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I UNIDAD
TEORIA DE LA CONSTITUCIÓN
I. La Constitución Política
(Acepciones de la palabra Constitución - Concepto Jurídico – Clasificaciones – El
carácter multidimensional de la Constitución)
A partir del concepto antes señalado, debemos señalar que los principales
elementos del mismo son los siguientes:
Como tal, trata de un conjunto de preceptos que poseen carácter
obligatorio, vale decir, vinculante.
Esta característica, desde ya se aprecia en lo que dispone el artículo 6º de
nuestra Constitución Política de la República (C.P.R.), el que establece el “carácter
vinculante” que tiene este cuerpo normativo. Por este motivo, se le conoce a este
principio como “Principio de la fuerza normativa” o “Principio de la fuerza vinculante”
de la Constitución-
Como toda otra norma jurídica, su contenido no constituye meras
“recomendaciones” sino que impone deberes directos a los sujetos privados y
públicos, que deberán ser obedecidos por todos los habitantes del Estado.
Por lo mismo, cuando una norma jurídica no se ajusta a lo dispuesto en la Carta
Fundamental, tiene un vicio de inconstitucionalidad y no debiera aplicarse, para lo
cual, los órganos competentes deberán realizar el examen específico que el
• Clasificaciones de Constitución
José Luis Cea lo dice correctamente: “La Constitución es el más jurídico de los
textos políticos y el más político de los textos jurídicos”. Esto por cuanto, la Constitución
establece los principios básicos del modelo político de un Estado, consagra los poderes
del Estado, los órganos que los ejercerán, y los principios fundamentales de
organización del mismo.
Aun cuando pueda considerarse una denominación poco académica, la idea de
dimensión misteriosa alude al desconcierto que ha existido en la doctrina en lo relativo a
“qué más” es la Constitución, además de ser un texto jurídico y político.
El norteamericano Laurence Tribe, por ejemplo, decía que la Constitución tiene
una parte que se puede ver (la constitución escrita, aquella que podemos leer) y una que
no, una “constitución invisible”. Así, él comparaba a la constitución con un iceberg, donde
de él sólo podemos ver una parte, la más pequeña, pero que bajo la línea de flotación
hay otra parte de proporciones insospechadas, pero inmensamente mayor que la
primera.
Pablo Lucas Verdú nos recuerda que todos tenemos nuestros valores y nuestra
propia jerarquía de valores, y que estos no deben ser entendidos solo como cuestiones
de índole religiosa, ya que un agnóstico o un creyente también los tiene. Tampoco los
valores pueden ser entendidos como “ideologías” en sentido marxista, esto es, ideas que
enmascaran formas de explotación. Los valores no son objetos, pero se predican de los
objetos, o sea, los objetos se califican o se “valoran” conforme a los valores.
Aun cuando todos podemos tener nuestros propios valores, nada obsta a que
podamos consensuar en determinados valores que consideraremos más relevantes y de
común aceptación. Ellos quedarán plasmados en la Constitución, la cual, por este motivo
será considerada un código de valores.
Algo de esto puede encontrarse en el célebre art. 16 de la Declaración francesa
de Derechos del Hombre del Ciudadano: “Toda sociedad en la cual no esté establecida
la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de
Constitución”. Pareciera que los franceses señalaron que esos eran sus valores
esenciales: la separación de poderes y los derechos de las personas.
Al igual que en el caso anterior, de la concepción de Constitución pueden derivar
diferentes desafíos.
Primero, considerar la Constitución como código de valores impone a sus
intérpretes la necesidad de interpretarla conforme a dichos valores. O sea, cuando un
juez u otro intérprete debe definir el sentido de algún precepto o artículo de la
Constitución, deberá hacerlo de acuerdo con aquellos valores que hemos consensuado,
y no con los suyos propios.
Segundo, ¿la Constitución debe incorporar, además de valores, una
jerarquización de los mismos? Sobre este punto, existe un debate en doctrina,
especialmente en relación con los derechos fundamentales. Hay quienes sostienen que
los derechos se organizan conforme a una jerarquía, donde habría algunos que son más
importantes que los otros. Otra parte de la doctrina argumenta que las jerarquizaciones
son subjetivas y no atienden a las particularidades de cada caso, y además asumen que
la dignidad humana (de la cual derivarían los derechos) es un concepto indivisible y que
debe protegerse en su integridad, con el mismo énfasis en todas sus manifestaciones.
