La mujer se agachó lentamente, depositó con delicadeza a la niña sobre

el suelo y volviendo a esos ojitos curiosos y brillantes, expresó con voz tranquila:

–Todo está bien, mi amor, creeme que todo está bien, ¿sí?

La pequeña asintió mientras su mirada se hundía en el alma malherida

de la mujer, y ésta continuó hablando:

-Ahora andá, te esperan para salir de paseo. Todo va a estar bien.

Siempre todo estará bien.


El beso espontáneo reconfortó a la mujer de rostro salado y ojos me-

lancólicos. Le dio una palmadita en la cola para animarla a marcharse y se

incorporó.

Sus ojos se humedecieron cuando la pequeña se dio vuelta, ya cerca de

la puerta, y le regaló una sonrisa repleta de redondos dientes de leche, balbu-

ceando un saludo.

La mujer guardó esa sonrisa en su corazón y comprobó que jamás

habría situación o persona alguna que pudieran destruir la conexión que la

unía a ese imponente y poderoso ser.

Finalmente, el canto de la calandria resonó triunfal.

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MAR PFEIFFER
(Argentina)

CASAS DE ARAÑAS

Había un juego que nos apasionaba con mi primo. Encontrar en el jardín

de mis abuelos tapitas de casas de arañas. Las sacábamos con un palito y las

aplastábamos.

Ese domingo me dijo mi primo “Hoy no. Se murió el abuelo”.

En el dormitorio mi mamá y mi tía trajinaban poniéndole el traje de


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casamiento.

Nos acercamos a la cama. Una pierna se movió. Mi tía miró a mi mamá.

Tomaron una almohada. Le taparon la cara. La pierna dejó de moverse.

Se persignaron y me invitaron a rezar.

Mi abuela jugaba un solitario en la galería.

LA LÁMPARA

Fue un invierno largo. Racionaron el gas. Usó mucha ropa para no sentir

el frío. Al final de la estación se fue desnudando. Su cuerpo no era el mismo.

Piel amarillenta, escamas, carnes fláccidas. Esquivó el espejo. Era suficiente la

mirada que descendía desde su propio rostro.


Había tenido fugaces sensaciones del paso del tiempo. Pero nunca así.

Supo que no pelearía contra la forma que ahora la contenía. Puso en duda su

alma habitando este nuevo envase.

Buscó una extensa seda, púrpura. Se envolvió en ella.

La encontraron colgando del techo.

Una lámpara violeta, que no irradiaba ninguna luz.

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LILIANA SAVOIA
(Argentina)

ALIMENTO TENTADOR

Recostada en la entrada del templo, hipnotizada con el vuelo de los

pájaros, piensa que hoy es un buen día para el comienzo de la última etapa.

El atardecer apaga las luces de la tarde haciendo ver su cuerpo desnudo

tan tentador como el pan.

Las aves, desplazándose, revolotean sobre ella, como si se hubiesen


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enterado de la decisión que ha tomado.

De ahora en adelante se dejará picotear.

CUERPOS DE PORCELANA

Los vestidos y las máscaras son similares, con sutiles diferencias, al igual

que sus temperamentos.

En la oscuridad rojiza de la habitación Anastasia trata de convencer a su

compañera para que la asista en su proyecto. La más pequeña trata de rehuir,

pero le es imposible. Anastasia no es de las que claudican a sus caprichos.

En su delicado rostro de porcelana no se advierte el demoníaco plan.

Ambas darán muerte esa noche al resto de las muñecas.


EL RÍO Y LOS ROSTROS

La barca avanza.

El pescador se mece acompasado al ritmo del oleaje. Un impulso repen-

tino lo hace inclinar sobre las aguas a babor.

Mira asombrado como su reflejo es llevado por la corriente, mientras

otras nuevas reverberancias aparecen, perdiéndose luego en los espejos

acuosos que traen otros espejos, en los cuales el pescador se ve reflejado has-

ta caer la noche, para que otra vez, el caudal amarronado lo vuelva a espejar

hasta que el pescador ya no tenga rostro.

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FERNANDO SORRENTINO
(Argentina)

LA LECCIÓN

Después de terminar mis estudios secundarios, conseguí empleo como

oficinista en una compañía de seguros de Buenos Aires. Era un trabajo en ex-

tremo desagradable y se desarrollaba en un ambiente de personas atroces,

pero, como yo tenía apenas dieciocho años, no me importaba demasiado.

El edificio constaba de diez pisos, que eran recorridos por cuatro ascen-
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sores. Tres de ellos estaban destinados al uso general del personal, de las je-

rarquías que fueren. Pero el cuarto ascensor, alfombrado en rojo, con tres es-

pejos y decorado especialmente, era para empleo exclusivo del presidente de

la compañía, de los miembros del directorio y del gerente general. Esto signifi-

caba que sólo ellos podían viajar en el ascensor rojo, pero no les vedaba utili-

zar los otros tres.

Yo nunca había visto al presidente de la compañía ni a los miembros del

directorio. Pero, cada tanto, veía –siempre desde lejos– al gerente general, con

quien, sin embargo, jamás había cambiado una palabra. Era un hombre de

unos cincuenta años, de aspecto “noble” y “señorial”; yo lo consideraba como

una mezcla de antiguo caballero argentino y de honestísimo juez de algún tri-

bunal supremo. El pelo entrecano, el bigote recto, la sobriedad de sus trajes y

lo afable de sus maneras habían hecho que yo –que, en realidad, aborrecía a


todos mis jefes inmediatos– sintiera, en cambio, cierto grado de simpatía hacia

don Fernando. Así lo llamaban: don más el nombre de pila y sin mencionar el

apellido, a medio camino entre la aparente familiaridad y la veneración debida a

un señor feudal.

Las oficinas de don Fernando y de su séquito ocupaban todo el quinto

piso del edificio. Nuestra sección se hallaba en el tercero, pero a mí, como el

empleado de menor importancia, solían mandarme de un piso a otro con reca-

dos. En el décimo piso sólo había empleados viejos y de mal humor, y mujeres

feas y enfurruñadas; allí funcionaba una especie de archivo donde, cinco minu-

tos antes de retirarme de la empresa, yo debía entregar indefectiblemente unos

legajos con los resúmenes de todas las tareas realizadas en el día.


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Cierto atardecer, y habiendo ya entregado esos papeles, yo esperaba el

ascensor en el décimo piso para retirarme. Por eso, ya no estaba en mangas

de camisa: vestía el traje completo, me había peinado, ajustado la corbata y

mirado en el espejo; tenía en la mano mi maletín de cuero.

De pronto, apareció a mi lado el mismísimo don Fernando, también él en

actitud de esperar el ascensor.

Lo saludé con sumo respeto:

–Buenas tardes, don Fernando.

Don Fernando fue más allá; me estrechó la mano y me dijo:

–Mucho gusto en conocerlo, joven. Veo que ha terminado una fructífera

jornada de labor y ahora se retira, en busca del merecido descanso.

Aquella actitud y estas frases –donde me pareció percibir cierto matiz

irónico– me pusieron nervioso. Sentí que me ruborizaba.


En ese momento se detuvo uno de los ascensores “populares” y la puer-

ta se abrió automáticamente, mostrando su interior desierto. Yo, para impedir

que la puerta se cerrase, mantuve oprimido el botón, mientras le decía a don

Fernando:

–Adelante, señor. Después de usted.

–De ninguna manera, joven –repuso don Fernando, con una sonrisa–.

Entre usted primero.

–No, señor, por favor. No podría hacerlo: después de usted, por favor.

–Suba, joven –había alguna impaciencia en su voz–. Por favor.

Este “Por favor” fue pronunciado con tal perentoriedad que debí tomarlo

como una orden. Ejecuté una pequeña reverencia y, en efecto, entré en el as-
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censor; detrás de mí entró don Fernando.

Las puertas se cerraron.

–¿Va al quinto piso, don Fernando?

–A la planta baja. Voy a retirarme de la empresa, igual que usted. Creo

que también yo tengo derecho al descanso, ¿no es cierto?

No supe qué responder. La presencia, tan cercana, de aquel magnate

me incomodaba en extremo. Me dispuse a soportar con estoicismo el silencio

que seguiría por nueve pisos hasta la planta baja. No me atrevía a mirar a don

Fernando, de manera que clavé los ojos en mis zapatos.

–¿Usted en qué sección trabaja, joven?

–En Dirección de Producción, señor –ahora acababa de descubrir que

don Fernando era bastante más bajo que yo.

–Ajá –pasó índice y pulgar por el mentón–, su gerente es el señor Biotti,

si no me equivoco.
–Sí, señor. Es el señor Biotti

Yo detestaba al señor Biotti, que me parecía una especie de imbécil pre-

suntuoso, pero no di esta información a don Fernando.

–Y, a usted, el señor Biotti ¿nunca le dijo que debe respetar las jerar-

quías internas de la empresa?

–¿Có-cómo, señor?

–¿Cuál es su nombre?

–Roberto Kriskovich.

–Ah, un apellido polaco.

–Polaco, no, señor: es un apellido croata.

Ya habíamos llegado a la planta baja. Don Fernando –que estaba junto a


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la puerta– se hizo a un lado para dejarme bajar primero:

–Por favor –ordenó.

–No, señor, por favor –repuse, nerviosísimo–, después de usted.

Don Fernando me clavó una mirada severa:

–Joven, por favor, le ruego que baje.

Amedrentado, obedecí.

–Nunca es tarde para aprender, joven –dijo, saliendo el primero a la ca-

lle–. Voy a invitarlo a tomar un café.

Y, en efecto, entramos –don Fernando primero, yo después– en la ca-

fetería de la esquina y yo me encontré, mesa por medio, frente al gerente

general.

–¿Cuánto hace que usted trabaja en la empresa?

–Empecé en diciembre del año pasado, señor.

–O sea que ni siquiera hace un año que trabaja aquí.


–La semana que viene se van a cumplir nueve meses, don Fernando.

–Pues bien: yo hace veintisiete años que pertenezco a la empresa –y me

clavó otra mirada severa.

Como supuse que esperaba algo de mí, meneé la cabeza tratando de

mostrar cierta admiración contenida.

Extrajo de un bolsillo una pequeña calculadora:

–Veintisiete años, multiplicados por doce meses, hacen un total de tres-

cientos veinticuatro meses. Trescientos veinticuatro meses divididos por nueve

meses da treinta y seis. Quiere decir que yo soy treinta y seis veces más anti-

guo que usted en la empresa. Además, usted es un empleado raso y yo soy el

gerente general. Por último, usted tiene diecinueve o veinte años, y yo tengo
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cincuenta y dos. ¿No es así?

–Sí, sí, por supuesto.

–Además, ¿usted está siguiendo alguna carrera universitaria?

–Sí, don Fernando: estoy estudiando Letras, con orientación en griego y

latín.

Esbozó un gesto como de sentirse agraviado por estas palabras. Dijo:

–De todos modos, hay que ver si llega a terminar la carrera. En cambio,

yo soy doctor en Ciencias Económicas, graduado con notas altísimas.

Incliné la cabeza y separé un poco las manos.

–Y, siendo esto así, ¿no le parece que merezco una consideración

especial?

–Sí, señor, sin duda.

–Entonces, ¿cómo se atrevió a entrar en el ascensor antes que yo…? Y,

no conforme con semejante osadía, en la planta baja salió antes que yo.
–Bueno, señor, no quise ser impertinente ni pecar de tozudo. Como us-

ted insistió tanto…

–Que yo insista o no insista es asunto mío. Pero usted debió darse

cuenta de que bajo ninguna circunstancia usted podía entrar en el ascen-

sor antes que yo. Ni tampoco salir antes que yo. Y, mucho menos, contra-

decirme: ¿por qué me dijo que su apellido es croata si yo le dije que era

polaco?

–Es que es un apellido croata: mis padres nacieron en Split, Yugoslavia.

–No me interesa dónde nacieron ni dónde dejaron de nacer sus padres.

Si yo digo que su apellido es polaco, usted no puede ni debe contradecirme.

–Disculpe, señor. No lo haré nunca más.


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–Muy bien. ¿De modo que sus dos padres nacieron en Split, Yugoslavia?

–No, señor, no nacieron allí.

–¿Y dónde nacieron?

–En Cracovia, Polonia.

–¡Pero qué raro! –don Fernando abrió los brazos, en gesto de asombro–.

¿Cómo, siendo polacos sus padres, usted tiene apellido croata?

–Es que, debido a un conflicto familiar y judicial, mis cuatro abuelos emi-

graron de Yugoslavia a Polonia; y en Polonia nacieron mis padres.

Una enorme tristeza ensombreció el rostro de don Fernando:

–Yo soy un hombre mayor, y creo que no merezco ser tomado en solfa.

Dígame, joven, ¿cómo se le ocurre fraguar tan descarado embuste? ¿Cómo se

le ocurre que yo podría creer en esa fábula tan descabellada? ¿No me dijo an-

tes que sus padres habían nacido en Split?


–Sí, señor, pero como usted me dijo que yo no debía contradecirlo, ad-

mití que mis padres habían nacido en Cracovia.

–Entonces, sea como fuere, usted me ha mentido.

–Sí, señor, así es: le he mentido.

–Mentir a un superior constituye una enorme falta de respeto y, además,

como todo dato falso, atenta contra la buena marcha de la compañía.

–Así es, señor. Estoy de acuerdo con todo lo que usted dice.

–Me parece muy bien, y hasta estoy por valorarlo un poco, al verlo tan

dócil y razonable. Pero quiero someterlo a una última prueba. Hemos tomado

dos cafés: ¿quién pagará la cuenta?

–Para mí será un placer hacerlo.


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–Ha vuelto a mentir. A usted, que tiene un sueldo muy bajo, no puede

causarle ningún placer pagarle el café al gerente general, que, en un mes, ga-

na más que usted en dos años. Entonces, le ruego que no me mienta y que me

diga la verdad: ¿es cierto que le gusta pagarme el café?

–No, don Fernando, la verdad es que no me gusta.

–Pero, pese a que no le gusta, ¿está dispuesto a hacerlo?

–Sí, don Fernando, estoy dispuesto a hacerlo.

–Entonces ¡pague de una vez y no me haga perder más tiempo, caramba!

Llamé al mozo y pagué los dos cafés. Salimos –don Fernando primero,

yo después– a la calle. Nos hallábamos frente a la verja del subte.

–Muy bien, joven. Debo dejarlo. Sinceramente, espero que haya inter-

pretado la lección y que ésta le sea muy útil para el futuro.

Me estrechó la mano y descendió por la escalera de la estación Florida.


