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¿Has tenido esta experiencia alguna vez? ¿Te has sentido total- mente indigno para
el cielo y alelado de la presencia de un Dios Santo? ¿Percibes que en tí hay nada
bueno, ni nada bueno acredi- tado a tu cuenta; y que siempre has amado las cosas
que Dios odia y odiado las cosas que Dios ama?
Pero si has llegado al lugar donde el pecado es tu mayor plaga, donde ofender a
Dios es tu mayor pesar, y donde tu mayor anhelo es agradarle y honrarlo a Él;
entonces tienes esperanza. "Porque el Hijo del Hombre vino á buscar y á salvar lo
que se había perdido" (Lucas 19:10). Él te salvará, si estás listo y dispuesto a
abandonar las armas de tu rebelión en contra de Él, te inclinas a Su Señorio, y te
rindes a Su control.
Su sangre puede limpiar la mancha más obscura. Su gracia puede sostener al más
débil. Su poder puede librar al que sufre con pruebas y tentaciones. "He aquí ahora
el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salud" (2 Co.6:2). Cede ante los
reclamos de Dios.
Por otra parte, considera que no he caído en manos de mis enemigos por
casualidad, sino por la providencia de mi Dios, quien conduce y gobierna
todas las cosas, tanto grandes y como pequeñas, tal como Cristo nos lo
dice: “No temáis, vuestros cabellos están todos contados. ¿Se venden
dos pajarillos por un cuarto? Ninguno de ellos cae a tierra sin la voluntad
de vuestro Padre celestial. No temáis. Vosotros valéis más que muchos
pajarillos”. ¿Hay algo que estimemos menos que un cabello? Sin
embargo, he aquí la boca de la sabiduría divina que dice que Dios
mantiene el registro del número de mis cabellos. Entonces, ¿cómo el mal
y la adversidad me pueden alcanzar sin que Dios lo haya ordenado en su
providencia? No podría ser de otra manera, a menos que Dios ya no sea
Dios. Es por eso que el profeta dice que no hay desgracia en la ciudad sin
que el Señor sea el autor de ella.
Vemos que todos los santos que nos han precedido han sido consolados
por esta doctrina en todas sus aflicciones y tribulaciones. José, que fue
vendido por sus hermanos para ser llevado a Egipto, dijo: “Vosotros
habéis hecho una mala acción, pero Dios la ha transformado para vuestro
bien; Dios me envió delante de vosotros a Egipto para vuestro bien” (Gen.
50). David hizo lo mismo con Simei, quien lo maldijo. Job también, al igual
que todos los demás.
Por ello, los evangelistas, cuando tratan con tanto cuidado acerca del
sufrimiento y la muerte de nuestro Señor Jesucristo, añaden: “Y esto se
hizo, a fin que se cumpliera lo que estaba escrito sobre él”. Lo mismo
debe decirse de todos los miembros de Cristo.
Es bien cierto que la razón humana lucha contra esta doctrina y la resiste
tanto como puede. Yo mismo he hecho la experiencia de ello. Cuando me
arrestaron, me dije a mí mismo: “Hicimos mal de viajar tantos juntos.
Hemos sido delatados por tal o cual; no nos debimos parar en ningún
lugar”. En todas estas cavilaciones, me quedé ahí, totalmente hundido
por mis pensamientos, hasta que me levante mi espíritu al cielo
meditando en la providencia de Dios. Entonces, mi corazón empezó a
sentir un descanso maravilloso. Empecé, entonces, a decir: “Dios mío, tú
me hiciste nacer en el tiempo y a la hora que habías ordenado. Durante
toda mi vida, me has guardado y preservado en medio de tremendos
peligros y me has librado de todos ellos. Si ha llegado la hora para mí de
pasar de esta vida a ti, que sea hecha tu buena voluntad; yo no puedo
escaparme de tus manos. E incluso, si pudiera, no querría hacerlo, de
tanto que mi felicidad es el conformarme a tu voluntad”. Todas estas
consideraciones han llenado y llenan todavía mi corazón con un gran
gozo y lo guardan en paz.
Recibo también la visita del señor de Hamaide, quien viene a verme para
consolarme y exhortarme a la paciencia, como él dice. Pero viene de
buena gana después de la cena, después de que el vino se le haya subido
a la cabeza y que su estómago esté lleno. ¡Puedes imaginar cómo son
estos consuelos! Me hace muchas amenazas y me dice que a la menor
señal de intento de fuga por mi parte, me hará encadenar por el cuello, el
cuerpo y las piernas, de manera que no pueda ni siquiera mover un dedo.
Dice también muchas otras muchas palabras semejantes. Pero en todo
esto, mi Dios no deja de guardar su promesa y consolar mi corazón,
procurándome un contentamiento muy grande.
Al igual que siempre me has amado con tanto afecto, te ruego que sigas
amando igualmente a nuestros niños tan pequeños. Enséñales el
conocimiento del Dios verdadero y de su Hijo Jesucristo. Sé su padre y
su madre y vela que sean tratados lo mejor posible con lo poco que Dios
te ha dado. Si Dios, después de mi muerte, te da la gracia para vivir en
viudez con nuestros hijos pequeños, harás muy bien. Si no lo puedes
hacer, y tus recursos financieros se acaban, halla entonces a un hombre
de bien, fiel y temeroso de Dios, de quien se dé buen testimonio. Cuando
tenga los medios para hacerlo, escribiré a mis amigos para que cuiden de
ti, porque no creo que te dejen en la necesidad. Podrás retomar tu primer
nivel de vida después de que el Señor me haya quitado de esta vida.
Tienes a nuestra hija Sara, que pronto será mayor. Ella te podrá hacer
compañía, ayudarte en tus pruebas y consolar en tus tribulaciones. El
Señor estará siempre contigo. Saluda a todos nuestros buenos amigos en
mi nombre y pídeles que oren por mí, para que Él me dé la fuerza, las
palabras y la sabiduría que me permitan mantener la verdad del Hijo de
Dios hasta el final, hasta el último aliento de mi vida.
Estas cosas necesitan ser consideradas por los Protestantes de hoy. ¿Con qué
derecho podemos llamarnos a nosotros mismos hijos de la Reforma? Mucho del
Protestantismo moderno ni podría llamarse Reformado o aún ser reconocido por
los Reformadores pioneros. La Esclavitud de la voluntad coloca ante nosotros lo
que ellos creían acerca de la salvación de la humanidad perdida. A la luz de esto,
estamos obligados a preguntar si la cristiandad protestante no ha vendido su
legado entre los días de Lutero y los nuestros. ¿ No tiene el Protestantismo de hoy
más de Erasmianismo que de Luterano? ¿ A menudo no hemos tratado de
minimizar y opacar las diferencias doctrinales en nombre de la paz entre grupos?
¿Somos inocentes de la indiferencia doctrinal, la cual Lutero atribuyó a Erasmo?
¿Permanecemos creyendo que la doctrina importa?1
Quienquiera que cierre este libro sin haber reconocido que la teología
Evangélica se sostiene o cae con la doctrina de la esclavitud de la voluntad lo ha
leído en vano. La doctrina de la justificación gratuita por la fe sola, la cual llegó a
estar en el centro de la tormenta de mucha de la controversia durante el período de
la Reforma, es a menudo considerada como el corazón de la teología de los
Reformadores, pero esto no es preciso. La verdad es que su pensamiento estaba
realmente centrado sobre el argumento de Pablo, que fue hecho eco por Agustín y
otros, que la salvación de los pecadores es totalmente sólo por la gracia libre y
soberana, y que la doctrina de la justificación por fe fue importante para ellos
porque salvaguardaba el principio de la gracia soberana. La soberanía de la gracia
encontraba expresión en un nivel más profundo de su pensamiento al descansar
en la doctrina de la regeneración monergista.[2]
Esto quiere decir, que la fe que recibe a Cristo para justificación es en sí misma el
libre don del Dios soberano. El principio de sola fide no es correctamente
entendido hasta que es visto como afianzado al principio más amplio de sola
gratia. ¿Cuál es el origen de la fe? ¿Es la fe el don de Dios, indicando por tanto
que la justificación es recibida por la dádiva de Dios, o es ésta una condición de la
justificación la cual es dejada para que el hombre la cumpla? ¿Puede percibir la
diferencia? Déjame ponerla en términos simples. Escuché recientemente a un
evangelista decir, “Aunque Dios llevó a cabo miles de pasos para alcanzarte y
redimirte, sin embargo el punto culminante es que debes llevar a cabo el paso
decisivo para ser salvo”. Considera la declaración que ha sido hecha por el más
amado líder evangélico de América del siglo veinte, Billy Graham, quien dice con
gran pasión, “Dios hace el noventa y nueve por ciento de ello, pero todavía debes
hacer el último uno por ciento.”
¿Qué es pelagianismo?
Por ello, en el debate consecuente, Agustín dejó claro que en la creación, Dios no
mandó a Adán y Eva nada que fueran incapaces de hacer. Pero una vez que la
trasgresión entró y la humanidad llegó a estar caída, la ley de Dios no fue cancelada
ni Dios la ajustó rebajando sus requerimientos santos para acomodarlos a la débil,
condición caída de su creación. Dios castigó a su creación al descargar sobre
ellos el juicio del pecado original, por lo que cada uno que nace en este mundo
después de Adán y Eva, nace ya muerto en pecado. El pecado original no es el
primer pecado. Este es el resultado del primer pecado; se refiere a nuestra
corrupción inherente, por la cual nacemos en pecado, y en pecado nos concibió
nuestra madre. No nacemos en un estado neutral de inocencia, sino que nacemos
en una condición pecaminosa y caída. Prácticamente cada iglesia dentro del
histórico Concilio Mundial de Iglesias en algún punto de su historia y en el
desarrollo de su credo articula algún tipo de doctrina del pecado original. Así que,
es claro para la revelación bíblica, que se tendría que repudiar el punto de vista
bíblico de la humanidad para negar el pecado original como un todo.
Los Evangélicos y la Fe
La Isla de Justicia
Una cosa es clara: puedes ser Pelagiano puro y ser bienvenido por completo en
el movimiento evangélico de hoy. Esto no es simplemente que el camello metió su
nariz en la tienda; no solamente es que está dentro de la tienda- sino que ha
sacado al propietario de la tienda. El Evangelicalismo moderno mira hoy con
suspicacia a la teología Reformada, la cual llegado a ser colocada como ciudadano
de tercera clase del Evangelicalismo. Ahora, usted dice, “Espera un minuto R. C.
No encierres a todos en el argumento del Pelagianismo extremo, después de todo,
Billy Graham y el resto de las personas están diciendo que hubo una Caída; que
debes tener la gracia; que hay tal cosa como pecado original; y los semi-Pelagianos
no están de acuerdo con el simplista y optimista punto de vista acerca de la no
caída naturaleza humana de Pelagio.” Y esto es verdad. No cuestionaré acerca de
ello. Pero es esta pequeña isla de justicia donde el hombre todavía tiene la
habilidad, en y de sí mismo, para retornar, cambiar, inclinar, disponer, y abrazar la
oferta de la gracia, que revela porque históricamente el semi-Pelagianismo no es
llamado semi-Agustinianismo, sino semi-Pelagianismo, éste realmente nunca
escapa a la idea central de la esclavitud del alma, la cautividad del corazón humano
en pecado- que no está simplemente infectado por una enfermedad que puede ser
mortífera si es dejada sin tratamiento, sino que es mortal.
¿Tenemos nosotros una voluntad? Sí, oh claro que la tenemos. Calvino dijo, si
quieres decir por libre albedrío una facultad de escoger aquello que tienes el poder
en ti mismo, de escoger lo que deseas, entonces tenemos libre albedrío. Si quieres
decir por libre albedrío la capacidad de los seres humanos caídos para inclinarse a
sí mismos y ejercer la voluntad para escoger las cosas de Dios sin la previa obra
monergista de regeneración, entonces, Calvino dijo, libre albedrío es un término
exorbitantemente grandioso para aplicarlo al ser humano.
Ninguno de nosotros quiere ver las cosas tan mal como son realmente. La
doctrina bíblica de la corrupción humana es dura. No escuchamos al Apóstol Pablo
decir, “Usted sabe, es triste que tengamos tal cosa como pecado en el mundo;
ninguno es perfecto. Pero estemos de buen ánimo, somos básicamente buenos.”
¿Puede ver que aún una lectura superficial de la Escritura niega esto?
Él dijo, “Sí.”
Le dije, “¿Por qué eres cristiano y tus amigos no lo son? ¿Es por qué eres más
justo que ellos? Él no era estúpido. El no iba a decir, “¡Oh! claro es porque soy
más justo. Yo hice la cosa correcta y mis amigos no”. Él sabía a donde quería
llegar con esta pregunta.
Le dije, “Dime por qué. ¿Es por qué eres más inteligente que tus amigos?
Y él dijo, “No.”
Sin embargo el no estaba de acuerdo que al final, el punto decisivo era la gracia
de Dios. El no quería venir a esto. Y después de discutir por quince minutos, él
dijo, “ESTA BIEN, te lo diré. Soy un cristiano porque hice la cosa correcta, tuve la
respuesta correcta y mis amigos no lo hicieron.”
¿En qué estaba confiando esta persona para su salvación? No en sus obras en
general, sino en una obra que había hecho. Y él era un Protestante, un evangélico.
Pero su punto de vista de la salvación no era diferente del punto de vista Romano.
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“Pelagian Captivity of the Church”, Modern Reformation, May/June 2001, Vol 10,
Number 3, 22-29.
5. Que Cristo había sido prometido a los padres que recibieron la ley, a fin
de que, conociendo su pecado por la ley, y su injusticia e insuficiencia,
puedan desear la venida de Cristo para realizar satisfacción por sus
pecados, y cumplir la ley por El mismo.
9. Creemos también, que, después de esta vida, existen sólo dos lugares
– uno para los que son salvos, el otro para los condenados, los cuales
llamamos paraíso e infierno, negando por completo el purgatorio
imaginario del Anticristo, inventado en oposición a la verdad.
CONTENIDO
Introducción ................................................................................ 5.
El contenido de este librito es parte del comentario del Rvdo. Archibald Alexander
Hodge sobre la Confesión de Fe de Westminster.
INTRODUCCIÓN
Todo lo que el hombre debe creer respecto a Dios, y los deberes que Dios impone
al hombre, son revelados en las Escituras del Antiguo y Nuevo Testamento, las
cuales habiendo sido dadas por inspiración de Dios, son la única y suficiente regla
de fe y práctica religiosa para el hombre en su estado actual. Por esto deben ser
creídas las unas y obedecidos los otros por ser la Palabra de Dios. Esta Palabra
divina, entonces, es el único tipo o regulador de doctrina que tiene autoridad
intrínseca para ligar la conciencia de los hombres. Todo lo demás tipos o
reguladores tendrán tal autoridad, solamente cuando enseñen lo que las Escrituras
contengan.
Digámoslo de una vez, es una cuestión de hecho el que la Iglesia ha ido avanzando
gradualmente en la obra de perfeccionar la interpretación de las Escrituras y de
definir las grandes doctrinas que forman el sistema de verdades reveladas. La
atención de la Iglesia ha sido dirigida especialmente al estudio de una doctrina en
una época, y a la de otra en tiempo diferente. Como ella ha ido avanzando poco a
poco en el discernimiento claro de la verdad evangélica, en diferentes tiempos ha
ido sentando exposiciones más perfectas de sus adquisiciones en forma de Credo
o Confesión de fe, con el objeto de instruir al pueblo y preservar sus doctrinas.
Como al mismo tiempo los herejes se levantan por todas partes pervirtiendo la
Escritura, exagerando ciertos aspectos de la verdad y negando otros igualmente
esenciales, y el efecto de esto es cambiar la verdad de Dios en mentira, la Iglesia
entonces se ve forzada por el gran principio de la propia conservación, a formar
definiciones completas que contengan la verdad y excluyan el error de cada verdad
particular que haya sido falsificada, y hacer exhibiciones comprensibles del sistema
de verdades reveladas, y que ninguna de sus partes sea indebidamente disminuída
o exagerada, sino que guarde la debida propoción con el todo. Al mismo tiempo
debe hacer provisión para la disciplina eclesiástica, a fin de asegurar la
cooperación efectiva de los que desean trabajar juntamente en la misma causa, y
para que los maestros públicos de la misma comunión no se contradigan el uno al
otro, y uno derribe lo que el otro se esfuerza en edificar. También deben prepararse
formularios que representen hasta donde sea posible la verdad recibida por todos,
y que revestida con la autoridad pública, sirvan para la instrucción de los miembros
de la Iglesia y especialmente de los niños.
En todos los tiempos y en todas las ramas de la Iglesia, se ha encontrado que los
Credos y Confesiones son necesarios, y cuando no se ha abusado de ellos han
servido para los fines siguientes:
(2) Para discernir entre la verdad y los malos comentarios de los falsos maestros, y
presentarla con integridad y debida proporción.
(3) Para servir de base de asociación eclesiástica a los que están acordes en
trabajar juntamente en armonía.
(4) Para usarlos como instrumentos en la gran obra de la instrucción popular.
Debe recordarse, sin embargo, que la materia de estos Credos y Confesiones liga a
la conciencia de los hombres nada más en aquello que es puramente bíblico, y sólo
por serlo: y en cuanto a la forma en que la materia se asienta, sólo liga a los que
voluntariamente admiten la Confesión; y la razón para ello es que la han admitido.
En todas las iglesias se hace distinción marcada entre los términos en que son
admitidos los miembros privados a la comunión, y los términos en que son
admitidos los funcionarios a los oficios sagrados de enseñanza y gobierno. Una
iglesia no tiene derecho de hacer condición de recepción sino lo que Cristo haya
hecho condición de salvación. La Iglesia es el redil de Cristo. Los Sacramentos son
los sellos del pacto. Tienen derecho a pedir su admisión, aquellos que hacen
profesión creíble de la verdadera religión, - aquellos de los cuales se pueda tener la
presunción de que sean del pueblo de Cristo. Esta profesión creíble, envuelve de
contado, un conocimiento competente de las doctrinas fundamentales del
cristianismo- una declaración de fe personal en Cristo y de consagración a su
servicio, y el estado debido en la mente y la disposición necesaria para ello. Por
otra parte, ningún hombre debe ser instalado en algún oficio de una iglesia, cuando
no profesa creer en la verdad y sabiduría de la constitución y leyes que es su deber
conservar y administrar. De otra manera la armonía de sentimiento y la cooperación
efectiva sería imposible.
« Todos los ministros de este Sínodo, 18 en número, menos uno que declaró que no
estaba preparado para dar su asentimiento, (pero lo hizo en la próxima reunión),
después de proponer y discutir los escrúpulos que algunos de ellos tenían para
aceptar la Confesión de Fe y los Catecismos Mayor y menor de la Asambea de
Teólogos de Westminster, y conformes en la solución de ellos, declaran que dicha
Confesión y Catecismos son la Confesión de su Fe, excepto algunas aláusulas en
los capítulos vigésimo tercero, referentes a los magistrados civiles.»
Capítulo 1.
Son pocos los Credos que se formaron antes del tiempo de la Reforma y se refieren
a los principios fundamentales del cristianismo, especialmente a la Trinidad y a la
persona del Dios Hombre y son la herencia de toda la Iglesia.
Este no fue escrito por los Apóstoles sino que se fue formando gradualmente por
un consentimiento común, fundándose en las varias confesiones que
separadamente habían adoptado las congregaciones particulares y que usaban en
la recepción de sus miembros. Adquirió su forma actual y el uso entre todas las
iglesias, afines del siglo segundo. Fue puesto al fin del Catecismo Menor
juntamente con la Oración del Señor y los Diez mandamientos en la primera edición
publicada por orden del parlamento, «no porque se creyera que había sido
compuesto por los Apóstoles, o porque debiera considerarse como escritura
canónica... sino por ser un breve resumen de la fe cristiana, de acuerdo con la
Palabra de Dios, y recibido antiguamente en as iglesias de Cristo.»
Este fue formado sobre las bases de los Apóstoles, y la cláusula relativa a la
divinidad sustancial de Cristo, fue agregada por el Gran Concilio celebrado en
Nicea, Bitinia, 325 a.C., y las que se refieren a la divinidad y personalidad del
Espíritu Santo, las añadió el segundo Concilio Ecuménico reunido en
Constantinopla, 381 a.C., y la cláusula «filioque» (quiere decir: y del Hijo) la añadió
el Concilio de la Iglesia Occidental verificado en Toledo, (España) 589 a.C. En su
forma actual es el Credo de toda la Iglesia Cristiana; la Iglesia Griega sólo rechaza
la última cláusula mencionada. Dicho credo es como sigue:
Por esta razón la iglesia se vio forzada a proveer definiciones adicionales que
sirvieran de defensa a la verdad. Una tendencia herética se desarrolló hasta el
extremo en el Nestorianismo que sostenía que las naturalezas divina y humana de
Cristo, constituían dos personas. Esto fue condenado por el Concilio de Efeso 431
d. C. La tendencia herética opuesta llegó a su colmo en el Eutiquianismo, que
sostenía que las naturalezas divina y humana de Cristo, estaban unidas de tal
manera que no eran sino una sola. Estas herejías las condenó el Concilio de
Calcedonia, 451 d. C. Estos Credos que sostienen que Cristo tiene dos naturalezas
en una persona, definen la fe de la Iglesia y son recibidos y aprobados por ella.
Evidentemente éste fue compuesto mucho tiempo después de la muerte del gran
teólogo cuyo nombre lleva, cuando, concluyendo las controversias, fueron
establecidas las definiciones de los Concilios de Efeso y Calcedonia ya
mencionados arriba. Es un gran monumento, único de la fe inmutable de la Iglesia
en lo que se refiere a los grandes misterios de la piedad, de la Trinidad de personas
en un solo Dios, y de la dualidad de naturalezas en la persona de Cristo.
Capítulo 2.
CREDOS Y CONFESIONES
DE LAS DIFERENTES RAMAS
DE LA IGLESIA EN EL TIEMPO DE LA REFORMA
El Catecismo Romano que explica y recomienda los cánones del Concilio de Trento,
se preparó y fue promulgado por la autoridad del papa Pío IV, 1556.
En adición a esto, algunas bulas papales y varios escritos privados han sido
elevados a la categoría de tipo de fe verdadera por la autoridad de los papas; por
ejemplo «Catecismo de Bellarmino» 1603, y la bula «Unigenitus», de Clemente XI,
1711.
(3) Los Catecismos Mayor y Menor preparados por Lutero, 1529; «el primero para el
uso de los predicadores y maestros, y el segundo como guía para instruir a los
jóvenes.»
(4) Los Artículos de Smalcalda, elaborados por Lutero y firmados por los teólogos
evangélicos en febrero, 1537, en el lugar cuyo nombre llevan.
