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Cartas
Por
L. Ricardo Muñoz
PRÓLOGO
PRIMERA CARTA
SEGUNDA CARTA
Rosa solía estar dentro de la galería de arte, que había instalado junto con
su marido dentro de la casa, un tiempo atrás, toda la tarde. Ambos lo hicieron
con el fin de que la señorita retomara nuevamente el pincel y el lienzo. Ella
tenía mucho talento y él, como todo artista empedernido, la apoyaba en todo lo
que fuese necesario para que ella cumpliera su sueño de montar su propia
galería artística. Era, además, la típica artista de inspiración y no de
dedicación. Podría hoy entrar a la habitación y salir ocho horas después con
todas las manos llena de pintura y una sonrisa hermosa de satisfacción que
enamoraba cada día más a Víctor. Así como, también, abandonar los pinceles
por semanas y meses y no tener remordimiento alguno de ello. Víctor la
regañaba y le decía que los grandes artistas se formaron con constancia y
dedicación y que, de no ser por la sistematización de sus pasiones, no habrían
conseguido tan increíbles logros a lo largo de su existencia.
―Me parece una maravilla tus trazos y el cómo te desenvuelves en ellos.
Ustedes los pintores son tal y como los escritores. ―Dijo Víctor un día, en
clases de pintura. Nunca dejaba de elogiar el talento de Rosalía―. Pintan con
precisión y orden y, aunque al principio no tiene forma alguna, finalmente,
hacen maravillas. Nosotros, en cambio, escribimos con precisión y orden y, de
la misma forma, finalmente, luego del desastre, hacemos maravillas. Y es
increíble el hecho de que ambos mundos están tan relacionados y tan
distanciados a la vez. Finalmente ambos son arte y eso es lo que
verdaderamente debería de importar, ¿no?
Rosalía no hacía más que sonreír. No dejaba de pintar jamás.
―Podría decirse, claro, que tienes razón. ―Respondió Rosalía mientras le
daba algunos retoques a su pintura. Sin embargo, querido Víctor, la diferencia
entre ambos mundos es que tú (el escritor) creas los mundos y, en cambio, yo
(la pintora), los hago realidad.
El par de artistas se querían como nadie y, al mismo tiempo, se odiaban
como ninguno. Eran el par más dispar de la facultad y, sin embargo la pareja
más envidiable de todas. Ambos buscaban superarse el uno al otro con sus
increíbles talentos. Muchas veces, cuando recién se iban conociendo, Rosa le
regalaba algunos lienzos que pintaba inspirada en los libros favoritos de Víctor
e, incluso, en él. Víctor, por su lado, cuando escribía alguna historia o relato
corto, ponía a un personaje bastante parecido a Rosalía, tanto en personalidad,
como físicamente. Ambos se amaban de la manera más artística posible y, por
lo tanto, su final fue tan dramático y pintoresco como jamás pudo haber sido.
Aquella habitación estaba compuesta por algunas réplicas y originales
colgados en paredes blancas para que resaltase cada color de las mismas. La
habitación tenía un ventanal en vista al jardín por el que pasaba bastante luz.
Algunos cuadros estaban perfectamente posicionados para dar una impresión
de grandeza y admiración. Como, por ejemplo, el cuadro ‹‹El dormitorio de
Arlés›› de Vincent Van Gogh. Era una réplica bastante bien hecha y costosa
que había conseguido en una subasta. Era su más grande posesión y su mayor
inspiración a la hora de pintar. No le concebía como la gran obra de arte de
todos los siglos, sino, todo lo contrario. Era la simplicidad y el detalle de los
trazos que podía dejar a Rosalía atrapada por más de veinte minutos, cada día.
No entendía qué había en aquel arte postimpresionista que le cautivaba tanto.
Incluso, a veces, cuando pintaba, lo hacía con la idea de que era un joven
Vincent, en aquella habitación francesa, fría y solitaria, pintando su propio
dormitorio para darle, al fin, un aire pintoresco.
Días como hoy, se sentía como un joven Vincent. En una habitación fría y
solitaria, buscando enmarcarla en un lienzo. Se sentía cómo aquél joven
Vincent que se inundaba en la melancolía y tristeza y era sometido por
aquellos largos trazos de soledad y desolación. Buscaba, al igual que él,
mostrar su sentimiento por medio de alguna pintura. Pero no era más que
agarrar un pincel, para que fuese suficiente motivo de romper a llorar y, una
vez más, pensar que, realmente, no era tan buena para ello. Mas sin embargo, a
pesar de todo ello, Rosalía tenía un boceto ya listo para lo que sería otro
cuadro más de su creación. Era una mujer, sentada en una silla mecedora, en lo
que parecía ser una biblioteca dentro de su casa. Su mirada estaba además de
apagada y triste, centrada en lo que debía ser una biblia. Se veía un semblante
oscuro dentro del hogar y, fuera de él, a través de una ventana, se veía el frío
anochecer atacado por una gran tormenta. Además, fuera de la casa, también,
se veía una silueta de una persona. No se distinguía el sexo, ni la edad, apenas
la altura. Miraba hacia adentro con la misma apariencia espectral y
omnipotente de cualquier deidad maligna. Afuera en la fría lluvia, la larga
sombra, acechaba a la inocente y deprimida mujer.
Rosalía se sentía, al igual que en el cuadro, acechada por la soledad y la
desesperación, buscando el más mínimo motivo para entrar en su hogar y
arrebatarle, de una vez por todas, la poca cordura que quedaba en ella. Aquel
sentimiento de soledad la impulsaba a escaparse unos cuantos días a casa de
sus padres, fuera de la ciudad. Sin embargo, amaba tanto estar dentro de su
casa, que procuraba estar más ocupada para pensar menos en aquellas
nimiedades, que fuera de ella e inundada en tristeza.
Cuando Rosalía volvió a tocar el piano, la paz interior que sintió dentro de
sí fue tanta, que entendió el refugio que utilizaba la gente en la religión. En su
niñez tocaba el piano con tanta constancia, que obtuvo bastante experiencia
para cuando cumplió sus 15 años de edad. Era parte de la orquesta juvenil de
su país y, además, del orgullo de toda la familia. Cuando empezó la
universidad, lamentablemente, tuvo que dejar atrás las clases y dedicarse de
lleno a su nuevo proyecto. Esto fue para ella un gran golpe al corazón, pues, a
pesar de algunos problemas que tiene todo músico, decía que el piano era su
vida. Sin embargo, Rosalía solía tocarlo cuando llegaba a su casa, luego de
clases, con aquella emoción producto del amor que recién comenzaba a sentir
por Víctor. Ahora, lo hace con aquella melancolía que le dejó la partida de su
querido ex esposo.
Habían pasado ya, aproximadamente, ocho días después de la primera
carta. Rosa ya había olvidado medianamente la misma y no le daba más
cabeza a ello. Tenía la mente centrada en el piano y sus pinturas. Se sentía
verdaderamente feliz de volver a lo que le gustaba y, además, le ayudaba lo
suficiente para mantener la mente distraída de lo que le mortificaba la vida.