Ya dije que ese empleo no me gustaba. Antes de que terminase el año,

conseguí un trabajo menos desagradable en otra empresa. En esos últimos

dos meses en que me desempeñé en la compañía de seguros, vi alguna vez a

don Fernando, pero siempre desde lejos, de manera que nunca volvió a impar-

tirme otra lección.

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LUIS ALBERTO PORTUGAL DURÁN
(Bolivia)

EL ECO DE LA LLUVIA

Ángel vivía en la indigencia de la ciudad.

Fue hallado muerto en un contenedor del papel.

Llevaba consigo miles de hojas escritas por su puño y letra.

Desde entonces su nombre, como un remolino de dudas, circula e n-

tre los más pobres de la ciudad.


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¿A quién legó su inmensa fortuna de palabras? Nadie lo sabe.

Había narrado, en bares y tabernas, las más fantásticas historias de

amor jamás contadas, alegrando y entristeciendo a más de uno.

Su tumba, olvidada en la necrópolis de los cien mil nombres, ahora sólo

recibe el eco de la lluvia como su único réquiem eterno.

EL JARDÍN DE LOS ECOS

El ermitaño llegó al jardín de los ecos y escuchó sus ahuecados pasos

en la penumbra.
Acostumbrado como estaba a ponerse a la sombra del sauce llorón y gri-

tar su nombre para que la resonancia le respondiese rompiendo cada una de

sus sílabas, así lo hizo…

Sin embargo, esta vez, no hubo respuesta: el Silencio había gritado an-

tes de que él lo hiciese.

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JULIO CÉSAR PÉREZ MÉNDEZ
(Colombia)

ESCORPIONES

Hubo una vez un escorpión que al clavarse el aguijón no murió en el in-

tento. Sin embargo, continuó probando una y otra vez, esperanzado en poder

cumplir aquel deseo morboso que acompañaba a sus ignorantes aduladores.

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PROCESOS PEDAGÓGICOS

El profesor blandió el filoso instrumento, se acercó a la primera fila, miró

a uno de los estudiantes y lo rebanó en cinco porciones. Todos aplaudimos la

excelente exposición, incluso apreciamos la alegría del rebanado, el cual poco

a poco se iba convirtiendo en cinco veces él, gracias a la posibilidad que le

otorgaba su condición de estrella de mar.


MAYDA BUSTAMANTE
(Cuba / España)

LA SILLA

A la memoria de Zulema, allí donde estés.

A Zulema nunca le gustó perder. Ahora da vueltas sin parar alrededor de

la silla de respaldar alto, hecha de madera y cuero policromado, que le acom-

paña desde su niñez.


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Primero la silla fue de la bisabuela canaria. De inicio eran seis y en ellas

se sentaban hijas, nietas, abuela, pensamientos, confesiones y susurros, a la

hora de comer. Aquella visita, que se repetía cada año durante semana santa,

era consecuencia de un viaje que duraba más de siete horas. Presas en el

vagón de un tren empujado por caballos de madera y cuerdas miserables a las

que había que sustituir por otras en cada trayecto. Era en ese momento de

reunión, agazapada en las sillas, como linces dispuestos a devorar esos dulces

y chocolateados recuerdos, cuando Blanca, así se llamaba la bisabuela, les

volvía a contar el cuento que tanto divertía a Zulema. El de la nana, esa escla-

va negra que la cuidaba, y que huyó al monte, cuando la exasperó mientras

planchaba la ropa de hilo de la familia. Nana, harta de tantas preguntas, llanti-

nas y forcejeos, plantó, como si de un acto de liberación se tratase, un borde

de la plancha en su culete. Blanca lloró del susto. Pero lloró y gritó más aún,
cuando vio que la nana huía despavorida en dirección al monte, aterrorizada

por el castigo que le esperaba.

Todos los hombres de la familia salieron a buscar a Nana la furtiva, y no

pararon hasta encontrarla. Y allí entre tinajones camagüeyanos y vitrales colo-

niales se la devolvieron a la niña, quien la abrazó y besó hasta muy entrada la

noche. Blanca siempre terminaba así su cuento, mientras servía a todos ese

zumo afrodisíaco, hecho de papaya, mamey y plátano, cuyo sabor hacía tocar

el cielo.

Ahí está la silla, testigo del tiempo transcurrido entre bisabuela y bisnieta.

El tiempo insatisfecho, inacabado, que resbala mudo entre el respaldo y las vuel-

tas, entre astillas y clavos furiosos. Cuando la bisabuela murió, Blanquita, la


31
abuela, a quien siempre llamaron por su nombre pues en aquella época estaba

mal visto una mujer divorciada, se llevó dos de aquellas sillas, y cuando murió,

tan sólo quedaba una en pie, que fue a parar a casa de la madre de Zulema,

hasta que ésta, que ha vivido apegada a muy pocas cosas: unas joyas; regalos

del suegro que era joyero, una cotorra que sólo se entendía con ella, un libro: “El

país de las sombras largas”, decidió despojarse de sus objetos más cercanos y a

Zulema, le tocó la silla.

Deja de dar vueltas a su alrededor y se tumba sobre ella. Los recuerdos no

cesan, se agitan y van y vienen a la velocidad de un vuelo de halcón. Ha hecho

medio siglo de ese trozo fugaz que es la vida. Y está frente a su primera derrota.

Se le escapa el amor. ¿Qué no sabe hacer ahora? Ella, que está acostumbrada a

dar combates y ganarlos. Las victorias vienen a su memoria. Su gran papel en la

vida ha sido el de estratega del éxito; cada revés convertido en triunfo. No ha sido
fácil su andar pero nada la ha detenido; sin embargo, ahora no controla. Sabe que

debería partir, pero sigue sobre la silla inventándose razones para quedarse.

El tedio, la incomunicación, la falta de ilusión, la palabra como fuente de

malos entendidos, los reproches, la infelicidad bailan sobre su cabeza al

compás de una agónica y estridente música. El ruido ensordecedor distancia

cada vez más la melodía interior de cada uno. Está aferrada a aquella imagen

que la enamoró, cuando él sin conciencia de que eso se llama fraude, dibujó

cada detalle de lo que podía hacerla feliz para después mostrarse tal cual es.

No quiere aceptar este fracaso. Era tan simple lo que necesitaba. Es tan sim-

ple. Y lo ha intentado hasta no intentándolo, por si era esa la solución.

Se levanta. Sabe que tiene que tomar una decisión. Vuelve a dar vueltas
32
alrededor de la silla. La inmoviliza su respiración cercana a ella. Una nueva

recriminación cae en el vacío. Se aleja. Y de repente, a ella le viene a la mente

la primera batalla que ganó.

Tenía apenas cuatro años, cuando su madre la llevaba junto a su her-

mana un jueves de cada semana, a un programa de televisión que conducía el

viejito Chichi. Allí su hermana, una niña de hermosos rizos y enormes ojos y

pestañas de color negro como el azabache, había sido contratada para mos-

trar en el país del son y la rumba, sus especiales habilidades en la danza es-

pañola, mientras que Zulema, entonces una niña delgaducha, de pelo liso y

ojos rasgados, eso sí, muy vivaces, jugaba a la “SILLA”.

Siempre ganó y cada vez recibió con orgullo los múltiples regalos que el

Viejito Chichí daba, sobre todo aquellas latas de galletas de sal. Fue tanto

el ganar, que un día Chichí le pidió a su madre que no la llevara más, aunque a

cambio, esa tarde la llenó de juguetes.


Y si volver a este juego, fuera la solución, y si volver a la niñez le diera fuer-

zas, se pregunta Zulema. Y lo organiza todo. Una silla en el medio del salón, la

suya, la única para ella. Deja suficiente espacio para dar vueltas a su alrededor.

También a punto un sonido para que se escuche sesenta segundos después de

iniciado el juego. Ella le llama, él viene. Ha sido invitado a un juego que definirá el

curso de sus vidas pero no lo sabe.

Muy pronto se ven dando vueltas. Permuta el tiempo una balada triste por

un concierto de clavos furiosos, a punto de escupir lenguas de herrumbre. Cada

uno buscaba su espacio. La piel tiembla. Juegan a ganar como si en ello les fue-

ra el aire que respiran. Zulema está en su terreno; a este juego siempre gana.

De pronto el sonido inunda el salón, Zulema se detiene; él se abalanza


33
sobre la silla.

–Gané –dice pletórico, mientras salta sobre la silla y canta: Campeón,

campeón, ohé, ohé, ohé... y como siempre no ve ni escucha más que sus pro-

pias palabras.

–Gané –dice ella casi en un susurro. Avanza lentamente hacia la salida. Se

escucha un seco golpe de puerta.

CUERDA PARA UN SINSONTE

Un hombre imaginó una flecha en el techo del salón de su casa mientras

tomaba una taza de café. No pudo evitar seguirla hasta la habitación contigua.

Se detuvo frente a la ventana y observó como desde su marco pendía una


cuerda y al final de la misma colgaba un sinsonte. Se giró y miró hacia la cama.

Ella yacía sin voz.

ESTUPOR

Luna llegó temprano como no acostumbraba, llegó a ese café del Madrid

de los Austria donde en más de una ocasión se había encontrado con Adolfo a

desnudar sus almas. Ocupó una mesa, la de siempre, y por primera vez ob-

servó que estaba rodeada de espejos. Dirigió la vista hacia uno, el de enfrente.

Luna sabía, ¿sabrá?, que no podía cumplir las expectativas de Adolfo.


34
Era consciente de que algo le tenía que decir esa noche. Amaba su brillantez,

su energía, su inteligencia, su lucidez, pero experimentaba la certeza de que su

cuerpo no podría nunca encontrarse con el suyo.

Del estupor pasó al temblor porque mientras se miraba intensamente al

espejo, deseó con fuerza transformarse en eso que Adolfo necesitaba.

LA PERCHA

Transcurría el mes de octubre. Fernando siempre aparecía el día 28 de

cada año y Florencia lo aguardaba de forma invariable sobre el diván con un

gin tonic y la caja de música de la que salía una única melodía: “Yesterday”.
Ese día Fernando no llegó, ni al otro, ni al otro. Sencillamente no llegó.

Días después los aullidos de un perro alertaron que Florencia había

muerto de espera. Los vecinos se ocuparon de todo, incluso de enterrarla.

La vistieron con el viejo gabán de Fernando, que nadie nunca supo por

qué estaba colgado de la percha.

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FRANCISCO GARZÓN CÉSPEDES
(Cuba / España)

ÉL Y ELLA Y EL HUMO ROJO

Cuando cada uno hace el hallazgo del otro en medio de la ruta. Él se

ha detenido por una herida en su pie izquierdo. Ella está acercándose. Él,

desesperado, imagina que de la herida le brota a bocanadas una columna de

humo rojo que no cesa y que puede ocultarla a ella. Imagina que cada boca-

nada le duele como si la herida se multiplicara. Él se agiganta y atrapa el


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humo rojo con las manos y lo lanza lejos de sí. La realidad es que ella, tal vez

asustada por el humo, desaparece. Y él percibe como su pie izquierdo tam-

bién desaparece.

ÉL QUE LA ESPÍA A ELLA QUE ESCRIBE

Él la mira, la espía, porque ella escribe en un café. Escribe tercamente y

a él esto le parece raro y le molesta. Ella lo percibe porque si alguien te mira y lue-

go vuelve a mirarte y luego vuelve… se siente cual si fuera tacto. Ella termina por

perder el impulso, por no poder. ¿Es todo? Es todo. Excepto el incluir que antes

ella se levanta con su taza de té caliente en la mano, a buscar más azúcar cuando

ya tiene bastante, se acerca a él, finge tropezar con su mesa, y le derrama encima
la bebida, para, mientras sigue hacia la barra, farfullar un insulto como si fuera una

disculpa. Ella ha apuntado a los ojos.

ELLA DIBUJA Y ÉL VUELVE A VER LA GOTA

Ella dibuja un grano de arroz. Él lo coge y se lo come. Ella dibuja un

grano de azúcar. Él lo coge y se lo come. Ella dibuja un grano de sal. Él lo

coge y se lo come. Ella dibuja una gota de agua. Él va a beberla, pero la gota

se cristaliza y rueda y se aleja y escapa y desaparece. Cuando se miran a los

ojos él vuelve a ver la gota. Y descubre que no todo lo dibujado por ella podrá 37

comérselo.

ÉL Y ELLA Y EL HILO DE TINTA

Él imita la firma de ella. No la quiere, pero sí a su dinero. Cuando logra

hacer perfecta la firma, le parece imperfecta. Y desiste. Toma el papel, lo echa

al agua de la pecera y la firma se desprende. Hilo de tinta que flota sin des-

hacerse. Allí descubre ella, sorprendida, su firma. Como un sello revelador.

Como un colofón. Como un epitafio.


ELLA, Y ÉL Y SUS TRES MACETEROS

Ella lo observa desde un lejano balcón. Él tiene tres maceteros de lo

mediano a lo muy pequeño en la diminuta terraza a la que siempre accede so-

lo. La altura es la de una sexta planta. Cada mañana, desde la calle o desde

otras terrazas, se lo puede ver inclinado contemplar los maceteros; después,

hacer reiterados ademanes como de quien arranca las malas hierbas; y, luego,

como de quien encuentra diminutas piedras y las lanza a la calle. Cada uno de

los maceteros está vacío. Ella lo observa desde un lejano balcón y lo piensa.

38
ÉL Y ELLA Y LA OFRENDA

Un pájaro carpintero le pica la cabeza. Él lo espanta. Y piensa en ella. El

pájaro regresa una, otra vez. Él decide dejar que lo pique. Tras un rato de

cumplir con su destino, el pájaro resbala por el borde del hueco y queda atra-

pado. No puede abrir las alas. No puede salir. Él busca un sombrero y acude a

la cita con ella en el parque. Se para de cabeza. Y el sombrero cae con el pája-

ro dentro como una ofrenda.


ELLA Y ÉL Y LA HORMIGA EN LA MESA

La hormiga ha subido a la mesa. Ella la contempla imperturbable. Él, al

que le da asco aplastar a la hormiga con un dedo, la hace caer. Unos minutos

después la hormiga, de nuevo arriba de la mesa, se acerca a unos granos de

azúcar. Cojea ostensiblemente. Él derrama todo el azúcar de un sobre encima

de la hormiga. Y la escucha ahogarse. Ella también oye cómo se ahoga, y logra

seguir tomándose el café y hasta logra sonreír e incluso logra comenzar a

hablar de futbol.

39
MÁXIMO ACUÑA CARVALLO
(Chile)

BUEN DÍA

A través del vapor tibio del café de la mañana, ve su rostro frente a él.