(5) La Fórmula Concordia (Forma de Concordia) fue preparada en 1577 por Andreä y
otros para aclarar ciertas controversias que se habían levantado en la Iglesia
Luterana, que se referían especialmente
(a) a la actividad de la gracia divina y el libre albedrío humano en la regeneración,
(b) y a la presencia del Señor en la Eucaristía. Su autoridad, sin embargo, sólo se
reconoce por lo más formalista del partido Luterano, es decir por aquellos que
observan rígidamente las peculiaridades de la teología Luterana, llevada hasta su
último desenvolvimiento.
Las Confesiones Reformadas son muy numerosas aun cuando esencialmente están
de acuerdo en la doctrina que enseñan. Las recibidas y consideradas más
comúnmente como los tipos más elevados de autoridad simbólica del sistema
general, son las siguientes:
«La aceptaron todas las Iglesias Reformadas de Suiza con excepción de Basilea
(que se conformó con la primera Confesión Helvética, su antiguo símbolo,) y por las
Iglesias Reformadas de Polonia, Hungría, Escocia y Francia.»? (?History of
Christian Doctrine, por Shedd)
Este famoso sínodo fue convocado en Dort, Holanda, por mandato de los Estados
Generales, con el objeto de aclarar algunas cuestiones controvertidas por unos
discípulos de Arminio. Comenzaron las sesiones el 13 de noviembre del año 1619.
Estaba por modo por pastores, ancianos y profesores de Teología de las iglesias de
Holanda, de diputados de las iglesias de Inglaterra, Escocia, Hesse, Bremen, el
Palatinado y Suiza; los delegados franceses no asistieron por habérselo impedido
una orden del rey. Los Cánones de este Sínodo fueron recibidos por todas las
Iglesias Reformadas como verdadera, segura y eminente exposición autorizada del
sistema de Teología calvinista. Ellos, juntamente con el Catecismo de Heidelberg,
consituyen la Confesión de Fe de las Iglesias Reformadas de Holanda, y de la
Iglesia Reformada Holandesa de América.
Todas las Asambleas verificadas en Nueva Inglaterra con el fin de asentar las bases
doctrinales de sus iglesias, recomiendan o adoptan explícitamente esta Confesión y
Catecismos como exposiciones exactas de su fe. Esto lo hizo el Sínodo de
Cambridge, Massachusetts, en junio de 1647, y otra vez cuando preparó el «Plan de
Cambridge»* en agosto de 1648. También lo hizo el Sínodo en Boston en mayo de
1680. Por último, también lo hizo el Sínodo de Saybrook, Connecticut, cuando hizo
el «Plan de Saybrook en 1708.»* (*History of Christain Doctrine, por Shedd.)
Cómo desarrollar una mente cristiana
«No seáis como el caballo, ni como el mulo, sin entendimiento» (Sal 32.9); en otras
palabras: «No esperen que yo los guíe en la forma en que ustedes guían a los caballos o
a las mulas, porque ustedes no son ni lo uno ni lo otro. Tienen entendimiento». Estaban
dos mujeres conversando en el supermercado y una le dijo a la otra: «¿Qué es lo que te
pasa? Pareces muy preocupada». «Lo estoy, me preocupa la situación en el mundo»,
contestó su amiga. «Tienes que tomar las cosas más filosóficamente y dejar de pensar»,
respondió la primera mujer.
Curiosa idea esta de que para ser más filosóficos hay que dejar de pensar. Sin embargo,
estas dos mujeres estaban reflejando la forma de pensar del mundo actual. El mundo
moderno ha dado a luz a dos gemelos terribles: uno se llama falta de inteligencia y el otro
carencia de sentido. En contraste con esta tendencia vemos lo que dice la Escritura:
«Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la malicia, pero
maduros en el modo de pensar» (1 Co. 14:20). Notemos que Pablo por un lado les
prohibe que sean niños, y por otro les manda que lo sean, pero en diferentes esferas. En
lo que se refiere a la malicia, les dice que deben ser tan inocentes como niños pequeños,
pero en su manera de pensar tienen que ser personas maduras.
La importancia de la mente
El uso correcto de nuestra mente produce tres beneficios. En primer lugar, glorificar a
nuestro Creador. Siendo nuestro Creador un Dios racional que nos hizo seres racionales
a su imagen y semejanza, y habiéndonos dado en la naturaleza y en las Escrituras una
revelación racional, espera que usemos nuestra mente para estudiar su revelación. Al
estudiar el universo y leer las Escrituras estamos pensando los pensamientos de Dios
como él quiere. Por esto, un uso correcto de nuestra mente glorifica a nuestro Creador.
La mente cristiana
1) La realidad de Dios
La mente cristiana reconoce a Dios como la realidad suprema dentro y más allá de todo
fenómeno. La realidad del Dios viviente y el hecho de que la Biblia se centre en Dios son
indispensables para la mente humana. La Biblia es un libro hecho por Dios acerca de Él
mismo. Hasta se podría decir que es la autobiografía de Dios. Dios se revela a sí mismo a
través de las Escrituras. Se describe como Creador y Señor, como Redentor, Padre y
Juez. Por lo tanto, la mente cristiana es una mente centrada en Dios.
En ningún punto choca tan fuerte la mente cristiana con la mente secular como en esta
insistencia en la humildad. La mente secular desprecia la humildad, las grandes religiones
tampoco la recomiendan, y nuestra cultura está dominada más de lo que pensamos por la
filosofía del poder de Nietzsche, quien escribió acerca del surgimiento de lo que él
consideraba una raza que tuviese el coraje de dominar, que fuese ruda, brava. De manera
que su ideal era el superhombre, mientras que el ideal de Jesús es el niño, y no hay
posibilidad de compromiso entre esos dos ideales. Tenemos que escoger.
En segundo lugar, los existencialistas —que tienden a ir al extremo opuesto— son gente
llena de pesimismo y aun de desesperación, porque dicen que no hay Dios, que no hay
valores. Nada tiene sentido. Todo es absurdo. Esa conclusión es lógica si niegan la
existencia de Dios. El escritor norteamericano Mark Twain, que era un humorista
pesimista, dijo: «Si pudieras hacer un cruce entre un gato y un hombre, mejorarías al
hombre y empeorarías al gato». Este pesimismo no toma en cuenta el amor, la belleza, la
hermosura, el heroísmo y el sacrificio propio que han adornado la historia humana.
Tenemos que evitar ambos extremos: el optimista y el pesimista.
Vamos a aplicar esta paradoja del ser humano a una serie de situaciones. En primer lugar
veremos la cuestión de la autoestima. Todos conocemos la gran importancia de la salud
mental, de saber quiénes somos. Algunas personas tienen un punto de vista muy
exagerado con respecto a su importancia, son gente orgullosa. Pero otros tienen una
autoimagen muy baja, creen que no sirven para nada, tienen paralizantes complejos de
inferioridad que se acentúan muchas veces debido a ciertas enseñanzas cristianas, y
nunca ven la dignidad de ser un ser humano creado a la imagen de Dios.
La imagen de nosotros mismos tiene su origen en el hecho de que hemos sido creados a
imagen de Dios.
Sin embargo, el ser humano también es producto de la caída, y es por eso que Jesús nos
llama tanto a la negación como a la afirmación de nosotros mismos. Lo que somos se
debe en parte a la creación y en parte a la caída. Hay cosas que debo negar y repudiar,
pero todo lo que soy por la creación y aun por la redención en Cristo no lo niego, sino lo
afirmo. Eso presupone la comprensión de la doctrina bíblica del hombre.
Ahora pasemos a los procesos democráticos. Todos sabemos que la democracia tiene
como meta ser un gobierno del pueblo y para el pueblo; y cualquiera que sea nuestro
color político, la mayor parte de los cristianos la aprecian, quieren estar al lado de la
democracia, porque es la forma más segura de gobierno jamás inventada y refleja la
paradoja del ser humano. Toma seriamente la creación, la dignidad de los seres
humanos, ya que se rehusa gobernarlos sin su consentimiento. Les da a los seres
humanos participación en la toma de decisiones. Trata a los seres humanos como adultos
responsables. Por otra parte, la democracia también toma en cuenta la caída, porque
rehusa concentrar el poder en las manos de unos pocos. La democracia reparte el poder
y así protege a los seres humanos de ellos mismos y de su locura. Esta es la forma en
que Reinhold Niebuhr lo resumió: «La capacidad del hombre para la justicia hace que la
democracia sea posible, pero la tendencia del hombre hacia la injusticia hace que sea
necesaria».
Concluyo refiriéndome al progreso social. ¿Es posible que haya progreso social en el
mundo de hoy? ¿Puede el mundo ser un lugar mejor? Algunas personas tienen una
tremenda confianza en la acción social. Sueñan con crear una utopía y se olvidan del
incorregible egoísmo del ser humano. Otras van al extremo opuesto, son tan pesimistas
que dicen que es imposible cambiar la sociedad y que no vale la pena intentarlo, pero se
olvidan de que los seres humanos aún conservan algo de la imagen de Dios y que aun
aquellos que no son regenerados pueden tener una visión de una sociedad justa, pacífica.
Casi todo ser humano, regenerado o no regenerado, prefiere la paz a la guerra, la justicia
a la opresión y el orden al caos. Así que en cierta medida es posible el progreso social.
Creo que tiene un cierto grado de equilibrio afirmar lo siguiente: «Es imposible
perfeccionar la sociedad, pero es perfectamente posible mejorarla».
Veamos cómo Pablo nos recuerda la paradoja del ser humano: «Porque ellos mismos
cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de los
ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual
resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera» (1 Ts. 1:9-10). Por un
lado, el ser humano debería convertirse a Dios y ponerse a su servicio y al del prójimo; en
consecuencia contará con la ayuda de la presencia y el poder de Dios para cambiar y
mejorar su mundo. Pero por otro lado, no logrará perfeccionar su mundo, porque la
maldad humana seguirá operando y será juzgada y eliminada por el Señor Jesucristo en
su venida. Así que, servimos al Dios viviente haciendo buenas obras y procurando
cambiar y mejorar la sociedad, mientras esperamos la perfección y el juicio final que
traerá Jesucristo en su venida.
Esta tarea de formar una mente cristiana que escucha a Dios y al mundo no es tarea de
cristianos solitarios. Es más bien una tarea que requiere de una comunidad cristiana en
conjunto. La Iglesia ha de ser, en la práctica, una «comunidad hermenéutica». Parte de la
tarea de la Iglesia es escuchar la Palabra de Dios juntos para descubrir la mente de Dios,
y la realidad actual para entender lo que está sucediendo. Es en este «doble-escuchar» a
la Palabra y al mundo, y en compañía e interacción con otros miembros de la Iglesia de
Dios, que se va desarrollando una mente cristiana. Que Dios nos conceda gracia para
esforzarnos en pensar como cristianos.
por
La Biblia nos advierte de que en los ultimos dias, en los cuales vivimos, habrá
muchos falsos Cristos - aquellos que claman ser Cristo pero son impostores. Jesus
dijo:
Sin embargo, hay otro falso Cristo que es mucho más peligroso que el Cristo de los
cultos y el Cristo del catolicismo romano. El ha engañado a la gente por muchos
aflos y continua engañando a millones. Este Cristo es tan peligroso que, si no fuera
imposible, engañaria a los misrnos escogidos (Mateo 24:24). El es el Cristo del
Arminianismo.
2. El Cristo del Arminianismo: ofrece salvación a todos los pecadores y hace todo
lo que está en su poder para salvarlos. Esta oferta y poder a veces son frustrados,
orque muchos se niegan a venir a El.
4. El Cristo del Arminianismo: murió en la cruz por todo el mundo, y así hizo posible
la salvación para cada persona. Su muerte, a no ser por a elección por parte del
hombre, no flue suficiente para salvar a nadie realmente, porque muchos por los
que El murió están perdidos.
El Cristo de la Biblia: murió solamente por el pueblo elegido de Dios y asi real y
eficazmente obtuvo salvación para todos aquellos por quienes El murió. Su muerte
fiie una satisfacción vicaria, la cual efectivamente quitó culpa de Su pueblo elegido.
(Lc. 19:10; Juan 10:14-15, 26; Hch. 20:28; Ro. 5:10; Ef 5:25; He. 9:12; 1 Pe. 3:18)
Como puede ver aunque el Cristo del Arminianismo y el Cristo de la Biblia puedan
parecer iguales a primera vista, ellos son muy diferentes. Uno es falso. El otro es
verdadero. Uno es débil y sin esperanza. Se inclina ante el soberano "libre albedrio"
del hombre. El otro es el Señor reinante quien decide lo que a El le complace y
soberananente cumple Su Voluntad.
Si usted cree y sirve al Cristo del Arminianismo, usted debe reconocer el hecho de
que usted no está sirviendo al Cristo de la Biblia. !Usted ha sido engañado! Estudie
las Escrituras y conozca al verdadero Cristo. Ore por gracia para arrepentirse y
confiar en Cristo como su Soberano Salvador.
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CAPÍTULO 1
RESPONDE AGUSTÍN A LAS CARTAS
DE PRÓSPERO E HILARIO
2. Habiendo, pues, considerado con la debida reflexión vuestras cartas, me parece entender que estos
hermanos con quienes ejercitáis tan piadosa solicitud deben ser tratados del modo que trató el Apóstol a
aquellos a quienes dijo: Si otra cosa sentís, esto también os lo revelará Dios, [3] a fin de que no acepten como
máxima aquel apotegma poético que dice: «Confíe cada uno en sí mismo», y no incurran por él en el anatema
que se dijo no poética, sino proféticamente: Maldito sea el hombre que confía en otro hombre. [4] Porque,
ciertamente, aún están éstos a ciegas acerca del misterio de la predestinación de los santos. Pero si es
verdad que piensan de otro modo acerca de ella, Dios se lo dará a conocer mientras caminan por el
conocimiento de la fe, a que ya han llegado. Por eso, después de decir el Apóstol: Si otra cosa sentís, esto
también os lo revelará Dios. Pero en aquello a que hemos llegado, sigamos una misma regla, sintamos una
misma cosa.
Porque ya esos hermanos nuestros, hacia quienes se muestra tan solícita vuestra piadosa caridad, han
llegado a creer, con la Iglesia de Cristo, que todo el género humano nace sujeto a la culpa del primer Adán, de
la que nadie puede libertarse si no es por la justicia del segundo Adán. Y también creen y confiesan que las
voluntades humanas son prevenidas por la gracia divina, concediendo que nadie por su propio esfuerzo se
basta para comenzar o consumar ninguna obra buena. Permaneciendo, por tanto, firmes en la creencia de
estas verdades que han llegado a confesar, están ya muy distantes del error de los pelagianos. Y así, si
caminaren en ellas e hicieren oración a aquel que da el don del entendimiento, aunque acerca de la
predestinación piensen de otra suerte, Dios los iluminará también acerca de esta verdad. Pero no por eso
dejemos nosotros de ejercitar también con ellos el afecto de nuestra caridad y el ministerio de nuestra
enseñanza, conforme nos lo conceda aquel a quien hemos pedido que nos inspire decirles en este escrito lo
que para ellos fuere más útil y conveniente. Pues ¿quién podría saber que no quiere Dios realizar en ellos
este bien por medio de nuestro ministerio, por el cual les servimos en la libre caridad de Cristo?
***
CAPÍTULO II
EL PRINCIPIO DE LA FE ES TAMBIÉN
UN DON DE DIOS
3. Demostraremos, pues, primeramente, que la fe, por la que somos cristianos, es un don de Dios; y lo
probaremos, a ser posible, con mayor brevedad de la que hemos empleado en tantos otros y tan abultados
volúmenes. Pero, ante todo, juzgo que debo responder a todos aquellos que afirman que los testimonios que
he aducido acerca de este misterio solamente tienen valor para probar que la fe procede de nosotros y que
únicamente el aumento de ella es debido a Dios; como si no fuese El quien nos da la fe, sino que ésta es
aumentada por El en nosotros en virtud de algún mérito que empezó por nosotros. Mas si la fe, con que
empezamos a creer, no se debe a la gracia de Dios, sino que más bien esta gracia se nos añade para que
creamos más plena y perfectamente, por lo cual primero ofrecemos nosotros a Dios el principio de nuestra fe,
para que nos retribuya El luego lo que de ella nos falta o cualquiera otra gracia de las que por medio de la fe
pedimos, tal doctrina no difiere en nada de la proposición que el mismo Pelagio se vio obligado a retractar en
el concilio de Palestina, conforme lo testifican sus mismas actas, cuando dijo «que la gracia de Dios nos es
dada según nuestros méritos».
4. Mas ¿por qué no hemos de escuchar nosotros contra esta doctrina aquellas palabras del Apóstol: ¿O
quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado? Porque de él, y por él, y para él son todas las
cosas. [1] Porque ¿de quién, sino de El, puede proceder el mismo principio de la fe? Pues no se debe decir
que de El proceden todas las demás cosas, exceptuada solamente ésta; sino que de él, y por él, y para él son
todas las cosas. ¿Quién dirá que el que ya ha empezado a creer no tiene ningún mérito de parte de aquel en
quien cree? De ahí resultaría que al que de esta manera previamente merece, todas las demás gracias se le
añadirían como una retribución divina, y, por lo tanto, la gracia de Dios nos sería concedida según nuestros
méritos; mas para que tal proposición no fuese condenada, la condenó ya el mismo Pelagio.
Quien quiera, pues, evitar el error de esta doctrina reprobable, entienda con toda verdad el dicho del Apóstol:
Porque a vosotros os es concedido a causa de cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis
por él. [2] Ambas cosas son un don de Dios, pues tanto la una como la otra se asegura que nos son dadas.
Porque no dice el Apóstol «a fin de que creáis en El más plena y perfectamente», sino para que creáis en El.
Ni dice de sí mismo que alcanzó la misericordia para ser más creyente, sino para ser creyente; porque sabía
que él no había dado a Dios primero el principio de su fe y después le había retribuido Dios con el aumento de
ella, sino que el mismo Dios que le hizo apóstol le había hecho antes creyente.
Consignados están también por escrito los comienzos de su vida de creyente, cuya historia es famosísima por
su lectura en toda la Iglesia. Porque estando aún él apartado de la fe, que pretendía destruir, siendo acérrimo
enemigo de ella, de repente fue convertido a esta misma fe por una gracia poderosísima; fue convertido por
aquel que debía realizar tan estupendo prodigio, conforme a lo que había dicho el profeta: ¿No volverás a
darnos vida para que tu pueblo en ti se regocije?; [3] para que no sólo el que no quería creer se hiciera
creyente, queriéndolo él mismo, sino también para que el mismo perseguidor padeciera persecución por la
defensa de aquella fe que antes él mismo perseguía. Porque, ciertamente, le fue dado por Cristo no
solamente el creer en Él, sino también el padecer por Él.
5. Y así, recomendando aquella gracia que no es dada en virtud de algún mérito anterior, sino que es ella
la causa de todos los buenos méritos, dice: No que seamos competentes por nosotros mismos para pensar
algo como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia viene de Dios. [4] Fijen aquí su atención y
ponderen debidamente estas palabras los que piensan que procede de nosotros el principio de la fe, y de Dios
solamente el aumento de ella.
Pues ¿quién no ve que primero es pensar que creer? Nadie, en efecto, cree si antes no piensa que se debe
creer. Y aunque a veces el pensamiento precede de una manera tan instantánea y vertiginosa a la voluntad
de creer, y ésta le sigue tan rápidamente que parece que ambas cosas son simultáneas, no obstante, es
preciso que todo lo que se cree se crea después de haberlo pensado. Y eso aunque el mismo acto de fe no
sea otra cosa que el pensar con el asentimiento de la voluntad. Porque no todo el que piensa cree, como
quiera que muchos piensan y, sin embargo, no creen. Pero todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree
pensando.
Luego si nosotros, por lo que respecta a la religión y a la piedad –de la cual habla el Apóstol–, no somos
capaces de pensar cosa alguna como de nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia proviene de Dios,
cierto es absolutamente que no somos tampoco capaces de creer cosa alguna como de nosotros mismos, no
siendo esto posible si no es por medio del pensamiento; sino que nuestra competencia, aun para el comienzo
de la fe, proviene de Dios. Por tanto, así como nadie se basta a sí mismo para comenzar o consumar
cualquiera obra buena—lo cual admiten ya estos hermanos, como lo manifiestan vuestros escritos—, así
resulta que nuestra capacidad, tanto en el principio como en el perfeccionamiento de toda obra buena,
proviene de Dios; del mismo modo, nadie se basta a sí mismo para el comienzo y perfeccionamiento en la fe,
sino que nuestra competencia proviene de Dios. Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula y porque
no somos capaces de pensar cosa alguna como de nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia proviene de
Dios.
6. Se ha de evitar, pues, ¡oh hermanos amados del Señor! , que el hombre se engría contra Dios,
afirmando que es capaz de obrar por sí mismo lo que ha sido una promesa divina. ¿Por Ventura no le fue
prometida a Abrahán la fe de los Gentiles, lo cual creyó él plenamente, dando gloria a Dios, que es poderoso
para obrar todo lo que ha prometido? El, por tanto, que es poderoso para cumplir todo lo que promete, obra
también la fe de los Gentiles. Por consiguiente, si Dios es el autor de nuestra fe obrando en nuestros
corazones por modo maravilloso para que creamos, ¿acaso se ha de temer que no sea bastante poderoso
para obrar la fe totalmente, de suerte que el hombre se arrogue de su parte el comienzo de la fe para merecer
solamente el aumento de ella de parte de Dios?
Tened muy en cuenta que si alguna cosa se obra en nosotros de tal manera que la gracia de Dios nos sea
dada por nuestros méritos, tal gracia ya no sería gracia. Pues en tal concepto, lo que se da no se da
gratuitamente, sino que se retribuye como una cosa debida, ya que al que cree le es debido el que Dios le
aumente la fe, y de este modo la fe aumentada no es más que un salario de la fe comenzada. No se advierte,
cuando tal cosa se afirma, que esa donación no se imputa a los que creen como una gracia, sino como una
deuda.
Mas si el hombre puede adquirir lo que no tenía, de tal suerte que puede aumentar también lo que adquirió, no
alcanzo a comprender por qué no se ha de atribuir al hombre todo el mérito de la fe sino porque no es posible
tergiversar los evidentísimos testimonios divinos, según los cuales está patente que la fe, en la cual tiene su
principio la piedad, es un don de Dios; como lo declara el testimonio en que se dice que Dios ha repartido a
cada cual la medida de la fe. [5] Y aquel otro: Paz sea a los hermanos y amor con fe de Dios Padre y del
Señor Jesucristo. [6] Y así otros semejantes. No queriendo, pues, por otra parte, oponerse a tan evidentes
testimonios y queriendo, por otra, adjudicarse a sí propio el mérito de creer, trata el hombre de conciliarse con
Dios atribuyéndose a sí mismo una parte de la fe y dejando la otra para Dios; pero tan insolentemente, que se
adjudica a sí mismo la primera, concediendo a Dios la segunda, y así en lo que afirma ser de ambos, se
coloca a sí mismo en primer lugar, y a Dios en segundo término.