Lo que se quiere indicar con esta dimensión es que la existencia de una
Constitución no depende solo de su aprobación y vigencia. Vale decir, no requiere
exclusivamente validez y vigencia, sino también efectividad.
Esta noción genera al menos dos desafíos.
Primero, se debe tener presente lo que señala Ferdinand Lasalle en “¿Qué es
una Constitución?” (1862). Él nos recuerda que la hoja de papel en la cual se encuentra
una Constitución es de fácil escritura, y se puede redactar en solo 24 horas. Sin
embargo, si ella no se ajusta a realidad, si sus normas son diferentes a lo que ocurre en
verdad, nos enfrentamos a dos cosas diferentes: la constitución escrita y la constitución
real. En tal caso, la primera no es en verdad una constitución, y solo será aquello que se
escribió, o sea, una simple “hoja de papel”. En ese sentido, las Constituciones para que
sean efectivamente tales deben ser coherentes con lo que sucede en la realidad, de
modo contrario, primará la práctica social por sobre el texto escrito: la constitución real
por sobre la hoja de papel.
Segundo, la interpretación de la constitución no puede quedar anclada a
concepciones o criterios antiguos, existentes al momento de su redacción. Si bien no
puede descartarse del todo las interpretaciones históricas, ellas deben ser de carácter
evolutivo, teniendo en consideración la realidad en la cual pretende aplicarse. Esta lógica
es lo que el italiano Gustavo Zagrebelsky denomina la necesidad de una Constitución
Viviente. Este, a diferencia de Lasalle pone el énfasis más que en la redacción del texto
constitucional, en su interpretación. De esta forma, podremos estar en presencia de una
constitución que pueda aplicarse en plenitud, dúctil, dinámica y adaptada a las nuevas
realidades sociales.
Las constituciones también son un espacio donde los pueblos dejan constancia
de episodios heroicos de su Historia. Normalmente en ellas se alude a epopeyas que
permitieron o inspiraron el nacimiento de la constitución. O como dice García-Pelayo,
evocan “mitos”, los cuales los define como “conjunto de creencias brotadas del fondo
emocional, expresadas en un juego de imágenes y de símbolos, más que un sistema de
conceptos, y que se revelan efectivamente capaces de integrar a los hombres para la
acción política”.
Esta dimensión presupone dos datos relevantes. En primer lugar, se entiende que
la Constitución no es solo el texto escrito en el cual ella consta. A ella se le puede llamar
“la Constitución formal”. Y en segundo lugar, también se sostiene que hay materias que
son estrictamente constitucionales, como son: la organización básica del Estado y la
protección o garantía de los derechos fundamentales. Estas dos materias son las que
toda Constitución debiera regular.
De esta forma, bien se puede señalar que no todas las materias estrictamente
constitucionales quedan reguladas en la Constitución formal. En ocasiones, hay leyes
que pueden regular la organización del Estado, específicamente regulan ciertos órganos
fundamentales, como sucede en Chile con la Leyes Orgánicas Constitucionales del
Congreso Nacional, o de Gobierno y Administración del Estado, o con el Código
Orgánico de Tribunales que regula al Poder Judicial. Lo mismo ocurre con tratados
internacionales, y leyes, que van dirigidos a garantizar los derechos fundamentales de
las personas. Este conjunto de normas complementaría la Constitución formal, en
aspectos que ella no alcanzó a regular.
Así surge la noción de Constitución Material.
Una primera forma de entender la Constitución Material es aquella que incluye a
la Constitución formal, más el conjunto de normas que regulan materias constitucionales.
Esta primera definición parte de la base que todas las normas de la Constitución formal
tocan aspectos de los que hemos llamado “estrictamente constitucionales” (organización
básica del Estado y garantía de derechos). Así se puede expresar:
En 1907, el gobernador del Estado de Nueva York Charles Evans Hughes, antes
de ser Jefe de Justicia de la Corte Suprema de los Estados Unidos, pronunció estas
palabras “vivimos bajo una constitución, pero la constitución es lo que los jueces dicen
que es”.