El que la primera carta le dejase tan atónita y sorprendida, no fue, sino, el
hecho de que la misma fue redactada justo como lo hacía Víctor al escribir
algún poema. Este acto le heló la sangre de manera atroz, pues, no entendía
cómo alguien podría ser tan cruel para hacerle algo así. Pasó por su mente que
quizá sería alguna broma de uno de los amigos de Víctor, pero no creyó que
alguno jamás sería capaz de hacer una cosa así. Además, el hecho de que debía
de esperar 9 cartas más, le impacientaba demasiado.
Esa misma tarde, después de pasar todo el día pintando dentro de aquella
habitación blanca, fue interrumpida de forma abrupta cuando, de repente,
tocaron la puerta principal del hogar de forma exagerada para alguien a quién
no está buscando la policía. Rosalía se inquietó bastante e, incluso, pensó en
salir corriendo para esconderse. Tras un par de minutos eternos, el golpeteo
incesante en la puerta paró y volvió el silencio escandaloso y abrumador que
acostumbra rondar por las calles del vecindario. A Rosa casi se le salía el
corazón del susto y, realmente, no tenía ni las más mínimas ganas de salir a
ver quién podría ser el que tocaba la puerta de tal manera. La policía no podría
ser porque nunca tuvo algún problema con la ley, un familiar desesperado
menos porque sólo tenía contacto con sus padres y algunos tíos cercanos. Rosa
tenía miedo de que quizá, después de todo, fuese algún ladrón o secuestrador
que, seguramente, en aquel momento, podría estar dentro de la casa ya.
Rosalía dejó los pinceles sobre su mesilla de instrumentos y se encaminó
hacia la puerta principal, con un nudo en la garganta y unas ganas inmensas de
llorar. Era una chica con unos nervios de punta, cualquier sobresalto la hacía
correr o gritar del terror, no se acostumbró jamás a situaciones de ese estilo y,
por lo tanto, se le hacía aterrador vivirla por primera vez.
Al abrir la puerta no encontró a nadie. Rondaban las seis o siete de la tarde
y parte de la calle comenzaba a oscurecerse ya. A pesar de la puerta estar
vacía, no le quitó la incomodidad que sentía. Seguía pensando que, quizá,
alguien podría estar dentro de la casa intentando robarle o hacerle daño. Echó
un vistazo a lo largo de la calle y, al no ver a nadie más afuera, decidió entrar
nuevamente. Sin embargo, justo antes de cerrar la puerta se encontró con una
caja cerrada y una pequeña nota pegada a ella. Volvió a dar un vistazo, pensó
que vería a la persona que le dejó aquel presente. Desconfió por un momento,
se imaginó vulnerable, tomando la caja y luego siendo golpeada y amordazada
para despojarle de sus pertenencias y, después, de su vida. Tragó saliva y tomó
la caja entre sus manos, entrando finalmente a su casa.
Se sirvió un trago de vodka con hielo antes de abrir el paquete que le
esperaba. Algunos años atrás, en su época universitaria, era amante del
alcohol. Víctor, en alguna oportunidad, dentro de los primeros meses de
noviazgo, le tocó llevar a Rosalía hasta su casa por alguna borrachera mal
controlada de parte de la joven. El muchacho, en cambio, no bebía tanto. Sin
embargo, ahora que Rosalía estaba sola, había procurado dejar el licor,
empero, estos extraños regalos que le estaban llegando a su propia casa le
ponían los nervios de punta y prefería opacarlos con un poco de alcohol.
La nota que estaba pegada en la caja decía, con la misma caligrafía de
antes; ‹‹Hace algún tiempo, Cortázar escribió, cómo pensando en ti y en mí
‹‹Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para
encontrarnos. ›› Ahora, queriendo yo dejar de buscarte, porque finalmente te
he encontrado, prefiero utilizar ese tiempo que me sobra en enamorarte. ››
Rosa sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, cuando leyó la
nota. Se sentía sumamente halagada y encantada por aquellas palabras que
recibía del desconocido. Rompió la envoltura color blanco seda que cubría la
caja, para finalmente ver qué contenía la misma. Dentro de ella había una
preciosa rosa blanca junto a otra carta, encima de un hermoso vestido negro de
noche con bordados de encaje. Tomó el vestido y lo desdobló con mucho
cuidado. Era corto, más o menos un poco más abajo de la rodilla, con algunos
detalles de encaje por encima del pecho. Las mangas eran hasta los hombros,
dándole así un estilo un más juvenil. Era sumamente hermoso y, para Rosalía,
fue un increíble regalo porque, además, era justo de su talla. Dejó el vestido a
un lado y la rosa, luego de admirarla, la puso en agua para que no se
marchitara tan rápido.
Para Rosalía fue una sorpresa encontrar ese vestido dentro de la caja
porque, hacía algunos días, cuando salió a hacer compras para la casa,
encontró ese vestido en un anaquel de una tienda sumamente costosa. Pensó
que podría comprárselo algún día, pues, a pesar del precio, no sería un gran
golpe a su economía, más sin embargo, el verdadero problema era que casi no
iba a fiestas. Para ella, la muerte de su ex esposo significó un gran y verdadero
cambio rotundo a su vida entera. Era una joven con exuberantes ganas de vivir
y, justo después de aquella gran desgracia, no podía decirse lo mismo de ella.
Usualmente iba a las reuniones alocadas de sus compañeros de facultad donde
muchas veces se embriagó de forma exagerada y cuando se graduó, luego de
la muerte de Víctor, solía visitar las galerías de arte a las que sus compañeros
le invitaban para que no se sintiese tan sola. Siempre fue, para Rosalía,
aquellos gestos que hacían un cambio en su vida.
Notó la carta y tragó saliva. Le regaló un sorbo a su vodka, que ya se
encontraba rebajado por el sudor del hielo. Era más que claro que aquella era
la segunda carta de las 8 que faltaban, sintió nervios para leerla. Sin embargo,
la espera la impacientaba y la curiosidad la mataba. La carta desprendía el
mismo olor embriagante de la primera y fungía la misma labor de aquella;
hundirla en el nerviosismo. Volvió a beber de su vodka, ahora le quedaba
menos de la mitad del vaso.
La carta tenía escrita, por encima de ella, un número dos que hacía alusión
a la serie de cartas que vendrían después. No tenía firmas, ni posdatas, ni
dirección del remitente. Nada que le diera una idea a Rosa de quién podría ser
aquel acosador enamorado. Cuando la abrió, se dio cuenta de que esta no
completaba la hoja. Eran un par de poemas y, al final, una pequeña
dedicatoria. No leyó la carta aún. No antes de estar lo suficientemente ebria
para que los nervios no volvieran a atacar como la primera vez.