***
CAPÍTULO III
CONFIESA AGUSTÍN SU ANTIGUO ERROR ACERCA DE LA GRACIA
7. No sentía así aquel humilde y piadoso Doctor—me refiero al muy bienaventurado San Cipriano cuando
decía: «En ninguna cosa debemos gloriamos, porque ninguna cosa es nuestra». Para demostración de lo cual
alegó el testimonio del Apóstol, que dice: Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te
glorías como si no lo recibido? [1] Por cuyo testimonio singularmente yo mismo me persuadí del error en que
me encontraba, semejante al de estos hermanos, juzgando que la fe, por la cual creemos en Dios, no era un
don divino, sino que procedía de nosotros, como una conquista nuestra mediante la cual alcanzábamos los
demás dones divinos por los que vivimos sobria, recta y piadosamente en este mundo.
No consideraba que la fe fuera prevenida por la gracia, de suerte que por ésta nos fuese otorgado todo lo que
convenientemente pedimos, sino en cuanto que no podríamos creer sin la predicación previa de la verdad;
mas en cuanto al asentimiento o creencia en ella, una vez anunciado el Evangelio, juzgaba yo que era obra
nuestra y mérito que procedía de nosotros. Este error mío está bastante manifiesto en algunos opúsculos que
escribí antes de mi episcopado. Entre los cuales se halla el que citáis vosotros en vuestras cartas, en la cual
hice una exposición de algunas sentencias de la Epístola a los Romanos.
Pero habiendo revisado últimamente todos mis escritos para retractarme de mis errores, y haciendo esta
retractación, de cuya obra ya tenía concluidos los dos volúmenes, cuando yo recibí vuestros escritos más
extensos, al censurar aquel opúsculo en el primero de dichos volúmenes, he aquí el modo en que me
expresé: «Y disputando también sobre lo que Dios podría elegir en el que aún no había nacido, al cual dijo
que serviría el mayor, y del mismo modo, qué podría reprobar en el mayor, cuando tampoco había nacido—a
los cuales hace referencia, aunque escrito mucho más tarde, este testimonio de un profeta: A Jacob amé, mas
a Esaú aborrecí [2]—, llegué en mis razonamientos hasta afirmar lo siguiente: «No eligió Dios, por tanto, las
obras que El mismo había de realizar en cada uno según su presciencia, sino la fe, de modo que conociendo
por su presciencia al que había de creer, a éste escogió, al cual donaría su Santo Espíritu para que por medio
de las buenas obras consiguiese la vida eterna».
Aún no había yo inquirido con toda diligencia ni averiguado en qué consiste la elección de la gracia, de la cual
dice el Apóstol: Así también aun en este tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia. [3] La cual
ciertamente no sería gracia si le precediera algún mérito; pues lo que se da no como gracia, sino como deuda,
más bien que donación es retribución de algún merecimiento. Por consiguiente, lo que dije a continuación:
Pues dice el mismo Apóstol Dios que hace todas las cosas en todos, es el mismo, [4] siendo así que nunca se
ha dicho: «Dios cree todas las cosas en todos», y lo que después añadí: «Luego lo que creemos es mérito
nuestro, mas el obrar bien es de aquel que da el Espíritu Santo a los que creen», de ninguna manera lo
hubiera yo dicho si ya entonces hubiera sabido que también la fe es uno de los dones de Dios que nos son
dados por el Espíritu Santo. Ambas cosas las realizamos nosotros por el consentimiento del libre albedrío; y
ambas cosas, no obstante, nos son dadas también por el Espíritu de fe y de caridad. Pues no solamente la
caridad, sino, como esté escrito, amor con fe de Dios Padre y del Señor Jesucristo. [5] También lo que afirmé
poco más adelante: «que nuestro es el creer y el querer, mas de Dios el dar a los que creen y quieren el poder
obrar bien por el Espíritu Santo, por quien la caridad ha sido derramada en nuestros corazones»; esto
ciertamente es verdadero; pero, según la misma norma, ambas cosas provienen de Dios, porque El dispone la
voluntad, y ambas cosas son nuestras, porque no se realizan sin nuestro consentimiento. Y así lo que también
dije después: «Que ni el querer podemos, si no somos llamados; y cuando, después de ser llamados,
hubiéremos dado nuestro consentimiento, aun entonces, no basta nuestro querer ni nuestro caminar si Dios
no concede sus auxilios a los que caminan, conduciéndolos a donde los llama»; y lo que añadí finalmente:
«Esté manifiesto, por tanto, que no del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia,
proviene el que podamos obrar bien»; todo esto es absolutamente verdadero.
Mas acerca de la vocación o llamamiento, que es conforme al designio divino, diserté con mucha brevedad.
Porque no es tal el llamamiento que se hace de todos, sino solamente el de los elegidos. De aquí lo que
afirmé poco después: «Así como en los que Dios elige no son las obras, sino la fe, el principio del mérito, para
que por el don de Dios se pueda obrar el bien, así en los que condena, la incredulidad y la impiedad son el
principio del merecimiento del castigo, para que este mismo castigo sea causa de que ejecuten el mal».
Mucha verdad dije en todo esto; pero que el mismo merecimiento de la fe fuese también un don de Dios, esto
ni lo dije ni juzgué por entonces que debía investigarse.
También aseguré en otro lugar: El hace obrar el bien a aquel de quien tiene misericordia y abandona en el mal
a aquel a quien resiste. Pero tanto aquella misericordia se atribuye al mérito precedente de la fe como este
endurecimiento a la precedente iniquidad. Lo cual es indudablemente verdadero. Pero aún debía investigarse
si también el merecimiento de la fe proviene de la misericordia de Dios, esto es, si esta misericordia se verifica
en el hombre porque cree o cree por que se efectúa antes en él esta misericordia. Pues leemos lo que nos
dice el Apóstol: He alcanzado misericordia del Señor para ser fiel; [6] no dice porque era fiel. Al que es fiel se
concede, por tanto, esta misericordia, pero también se le concede para que sea fiel. Y así, con toda exactitud
afirmé en otro lugar del mismo libro: «Porque si no es por las obras, sino por la misericordia de Dios, como
somos llamados a la fe y por la que se nos concede a los creyentes el obrar bien, tal misericordia no debe
rehusarse a los mismos Gentiles, si bien es cierto que no apliqué allí toda mi diligencia para estudiar cómo se
verifica ese llamamiento en conformidad con los designios de Dios».
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CAPÍTULO IV
TODO LO HEMOS RECIBIDO DE DIOS
8. Ya veis lo que en aquel tiempo pensaba acerca de la fe y de las buenas obras, aunque mi esfuerzo se
dirigía a recomendar la gracia de Dios. La misma doctrina veo que profesan ahora esos hermanos nuestros,
quienes, habiéndose interesado por la lectura de mis libros, no se han interesado tanto en sacar de ellos
conmigo el fruto conveniente. Porque, si lo hubiesen procurado, hubieran hallado resuelta esta cuestión,
conforme a la verdad de las divinas Escrituras, en el primero de los dos libros que, en el comienzo de mi
episcopado, dediqué a la feliz memoria de Simpliciano, obispo de Milán y sucesor de San Ambrosio. A no ser
que, por caso, no los hayan visto; si así es, procurad que lleguen a sus manos para que los conozcan.
Del primero de estos libros he hablado primeramente en el segundo de las Retractaciones, donde me expreso
de la siguiente forma: «De los libros que compuse siendo ya obispo, los dos primeros, que tratan acerca de
diversas cuestiones, están dedicados a Simpliciano, prelado de la Iglesia milanense, en cuya sede sucedió al
muy bienaventurado San Ambrosio. Dos de cuyas cuestiones, tomadas de la Epístola del apóstol San Pablo a
los Romanos, las comenté en el primer libro. La primera de ellas trata sobre lo que escribió el Apóstol: ¿Qué
diremos, pues? ¿La ley es pecado? En ninguna manera, hasta donde dice: ¿Quién me libertará de este
cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios por Jesucristo Señor nuestro. [1] Sobre cuya cuestión estas palabras
del Apóstol: La ley es espiritual, mas yo soy carnal, [2] y las restantes, en que se declara la lucha de la carne
contra el espíritu, las expuse como si aun se tratara del hombre constituido bajo el yugo de la ley y no
libertado por la gracia. Pues fue mucho más tarde cuando comprendí que tales palabras pudieran también
referirse—y con mayor probabilidad—al hombre espiritual.
La segunda cuestión de este primer libro comprende desde aquel pasaje donde dice: Y no sólo esto, sino
también cuando Rebeca concibió de uno, de Isaac nuestro padre, [3] hasta donde dice: Si el Señor de los
ejércitos no nos hubiera dejado descendencia, como Sodoma habríamos venido a ser, y a Gomorra seríamos
semejantes. Para resolver esta cuestión se ha trabajado, en efecto, por el triunfo del libre albedrío de la
voluntad humana; pero es indudable que venció la gracia de Dios. Y no podía llegarse a otra conclusión,
entendiendo bien lo que con toda verdad y evidencia afirma el Apóstol: Porque ¿quién te distingue? ¿o qué
tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? [4]
declarando lo cual, el mártir Cipriano lo expresó cabalmente con este mismo título, diciendo: «En ninguna
cosa debemos gloriamos, porque ninguna cosa es nuestra». Ved aquí por qué dije más arriba que
principalmente por este testimonio del Apóstol me había convencido yo mismo acerca de esta materia, sobre
la cual pensaba de manera tan distinta, inspirándome el Señor la solución cuando, como he dicho, escribía al
obispo Simpliciano. Porque este testimonio del Apóstol, en que, para refrenar la soberbia del hombre, se dice:
¿qué tienes que no hayas recibido? no permite a ningún creyente decir: «Yo tengo fe y no la he recibido de
nadie». Pues con estas palabras del Apóstol sería totalmente abatida la hinchazón de semejante respuesta. Ni
tampoco le es lícito a nadie decir: «Aunque no tenga la fe perfecta o total, tengo, no obstante, el principio de
ella, por el cual primeramente creí en Jesucristo» Porque también aquí le será respondido: ¿o qué tienes que
no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?
***
CAPÍTULO V
LA GRACIA DIVINA ES LA QUE DA VENTAJA A LOS BUENOS
SOBRE LOS MALOS
9. Mas lo que esos hermanos piensan, esto es, «que acerca de la fe inicial no puede decirse: ¿qué tienes
que no hayas recibido?», porque esta fe se conserva aún en la misma naturaleza, que se nos dio sana y
perfecta en el paraíso, aunque ahora está viciada, no tiene valor alguno para lo que pretenden demostrar, si
se considera la razón por la que habla el Apóstol. Porque trataba él de que nadie se gloriase en el hombre,
pues habían surgido algunas reyertas entre los cristianos de Corinto, de suerte que algunos decían: «Yo soy
de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas; y yo de Cristo [1]»; de aquí que él interviniera y viniese a decir: Sino
que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para
avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo
que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia. [2] Donde claramente aparece la intención del Apóstol
contra la humana soberbia, a fin de que nadie se gloríe en el hombre ni, por ende, en sí mismo.
Finalmente, después de decir: a fin de que nadie se jacte en su presencia, para demostrar en lo que debe
gloriarse el hombre, añadió a continuación: Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido
hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención. De aquí es que luego lleve su intento hasta
decir con severa reprensión: Porque aún sois carnales; pues habiendo entre vosotros celos, contiendas y
disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como hombres? Porque diciendo el uno: Yo ciertamente soy de
Pablo; y el otro: Yo soy de Apolos, ¿no sois carnales? ¿Qué, pues, es Pablo, y qué es Apolos? Servidores
por medio de los cuales habéis creído; y eso según lo que a cada uno concedió el Señor. Yo planté, Apolos
regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da
el crecimiento. [3] Veis aquí cómo el Apóstol no pretende otra cosa sino que se humille el hombre y sea
glorificado Dios solamente. Y cuando habla de lo que se planta y de lo que se riega, no dice que el que planta
y el que riega sean algo, sino quien da el crecimiento, que es Dios, y hasta lo mismo que el uno planta y el
otro riega no se lo atribuye a ellos, sino al Señor, diciendo: Yo planté, Apolos regó; pero el crecimiento lo ha
dado Dios.
Por eso, insistiendo en el mismo propósito, llegó a decir: Así que, ninguno se gloríe en los hombres. [4] Ya
antes había dicho: El que se gloría, gloríese en el Señor. [5] Después de cuyas palabras y de otras que con
ellas se relacionan, a este mismo fin se dirige su intención, diciendo: Pero esto, hermanos, lo he presentado
como ejemplo en mí y en Apolos por amor de vosotros, para que en nosotros aprendáis a no pensar más de lo
que está escrito, no sea que por causa de uno, os envanezcáis unos contra otros. Porque ¿quién te
distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras
recibido? [6]
10. Ahora bien: sería del todo absurdo—a lo que yo entiendo—suponer que en este clarísimo propósito
del Apóstol, por el que se combate la humana soberbia, a fin de que nadie se gloríe en el hombre, sino en el
Señor, se insinúan los dones divinos meramente naturales, bien se entienda aquella naturaleza cabal y
perfecta que fue dada al hombre en su primitivo estado o bien cualquier otro vestigio de esta naturaleza
viciada. Pues ¿por ventura se juzgan más aventajados los hombres unos a otros por estos dones nativos, que
a todos son comunes? Ya antes, aquí había dicho el Apóstol: Porque ¿quién te distingue?; y luego añadió: ¿o
qué tienes que no hayas recibido? Podría, en efecto, algún hombre hinchado decir contra otro: «Me da ventaja
mi fe», «Me da ventaja mi justicia»; o cualquiera otra cosa semejante. Pero saliendo el santo Doctor al paso
de tan hinchados pensamientos, «¿qué es lo que tú tienes—dice—que no lo hayas recibido? ¿Y de quién lo
has recibido sino de aquel que te da ventaja sobre el otro, a quien no concedió el don que a ti te ha
concedido? Si, pues, todo lo que tienes—añade—lo has recibido, ¿de qué te jactas como si no lo hubieras
recibido?» ¿Acaso, pregunto, pretende el Apóstol otra cosa sino que quien se gloría, se gloríe en el Señor?
Mas nada tan opuesto a este propósito como el gloriarse alguno de sus méritos, como si se los hubiera
granjeado él a sí mismo y no la gracia de Dios; aquella gracia—digo—por la que los buenos aventajan a los
malos, no la gracia natural, que es común a buenos y malos.
Adjudíquese, enhorabuena, a la naturaleza esa gracia, por la cual somos animales racionales y que nos da
ventaja sobre los brutos; y adjudíquese también a la naturaleza esa gracia, por la cual los tipos hermosos se
aventajan a los deformes; los hombres de agudo entendimiento, a los de entendimiento tardo, y así otras
cualidades semejantes; mas aquel que era recriminado por el Apóstol no se engreía ciertamente contra
ningún irracional ni contra otro hombre por causa de alguna gracia natural que en él pudiera existir, aunque
fuese de ínfimo valor; sino que se hinchaba vanamente, no atribuyendo a Dios alguno de los dones
pertenecientes a la vida santa, siendo entonces cuando mereció escuchar esta reprensión: Porque ¿quién te
distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido?
Y aunque sea un don de la naturaleza el poder tener la fe, ¿acaso lo es también el tenerla? Porque no es de
todos la fe, [7] siendo así que es propio de todos el poder tenerla. Porque no dice el Apóstol: «¿Qué cosa
puedes tú tener que no hayas recibido el poder tenerla?», sino que dice: ¿qué tienes que no hayas recibido?
Por tanto, el poder tener la fe, como el poder tener la caridad, es propio de la naturaleza del hombre; mas el
tener la fe, del mismo modo que el tener la caridad, sólo es propio de la gracia en los que creen. Y así, la
naturaleza, en la que nos fue dada la capacidad de tener la fe, no da ventaja a un hombre sobre otro, mas la
fe da ventaja al creyente sobre el incrédulo. Y por eso, cuando se dice: ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que
no hayas recibido?, ¿quién osará decir: «Yo tengo la fe por mis propios méritos y no la he recibido de nadie?»
Éste tal contradiría por completo a esta verdad evidentísima, no porque el creer o el no creer no pertenezca al
albedrío de la voluntad humana, sino porque la voluntad humana es preparada por el Señor en los elegidos.
Y, por tanto, a la esfera de la fe, que reside en la voluntad, corresponde también lo que dice el Apóstol:
Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido?
***
CAPITULO VI
LOS CAMINOS DE DIOS
SON INESCRUTABLES
11. «Muchos son los que oyen la voz de la verdad, pero unos la creen y otros la contradicen. Luego unos
quieren creer, mas los otros no quieren». ¿Quién es el que esto ignora? ¿Quién el que lo puede negar? Pero
como el Señor es quien prepara la voluntad en los unos y en los otros no, debe distinguirse muy bien qué es
lo que proviene de su misericordia y qué de su justicia. He aquí que dice el Apóstol: Lo que buscaba Israel, no
lo ha alcanzado; pero los escogidos sí lo han alcanzado, y los demás fueron endurecidos; como está escrito:
Dios les dio espíritu de estupor, ojos con que no vean y oídos con que no oigan, hasta el día de hoy. David
dice también: Sea vuelto su convite en trampa y en red, en tropezadero y en retribución; sean oscurecidos
sus ojos para que no vean, y agóbiales la espalda para. [1]
He aquí patentes la misericordia y el juicio de Dios; la misericordia en la elección, que logró alcanzar la
justicia; el juicio, en cambio, en los que fueron endurecidos en su ceguera. Y no obstante, aquellos, porque
quisieron, creyeron; éstos, porque no quisieron, no creyeron. La misericordia y la justicia se han verificado en
las mismas voluntades. Esta elección es, pues, obra de la gracia, no ciertamente de los propios méritos. Ya
antes el Apóstol había dicho: Así también en este tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia. Y si
por gracia ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. [2] Gratuitamente, por tanto, han
conseguido la elección los que la han conseguido, no precediendo ningún mérito de ellos, de suerte que
dieran antes alguna cosa por la que les fuese retribuida; gratuitamente los hizo salvos. Los otros, en cambio,
que se endurecieron en su ceguera lo que allí mismo no se oculta—, fueron reprobados en castigo de su
contumacia. Todas las sendas de Jehová son misericordia y verdad. [3] Pero inescrutables sus caminos. [4]
Por tanto, inescrutables son también la misericordia, por la cual gratuitamente salva, y la verdad, por la que
justamente condena.
***
CAPÍTULO VII
LA FE, FUNDAMENTO
DEL EDIFICIO ESPIRITUAL
12. Pero por ventura nos argüirán: «El Apóstol hace distinción entre la fe y las obras, pues afirma que la
gracia no procede de las obras, pero no dice que no proceda de la fe». Así es en verdad; pero el mismo
Jesucristo asegura que la fe es también obra de Dios, y nos la exige para obrar meritoriamente. Le dijeron,
pues, los Judíos: Entonces le dijeron: ¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?
Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado. [1] De esta manera
distingue el apóstol la fe de las obras, así como se distinguen los dos reinos de los Hebreos, el de Judá y el de
Israel, a pesar de que Judá es Israel. Del mismo modo, por la fe asegura que se justifica el hombre y no por
las obras, porque aquélla es la que se nos da primeramente, y por medio de ella alcanzamos los demás
dones, que son principalmente las buenas obras, por las cuales vivimos justamente. Porque dice también el
apóstol: Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; [2] esto
es, y lo que dije: «por medio de la fe», no es por vosotros, porque la fe es también un don de Dios. No por
obras, para que nadie se gloríe.
Porque suele decirse: «Tal hombre mereció creer, porque era un varón justo aun antes de que creyere».
Como puede decirse de Cornelio, cuyas limosnas fueron aceptadas y sus oraciones oídas antes de que
creyera en Cristo; sin embargo, no sin alguna fe daba limosna y hacía su oración. Porque ¿cómo podía
invocar a aquel en quien no había creído? Mas si hubiera podido salvarse sin la fe de Cristo, no le hubiera
sido enviado como pedagogo, para instruirle, el apóstol Pedro, puesto que si Jehová no edificare la casa, en
vano trabajan los que la edifican. [3]
Y he aquí lo que se nos arguye a nosotros: «La fe—dicen—es obra nuestra, y de Dios todo lo demás que
atañe a las obras de la justicia», como si al edificio de la justicia no perteneciera la fe; como si al edificio—diré
mejor—no perteneciera el fundamento. Mas si, ante todo y principalmente, el fundamento pertenece al
edificio, en vano trabaja predicando el que edifica la fe si el Señor no la edifica interiormente en el alma por
medio de su misericordia. Luego se debe concluir que cuantas obras realizó Cornelio antes de creer, cuando
creyó y después de creer, todo ello se ha de atribuir a Dios, a fin de que nadie se gloríe.
***
CAPÍTULO VIII
LA ENSEÑANZA DEL PADRE
ES OCULTÍSIMA
13. Por eso el mismo Jesucristo, único Maestro y Señor de todos, después de haber dicho lo que antes
recordé: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado, añadió en el mismo discurso: Mas os he
dicho que aunque me habéis visto (obrar milagros), no creéis. Todo lo que el padre me da,. [1] ¿Qué quiere
decir vendrá a mí sino creerán en mí? Mas el que esto se efectúe es el Padre quien lo concede. Y así dice
poco más adelante: No murmuréis entre vosotros. Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le
trajere; y yo le resucitaré en el día postrero. Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios.
Así que todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí. [2] ¿Qué significa todo aquel que oyó al
Padre, y aprendió de él, viene a mí sino que «ninguno hay que escuche al Padre y aprenda su doctrina que no
venga a mí?» Porque si cualquiera que ha escuchado al Padre y aprendido su doctrina viene, luego el que no
viene no ha escuchado al Padre ni aprendido su doctrina. Porque si le hubiese escuchado y la hubiera
aprendido, vendría. Pues ninguno le escuchó y aprendió de El que no viniese, sino que—como dice la misma
Verdad—todo significa todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene.
Ciertamente está muy lejos de los sentidos corporales esta disciplina o escuela en que el Padre enseña y es
escuchado para que se venga al Hijo. Allí está, además, el mismo Hijo, puesto que es su Verbo, por quien de
esta manera enseña; lo cual no hace por medio de los oídos del cuerpo, sino del alma. Y está también allí
juntamente el Espíritu del Padre y del Hijo, pues este mismo Espíritu no deja tampoco de enseñar ni enseña
separadamente. Porque sabemos que son inseparables las obras de la Trinidad. El es, en verdad, el Espíritu
Santo, de quien dice el Apóstol: teniendo el mismo Espíritu de fe. [3] Pero se atribuye principalmente al Padre
esta enseñanza, porque de Él es engendrado el Unigénito y de Él procede el Espíritu Santo; mas sería prolijo
dilucidar esto aquí más ampliamente, y creo, por otra parte, que habrá llegado ya a vuestras manos mi obra
en quince libros acerca de la Santísima Trinidad.
Muy lejos está—repito—de los sentidos corporales esta escuela, en la que Dios enseña y es escuchado.