La circunstancia de que las constituciones suelen estar redactadas en términos
amplios, o “de textura abierta” como decía Hart, obliga a que quien la aplique deba llenar
su contenido mediante la interpretación. Finalmente, el texto constitucional está
compuesto sólo por “palabras” (preceptos o enunciados constitucionales), cuyo
significado y, por lo mismo, efecto jurídico (o sea, las normas constitucionales) serán
fijadas por el juez o tribunal llamado a aplicarlo en casos concretos.
Sobre este particular, suele señalarse que hay dos formas de aproximarse
conceptualmente a la noción de interpretación jurídica, especialmente, de constitucional.
Una primera forma es entender que la interpretación es un proceso intelectual
dirigido a encontrar el verdadero sentido o alcance de un enunciado o de una norma (lo
primero es lo más apropiado, ya que las normas se obtienen luego que un enunciado es
interpretado). Esta primera postura cree, por lo tanto, que los enunciados tienen un único
sentido válido, y que los intérpretes debieran intentar “descubrir” ese único significado.
Desde este punto de vista, el intérprete no aportará nada más a lo que la Constitución
dice: sólo constata su único y verdadero sentido.
Una segunda forma es entender que la interpretación consiste en escoger, elegir
uno de los tantos sentidos válidos que ofrece un enunciado. Esta postura sostiene, a
diferencia de lo anterior, que los preceptos de la constitución pueden, en verdad, tener
variados sentidos, según la perspectiva ética, política, filosófica o religiosa de quien
realice la tarea de interpretar. Así las cosas, lo que hace el intérprete (especialmente, el
juez) es preferir una de esos tantos sentidos para resolver el asunto puesto a su
decisión. Si entendemos de esta forma la tarea de interpretación, se obtienen dos
consecuencias. La primera, se evidencia que la interpretación es un acto político, que
viene cargado o mediatizado por las consideraciones morales y filosóficas del juez. Y la
segunda, deja claro que la Constitución no es solo su texto, sino que su verdadero
sentido se afina cuando los jueces realizan la interpretación.
II. El Constitucionalismo
(Qué es el Constitucionalismo – Evolución histórica – El cambio de paradigma)
a) La construcción del poder político. Esta es el área más básica y esencial del
Constitucionalismo, y se refiere a determinar quién es el titular del poder político
en el Estado, cómo lo ejerce (directa o indirectamente), qué tipo de gobierno se
va a adoptar, cuáles son los órganos que constituirán el Estado y cuáles son sus
atribuciones específicas.
Sin embargo, el Constitucionalismo “no surge solo”, “ni de un día para el otro”, sino
que responde a una serie de hitos históricos que se han venido sucediendo desde muy
antiguo, y que se hace necesario revisar.
ANTECEDENTES AL CONSTITUCIONALISMO
(AUN NO PODEMOS HABLAR DE “CONSTITUCIONALISMO”)
1.- Antecedentes
Tal como iremos viendo a partir de estas líneas, la historia del constitucionalismo es
la historia de la lucha por la libertad. Y también por la igualdad de todos. Una lucha que se
viene dando desde hace muchos siglos y que aún está viva.
Si bien el movimiento constitucionalista nace fundamentalmente en Inglaterra y
Francia, en los siglos XVII y XVIII como reacción al poder absoluto de los reyes, mucho
antes es posible encontrar algunos hitos importantes que son fundamentales para
comprender el contexto de lo que surgirá después.
Hacia el Siglo XII y XIII se inicia en Europa un movimiento generalizado por el cual
las clases privilegiadas (los nobles) sintieron la necesidad de hacer ciertas
reivindicaciones frente a un monarca que muchas veces utilizaba su poder de manera
arbitraria. En tales condiciones, se aprovecharon de circunstancias históricas especiales
en las cuales, advirtiendo una situación de aparente debilidad del rey, lograron arrancarle
acuerdos mediante los cuales, él se obligaba a respetar determinados derechos básicos y
esenciales.
En esta época, se reconocen diversos documentos importantes en España, tales
como los Convenios de León de 1188, y de Zaragoza de 1283, existiendo convenios
similares en Castilla y León y Aragón.
Sin embargo, la suscripción del documento más importante de esta época tuvo
lugar en Inglaterra, en 1215. El año anterior, en 1214, el rey Juan sin Tierra, hijo de
Ricardo Corazón de León, es derrotado en el desastre de Bouvines ante Francia.