No se convence de la mujer en que se ha convertido en estos años, tan hermo-

sa, tan segura. El vapor da cierto calor a la conversación, superficialmente

hermosa. Terminan, emprenden rumbos distintos. La escarcha acompaña su

camino, sus pensamientos lo adornan. Llega a la estación y están algunos de 40


los rostros que el tiempo ha hecho familiares. Inspira hondo y desea que sea

un buen día, no uno más, sino un buen día.


EDUARDO ARES
(España, Madrid)

DESACOSTUMBRAMIENTO

Solió.

FINIS MUNDI

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Je, y dicen que hoy es el fin del mundo, serán estúp

SEGUNDO EN BLANCO

Al narrador se le olvidó su mejor cuento y el mundo enmudeció en pedazos.


NOEMÍ BENITO SÁNCHEZ MONGE
(España, Toledo)

EGOÍSTA

–Mío, mío, mío, mío –dijo mientras abrazaba compulsivamente la nada.

SECRETO

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Ella se mira al espejo, los poros de su piel emanan una leve luz dorada y

sabe que él la ama. Él aún no se ha dado cuenta de que también está lleno de

luz. No será ella la que le diga que se han intercambiado el alma, aún no quiere

asustarlo.

TEMORES

Y de repente el silencio.

Ni ideas, ni compromisos, ni futuro.

Sangre que lo borra todo.


ELENA ARRIBAS DELGADO
(España, Valladolid / Madrid)

A BOCAJARRO

–Quiero acabar contigo –dijo él–. Quiero acabar mis días contigo.

BUENAS NOCHES

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Antes de irse a dormir, la mujer se hace ilusiones y relata en voz alta to-

dos los sueños que le quedan por cumplir. Él tiene la cabeza en esos mismos

sueños, pero a esas alturas, ya está roncándolos.

DESCONECTAR

Encendió la televisión para no verse a sí misma.


EL SOL SALE POR EL ESTE

Aquella mañana, el optimista se levantó sin su pie izquierdo, como era

habitual.

LA MÚSICA

Sucedió bajo tierra, en las entrañas de Madrid. Él tocaba el violín y ella,

la pandereta. Eran casi unos ancianos. Él tenía los dientes demasiado grandes

y ella, una verruga en el labio superior, pero sonreían mucho. Tocaban todo el 44

tiempo sonriendo, con entusiasmo, como si fuera la primera vez o como si aca-

baran de reencontrarse, aunque probablemente repetían la misma canción to-

dos los días. Cuando terminaron, mientras esperaban a que se abriesen las

puertas para bajar, ella tarareaba.


DAVID CARRETERO
(España, Madrid)

CASA DESHABITADA

La manzana no tenía gusano.

ENIGMA

45

Al final del laberinto encontraron la salida.

O el espejo.

TESOROS

Su ostracismo escondía una perla.


SALOMÉ GUADALUPE INGELMO
(España, Madrid)

SUEÑAN LOS NIÑOS ALDEANOS


CON LIBÉLULAS METÁLICAS

El pequeño acostumbra a escuchar cada noche un cuento de labios de

su madre. Un privilegio harto inusual en los tiempos en los que le ha tocado

nacer. Tiempos en los que la necesidad parece haber anestesiado la ternura,

amenazando con sumirla en un sueño eterno.


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Disfruta con los relatos de su madre. Suelen estar llenos de duelos

heroicos, viajes a lugares lejanos, victorias sobre monstruos temibles… Miles

de aventuras capaces de cautivar su mente infantil. Pero las historias de su

madre están también llenas de amistad, fidelidad y altruismo. Y a él, que es

una criatura reflexiva y sensible, las enseñanzas que se pueden extraer de

ellas no le pasan desapercibidas.

El placer se hace especialmente intenso en invierno. Llegada la hora de irse

a dormir, sube corriendo las escaleras rumbo al cuarto que comparte con sus her-

manos mayores, salta sobre el mullido colchón de lana y se arrebuja con la manta

que su madre le tejió con tanto amor. Durante la emocionante espera a menudo se

cubre con ella hasta la nariz. Y entonces le parece percibir el olor de las hábiles ma-

nos. Observa hechizado las elegantes grecas en las que ella combinó sabiamente

los rosas y tostados hasta obtener un exquisito efecto degradado.


Es el más pequeño entre sus hermanos y, en parte por ello, el más

mimado de todos. Además, su llegada al mundo sirvió para restañar una te-

rrible herida. Gracias a él su madre dejó de preguntarse si los dioses, celo-

sos de sus privilegios, no habrían pretendido castigar a la familia por su m o-

desta felicidad.

Era consciente de que, sin ser ricos, gozaban de una cierta estabilidad

económica en tiempos difíciles que hacían presagiar futuras penurias aun

peores. La taberna de su marido tenía una clientela abundante y fiel, entre la

que siempre podía encontrar buenos amigos con los que jugar una partida de

cartas. La carne y la lana para fabricar ropa de abrigo tampoco les faltaban,
47
pues parte de los beneficios de la taberna habían sido reinvertidos en un en-

vidiable rebaño. Cada dos días horneaba el pan amasado con el fruto de los

campos de trigo de su suegro, extensiones inmensas de finos tallos que se

doblaban bajo el peso de las espigas doradas ―paisajes comunes en un

pueblo donde la perpetua sequía hacía muy difícil cultivar con éxito otros ve-

getales que no fuesen cereales―. Eran en buena medida autosuficientes; no

se podía decir que pasasen necesidades. Se sentía una privilegiada. Y eso, a

veces, la mantenía despierta por las noches. Temía que los inmortales les

considerasen culpables del grave pecado de la hybris, la soberbia que los

dioses perseguían sin misericordia.

La noticia del embarazo fue acogida con entusiasmo por la pareja.

Decidieron ponerle al futuro miembro de la familia el mismo nombre que al

hermano difunto: Rafael (“Dios ha sanado”). Efectivamente, aquel pequeño


curaría la enfermedad que había irrumpido en una casa otrora alegre: la

melancolía.

Apenas la contadora de cuentos le dio la buena nueva, su marido se

aprestó a esquilar algunas de sus ovejas. La madre de Rafael lavó cuidadosa-

mente los grandes montones de mullida lana, los extendió al sol, los tiñó con un

gusto exquisito y los cardó e hiló pacientemente. Tejía el ajuar con premura,

pues tenía todavía mucho trabajo por delante. Aun así, no renunciaba a gozar de

cada vuelta que añadía a sus trabajos con las largas agujas de lana o con las

cortas de ganchillo, de cada puntada realizada para coser los remates y cenefas.

Esperaba que su nuevo hijo fuese tan dulce y despierto como su herma-

no, una criatura muy precoz aunque de salud delicada. Sin embargo, mientras
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pasaba la palma de la mano por su abultado vientre, temía que también resul-

tase ser tan inteligente como él. Todos se empeñaban en decir que el pequeño

había muerto por ser demasiado listo. La sabiduría popular sostenía que el ex-

cesivo estudio terminaba siendo perjudicial para la cabeza y el resto del cuer-

po. Por eso se preguntaba si no estaría cometiendo una imprudencia al contar-

le cada día una fábula de Esopo mientras aún moraba en el interior de su

hinchado cuerpo. Pero la tentación fue más fuerte que el temor, y esa costum-

bre de narrarle mitos clásicos disfrazados de cuentos infantiles se convirtió en

firme tradición y se prolongó durante toda la infancia de Rafael hasta casi rozar

su adolescencia.

De la pasión de la contadora de cuentos por la mitología greco-latina era

en buena medida responsable su esposo, cuyo pasado se podía considerar

bastante inusual entre los taberneros. Además de un excelente vinatero y juga-


dor de mus empedernido, era el padre de Rafael un ex-seminarista buen cono-

cedor del latín, motivo por el cual acabó siendo sacristán de su pueblo.

Este amante de las cartas y la lingüística alternó durante la guerra las

partidas de mus ―en las que cada día iba perdiendo más dinero― con la re-

dacción y lectura de cartas que iban y venían hacia y desde el frente, llenas de

esperanzas y mentiras piadosas, escritas de balde para otros vecinos única-

mente por amor a la palabra ―la mayor pasión que compartía con su esposa―

y al prójimo.

Esa extraña combinación de actividades habría de llevarle a perder casi

todo en la vida. Menos su más preciado tesoro, su enorme diccionario de la

lengua castellana encuadernado en piel de cerdo. Ése con el que al final de sus
49
días, ya viudo, vagaba de casa en casa aguantando como mejor podía los re-

proches de sus nueras, que se revelaron mucho más quisquillosas que sus

yernos y no pocas veces le hicieron sentir un huésped indeseado. Soportaban

a duras penas que las corrigiese mientras hablaban o que las interrumpiese

para preguntarles por el significado de los localismos que cada una de ellas

empleaba.

Dos cosas alimentaban su temple y hacían que no perdiese el ánimo:

poder ver crecer a sus nietos durante esas estancias en casa de sus hijos ―en

las que, con extrema paciencia, daba de comer a los más inapetentes y ayuda-

ba con el álgebra a los más torpes― y, sobre todo, tener la certeza de que vol-

vería a reunirse con su amada contadora de cuentos en el Hades. Se reunirían

allí como Orfeo y Eurídice. Y esa vez sería para siempre. Pues el jugador de

cartas y la contadora de cuentos se querían mucho, como sólo unos pocos

afortunados se han querido desde que el mundo es mundo. Como poca gente
solía quererse entonces, porque no corrían buenos tiempos para el amor.

Quizá por eso después de su muerte nunca más volvió a jugar a las cartas. El

lenguaje se convirtió en su único mundo. No en vano había sido el esposo de

una profesional de la palabra.

―… Entontes Polifemo, rabioso, empezó a lanzar grandes piedras contra el

barco que se alejaba de la isla con la esperanza de lograr hundirlo. Sin embargo,

Ulises y sus compañeros consiguieron escapar indemnes de este nuevo peligro. Y

navegaron rumbo a nuevas y emocionantes aventuras. ¿Te ha gustado el cuento?

―Sí… mucho ―intenta parecer lo más convincente posible; pues a pe-

sar de su corta edad, da muestras de un tacto exquisito y por nada del mundo
50
desearía ofender o disgustar a su madre.

―No mucho, ¿verdad? ―pregunta la contadora de cuentos. Además de

ser una mujer extremadamente perspicaz, conoce a la perfección a su hijo y es

capaz de interpretar cada uno de sus gestos.

―Sí, sí. De verdad que me ha gustado. Sólo que… hay algunas cosas

que no me convencen demasiado.

―¿Por ejemplo? ―indaga deseosa de conocer las críticas que el pe-

queño tiene que realizarle al mismísimo Homero.

―Polifemo es muy malo, y yo no creo que todos los cíclopes sean así.

―¿Acaso has conocido a muchos?

―Al abuelo. Y el abuelo estás siempre de buen humor. Yo no le he visto

enfadarse nunca y todos dicen que es un guasón ―describe a su abuelo pa-

terno, que en efecto no perdió el buen humor ni siquiera cuando una espiga le

saltó años atrás un ojo mientras segaba los campos y, aun tuerto y ya viejo,
sigue presumiendo ante la atónita mirada de sus jornaleros de ver correr inexis-

tentes liebres por los cerros que se pierden en el horizonte.

―Pero ¿cómo se te pasa por la cabeza comparar al abuelo con un

cíclope?

―Tú has dicho que los cíclopes son gigantes con un sólo ojo.

―Por supuesto; pero tienen un solo ojo de nacimiento, no porque hayan

perdido el otro. Además, lo tienen en el centro de la frente. Está claro que éste

es un cuento que no volveremos a contar. De todos cuantos te he contado,

¿cuál es el que te gusta más? ―pregunta con la firme convicción de que esa

respuesta ha de darle una información valiosísima sobre el carácter de su hijo.

―El de Ícaro.
51
―Claro, es un cuento muy bonito ―se le dibuja una enigmática sonrisa

en los labios al escuchar la respuesta decidida del rostro súbitamente iluminado

por el entusiasmo. Es una sonrisa alegre en parte, y en parte triste. No puede

evitar sentirse orgullosa de haber traído al mundo a un soñador. Pero, por otro

lado, se da cuenta que, en los tiempos que corren, el pragmatismo es la única

vía posible para sobrevivir. Y le duele pensar que, creciendo, la vida habrá de

enseñarle esa dura lección. Sólo espera que consiga guardar su capacidad se

soñar en algún lugar recóndito, que logre custodiarla celosamente hasta poder

darle rienda suelta de nuevo cuando los tiempos sean más propicios.

Le fascina el cuento del tal Ícaro. También él ha soñado muchas veces

con poder volar y ha corrido por los campos agitando los brazos desesperada-

mente, como el torpe polluelo que en realidad es. Sin embargo, a pesar del

empeño y la ilusión, no ha logrado nunca alzarse ni un milímetro del suelo. To-


do parece indicar que sus ansias de surcar los aires deberán aprender a sentir-

se saciadas observando los milagros voladores que ofrece la naturaleza: el

frenético murciélago, la grácil golondrina... Aunque la más elegante, sin lugar a

dudas, es la libélula.

Sólo en contadas ocasiones ha tenido la oportunidad de disfrutar de los

destellos que deja en el aire su zumbido metálico de motor eléctrico. Son seres

perfectos, de esbelto abdomen y alas modestas pero resistentes y prácticas,

aerodinámicos por excelencia, diseñados por Dios específicamente para volar,

para alegrar con sus piruetas y acrobacias las tristes vidas de quienes se ven

obligados a pasar su existencia con los pies pegados al suelo. Las tonalidades

de sus cuerpos suelen ser muy llamativas, y a veces incluso sus alas poseen
52
bellos colores tornasolados. Sin embargo, lo que el pequeño admira verdade-

ramente es su gracilidad. Ésa que les permite un vuelo decidido e impecable.

Lamentablemente, esos seres perfectos son muy escasos en un pueblo

aquejado de una sequía perenne. En alguna ocasión le ha preguntado a su

padre si todas las aldeas de Salamanca son así.

―Claro que no. En otros pueblos de la provincia hay ríos y charcas. Los

muchachos se bañan en ellos y aprenden a nadar y pescar. ¿Echas de menos

hacer esas cosas?

―No. Preguntaba sólo por preguntar ―responde encogiéndose de hom-

bros, mientras piensa que lo que él realmente echa de menos son las libélulas.