Sirvió lo que quedaba del vodka en el vaso con hielo. Era una botella de
Absolute, que había comprado hacía ya medio año. Cuando estaba sola no
solía beber, pues, no encontraba los verdaderos motivos para hacerlo. Sin
embargo, ahora con esta presión que siente al recibir las cartas, se siente
motivada a darse algunos tragos de vez en cuando.
‹‹‹Pureza e inocencia convertida en piel
Mentira y verdad definida en miradas.
Fuerza y dolor gritada entre sonrisas.
Labios sabor a licor,
llamas que se sostienen sobre tus hombros,
déjame pasar más allá
de tu risa.
Chica de vista corrompida,
déjame ser más que una visita.
Suave y blanca piel,
déjame convertirme en caricia.
Tus labios, filosofía hecha religión,
verdad taxativa,
pasión y deseo incontrolable.
Dejemos la confianza a merced del viento
y convirtámonos en fábula mal narrada.
Démosle fin al principio del arrepentimiento,
y seamos juntos,
lo que no queremos ser. ››
Algunas veces, por aquellas personas sin sensibilidad, no nos damos
cuenta del arte que somos. Incluso, por aquellas personas que se jactan de
artistas y no nos consideran sus lienzos, musas o más grandes composiciones,
nos sentimos menospreciados. Este poema te lo dedico a ti, que con tus
pequeños trazos de óleo y tu delineado en tinta china, logras cautivar en mí, a
aquel artista que hice perdido hacía algunos años.
Te pido, por favor, uses ese hermoso vestido que con todo el cariño del
mundo te regalo, la noche del sábado en la galería de arte que será celebrada
en el centro. Estaré presente y dejaré para ti, la siguiente carta ahí. De no
asistir, lo tomaré como un no rotundo de tu parte y daré por finiquitada esta
serie de manuscritos. Te dejo la invitación dentro de la caja.
Sin más nada que aclarar,
con amor, para ti. ››
Tras terminar de leer la carta e intentar interpretar de manera constante y
errónea los poemas, corrió al baño para dejar salir todo ese licor y angustia
reprimida. Estaba en un punto de su vida dónde no reconocía cuál de las dos
opciones podría ser la correcta; vivir o morir. Mientras lloraba en el borde del
excusado, con la botella sobre sus piernas, sintió que, realmente, no fue
querida lo suficiente ―o al menos, lo que se merecía―. Víctor nunca le
regaló poemas, ni historias, sólo personajes con vidas trágicas o endebles.
Personajes principales en historias abandonadas o secundarios en historias
jamás publicadas. Se sentía una musa transparente o, incluso, un pincel
inservible.
No comprendía realmente el porqué de sus angustias luego de cada
manuscrito. Podría ser, quizás, que comenzaba a abrir los ojos sobre quién
realmente era Víctor y el cómo ella le tenía completamente idealizado. Rosalía
comenzaba a ver algunas cosas que, para ella, antes no estaban a simple vista.
‹‹La noche del sábado›› era dentro de dos días. La galería de arte que se
celebraría ese día en el centro, en un gran local de tres pisos bastante lujoso.
Era sólo con invitación o, en su defecto, una entrada que podría costar un
riñón. Solía celebrarse de forma bianual en el mismo local. Era una
celebración dedicada a los artistas del podio, donde suelen asistir reconocidos
críticos del arte y celebridades del mundo del espectáculo y la farándula.
Cuando Rosalía estaba comenzando a notar su talento, pensó que algún día sus
obras serían expuestas en aquél local y aclamadas por todos los críticos del
momento. Quería ser una artista del podio y se había prometido cumplirlo.
No asistiría aquella noche. La situación le ponía los pelos de punta y lo que
menos quería era que le siguieran llegando cartas. Pensó, incluso, en tirar la
invitación por el excusado cuando vio, de nuevo, aquél hermoso vestido de
noche que venía junto con la carta. Pensó que sería una grosería de su parte no
asistir aquella noche luego de tan precioso regalo. Dejó la entrada junto al
vestido y cerró la caja. Seguiría pensando aquello por la mañana siguiente.
Se tambaleó hasta su cama con aquella gran borrachera que llevaba a
cuestas. Un pequeño dolor molestaba su sien. Era hora de tomarse aquellas
pastillas salvavidas que siempre le alejaban de aquella agonía inexorable luego
de cada borrachera. Dejó un vaso de agua a un costado de su cama luego de
tomarse las píldoras y, justo antes de quedarse dormida, vio a Víctor de pie en
la puerta de la habitación.
TERCERA CARTA
Sábado por la tarde. Era el gran día. Rosalía se preparaba para no salir y
quedarse ―como siempre― otro sábado dentro de sus cuatro paredes de
confort. Sus vecinos no solían dar paseos y los que lo hacían, no eran lo
suficientemente amigables como para entablar una buena conversación. Todos
los sábados, solía alquilar alguna película vieja o simplemente elegir una del
catálogo de Netflix.
Tenía alrededor de un día y medio sin dormir. No lograba conciliar el
sueño por más que lo intentara y, lamentablemente, los medicamentos no
lograban surtir los efectos. Había sido atacada por una pesadilla que no le dejó
cerrar los ojos en toda la noche. Culpó de ello a su consumo excesivo de
alcohol aquella noche y aquel par de pastillas que bebió después. Supuso que
sería algún tipo de delirio que revelaba todas las culpas que guardaba en su
interior. Desde aquella noche, no bebía más.
Rosalía, aquel sábado por la tarde, se encontraba pintando en aquella
habitación de paredes blancas. Con su pincel lleno de tinta china, sobre un
lienzo con algunos trazos coloridos de óleo, pintaba diversas sombras
alrededor de un muy lindo paisaje. Las sombras no llegaban a tener forma,
pero se sobrentendía que eran humanas. Estaban todas dispersas por un amplio
campo de girasoles, conviviendo entre sí. Aquellas sombras eran la pizca de
oscuridad en aquel pintoresco paisaje. Le colocaría como nombre, al futuro
cuadro; ‹‹Humanos››, pues en él quería interpretar a una comunidad de
personas sin personalidades, sin forma ni motivo, aquellos seres que divagan
en la vida para ser parte de la historia de otros, y no dueños de las suyas. Ella
se veía en ese campo de girasoles, como aquella sombra que recoge algunas
rosas para llevárselas a su hermana que pronto se casará. O aquél que sacaba
pétalos, contando uno por uno, para saber si el destino le deparaba su amor. O,
incluso, como aquél que se encontraba bajo la sombra del inmenso caobo, que
sólo estaba ahí; existiendo.
Probablemente, aunque su don fuese el de pintar muy bien, no era el de
pintar algún cuadro que transmita algún sentimiento feliz. Desde sus primeros
pasos en el mundo del arte del pincel, Rosalía ha ido pintando cuadros con
temáticas oscuras y profundas sobre su propia vida y algunas visiones
filosóficas que iba teniendo con la experiencia que le otorgaban los años. No
ha pintado jamás, como el gran Maurice Denis, algún cuadro religioso. Se
había arraigado a sus miserias internas y las revelaba de forma inconsciente
sobre aquellos lienzos hermosos. Hubo incluso una oportunidad cuando
cursaba bachillerato que pintó, para la clase de Artes, un cuadro con crayones
y carboncillo, donde se mostraba en un acantilado como una madre lanzaba a
su hija al vacío, mientras la tenía amarrada con una cuerda a la muñeca.