Valiéndose de ese hecho y de la debilidad en la que se hallaba la Corona, los barones
ingleses (quienes se encontraban molestos con su rey por cuanto los encontraba
sometidos a impuestos y multas excesivos), lo obligaron a cambiar su conducta. Los
barones se comprometieron mutuamente a obtener de su rey un documento donde el rey
se comprometiera a respetar determinadas garantías, de modo que si él se negaba a
hacerlo, lo destituirían por la fuerza. Como el rey Juan se negó a aceptar tal acuerdo, se
inició la toma de todos los castillos de Inglaterra, así los habitantes de Londres
demostraron su descontento con su rey. Juan Sin Tierra, sin castillos ni partidarios, se ve
en la necesidad de suscribir la carta que se le ofreció.
Este documento se denominó Carta Magna (“Magna Charta Libertatum”, 1215), y
A pesar de la gran trascendencia de los documentos citados recién, todos ellos
tenían algunas características que los hacían insuficiente para la construcción de lo que
después llamaríamos Constitucionalismo.
Uno de sus grandes defectos consistía en que se trataba de acuerdos que se
suscribieron entre los nobles de una época determinada y el rey del momento. Por lo
tanto, eran verdaderos “contratos” del cual nacían derechos y obligaciones entre las
personas que históricamente los firmaron, pero dichos efectos no se traspasaban a
futuras generaciones de monarcas y súbditos. Además, se referían a acuerdos locales
pero que no trascendían a otros países, como corriente de pensamiento más amplia,
permanente y consolidada.
Así las cosas, fueron generándose en Europa y América del Norte movimientos
importantes de estructuración de modelos constitucionales que implicaran con carácter
permanente una regulación del poder, con objeto de limitarlo y reconocer derechos a los
ciudadanos.
No solo se trataba de resguardar las libertades individuales (libertad personal,
propiedad, etc.) sino
Hacia 1690, luego de la cruenta guerra civil (1639-1651) que le costó la vida al
tirano Carlos I de Inglaterra, pensadores británicos como John Locke (“Dos tratados
sobre el gobierno civil”) reformulaban la teoría contractualista de Thomas Hobbes
(“Leviatán”), en el sentido que la generación de un poder político que gobernara a toda la
población no debía incluir el traspaso de la totalidad de los derechos de los súbditos. Por
el contrario, el Parlamento se erguía como el órgano más importante (y no el monarca,
como en Hobbes), no sólo como el generador de leyes sino que fundamentalmente como
un órgano que fuera capaz de sustraer potestades antiguamente radicadas en el rey y
que lo controlara, evitando los excesos. Así se forjaría en Inglaterra un gobierno que se
caracterizaría por la existencia de un poder político dividido entre diferentes órganos que
componían el aparato estatal: un rey que ejercería el poder ejecutivo, un Parlamento a
cargo de legislar y jueces independientes que juzgaban a los ciudadanos.
En 1748, Montesquieu en Francia, escribía bajo la monarquía absoluta, en su
obra más célebre (“El espíritu de las leyes”) una verdadera apología al modelo inglés,
aspirando a que dicho modelo se aplicara también en su país. La intención de este autor
era que en Francia, el poder también estuviera dividido en órganos que actuaran
independientemente, de modo que no estuviera reunido en una sola autoridad, ya que la
peor amenaza para la libertad de los hombres era su sujeción a quien ejerciera un poder
absoluto sobre ellos. Su pensamiento, unido al de Rousseau (“El Contrato Social”, 1762) y
Voltaire (“Tratado sobre la tolerancia” 1764) y a la fuerza insurgente de figuras como
Danton y Robespierre, culminaron finalmente en la Revolución Francesa (1789), la cual
bajo los principios de Libertad, Igualdad, y Fraternidad provocó la caída del rey Luis XVI y
el nacimiento de una república donde el poder recayera en el pueblo.
El Constitucionalismo Liberal que acabamos de desarrollar es el
Constitucionalismo de la Libertad, el de la protección del individuo frente a la fuerza
avasalladora del Estado. Implica la defensa de espacios inviolables de la existencia
humana, la protección de su vida, de su propiedad, de su libertad de movimiento, de culto
y de pensamiento. Este constitucionalismo liberal entiende a la igualdad en un sentido
negativo, vale decir, como una prohibición (de allí lo negativo) para que el Estado haga
diferencias arbitrarias entre las personas.