―Todo en esta vida tiene un lado positivo. Hasta la aridez lo tiene. En

los pueblos donde el agua es abundante, los árboles y verduras crecen frondo-

sos y dan frutos mucho mayores. Pero, al tener más agua dentro, su sabor se

concentra menos. No encontrarás melones tan dulces como los nuestros, por
pequeños y deslucidos que éstos sean. Es la esencia lo que cuenta, hijo mío, y

no la apariencia.

El pequeño mueve afirmativamente la cabeza y procura hacer tesoro de

las palabras de su padre. Aunque le resulta difícil concentrarse en esa tarea,

pues su pensamiento ahora vuela lejos, tras la estela brillante de unas alas.

A pesar de lo que afirma su padre, en su pueblo todos sostienen que allí

no hay más que pizarras y trigo. Es un secarral castigado por un sol ineludible

que recalienta las rocas. Sin embargo, como todos los críos de su edad, él es

consciente de que, si se sabe buscar, es posible encontrar compañía debajo de

esas piedras ardientes. Por eso corre aquí y allá a la caza de refugios atracti-
53
vos para los que los muchachos suelen llamar alacranes, unos animalillos con

brillantes caparazones, pinzas desproporcionadas en lugar de brazos y una

larga cola rizada terminada en un peligroso aguijón.

En su pueblo, los escorpiones son pequeños, como todo lo que crece en

esa tierra reseca. Son además bestezuelas bonachonas, a diferencia de la ma-

yor parte de los miembros de su raza. En nada le recuerdan al quisquilloso es-

corpión que en el cuento de su madre se obstinaba en picar a Heracles mien-

tras éste trataba de luchar contra la hidra. Normalmente cuando se los

encuentra se muestran sorprendidos, pero no irritados. Suelen parecer des-

orientados. El pequeño se dice que probablemente es debido a todo el sol que

soportan. Su madre siempre le repite que debe tener cuidado de no dejar la

cabeza demasiado tiempo al sol. Sus cabellos crespos y negrísimos concen-

tran especialmente el calor, de forma que puede imaginar el calvario de los po-

bres animalillos oscuros como el carbón.


No busca a tontas y a locas. Es muy metódico en su actividad preferida y po-

see la vista del experto. Levanta sólo algunas piedras, en las que unos ojos neófitos

no advertirían ninguna señal que hiciese presagiar un huésped. Para cuando las

voces llegan hasta él, ya pasea con una hebra de lana entre las manos. A la extre-

midad opuesta ha atado delicadamente la cola de un escorpión que camina a su

paso, casi como lo haría un perro bien amaestrado. Es ése un pasatiempo bastante

apreciado entre los chicos de su edad. Aunque hay quienes disfrutan más acosando

a las desdichadas bestias con fuego hasta inducirlas al suicidio.

―¡Rafa, Rafa, corre! ―dice jadeando mientras se da la vuelta y se dis-

pone a emprender de nuevo la carrera.

―¿Por qué tanta prisa?


54
―Hay que fastidiarse con el crío. Siempre tiene la pregunta preparada en la

boca. ¿Por una vez no podrías probar a hacer lo que se te dice sin más? Ya están

todos allí. Encima que me molesto en venir corriendo a avisarte, vas a conseguir

que me lo pierda ―responde su primo, que es un par de años mayor que él, mien-

tras se inclina hacia delante y se apoya en las rodillas llenas de costras, dispuesto a

aprovechar la inoportuna flema de Rafael para descansar unos segundos.

―Pero todos ¿quiénes? Allí ¿dónde?

―Todos son todos. Todo el pueblo está allí. Hasta los hombres que es-

taban en la era han saltado de los trillos. Están todos en los campos del tío

Pascual. Y ahora, ¿te quieres poner en marcha?

―¿En los campos del tío Pascual? ―pregunta perplejo―. Pero si allí no hay más

que trigo. Como en el resto del pueblo. No veo qué puede haber allí tan interesante…

Finalmente, ante la mirada hosca de su primo, decide soltar a su masco-

ta y emprender la marcha. Antes de echar a correr, se vuelve por última vez y


observa con pesar como la lana roja desaparece definitivamente bajo una

piedra.

―¿Qué? ¿Valía la pena o no?

Rafael ni siquiera acierta a contestar. Se ha quedado sin voz. Y ello no

es debido a la carrera sino a la emoción, la más intensa de toda su vida, la que

habrá de iluminarle los ojos cuando recuerde aquella tarde de sol aun en la

vejez.

―Ha tenido que aterrizar de emergencia ―explica su primo―. Se le ha

debido de romper el motor, porque salía muchísimo humo de ahí ―dice seña-

lando el morro―. El piloto está en casa del tío Pascual, recuperándose del
55
susto.

Sin embargo, es como si él ya no pudiese escuchar los sonidos de este

mundo. Como si su cabeza estuviese muy lejos del suelo, entre las nubes.

Simplemente camina con la boca abierta, lentamente, muy lentamente, como

se aproxima un creyente al objeto de culto más sacro para él. Las rodillas le

tiemblan y el corazón se le acelera. Su pequeño cuerpo se abre paso entre la

muchedumbre de curiosos que rodean el aparato nunca visto, que se obstinan

en tocar su brillante superficie con una mezcla de curiosidad y recelo. Y allí,

frente a él, aparece su sueño: la gran libélula metálica.

Todavía conserva la manta que su bisabuela le tejió a su abuelo aún

antes de que éste naciera. Tiene tantos años que, en algunos puntos, las cene-

fas se han descosido. Pero el tiempo ha respetado los sutiles juegos de colores

con los que las manos diestras tejieron elegantes grecas. De vez en cuando la
saca del armario en el que la conserva amorosamente. Mientras acaricia la

suave lana, recuerda las historias que su abuelo le contaba de pequeña e ima-

gina un pequeño pueblo de Salamanca. Los parajes secos se dibujan clara-

mente en su mente a pesar de no haberlos visitado nunca sino en sus sueños,

cuando se queda dormida sobre el sofá del salón, abrazada a esa manta en la

que aún puede oler el suave aroma de sus antepasados.

56
FÁTIMA MARTÍNEZ CORTIJO
(España, Madrid)

ENTRE SOMBRAS

Se encontraron entre las sombras de la música inmensa. Poco después

vaciaron sus instintos bajo la luz de la luna. Años más tarde los dos buscaron

juntos la oscuridad definitiva.

57
NUEVO LABERINTO

En el laberinto el Minotauro se aburría. Había descifrado ya los códigos

de salida y entrada. El rey, su padre, ya no iba a visitarlo, parecía haber olvida-

do su existencia, ni siquiera se preocupaba por el tesoro que se guardaba allí,

en el centro del laberinto.

Por eso, cuando Teseo penetró en aquellos pasadizos, el Minotauro, en

lugar de atacarlo, pactó con él. Pero el acuerdo sigue siendo desconocido para

todos, incluso el mundo desconoce que el Minotauro salió de allí vivo, y que

procreó, y que muchos de sus descendientes siguen aún devorando hombres

que se acercan a ellos.


¿SÓLO?

Sólo estando a tu lado mi vida tiene sentido. Dijo. Pero el difunto no

respondió.

PAQUETE TURÍSTICO

Un niño extiende su mano hacia el turista. Ese día comerá. O no. Visita

laberintos y clama con la mirada. Cruza callejas hasta las avenidas donde otro

niño extiende su mano hacia el turista. Ese día comerá. O no… 58

.
MÓNICA RODRÍGUEZ JIMÉNEZ
(España, Madrid)

LA INMUTABILIDAD DE LA ESENCIA

La que antaño fuera sirena, añoraba el azul de sus viejos días, mien-

tras tocaba las piernas que habían sucedido a su cola de pez. Pero cada vez

que se dejaba invadir por la nostalgia y las lágrimas anegaban sus ojos, ella las

bebía con fruición, recordándole su única y reconfortante realidad: ella fue,

era, y siempre sería,


59
MAR.

DE CÓMO SE QUISO DECAPITAR


A UNA PROCESIÓN DE HORMIGAS

La minúscula rueda giró y giró y, en la primera vuelta, aplastó a la primera hormiga

y la minúscula rueda giró y giró y, en la segunda vuelta, aplastó a la primera hormiga

y la minúscula rueda giró y giró y, en la tercera vuelta, aplastó a la primera hormiga…


LOLA SANABRIA
(España, Córdoba / Madrid)

LA ESPERA

Contempló el sol de frente. Lo vio hundirse en la franja azul, como una

enorme custodia. Pasaron las horas y el mar se hizo calmo y sus aguas oscuras.

Se tumbó en la arena y miró al cielo donde una falsa estrella, piloto de avión, le

guiñaba un ojo. “No estará, lo sabes”, le dijo su madre con un temblor de llanto

en la voz. Pero ella estaba segura de que uno de aquellos atardeceres, el viento
60
que lo empujó desde el acantilado, arrastrándolo mar adentro, se lo devolvería.

METAMORFOSIS

Noche de luna llena. El acróbata trabaja sin red. Agarrado a la barra del

trapecio, toma impulso, flexiona las piernas y se columpia. Cuando su cuerpo

dibuja sobre las cabezas de los niños, la curva de una amplia sonrisa, suelta

las manos, se gira en el aire, y cae en la pista sobre las almohadillas de sus

cuatro patas.
PECADOS CAPITALES

Cogió la gripe y olvidó ponerle el capuchón a la estilográfica. Dejó al

hombre del traje gris, frente al portal de su víctima. Cuando se recuperó, el

asesino seguía en el mismo sitio y la pluma en el basurero. Había descargado

la tinta sobre el escritorio. Su mujer le compró otra pero, aunque lo intenta, no

consigue que el hombre se mueva de la farola. A veces se despierta y observa

a su mujer mientras acaricia la culata de la pistola que está sobre la mesilla.

VENGANZA
61

En cuanto salieron los últimos tirabuzones, ella dijo que no le convencía

el color; que debería ser más rojo. Él suspiró resignado. No quería líos con la

señora, porque, aunque al final salió bien parado, bastantes quebraderos de

cabeza le dio con su denuncia. Cuando murió el padre, de viejo según él, in-

toxicado según ella, pudo cambiar de carnicero pero no lo hizo y volvía puntual,

todas las mañanas. Retiró el papel con la montaña de carne y echó nuevos

trozos en la picadora.
JUAN YANES
(España, Islas Canarias)

LAS AMOROSAS CRUELDADES

A veces hablábamos con una pasmosa crueldad despojados del beso en

esta ventana abierta a la noche cuando me odiabas más y rompías los bordes

las orillas a las que yo arribaba después de un hipotético viaje a descansar

muerto de hartura de ti esperando con las carnes abiertas ya vencido a que baja-

ras al fin los labios a comer de esta memoria débil de algunos momentos de pla-
62
cer que recuerdo como puñales o palabras con las que olvido la piel sobre la que

escribo esas ínfimas prolongadas quejas que hablábamos como pequeños que-

jidos que se van juntando en los días siglos eras geológicas quejitas del tiempo

de la vida tan terriblemente próximo tan corto tan pegado tan vasto lejano que tú

ya no puedes manejar a tu antojo como cuando reinabas sobre los mares de las

ventanas que son el deseo que no se alcanza porque estamos encerrado en ca-

sa definitivamente para destruirnos mejor ahora que es el orto del cuarto men-

guante y todo está despojado de besos de los crueles besos de los que habla-

mos a veces.
REALIDAD SÚBITA

Había un reloj que cortaba el tiempo detenido de los relojes. Una calle in-

somne que atravesaba las demás calles. Un río dentro de otro río por el que pa-

saban infinidad de ríos menores, vacíos. Una lágrima en un llanto que lloraba

lágrimas. Caras enmascaradas con los ojos fijos dentro de caras enmascaradas.

Había un continente sin fronteras que terminaba nada más empezar. Una pared

maestra invisible que sostenía el universo. Había una tela de seda cuya trama se

extendía hasta más allá del horizonte y caía como un arambel. Había un soldadi-

to de plomo montado en un globo que sustentaba el aire. Los jardines estaban

llenos de jarrones con flores marchitas y palomas ausentes. Había escalones sin
63
escaleras y sin rampas para subir. La vida entera estaba escrita en un libro sin

páginas que pasaba un niño inmóvil, como una melodía de silencios en medio

del vacío. Todo parecía detenido por la ausencia del deseo. Entonces sucedió.

Subimos y había desaparecido la ciudad.


BENJAMÍN GAVARRE
(México)

AL FINAL

“Ah... y no salgas dando el portazo acostumbrado”.

Eso fue lo último que le dijo, en un acto, según él, de infinita dignidad. La

dejó entreabierta, y él, que detestaba las medias tintas, las medias voces, se

sentó en su sillón, prendió su cigarro y pensó que no importaba. Era mejor que

se hubiera marchado. Más valía acabar con algo tan ambiguo. Nadie tenía
64
derecho a hacerle daño.

Iba a prender el siguiente cigarro cuando se abrió la puerta. “Ha

regresado”, pensó, tratando de disimular su emoción.

Era el viento. Ahora sí, podía dar el último portazo.

CÍRCULO

Trata de construir un círculo. Las puertas son inútiles, y las ventanas.

Ensaya la manera de encerrar el oxígeno preciso. Cuando llega la paz, cons-

truye una tina donde el agua tibia cubre su cuerpo desnudo. Pasa sus manos

por en medio de sus piernas; inunda su boca mientras registra el latido de sus

venas. Olvida su mirada, sus penas. Olvida el círculo. Su sangre se detiene.


Cae. No recuerda que tuvo nombre. No hay más gente, casa, mundo. Se des-

dibuja el Universo y conquista nuevas formas. El Otro se fue. Surgen las esca-

mas. Inocente, va al fondo. Despliega sus aletas.

65
MERCEDES GÓMEZ BENET
(México)

MARIPOSA DESPISTADA

Una Mariposa Despistada, así, con mayúsculas, cruzó por dentro, como

el aire, el camión sin paredes del ejército, así, sin mayúsculas.

Era blanca y volaba con trémulos graciosos.

Serían las doce y el sol pegaba duro, aunque no tanto como los operati-

vos militares que desmantelan barrios agujerados donde el hambre anida.


66
Los uniformados, en su camión sin paredes verdes, no parpadearon. Ni

una sonrisa. Tampoco abrieron la boca para admirar la bendición o venerar en

silencio a la mariposa nívea y despistada, que, ladrona silenciosa, le robó con

sus trinos alados varios rayos al sol.