Trataba de personificar, en esa escena, aquellos sacrificios que hacen los
padres al liberar a sus hijos de sus cadenas. Los lanzan al acantilado porque
prometen confiar en su capacidad de nadar en aguas turbulentas y, sin
embargo, luego de empujarlos, los vuelven a recoger bajo sus brazos
fraternales.
Para Rosalía no fue fácil convivir con sus padres. Razón por la cual no iba
a vivir definitivamente con su madre y dejar esa grande y solitaria casa.
Cuando comenzó a estudiar, comenzó a sufrir de la presión incontrolable de su
padre para que fuese una buena estudiante. La madre de Rosa no solía
presionarla y, al mismo tiempo, frustrarla, tal como lo hacía su padre. Sin
embargo, su madre no solía apoyarla en sus discusiones. Cuando Rosa empezó
la universidad, tuvo mayor aceptación de sus padres a pesar de su elección
nada sorpresiva. Fue ahí, cuando empezó a tener una mejor relación con ellos.
La primera noche que Rosa pasó fuera de casa fue con Víctor. Él la invitó a
una noche de películas, en sus primeros meses de relación y ella, con gusto,
aceptó. No fue fácil para ella poder conciliar el sueño, a pesar del masaje que
Víctor le regalaba a su cabello.
―La adaptación de los seres humanos a diversos estándares naturales y/o
artificiales duró cientos de miles de años, no fue algo de la noche a la mañana.
― Respondió Rosalía a las 6:30 a.m., cuando Víctor advirtió que no había
podido dormir en toda la velada.
No era costumbre de ella estar lejos de sus padres, a pesar de la cantidad de
peleas y discusiones que tuvieron a lo largo de toda su adolescencia. Fue
cuando entró a la universidad que decidió liberarse un poco más de su cadena
sobreprotectora. Procuraba salir más de día y de noche, no llegaba
directamente a la casa y, muchas veces, prefería simplemente no ir a dormir.
Ahora el que Rosa esté completamente sola, después de tanto tiempo,
conviviendo consigo misma, preocupa a sus padres y alerta sobre su salud
mental.
La velada del sábado no la motivaba mucho, pues, a pesar de que ya había
elegido la película del día, no quería quedarse en casa, por miedo a quedarse
dormida. Recordó enseguida la carta de invitación que el anónimo le había
enviado, hacía algunos días. Vaciló un poco en su decisión final, sin embargo,
logró convencerse a sí misma de que sería una noche interesante, sin duda
alguna. No tardó mucho en ducharse y colocarse el hermoso vestido de color
negro. Peinó su pelirrojo cabello y se puso algo de labial en sus carnosos
labios. Se roció aquella loción embriagadora que le encantaba a Víctor y, justo
después de tomar una chaqueta, encendió el BMW que Víctor había dejado
para ella luego de fallecer.
Usualmente, los sábados por la noche, el Centro Comercial City Taman se
llena de gente por la cantidad de eventos nocturnos que hacen allí. Los
estacionamientos quedan abarrotados de gente y es bastante difícil
estacionarse, sin tener que caminar, después, cuadra y media para llegar al
ascensor. Con suerte, la invitación constaba con un puesto de estacionamiento
apartado para ese tipo de situaciones, pues, contaban con la presencia de
muchas personalidades importantes del mundo artístico.
El Urban Couple era el salón de eventos donde se celebraba el mismo,
constaba con tres pisos completamente espaciosos y bien distribuidos para el
disfrute de los invitados. Cuando Rosalía llegó al salón, acaba de abrir sus
puertas y aún había personas haciendo fila para entrar. Todos iban vestidos
sumamente elegantes, tacones altos, trajes pulidos y planchados, perfumes y
colonias de olores deliciosos. Rosa no se sentía cómoda al principio, pero
luego de ir paseando por las galerías, se relajó muchísimo. Recordó cuando
―siendo estudiante del bachillerato― iba a aquellos eventos organizados por
el museo para la apreciación artística y la cultura, dónde colocaba sus cuadros
a participar en los diversos concursos. Tuvo la oportunidad de obtener el
primer lugar en dos. No se daba por vencida para cumplir su sueño de
convertirse en una excelente pintora, aún después de aparentemente
abandonarlo.
Se fijó, en la sección de postimpresionismo, en aquella delicada réplica de
su cuadro favorito de Vincent, posada sobre una repisa. Podría decirse que se
asemejaba muchísimo al original por la calidez de sus trazos. Sin embargo,
Rosalía sabía que no era el mismo. Lo que le llamó la atención del cuadro fue
su semejanza con el original y el cómo fue puesto allí para que pudiese ser
notado. En la repisa, justo encima de la placa de bronce que indicaba la
información correspondiente a la pintura, se encontraba un sobre con el
número tres dibujado con tinta china. Rosa estaba segura de que era para ella
y, luego de echar un vistazo a su alrededor, tomó el sobre y lo guardó en su
bolso de mano.
Rosa estaba segura de que el desconocido tenía información sobre ella.
¿Cómo podía ser posible que alguien, aparte de Víctor, supiese que ese era su
cuadro favorito? Además, el hecho de que, por mera casualidad, pusiera el
sobre allí, carecía de sentido. Él sabía que el cuadro le llamaría lo suficiente la
atención para que ella se acercara y así podría encontrar la tercera carta.
Se marchó hasta lo que era el restaurante (dentro del evento) y, luego de
tomar una de las copas de vino tinto repartida por los meseros de forma
gratuita, comenzó a abrir el sobre en búsqueda de las respuestas a sus
preguntas. Al abrir el sobre, encontró en él un brazalete de plástico color
negro, con el título del evento y una banda dorada en cada borde del mismo.
Junto a él, se encontraba una nota plegada que decía; ‹‹Este brazalete te
funcionará para entrar a la sala de Op-art sin problema alguno. Allí, entrarás
a la exhibición de luces dónde, si no tienes miedo, me encontrarás. ››
Se sintió un poco insegura. Echó un vistazo a su alrededor y volvió a leer
la nota. No sabía si era seguro asistir a aquella reunión con el anónimo. Se
terminó de beber la copa de vino para pensar mejor. ¿Qué podía perder si
entraba a la exhibición? Él no podía hacerle nada allí porque todo estaba
monitoreado, asistirían en su ayuda instantáneamente. La curiosidad la estaba
matando y no podía darle el gusto de quedarse con ella.