Sin embargo, en un momento de la Historia, este constitucionalismo liberal se hizo
insuficiente. Ello ocurre fundamentalmente con el surgimiento de la Cuestión Social, y
tiene lugar por dos razones que si bien parecen diferentes, mucho tienen en común.
Por una parte, con el avance de la industrialización, las principales amenazas para
el ser humano dejaron de provenir tanto del Estado sino de una explotación excesiva de
los trabajadores, quienes eran mirados más bien como un engranaje más dentro de los
procesos de producción, y no como seres humanos, dignos y dotados de derechos.
Y a su vez, los ciudadanos comienzan a formular legítimas exigencias en torno a la
implementación de políticas concretas que permitieran a las personas acceder a bienes y
servicios básicos tales como vivienda, salud, educación, agua potable, pensiones justas,
etc.
En tal sentido, se reclama por parte del Estado de un rol bastante más activo que
el que se observaba hasta entonces. Se necesita del Estado primero para que resguarde
los derechos de los trabajadores frente a los poderosos dueños de industrias y latifundios,
a través de leyes laborales adecuadas, que regulasen un correcto régimen de
remuneraciones, descansos, sindicalización, y respeto no solo afuera sino también dentro
de los puestos de trabajo.
Pero también se necesita del Estado para que desarrolle aquellas políticas que se
venían reclamando en materia de salud, educacional, etc.
Ambas reivindicaciones: aquellas que operan en las industrias y campos (en el
trabajo, en general) y las que consisten en condiciones de vida igualitarias para todos dan
paso a lo que se conocen como Derechos Sociales o de Segunda Generación.
El Estado deja de tener, por lo tanto, un rol meramente abstencionista, pasivo, que
“no viole mis derechos”, sino que se requiere de un Estado mucho más activo, donde se
requiere que promueva los derechos, que invierta, que actúe de manera decidida.
Cambia por lo tanto la idea de igualdad. Desde una igualdad meramente formal
presente en el Constitucionalismo Liberal, y que se respetaba por el solo hecho que el
Estado no hiciera diferencias arbitrarias, ahora se habla de una igualdad material, esto
es, una igualdad real, donde todas las personas efectivamente pudiesen acceder a los
mismos beneficios.
Con el objetivo de ir construyendo una sociedad basada en la justicia social y la
igualdad material, el constitucionalismo social también elabora algunas herramientas.
En primer lugar, el Estado legal de Derecho se complementa con estos ideales de
mayor igualdad, y se comienza a hablar de un Estado social de Derecho. Se atribuye a
Herman Heller la creación de ese concepto. Él sostiene que, a esa época, a comienzos
del Siglo XX, el Estado liberal había entrado en crisis por las presiones provenientes de la
economía, las cuales había generado miseria y clamor de justicia. Por lo mismo, la
finalidad del Estado cambia, y surge la necesidad de que este otorgue la “procura
existencial”, esto es, que brinde las condiciones mínimas de vida digna para todas las
5.- El Neoconstitucionalismo
Con el tiempo, comenzaron a nacer Constituciones plagadas de principios y
conceptos generales, principalmente provenientes de declaraciones de derechos
señalados en términos amplios.
Las constituciones emplearon expresiones tales como “dignidad humana”,
“democracia”, “honor”, “vida”, “igualdad”, “libertad”, y otras palabras cuya definición no es
única sino que está abierta a diversas interpretaciones.
La Constitución pasó a ser, como dice el jurista inglés Herbert Hart, una norma “de
textura abierta”, vale decir posible de ser interpretada de diversas maneras.
Si concebimos a la Constitución como una norma de textura abierta, y si además,
recordamos que ésta goza de supremacía (vale decir se ubica en la cúspide del
ordenamiento jurídico), entonces la Constitución comienza a establecer exigencias
directas al legislador, quien deberá someterse a principios ampliamente diseñados por la
Carta Fundamental. Así por ejemplo, ahora las Leyes deberán ajustarse a principios y
valores tales como “la igualdad”: las leyes, por lo tanto no podrán hacer diferencias
arbitrarias.