Nosotros vemos que muchos vienen al Hijo, puesto que vemos que muchos creen en Jesucristo, pero no
vemos cómo ni dónde hayan escuchado al Padre y aprendido de Él. Esta es, ciertamente, una gracia
secretísima; pero que tal gracia existe, ¿quién lo podrá poner en duda? Esta gracia, en efecto, que
ocultamente es infundida por la divina liberalidad en los corazones humanos no hay corazón, por duro que
sea, que la rechace. Pues en tanto es concedida en cuanto que destruye, ante todo, la pertinacia del corazón.
Por eso, cuando el Padre enseña y es escuchado interiormente para que se venga al Hijo, destruye el corazón
lapídeo y le convierte en compasivo y tierno, conforme lo prometió por la predicación del profeta. [4] Así es
ciertamente cómo forma a los hijos de la promesa y labra los vasos de misericordia, que preparó para gloria
suya.
14. ¿Por qué, pues, no enseña a todos para que vengan a Jesucristo sino porque a los que enseña, por
su misericordia les enseña, y a los que no enseña, por su justicia no les enseña? Así, pues, de quien quiere,
tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece. [5] Pero se compadece, prodigando beneficios, y
endurece, como retribución de los vicios, O si, por ventura, estas palabras, como algunos han querido más
bien interpretar, se refiriesen solamente a aquel con quien habla el Apóstol, diciéndole: Pero me dirás..., para
que se entendiese que era él quien había dicho: De manera que de quien quiere, tiene misericordia, y al que
quiere endurecer, endurece, del mismo modo que lo que sigue, a saber: ¿Por qué, pues, inculpa? Porque
¿quién ha resistido a su voluntad?, ¿acaso a esto respondió el Apóstol: «¡OH hombre! , falso es lo que has
dicho»? No, sino que respondió: Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios? ¿Dirá el
vaso de barro al que lo formó: ¿Por qué me has hecho así? ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro,
para hacer de la misma masa un vaso de honra y otro para deshonra? [6] , con lo demás que sigue y que
vosotros conocéis perfectamente.
No obstante, el Padre enseña en cierto modo a todos para que vengan a su Hijo. Pues no está escrito
vanamente en los profetas: Y todos serán enseñados por Dios. [7] Y después de haber aducido este
testimonio, se añade seguidamente: Así que, todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí. [8]
Porque así como de un maestro que enseña solo en una ciudad decimos con entera verdad: «Este es el que
enseña aquí a todos», no porque todos vengan a aprender con él, sino porque ninguno de los que allí
aprenden aprende si no es de él, del mismo modo, con toda razón decimos que Dios enseña a todos que
vengan a Jesucristo no porque todos vengan, sino porque nadie puede venir de otra manera.
Mas en cuanto al porqué no enseña Dios a todos, nos declaró ya el Apóstol lo que le pareció suficiente:
porque queriendo mostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira
preparados para destrucción, y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de
misericordia que él preparó de antemano para gloria. [9] Por eso, la palabra de la cruz es locura a los que se
pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios. [10] Y estos solos son todos a los
que Dios enseña para que vengan a Cristo, estos solos los que quiere que se hagan salvos y que vengan al
conocimiento de la verdad. Pues si hubiera querido enseñar también, para que viniesen a Cristo, a todos
aquellos otros que tienen por insensatez la predicación de la cruz, sin duda alguna que ellos también
vendrían. Porque no puede engañarse ni engañar el que dice: todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él,
viene a mí. Ni pensar, por consiguiente, que deje de venir alguno que haya escuchado al Padre y aprendido
su doctrina.
15. «Y ¿por qué—preguntan—no enseña a todos?» Si decimos que aquellos a quienes no enseña no
quieren aprender, se nos replicará: «¿Cómo se cumple entonces lo que se dice en el Salmo: ¿No volverás a
darnos vida para que tu pueblo en ti se regocije? O si es que Dios no da el querer a los que no quieren, ¿con
qué fin, según el precepto del mismo Señor, ora la Iglesia por sus perseguidores? Pues así también le plugo a
San Cipriano interpretar lo que decimos en el padrenuestro: Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también
en la tierra; [11] es decir, así como se cumple tu voluntad en aquellos que ya han creído, y que son como el
cielo, así también se haga en aquellos que no creen, por lo cual son todavía tierra. Pues ¿por qué pedimos
por los que no quieren creer sino para que Dios obre en ellos el querer?
Acerca de los Judíos, dice claramente el Apóstol: Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi
oración a Dios por Israel, es para salvación. [12] ¿Qué es lo que pide por los que no creen sino que crean?
Pues no de otro modo pueden conseguir la salvación. Por tanto, si la fe de los que oran es la que dispone
para la gracia de Dios, ¿cómo la fe de aquellos por quienes se pide que crean podría prevenir a dicha gracia?
Cuando lo que se pide por ellos es precisamente esto: que les sea concedida la fe que no tienen.
Por eso, cuando se predica el Evangelio, unos creen y otros no creen; porque los que creen, cuando suenan
exteriormente las palabras del predicador, escuchan interiormente la voz del Padre y aprenden de Él; mas los
que no creen, aunque oyen exteriormente, no escuchan ni aprenden interiormente; es decir , a unos se les
concede el creer y a los otros no se les concede. Ninguno—dice—puede venir a mí si el Padre, que me envió,
no le trajere. [13] Lo cual más claramente se dice después. Porque hablando un poco más adelante de dar a
comer su carne y a beber su sangre, y como algunos de sus discípulos dijesen: Dura es esta palabra; ¿quién
la puede oir? Sabiendo Jesús en sí mismo que sus discípulos murmuraban de esto, les dijo: ¿Esto os
ofende? [14] Y poco después añade: Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. Pero hay
algunos de vosotros que no creen. Porque Jesús sabía—agrega a continuación el evangelista—desde el
principio quienes eran los que no creían, y quien le había de entregar. Y dijo: por eso os he dicho que
ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre. Luego ser atraído por el Padre, escucharle y
aprender de Él para venir a Cristo no es otra cosa que recibir del Padre el don de la fe para creer en Cristo. Y
así, el que dijo: Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere, no distinguió a los que
escuchaban de los que no escuchaban, sino a los que creían de los que no creían.
16. Por consiguiente, tanto la fe inicial como la consumada o perfecta son un don de Dios. Y así, quien
no quiera contradecir a los evidentísimos testimonios de las divinas letras, de ninguna manera puede dudar
que este don es concedido a unos y negado a otros. Mas por qué no se concede a todos, es cuestión que no
debe inquietar a quien cree que por un solo hombre incurrieron todos en una condenación indiscutiblemente
justísima; de suerte que ninguna acusación contra Dios sería justa aun cuando ninguno fuera libertado. Así
consta cuán inmensa es la gracia de que sean libertados muchísimos; y qué es lo que a éstos se les debería,
ellos mismos lo pueden reconocer en los que no son libertados; a fin de que quien se gloría, no se gloríe en
sus propios méritos, viendo que éstos de por sí son iguales a los de los mismos condenados, sino que se
gloríe en el Señor.
Mas ¿por qué salva a uno con preferencia a otro? ¡Insondables son los juicios de Dios e inescrutables sus
caminos! Mejor nos será escuchar y decir aquí la palabra del Apóstol: Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú,
para que alterques con Dios?, [15] que no lo que nosotros solemos asegurar como si supiéramos lo que quiso
que permaneciese oculto el que no pudo querer ninguna cosa injusta.
***
CAPÍTULO IX
REIVINDIA AGUSTÍN SU DOCTRINA DEFENDIDA
EN OTRO TIEMPO
17. Respecto a lo que me recordáis que yo escribí en mi opúsculo contra Porfirio, intitulado Sobre el
tiempo de la religión cristiana, lo dije precisamente con el propósito de omitir allí una más diligente y trabajosa
discusión acerca de la gracia, aunque sin dejar de indicar su verdadera significación, porque no quería
exponer en aquella obra lo que podría exponer en otras circunstancias o ser expuesto por otros escritores. Y
así, respondiendo a esta cuestión, que se me había propuesto: «¿Por qué Jesucristo vino al mundo después
de pasados tantos siglos?», afirmé entonces entre otras cosas: «Por tanto, ya que no se objeta contra Cristo
el que no todos los hombres sigan su doctrina—pues ellos mismos comprenden que tampoco se argüiría
legítimamente de esta manera contra la sabiduría de los filósofos ni contra la revelación de sus dioses—; mas
¿qué podrán responderme, si, dejando a salvo la profundidad de la sabiduría y ciencia de Dios, en la que tal
vez se oculta algún otro designio más secreto, y sin perjuicio, no obstante, de otras causas, que pueden
investigar los sabios, yo les dijere aquí solamente, en gracia a la brevedad en la presente cuestión, que
Jesucristo entonces quiso y se dignó manifestarse a los hombres y predicarles su doctrina cuando sabía y
donde sabía quiénes eran los que habían de creer en El? Pues en todos aquellos tiempos y lugares en que no
fue predicado el Evangelio conocía por su presciencia que, respecto a la predicación de su doctrina, habían
de ser los hombres como en los días de su presencia corporal en la tierra lo fueron, no ciertamente todos,
pero sí muchos, que no quisieron creer en El, a pesar de haberle visto resucitar los muertos, y como vemos
también que son ahora muchos, quienes, a pesar de cumplirse con tanta evidencia las predicciones de los
profetas, no quieren creer aún, prefiriendo con refinada malicia resistir a Dios antes que ceder a la divina
autoridad, tan cerca y tan evidente, tan sublime y tan sublimemente manifestada cuanto el corto y débil
entendimiento humano debería con más razón rendirse a la verdad divina. ¿Qué tiene, pues, de extraño que
Cristo. no quisiera manifestarse ni ser predicado en los primitivos tiempos del mundo, conociendo como
conocía por su presciencia que todo el orbe de la tierra estaba habitado por tantos infieles, que ni por las
predicaciones ni por los milagros habían de creer en El? Ni tiene nada de increíble que todos los hombres
fueran entonces tan incrédulos, cuando nosotros mismos nos asombramos de ver que lo han sido y lo siguen
siendo igualmente desde la venida de Cristo hasta nuestros días.
No obstante, desde el principio del género humano, unas veces de una manera más oculta y otras más clara,
según que fue divinamente previsto conforme a la conveniencia de los tiempos, nunca dejó Dios de enviar sus
profetas ni faltaron en el mundo quienes creyeran en El; así desde Abrahán hasta Moisés, y tanto en el pueblo
israelita, que por singular y misterioso designio de Dios fue un pueblo profético, como entre los demás pueblos
Gentiles aun antes de que Jesucristo se manifestase al mundo en carne mortal. Y puesto que en los libros
sagrados de los Hebreos se hace mención de algunos, ya desde los tiempos de Abrahán, que no eran de su
familia ni del pueblo de Israel o de alguna sociedad agregada al pueblo israelítico, los cuales, sin embargo,
llegaron a participar de este misterio de la fe en Cristo; siendo esto así, ¿por qué no hemos de creer también
que aquí y allá, entre los demás pueblos infieles, hubo asimismo otros creyentes, aunque no se hallen
recordados en aquellos libros?
Así, pues, el poder salvífico de esta religión, por la cual solamente, siendo ella la única verdadera, se promete
verazmente la verdadera salud, no faltó jamás a nadie que fuese digno de ser salvo; y si a alguno le faltó, fue
por no ser digno. Y desde la primera de las generaciones humanas hasta la última será perpetuamente
predicada, a unos para su recompensa, a otros para su justa condenación. Y por eso, aquellos a quienes de
ninguna manera les ha sido predicada los previó Dios en su presciencia que no habían de creer; y a quienes,
no habiendo de creer, les ha sido, sin embargo, predicada, para su ejemplo lo ha sido; mas aquellos a quienes
les es predicada porque habrán de creer son los que Dios dispone para el reino de los cielos y para la
compañía de sus santos ángeles».
18. ¿Acaso juzgáis que todo esto que he afirmado sobre la presciencia de Jesucristo, sin perjuicio de los
ocultos designios de Dios ni de otras causas, lo he querido afirmar porque me pareciese suficiente para
convencer a los incrédulos, que me habían propuesto esta cuestión? ¿Puede haber algo más verdadero que
la presciencia de Jesucristo sobre quiénes habrían de creer, cuándo y en qué lugares?
Pero si, después de haberles sido predicado Jesucristo, habrían de conseguir la fe por sí mismos o habrían de
recibirla como un don de Dios; es decir, si los que han de creer solamente son objeto de la presciencia divina
o también de la divina predestinación, esto no juzgué necesario inquirirlo ni declararlo entonces. Por tanto,
aquello que afirmé: «que entonces quiso Dios manifestarse a los hombres y que les fuese predicada su
doctrina cuando sabía y donde sabía que habían de creer en El», podría también entenderse así: «Entonces
quiso Jesucristo manifestarse a los hombres y que les fuese predicada su doctrina, cuando sabía y donde
sabía quiénes habían sido los elegidos en El antes de la creación del mundo».
Pero como estas afirmaciones hubieran despertado la curiosidad del lector para investigar doctrinas que hoy
por la censura del error pelagiano es preciso discutir con más erudición y más trabajo, me pareció que
entonces era suficiente afirmar lo dicho con la mayor brevedad, dejando a salvo, como ya indiqué, la alteza de
la sabiduría y de la ciencia de Dios, y sin perjuicio de otras causas, acerca de las cuales juzgué que sería más
oportuno discutir en otras circunstancias.
***
CAPÍTULO X
DIFERENCIA ENTRE LA PREDESTINACIÓN
Y LA GRACIA
19. Del mismo modo, cuando afirmé «que la virtud salvífica de esta religión no ha faltado a nadie que
fuese digno de ella y que no ha sido digno aquel a quien ha faltado», si se discute o investiga el porqué cada
uno es digno, no faltan quienes afirmen que por la voluntad humana; mas nosotros sostenemos que por la
gracia o predestinación divina. Ahora bien: entre la gracia y la predestinación existe únicamente esta
diferencia: que la predestinación es una preparación para la gracia, y la gracia es ya la donación efectiva de la
predestinación.
Y así lo que dice el Apóstol: No por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en
Cristo Jesús para buenas obras, [1] significa la gracia; mas lo que sigue: las cuales Dios preparó de antemano
para que anduviésemos en ellas, significa la predestinación, la cual no puede darse sin la presciencia por más
que la presciencia sí que puede existir sin la predestinación.
Por la predestinación tuvo Dios presciencia de las cosas que Él había de hacer, por lo cual fue dicho: El hizo
lo que debía ser hecho. [2] Mas la presciencia puede ser también acerca de aquellas cosas que Dios no hace,
como es el pecado, de cualquier especie que sea; y aunque hay algunos pecados que son castigo de otros
pecados, por lo cual fue dicho: Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen,
[3] en esto no hay pecado de parte de Dios, sino justo juicio. Por tanto, la predestinación divina, que consiste
en obrar el bien, es, como he dicho, una preparación para la gracia; mas la gracia es efecto de la misma
predestinación. Por eso, cuando prometió Dios a Abrahán la fe de muchos pueblos en su descendencia,
diciendo: Te he puesto por padre de muchas gentes, [4] por lo cual dice el Apóstol: Por tanto, es por fe, para
que sea por gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda su descendencia, [5] no le prometió esto en,
virtud de nuestra voluntad, sino en virtud de su predestinación.
Prometió, pues, no lo que los hombres, sino lo que Él mismo había de realizar. Porque si los hombres
practican obras buenas en lo que se refiere al culto divino, de Dios proviene el que ellos cumplan lo que les ha
mandado, y no de ellos el que Él cumpla lo que ha prometido; de otra suerte, provendría de la capacidad
humana, y no del poder divino, el que se cumpliesen las divinas promesas, y así lo que fue prometido por
Dios sería retribuido por los hombres a Abrahán. Pero no fue así como creyó Abrahán, sino que se fortaleció
en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había
prometido. No dice el apóstol «predecir» ni dice «prever», porque también es poderoso para predecir y prever
las acciones de las demás cosas, sino que dice que era también poderoso para hacer, y, por consiguiente, no
las obras extrañas, sino las propias.
20. Ahora bien: ¿por ventura prometió Dios a Abrahán en su descendencia solamente las obras buenas
de los pueblos Gentiles, de modo que prometiese así lo que Él hace, y no le prometió, en cambio, la fe, cual si
ésta fuera obra de los hombres, de suerte que para prometer lo que Él hace tuvo presciencia de la fe que
debía ser obra del hombre? No es ciertamente tal lo que dice el Apóstol, sino que Dios prometió a Abrahán
hijos que seguirían las huellas de su fe; esto lo afirma clarísimamente.
Pero si sólo prometió Dios las obras y no la fe de los Gentiles, como quiera que no pueden existir las buenas
obras si no es por la fe—porque el justo por la fe vivirá, [6] y todo lo que no proviene de fe, es pecado, [7] y sin
fe es imposible agradar a Dios [8]—, resultará que el cumplimiento de lo que Dios ha prometido depende del
poder del hombre. Pues si el hombre, sin la gracia de Dios, no hace lo que le pertenece según su naturaleza,
tampoco podrá Dios hacer lo que corresponde a la gracia divina; es decir, que si el hombre no tiene la fe de
por sí, no cumplirá Dios lo que ha prometido, a fin de que las obras de la justicia sean dadas por Dios. Y, por
consiguiente, el que Dios pueda cumplir sus promesas no dependerá ya de Dios, sino del poder del hombre.
Mas si la verdad y la piedad no son obstáculo para la fe, debemos creer, como Abrahán, que Dios es
poderoso para cumplir lo que ha prometido. Porque prometió Dios a Abrahán hijos, que no podrían serlo sin
tener la fe; luego es Dios quien concede también la fe.
***
CAPÍTULO XI
ESTABILIDAD DE LAS PROMESAS DIVINAS
21. Pero cuando el mismo Apóstol dice: Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de que la
promesa sea firme, confieso que me causa indescriptible admiración el que haya hombres que prefieran
apoyar toda su confianza en su debilidad a fijarla en la inconmovible firmeza de la promesa divina. «Mas yo—
dirá alguien—no estoy seguro de la voluntad de Dios acerca de mí». Y eso, ¿quién? Ni siquiera tú mismo
estás seguro de tu propia voluntad, ¿y no temes lo que está escrito: El que piensa estar firme, mire que no
caiga? [1] Si, pues, ambas voluntades son inciertas, ¿por qué no apoya el hombre en la más fuerte, y no en la
más débil, su fe, su esperanza y su caridad?
22. Nos replicarán: «Porque cuando se dice: Si creyeres, serás salvo» [2], la una de estas dos cosas se
nos exige y la otra se nos ofrece. La que se exige está en la potestad del hombre; la que se ofrece, en la de
Dios. Mas ¿por qué no ambas cosas en la de Dios, lo que se manda y lo que se ofrece? Pues cierto es que a
Dios se le pide nos conceda lo que manda. Los que ya creen piden que se aumente en ellos la fe, y por los
que aún no creen, pide que les sea concedida y así, tanto en su aumento como en su principio, la fe es un don
de Dios. Por eso se dice: Si creyeres, serás salvo; como se dice también: Si por el Espíritu hacéis morir las
obras de la carne, viviréis. [3] Y también aquí una de estas dos cosas se nos exige y la otra se nos ofrece. Si
por el Espíritu—afirma— hacéis morir las obras de la carne. Por tanto, el que con el Espíritu hagamos morir
las obras de la carne, se nos exige; mas el que tengamos vida, se nos ofrece.
¿Por ventura podrá satisfacer a nadie el decir que la muerte de las obras de la carne en nosotros no es un
don de Dios, porque vemos que esto se nos exige en cambio del premio ofrecido de la vida eterna, si lo
cumpliéremos? Lejos de nosotros el pensar que tal respuesta pueda satisfacer a los que ya son partícipes y
defensores de la gracia. Tal es el error condenable de los pelagianos, a quienes hace enmudecer por
completo el Apóstol cuando dice: Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de
Dios, a fin de que no creyéramos que el hacer morir las obras de la carne era por el poder de nuestro espíritu
y no por el de Dios. De cuyo divino Espíritu habló también donde dice: Pero todas estas cosas las hace uno y
le mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere. [4] Por tanto, así como el hacer morir
las obras de la carne, aunque sea un don de Dios, no obstante, se nos exige para alcanzar el premio
prometido de la vida eterna, así también la fe es un don de Dios, aunque se nos exija igualmente para
conseguir la eterna salvación cuando se dice: Si creyeres, serás salvo.
Ambas cosas, por consiguiente, nos son preceptuadas y se prueba que son también dones de Dios, para que
se entienda que nosotros las obramos y Dios hace que las obremos, como nos lo dice clarísimamente por el
profeta Ezequiel. Pues nada más claro que aquel lugar en que se dice: Yo haré que andéis en mis estatutos, y
guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra. [5] Considerad con la debida atención este pasaje de la
Escritura, y advertiréis cómo Dios promete hacer que se cumplan las cosas que Él manda cumplir. Y,
ciertamente, no pasa allí en silencio la Escritura los méritos buenos, sino los malos; para demostrar por medio
de aquellos cómo Dios retribuye bienes por males, pues Él mismo hace que el hombre practique después
buenas obras, haciendo que se cumplan sus divinos mandamientos.
***
CAPÍTULO XII
QUE NADIE ES JUSTIFICADO EN VIRTUD DE
LOS MERITOS FUTUROS
23. Toda esta argumentación, por la que venimos demostrando que la gracia de Dios, obtenida por
medio de nuestro Señor Jesucristo, es verdadera gracia, es decir, que no se nos concede conforme a
nuestros méritos, aunque está evidentísimamente confirmada con múltiples testimonios de las divinas
Escrituras; no obstante, tratándose de los adultos, que ya gozan del uso del libre albedrío, tropieza con
algunas dificultades para ser admitida por todos aquellos que, si no es atribuyéndose a sí mismos alguna cosa
como propia, la cual puedan ofrecer a Dios primeramente para que les sea retribuida, se consideran coartados
en el diligente y celoso ejercicio de los actos de piedad. Mas cuando se trata de los párvulos y del único
Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, carece totalmente de sentido la afirmación de que los
méritos preceden a la gracia divina; porque ni aquellos pueden aventajarse unos a otros por ninguna clase de
méritos precedentes a la gracia del Libertador, ni este, siendo Él también hombre, fue constituido Salvador de
los hombres por ningún mérito humano precedente.
24. Porque ¿quién tendrá oídos para tolerar el que se diga que los párvulos que mueren bautizados en la
niñez reciben el bautismo en virtud de la presciencia de sus méritos futuros, y, por tanto, que los que mueren
sin ser bautizados en aquella misma edad es por la presciencia de los meritos futuros de sus malas obras,
siendo así que no puede Dios recompensar su vida buena ni castigar su vida mala, porque tanto una como
otra son nulas? El Apóstol ha fijado en este punto un límite, el cual—lo diré en los términos más discretos—no
debe ser traspasado por la temeraria consideración del hombre. Porque dice así: Porque es necesario que
todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho
mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo. [1]Lo que haya hecho—dice—, y no añadió: «de lo que
habría de hacer».
