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Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie “La mortificación del
pecado“, publicada por la Tabletalk Magazine.
El mundo cristiano está lleno de camisetas, folletos y baratijas que hablan de cómo tener una vida
cristiana ideal. Cada año, los cristianos gastan millones de dólares en libros de autoayuda y guías
de cómo vivir una vida abundante. La mayoría de las veces, a los cristianos se les dice que si
quieren ser realmente grandes cristianos, simplemente necesitan seguir algunos consejos
prácticos.
Qué extraño pensar que el camino a la vida es a través de la muerte; la muerte de nuestro
pecado y la negación de nosotros mismos.
La verdad es que cada cristiano, que no ha sido seducido por las tácticas superficiales y el polvo
mágico de los gurús cristianos infantiles de la tierra evangélica de Nunca Jamás, sabe muy bien
que vivir la vida cristiana es mucho más que leer el último libro cristiano de auto-ayuda. Es un
poco irónico que uno de los más grandes libros jamás escritos sobre la vida cristiana sea el
clásico de John Owen La mortificación del pecado, un libro que trata sobre la muerte del cristiano
a sí mismo y un libro sobre el cual hemos basado esta serie especial de Tabletalk magazine.
La tesis del libro de Owen se basa en la exhortación del apóstol Pablo a mortificar la carne:
“porque si vivís conforme a la carne, habréis de morir; pero si por el Espíritu hacéis morir las
obras de la carne, viviréis” (Rom 8, 13). Qué extraño pensar que el camino a la vida es a través
de la muerte; la muerte de nuestro pecado y la negación de nosotros mismos (Lc 9:23). De hecho,
el fundamento mismo de nuestra justificación está en la muerte de la muerte misma a través de la
muerte de Jesucristo, y el fundamento de la vida cristiana y la santificación está en la muerte del
yo a través de la muerte de nuestro pecado. Ahí yace la simplicidad de la vida abundante del
cristiano en Cristo (Jn 10:10).
Lo que nos hace diferentes del mundo de pecadores que nos observa no es que no pecamos,
sino que odiamos nuestro pecado, que nos arrepentimos de nuestro pecado y que buscamos
seriamente mortificar nuestro pecado que ha sido llevado a la cruz y puesto sobre nuestro
Salvador que expió por nuestro pecado, y todo esto para la gloria de Dios. En su prefacio de La
mortificación del pecado, Owen escribió: “Espero… que la mortificación y la santidad sean
promovidas en mi corazón y en el corazón y en la vida de los demás, para gloria de Dios; y que
de esta manera el evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo pueda ser enaltecido en
todas las cosas”. Mientras que muchos cristianos suponen que su crecimiento espiritual es
medido en algún tipo de tabla de crecimiento celestial, nosotros solo crecemos a medida que nos
convencemos más y más de la santidad de Dios y de la ausencia de la verdadera santidad en
nuestras propias vidas, mortificando el pecado y viviendo obedientemente coram Deo, ante la
presencia de Dios, para la gloria de Dios y por causa de Su Hijo en el cual morimos, y en quien
hemos sido resucitados a una vida abundante.
Traición cósmica
Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie “La mortificación del
pecado“, publicada por la Tabletalk Magazine.
La pregunta “¿Qué es el pecado?” se plantea en el Catecismo Menor de Westminster. La
respuesta a esta pregunta en el catecismo es simplemente ésta: “El pecado es la falta de
conformidad con la ley de Dios o la transgresión de ella”.
Para comprender el significado del pecado, no podemos definirlo aparte de su relación con la ley.
Es la ley de Dios la que determina lo que es el pecado. En el Nuevo Testamento, el apóstol
Pablo, particularmente en Romanos, elabora el punto de que hay una relación inseparable entre
el pecado y la muerte y entre el pecado y la ley. La fórmula simple es esta: No pecado equivale a
no muerte. No ley equivale a no pecado. El apóstol argumenta que donde no hay ley, no hay
pecado, y donde no hay pecado, no hay muerte. Esto se basa en la premisa de que la muerte
invade la experiencia humana como un acto de juicio divino por el pecado. Es el alma que peca la
que muere. Sin embargo, sin ley no puede haber pecado. La muerte no puede entrar en la
experiencia humana hasta que primero la ley de Dios sea revelada. Es por esta razón que el
apóstol argumenta que la ley moral estaba en efecto antes de que Dios le diera a Israel el código
mosaico. El argumento se basa en la premisa de que la muerte estaba en el mundo antes del
Sinaí, que la muerte reinó desde Adán hasta Moisés. Esto solo puede significar que la ley moral
de Dios fue dada a Sus criaturas mucho antes de que las tablas de piedra fueran entregadas a la
nación de Israel.
Esto da algo de credibilidad a la afirmación de Immanuel Kant sobre un imperativo moral universal
al que llamó imperativo categórico, que se encuentra en la conciencia de toda persona sensible.
Debido a que es la ley de Dios la que define la naturaleza del pecado, quedamos expuestos a las
terribles consecuencias de nuestra desobediencia a esa ley. Lo que el pecador requiere para ser
rescatado de los aspectos punitivos de esta ley es lo que Solomon Stoddard llamó una justicia de
la Ley. Así como el pecado es definido por la falta de conformidad con la Ley, o la transgresión de
la Ley, el único antídoto para esa transgresión es la obediencia a la Ley. Si poseemos tal
obediencia a la Ley de Dios, no estamos en peligro del juicio de Dios.
La única justicia que cumple con los requisitos de la Ley es la justicia de Cristo. Es solo por medio
de la imputación de esa justicia que el pecador puede poseer la justicia de la Ley. Esto es crítico
para nuestro entendimiento en este día donde la imputación de la justicia de Cristo está siendo
fuertemente atacada. Si abandonamos la noción de la justicia de Cristo, no tenemos esperanza,
porque la Ley nunca es negociada por Dios. Mientras la Ley exista, estamos expuestos a su juicio
a menos que nuestro pecado esté cubierto por la justicia de la Ley. La única cobertura que
podemos tener de esa justicia es la que nos viene de la obediencia activa de Cristo, quien
cumplió por Sí mismo cada jota y cada tilde de la Ley. Su cumplimiento de la ley en Sí mismo es
una actividad vicaria por la cual Él alcanza la recompensa que viene con tal obediencia. No lo
hace para Sí mismo, sino para Su pueblo. Es el marco de esta justicia imputada, este rescate de
la condenación de la Ley, esta salvación de los estragos del pecado que viene a ser el escenario
para la santificación del cristiano, en el que debemos mortificar el pecado que permanece en
nosotros, ya que Cristo murió por nuestros pecados.
Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie “La mortificación del pecado“, publicada
por la Tabletalk Magazine.