Después de colocarse el brazalete caminó en dirección a la exhibición de
op-art. Era el último piso del salón, completamente dedicado a ello. El arte
visual era, en ese momento, un boom para los artistas. Muchos se creían la voz
de una generación por la originalidad con la que llegaban a pintar,
convirtiéndose así en pioneros del género. Muchos otros, simplemente,
seguían técnicas y, a partir de ahí, se hacían sus propios caminos. El arte de
luces de neón, era el favorito ―dentro del género― de Rosalía. En el
momento que entró a la habitación llena de varias obras realizadas con luces
de neón, se percató de que en aquella exhibición no se encontraba nadie. Al
parecer, aquellas entradas; eran limitadas o muy caras.
El número tres gigante le llamó la atención enseguida. Fue hecho en
perspectiva para que desde un punto específico pareciese un tres y, desde otro,
algún símbolo extraño. Era evidente que fue realizado para captar su atención
y, sobre todo, darle un mensaje. Rosa se acercó al muro junto a los tubos de
neón y, luego de revisar detalladamente el mismo, encontró un sobre color
negro con un número tres pintado de un verde fosforescente. Volvió a detallar
su alrededor. No había absolutamente nadie en aquella habitación oscura. Sólo
ella y el incesante zumbido realizado por los tubos de luz. Tenía la pequeña
esperanza de encontrar a su acosador anónimo y que éste le respondiera
algunas preguntas. Se sintió como cuando embarcan a una persona que espera
ansiosa a otra. Incluso, pensó en quedarse más tiempo por si de casualidad,
llegaba alguien al salón. Decide, luego de un par de minutos inútiles,
marcharse finalmente.
Dentro del coche, Rosa abrió la carta. Ésta sí abarcaba la página completa.
Nuevamente, no tenía firmas, posdatas o algo que identificara quién era el
remitente. Era una página en blanco por un lado y llena de letras por otro. No
tenía nada fuera de lo normal. El sobre sólo tenía ese papel y ya. Rosalía echó
un corto vistazo al estacionamiento, no vio a nadie en el mismo y se calmó un
poco. Con toda esa situación, se sentía vigilada en todo momento. Algunas
veces sentía que era seguida o perseguida a dónde quiera que fuese. A veces,
sentía que no soportaría la cantidad restante de cartas ―La impaciencia la
calcinaba en múltiples ocasiones―. En otras oportunidades, esperaba horas
junto a la ventana, para notar la llegada del cartero y poder leer cuanto antes
los escritos. Se estaba obsesionando un poco con el sentimiento ególatra que le
dejaba leer las cartas. El hecho de sentirse importante, le cambiaba por
completo la autoestima. Pasaba de ser la miserable viuda, a la codiciada joven
que algún día creyó ser. Era más por ese sentimiento ególatra y de la intriga,
que sentía el deber de esperarlo. Además, sentía que esa simple situación
colocaba un poco más de emoción en sus días.
Decidió leerla en casa, en el escritorio de su ex marido, como solía hacer
cuando leía. El camino en carretera no fue distinto a los comunes, sin
embargo, esta vez, le prestó más atención a la ciudad desde el elevado de la
autopista. Eran, aproximadamente, las once de la noche. Gran parte de la
ciudad se encontraba con sus habitantes dormidos y, la otra, con aquellas luces
despampanantes que le daban el brillo, que hacía tan hermosa la noche. En una
oportunidad, salió a dar un paseo con Víctor en coche. Ambos eran jóvenes y
sin responsabilidades, amaban salir de noche a ver las estrellas en aquél
mirador de la montaña. No sentían pena ni gloria por lo que hacían,
simplemente se preocupaban por vivir aquel momento. Eran jóvenes y libres,
conscientes de que la libertad es espiritual. Solían conducir a toda velocidad
por la autopista, con los vidrios del coche abajo y música a alto volumen. Se
creían los enamorados inmortales, que el mundo jamás detendría. Para Rocío,
pasar por esas carreteras acompañada de la soledad, le daba un vuelco al
corazón terrible. Estaba acostumbrada a su vida con Víctor y vivir sin él, le dio
un giro por completo a su vida. Las lágrimas ya no salían, pero los recuerdos
seguían atormentando.
* * *
Al llegar a su hogar, se quitó aquellos tacones negros de gala que llevó a la
galería. Pensaba, para distraerse un poco de la carta, en aquellos cuadros del
arte renacentista que se encontraban en la exposición. Así, también, en los del
postimpresionismo, género favorito de Rocío. Sentía que aquella visita fue un
alivio para su espíritu artístico y un pequeño escape de imaginación y
creatividad.
Comenzó a leer la carta en su lugar favorito. Ahí se sentía más segura.
‹‹La mejor manera de disfrutar el arte, es en un museo o una galería. Con
todas aquellas personas llenas de sensibilidad admirando tales creaciones.
Pensé que en un museo se me sería más fácil poder apreciar el arte de una
manera más objetiva, pero tú brillas en cualquier lugar dónde estés. Con
todas aquellas musas danzantes en búsqueda de artistas solitarios. La mejor
forma de disfrutarte a ti, es en un museo o una galería.
Ver lo hermosa que te ha quedado ese vestido fue, para mí, el mayor
regalo que pude obtener en toda mi vida. Escribir esta carta mientras te veo,
también. Has deambulado, de cuadro en cuadro, con aquel rostro curioso,
cómo abeja en floral. Buscas la emancipación de la realidad, por medio de la
proclamación de lo imaginario. Quieres ser parte de esos mundos de óleo y
tinta china, en esos lienzos bien tratados. Quieres escapar del mundo, lo noto
en ti y en tu movimiento tan apacible, triste y vacío. En tu mirada posa la
esperanza de encontrar un nuevo amor, lejos del verdadero. Es esa tristeza
enmarcada en rojo vino tinto y blanco, la que me ha hecho llegar hasta aquí.
Quiero ser parte del día a día de tu rutina y las falsas esperanzas de darle
fin algún día a ella. Quiero ser, también, parte del intento desenfrenado
porque así sea. Ser parte de tus libertades y borrar las inseguridades que ha
causado el tiempo en ti. No quiero volverte loca ante mis virtudes y una
sumisa ante mis defectos. Quiero que aprendamos a querernos, a pesar de la
deficiencia de alguno de ellos.
Si crees que soy un loco por hacer esto, quiero recalcar que soy humano y
es de humanos equivocarse, aun cuando del amor se trata. El lápiz tiembla y
siento que mi mundo lo hace también, cada vez que te veo pasar de habitación
en habitación, con aquella despreocupación, que resalta en tu pálida piel.
Me resulta gracioso el hecho de que has pasado por mi lado en diversas
ocasiones y no te has imaginado qué soy quién está enamorado de ti. En una
oportunidad quise tomarte de la mano y que entendieras que estoy aquí,
esperando por ti. Pero no quise romper la promesa de las 10 cartas y dañar la
incógnita en la cuestión.
Si estás leyendo esto, seguramente es porque decidiste ir a conocerme.
Pero, lamentablemente para ambos, la situación no es todavía la indicada.