Mas de dónde hayan podido deducir estos hombres la interpretación de que los méritos futuros, que jamás
han de realizarse, en los párvulos sean premiados o castigados, es cosa que ignoro. Y ¿por qué se ha dicho
que el hombre será juzgado según lo que hubiere hecho viviendo en el cuerpo, siendo así que muchas obras
no se realizan por el cuerpo ni por miembro alguno corporal, sino solamente por el alma, y son a veces de
tanta responsabilidad, que al solo pensamiento de ellas se debe justísimo castigo, como es, por no citar otros
ejemplos, lo que dice el necio en su corazón: No hay Dios? [2] ¿Qué significa, pues, reciba según lo que haya
hecho mientras estaba en el cuerpo, sino «según lo que hubiere hecho durante el tiempo que hubiere vivido
en el cuerpo», de suerte que por «el cuerpo» se entienda durante el tiempo del cuerpo? Porque después de la
muerte del cuerpo, nadie estará en el cuerpo si no es por la última resurrección; no para adquirir ya mérito
alguno, sino para recibir por los méritos buenos galardón, o por los malos, penas.
Mas durante este tiempo que media entre la sepultura del cuerpo y la resurrección del mismo, las almas o son
atormentadas o descansan en la otra vida, según lo que hubieren merecido durante su morada en el cuerpo.
A este tiempo de la inhabitación del alma en el cuerpo pertenece también lo que los pelagianos niegan, pero
la Iglesia de Cristo afirma, es a saber: el pecado original; el cual remitido por la gracia o no remitido por justo
juicio de Dios, cuando mueren los niños, o bien por los méritos del bautismo, pasan del mal a gozar de los
bienes eternos, o por los méritos del pecado original pasan de los males de esta vida a los de la otra. Tal es la
doctrina que la fe católica ha llegado a conocer y lo que algunos herejes confiesan ya sin ninguna oposición.
Pero el que alguno haya de ser juzgado no según los méritos que haya adquirido viviendo en el cuerpo, sino
según los méritos que habría de adquirir si en el cuerpo hubiera vivido durante una mayor longevidad, es cosa
que me llena de admiración y asombro, y no hallo dónde hayan podido fundar tal opinión hombres que, como
se indica en vuestras cartas, son de un notable ingenio; de ninguna manera me atrevería a creerlo si no
tuviera por mayor audacia el dudar de vuestra veracidad. Mas confío en el Señor que les habrá de asistir con
su ayuda, para que, corregidos, vean cuanto antes que los que llaman pecados futuros, si fuera verdad que
Dios pudiese por su juicio castigarlos justamente en aquellos que no han recibido el bautismo, también lo
sería que en los que han sido bautizados podrían ser remitidos por la gracia divina. Pues si alguno afirmare
que Dios, como juez, sólo puede castigar los pecados futuros, no pudiendo, en cambio, perdonarlos como
redentor, debe pensar cuán grave injuria infiere a Dios y a su gracia: como si Dios pudiera tener presciencia
del pecado futuro y no tuviera poder para perdonarlo. Si esto es absurdo, mucho más lo será el que Dios
debiera socorrer con el bautismo, por el cual se borran los pecados, a los pecadores futuros que mueren en la
niñez, si éstos hubieran vivido durante más largo tiempo.
***
CAPÍTULO XIII
EL BAUTISMO NO ES EFECTO DE LA PRESCIENCIA
DE LOS MERITOS FUTUROS
25. Por ventura replicarán que a los que hacen penitencia se les perdonan los pecados y, por
consiguiente, que los que mueren en la infancia sin el bautismo es porque Dios prevé que, si hubieran vivido
más tiempo, no habrían hecho penitencia; mas de los que mueren en aquella edad bautizados, Dios tiene
previsión de que habrían hecho penitencia si hubieran vivido más tiempo. Si así discurren, deben advertir y
considerar que en los niños que mueren sin el bautismo no se castigaría de esa manera solamente el pecado
original, sino también los pecados futuros que cada uno hubiera cometido si Dios le hubiera conservado la
vida; y, del mismo modo, a los bautizados no se les borraría solamente el pecado original, sino también los
pecados futuros que hubieran cometido si Dios les hubiera conservado la vida. Pues ciertamente no podrían
pecar hasta una edad más avanzada; pero en cuanto a unos, hay previsión de que habrían hecho penitencia,
y en cuanto a otros, de que no la habrían hecho, y, por tanto, de que unos habrían de salir de esta vida con el
bautismo y otros sin el bautismo.
Si tal doctrina se atreviesen a sostener los pelagianos, no se esforzarían tanto, después de negar el pecado
original, en buscar para los niños no sé qué lugar bienaventurado en la otra vida fuera del reino de Dios,
especialísimamente cuando son persuadidos de que no pueden poseer la vida eterna porque no han comido
la carne ni bebido la sangre de Cristo y porque, en aquellos en quienes no existe pecado absolutamente
ninguno, fuera falso o nulo el bautismo que se diera en remisión de los pecados. Pero dirán tal vez que el
pecado original no existe; que los que mueren en la infancia son bautizados o no son bautizados según la
previsión que Dios tiene de sus méritos futuros si vivieran; que, según estos méritos futuros, reciben o no
reciben los párvulos el cuerpo y sangre de Cristo, sin lo cual no pudieran tener la vida eterna; y, finalmente,
que son bautizados con verdadera remisión de los pecados, aunque no hereden ninguno de Adán, porque se
les perdonan aquellos de los cuales Dios prevé que habrían hecho penitencia.
Así es como resolverán y defenderán muy fácilmente su causa, negando la existencia del pecado original,
mientras propugnan que no se da la gracia de Dios sino conforme a nuestros méritos. Pero, como
simplemente se comprende también, los méritos humanos futuros que jamás habrán de realizarse, sin ningún
género de duda, son nulos; por eso, ni los pelagianos han podido ni mucho menos estos hermanos han
debido afirmar tal sentencia. Y así, me es imposible describir con cuánto desagrado sufro que lo que vieron
los mismos pelagianos como falsísimo y absurdísimo no lo hayan visto estos que, con nosotros y con la
autoridad de la Iglesia católica, condenan el error de aquellos herejes.
***
CAPÍTULO XIV
LOS PELAGIANOS, CONDENADOS POR LA ESCRITURA
Y LA TRADICIÓN
26. San Cipriano escribió un libro sobre La mortalidad, singularmente elogiado por todos o casi todos los
amantes de las ciencias eclesiásticas; en el cual asegura, en relación con nuestra causa, que la muerte no
sólo no es inútil, sino que debe considerarse, por el contrario, como beneficiosa para los fieles en la fe, porque
los libra de los peligros de esta vida y los coloca definitivamente en la seguridad de no pecar. Mas ¿de qué les
serviría esta seguridad, si son también castigados los pecados futuros que no se han cometido? Pero el santo
prueba allí con muy copiosa y excelente doctrina que en esta vida nunca faltan los peligros de pecar y que
sólo éstos no persistirán más allá de la muerte. Y es en este libro donde alega aquel testimonio de la
Sabiduría: Fue arrebatado para que la maldad no pervirtiera su inteligencia. [1] Texto que, aducido también
por mí, lo han rechazado estos hermanos nuestros, según vosotros me habéis dicho, por no estar tomado de
un libro canónico; como si, aun dejando aparte la autoridad de este libro, no fuera la cuestión que allí trataba
yo de demostrar suficientemente clara.
Pues ¿quién de entre los cristianos se atrevería a negar que el justo, cuando es arrebatado por la muerte,
encuentra en la otra vida su definitivo descanso? ¿Qué hombre de sana fe juzgaría lo contrario de quien así lo
confesara? De igual modo, si se afirmase que el justo, abandonando la vida santa en que perseveró por largo
tiempo y muriendo impíamente, aunque no hubiera vivido en la impiedad, no digo ya por todo un año, pero ni
siquiera por un solo día; si se afirmase
—Digo—que este tal habría de incurrir por esto en las penas debidas a los réprobos y que de nada le serviría
su santidad pretérita, ¿qué cristiano osaría contradecir una verdad tan patente? Y si, por lo mismo, se nos
preguntase si este tal, de haber muerto cuando se hallaba en estado de gracia, habría encontrado su feliz
descanso en la otra vida o incurrido en las penas de los réprobos, ¿dudaríamos acaso responder que habría
encontrado su feliz descanso? Pues ésta es toda la razón por la cual se ha dicho, sea quien fuere quien lo
haya dicho: « Fue arrebatado para que la maldad no pervirtiera su inteligencia». Pues esto se afirmó
atendiendo a los peligros de la vida presente y no a la presciencia de Dios, quien tenía previsto lo que había
de suceder y no lo que no había de suceder; es decir, que Dios había de galardonar al justo con una muerte
prematura, para sustraerle a la inseguridad de las tentaciones, no para que pecase el que no había de
permanecer en la tentación.
Acerca de esta vida, también se lee en el libro de Job: ¿No está el hombre obligado a trabajar sobre la tierra?
[2] Mas ¿por qué se concede a algunos el ser libertados de los peligros de esta vida cuando están en estado
de gracia, y, en cambio, otros justos son conservados en los mismos peligros durante una vida más provecta
hasta que llegan a decaer de su estado de santidad? ¿Quién conoció el pensamiento del Señor? Y, no
obstante, por esto mismo se deja entender también a los justos que, perseverando en la santidad de sus
buenas y piadosas costumbres hasta una madura senectud y hasta el último día de su vida, no se deben
gloriar en sus propios méritos, sino en el Señor; porque quien arrebató al justo en su edad adolescente, para
que la malicia no pervirtiese su inteligencia, es el mismo que en cualquier otra edad, por larga que sea, le
defiende para que la malicia no trastorne su entendimiento. Mas por qué razón haya conservado Dios en esta
vida al justo que al fin había de sucumbir, y a quien habría podido sacar de ella antes de que sucumbiese, es
cosa que pertenece a los justísimos e inescrutables juicios de Dios.
27. Siendo todo esto verdad, no ha debido ser rechazado este pasaje del libro de la Sabiduría, que ha
merecido leerse en la Iglesia católica durante tantos años con aprobación de cuantos lo han leído y ser
escuchado con la veneración que se debe a la autoridad divina, desde los obispos hasta los penitentes y los
catecúmenos, que eran considerados como los últimos entre los fieles laicos. Ciertamente, si, teniendo en
cuenta los expositores de las divinas Escrituras que me han precedido, emprendiese yo ahora una defensa de
esta doctrina, que con más estudio y erudición de lo que se acostumbra me veo obligado a propugnar en
contra del nuevo error de los pelagianos, es decir, que la gracia de Dios no nos es dada conforme a nuestros
méritos, sino que gratuitamente es dada a quien le es dada—porque no es del que quiere ni del que corre,
sino de Dios, que tiene misericordia—, y por justo juicio de Dios no es dada a quien no le es dada—porque no
hay injusticia en Dios—; si, valiéndome—repito—de los expositores católicos de las divinas Escrituras que
hasta el presente me han precedido, tomase yo la defensa de esta doctrina, sin duda, estos hermanos a favor
de quienes ahora escribo quedarían plenamente satisfechos, pues así me lo habéis indicado en vuestras
cartas.
Pero ¿qué necesidad tenemos de analizar los escritos de aquellos autores que, antes de que naciese esta
herejía, no se vieron precisados a tratar de resolver esta difícil cuestión? Sin duda que lo hubieran hecho si se
hubiesen visto precisados a responder a tales dificultades. De aquí que sólo en algunos pasajes de sus
escritos tocaron esta materia, indicando breve e incidentalmente lo que sentían acerca de la gracia divina,
deteniéndose, en cambio, de propósito en defender aquellas cuestiones que entonces se debatían contra los
enemigos de la Iglesia y en la exhortación de aquellas virtudes por las que se tributa digno culto a Dios vivo y
verdadero para conseguir la verdadera y eterna felicidad. Por las frecuentes oraciones se manifestaba
sencillamente el valor de la gracia divina, pues no pidieran a Dios el que se cumpliesen las cosas que El ha
mandado si por El no fuese concedido el que se pudieran cumplir.
28. Pero aun los que desean instruirse con la doctrina de los expositores sagrados deben anteponer a
éstos el mismo libro de la Sabiduría, en el cual se lee: Fue arrebatado para que la maldad no pervirtiera su
inteligencia; porque también los egregios expositores inmediatos a los tiempos apostólicos le prefirieron y,
alegando su testimonio, creyeron alegar un testimonio divino.
Consta ciertamente cómo el muy bienaventurado San Cipriano, para ensalzar el beneficio de la muerte
prematura, defendió en su disertación que los que mueren, al salir de esta vida, en que se puede pecar,
quedan libres de todo peligro de pecado. Y en el mismo libro dice entre otras cosas: «¿Por qué no has de
abrazar tú el vivir con Cristo; el estar seguro de las promesas de Cristo; el ser llamado a la compañía de
Cristo, y no te has de gozar en verte libre de los lazos del demonio?» Y en otro lugar dice: «Los niños por la
muerte quedan libres de los peligros de la edad lasciva». Y en otro: «¿Por qué no nos apresuramos y
corremos para poder contemplar nuestra patria y saludar a nuestros familiares? Una multitud ingente de
padres, hermanos e hijos queridos nos aguarda allí; una innumerable y apretada muchedumbre nos espera,
segura ya de su inmortalidad y aun solícita de nuestra salvación».
Con estas y otras expresiones semejantes, que brillan con la esplendorosísima luz de la fe católica, nos
demuestra aquel santo doctor que los peligros y tentaciones de pecar no deben dejar de temerse hasta la
hora de abandonar este cuerpo; nadie después sufrirá ya tales peligros y tentaciones. Y aunque él no lo
atestiguase, ¿podría acaso algún cristiano abrigar alguna duda acerca de esta verdad? Pues ¿cómo a un
hombre caído y que acaba míseramente su vida en tal estado, incurriendo en las penas debidas a los que así
mueren; como—repito-—a este tal no le fuera sumamente beneficioso el que antes de sucumbir hubiese sido
arrebatado por la muerte de este lugar de tentaciones?
29. Y, por tanto, si no nos mueve la pasión de una disputa demasiado indiscreta, bien puede darse aquí
por terminada esta cuestión acerca del que fue arrebatado para que la maldad no pervirtiera su inteligencia. Ni
tampoco, por consiguiente, este libro de la Sabiduría, que ha merecido leerse durante tantos años en la Iglesia
de Cristo y en el que se lee esta sentencia, debe sufrir un injurioso menosprecio, porque se opone a los que a
sí mismos se engañan, atribuyéndose propios méritos, en contra de la gracia tan evidentemente manifiesta; la
cual se descubre de una manera especial en los párvulos, quienes, muriendo bautizados unos y no
bautizados otros, revelan con toda claridad la misericordia y el justo juicio de Dios: la misericordia ciertamente
gratuita y el justo juicio de Dios merecido.
Porque si fueran los hombres juzgados por los méritos de su vida futura, que no han podido adquirir desde el
momento en que fueron sorprendidos por la muerte, sino que los hubieran adquirido si viviesen, de nada le
aprovecharía esto al que fue arrebatado para que la maldad no pervirtiera su inteligencia; ni de nada les
aprovecharía tampoco a aquellos que mueren después de haber caído en la culpa aunque hubiesen muerto
antes. Mas esto ningún cristiano se atrevería a sostenerlo.
Por todo lo cual, estos hermanos nuestros, que Juntamente con nosotros impugnan en pro de la Iglesia
católica el pernicioso error de los pelagianos, no debieran favorecer tanto como lo hacen esta opinión
pelagiana, según la cual piensan que la gracia nos es concedida conforme a nuestros méritos; hasta tal punto,
que intentan—lo que de ningún modo les es lícito—anular el valor de la sentencia plenamente verdadera y ya
desde antiguo admitida como cristiana: fue arrebatado para que la maldad no pervirtiera su inteligencia, y
tratan, en cambio, de establecer lo que juzgaríamos no ya digno de ser creído, pero ni siquiera imaginado por
nadie, es decir, que todo el que muere debe ser juzgado según las obras que hubiera hecho si hubiera vivido
más largo tiempo.
Queda, pues, así invenciblemente demostrada nuestra sentencia: que la gracia de Dios no nos es dada
conforme a nuestros méritos, para que los doctos ingenios que contradicen esta verdad se vean en la
precisión de confesar que aquellos errores deben ser rechazados por todos los oídos y por todos los
entendimientos.
***
CAPÍTULO XV
JESUCRISTO, EJEMPLAR PERFECTO DE LA PREDESTINACIÓN
30. El más esclarecido ejemplar de la predestinación y de la gracia es el mismo Salvador del mundo,
mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús; porque para llegar a serlo, ¿con qué méritos anteriores
suyos, ya de obras, ya de fe, pudo contar la naturaleza humana, que en Él reside?
Yo ruego que se me responda: Aquella naturaleza humana que en una unidad de persona fue asumida por el
Verbo, coeterno al Padre, ¿cómo mereció llegar a ser Hijo unigénito de Dios? ¿Precedió algún mérito a esta
unión? ¿Qué obró, qué creyó o qué exigió previamente para llegar a tan inefable y soberana dignidad? ¿No
fue acaso por la virtud y asunción del mismo Verbo como aquella humanidad, en cuanto empezó a existir,
empezó a ser Hijo único de Dios? ¿Por ventura no fue concebido el Hijo único de Dios por aquella mujer que
fue llena de gracia? ¿No nació el Hijo único de Dios por obra del Espíritu Santo y de María virgen; no por
concupiscencia de la carne, sino por gracia singular de Dios? ¿Acaso se pudo temer que aquel hombre, por el
uso de su libre albedrío, llegara a pecar con el transcurso del tiempo? ¿Acaso carecía de libre voluntad o no
era ésta en Él tanto mas libre cuanto más imposible era que estuviese sujeta al pecado? Todos estos dones y
gracias singularmente admirables y otras muchas, si con verdad puede decirse que son suyas propias, las
recibió singularmente en aquel hombre esta nuestra naturaleza humana sin que precediese mérito alguno de
su parte.
Responda aquí el hombre, si se atreve, a Dios y dígale: «¿Por qué no soy yo también así?» Y si llegare a
oír esta reprensión: Oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios?, [1] ni aún así se cohíba, sino
exclame con mayor impudencia: «¿Qué es esto que oigo? ¿Que quién eres tú?,¡oh hombre! Pues si soy lo
que oigo, es decir, hombre, corno lo es también aquel de quien ahora hablo, ¿por que no he de ser yo lo
mismo que Él es?» Por la gracia de Dios es Él lo que es y tan perfecto. Mas ¿por qué es tan diferente la
gracia donde es igual la naturaleza? Pues ciertamente para Dios no hay aceptación de personas. ¿Quién, no
digo ya si es cristiano, pero ni aun siendo demente, podría proferir tales insolencias?
31. Manifiéstese ya, pues, a nosotros en el que es nuestro cabeza la misma fuente de la gracia, la cual
se derrame por todos sus miembros según la medida de cada uno. Tal es la gracia, por la cual se hace
cristiano el hombre desde el momento en que comienza a creer; la misma por la cual el hombre unido al
Verbo, desde el primer momento de su existencia, fue hecho Jesucristo; del mismo Espíritu Santo, de quien
Cristo fue nacido, es ahora el hombre renacido; por el mismo Espíritu Santo, por quien se verificó que la
naturaleza humana de Cristo estuviera exenta de todo pecado, se nos concede a nosotros ahora la remisión
de los pecados. Sin duda, Dios tuvo presciencia de que realizaría todas estas cosas. Porque en esto consiste
la predestinación de los santos, que tan soberanamente resplandece en el Santo de los santos. ¿Quién podría
negarla de cuantos entienden rectamente los oráculos de la verdad? Pues el mismo Señor de la gloria, en
cuanto que el Hijo de Dios se hizo hombre, sabemos que fue también predestinado. Así lo proclama el Doctor
de los Gentiles en el comienzo de sus Epístolas: Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, aparatado
para el evangelio de Dios, que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras, acerca de
su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de Israel según la carne, que fue declarado Hijo de Dios
con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos. [2] Fue, por tanto,
predestinado Jesús para que el que debía ser hijo de David según la carne fuese, no obstante, al mismo
tiempo Hijo de Dios poderoso según el Espíritu de santidad, porque nació del Espíritu Santo y de María virgen.
Tal fue aquella singular elevación del hombre, realizada de manera inefable por el Verbo divino para que
Jesucristo fuese llamado a la vez verdadera y propiamente Hijo de Dios e Hijo del hombre; Hijo del hombre,
porque fue asumido el hombre, e Hijo de Dios, porque el Verbo unigénito le asumió en sí, pues de otro modo
no se creería en la Trinidad, sino en una cuaternidad de personas. Así fue predestinada aquella humana
naturaleza a tan grandiosa, excelsa y sublime dignidad, que no fuera posible una mayor elevación de ella, de
igual manera que la divinidad no pudo descender ni humillarse más por nosotros que tomando nuestra
naturaleza con todas sus debilidades hasta la muerte de cruz. Por tanto, así como ha sido predestinado aquel
hombre singular para que Él fuese nuestro cabeza, así también hemos sido predestinados otros muchos para
que fuésemos sus miembros.
Enmudezcan, pues, aquí los méritos que ya perecieron en Adán y reine por siempre esta gracia de Dios, que
ya reina por medio de Jesucristo Señor nuestro, único Hijo de Dios y único Señor. Y quien encontrare en
Jesucristo, nuestro cabeza, los méritos que precedieron a su singular generación, que investigue en nosotros,
sus miembros, los méritos precedentes a tan multiplicada regeneración. Pues no le fue retribuida a Jesucristo
la generación, sino donada, para que, libre de todo vínculo de pecado, naciese del Espíritu Santo y de la
Virgen. Así también el que pudiéramos nosotros renacer del agua y del Espíritu Santo, no nos fue retribuido
por mérito alguno, sino gratuitamente concedido; y si fue la fe la que nos acercó al lavamiento de la
regeneración, [3] no por eso hemos de juzgar que antes diéramos nosotros a Dios alguna cosa para que se
nos retribuyese por ella aquella regeneración saludable, pues el mismo que le constituyó Jesucristo para que
creyéramos en Él es quien nos da la gracia de creer en Él; y el mismo que hizo iniciador y conservador de la
fe a Jesucristo es quien obra en nosotros el principio de la fe y el perfeccionamiento de ella en Jesucristo,
pues de aquel modo es llamado, como sabéis, en la Epístola a los Hebreos.