De esta manera, si hasta el momento, la Constitución había sido una norma que
organizaba a los poderes públicos, y cuyos derechos servían justamente como límites a
los mismos poderes, ahora se inmiscuye en todo el ordenamiento jurídico, sus valores
permean o “se cuelan” por cada campo del Derecho, produciéndose el fenómeno
conocido como el de la constitucionalización del Derecho.
La Constitucionalización del Derecho consiste en aquel proceso donde los
principios constitucionales (que, como ya se dijo, son expresados en términos muy
amplios, muchas veces poco precisos), se concretan en leyes de inferior jerarquía, las
cuales resultan inspiradas en dichos cánones o estándares. A su vez, estas mismas leyes
inferiores son medidas en cuanto a su legitimidad en el logro o cumplimiento de aquellos
estándares, por lo que serán declaradas inconstitucionales, y por lo mismo eliminadas o
expulsadas del ordenamiento jurídico, si no se ajustan al marco constitucional.
De esta forma, lo que plantea el neoconstitucionalismo es la necesidad de que los
grandes valores constitucionales dejen de estar encapsulados en la Constitución y, de
alguna forma, se manifiesten en las leyes civiles, laborales, penales, de familia,
tributarias, etc. De aquí que el legislador tenga que ajustarse a estos lineamientos
manifestados en la Carta Fundamental.
Por todas las razones antes dichas, el neoconstitucionalismo parece no ser, en
rigor, una forma de “constitucionalismo”, sino más bien tiene que ver con una nueva forma
de percibir o apreciar el Derecho u Ordenamiento Jurídico en su conjunto, apegado a los
valores constitucionales, tales como la dignidad humana, la igualdad, la libertad o la
justicia.
Algunos autores acusan al neoconstitucionalismo como una forma velada de
volver a imponer los principios del iusnaturalismo, esto es, la exigencia de que las leyes
deban cumplir criterios de justicia para que sean válidas. Claro, esos criterios de justicia
ya no están en el derecho natural, sino que están contenidos en la Constitución, pero
finalmente el efecto es el mismo: la ley que no es justa, no es válida. Tanto es así que,
incluso la propia Constitución podría ceder frente a la fuerza arrolladora de los principios:
El constitucionalismo popular nace a mediados del siglo XX como reacción a los
riesgos emanados del exceso de protagonismo de los jueces en el sistema jurídico y en la
política del país.
Un grupo de autores, principalmente de origen norteamericano (de allí que
también se hable del “constitucionalismo popular norteamericano”) postulan una severa
crítica al hecho que el Parlamento, como órgano representativo por excelencia, quede
sometido a las decisiones muchas veces autoritarias de los jueces. Esto sería un atentado
a la democracia, toda vez que la voz del pueblo, expresada en el Congreso quedaría
sometida a la decisión de jueces que lo único que hacen es mantener la vigencia de
posturas conservadoras, minoritarias, protegiendo principalmente los intereses de
aquellos poderosos que, incapaces de ganar elecciones por no contar con el apoyo
popular suficiente, se escudan en Tribunales Constitucionales que los defienden,
anulando aquellas leyes que van en contra de sus propios intereses.
Por lo mismo, el Constitucionalismo Popular pretende que el Pueblo, y su
representante directo, como es el Parlamento asuman el rol preponderante que les
corresponde en una sociedad democrática.
En la actualidad, se han aprobado una serie de constituciones en el mundo que
han adoptado características diversas.
Así por ejemplo, entre 2010 y 2011 se produjeron en el norte del África una serie
de movimientos revolucionarios que provocaron el derrocamiento de los gobernantes, y
con ello, el nacimiento de nuevas constituciones democratizadoras de modelos muy
antiguos, hechos a veces “a la medida” de los dictadores o gobernantes autoritarios en
ese momento en el poder. Destacan, por ejemplo, las nuevas constituciones de Túnez,
Marrueco y Egipto.
También se han dictado nuevas constituciones en Europa, muchas veces
mediante procesos muy interesantes como sucedió con la Carta de Islandia, cuyo
contenido fue debatido a través de procesos amplios que incluyó el uso de las redes
sociales (la llamada “Ciber Constitución”).
Cada vez las Constituciones están implementando sus realidades locales, sus
propias culturas e idiosincrasia, lo cual hace prever mayor estabilidad en el tiempo y
mayor coherencia con su ámbito de aplicación.