OBED GONZÁLEZ MORENO
(México)

DESPERTÓ

Despertó; se talló los ojos, se sentó en la orilla de la cama, se inclinó,

tomó los tenis, se los puso, amarró los listones. Se levantó; se posó frente al

espejo como todos los días, miró su cara ensangrentada, sus manos heridas,

su ojo colgando sobre su pómulo inflamado. Con sus dedos temblorosos abrió

su boca hinchada, miró sus dientes rotos, su lengua incompleta. Miró hacia
67
abajo; su calzón y sus piernas vueltos púrpura, metió la mano, miró lo que ya

no tenía. Levantó la cabeza, se miró al espejo, vio que no era él, se volvió a

dormir.

LA AVENTURA DE TODAS LAS NOCHES

Desperté, me posé frente al espejo como todos los días, vi que no era

yo. Me volví a dormir.


LILIANA PEDROZA
(México)

SUBTERRÁNEOS

Volví a despertar de madrugada. Tenía una semana de abrir los ojos au-

tomáticamente en las primeras horas del día, sin poder dormir de nuevo. Las

últimas noches mis sueños ocurrían en un espacio extenso y oscuro por el que

transitaba. El lugar desierto, sin márgenes, era lo que me causaba angustia y

me hacía despertar como acto reflejo. Por la luz incipiente que percibí a través

de la cortina adiviné que serían alrededor de las cuatro. Desde la cama, miré el
68
plano que coloqué en la pared de la habitación. Sobre el mapa, la línea roja

que marcamos David y yo de la ruta probable en nuestra ciudad subterránea.

Hacía seis meses de eso. El deseo por explorar esos corredores que habitan

bajo nuestros pies se iba acrecentando conforme nos preparábamos para ello.

Cada fin de semana nos encontrábamos en un terreno escampado al sur de la

ciudad, cerca de la antigua estación de tren ya clausurada. Hacíamos largas

caminatas contabilizando las embocaduras de acero por la avenida Industrial,

buscando posibles ramificaciones, formas de descenso, obstáculos en el tra-

yecto. Nos alternábamos para realizar pequeñas pruebas sobre lo que nos en-

frentaríamos. Nos atraía aún más la aventura al sentir la respiración de esa

boca oscura y húmeda que se abría para nosotros.

El objetivo era realizar un recorrido de varios días bajo la superficie. Para

ello habría que aplicar formas de supervivencia con los mínimos recursos. In-
tentamos habituarnos a las zonas sin luz y aguzar otros sentidos, el tacto, el

oído. Reconocer con el movimiento del cuerpo la densidad del aire alrededor,

percatarse de los objetos cercanos antes de tocarlos con los pies o las piernas.

Algunas tardes aprovechaba para visitar a mi madre en su trabajo, el edificio de

una empresa trasnacional; me detenía frente a los seis ascensores y, pese al

ruido del vestíbulo, me concentraba en el sonido fino de las varias poleas en

funcionamiento para advertir lo antes posible la puerta que se abriría ante mí.

En diferentes lugares me propuse identificar por el sonido de los zapatos el

caminar continuo de un hombre o una mujer, si el peso contra el suelo corres-

pondía al de una persona gruesa o no, la celeridad de un joven o una persona

mayor. Comencé a reconocer las sutilezas y textura del sonido sobre azulejo,
69
parquet, alfombra y baldosas. Registré los sonidos de la ciudad a diferentes

horas del día.

Poco a poco fui potenciando otras habilidades y recursos de mi cuerpo.

Por las mañanas iba a la alberca olímpica a nadar durante dos horas. Recorría

al menos tres mil metros diarios. Me duchaba y me dirigía a la universidad. Va-

rias noches por semana, David y yo íbamos a correr al parque deportivo. Él fue

quien tuvo la idea de explorar los conductos pluviales. Era mi amigo desde la

secundaria pero desde que entramos a la universidad no nos habíamos vuelto

a ver. Era mi último año en la Escuela de Finanzas y él comenzaba segundo en

la Facultad de Derecho. David había intentado varias carreras antes sin acer-

tar. Aquella inestabilidad lo volvió, de alguna manera, solitario, detenido en una

adolescencia que ya habíamos rebasado hacía tiempo. Poco nos quedaba en

común. Durante los años escolares en que coincidimos no fuimos del grupo

seleccionado de futbol. Éramos malos atletas pero, en compensación, mucho


mejores estudiantes que los demás. En esa época comenzamos a adquirir un

gusto inexplicable por los terraplenes que encontramos en nuestros recorridos

en bicicleta y lo que sucedía en ellos. Observábamos durante horas el tránsito

de obreros después del trabajo, mujeres con bolsas de mandado, perros calle-

jeros, mendigos. Podíamos quedarnos sentados el resto de la tarde en esos

sitios sin hacer nada. Nuestra zona de exploración se expandió un día cuando

merodeamos una fábrica en desuso y descubrimos una rendija de entrada. En

semioscuridad adivinamos la maquinaria oxidada, los altos muros, los pasillos,

las escaleras. Inventamos diferentes juegos en el interior de la construcción.

Aquello era terreno fértil para todo lo que éramos capaces de imaginar: podía-

mos ser espías, cazadores, excursionistas. Por eso comenzamos a buscar lu-
70
gares abandonados. Casas o edificios. Ensayábamos rutas nuevas en nuestros

trayectos diarios a la escuela y cada vez íbamos alejándonos más de nuestro

barrio. Al encontrar un punto nuevo, explorábamos primero los alrededores, las

calles, procurando no ser vistos por los vecinos. Comprobábamos si realmente

el lugar estaba vacío o habitado por algún inquilino temporal. Si descubríamos

algún pordiosero, vigilábamos su horario de entrada y de salida. Esperábamos

con paciencia. Nuestro código era ingresar únicamente cuando el territorio es-

tuviera solo. La técnica era entrar por algún resquicio, nunca por la puerta prin-

cipal. Podía ser por la entrada trasera o la ventana del baño. Hacíamos un re-

conocimiento general. Realizábamos un inventario de objetos que pudieran ser

valiosos en nuestra reconstrucción de la historia del lugar: un teléfono, un cal-

zado, una libreta, todo nos era importante. Luego escribíamos una lista de po-

sibles historias. La edad del edificio, el número de dueños, la cantidad de per-

sonas que lo habitaron, el motivo por el cual había sido abandonado. Llené mis
cuadernos de la escuela con apuntes sobre nuestros descubrimientos. David y

yo contrastábamos nuestros resultados de las pesquisas, comentábamos, es-

cribíamos nuevas posibilidades. Nuestras notas bajaron en segundo año de

secundaria y, aparte del regaño en casa, aquello no fue importante para noso-

tros. En ese momento creímos haber descubierto la esencia de los objetos que

nos rodeaban, condición que sólo puede revelarse si nos apartamos del objeto

o somos abandonados por ellos, cuando fuera de todo contexto adquieren ese

aspecto inútil. Éramos en gran parte lo que poseíamos, pero también lo que

arrojábamos fuera de nosotros. Imaginé con desaliento mis objetos inanimados

cuando yo ya no existiera. Por ello propuse a David resguardar en una caja de

metal algunas de nuestras pertenencias con instrucciones detalladas sobre el


71
año en que fueron hechas y su utilización para futuros exploradores. Acorda-

mos buscar un lugar secreto en mi casa para cuando ésta fuera abandonada.

Pero cómo, en qué momento se abandona por completo una casa, me pre-

gunté con angustia ante la incertidumbre.

Con el tiempo, nuestras expediciones se hicieron espaciadas. David y yo

entramos a la preparatoria aunque ya no estábamos en el mismo salón. Hici-

mos otros amigos, surgieron otros intereses. Algunos fines de semana hacía-

mos recorridos en bicicleta por terrenos montañosos. Salíamos de madrugada

y acampábamos una noche o dos. Tanto a él como a mí nos gustaban los sitios

solitarios. Allí hablábamos de nuestras cosas. Era yo quien rehuía los temas

pasados en mi afán por entrar a la vida adulta. Ambos notábamos que se abría

una brecha natural de la vida que nos separaba. Al graduarnos perdimos por

completo el contacto.
Debo admitir que no me extrañó su presencia a finales de invierno para

proponerme esa nueva exploración. Era un interés que después de todo no

habíamos perdido. Hacía más de un año yo divagaba con la idea de viajar al

sureste del país para recorrer las aguas interiores de un río subterráneo. Des-

pués de leer en el periódico la nota del reciente descubrimiento de un nuevo río

bajo tierra, probablemente el más extenso que existiera, se despertó aún más

mi interés. Pero advertí que ya no tenía el impulso de años atrás. La propuesta

de David era el primer paso para mis expectativas.

Por ello mejoré mi condición física sobre todo a nado. Llevaba una bitáco-

ra sobre mi resistencia y una elaboración minuciosa sobre lo que sería mi trasla-

do en el afluente cercano a las costas del Caribe. Llevaría los mínimos elemen-
72
tos requeridos para bucear. Había investigado sobre ello. Debía ir ligero para

resistir el recorrido el mayor tiempo posible. Planeaba llevar unas cuerdas y unas

estacas para dormir pendido al interior de las paredes, si no encontrara algún

punto de descanso durante la expedición. Los flotadores también me ayudarían.

Con ciento cincuenta y cuatro kilómetros de largo, calculaba una exploración de

aproximadamente doce días por aquel río. En mi entrenamiento, para poder

conducirme en la oscuridad, nadaba algunas veces con los ojos cerrados y per-

cibir por las ondulaciones del agua los extremos de la piscina. Cada movimiento

era una propagación de energía que, según su alcance, hacía sentir cerca o le-

jos los cuerpos. Al menos era mi forma de entender lo que me ocurría. Comencé

a nadar una hora diaria y rápidamente fui aumentando el tiempo. Se aceleró de

manera tal mi inquietud que al cabo de algunos meses iba a la alberca olímpica

por la mañana y por la tarde. Comencé a perder horas de clase.


David por su parte hacía ejercicios de elasticidad y de largo alcance co-

mo saltos sobre el vacío o piruetas sobre muros. Era bastante ágil. Intentaba

enseñarme pero yo aprendía sin mucho rigor, pese a que tal habilidad podría

servirme para mi propio desafío del que nada le había contado. Hablábamos

largamente de los progresos en nuestra preparación, de las breves excursiones

a las que nos habíamos aventurado hacía poco por el terraplén de San Jacinto.

A mitad de la noche, recorríamos uno a la vez con una larga soga como hilo de

Ariadna. Aquel laberinto bajo tierra era también nuestro minotauro. La humedad

de los largos pasillos, el eco del continuo goteo y del agua escurriendo me

aproximaban a la sensación de lo que sería mi expedición por el río subterrá-

neo. En el recorrido angosto y cóncavo, imaginaba un camino de aguas claras


73
y dulces, la suave resonancia que produce el movimiento contra paredes terro-

sas y no la que provocaba el hormigón. El silencio me hacía estar alerta a los

sonidos. Oía con claridad el roce de mi impermeable contra el pantalón cuando

caminaba, el sonido sordo de mis zapatos en el camino pantanoso, el aleteo de

insectos que huían a mi paso. Mis manos además de mi ropa estaban llenas

de musgo y barro. En plena oscuridad, me ayudaba con una pequeña linterna de

mano para distinguir las líneas que añadía sobre un papel, trazos indispensa-

bles para confirmar o corregir el mapa de nuestra ruta. Intuíamos que esas cor-

tas excursiones eran solamente el umbral de una ciudad ignota que estábamos

por descubrir. Se acercaba el momento de explorarla. David señaló la fecha

cuando al salir a la superficie en mi último ensayo bajo tierra vio mi rostro

asombrado y la hoja de papel, desbordado de líneas hechas con un lápiz casi

sin punta. Sólo un trozo blanco limitado para nuestra aventura.


Una semana antes del día señalado, las conversaciones de David se

construían a partir de frases como la adaptación del hombre ante la continua

modificación del paisaje urbano y el estado inalterable de la fugacidad. A mí

sólo me parecía que deliraba, pero presté atención cuando habló de los expe-

dicionarios modernos en que nos habíamos convertido. En la nueva cartografía

que estábamos por descubrir. El día se acercaba y comencé a tener el mismo

sueño durante varias noches en el que recorría un espacio vacío. Una especie

de vértigo me alteraba. David intentó tranquilizarme, me sugirió acompañarlo a

correr durante las noches siguientes. Al principio lo hacíamos a una velocidad

normal. Poco a poco, David fue aumentando la celeridad y el tramo recorrido.

“No pienses en nada más que en el movimiento de tus piernas y tus manos,”
74
me dijo, “en cómo tus pies se posan brevemente sobre el suelo.” De manera

paulatina comencé a borrar el paisaje de la ciudad universitaria, en el recorrido

veloz me concentré sólo en la agitación de mi cuerpo y percibí que el camino ni

siquiera era una línea continua. No existía el camino, sólo estaba yo y el cielo

oscuro, despejado; a mis lados podía sentir extenderse un territorio sin límites,

igual que en mi sueño. Seguí corriendo en un estado hipnótico, como si mi ce-

rebro estuviera sedado. David me alcanzó, tomó mi brazo y mi hombro con

fuerza y me detuvo.

A mitad de esa semana, David me presentó a Julián, un amigo que hizo

en su periplo por las diferentes carreras. Julián era el único que sabía sobre

nuestra expedición y quería unirse. David lo había preparado paralelamente sin

decirme nada. Yo puse resistencia, hablamos a solas largo rato y al final me

convenció de las habilidades de Julián, de que sería más seguro ir los tres que

sólo él y yo.
En esos días dejé de ir por completo a clases aunque estaban cerca los

exámenes finales. Me levantaba temprano y simulaba ir a la universidad para

no despertar sospechas en mi familia. Un mes antes había abandonado, sin

decirles nada, mi puesto de ayudante de investigador que me subvencionaba

los estudios. Pretexté a mi profesor que mi madre estaba enferma y debía ayu-

dar en casa. David por su parte se había ausentado de la escuela a comienzos

de semestre arguyendo que la jurisprudencia no era lo suyo. Él no tenía nada

que perder; yo en cambio, ponía en juego mi último año de carrera.

Ese sábado desperté otra vez inquieto. Era temprano, así que traté de

dormir de nuevo pero sólo conseguí dar vueltas por la cama, agitado. Cerré los

ojos y visualicé el río subterráneo para tranquilizarme. Concentré la imagen en


75
el tragaluz que había visto en el reportaje de los descubridores extranjeros. Los

rayos del sol cruzaban nítidos el lecho cristalino. Una línea oblicua luminosa dio

una visión esmeralda a profundidad. La evocación fue tan clara que me sentí

dormitar sobre el río. Me desperté después de mediodía.