***
CAPÍTULO XVI
DOBLE VOCACIÓN DIVINA
32. Para constituirles miembros de su predestinado Hijo unigénito llama Dios a otros muchos
predestinados hijos suyos, no con aquella vocación con que fueron llamados los que no quisieron asistir a las
bodas—vocación con que fueron también llamados los Judíos, para quienes Jesucristo crucificado fue un
escándalo, y los Gentiles, para quienes fue una insensatez—, sino con aquella otra vocación que distinguió
muy bien el Apóstol cuando dijo que él predicaba, tanto a Judíos como a Griegos, a Jesucristo, poder y
sabiduría de Dios. Pues a fin de distinguirlos de los no llamados, dice que predicaba para los llamados, [1]
teniendo en cuenta que hay una vocación segura para aquellos que han sido llamados según el designio de
Dios, a los cuales Dios conoció en su presciencia para que se hiciesen conforme a la imagen de su Hijo.
Significando esta vocación, dice también: No por las obras sino por el que llama, se le dijo: El mayor servirá al
menor». [2] ¿Dijo acaso: «No por las obras, sino por el que cree?» Totalmente negó también este mérito al
hombre para atribuírselo todo a Dios. Pues lo que dijo fue: sino por el que llama, no con una vocación
cualquiera, sino con aquella que da la fe al que cree.
33. Y a esta misma vocación se refería también cuando dijo que irrevocables son los dones y el
llamamiento de Dios. [3] Considerad por un momento lo que allí se trataba. Porque habiendo dicho antes: No
quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, para que no seáis arrogantes en cuanto a vosotros mismos: que
ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles; y luego
todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertado, que apartará de Jacob la impiedad. Y
este será mi pacto con ellos, cuando yo quite sus pecados. A lo cual añadió seguidamente estas palabras,
dignas de meditarse con toda atención: Así que en cuanto al evangelio, son enemigos por causa de vosotros;
pero en cuanto a la elección, son amados por causa de los padres.
¿Qué significa: En cuanto al evangelio, son enemigos por causa de vosotros, sino que su odio, por el que fue
crucificado Jesucristo, ha sido provechoso al Evangelio, como a todos nosotros está patente? Lo cual
demuestra que esto sucede así por una disposición de Dios, que hasta del mismo mal supo sacar el bien: no
que a Él le sirvan de algún provecho los que son vasos de ira, sino que, sirviéndose Él bien de ellos, vienen a
ser provechosos para los que son vasos de misericordia. ¿Qué cosa, pues, pudo decirse más claramente que
el haberse dicho: En cuanto al evangelio, son enemigos por causa de vosotros?
Está, por tanto, en la potestad de los malos el pecar; mas el que, cuando pecan, su malicia obtenga tal o cual
fin, no está en su potestad, sino en la de Dios, que divide las tinieblas y las ordena según sus fines para que
en lo mismo que ellas obran contra la voluntad de Dios no se cumpla sino la voluntad de Dios.
En los Hechos de los Apóstoles leemos que, puestos éstos en libertad por los Judíos, se reunieron con los
suyos, y, habiéndoles contado cuanto les habían dicho los sacerdotes y los ancianos, todos a una voz
clamaron al Señor diciendo: ¿Por qué se amotinan las gentes, y los pueblos piensan cosas vanas? Se
reunieron los reyes de la tierra, y los príncipes se juntaron en uno contra el Señor, y contra su Cristo. Porque
verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio
Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo había antes determinado
que sucediera. [4] He aquí cabalmente lo que había sido dicho: En cuanto al evangelio, son enemigos por
causa de vosotros. Tanto fue, por consiguiente, lo que la mano de Dios y su consejo habían predestinado que
realizasen los judíos, cuanto fue necesario al Evangelio en atención a nosotros.
Pero ¿qué significa lo que sigue: Pero en cuanto a la elección, son amados por causa de los padres? ¿Por
ventura aquellos enemigos que perecieron en sus odios y los adversarios de Cristo, que aún siguen
pereciendo de entre los de aquella nación, son los mismos elegidos y amados de Dios? No tal; ¿quién, por
muy demente que fuera, afirmaría cosa semejante?
Pero ambas cosas, aunque contrarias entre sí, es decir, el ser enemigos y el ser amados de Dios, aunque no
puedan conciliarse a un mismo tiempo en los mismos hombres, convienen, sin embargo, al mismo pueblo
Judío y a la misma raza carnal de Israel; en unos para su perdición y en otros para la bendición del mismo
Israel.
Por tanto, cuando oigamos decir «que Israel no logró lo que buscaba» o «que los demás fueron endurecidos
en su ceguera», se han de entender «los enemigos acerca de nuestro bien»; mas cuando oímos: «Pero los
elegidos lo lograron», deben entenderse «los amados en atención a sus padres», a quienes ciertamente se
hicieron estas promesas: A Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. [5] Así es como en este
olivo se injerta el olivo silvestre de los pueblos Gentiles. Mas la elección a que aquí se refiere debe verificarse,
en efecto, según la gracia y no según deuda; porque así también aún en este tiempo ha quedado un
remanente escogido por gracia. [6] Tal fue la elección eficazmente conseguida, quedando los demás
endurecidos en su ceguera. Según esta elección, fueron elegidos los Israelitas en atención a sus padres.
Porque no fueron los llamados con aquella vocación acerca de la cual se dijo: Muchos son llamados, [7] sino
con aquella otra con que son llamados los escogidos.
Por eso también aquí, después de decir: Pero en cuanto a la elección, son amados por causa de los padres,
añadió seguidamente: porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios; [8] es decir, fijados
establemente sin mutación alguna. Todos los que pertenecen a esta vocación son enseñados por Dios, y
ninguno de ellos puede decir: «Yo creí para ser llamado», pues ciertamente le previno la misericordia de Dios,
siendo llamado de manera que llegase a creer. Porque todos los que son enseñados por Dios, vienen al Hijo,
quien clarísimamente dice: Todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí. [9] Ninguno de éstos
perece, porque de cuantos le ha dado el Padre no dejará perder a ninguno. Ninguno, por tanto, si viniere del
Padre, perecerá de ninguna manera; mas si llegare a perecer, no vendría ciertamente del Padre. Por esta
razón fue dicho: salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían
permanecido con nosotros. [10]
***
CAPÍTULO XVII
LA VOCACIÓN PROPIA DE LOS ELEGIDOS
34. Procuremos entender bien esta vocación, con que son llamados los elegidos; no que sean elegidos
porque antes creyeron, sino que son elegidos para que lleguen a creer. El mismo Jesucristo nos declara esta
vocación cuando dice: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. [1] Porque si hubieran
sido elegidos por haber creído ellos antes, entonces le hubieran elegido ellos a Él primeramente al creer en Él,
para merecer que Él les eligiese después a ellos. Lo cual reprueba absolutamente el que dice: No me
elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros.
Sin duda que ellos le eligieron también a Él cuando en Él creyeron. Pues si dice: No me elegisteis vosotros a
mí, sino que yo os elegí a vosotros, no lo dice por otra razón sino porque no lo eligieron ellos a Él para que El
les eligiese a ellos, sino que Él les eligió a ellos para que ellos le eligiesen a Él; porque les previno con su
misericordia según su gracia y no según deuda. Les sacó, sí, del mundo cuando aún vivía El en el mundo,
pero ya les había elegido en sí mismo antes de la creación del mundo. Tal es la inconmutable verdad de la
predestinación y de la gracia. ¿Acaso no es esto lo que dice el
Apóstol: Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo? [2] Porque si verdaderamente se ha dicho
que Dios conoció en su presciencia a los que habían de creer, no porque Él habría de hacer que creyesen, en
tal caso contra esta prescienca hablaría el mismo Jesucristo cuando dice: No me elegisteis vosotros a mí, sino
que yo os elegí a vosotros, pues resultaría más bien cierto que Dios conoció en su presciencia que ellos
habían de elegirle a Él para merecer que Él les eligiese a ellos.
Así, pues, han sido elegidos desde antes de la creación del mundo con aquella predestinación por la cual Dios
conoce en su presciencia todas sus obras futuras y son sacados del mundo con aquella vocación por la cual
cumple Dios todo lo que Él mismo ha predestinado. Pues a los que predestinó, a ésos los llamó; los llamó, sí,
con aquella vocación que es conforme a su designio. No llamó, por tanto, a los demás; sino a los que
predestinó, a ésos los llamó; y no a los demás, sino a los que llamó, a ésos los justificó; y no a los demás, sino
a los que predestinó, llamó y justificó, a ésos los glorificó con la posesión de aquel fin que no tendrá fin.
Es Dios, por tanto, quien eligió a los creyentes, esto es, para que lo fuesen, no porque ya lo eran. Y así dice el
apóstol Santiago: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y
herederos del reino que ha prometido a los que le aman? [3] En virtud de su elección, por tanto, hace ricos en
la fe lo mismo que herederos del reino. Con toda verdad se dice, pues, que Dios elige en los que creen
aquello para lo cual los eligió de antemano, realizándolo en ellos mismos. Por eso, yo exhorto a todos a
escuchar la palabra del Señor cuando dice: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros.
¿Quién oyéndola se atreverá a decir que los hombres creen para ser elegidos, siendo así que más bien son
elegidos pata que lleguen a creer?; no sea que, contra la sentencia de la misma Verdad, se diga que han
elegido primeramente a Cristo aquellos a quienes dice el mismo Cristo: No me elegisteis vosotros a mí, sino
que yo os elegí a vosotros.
***
CAPÍTULO XVIII
DIOS NOS ESCOGIO PARA QUE FUERAMOS
SANTOS E INMACULADOS
35. Escuchemos la palabra del Apóstol cuando dice: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos
escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en
amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto
de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien
tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo
sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su
voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo,
en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la
tierra. En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace
todas las cosas según el designio de su voluntad, a fin de que seamos para alabanza de su gloria, nosotros
los que primeramente esperábamos en Cristo; [1] ¿quién—digo—que escuche con la debida atención y
reflexión estas palabras osará poner en duda una verdad tan evidente como la que venimos defendiendo?
Eligió Dios en Cristo, como cabeza de su Iglesia, a sus miembros antes de la creación del mundo; mas ¿cómo
pudo elegirlos cuando aún no existían sino predestinándolos? Predestinándolos, pues, los eligió. ¿Y acaso
debió elegir a los impíos y mancillados? Porque si se pregunta a quiénes eligió Dios, a los impíos o a los
santos e inmaculados, ¿quién que trate de dar respuesta a tal pregunta no se pronunciará al instante en favor
de los santos e inmaculados?
36. «Pero sabía Dios en su presciencia—arguye el pelagiano—quiénes habían de ser santos e
inmaculados por la elección de su libre albedrío; y por eso, a los que conoció en su presciencia, desde antes
de la creación del mundo, que habían de ser santos e inmaculados, a ésos eligió. Eligió, por consiguiente—
dicen—, antes de que existiesen, predestinándolos como hijos suyos, a los que sabía en su presciencia que
habían de ser santos e inmaculados; mas no fue Él, Dios, quien los hizo tales ni los haría después, sino que
previó solamente que habrían de serlo ellos por sí mismos». Pero consideremos bien nosotros las palabras
del Apóstol, y veamos si por ventura nos eligió antes de la creación del mundo, porque habíamos de ser
santos e inmaculados, o más bien para que lo fuésemos. Bendito—dice—sea el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos
escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él. Por
tanto, no porque lo habíamos de ser, sino para que lo fuésemos. Cierto es, por tanto, esto y evidente: que
habíamos de ser santos e inmaculados porque Él mismo nos eligió, predestinándonos para que fuésemos
tales en virtud de la gracia. Por eso, nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en
Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha
delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo. Y
atended a lo que después añade: Según el puro afecto de su voluntad, para que en tan inmenso beneficio de
su gracia no nos gloriásemos como si fuera obra de nuestra voluntad. Con la cual—sigue diciendo—nos hizo
aceptos en el Amado; es decir, por su voluntad nos hizo agradables a sus ojos. Del mismo modo, se dice que
nos hizo aceptos por medio de su gracia, como se dice que nos justificó mediante la justicia. En quien
tenemos—dice—redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo
sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su
voluntad, según su beneplácito. En este misterio de su voluntad es donde atesoró las riquezas de su gracia
según su beneplácito y no según nuestra voluntad. La cual no podría ser buena si Él mismo, según su
beneplácito, no la ayudara para que lo fuese. Pues después de decir: Según su beneplácito, añadió: el cual se
había propuesto en sí mismo, es decir, en su Hijo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del
cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra. En él asimismo
tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el
designio de su voluntad, a fin de que seamos para alabanza de su gloria, nosotros los que primeramente
esperábamos en Cristo.
37. Sería demasiado prolijo discutir detenidamente todas estas cosas. Pero, sin duda ninguna, vosotros
estimáis y estáis persuadidos que por la doctrina del Apóstol se demuestra con toda evidencia esta gracia,
contra la cual tanto se ensalzan los méritos humanos, como si el hombre diera algo primeramente para que le
sea por Él retribuido. Nos eligió Dios, por tanto, antes de la creación del mundo, predestinándonos en
adopción de hijos; no porque habríamos de ser santos e inmaculados por nuestros propios méritos, sino que
nos eligió y predestinó para que lo fuésemos. Lo cual realizó conforme a su beneplácito para que nadie se
gloríe en su propia voluntad, sino en la de Dios; lo realizó conforme a su beneplácito, que se propuso realizar
en su amado Hijo, en quien hemos sido constituidos herederos por la predestinación, no según nuestro
beneplácito, sino según el de aquel que obra todas las cosas hasta el punto de obrar en nosotros también el
querer. Porque obra conforme al consejo de su voluntad para que seamos para alabanza de su gloria. Por eso
proclamamos que «nadie se gloríe en el hombre» [2], y, por tanto, ni en sí mismo, sino el que se gloría,
gloríese en el Señor, [3] para que seamos para alabanza de su gloria. Él mismo es quien obra conforme a su
designio, para que seamos para alabanza de su gloria, esto es, santos e inmaculados, por lo cual nos llamó,
predestinándonos antes de la creación del mundo. Según este designio suyo es como se realiza la vocación
propia de los elegidos, para quienes todas las cosas les ayudan a bien; [4] porque son llamados según su
designio, y los dones y la vocación de Dios son irrevocables.
***
CAPÍTULO XIX
EL PRINCIPIO DE LA FE ES TAMBIÉN OBRA DE DIOS
38. Pero tal vez estos hermanos nuestros con quienes ahora trato y para quienes escribo digan que los
pelagianos son refutados ciertamente por el testimonio del Apóstol en que asegura que hemos sido elegidos
en Cristo y predestinados antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e inmaculados en su
presencia por medio de la caridad. Porque juzgan que, una vez aceptados los mandamientos, nosotros
mismos, por obra de nuestro libre albedrío, nos hacemos santos e inmaculados en su presencia mediante la
caridad; «lo cual—dicen—, como conoció Dios en su presciencia que habría de suceder así, por eso nos eligió
y predestinó en Cristo antes de la creación del mundo». Mas este es el pensamiento del Apóstol: No
porque conoció Dios en su presciencia que habíamos de ser santos e inmaculados, sino para que lo fuésemos
por la elección de su gracia, por la cual nos hizo aceptos en el Amado. Al predestinarnos, pues, tuvo Dios
presciencia de su obra, por la cual nos hace santos e inmaculados. Luego, legítimamente se refuta por este
testimonio el pelagianismo.
«Pero nosotros afirmamos—replicarán—que Dios solamente tuvo presciencia de nuestra fe inicial, y por eso
nos eligió antes de la creación del mundo y nos predestinó para que fuésemos también santos e inmaculados
por obra de su gracia». Mas escuchen lo que se asegura en el mismo testimonio del Apóstol: En él asimismo
tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el
designio de su voluntad. [1] Por consiguiente, el mismo que obra todas las cosas es quien obra en nosotros el
principio de la fe. No precede, pues, la fe a aquella vocación de la cual se ha dicho: Porque irrevocables son
los dones y el llamamiento de Dios; [2] y también: No por las obras sino por el que llama, [3] pudiendo haberse
dicho: «En virtud del que cree»; ni precede tampoco a la elección, que significó el Señor cuando dijo: No me
elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. Pues no porque creímos, sino para que creyésemos,
nos eligió, a fin de que no podamos decir nosotros que le elegimos a Él primeramente, y así resulte falso—lo
que no es lícito pensar—este oráculo divino: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros.
Y no porque creímos, sino para que creamos, somos llamados; y por aquella vocación, que es irrevocable, es
por la que se realiza y perfecciona todo lo que es necesario para que lleguemos a la fe. Pero no hay por qué
repetir lo que ya hemos dicho sobradamente acerca de esta materia.
39. Finalmente, en los siguientes testimonios confirmativos de esta doctrina, el Apóstol da gracias a Dios
por todos aquellos que habían creído, y no ciertamente porque les había sido predicado el Evangelio, sino
porque habían creído. Dice, pues, así: En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el
evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa,
que es las arras de vuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria.
Por esta causa también yo, habiendo oído de vuestra fe en el Señor Jesús, y de vuestro amor para con todos
los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, haciendo memoria de vosotros en mis oraciones. [4]
Nueva y reciente era aún la fe de aquellos que habían escuchado la predicación del Evangelio, y, habiendo
llegado a oídos del Apóstol, da por ellos gracias a Dios. Pues si a un hombre se le agradeciese un favor
meramente supuesto o ciertamente no prestado, ¿no sería una adulación o una burla más bien que un acto de
gratitud? No os engañéis; Dios no puede ser burlado. [5] Es, pues, también la fe inicial un don de Dios; de otra
suerte, con razón se juzgaría falsa o falaz la acción de gracias del Apóstol. Mas ¿por qué esto? ¿Acaso no se
nos manifiesta también con toda claridad el principio de la fe en la Epístola a los Tesalonicenses, en la cual el
Apóstol rinde igualmente gracias a Dios, diciendo: Por lo cual también nosotros sin cesar amos gracias a Dios,
de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de
hombres, sino según es verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes? [6] ¿Y por qué da
de esto gracias a Dios el Apóstol? Porque es superfluo e inútil dar gracias por un favor a quien no lo ha hecho.
Mas porque esto no fue vano e inútil, con razón se concluye que Dios es el autor de aquello por lo cual se le
tributa acción de gracias, a saber: que habiendo escuchado de labios del Apóstol la palabra de Dios, la
abrazasen no como palabra de hombre, sino tal cual es verdaderamente, como palabra de Dios. Dios obra,
por consiguiente, en el corazón del hombre en virtud de aquella vocación que es según su designio, a fin de
que no oigan en balde el Evangelio, sino que, una vez escuchado, se conviertan y lleguen a la fe abrazándola
no como palabra de los hombres, sino tal cual es verdaderamente, como palabra de Dios.
***
CAPÍTULO XX
DIOS DISPONE Y CONVIERTE LAS VOLUNTADES HUMANAS PARA
EL REINO DE LOS CIELOS Y LA VIDA ETERNA
40. Que la fe inicial es un don de Dios, se nos enseña también por lo que indicó el Apóstol cuando dijo en
su Epístola a los Colosenses: Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias; orando
también al mismo tiempo por nosotros, para que el Señor nos abra puerta para la palabra, a fin de dar a
conocer el misterio de cristo, por el cual también estoy preso, para que lo manifieste como debo hablar. [1] Y
¿cómo se abre la puerta de la palabra sino cuando se abre el sentido del oyente para que crea y, una vez
recibida la fe, abrace todas aquellas cosas que se predican y exponen para establecer la doctrina de la
salvación eterna, no sea que, encallecido el corazón por la incredulidad, desapruebe y rechace lo que se le
predica? Por lo cual dice también a los Corintios: Pero estaré en Efeso hasta Pentecostés; porque se me ha
abierto puerta grande y eficaz, y muchos son los adversarios. [2] ¿Qué otra cosa se puede entender por estas
palabras sino que, habiendo predicado él allí primeramente el Evangelio, muchos habían creído,
oponiéndosele también muchos adversarios de la misma fe, según aquella palabra del Señor: Ninguno puede
venir a mí, si no le fuere dado del Padre; [3] y aquella otra: A vosotros os es dado saber los misterios del reino
de los cielos; mas a ellos no les es dado? [4] Se ha abierto, pues, la puerta a aquellos a quienes les ha sido
concedido; pero son muchos los adversarios de entre aquellos a quienes ese don no les ha sido concedido.
41. De igual manera, el Apóstol, escribiendo a los mismos Corintios, en su segunda Epístola les dice:
Cuando llegué a Troas para predicar el evangelio de Cristo, aunque se me abrió puerta en el Señor, no tuve
reposo en mi espíritu, por no haber hallado a mi hermano Tito; así, despidiéndome de ellos, partí para
Macedonia. [5] ¿De quiénes se despidió sino de los que habían creído, cuyos corazones abrieron la puerta al
que los evangelizaba? Y atended a lo que añade: Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en
Cristo Jesús, y por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento. Porque para Dios
somos grato olor de Cristo en los que se salvan, y en los que se pierden; a estos, ciertamente olor de muerte
para muerte, y a aquellos olor de vida para vida. He aquí por qué da gracias a Dios el esforzadísimo e
invencible defensor de la gracia: porque los apóstoles son para Dios el buen olor de Cristo, tanto para los que
son hechos salvos por su gracia como para los que se pierden por su justo juicio. Mas para no dar lugar a
querellarse a los que no entienden estas cosas, él mismo les avisa cuando añade y les dice: Y para estas
cosas, ¿quién es suficiente?
Mas volvamos a la apertura de la puerta, por la cual significó el Apóstol el inicio de la fe. ¿Qué quiere decir:
Orando también al mismo tiempo por nosotros, para que el Señor nos abra puerta para la palabra, sino una
demostración clarísima de que el comienzo de la fe es también un don de Dios? Pues no se le pediría por
medio de la oración si no se creyese que nos es concedido por Él. Este don de la gracia celeste había
descendido también sobre aquella mujer vendedora de púrpura, cuyo corazón—como dice la Escritura en los
Hechos de los Apóstoles—abrió el Señor para que estuviese atenta a lo que pablo decía. [6] Así era llamada
para que abrazase la fe. Porque obra Dios lo que le place en los corazones humanos, ora socorriendo, ora
juzgando, a fin de que por medio de ellos se cumpla lo que su providencia y su consejo tienen predestinado
que se realice.
42. Y en vano afirman también que no se refiere a la cuestión que discutimos lo que ya hemos probado
por el testimonio del libro de los Reyes y de las Crónicas, a saber: que cuando Dios quiere realizar una cosa
en cuya realización conviene que intervenga la voluntad del hombre, inclina su corazón para que quiera
aquella cosa, obrando para ello de un modo maravilloso e inefable hasta el mismo querer. ¿Y qué otra cosa
es negar esto sino una vana negación y, sin embargo, al mismo tiempo una flagrante contradicción? A no ser
que al opinar así os hayan alegado a vosotros alguna razón que hayáis preferido ocultarme en vuestras
cartas. Mas qué razón pueda ser, no se me alcanza. Porque demostramos que Dios de tal manera obró en los
corazones de los hombres y hasta tal punto guió las voluntades de los que quiso, que llegaron a aclamar por
rey a Saúl y a David, ¿juzgarán acaso que estos ejemplos no encajan con la presente cuestión, porque reinar
temporalmente en este mundo no es lo mismo que reinar eternamente con Dios? ¿Y juzgarán acaso por esto
que Dios inclina las voluntades humanas a donde le place en lo que respecta a la constitución de los reinos
terrenos y no en lo que respecta a la conquista del reino celestial?