Quiero asegurarme que de verdad tienes las intenciones de desenmascarar
este crimen pasional antes de que sea cometido. No podría permitirme
incomodarte ante la llegada de mis cartas; mi única intención con esto, es la
de enamorarte.
Pronto llegarán para ti un par de obsequios que te acercarán más a mí y te
ayudarán a sentirte menos impaciente con todo esto. Las cartas seguirán
llegando, hasta llegar a la última, en distintos intervalos de tiempo. Quiero
hacerte entender que, aunque no me ves, permanezco presente.
Será una lástima para mí, verte marchar sin haberte podido ver tus ojos
más de cerca por primera vez. Pero me parece el momento correcto para
dejarte la carta y poder seguir con esta disparatada historia de amor.
Gracias por deambular en tu verdadera forma esta noche, por aquella
galería.
Con amor, para ti. ››
Para Rosalía aquella declaración de amor fue más que un bonito mensaje.
Se sintió desprotegida ante los ojos de un desconocido. Sintió que sus
sentimientos se encontraban resguardados bajo una coraza indestructible. El
anónimo rompió ese esquema y ahora se sentía completamente sumisa. Sin
embargo, fue ese mismo sentimiento de inseguridad la que le hizo querer
salvaguardarse entre los brazos de alguien. Aquél anónimo le desenmascaró el
alma y le hizo ver en quién se estaba convirtiendo. Fue un movimiento cruel
―Pero certero―, para impulsar a Rosalía a un cambio en su vida.
Rosa dejó la carta dentro de un cajón, junto con las otras, en el antiguo
escritorio de Víctor. Era cierto, quería escapar de todo. Se sentía encerrada en
aquellas cuatro paredes de su hogar. Hacía mucho que no salía o pasaba más
de dos noches en casa de sus padres. Aquel auto confinamiento era el que la
estaba volviendo loca, a fin de cuentas.
Pensó que sería buena idea ir a la casa de campo de sus padres, por al
menos, un par de semanas. Desestresarse un poco y llevarse algunos lienzos
para pintar paisajes a tiempo real. Se desaparecería de todo el bullicio citadino
y el escandaloso silencio vecinal de cada noche.
Se sirvió un trago de vodka con hielo para no perder la costumbre de estar
ebria después de cada carta. Esta no le angustió tanto como la anterior.
Admiraba sentirse tan halagada y deseada, que ese sentimiento le sirvió como
base para no derrumbarse. Le gustaron cada una de las palabras redactadas en
el escrito, sin embargo, no podía aún permitirse confiarse de ello. Los poemas
y frases bien citadas, no eran suficiente para que Rosalía comenzase a sentir
algo por alguien. Mucho menos sin conocerle en persona. Mucho menos, sin
saber quién era.
El miedo de sentirse acosada por algún tipo de psicópata, no dejaría de
existir. Pero no por ello quería dejar de recibir esas cartas. Era el toque
interesante que hacía su vida de otro color. A diferencia del alcohol, los
escritos no la dejaban al borde de la muerte, pero, ambos cumplían la labor de
cambiarle de ánimo por completo.
Decidió dar por terminada la noche y acostarse a dormir. Terminó de beber
su vodka y, tambaleando del sueño, se dejó caer sobre su cama matrimonial
llena de almohadas. Estuvo a punto de cerrar sus ojos cuando, nuevamente,
Víctor apareció en la puerta de su habitación.
CUARTA CARTA
La casa familiar de Rosalía, era una bonita cabaña de campo de dos pisos.
Con una chimenea para el invierno y aire acondicionado para el verano. Tenía
4 habitaciones y 2 baños, lo bastante cómoda para alguien solitaria como
Rosalía. Se encontraba ubicada a mitad de un bosque, con salida a una laguna
cercana. De niña, solía ser su lugar favorito. Pretendía pasar unos tres días en
la cabaña, para luego volver a su hogar.
Los primeros meses después de la muerte de Víctor fueron, para Rosalía,
extremadamente difíciles. Empezar a vivir sin Víctor ―después de haberlo
hecho, por al menos, siete años―, era para Rosalía una fuerte situación.
Después de haberse acostumbrado a su rutina, el rompimiento tan abrupto de
la misma, fue el punto de quiebre para el declive mental en ella. Era alguien
muy dependiente y el hecho de perder de esa manera a su esposo, la
quebrantaba por completo.
Usualmente solía llorar hasta tarde luego de sus solitarios días. En diversas
oportunidades, después de unir algún somnífero con cualquier tipo de licor,
comenzaba a tener visiones y algunos ataques de pánico por las noches. A
veces veía a Víctor despertando junto a ella, a pesar de estar en el medio de la
noche y él estar muerto. Otras, sin embargo, solían ser apariciones
aterrorizantes de un Víctor fallecido, parado en el borde de la puerta, juzgando
a Rosalía por sus acciones.
Los últimos días, para Rosalía, se habían convertido en un infierno. Solía
ver a Víctor, noche tras noche, parado en el marco de la puerta, sin decir
palabra alguna. Culpó en diversas oportunidades al exceso de alcohol, después
de cada noche solitaria. Pero eso no sería suficiente para detener aquellas
atroces pesadillas. Pensó que pasar algunos días en contacto con la naturaleza,
le haría olvidar todos aquellos tormentosos episodios que estaba volviendo a
tener en la mente.
La primera vez que Víctor volvió a aparecer, después de tanto tiempo, fue
después de recibir la segunda carta. Aquella gran carga de culpabilidad que
sentía Rosalía por querer seguir recibiendo las cartas, la condujeron a tener
aquella atroz visión de un Víctor moribundo, parado a un costado de la puerta
de su habitación. Iba vestido con el traje de bodas y dentro del bolsillo del
saco, llevaba una rosa negra. Sus ojos se encontraban perdidos y vacíos y de
su boca azul no salía ningún tipo de sonido. Su piel tenía un color azul pálido
que se camuflaba con la oscuridad de la habitación. Sus manos se veían frías y
mortíferas.
La segunda vez, en cambio, fue en algunas pesadillas, dónde Rosalía se
veía así misma en un ataúd y Víctor era quien la lloraba. Luego, finalmente,
ella despertaba agitada y sollozando, para ver nuevamente aquel espectro en el
marco de la puerta observándola fijamente. Para Rosalía, después de eso,
dormir era todo un reto. Aquella mirada tan aterradora, sólo comunicaba
muerte y rencor. No podía cerrar los ojos sin creer que aquel espectro se
abalanzaría sobre ella y le haría daño. No hacía más que llorar y rezar para que
éste se marchara.
La última vez fue luego de recoger la cuarta carta en aquel museo, Víctor
apareció de manera diferente. Ya no tenía aquel semblante luctuoso, sino, uno
más vivo y reluciente. Tenía una playera de colores llamativos y unos
bermudas de un gris muy claro. Tenía un aspecto más juvenil y estaba tan
despeinado como cuando Rosa lo conoció. Se veía claramente que era el
Víctor del que Rosa se había enamorado y venía a hacerlo una vez más. Esta
vez sus ojos no indicaban muerte ni juicio, sino, jovialidad y gusto. Su piel era
clara y hermosa como la canela. Rosa no supo cómo reaccionar, creyó un
momento, incluso, que él estaba vivo. Se acercó a ella y le extendió la mano.
