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Pocos escritores modernos ilustran mejor que Arturo Uslar Pietri (1906-2001) los
efectos negativos de la sobrevaluación contemporánea de la novela. La obra de este
venezolano es compleja, abarca más de un género y más de una de las facetas de acción
propias del campo cultural. Con lo primero aludo a una cuantiosa producción narrativa
y ensayística, complementada por incursiones en la lírica y la dramaturgia; con lo
segundo, a los extremados papeles sociales por los que optó como “hombre de letras”
desde sus inicios vanguardistas juveniles, cuando practicó la rebeldía, hasta su
madurez, cuando, ya integrado en el canon venezolano, encarnó el patriarcal viejo
sabio, voz de la conciencia pública, con la escasa exibilidad que permitía la condición
de estatua animada y una escala de “valores humanos” –así los llamó– donde sólo
tenían cabida lo aéreo y olímpico, jamás lo subterráneo o lo tímidamente terrestre. Sus
novelas, a excepción de Las lanzas coloradas (1931) –apta síntesis expresiva de la
experiencia vanguardista–, suelen deberles demasiado a esos “valores” y a los
proyectos intelectuales más hieráticos del constructor de patria, por lo que no han
despertado gran interés fuera del ámbito venezolano. El resultado ha sido cierta
opacidad de Uslar en el escenario internacional y un con namiento a la condición de
autor “menor” sumamente llamativo, porque se comprueba entre los lectores y críticos
más al tanto del pulso de los tiempos y no en los círculos académicos o cercanos al
corazón institucional de la sociedad literaria –no pasemos por alto que evocamos a
alguien que recibió importantes premios: el José Vasconcelos (1988), el Príncipe de
Asturias (1990), el Rómulo Gallegos (1991) y el Alfonso Reyes (1998), que en otros
casos han con rmado una consagración en el mundo hispánico, pero que en el suyo
constituyen casi una despedida generosa en la antesala del olvido. La edición de sus
cuentos completos a cargo de Gustavo Guerrero se convierte, por eso, en un oportuno
rescate y un inteligente llamado de atención hacia la sonomía de nuestra sociedad
literaria, con frecuencia regida por supersticiones, más arbitraria desde el punto de
vista estético de lo que nos gustaría admitir.