Pero yo opino que no por reinos temporales, sino por el de los cielos, ha sido dicho: Inclina mi corazón a tus
testimonios. [7] Por Jehová son ordenados los pasos del hombre; [8] guía y sostiene al que va por buen
camino. Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de
en medio de su carne, y les daré un corazón de carne, para que anden en mis ordenanzas, y guarden mis
decretos y los cumplan. [9] Y oigan también aquellos otros pasajes: Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y
haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra. [10] De Jehová son los
pasos del hombre; ¿Cómo, pues, entenderá el hombre su camino? [11] Todo camino del hombre es recto en
su propia opinión; pero Jehová pesa los corazones. [12] Creyeron todos los que estaban ordenados para vida
eterna. [13] Escuchen atentos todas estas sentencias y otras muchas que no he citado, con las cuales queda
patente que Dios dispone y convierte también las voluntades humanas para el reino de los cielos y la vida
eterna. Considerad cuán absurdo sería creer que Dios obra en las voluntades humanas para constituir los
reinos terrenos y, en cambio, creer que los hombres rigen con absoluto dominio sus voluntades para la
conquista del reino celestial.
***
CAPÍTULO XXI
CONCLUSIÓN
43. Largamente he discurrido sobre esta materia. Tal vez ha tiempo que he dicho ya lo bastante para
persuadir lo que pretendía, y así he hablado a los nobles ingenios lo mismo que a las inteligencias rudas, para
quienes aun la excesiva explicación resulta insuficiente. Pero confío en la indulgencia de todos. El interés de
tan nueva discusión me obligó a esta prolijidad. Pues habiendo aducido en mis primeros escritos testimonios
suficientes para demostrar que también el principio de la fe es un don de Dios, algunos han hallado en qué
contradecirme, afirmando que dichos testimonios sólo tenían validez para demostrar que el aumento de la fe
es un don de Dios; mas en cuanto al principio de ella, por el cual se llega a creer en Jesucristo, dicen que es
obra del hombre y no un don de Dios, sino que Dios lo exige previamente para que por su merecimiento se
consigan los demás dones divinos; ninguno de los cuales se concede, por tanto, gratuitamente, a pesar de
que la gracia de Dios, que de ninguna manera lo puede ser si no es gratuita, se atribuye a todos ellos: lo
cual—como veis—es totalmente absurdo. Por eso he insistido cuanto me ha sido posible en afirmar que
también el comienzo de la fe es un don de Dios. Y si lo he hecho con mayor prolijidad de la que por ventura
desearan aquellos por cuya causa he redactado este escrito, estoy dispuesto a escuchar sus objeciones, con
tal de que, aunque me haya excedido en la prolijidad y provocado el fastidio y hasta el tedio de los
inteligentes, confiesen, sin embargo, que con lo hecho he conseguido mi propósito, es decir, demostrado con
toda evidencia que el comienzo de la fe es también un don de Dios, como lo son la castidad, la paciencia, la
justicia, la piedad y las demás virtudes, acerca de los cuales no hay duda de que son dones divinos. Doy,
pues, por terminado aquí este libro para que no resulte fatigosa la demasiada prolijidad acerca de un solo
asunto.
La Deidad de Cristo
por Benjamín B. Warfield
profesor del Princeton Theological Seminary
Reconocimiento inconsciente
Un hombre es capaz de reconocer a primera vista el rostro de su amigo, o su propia
escritura. Pregúntele cómo puede reconocer el rostro de su amigo, o su propia
escritura, y tal vez se quede callado, intente buscar una respuesta y conteste
balbuceando sin sentido. Y sin embargo, su reconocimiento descansa en bases
sólidas, a pesar de que él mismo carezca de la habilidad analítica necesaria para
aislar y exponer esas bases. Nosotros, con buenas bases, creemos en Dios, en la
libertad y en la inmortalidad, aunque no seamos capaces de analizar
satisfactoriamente estas bases. Ninguna convicción verdadera existe sin estar
adecuada y racionalmente basada en un cuerpo de evidencia. As que, si estamos
firmemente convencidos de la deidad de Cristo, ser sobre bases adecuadas,
apelando a la razón. Pero es posible que estemos plantados sobre bases que jamás
hayan sido analizadas, o que incluso sean imposibles de analizar para exponerlas
así a la lógica formal.
No necesitamos esperar al análisis de las bases de nuestras convicciones para que
estas actúen en la formación de nuestras convicciones, como tampoco
necesitamos completar un análisis de nuestros alimentos antes que estos nos den
las vitaminas que necesitamos; y podemos creer firmemente en una evidencia
fatalmente mezclada con error, igual como podemos nutrirnos con una comida que
carece de total pureza. La constitución de nuestras mentes, al igual que la va
digestiva, sabe cómo segregar lo que necesita para su sustento; y de la misma
manera que nosotros podemos vivir sin ningún conocimiento de la química,
también podemos albergar convicciones fuertes, sólidamente fundadas en
razonamientos correctos, sin el más mínimo conocimiento de la ciencia de la lógica.
La convicción de un cristiano en cuanto a la deidad de su Señor no depende de la
habilidad del cristiano para defender su postura. Es posible que la evidencia y
argumentos que presente sean totalmente deficientes, mientras que la evidencia
sobre la cual él reposa sigue siendo completamente convincente.
Testimonio en la solución
La misma gran abundancia de evidencia en cuanto a la deidad de Cristo complica
de por sí su exposición de una manera adecuada y convincente. Esto es cierto,
incluso, en cuanto a la evidencia bíblica, por muy precisa y clara que ésta sea. En
sus comentarios el Dr. Dale acierta al decir que los textos explícitos en los que se
afirma la deidad de Cristo están lejos de ser los pasajes que aportan las pruebas
más completas o incluso las más impresionantes que las Escrituras proporcionan
sobre la deidad de nuestro Seor. Él compara estos textos con la sal cristalizada que
aparece en la arena de la playa cuando baja la marea. "Estos cristales no son", dice,
"las más fuertes, aunque pueden ser las más claras pruebas de que el mar está
compuesto por sal. La sal está presente en forma diluida en cada cubo de agua que
cojamos del mar". La deidad de Cristo está presente, en disolución, en cada página
del Nuevo Testamento. Cada palabra que hace mención de él, cada palabra que se
le adjudica, es mencionada con la presuposición que Él es Dios. Esta es la razón
por la cual los críticos, que intentan eliminar el testimonio del Nuevo Testamento
sobre la deidad de nuestro Seor, se han propuesto una labor frustrante y
desesperante. Todo el Nuevo Testamento tendría que ser eliminado. Tampoco
podemos
ignorar el testimonio que presenta el Nuevo Testamento. La deidad de Cristo es la
presuposición de cada palabra del Nuevo Testamento. Es imposible recortar ciertas
palabras del Nuevo Testamento y con ellas intentar componer documentos
antiguos en los cuales la deidad de Cristo no estuviera asumida. La convicción,
más que segura, de la deidad de Cristo es contemporánea al mismo Cristianismo.
Nunca ha habido ningún tipo de Cristianismo, ni en el tiempo Apostólico ni
después, que esto no fuera una base fundamental de fe.
Un Evangelio saturado
Vamos a observar en uno o dos ejemplos de como la narrativa del Evangelio está
completamente saturada con la sombra de la deidad de Cristo, de modo que aflora
en el lugar y la forma más inesperada. En tres pasajes del Evangelio según Mateo,
donde se registran las palabras de Jesús, se le representa hablando de la forma
más natural y familiar del mundo de "sus ángeles" (Mt 13:41; 16:27; 24:31). En estos
tres pasajes l mismo se designa como "el Hijo del hombre"; y en los tres hay
alusiones adicionales sobre Su majestad. "Enviar el Hijo del hombre sus ángeles, y
cogerán de su reino todos los escándalos, y los que hacen iniquidad, y los echarán
en el horno de fuego" (Mt. 13:41-42a). ¿Quién es este Hijo del hombre que tiene
ángeles y por cuya mano y mandato es ejecutado el juicio final? "Porque el Hijo del
hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagar a cada
uno conforme a sus obras" (Mt 16:27). ¿Quién es este Hijo del hombre rodeado por
sus ángeles, en cuya mano están las fuentes de la vida? El Hijo del hombre "enviar
sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntar sus escogidos de los cuatro vientos,
de un cabo del cielo hasta el otro" (Mt 24:31). ¿Quién es este Hijo del hombre por
cuyo mandamiento envía a Sus ángeles a aventar a los hombres y separarlos? Un
estudio cuidadoso de estos pasajes demostrar que no es una clase especial de
ángeles a lo que se refieren las palabras "los ángeles del Hijo del hombre", sino
sencillamente a los ángeles como una clase de seres en general, que le pertenecen
para que le sirvan según sus ordenes. En una palabra, el Señor Jesu-Cristo está por
encima de los ángeles (Mr 13:32); y as lo argumenta con gran detalle las primeras
secciones de la Epístola a los Hebreos. "Pues, ¿a cuál de los ángeles dijo jamás:
Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies" (He
1:13).
La gran evidencia
Por lo tanto, las Escrituras nos dan suficiente evidencia de que Cristo es Dios. Pero
las Escrituras están lejos de darnos toda la evidencia. Tenemos evidencia de ello,
por ejemplo, en la revolución que Cristo ha traído al mundo. Si, acaso, alguien
preguntara cuál es la evidencia más convincente de la deidad de Cristo, tal vez la
mejor respuesta sería simplemente el Cristianismo. La nueva vida que Él ha traído
al mundo, la nueva creación que ha producido mediante Su vida y Su obra en el
mundo, tal vez sean una de sus credenciales más palpables.
Mírelo objetivamente. Lea un libro como La expansión del Cristianismo, de
Hacnack, o Vida Cristiana en la Iglesia Primitiva, de Von Dobschtz (ninguno de los
cuales acepta la divinidad de Cristo), y entonces pregúntese: ¿Podrían estas cosas
ser hechas por un poder que no fuera divino? Y entonces recuerde que estas cosas
no sólo fueron traídas a ese mundo pagano hace dos mil años, sino que han sido
traídas de nuevo a cada generación desde entonces; pues el Cristianismo ha
reconquistado el mundo cada generación desde entonces. Piense como la
proclamación del Cristianismo se ha extendido, consumiendo en su camino a
través del mundo como el fuego consume la hierba en la pradera. Piense como ha
transformado vidas al extenderse. Si todo esto no hubiera ocurrido en realidad,
tanto en su aspecto objetivo como subjetivo, sería difícil de creer. "Si un viajero,"
dice Charles Darwin, "estuviera a punto de naufragar en alguna costa desconocida,
seguro que orara de la forma más devota rogando que los misioneros hubieran
llegado anteriormente hasta esas tierras. El mensaje del misionero es la varita
mágica del mago". ¿Es posible que esta influencia transformadora, que no ha
perdido su poder durante dos mil años, procediera de un mero hombre? Es
históricamente imposible que este gran movimiento, el cual llamamos Cristianismo,
que permanece inmarchitable después de todos estos años, pudiera haberse
originado por un simple impulso humano, o pudiera representar
hoy el mero esfuerzo humano.
La evidencia interior
O tómelo subjetivamente. Todo Cristiano tiene dentro de s la prueba del poder
transformador de Cristo, y puede repetir el silogismo del hombre ciego: "Por cierto,
maravillosa cosa es esta, que vosotros no sabéis de dónde sea, y a mí me abrió los
ojos". "Un espíritu no es afectado por temas profundos que no haya sido
primeramente tocado profundamente. ¿Nos confiaremos", dice un elocuente
pensador, "al tacto de nuestros dedos, a la visión de nuestros ojos, al oír de
nuestros oídos, y no confiar en la profunda conciencia de nuestra alta naturaleza: la
respuesta de la conciencia, la flor de nuestra felicidad espiritual, el brillo del amor
espiritual? El negar que ésta experiencia espiritual sea tan real como lo es la
experiencia física es rebajar las más nobles facultades de nuestra naturaleza. Es
como decir que una parte de nuestra naturaleza dice la verdad y la otra parte
miente. La proposición de que los hechos en el área espiritual son menos reales
que los hechos en el área física contradice toda filosofa". El corazón transformado
de los Cristianos, mostrándose por medio de "temperamentos afables, motivos
nobles, vidas visiblemente guiadas por el imperio de las grandes aspiraciones".
Estas son las pruebas omnipresentes de la divinidad de la Persona que es la fuente
que alimenta su inspiración.
Para todo Cristiano, la suprema prueba de la deidad de su Señor, es, entonces, su
propia experiencia interna del poder transformador de su Señor sobre su corazón y
vida. No está más seguro aquél que sabe que el sol existe porque siente su calor
que aquél que ha experimentado el poder transformador del Señor y sabe que Él es
su Dios y Seor. He aquí, tal vez, la prueba más apropiada o, mejor dicho, la más
convincente de la deidad de Cristo para cada Cristiano. Es una prueba de la cual no
puede escapar, y de la cual, sea capaz o no de analizarla lógicamente, no puede
mas que rendir su más irrebatible y sincera convicción. Tal vez no está seguro de
muchas cosas más, pero él sabe que su Redentor vive. Y porque Él vive, nosotros
también viviremos. Y esto es asegurado por el Señor mismo. Porque nosotros
vivimos, Él también vive. Esta es la imborrable convicción del corazón de todo
Cristiano.
¿Estamos bien enfocados?
Es importante que el cristiano no sólo lea los periódicos y entienda algo de lo que está
aconteciendo en el mundo, sino también que comprenda el significado de los eventos.
Existen en nuestro tiempo graves peligros que amenazan a la Iglesia. Y, a no ser que
tenga cuidado, corre el peligro, como Israel en el pasado, de entrar en alianzas políticas
con el fin de impedir lo que Dios ha ordenado. Es esencial que la Iglesia no analice los
problemas con un ojo político, sino que aprenda a interpretarlos espiritualmente, y
entenderlos a la luz de las instrucciones que Dios le ha dado. Lo que al hombre natural le
resulta aborrecible y aun desastroso, puede ser precisamente el medio que Dios está
utilizando para castigarnos y restaurarnos a una correcta relación con él. De modo que no
debemos apresurarnos para arribar a conclusiones que no sean las precisas.
Debemos traer a nuestra memoria aquello de lo que estamos absolutamente seguros, que
está fuera de toda duda o disputa. A veces ayuda si nos sentamos y escribimos para
nuestro propio provecho algo semejante a lo siguiente: «En esta terrible y perpleja
situación en la que ahora me encuentro, sé, que por lo menos en un aspecto, estoy
pisando en tierra firme». Cuando trepamos montañas, a veces nos encontramos con
piedras sueltas o tierra movediza y la única forma de seguir adelante es buscando un
punto donde podamos afirmar nuestros pies con seguridad. La única forma de avanzar es
buscando bases firmes donde apoyarnos. De igual manera, ante problemas espirituales,
debemos retornar a los principios absolutos y eternos. La psicología de esto es evidente,
pues tan pronto volvamos a principios básicos, comenzaremos a perder el sentido de
pánico y desesperación. Es grandioso poder reconfortar nuestras almas con aquellas
verdades que están fuera de toda disputa.
Después de haber hecho esto, podemos tomar el paso siguiente y colocar el problema
particular dentro del contexto de aquellos firmes principios que nunca hemos puesto en
duda. Es un hecho indiscutible que sólo se puede encontrar una solución a los problemas
si se ubican dentro del contexto correcto. La manera de interpretar un pasaje difícil de las
Escrituras, es considerarlo dentro de su contexto.
Con frecuencia confundimos el significado de una frase porque la sacamos de su
contexto, pero cuando la analizamos en forma correcta, generalmente descubrimos que el
contexto interpreta al texto acertadamente. Lo mismo es aplicable al problema particular
que puede estar causando ansiedad o preocupación.
Esto nos conduce al último paso del método. Si todavía persistimos en la incertidumbre y
no tenemos una respuesta clara, debemos llevarlo sencillamente a Dios en oración y
dejarlo allí, con él. Esto es lo que el profeta hizo, según 1.13. En el verso 12 y la primera
parte del 13, encontramos que el profeta continuaba en la perplejidad y en consecuencia
llevó el problema a Dios, y allí lo dejó.
Una vez que establecemos el método correcto, lo podemos aplicar a cualquier problema,
ya sea a los tratos de Dios con una nación, a los problemas mundiales o a dificultades
personales. Sea cual fuere el problema, debemos detenernos para pensar, establecer
cuáles son los principios básicos, e introducir el problema dentro de ese contexto. Si
todavía persiste la dificultad, llevarlo a Dios en oración y dejarlo allí.
Tomado y adaptado del libro Del temor a la fe, D. Martyn Lloyd-Jones, Editorial DCI-
Hebrón.
¿Ha nacido usted de nuevo?
J. C. Ryle
Jesucristo dijo, “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan
3:3). Esta es una de las cuestiones más importantes en la vida de todo ser humano.
No practica el pecado
En primer lugar, el apóstol Juan escribió: “Todo aquel que es nacido de Dios no
comete pecado” (1 Juan 3:9). “Todo aquel que ha nacido de Dios no practica el
pecado” (5:18).
Si dijese que en él no hay pecado estaría mintiendo (1 Juan 1:8). Pero sí puede decir
que odia el pecado y que el mayor deseo de su alma es no cometer pecado en
absoluto. No puede evitar tener malos pensamientos, omisiones y defectos tanto en
sus palabras como en sus acciones. El sabe que “en muchas cosas ofendemos”
(Santiago 3:2). Pero puede decir con certeza, delante de Dios, que estas cosas le
ocasionan dolor y pena, y que su ser no se complace en ellas. Que diría el apóstol
de usted? Ha nacido usted de nuevo?
Cree en Cristo
En segundo lugar, San Juan escribió: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo,
es nacido de Dios” (1 Juan 5:1).
Un hombre que ha nacido de nuevo, que ha sido convertido, cree que Jesucristo es
el único Salvador que puede perdonar su alma, que El es la persona divina
designada por Dios Padre para dicho propósito, y que fuera de El no hay salvación
alguna. En sí mismo no encuentra valor alguno. Pero tiene confianza plena en
Cristo, en que todos sus pecados le han sido perdonados. Puesto que ha aceptado
la obra completa y muerte de Cristo en la cruz, el cree que es considerado justo
delante de Dios, y puede esperar la muerte y el juicio final sin miedo.
Podrá tener temores y dudas. Inclusive decir que a veces siente como si no tuviera
fe en absoluto. Pero pregúntele si está dispuesto a confiar en cualquier cosa o
persona en vez de Cristo, y verá lo que le responderá. Pregúntele si depositaría su
esperanza de vida eterna en su propia bondad, sus propias obras, sus oraciones,
su guía espiritual, o su iglesia, y escuche su respuesta. Que diría el apóstol de
usted? Ha nacido usted de nuevo?
Hace justicia
En tercer lugar, Juan escribió: “Todo el que hace justicia es nacido de El” (1 Juan
2:29).
Un hombre que ha nacido de nuevo tiene un amor especial por todos los discípulos
verdaderos de Cristo. Ama a todos los seres humanos con gran amor general, pero
tiene un amor especial por quienes comparten su fe en Cristo. Al igual que su Señor
y Salvador, el ama a los peores pecadores y se aflige por ellos; pero el siente un
amor peculiar por aquellos que son creyentes. Nunca se siente tanto en casa como
cuando se encuentra en su compañía.
El los considera a todos como miembros de una misma familia. Son sus
compañeros de batalla, luchando contra el mismo enemigo. Son sus compañeros
de viaje, marchando a lo largo del mismo camino. El los comprende, y ellos lo
comprenden. Podrían ser muy diferentes a el en muchos sentidos - en rango, en
riqueza. Pero eso no importa. Ellos son hijos e hijas de su Padre y el no puede
evitar amarlos. Que diría el apóstol de usted? Ha nacido usted de nuevo?
Vence al mundo
En quinto lugar, Juan escribió: “Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo” (1
Juan 5:4).
La Prueba
Estas son las cinco características principales de un cristiano que ha nacido de
nuevo.
Pero aun después de tomar en cuenta posibles diferencias, tenemos aquí cinco
aspectos que marcan a un sujeto que ha nacido de Dios.
La primera pregunta importante que tiene que afrontar el predicador es: «¿Qué voy a
decir y de dónde obtendré mi mensaje?». Se han dado diversas respuestas equivocadas
con respecto al origen y contenido del mensaje del predicador. Vamos a empezar con
algunas de carácter negativo.
No es un profeta
El profeta no hablaba ni sus propias palabras ni en su propio nombre, sino las palabras de
Dios y en nombre de Dios. Esta convicción de que Dios les había hablado y revelado sus
secretos (Am 3.7–8) explica las conocidas fórmulas proféticas «Vino palabra de Jehová
a...», «...Así dice Jehová...», «Oíd la palabra del Señor» y «La boca de Jehová ha
hablado».
La característica esencial del profeta no era que predecía el futuro ni que interpretaba el
presente, sino que hablaba la Palabra de Dios. Como Pedro dijo: «Porque nunca la
profecía [es decir, la verdadera profecía, en oposición a la de los falsos profetas que
describe a continuación] fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de
Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pe 1.21).
No es un apóstol
Esta evidencia sugiere un estrecho paralelo entre los profetas del Antiguo Testamento y
los apóstoles del Nuevo. Rengstorf dirige su atención a este punto: «La unión de la
conciencia del apóstol con la del profeta... enfatiza de manera absoluta el hecho de que lo
que predica es revelación y está preservado de cualquier tipo de corrupción humana...
Igual que el profeta, Pablo es el siervo de su mensaje... El paralelo entre los apóstoles y
los profetas está justificado porque ambos son portadores de la revelación.»
Por tanto, la palabra «profeta» debería estar reservada a los hombres del Antiguo
Testamento y del Nuevo Testamento a quienes vino la Palabra de Dios de manera
directa, se haya conservado o no su mensaje. De igual modo la designación «apóstol»
debe estar reservada a los doce y a Pablo, a quienes Jesús comisionó especialmente e
invistió con autoridad como sus shaliachim.
Profetizaban «el engaño de su corazón (Jer 23.26). Mentían en el nombre de Dios (Jer
23.25). En el versículo 28 se contrastan eficazmente: «El profeta que tuviere un sueño,
cuente el sueño; y aquel a quien fuere mi palabra, cuente mi palabra verdadera. ¿Qué
tiene que ver la paja con el trigo? dice Jehová.» Los que oían el mensaje de los profetas
estaban escuchando, o bien la propia «palabra de cada uno» o «las palabras del Dios
viviente» (Jer 23.36).