Preparé mis cosas y durante la tarde hablé por teléfono un par de veces

con David para ultimar detalles. Acordamos vernos a la una de la madrugada

en el terraplén donde habíamos realizado nuestras primeras prácticas. En casa

dije que me quedaría con él esa noche para salir a acampar muy temprano la

mañana siguiente y no alertarlos con mi ausencia. En las calles desiertas rum-

bo a San Jacinto miré el cielo despejado y sentí a través de mi abrigo imper-

meable una brisa fresca que amortiguaba el calor intenso de la tarde anterior.

David llegó diez minutos después en su volkswagen destartalado, levantando

polvo del terreno baldío. Del lado opuesto, Julián se aproximaba a pie. Revisa-

mos el interior de la única mochila que llevaríamos, abandonamos lo que no


era indispensable, acomodamos botellas de agua y barras energéticas. Puse

en el bolsillo delantero de mi pantalón una brújula, atrás el mapa y una peque-

ña linterna. David propuso no llevar ningún reloj. Intentaríamos abandonar en lo

posible todo aquello que no correspondiera a la vida bajo superficie. David bajó

primero por la embocadura, después Julián. Antes de descender, tomé una

bocanada de aire y miré la parte delantera del auto que sostenía la soga. Me

deslicé experto, con la habilidad que me habían dado las prácticas de prueba.

La oscuridad exterior se confundió de inmediato con la de adentro.

El primer tramo del túnel era bajo y angosto por lo que caminamos largo

rato encorvados hasta saltar a un altillo. El techo ganaba altura, pero la vereda

por la que podíamos andar era imprecisa. David, al tener más equilibrio y elas-
76
ticidad, iba a la vanguardia dando indicaciones del camino. La linterna alum-

braba poco, así que sólo la utilicé para mirar el mapa. Nos acostumbramos

rápido a la oscuridad. En nuestras excursiones individuales David y yo había-

mos encontrado varias posibilidades de exploración, pero no nos decidimos por

ninguna y acordamos hacerlo cuando estuviéramos los tres sobre el terreno y

que la intuición nos guiara. Yo anotaba con un lápiz el recorrido. No recuerdo

por cuánto tiempo más caminamos. Debió haber sido por horas. En medio de la

oscuridad perdí enseguida la noción del tiempo. Hablábamos poco, hacíamos

bromas de vez en cuando para relajarnos de nuestros posibles temores aunque

más bien estábamos atentos ante lo nuevo, al eco de nuestros movimientos y

de todo lo que habitara en esa larga cueva. Creo que estábamos sobre todo

asombrados. La humedad del interior me sofocó durante un tramo estrecho y

me sentí mareado, no lo comenté para no preocupar a los demás. Sólo le pedí

a David detenernos en un resquicio de luz que encontramos. Abrí el mapa, por


el trayecto deduje que estábamos cerca del centro comercial de la calle Zara-

goza e Independencia. Al suroeste de la ciudad. Me puse en cuclillas para des-

cansar. El agua con barro que escurría por el suelo ni siquiera cubría nuestro

calzado. Del boquete de luz que daba al exterior apenas distinguí el ruido de

los autos. Era domingo, probablemente cerca de las doce. Un día de verano a

esa hora, eran pocos los que se aventuraban a transitar por las calles. Julián

repartió las barras energéticas. Comimos sólo una para extender en lo posible

nuestras provisiones, pero no quedé satisfecho y pedí otra de mi reserva. Ju-

lián miró a David para tener su aprobación. Él iba a protestar, pero debió

haberme visto un poco débil porque no dijo nada. Sentía los músculos entumi-

dos y comencé a hacer ejercicios para distraer mi perceptible debilitamiento.


77
Julián, al no encontrar un sitio seco donde descansar, se recargó primero en la

pared y luego se sentó sobre el suelo húmedo. Nuestras voces, junto con el

ruido de nuestros movimientos, rebotaban por las paredes, y podíamos presen-

tir los varios caminos que se nos presentaban. David estaba serio, pero su se-

riedad correspondía a su estado en alerta de ese panorama poco evidente para

nuestra vista. Aun así, era posible percibir toda una ciudad construida bajo tie-

rra que respiraba con exhalaciones lentas y caldeadas como un dragón ador-

mecido. Un laberinto hecho a base de túneles que se ramificaban a veces sin

sentido durante su trayecto. La humedad fría y los vapores variaban según las

dimensiones de los conductos por donde nos trasladábamos, a veces a gatas,

a veces caminando. A menudo topábamos con un falso camino, un sendero

que terminaba en muro y que seguramente nos comunicaba con los cruces del

metro porque el sonido metálico de las aspas de los trenes contra las vías era

más claro, estridente, y el movimiento de los vagones sacudía con más fuerza
la construcción en la que estábamos. El estremecimiento de las paredes me

llegaba a todos los músculos, inclusive a los del rostro. Reíamos ante lo nuevo

que experimentábamos —el blancor de los dientes de David y Julián era lo úni-

co que podía ver de ellos— y hacíamos el trayecto de regreso a un camino que

nos comunicara con el resto de la ciudad. Nuestro propósito era llegar a los

túneles del centro histórico.

Debían ser las tres de la tarde y yo estaba francamente agotado. Les

pedí a los muchachos que buscáramos un acceso para descansar. Encontra-

mos una entrada amplia donde escurría menos agua. Julián y yo nos instala-

mos. Por la excitación tal vez, David parecía no estar cansado. Me pidió el pla-

no de ruta y dijo que haría una pequeña excursión a los alrededores para
78
ubicar el trayecto. Me quedé dormido por no sé cuánto tiempo. Tuve otra vez el

sueño sobre el espacio oscuro sin bordes. Luego de caminar sobre el sueño

comencé a ir a nado en aguas tranquilas y al cabo de un rato, pese a la oscuri-

dad, obtenía una visión submarina de una profundidad azulada y desierta.

Desperté de aquella oscuridad para pertenecer a otra. Por un momento no tuve

una idea clara de si estaba aún soñando o no. Sentí el cuerpo entumido por

estar en la misma posición y la humedad del ambiente me calaba en los hue-

sos. Julián aún dormía y David no estaba cerca. Me levanté, estiré brazos y

piernas, sentí un leve dolor en la extremidad izquierda. Recorrí a tientas los

alrededores y dije bajo, después en alto, el nombre de David que no respondía.

Julián despertó con mis llamados. Me acerqué a él y tropecé con la mochila

que en el último tramo cargó David. La había dejado cerca de nosotros. Saqué

de ahí una botella de agua y algo para comer más por ocio que por hambre.

Decidimos esperar un poco antes de comenzar a buscarlo por los conductos.


Julián me contó que estudiaba comunicación pero no le gustaba lo que hacía,

estaba fastidiado de su rutina en la facultad, por eso le había pedido a David

que lo integrara a la excursión. Era un tipo alto, moreno, de cuerpo fuerte. Se

adivinaba que hacía pesas. No era robusto, pero aun así me parecía que sus

movimientos eran pesados y la larga caminata lo había fatigado mucho más

que a mí. Oía casi imperceptible una lluvia quizá ligera en un sector lejano de

donde estábamos. No me preocupé porque en esos meses las lluvias suelen

ser cortas y escasas. En un momento más dejaría de oírla. Lo que no lograba

escuchar eran los pasos de David. Esperamos en un lapso que me pareció lar-

go. Nos alertó primero el chillido, luego el recorrido que nos constató la presen-

cia de decenas de ratas corriendo de sur a norte. Por suerte nosotros nos en-
79
contrábamos en un altillo y sólo pudimos sentirlas pasar abrazados de nuestras

rodillas, hechos ovillo. Algo ocurría del otro lado. Propuse a Julián que caminá-

ramos en la misma dirección que los roedores. La precipitación del agua se oía

más cercana y más fuerte. Era momento de salir, no importaba por qué verte-

dero. Julián tomó la mochila y comenzamos a andar. El cambio de circunstan-

cias me turbó un poco, me sentía desorientado. La brújula de nada servía

puesto que David se había llevado la linterna junto con el mapa. Íbamos por

rutas erróneas que nos hacían desandar el camino y elegir otras que en nada

nos aseguraban que fueran las correctas. Debía ser de noche porque ninguna

luz externa me guiaba hacia una posible salida. El agua se deslizaba rápido por

las grietas de concreto y comenzó a tomar altura. En menos de lo que pensa-

mos alcanzó nuestras rodillas. Julián empezó a desesperarse. Yo también pero

no lo dije. El agua nos hacía avanzar más lento y teníamos menos percepción

del suelo. Julián tropezó con una hendidura y se lastimó un tobillo. Lo ayudé a
incorporarse. Tomé la mochila y busqué un sitio en alto donde poder sentarnos.

Entramos a una cavidad caldeada en la que percibí olores humanos. Excre-

mentos, tal vez. Orines. Alguien o algunos habitaban allí y habían estado hacía

unas horas porque el hedor de los desechos era reciente. Seres de subterrá-

neos que fantaseé escuálidos con los ojos grandes abiertos más de lo huma-

namente posible, con las órbitas oculares perdidas por los tóxicos inhalados.

Pobre David, me dije, creía estar descubriendo un territorio ya habitado bastan-

te tiempo atrás de imaginarnos este mundo bajo nosotros. Desde mucho antes

que nosotros, incluso. No éramos más que falsos exploradores entrando a un

territorio habitado, otorgando nombres y trazando rutas que sus nativos habían

hecho de antemano sin mapa, brújula o linterna, sólo con la memoria del reco-
80
rrido cotidiano. Éramos la calca borrosa de los conquistadores españoles sobre

el continente americano. Nada habían descubierto porque mucho antes de que

ellos imaginaran a nuestros antepasados, estos ya habían soñado con naufra-

gios y catástrofes. Sentí el movimiento ligero de una persona cerca de noso-

tros, pero perdí enseguida el rumbo que tomó en medio de aquella oscuridad.

Julián no percibió nada y deduje entonces que era producto de mi delirio. No

podíamos quedarnos más tiempo detenidos, teníamos que seguir caminando

hasta encontrar una salida. El sonido del temporal era más intenso. La lluvia

golpeaba con fuerza arriba de nosotros y se filtraba en grandes cantidades. El

agua en un momento alcanzó nuestra cintura. Y la herida de Julián no sabía-

mos si sangraba o era sólo la sensación de la humedad y el agua que escurría

de su ropa. Llamar a David se había vuelto inútil. El sonido insistente de la llu-

via apagaba nuestros llamados. Julián se reintegró para seguir con la búsque-

da. Tomé la mochila y al poco rato comencé a sentirla con más peso, la co-
rriente había alcanzado altura hasta la mitad de mi espalda. La solté creyendo

que no era indispensable. Sólo saqué de ahí la soga con la que nos sujetaría-

mos para ascender.

Finalmente adiviné por el sonido más claro de los autos una salida. Co-

mo Julián no podía sostenerse bien en pie, fui yo quien lo cargó en hombros

para que abriera la boca de metal. Hicimos varios intentos pero no lograba

desprender la tapa metálica. El amigo de David estaba pesado, por lo que no

pude cargarlo por mucho tiempo. Probé sin conseguirlo, yo subido a él. El agua

iba en ascenso, le dije que sería mejor buscar otra salida, aquella por donde los

roedores y los nativos lo habían hecho, pero cuál. Debía estar cerca. Sin em-

bargo, por el sentido que tomaba la corriente adivinaba que había varios con-
81
ductos. Teníamos que ser rápidos. De pronto dejamos de caminar para ser

arrastrados por la corriente. Los conductos perdieron altura o era yo el que flo-

taba más allá de mi propia estatura, porque el techo estaba a unos palmos de

mi cabeza. Teníamos sólo un pequeño corredor de aire. Julián se oía fatigado.

Me hablaba con la voz desgarrada y, en un momento, tiró de mi camisa y me

hundió por el peso del tirón. Me sobrepuse pese a que Julián estaba asido a

mí. Busqué algo de donde él pudiera sujetarse y le indiqué algunos movimien-

tos para mantenerse a flote con la respiración uniforme; mientras yo seguía

rastreando. Julián me pidió que no lo dejara solo pero creí que así perderíamos

más tiempo. Continué a nado, palpando el techo en busca de una salida. En un

tramo encontré varias rendijas, sin embargo eran demasiado pequeñas para

emerger a la superficie. Me sujeté fuerte de una hendidura y contuve la respira-

ción por la corriente espesa que llevaba pedazos de basura y restos de anima-

les. Pensé en David, quizá él habría podido escapar de la lluvia o se encontra-


ba igual que nosotros en algún túnel lejano. Mientras cavilaba, entré a un ducto

mayor porque ya no lograba tocar las paredes y el techo ya no estaba a mi al-

cance, eso me hizo tener una esperanza. Pronto me topé con un muro. Temí

estar en un falso camino, así que deduje que había nadado en círculo y que me

había encontrado con la pared paralela a mi recorrido. Comencé a moverme

sin rumbo. Mis sentidos estaban embotados por el continuo golpear del agua-

cero y el frío de mi cuerpo en la corriente. Había perdido dirección. Quise gritar

para guiarme por el eco de mi voz, pero no pude sacar ningún sonido. En lugar

de ello, tragué agua sucia, comencé a respirar con desesperación y a manotear

hasta agotar mis fuerzas. Allí estaba, indefenso ante aquellos corredores oscu-

ros que nos habían derrotado. Su minotauro parecía cobrar por fin su tributo en
82
una contienda mal jugada por nosotros. El agua llegaba en oleadas, chocaba

contra el muro y se devolvía buscando territorio dónde expandirse, avanzando

como un animal nocturno. Yo, su presa, luchaba contra el cansancio de mi

cuerpo adormecido y sólo lograba ligeros movimientos para mantenerme a flo-

te. Traté de calmarme pensando en el río subterráneo a donde iría cuando todo

esto pasara. En la línea luminosa que refractaba el color esmeralda en el fondo

de las aguas donde habían estado los exploradores. Cerré los ojos para atraer

con fuerza la imagen, evitar la sensación de la corriente en ascenso y la de mi

cabeza que ya topaba contra el techo. Mis respiraciones se tornaron agitadas y

no pude concentrarme. Afuera, la lluvia se convirtió en un sonido monocorde

cada vez más lejano porque, vencido, solté la cuerda que nos ayudaría a salir a

la superficie. Y relajé los músculos de mi cuerpo para abandonarme en lo pro-

fundo del lecho acuoso de aquel laberinto.


RAÚL LEIS R.
(Panamá)

MISTER WHITE

Mister Jonathan Stephen White recorre diariamente los quinientos me-

tros de calle que separan su casa de la tienda del chino, sin que necesariamen-

te tenga algo que comprar.