El “Constitucionalismo de Estado” es aquél que se encuentra presente en
Constituciones Tradicionales, donde el término clave es el ejercicio de la soberanía y
Constitucionalismo del Estado Constitucionalismo Humanista
Núcleo : Órganos estatales Persona humana
Objetivo : Limitación del Poder Defensa y promoción derechos humanos
Contenido Básico: Organización y funcionamiento del Poder Constitución plena
• Concepto
Esta idea supone que el poder constituyente tiene por objeto dar vida, producir
(“constituir”) una sociedad política organizada. Esta noción está ligada con las
concepciones contractualistas del origen del Estado (Hobbes, Locke, Rousseau, Kant),
según las cuales éste no emerge como algo natural o como un mero hecho de fuerza
(teorías naturalistas y realistas, respectivamente), sino por un acto voluntario donde
participan todas las personas o ciudadanos.
De esta forma, el poder constituyente tiene una función mucho más compleja que
la mera redacción de la Constitución, sino que da origen a la sociedad que se verá
regulada por tal Constitución.
Así entendido el poder constituyente, éste solo puede recaer en la base social
que da vida a esta nueva organización, o sea en el pueblo. No hablamos
necesariamente de legitimidad, sino de argumentos lógicos: solo el pueblo puede dar
vida a su propia organización.
Esta mirada sobre el poder constituyente lo entiende como aquella función del
Estado que le corresponde la creación (o generación) de la Constitución Política, o bien
su modificación (reforma).
Desde esta perspectiva, el poder constituyente sólo tendría una atribución
normativa, como es la de dictar o reformar una Constitución. Así como el poder
legislador legisla, o sea, aprueba leyes, el poder constituyente aprueba constituciones.
Así entendido el poder constituyente, puede ser clasificado en Poder
constituyente originario y Poder constituyente derivado.
• Clasificación
Como se dijo, esta clasificación parte de la base que estamos hablando del Poder
Constituyente Constitucional.
c) Debe ser fiel a la tradición cultural del pueblo, de modo de no imponer un modelo
que no se ajuste a la historia o al sentir del mismo.
Sobre este poder, la definición es más clara y menos discutida: es aquel poder
encargado de modificar o reformar la Constitución Política. A diferencia de la anterior, el
ejercicio de esta función sí está regulado en las Cartas Fundamentales.
Normalmente –en un sistema democrático- esta función recae en los órganos co-
legisladores (Parlamento y Ejecutivo).
Aun cuando la noción de poder constituyente derivado ofrece menos dificultades
que la del poder constituyente originario, hay quienes sostienen con buenos argumentos
que, en rigor, el poder constituyente derivado es un poder constituido. Y esto, por cuanto
quien lo ejercerá, o sea, quien reformará la constitución será el ente u órgano que haya
definido el poder constituyente originario. Si entendemos de este modo la dinámica del
poder constituyente, el único que puede calificarse como tal sería el originario, ya que el
derivado es, como se dijo, poder constituido.
Si bien se discute si el poder constituyente originario está sometido a límites o no,
dicha discusión no existe a propósito del poder constituyente derivado. Esto último en
atención a que siempre el poder constituyente derivado está sometido a un límite formal:
y es que sólo podrá modificar la constitución de acuerdo al procedimiento y a los quóra
que hayan quedado establecidos en la Constitución. No es posible modificar la Carta
Fundamental si no se respetan las normas pre establecidas en ella.
De esta forma, si se cree que el poder constituyente originario está sometido a los
tres límites antes analizados (marco de su función, derechos y cultura), entonces el
poder constituyente derivado tendría cuatro límites (los mismos del originario, más el
procedimiento de reforma). Si, en cambio, se sostiene que el poder constituyente
originario no está sometido a límites, entonces el poder constituyente derivado sólo
estaría restringido por el procedimiento de reforma.
Por último, es necesario aclarar dos puntos más.
En primer lugar, se debe mencionar que, dentro de las reformas de la
Constitución, existen tres clases:
- Las reformas de adición: se agrega una norma nueva a la Constitución.
- Las reformas de enmienda: se sustituye una norma constitucional por otra.
- Las reformas derogatorias: se elimina una norma constitucional de la Carta
Fundamental.