Sonrió y, con una voz llena de paz, le dijo:
―He venido por ti, amor. No he podido esperar más. Ven, las cosas acá
son diferentes. Sólo seremos tú y yo contra nada, porque ya todo lo habremos
conseguido.
Rosa pensó en tomar su mano, pero sabía que aquella visión no era más
que un espejismo creado por su subconsciente culpable. No se sintió capaz de
responder y lo único que supo hacer en ese momento; fue romper a llorar.
Miles de voces retumbaban en su oído mientras ella gritaba llena de odio y
dolor. Aquel espectro era sólo una visión egoísta de un Víctor idealizado que
Rosa se había creado apenas él murió. Las voces que retumbaban en su mente
sólo vociferaban odio y rencor hacia ella por no aceptar marcharse con él.
El escape a casa de sus padres fue una excusa excelente para dejar por
algunos días aquella casa que sólo la llenaba de melancolía. La casa también
tenía un piano, los padres de Rosalía se lo habían regalado cuando se graduó
del bachillerato para que pudiese tocarlo mientras permanecía de vacaciones.
Cuando llegó, lo primero que hizo fue limpiar y afinar aquél hermoso piano de
color negro que tanto amaba de niña. Sus sesiones diarias de sonatas y
conciertos en piano, duraban de una a dos horas ininterrumpidas de hermosas
melodías de la época barroca. Solía tocar, particularmente, piezas de Sebastián
Bach y Shostakóvich ―como su favorito―. Para ella nunca fue un fastidio
practicar de vacaciones, era entretenimiento y, mayormente, extremado gozo.
Había escrito un par de canciones y, justo en ese momento, se encontraba
componiendo un concierto para piano. Rosa había decidido dejar de adjudicar
su falta de éxito en el mundo del arte, al creciente éxito de Víctor en el mismo.
Tenía pensado vender un par de cuadros al fin y había enviado algunos lienzos
a diversas casas de arte para que la tomasen en cuenta a la hora de realizar
alguna exposición artística. Sentía que al fin su verdadera musa había llegado
y debía sacarle provecho tanto cómo pudiese.
Cuando Rosa iba de niña a esa casa, solía encerrarse en el ático a leer con
una linterna. Su padre entraba cuidadosamente y la llamaba para la cena.
Muchas veces, la encontraban dormida sobre algunas cajas de cartón que
tenían amontonadas. Después de eso le regalaron un poof en el que se sentaba
a leer y dormir con más comodidad. Incluso en la adolescencia, al visitar
aquella hermosa vivienda, se sentaba a leer por horas en el ático hasta
quedarse dormida. Le había comentado a su mamá, que cuando fuese grande y
mayor, iba a mudarse a esa casa y hacer eso de por vida.
Una fría tarde de noviembre, Rosa tenía una linterna en su diestra y un
libro en su zurda. Estaba atrapada en las letras de Puzo y el cómo describe de
forma tan fiel la vida de una familia italoamericana en la Nueva York de
antaño. Descansaba de tanto estrés, al fin. El frío de las paredes ayudaba a
Rosa a relajar los huesos un poco, para poder leer bien. Se sentía conforme
con lo que tenía en aquella casa de veraneo y, por ello, se sentía cómoda
también.
Cuando estudiaba en la universidad, decidió invitar a algunos compañeros
para hacer una pequeña reunión en aquella casa del bosque. Se compraron
algunas cervezas y bocadillos para pasar la noche, además de alquilar algunas
películas para ver. Pensó que era una excelente idea para invitar a Víctor a
pasar una noche con ella sin que se viese tan atrevida.
Lo que empezó como una noche calmada entre 15 amigos universitarios,
se convirtió en una pequeña fiesta bastante descabellada. Rosa estaba muy
ebria para poder controlar todo y sus compañeros se encargaron desde un
principio que así sería. Jugaron algunos juegos calientes y, luego de algunas
miradas furtivas entre Víctor y ella, se fueron juntos a la cama.
Aquella fue la primera vez de Rosa. No fue con velas ni pétalos de rosa, ni
siquiera estaba sobria para cuándo pasó. Sin embargo, no se arrepintió en
ningún momento de haberse acostado con Víctor. Más allá de eso, muchas
veces dudó de sus verdaderas intenciones con ella. Sentía que él la usaba sólo
para tener sexo y se aprovechaba que ella estuviera tan enamorada. No fue,
sino, el hecho de que él verdaderamente le demostró que la amaba, para que
ella pudiese lograr confiar al fin en Víctor.
Ambos solían visitar aquella casa del bosque para permanecer juntos un fin
de semana y luego volver a la ruidosa ciudad. Le llamaban el escape y era su
excusa preferida para poder hacer el amor en el silencio total. Víctor solía
llevar alguna botella de Champagne y Rosalía cocinaba algo para pasar la
noche. Por las mañanas, ambos iban al lago a beber café y charlar por un rato.
Era su lugar favorito y, desde la muerte de Víctor, no había sido visitado más
por Rosa. Los padres de ella (verdaderos dueños de la casa) tampoco solían ir
y, por lo tanto, la casa no estaba tan limpia cuando ella llegó. Rosa se despejó
un poco y recordó viejos momentos en aquel hogar mientras limpiaba como
podía.
Aquellas paredes también estaban llenas de melancolía. No fue fácil
disipar aquellos buenos recuerdos que causan tan malos sentimientos. Prefirió
utilizar aquella melancolía que reinaba en el ambiente para seguir
componiendo su concierto para piano. Deslizaba su muñeca con completa
soltura sobre las teclas del piano, para después, al cabo de un rato, anotar en su
cuaderno pentagramado aquellos arreglos que tenían un buen sonido para toda
la pieza. Se embriagaba lentamente con el dulce sonido del piano, amaba hacer
arte y, afortunadamente, era lo mejor que sabía hacer.
Rosa practicó y escribió aquel concierto por, al menos, hora y media.
Estaba pasando sus partituras a la computadora ―para tenerlas de manera
digital y tener un respaldo más fidedigno que el papel―, en el momento en
que llamaron a la puerta de la casa.
Rosalía no recibía visitas en la ciudad, así que mucho menos en el bosque.
Cuando ella iba con sus padres, su papá le comentaba que muchas veces
llegaban personas perdidas pidiendo ayuda o algún teléfono prestado. Él no
abría las puertas jamás, por miedo a como fuese a actuar el extraño. Rosa
nunca abriría la puerta, pues no sabía cómo podía actuar alguien que llamaba a
la puerta de una casa en medio del bosque.
Llamaron una segunda vez. En esta oportunidad fue un toquido incesante
que retumbó en los oídos de Rosa. Pensó que debería llamar a la policía, antes
de poder salir y enfrentar a quien sea que estuviese afuera. Hasta que cesó.