Lo hace muy lentamente pues no tiene alternativa. Mister White, des-

pués de jubilarse de la Compañía del Canal, sufrió un derrame cerebral que le


83
paralizó el lado derecho de su cuerpo, fatigado y erosionado por el trabajo ru-

do. Él mismo talló con su mano sana su rústico bastón de palo de guayaba,

que ahora es el apoyo imprescindible para moverse pulgada a pulgada, esqui-

vando los huecos de la calle. A su lado pasan raudos a distintas velocidades,

pero siempre más rápido que él, los caminantes, bicicletas, patines, patinetas,

perros, autos y buses que le arrojan nubes de polvo o ráfagas de barro, según

sea la estación del año.

Pero a él no le importa eso. Él sale y siempre llega a donde va, luego

regresa a su casa al mismo paso, y el otro día es lo mismo de lo mismo. En

su caminar se mueve muy lentamente el paisaje de la calle, lo que le permite

observar los detalles que se perderían con la velocidad. Él aprecia como la

lluvia decolora cada día esas bardas tan bien pintadas en la navidad pasada.

O el colibrí tornasolado suspendido sobre una flor amarilla. O el congo de


avispas en el tronco del guayacán. O como maduran los mangos del vecino

de aquí, los akee del vecino de allá o la cabeza de guineo patriota del vecino

de acullá.

Por ir tan despacio, a Mister White le alcanza más fácilmente la nube de

los recuerdos. Saborea los años de trabajo en el mantenimiento de las com-

puertas monumentales y los miles de remaches que colocó en su vida. Tiene

siempre presente a su mujer que se le adelantó en el viaje postrero. A sus hijos

que reviven en dos postales y tres tarjetas al año, o de vez en cuando surgen

como voces lejanas que le hablan por el hilo telefónico, acerca del frío que

hace en los “states”. Siempre finalizan la llamada con promesas de pronto re-

torno, que nunca se cumplen.


84
Un día, el muchacho más deportista del barrio, pero también el más

atrevido y vanidoso, lo rebasa mientras pica una bola de baloncesto. Se da

vuelta e imita el paso de Mister White. Le invita socarronamente a una compe-

tencia: a ver quién llega primero a la tienda del chino, y le apuesta una cerveza

bien fría. Mister White espanta la nube de recuerdos; le hacen apretar los dien-

tes. Murmura que acepta aunque ya no toma cerveza. Varios vecinos escuchan

desde sus casas la conversación y se ríen de un duelo tan desigual. El mucha-

cho se adelanta de un salto, con una piedra marca en la calle el punto de parti-

da, espera a Mister White y cuando está junto a él, grita:

–En sus marcas. ¡Ya! …

En dos trancadas el joven se pone diez metros adelante. Aburrido del

lento paso del anciano se desvía más adelante. Se detiene en el portal de la

casa de una amiga, a la que le prometió enseñarle sus trofeos deportivos. Lue-

go se estaciona en otra casa y compra un duro de coco. Mientras saborea el


refrescante, se junta con un par de amigos para hacer práctica de enceste, en

un aro colgado en lo alto de un garaje.

Al rato recuerda la competencia y acompañado por sus amigos corre a la

tienda. En medio de un coro de risotadas de los presentes, encuentra a Mister Whi-

te sentado donde siempre, sobre una caja de sodas vacía con un refresco a medio

consumir en la mano y una sonrisa de oreja a oreja. El muchacho paga sin chistar la

cuenta, obedece la señal que el viejo le hace para que se siente en otra caja junto a

él, y escucha en silencio, al igual que los otros parroquianos, como Mister White –

negro impedido jubilado de la Zona– les cuenta muy lentamente, subrayando las

palabras con su bastón de palo de guayaba, la fábula de la tortuga y la liebre.

85

VERANERA MORADA

El muchacho montado en su bicicleta apenas redujo la velocidad para

gritarme:

–¡Oiga, dice don Fede que lo está esperando, para tomar café…!

Le agradecí con una seña que no vio, terminé de alistarme y salí de mi

casa, rumbo a la de Federico Sánchez.

Él vive veintitrés casas después de la mía, entre cuatro paredes de ladri-

llos de cemento bajo un techo de tejas coloradas, que un abuelo santeño mol-

deó una a una sobre sus muslos, hace muchos lustros.

La casa está recostada a un patio sombreado con un mango nuevo y

un viejo tamarindo. Toco la puerta y el viejo me grita que pase. Él está en la


cocina, donde vierte el agua hirviendo en el colador de café que penetra la

casa con el aroma.

Sorbemos el café repartido en dos tazas, endulzado con raspadura.

–¡Qué bueno está el café…! ¿Quién era el tal Jacinto Morales? –pregunto.

Don Fede suspira con el último buche de café que de caliente le agua

los ojos. Me mira con sus ojos inquisitivos achicándose por el humo de la pipa.

–¿Para qué quieres saberlo?

–Es pura curiosidad. La otra vez me adelantó que él vivió en esta casa

antes que usted, y me prometió platicármelo en la siguiente visita. Aquí estoy,

pues –le digo, mientras le alcanzo la bacinilla para que escupa la saliva

achocolatada.
86
–Pues sabrás que la historia no es nada agradable. Jacinto Morales era

un matón que asoló las tierras altas de Chiriquí, hace bastantes años. Se le

atribuyen arriba de la veintena de las muertes confirmadas. El último cometió

cuando andaba tras un hombre que le debía algo y por eso quería sacarlo del

mundo de los vivos.

La pipa crepita. Don Fede enciende otro fósforo y nos quedamos calla-

dos. Miramos la llama en la penumbra del atardecer. Recuerdo cuando Federi-

co me contó sobre la bocaracá amarilla, una serpiente tan brava que cuando se

quema el monte en el verano cree ver en las llamas a un contrincante y se lan-

za contra ellas muriendo calcinada.

–Pues sí –prosigue–. Jacinto no podía olvidar la afrenta que ese hombre

le había hecho al acostarse con una de sus mujeres y lo sentenció a muerte. Lo

buscó a sol y sombra. El olor del miedo lo condujo hasta el pueblo donde éste

estaba escondido.
Morales llegó a medianoche, en medio de un temporal. Se guareció bajo

un palo de nance frente a la casa donde estaba su víctima y esperó el momen-

to propicio. El hombre se despertó sobresaltado con el estruendo del coro de

cientos de totorrones, extrañado porque cantaran en esa época del año. Algo

más lo sacó del sueño. Presentía como si una fiera lo acechaba y le pesaba su

decisión de regresar a su pueblo, pues Jacinto Morales andaba tras su huella.

Lo detectó al otear por la ventana a la cortina lluviosa que arropaba la noche en

el momento cuando la flama que encendió un cigarrillo iluminó por medio se-

gundo el rostro curtido del asesino. Los totorrones callaron al unísono. El hom-

bre terremoteó de pavor y sintió el epicentro del miedo en el corazón. Sabía

que pronto Jacinto entraría por él.


87
Titubeó un instante antes de despertar suavemente a su mujer que con

señas y susurros le señaló una ventana trasera por donde podían escapar y

llevarse al niño que dormía en un moisés. El hombre le gesticuló que no, que la

criatura se despertaría, lloraría y los denunciaría. Le musitó que no le iba a su-

ceder nada al niño, pues el negocio de Jacinto Morales era con él, que ella de-

bería acompañarlo pues podría por venganza violentarla si la dejaba sola. Al

irse Jacinto, regresarían por el niño o le pedirían a algún familiar que lo recogie-

ra después. Ambos salieron sigilosamente a esconderse en un lugar que sólo

el hombre conocía.

Jacinto olfateó que algo sucedía e irrumpió machete en mano en el único

cuarto del rancho. Como una fiera buscó a su víctima. Al convencerse que no

estaba, que había escapado de su furia, quiso acallar el llanto del niño que

despertó con el estruendo, y descargó su ira contra la criatura que se agitaba

dentro del moisés.


–¡Qué cobardía! –digo.

–Pues sí. Jacinto nunca había matado a nadie por la espalda, y menos

había atacado a un niño o persona indefensa. No era un ladrón ni delincuente,

sino un guapo, un hombre agresivo y rencoroso que arreglaba por las malas las

deudas de honor y los líos de faldas. Gustaba de duelos y desafíos de valor.

Nadie se atrevía a mirarlo a la cara, y menos aún en un baile sacar a la mujer

que sabían le agradaba, y en una pelea de gallos era una locura apostar contra

su ave predilecta. A su paso nadie reía o ni siquiera sonreía, pues Jacinto

podía interpretarlo como mofa a su persona. El filo de su machete lanzó al otro

mundo a muchos varones, pues era diestro en hacerle el trabajo a la parca.

Cuando la sangre del cuerpecito destrozado pintó rosas rojas en su guayabera


88
sudada, soltó el machete y salió despavorido del lugar. Después en el resto de

su vida no mató ni a un mosquito.

–¿Cómo vino a dar acá?

–Huyendo pues... Se cambió de nombre, consiguió un trabajo y poquito

a poco construyó esta casa. Aquí murió.

–¿Y cómo murió? ¿Usted lo sabe, Federico?

–Ahora te cuento...

–¿Lo asesinaron?

–A mí me tocó conocerlo en sus últimos días, pues andaba en el trámite

de comprarle la casa. Decidió venderla para regresar a su pueblo y morir allá.

–¿Nadie lo visitaba?

–Nadie. Sentado ahí donde estás tú me contó su vida, y en especial el

último de sus crímenes. Estaba en los puros huesos y tan débil que casi no

podía caminar.
–¿La vejez?

–No era viejo, más bien de edad madura. Me contó que su problema era

el no poder comer.

–¿Una enfermedad?

–No lo dejaban comer. Cada vez que Jacinto Morales levantaba la cuchara con

la comida, un niñito venía y se la quitaba de la boca. El pelaíto venía de la nada

y le tomaba suavemente el tenedor, y como jugando conseguía que el trozo de

carne regresara al plato. Cada vez que iba a beber un vaso de leche el niño

aparecía, le levantaba uno a uno los dedos del envase y se lo quitaba de la

mano, luego la criaturita corría trastabillando como si aprendiera a caminar, y

riendo echaba la leche en la veranera rellena de flor blanca. Ésa que está allá.
89
¿La ves? –señaló Federico, disparándome con certeza un chorro de humo.
DAVID C. RÓBINSON
(Panamá)

LA SERVILLETA

Una servilleta rayada con un nombre y un número telefónico. Ella en el

cuarto de baño. Y mientras orinaba, ella leía y releía lo escrito en el papel por el

mejor cliente de la noche anterior. Según aquel tipo, él podría sacarla de la “vi-

da fácil” y llevarla a una vida verdaderamente fácil. Fue muy vehemente al

reiterar sus intenciones para con ella. Él estaba ebrio. Ella no. Una servilleta
90
rayada. Ella en el cuarto de baño. Ella y una servilleta arrugada y mojada. Una

servilleta que huye en el remolino del inodoro.


ALICE DIANA VIVEROS
(Paraguay)

FETICHISMO POST MORTEM

Amaba tanto, con tanto fervor a su vehículo, que en sus últimos suspi-

ros, y tras el accidente automovilístico que sufrió pidió ser enterrado dentro del

mismo (o de lo que del mismo quedaba). Tal fue su última voluntad y tal se dio:

actualmente –y que corta la memoria humana– pocos conocen el origen de ese

majestuoso túmulo mortuorio con forma de pirámide escalonada arraigado en


91
un rincón del cementerio.
TANYA TYNJÄLÄ
(Perú)

EL CABALLO ARDIENTE

El Caballo Ardiente regala su lengua a doncellas y brujas. Entrega su

savia aunque se sequen sus vetas y vaga sin rumbo buscando el sueño. Pero

el mundo gira y la arena cae desorbitando sus ojos. (Aún recuerdo la ternura de

su cuello).

No pretendas cabalgarlo al verlo pasar, detén su marcha descarriada.


92
No mires sólo el pétalo de su piel o la luna de su cadera o el mármol de sus

muslos. Mira la sal en sus mejillas, el grito en sus pupilas y el azul en su alma.

Limpia la sangre de su camino, llévalo a descansar entre las amapolas,

dale de beber con tus manos el agua pura del olvido, antes de que deje de ver

las estrellas.
MANUEL CHAPUSEAUX
(República Dominicana)

PREGUNTAS

¿Quién eres tú? Preguntó ella ¿Y tú? Respondió él. Yo pregunté prime-

ro, dijo ella. Sí, pero yo lo hice con más convicción, ripostó él. Pero mi pregunta

fue más explícita, replicó ella. Y la mía más precisa y exacta, argumentó él. La

mía expresaba más, intentó ella. Pero la mía sugería más, apresuró él... En eso

estuvieron hasta que ambos olvidaron cuál había sido la pregunta que se hicie-
93
ron. Entonces se miraron en silencio y ahí, sin proponérselo, encontraron todas

sus respuestas.
BEATRIZ COCINA
(Uruguay)

UNA MARIPOSA

Se debatía entre la rutina y la nada; del televisor a la oficina. De allí

a la soledad.

Una tarde de primavera, en la ventana del vetusto lugar, revoloteaba una

mariposa. Levantó la mirada de los papeles; la observó volar graciosa y libre.

Apoyó su mano sobre el vidrio con tal timidez que la mariposa se posó
94
entre sus dedos. Sonrió. Intentó acariciarla.

De pronto sintió seca la boca; tuvo dificultad para tragar; tembló.

Retiró con rapidez la mano de la ventana, inclinó la cabeza sobre los pa-

peles y se dijo:

–No me gusta… ¡¡es tan fría!!


VIVIAN WATSON
(Venezuela / España)

EL ACCIDENTE

El payaso se sentó frente al espejo y comenzó a desmaquillarse. Pri-

mero la boca roja, luego las mejillas blancas y finalmente los ojos delineados

en negro, y de nuevo apareció un rostro desconocido devolviéndole una mira-

da triste, un hombrecito sin más, sólo un par de ojos oscuros, nariz corriente y

boca desdibujada. Después de tantos años ya no recordaba su rostro original,


95
pero una cosa era cierta: no era éste. Recogió sus cosas y salió del camerino.

Mañana. Seguro que mañana, al desmaquillarse, volvía a aparecer su rostro,

el que había perdido, el verdadero.

