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LIBROS

Por Miguel Gomes


31 octubre 2006
Cuentos completos, de Arturo Uslar Pietri

Pocos escritores modernos ilustran mejor que Arturo Uslar Pietri (1906-2001) los
efectos negativos de la sobrevaluación contemporánea de la novela. La obra de este
venezolano es compleja, abarca más de un género y más de una de las facetas de acción
propias del campo cultural. Con lo primero aludo a una cuantiosa producción narrativa
y ensayística, complementada por incursiones en la lírica y la dramaturgia; con lo
segundo, a los extremados papeles sociales por los que optó como “hombre de letras”
desde sus inicios vanguardistas juveniles, cuando practicó la rebeldía, hasta su
madurez, cuando, ya integrado en el canon venezolano, encarnó el patriarcal viejo
sabio, voz de la conciencia pública, con la escasa exibilidad que permitía la condición
de estatua animada y una escala de “valores humanos” –así los llamó– donde sólo
tenían cabida lo aéreo y olímpico, jamás lo subterráneo o lo tímidamente terrestre. Sus
novelas, a excepción de Las lanzas coloradas (1931) –apta síntesis expresiva de la
experiencia vanguardista–, suelen deberles demasiado a esos “valores” y a los
proyectos intelectuales más hieráticos del constructor de patria, por lo que no han
despertado gran interés fuera del ámbito venezolano. El resultado ha sido cierta
opacidad de Uslar en el escenario internacional y un con namiento a la condición de
autor “menor” sumamente llamativo, porque se comprueba entre los lectores y críticos
más al tanto del pulso de los tiempos y no en los círculos académicos o cercanos al
corazón institucional de la sociedad literaria –no pasemos por alto que evocamos a
alguien que recibió importantes premios: el José Vasconcelos (1988), el Príncipe de
Asturias (1990), el Rómulo Gallegos (1991) y el Alfonso Reyes (1998), que en otros
casos han con rmado una consagración en el mundo hispánico, pero que en el suyo
constituyen casi una despedida generosa en la antesala del olvido. La edición de sus
cuentos completos a cargo de Gustavo Guerrero se convierte, por eso, en un oportuno
rescate y un inteligente llamado de atención hacia la sonomía de nuestra sociedad
literaria, con frecuencia regida por supersticiones, más arbitraria desde el punto de
vista estético de lo que nos gustaría admitir.

La visión novelocéntrica de la literatura es una de las supersticiones a las que me


re ero. La novela, tal como la concebimos hoy, es un tipo literario que homologa las
exigencias de la cosmovisión burguesa: su triunfo a partir del siglo XVIII, cuando
empieza a colocarse en el centro de los mapas genéricos, en los que substituyó otras
formas narrativas extensas como la epopeya, coincide con la Revolución Industrial y el
a anzamiento y la subsiguiente expansión neocolonial del capitalismo. No es extraño
que la acumulación y la ampli cación constituyan sus principios estructurales. El
correlato anímico de dicha obsesión acumulativa es lo que podríamos llamar priapismo
psíquico, siguiendo la terminología de Eugene Monick, James Wyly, Rafael López
Pedraza y otros psicólogos que han estudiado la tendencia de ciertos pacientes a
evaluar su entorno y a evaluarse a sí mismos sólo en términos de cantidad, magnitud,
extensión o duración. Monick, en su Phallos: Sacred Image of the Masculine (1987), es
muy preciso en su diagnóstico, que no se agota en el individuo e incluye la cultura con
cuyos materiales éste se inventa: “Extraño y lamentable aspecto el de Príapo, dios cuya
enorme erección no cede: quienes se resisten a re exionar en la pomposidad y la
in ación de los supuestos patriarcales de supremacía son psicológicamente priápicos,
tal como las naciones que construyen uno tras otro falos nucleares, apuntándose
mutuamente con ellos, retándose infantilmente y comparando quién dispara más lejos.
Tal es la mortífera sombra de la arrogante masculinidad solar”. Tampoco me parece
casual que, poco después de la entronización de la novela, haya nacido una modalidad
literaria de nida como su antítesis: el cuento. Aunque con abundantes precedentes,
recordemos que este género, tal como se practica actualmente, comienza a adquirir un
per l teórico nítido a partir de Edgar Allan Poe y su lectura de Nathaniel Hawthorne.
En la estela de Poe, los grandes cuentistas modernos han solido fundar su quehacer en
ideales de limitación e intensidad similares a los de la lírica, opuestos a la acumulación
priápica y al anhelado monopolio de la realidad que se oculta en las totalizaciones
novelescas. Un cuento bien logrado no es el preludio a una novela, sino su refutación.

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