Nadie volvió a llamar por más de cinco minutos.
Rosa salió de la casa con las piernas temblando del horror. Pensaba que de
alguna manera alguien la raptaría y estuvo a punto de romper a llorar cuando
no vio a absolutamente nadie afuera. Rondaban las 5:30 de la tarde,
comenzaba a oscurecerse y la humedad del bosque creaba una espesa capa de
neblina. No se podía ver nada desde su lugar hasta cinco metros de distancia.
Se sentía acorralada o vigilada por alguna especie de psicópata o ser
sobrenatural que quería hacerle daño. Detalló su alrededor por un buen rato,
quería asegurarse de que no había nadie afuera. El frío insolente que
comenzaba a hacer, advirtió a Rosalía de que era hora de encerrarse y tomar
abrigo. Antes de entrar, por su mente pasó ver hacia el suelo y ver si alguien
había dejado algo. No había nada.
Cuando iba de niña a aquella casa, solía colocar alguna película de Disney
para tomar chocolate caliente antes de ir a dormir. Aquella noche, para Rosalía
fue imposible hacerlo, pues, al momento de servir el chocolate, soltó la taza de
la impresión que le causaba encontrar un sobre con un número cuatro
dibujado, sobre la barra de la cocina.
Rosa en medio del desespero y la impresión, entró en pánico. Pensó que
alguien la estaba siguiendo y, aparte, se encontraba dentro de su hogar. No
podía sentirse segura fuera de la casa y, mucho menos, dentro de ella. Con
lágrimas en los ojos y un pulso quebrantado, Rosalía tomó su teléfono y, justo
antes de marcar al 911, rompió a llorar.
Para ella era sumamente difícil controlar sus nervios, se encerraba en sus
miedos y era muy difícil poderla sacar de ahí. Sus ataques de pánico iban
acompañados con una ansiedad abrupta. Pensaba que si lograba llamar a la
policía, aquella persona que la estaba persiguiendo la atacaría por hacerlo.
Creía también que, si no lo hacía, nadie acudiría en su rescate y encontrarían
su cuerpo, algunos días después, en estado de descomposición sobre el piso de
su sala de estar. Sus manos temblaban y sus ganas de gritar, entre cada sollozo,
se agrandaban de manera inexorable. No podía mantener la mente clara y
poder pensar mejor. Miraba a su alrededor, intentando encontrar a su
acechador y poder hacerle frente de una vez por todas, pero, dentro de la casa
sólo veía una soledad asesina y, fuera de ella, una neblina mortífera. Se sintió
rodeada por su eterna soledad una vez más y sintió que ya no le quedaban
fuerzas para seguir llorando.
Con el teléfono entre sus manos y un nueve marcado, prosiguió marcando
los demás números. Sin embargo, sus fuerzas se desvanecieron completamente
y se le hizo imposible poder marcar los demás. Su pecho le dolía, su cabeza
también. Respirar le era insoportable y, cuando intentó caminar para tomar
asiento, se desplomó al suelo.
En la inconsciencia, Rosalía veía luces que giraban de un lado a otro de
manera interminable. Nunca aumentaban la velocidad, ni la reducían. Escuchó
voces de muchísimas personas a la lejanía. No podía moverse, ni voltear la
mirada. No veía nada más que no fuesen las luces. Pensó que estaba muerta y
era la hora de que fuese juzgada. Creyó, incluso, se le avecinaba un fuerte
castigo por todos los pecados que había cometido a lo largo de su vida. Por su
inherente ateísmo con el que creció, varias veces le advirtieron sobre el
infierno y su imposible entrada al reino de los cielos. Pensaba que al final todo
era cierto y que ahora sería condenada por el resto de la eternidad por sus
malas decisiones. Le atemorizó la idea de encontrarse a Víctor y, sin embargo,
no poder estar con él por la distancia de paraísos a los que fueron enviados.
Aún después de muerta, Rosalía seguía teniendo miedo.
Cuando la joven retomó la consciencia, tenía una linterna en el ojo que le
encandiló por un momento. Tenía muchas náuseas y un mareo increíble, se
encontraba en el interior de una ambulancia, junto a algunos enfermeros. Por
lo que logró ver desde la camilla en la que se encontraba recostada, estaba en
la carretera principal antes de entrar al bosque en el que se encontraba la
cabaña. Le ofrecieron agua y le preguntaron si ya se encontraba mejor. Rosalía
no entendía nada y quería hacer muchísimas preguntas, pero, el mareo y las
náuseas eran tal, que estuvo a punto de vomitar un par de veces antes de poder
hablar. Le pidieron su versión de los hechos, para poder pasar la declaración a
la policía ―que ya se encontraban investigando en la cabaña―. Rosalía pidió
respuestas, después de ella dar las suyas.
―Se nos fue remitida una llamada de emergencia de una posible
desmayada en las cabañas veraniegas del bosque. Se recibió como emergencia
por la policía y el hospital, por la ubicación y el tipo de llamada que se realizó.
―Relató el médico encargado de la emergencia. Encendió un cigarrillo antes
de continuar―. ¿Está usted segura que estaba acompañada antes de
desmayarse? La centralita dice que llamó usted misma. Sin embargo, la policía
sigue investigando la casa, pues, quieren evitar que esté siendo usted seguida
por alguna especie de psicópata y éste se encuentre alrededor del bosque. Le
recomendamos no vuelva más por un tiempo, al menos hasta que la ‹‹marea››
baje. Es peligroso para su integridad que usted continúe por aquí tan sola.
El médico era una persona mayor de apariencia italiana con, al menos,
unos 60 años de edad. Su cabeza estaba cubierta de una fina capa de cabello
blanco. Era un señor pequeño y regordete que se notaba a leguas que usaba su
gran sabiduría para humillar a quién se le complaciera. Con el humo del
cigarrillo y su grave voz a la hora de expresarse, daba un aspecto más
intimidante. De no ser por la bata blanca, Rosalía lo habría confundido con un
pezzonovante.
El Padrino sacó un sobre de su bata, luego de terminar de hablar. Antes de
entregárselo a Rosalía, le comentó:
―Esto estaba contigo cuando te encontramos. El número cuatro me causa
curiosidad, pero como no son asuntos míos, la dejo en tus manos. Espero no
sea nada de lo qué preocuparse.
El sobre contenía un juego de llaves y un pequeño papelito con algo
escrito. Las manos de Rosalía temblaron al darse cuenta que las llaves dentro
del sobre eran de su propia casa y la cabaña dónde se estaba quedando. El
papel sólo decía ‹‹Las he encontrado. Con amor, para ti. ››
Rosalía se desmayó nuevamente después de notar que, sorpresivamente,
eran las copias de las llaves de Víctor. Aquellas que la policía no había
logrado encontrar tras su muerte.
QUINTA CARTA
SEXTA CARTA
SÉPTIMA CARTA
OCTAVA CARTA
NOVENA CARTA
EPÍLOGO