IGUALDAD

El atasco, la reunión de las diez, la presentación desastrosa, el maldito

ordenador dando problemas de nuevo, el dentista del niño (“¿otra vez?”, pre-

guntó el jefe) y la lavadora rota, enumeró mentalmente mientras recibía el beso

del marido, menudo día, qué había de cenar, preguntó él, tras dejarse caer en

el sofá y encender mecánicamente el televisor. Y ella apareció en la sala con

su delantal y una bandeja, gazpacho, querido, dijo, y lentamente vertió el líqui-


do espeso y rojo sobre el hombre estupefacto, sin importarle las manchas que

a fin de cuentas no pensaba limpiar nunca, pero nunca más.

96
ÍNDICE
LOS LIBROS DE LAS GAVIOTAS

CUENTOS: HECHIZOS Y EXTRAPOLACIONES / J. V. M. G.

CUENTOS IBEROAMERICANOS:

SILVIA BRAUN (Argentina)


LA PALABRA

ANALÍA PASCANER (Argentina)


LA LOCURA Y LA MOSCA
UN SOPLO DE LUZ

MAR PFEIFFER (Argentina)


CASAS DE ARAÑAS
LA LÁMPARA

LILIANA SAVOIA (Argentina)


ALIMENTO TENTADOR
CUERPOS DE PORCELANA
EL RÍO Y LOS ROSTROS

FERNANDO SORRENTINO (Argentina) 97


LA LECCIÓN

LUIS ALBERTO PORTUGAL DURÁN (Bolivia)


EL ECO DE LA LLUVIA
EL JARDÍN DE LOS ECOS

JULIO CÉSAR PÉREZ MÉNDEZ (Colombia)


ESCORPIONES
PROCESOS PEDAGÓGICOS

MAYDA BUSTAMANTE (Cuba/España)


LA SILLA
CUERDA PARA UN SINSONTE
ESTUPOR
LA PERCHA

FRANCISCO GARZÓN CÉSPEDES (Cuba/España)


ÉL Y ELLA Y EL HUMO ROJO
ÉL QUE LA ESPÍA A ELLA QUE ESCRIBE
ELLA DIBUJA Y ÉL VUELVE A VER LA GOTA
ÉL Y ELLA Y EL HILO DE TINTA
ELLA, Y ÉL Y SUS TRES MACETEROS
ÉL Y ELLA Y LA OFRENDA
ELLA Y ÉL Y LA HORMIGA EN LA MESA

MÁXIMO ACUÑA CARVALLO (Chile)


BUEN DÍA

EDUARDO ARES (España, Madrid)


DESACOSTUMBRAMIENTO
FINIS MUNDI
SEGUNDO EN BLANCO
NOEMÍ BENITO SÁNCHEZ MONGE (España, Toledo)
EGOÍSTA
SECRETO
TEMORES

ELENA ARRIBAS DELGADO (España, Valladolid/Madrid)


A BOCAJARRO
BUENAS NOCHES
DESCONECTAR
EL SOL SALE POR EL ESTE
LA MÚSICA

DAVID CARRETERO (España, Madrid)


CASA DESHABITADA
ENIGMA
TESOROS

SALOMÉ GUADALUPE INGELMO (España, Madrid)


SUEÑAN LOS NIÑOS ALDEANOS CON LIBÉLULAS METÁLICAS

FÁTIMA MARTÍNEZ CORTIJO (España, Madrid)


ENTRE SOMBRAS
NUEVO LABERINTO
¿SÓLO?
PAQUETE TURÍSTICO
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MÓNICA RODRÍGUEZ JIMÉNEZ (España, Madrid)
LA INMUTABILIDAD DE LA ESENCIA
DE CÓMO SE QUISO DECAPITAR A UNA PROCESIÓN DE HORMIGAS

LOLA SANABRIA (España, Córdoba/Madrid)


LA ESPERA
METAMORFOSIS
PECADOS CAPITALES
VENGANZA

JUAN YANES (España, Islas Canarias)


LAS AMOROSAS CRUELDADES
REALIDAD SÚBITA

BENJAMÍN GAVARRE (México)


AL FINAL
CÍRCULO

MERCEDES GÓMEZ BENET (México)


MARIPOSA DESPISTADA

OBED GONZÁLEZ MORENO (México)


DESPERTÓ
LA AVENTURA DE TODAS LAS NOCHES

LILIANA PEDROZA (México)


SUBTERRÁNEOS

RAÚL LEIS R. (Panamá)


MISTER WHITE
VERANERA MORADA
DAVID C. RÓBINSON (Panamá)
LA SERVILLETA

ALICE DIANA VIVEROS (Paraguay)


FETICHISMO POST MORTEM

TANYA TYNJÄLÄ (Perú)


EL CABALLO ARDIENTE

MANUEL CHAPUSEAUX (República Dominicana)


PREGUNTAS

BEATRIZ COCINA (Uruguay)


UNA MARIPOSA

VIVIAN WATSON (Venezuela/España)


EL ACCIDENTE
IGUALDAD

99
100
MARTÍNEZ GIL, José Víctor (México, 1967). Premio Iberoamericano “Chamán” / España/México 2005. Premio
Comunicarte / Uruguay 2009. Medalla de Honor del CELCIT entregada en Almagro / Ciudad del Teatro / Espa-
ña 2011. Uno de los más prestigiosos artistas contemporáneos de lo oral, tanto para niñas y niños como para
adultos y jóvenes. Narrador oral escénico, profesor y experto internacional en oralidad y comunicación.
Escritor. Es el Director Ejecutivo de la CIINOE y de sus eventos en varios países. Es el Director Artístico de
la Compañía la Aventura de Reinventar (CIINOE). Trabaja desde hace años con Arte Promociones Artísticas
(PROMOART) en diferentes proyectos de esta gestora cultural y, entre otras instituciones, colabora con los
Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja, con Entrebastidores, con el Máster Arteterapia del Instituto de Socio-
logía y Psicología Aplicadas, y con la Universidad Complutense de Madrid... Ha sido Jurado de Premios Inter-
nacionales de Oralidad o Literatura, y recientemente del Concurso Literario Bonaventuriano de Poesía y Cuen-
to de la Universidad de San Buenaventura – Cali, Colombia, de cuyo libro 2010 escribió el prólogo, y del
Concurso Literario Internacional “Ángel Ganivet” de la Asociación de Países Amigos, Finlandia. Ha desbordado
de público teatros, salas, de la Península y Canarias, de Valladolid a Madrid, de León a Málaga, de Albacete a
Cuenca, de La Palma a Zaragoza, de San Lorenzo de El Escorial a Barcelona… Participando con gran brillan-
tez en otras acciones en Bilbao, Salamanca, San Sebastián… Ha narrado con éxito tanto en España y México
como en Alemania; Argentina, Finlandia, Italia, Suiza, Uruguay, Venezuela… En México y Suiza en espacios
como la Sala “Manuel M. Ponce” del Palacio de Bellas Artes de México y la Maison de Quartier de la Junction
(Ginebra). En Madrid, codirigido por Francisco Garzón Céspedes, ha triunfado en el Teatro Fernán Gómez /
Centro de Arte, en Casa de América (Clausura del Aula Iberoamericana para los Niños ante el Cuerpo Di-
plomático) –donde de nuevo en el 2011 desbordó de público su Auditorio con el espectáculo Cuentos y Jue-
gos- y en el Instituto de Lenguaje y Desarrollo; en las aulas magnas de la Universidad Complutense de Madrid
–donde ha codirigido un curso de extensión durante ocho años y una Muestra desde 1998 hasta la actualidad-
y de la Carlos III, y por tres años en las Galas de los Cursos de Verano de la UCM en El Escorial. Televisión y
radio lo han entrevistado numerosas veces y dedicado espacios a sus narraciones: del Informativo Telenoticias
/ TELEMADRID a Radio Exterior de España, de TVE2 a Radio Nacional, y más recientemente en Miradas 2 de
TVE. Ha realizado viajes para impartir cursos y presentarse, u otros de investigación sobre la oralidad, a: Ale- 101
mania, Argentina, Finlandia, Francia, Inglaterra, Italia, Marruecos, Portugal, Suiza, Túnez, Uruguay, Venezuela
y por España. Con frecuencia cuenta en los colegios e institutos de enseñanza media españoles o con las
universidades, siempre con éxito. Ejerció de anfitrión de la Muestra (NOE) en el Festival Internacional de las
Artes de Albacete 2007. Hace poco fue incluido con varios textos en la Antología Mil y un cuentos de una
línea, Aloe Azid, Thule Ediciones, Barcelona, y en La Pájara Pinta de la Asociación Prometeo de Poesía (Es-
paña). Ha publicado los libros de hiperbrevedades y brevedades narrativas La línea entre el agua y el aire y La
solidez de lo invisible, y los cuadernos Diecisiete veces ja –con los textos traducidos al italiano y al inglés– y
Contando los dedos del ciempiés. Y en fecha reciente fue incluido en un número antológico sobre microficción
iberoamericana de Asfáltica (México). Ha dado conferencias, participado en mesas redondas y coloquios o
presentado espectáculos, de la Biblioteca Nacional (Uruguay) al Ateneo Español (Suiza), del Instituto de Len-
guaje y Desarrollo (Madrid) a la Capilla Alfonsina de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes INBA /
CNCA (México) y a las Embajadas de México (Uruguay, Alemania, España). Y, entre mucho más, en el 2009,
el Primer Encuentro Nacional de la Oralidad a la Lectura / Uruguay, del Centro Nacional Comunicarte, aseso-
rado por la CIINOE, giró en torno a sus tres cursos, presentaciones, conferencias…), ocasión en que recibió el
Premio Comunicarte 2009 a la Oralidad y la Comunicación. En el 2010 participó contando en eventos interna-
cionales como la Convención Gobernanza de Ciudades por el Mediterráneo de la Fundación Baile de Civilizacio-
nes y la Comuna de Cagliari en Cerdeña, inaugurando con sus historias el Congreso por la Paz de ese evento
junto a Francisco Garzón Céspedes, y en el reconocido Festival Berliner Märchentage donde contó, además de
en la Embajada de México en Alemania con adultos, con niñas y niños y adolecentes, en el Instituto Latinoameri-
cano de la Universidad Libre de Berlín. En el 2010 cerró con un espectáculo las celebraciones del Bicentenario
(Independencia) y el Centenario (Revolución) en el Instituto de México en Madrid. En el 2011 se presentó en el
Auditorio de Caixa Forum dentro de la celebración del III Aniversario de la Fundación Baile de Civilizaciones y en
el Espacio Fuentetaja de la Librería Fuentetaja dentro de “Contar con Madrid”, así como en la Feria del Libro de
Madrid con la UCM. En el 2011 el CELCIT, por su 35 Aniversario, además de otorgarle su Medalla, lo nombró
en España, Miembro Honorario. La prensa y la crítica le han dedicado elogios tales como: “enloqueció al públi-
co e hizo que la sala se volcara”. Cuenta y es divertido, entrañable e impactante.
102
TÍTULOS EDITADOS EN LA COLECCIÓN
LOS LIBROS DE LAS GAVIOTAS

1. Garzón Céspedes, Francisco / De la soledad al amor vuelan gaviotas


Poemas / Poemas visuales

2. Martínez Gil, José Víctor / La línea entre el agua y el aire


Cuentos hiperbreves

3. Garzón Céspedes, Francisco / Normales los sobrevivientes / Cuentos


para dos mordiscos / Cuentos breves e hiperbreves

4. Martínez Gil, José Víctor / La solidez de lo invisible


Cuentos hiperbreves y breves

5. Vieira, Maruja / Todo el amor buscando mi corazón / Poemas

6. Martí, José / La edad de oro / Libro/revista para niñas y niños

7. Quiroga, Horacio / Cuentos de la Selva / Cuentos

8. Leis R., Raúl / Cinco cuentos de la calle / Cuentos

9. Garzón Céspedes, Francisco / Historias de nunca acabar


hiperbreves contemporáneas / Cuentos de nunca acabar
103
10. Marín, Thelvia / En la luna del espejo / Poemas

11. Garzón Céspedes, Francisco / Monólogos de amor por donde cruzan


gaviotas / Teatro poético

12. Aristóteles / Poética / Teoría

Números extraordinarios

I. Concurso Internacional de Microficción “Garzón Céspedes” 2007


Polen para fecundar manantiales / Cuentos, poemas, monólogos hiperbreves

II. Concurso Internacional de Microtextos “Garzón Céspedes” 2008


La tinta veloz del ciempiés. Cuentos de nunca acabar, dichos y pensamientos.

III. Dossier: La fórmula infinita del cuento de nunca acabar


Garzón Céspedes, Francisco / Textos teóricos, técnicos, literarios y visuales
del autor, recopilación de nunca acabar de las tradiciones más ficción actual:
· Manifiesto y Decálogo del cuento de nunca acabar (F. G. C.)
· Antología esencial del cuento de nunca acabar de las tradiciones (F. G. C.)
· Cuentos y cuentos visuales de nunca acabar / Cuentos hasta el infinito (F. G. C.)
· Fuerzas / Hiperbrevedades de nunca acabar (J. V. M. G.)
· Premios y Menciones: Concurso Internacional de Microtextos / Del Cuento
de nunca acabar “Garzón Céspedes” 2008 / 69 autores de diez países

IV. Colección Gaviotas de Azogue / Primera Temporada


Números 1 – 25 / Julio – Diciembre 2007 / Edición 2009
Textos de ficción de Francisco Garzón Céspedes,
de escritores de otras épocas y de contemporáneos, junto a algunos textos
testimoniales, tradiciones... Ellhumor o el drama de los textos…
V. Colección Gaviotas de Azogue / Segunda Temporada
Números 26 – 50 / Enero – Junio 2008 / Edición 2009
Textos de ficción de Francisco Garzón Céspedes,
de escritores de otras épocas y contemporáneos, tradiciones…l
es unos,
VI. Garzón Céspedes, Francisco / Entrevistado
La oralidad es la suma de la vida / Testimonio / Periodismo / Documentos

VII. Concurso Internacional de Microficción para Niñas y Niños


“Garzón Céspedes” 2009 / Brevísimos pasos de gigantes
Cuentos, poemas, monólogos teatrales hiperbreves para niñas y niños

VIII. Garzón Céspedes, Francisco / Oralidad es comunicación


Teoría y técnica de la oralidad escénica

IX. Ardila, Jhon / Oralidad, oralidad narradora artística y transformación social


Ensayo
X. Martínez Gil, José Víctor / Antología de cuentos iberoamericanos en vuelo
Cuentos, cuentos breves e hiperbreves de 30 autores de 13 países

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OTRA DIMENSIÓN DE LA COLECCIÓN GAVIOTAS DE AZOGUE
Número Extraordinario X
ANTOLOGÍA DE CUENTOS IBEROAMERICANOS EN VUELO
Selección de José Víctor Martínez Gil

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