Aunque, hablando estrictamente, hoy en día no hay profetas o apóstoles, temo que sí hay
falsos profetas y falsos apóstoles. Hablan su palabra en vez de la Palabra de Dios. Su
mensaje procede de su propia mente. Son personas a quienes les gusta airear sus
opiniones sobre religión, ética, teología o política. Pueden ser lo suficientemente
convencionales para presentar el sermón con un texto bíblico. Sin embargo, este texto
tiene poca o ninguna relación con el mensaje que sigue, y no hacen ningún esfuerzo para
interpretar el texto dentro de su contexto. Se ha dicho con mucha razón que el texto sin el
contexto es un pretexto. Muy a menudo, estos predicadores, como los falsos profetas del
Antiguo Testamento, también hablan palabras halagadoras, diciendo «paz, paz» cuando
no hay paz (Jer 6.14; 8.11; cf.23.17). Sólo mencionan los aspectos más halagadores del
evangelio para no ofender el gusto popular (cf. Jer 5.30–31).
No es un «charlatán»
Esta palabra es la que los filósofos atenienses usaron en el Areópago para describir a
Pablo. «¿Qué querrá decir este palabrero?» (Hch 17.18), preguntaban con tono burlón. El
término griego es spermologos que significa «recolector de semillas».
Ahora bien, no hay nada malo, evidentemente, en citar en un sermón las palabras o los
escritos de otro. Es más, el predicador juicioso tiene un libro o archivo en el que guarda
citas famosas o inspiradoras. Además, siempre que las use de manera sensata y honesta,
con el debido reconocimiento, pueden añadir luz, fuerza y peculiaridad al tema. Voy a
poner en práctica ahora mismo lo que estoy diciendo, citaré a alguien que
desafortunadamente desconozco: «Copiar de una persona se llama plagio; copiar de mil,
"investigación"».
Es un administrador o mayordomo
Parece también que tenía que proveer de alimentos a los que vinieran a comprarlos y le
pagaran con dinero. Tenía esclavos bajo su autoridad (Gn 43.1–25; 44.1–13). De manera
parecida, los reyes de Judá tenían un administrador encargado de la casa real. Durante el
reinado de Ezequías el administrador se llamaba Sebna (Is 22.15). Parece que era un
hombre ambicioso y que se había enriquecido con espléndidos carros, a expensas,
quizás, de la cuenta de la casa. Pero Dios dice a Sebna que tiene que ser destituido y que
pondrá en su lugar a Eliaquim, hijo de Hilcías; «Y lo vestiré de tus vestiduras, y lo ceñiré
de tu talabarte, y entregaré en sus manos tu potestad; y será padre al morador de
Jerusalén, y a la casa de Judá. Y pondré la llave de la casa de David sobre su hombro...»
(Is 22.21–22). Se deduce de ello que el administrador era un hombre con autoridad dentro
de la casa. Ejercía una supervisión paternal sobre sus miembros y el símbolo de su cargo
era una llave, sugeridora, indudablemente, de los almacenes donde se guardaban todos
los bienes.
En la corte del rey Nabucodonosor en Babilonia, el jefe de los eunucos puso a Daniel y a
sus tres compañeros al cuidado de alguien llamado «Melsar». Probablemente esta
palabra, más que un nombre propio, indica un cargo, como «superintendente», por lo que
la VP lo denomina «mayordomo». Su tarea era entrenar a los hombres para el servicio de
palacio. Les proporcionaba las raciones diarias según su discreción, fuesen estas los ricos
alimentos y vinos de la corte o los sencillos vegetales solicitados por Daniel (Dn 1.16–18).
Estas cinco palabras juntas describen la situación social de una familia acomodada. La
oikos (casa) estaba habitada por los oikeioi (familia), formada por hijos y esclavos a la
vez. El dueño de la casa era el oikodespotes (padre de familia), quien tenía a sus órdenes
varios oiketai (siervos de la casa). También poseía un oikonomos (administrador o
mayordomo) cuya misión era supervisar a los siervos, alimentar a la familia y administrar
los asuntos y cuentas de la casa o hacienda. No es sorprendente que los primeros
creyentes viesen en esta estructura social un retrato de la iglesia cristiana.
En segundo lugar, la metáfora del administrador muestra el contenido del mensaje del
predicador. Efectivamente, si en la metáfora hay alguna enseñanza, esta es que el
predicador no provee su propio mensaje, sino que es provisto del mensaje. Si no se
espera que el mayordomo alimente a la familia de su propio bolsillo, tampoco el
predicador debe proveer su mensaje a expensas de su propio ingenio. Muchas metáforas
del Nuevo Testamento señalan esa misma verdad: que la tarea del predicador es
proclamar un mensaje que le ha sido dado. El predicador es el sembrador de la semilla y
«la semilla es la palabra de Dios» (Lc 8.11). Es un heraldo a quien se le ha dicho qué
buenas noticias tiene que proclamar.
Este es el segundo aspecto en que se requiere del administrador que sea fiel
especialmente a los bienes mismos. Tiene que preservarlos de cualquier daño y ser
diligente al distribuirlos a la familia. El apóstol pone gran énfasis, en su carta a Timoteo,
en la responsabilidad de «guardar el depósito».
El precioso evangelio había sido encomendado a su cuidado fiel. Era un «buen depósito».
Debía vigilarlo de la misma manera que los centinelas montan guardia alrededor de una
ciudad o los celadores en una cárcel (1 Ti 1.11; 6.20; 2 Ti 1.12-14). Si somos buenos
administradores, no nos atreveremos a adulterar la Palabra de Dios (2 Co 4.2), ni a
«falsificarla» (2 Co 2.17). Nuestra misión es «la manifestación de la verdad» (2 Co.= 4.2;
cf. Hch 4.29, 31; Fil 1.14; 2 Ti 4.2; He 13.7). Tenemos aquí una buena definición de la
predicación. La predicación es una «manifestación», fanercáis, de la verdad que está
contenida en las Escrituras. Por tanto, toda predicación debería ser de algún modo una
predicación expositiva. El predicador puede usar ilustraciones sobre política, ética o
sociología para iluminar y dar fuerza a los principios bíblicos que pretende explicar, pero
el púlpito no es lugar para comentarios puramente políticos, exhortaciones éticas o
debates sociales. Tenemos que predicar «la palabra de Dios» y nada más (Col 1.25).
Además, somos llamados a predicar toda la palabra de Dios. Esa fue la ambición del
apóstol Pablo, quien reconoció que su «administración divina» era dar a conocer la
Palabra de Dios de manera completa, es decir, predicarla entera y completamente. Sí, él
podía exclamar en presencia de los ancianos de Éfeso: «No he rehuido anunciaros todo el
consejo de Dios» (Hch 20.27). ¡Qué pocos predicadores podrían tener la misma
pretensión! La mayoría de nosotros cabalgamos mortalmente sobre unos pocos caballos
favoritos. Seleccionamos de las Escrituras las doctrinas que nos agradan y pasamos por
alto las que nos disgustan o encontramos difíciles. De esta manera somos culpables de
negar a la familia algunas de las provisiones que el Dueño de casa ha preparado para
ellos en su sabia generosidad. Algunos no solamente quitan algo de la Escritura, sino que
añaden algo, mientras que otros se atreven incluso a contradecir lo que está escrito en la
Palabra de Dios.
Permítanme usar una ilustración doméstica. El desayuno favorito de los ingleses incluye
básicamente huevos y tocino ahumado. Supongamos que un padre de familia ha provisto
a su administrador de huevos y tocino ahumado, dándole instrucciones para que los
distribuya a la familia en el desayuno durante los cuatro días siguientes. El lunes por la
mañana el mayordomo echa el tocino y los huevos a la basura y en su lugar les da
pescado; esto es contradecir y por ello su señor se enfada. El martes les da solamente
huevos, sin tocino; esto es sustraer y su señor se enoja de nuevo. El miércoles les da
huevos, tocino y salchichas; esto es añadir, y el amo continúa airado. Pero, al final, el
jueves por la mañana les da huevos y tocino, nada más y nada menos, y finalmente ¡su
señor está satisfecho con él! La familia de Dios necesita con urgencia administradores
fieles que le provean sistemáticamente la Palabra de Dios completa. No sólo el Nuevo
Testamento, sino también el Antiguo Testamento; no sólo los textos más conocidos, sino
también los menos familiares; no únicamente pasajes que apoyen los prejuicios
particulares del predicador, sino los que no los apoyen. En nuestros días necesitamos
más hombres de la talla de Charles Simeon de Cambridge, quien en el prólogo a Horae
Homileticae escribió: «El autor no es amigo de sistematizaciones en la teología; ha
procurado formar sus opiniones sobre religión sólo a expensas de las Escrituras y es su
deseo adherirse a ellas con escrupulosa fidelidad; nunca tergiversar alguna parte de la
Palabra de Dios para apoyar una opinión particular, sino dar a cada una de sus partes el
sentido que en su juicio el gran Autor se ha propuesto comunicar.» Por consiguiente,
«estaba libre de todos los estorbos de los sistemas humanos», pudo «pronunciar la
palabra bendita de Dios de forma completa, ore rotundo sin atenuar nada, sin temer
nada», y no pensó en ningún sistema particular en el que apoyarse. Únicamente una
exposición tan fiel de la Palabra de Dios nos librará a nosotros y a nuestras
congregaciones de los pequeños antojos y caprichos (sean nuestros o suyos) y de una
extravagancia y un fanatismo más serio. Sólo así les enseñaremos a discernir entre lo que
se ha revelado de una manera clara y lo que no. Así no temerán ser dogmáticos respecto
a lo primero, pero estarán satisfechos de permanecer agnósticos respecto a lo segundo
(ver Dt 29.29).
Además, la iglesia necesita laicos instruidos que no sean como «niños fluctuantes,
llevados por doquiera de todo viento de doctrina» (Ef 4.14). Necesitan crecer en el
conocimiento de Dios y de su Palabra y poder resistir así la sutil intromisión de las sectas
modernas. Nada puede producir este feliz estado de cosas excepto la predicación
coherente, sistemática y didáctica de toda la Palabra de Dios.
Una enseñanza tan concienzuda no es posible sin una preparación cuidadosa de varios
meses de antelación
Sin embargo, al recomendar que el predicador debería pretender exponer toda la Palabra
de Dios, no quiero dar a entender que debería ser torpe o carente de imaginación. Pablo,
quien dijo que no había rehuido «anunciaros todo el consejo de Dios», afirmó también, en
el mismo discurso, que «nada que fuese útil he rehuido anunciaros» (Hch 20.20, 27) .
Desde luego, «toda la Escritura es ... útil» (2 Ti 3.16), pero no toda es igualmente útil para
todos al mismo tiempo. El administrador inteligente varía la dieta que ha de dar a la
familia.
En tercer lugar, la metáfora del administrador nos enseña la naturaleza de la autoridad del
predicador. El predicador tiene, en efecto, cierta autoridad. No deberíamos asustarnos o
avergonzarnos de ello. La autoridad no es incompatible con la humildad. El profesor
James Stewart ha escrito: «Es bastante erróneo suponer que la humildad excluye la
convicción».
En cierta ocasión G. K. Chesterton escribió unas sabias palabras sobre lo que denominó
«la dislocación de la humildad»: «Hoy estamos padeciendo de una humildad traspuesta.
La modestia se ha trasladado de la esfera de la ambición para asentarse en la de la
convicción, donde nunca debería estar. Un hombre debería dudar de sí mismo y no de la
verdad; pero esto se ha invertido. Estamos en vías de producir una raza de hombres
demasiado modestos mentalmente para creer en la tabla de multiplicar.»
Siempre hemos de ser humildes, pero jamás debemos mostrarnos inseguros o tratar de
excusarnos cuando se trata de presentar el Evangelio. Pero, ¿dónde descansa la
autoridad del predicador? La autoridad de un predicador no es la de un profeta. El
predicador cristiano no puede decir con propiedad «así dice el Señor», como los profetas
cuando presentaban un mensaje directo de Dios. Tampoco se atreve a decir «de cierto,
de cierto os digo», como hacía el Hijo de Dios al hablar con la autoridad absoluta de su
Padre, y como harían algunos falsos profetas dogmáticos atreviéndose a presentarse en
su propio nombre. Tampoco deberíamos convertirnos en «charlatanes» modernos y
hablar «de acuerdo con los mejores eruditos de la actualidad», citando alguna autoridad
humana, por valiosas que sean las citas adecuadas cuando las ponemos en su lugar
debido. Por el contrario, nuestra fórmula, si es que usamos alguna, debería ser la bien
conocida frase del Dr. Billy Graham, a menudo repetida y bastante adecuada: «la Biblia
dice».
No es directa como la de los profetas, ni como la de los apóstoles, quienes daban órdenes
y esperaban obediencia (cf. Pablo en 2 Ts 3.14), pero no deja de ser la autoridad de Dios.
También es cierto que el predicador que declara la Palabra con autoridad está bajo esa
Palabra y debe someterse a ella. Aunque distinto de la congregación, es uno de ellos.
Sí, estoy convencido de que cuanto más un predicador haya «temblado» ante la Palabra
de Dios (Esd 9.4, 10.3; Is 66.2, 5) y sentido su autoridad sobre su conciencia y en su vida,
más preparado estará para predicarla con autoridad a otros. La metáfora del mayordomo
no contiene toda la verdad acerca del predicador y su autoridad. No debemos pensar en
el predicador como en un administrador oficioso, ni como un escriba judío, que da
interpretaciones monótonas y escolásticas de puntos discutidos. La verdadera predicación
nunca es algo anticuado, aburrido o académico, sino algo nuevo y punzante con la
autoridad viva de Dios. Pero la Escritura sólo llega viva a los oyentes si previamente ha
llegado viva al predicador. Únicamente si Dios le ha hablado a él por la Palabra que
predica, la congregación oirá la voz de Dios por medio de sus labios.
Aquí está, pues, la autoridad del predicador. Depende del grado de su identificación con el
texto que maneja, es decir, de la exactitud con que lo ha entendido y de la fuerza con que
el texto ha hablado a su propia alma. En el sermón ideal habla la Palabra misma o, más
bien, Dios en su Palabra y por ella. Cuanto menos el predicador interfiera entre la Palabra
y sus oyentes, mejor. Lo que de verdad alimenta a la familia es la comida que el Dueño de
casa provee, no el mayordomo que la dispensa. El predicador cristiano está mucho más
satisfecho cuando la luz que brilla en la Escritura eclipsa su persona y cuando la voz de
Dios apaga su propia voz.
En cuarto lugar, la metáfora del mayordomo nos enseña una lección práctica sobre la
necesidad de disciplina en el predicador. El mayordomo fiel llegará a conocer muy bien
todo lo que hay en su despensa. La despensa de la Biblia es tan, grande que ni siquiera
toda una vida de arduo estudio descubriría por completo sus riquezas o su variedad.
Quizás por ello es tan poco frecuente. Sólo la realizarán los que estén preparados para
seguir el ejemplo de los apóstoles y decir: «No es justo que nosotros dejemos la palabra
de Dios, para servir a las mesas... Y nosotros persistiremos en la oración y en el
ministerio de la palabra» (Hch 6.2,4). La predicación sistemática de la Palabra es
imposible sin un estudio sistemático de la Palabra. No es suficiente examinar
superficialmente algunos versículos durante nuestra lectura diaria, ni estudiar un pasaje
sólo cuando tenemos que hablar sobre él. No; hemos de sumergirnos diariamente en las
Escrituras. No debemos estudiar solamente las minucias lingüísticas de unos pocos
versículos, como a través de un microscopio, sino que hemos de sacar nuestro telescopio
y escudriñar los anchos espacios de la Palabra de Dios, asimilando el gran mensaje de su
soberanía divina en la redención de la humanidad. «Es una bendición -escribió C. H.
Spurgeon- alimentarse del alma misma de la Biblia hasta llegar a hablar el lenguaje de las
Escrituras, y hasta que el espíritu esté sazonado con las palabras del Señor, a fin de que
nuestra sangre sea «bíblica» y la esencia misma de la Biblia brote de nuestro interior.»
Aparte de esta disciplina diaria y tenaz en el estudio de la Biblia, cada uno de nosotros en
particular necesitaremos aplicarnos al versículo o pasaje que hayamos elegido para
exponer desde el púlpito. Y vamos a necesitar energía mental para esquivar los atajos.
Tenemos que dedicar tiempo a estudiar el texto de manera concienzuda, meditando en él,
luchando, inquietándonos por él como un perro con su hueso, hasta que veamos claro su
significado; y algunas veces este proceso irá acompañado de penas y lágrimas.
Echaremos mano también en este trabajo de todos los recursos de nuestra biblioteca: el
diccionario y la concordancia, las traducciones modernas y los comentarios. Pero, por
encima de todo, hemos de orar sobre el texto, puesto que el Espíritu Santo, que es el
autor final del libro, es, por tanto, su mejor intérprete.
Tomado del libro Imágenes del Predicador por John Stott, Editorial Nueva Creación
La santificación
por J. C. Ryle
“… a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos…” Esa era la visión de aquel
gran misionero que fue el apóstol Pablo sobre el pueblo de Dios, y sobre el carácter de
ese pueblo. He aquí un verdadero tratado reflexivo sobre la SANTIDAD, venido de la
pluma de un gran escritor adaptado especialmente para Apuntes Pastorales.
Aquel que se imagina que Cristo vivió, murió y resucitó para obtener solamente la
justificación y el perdón de los pecados de su pueblo, tiene todavía mucho que aprender,
y está deshonrando, lo sepa o no, a nuestro bendito Señor, pues coloca a su obra
salvadora en un plano incompleto.
El señor Jesús ha tomado sobre sí todas las necesidades de su pueblo; no sólo los ha
librado con su muerte de la culpa de sus pecados, sino que también al poner en sus
corazones el Espíritu Santo, los ha librado del dominio del pecado. No sólo los salva, sino
que también los santifica. El no sólo es su justificación, sino también su santificación (1
Co. 1.30). Esto es lo que la Biblia dice: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que
también ellos sean santificados en la verdad.” “… así como Cristo amó a la iglesia, y se
entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento de
agua por la palabra”. “Cristo se dio a sí mismo para redimirnos de toda iniquidad y
purificar para sí a un pueblo propio, celoso de buenas obras”… “quien llevó El mismo
nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a
los pecados, vivamos a la justicia…” “ahora Cristo os ha reconciliado en su cuerpo de
carne por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles
delante de El” (Jn. 17.19; Ef. 5.25-26; Tit. 2.14; 1 Pe. 2.24; Col. 1.21-22). La enseñanza
de estos versículos es bien clara: Cristo tomó sobre sí, además de la justificación, la
santificación de su pueblo. Ambas cosas ya estaban previstas y ordenadas en aquel
“pacto perpetuo” del que Cristo es el Mediador. Y en cierto lugar de la Escritura se nos
habla de Cristo como el que “santifica” y de su pueblo como “los que son santificados”
(He. 2.11).
¿Qué es lo que quiere decir la Biblia cuando habla de una persona santificada? Para
contestar esta pregunta diremos que la santificación es aquella obra espiritual interna que
el Señor Jesús hace a través del Espíritu Santo en aquel que ha sido llamado a ser un
verdadero creyente. El Señor también lo separa de su amor natural al pecado y al mundo,
y pone un nuevo principio en su corazón, que lo hace apto para el desarrollo de una vida
devota. Para efectuar esta obra El Espíritu se sirve, generalmente, de la Palabra de Dios,
aunque algunas veces usa de las aflicciones y de las visitaciones providenciales “sin
palabra” (1 Pedro 3.1). La persona que experimenta esta acción de Cristo a través de su
Espíritu, es una persona “santificada”.
El tema que tenemos por delante es de una importancia tan vasta y profunda, que
requiere delimitaciones propias, defensa, claridad, y exactitud. Para despejar la confusión
doctrinal (que por desgracia tanto abunda entre los cristianos) y para dejar bien sentadas
las verdades bíblicas sobre el tema que nos ocupa, daré a continuación una serie de
proposiciones sacadas de la Escritura, las que son muy útiles para una exacta definición
de la naturaleza de la santificación.
Esta unión se establece a través de la fe. ”… el que permanece en mí, y yo en él, este
lleva mucho fruto…” (Jn. 15.5). El pámpano que no lleva fruto, no es una rama viva de la
vid. Ante los ojos de Dios, una unión con Cristo meramente formal y sin fruto, no tiene
valor alguno. La fe que no tiene una influencia santificadora en el carácter del creyente no
es mejor que el creer de la forma en que lo hacen los demonios: es una fe muerta, no es
el don de Dios, no es la fe de los elegidos. Donde no hay una vida santificada, no hay una
fe real en Cristo. La verdadera fe obra por el amor, y es movida por un profundo
sentimiento de gratitud por la redención. La verdadera fe constriñe al creyente a vivir para
su Señor y le hace sentir que todo lo que puede hacer por Aquel que murió por sus
pecados no es suficiente. Al que mucho se le ha perdonado, mucho ama. El que ha sido
limpiado con Su sangre, anda en luz. Cualquiera que tiene una esperanza viva y real en
Cristo se purifica, como El también es limpio (Stg. 2.17-20; Tit. 1.1; Gá. 5.6; 1 Jn. 1.7; 3.3).
El que ha nacido de nuevo y ha sido hecho una nueva criatura, ha recibido una nueva
naturaleza y un nuevo principio de vida. La persona que pretende haber sido regenerada
y que, sin embargo, vive una vida mundana y de pecado, se engaña a sí misma; las
Escrituras descartan tal concepto de regeneración. Claramente nos dice San Juan que el
que “ha nacido de Dios no practica el pecado, ama a su hermano, se guarda a sí mismo y
vence al mundo” (1 Jn. 2.29; 3.9-15; 5.4-18). En otras palabras, si no hay santificación, no
hay regeneración; sino se vive una vida santa, no hay un nuevo nacimiento. Quizá para
muchas mentes estas palabras sean duras pero, lo sean o no, lo cierto es que constituyen
la simple verdad de la Biblia. Se nos dice en la Escritura que el que ha nacido de Dios, “no
practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar,
porque ha nacido de Dios” (1 Jn.3.9).
Al Espíritu se lo compara con el viento y, como sucede con éste, no podemos verlo con
los ojos de la carne. Pero de la misma manera en que notamos que hay viento por sus
efectos sobre las olas, los árboles y el humo, así podemos descubrir la presencia del
Espíritu en una persona por los efectos que produce en su vida y conducta. No tiene
sentido decir que tenemos el Espíritu si no andamos también en el Espíritu (Gá. 5.25).
Podemos estar bien seguros de que aquellos que no viven santamente, no tienen el
Espíritu Santo. La santificación es el sello que el Espíritu Santo imprime en los creyentes.
“Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios”
(Ro.8.14).
Los nombres y el número de los elegidos son secretos que Dios en su sabiduría no ha
revelado al hombre. No nos ha sido dado en este mundo el hojear el libro de la vida para
ver si nuestros nombres se encuentran en él. Pero hay una cosa plenamente clara en lo
que a la elección concierne: los elegidos se conocen y se distinguen por sus vidas santas.
Expresamente se nos dice en las Escrituras que son “elegidos… en santificación del
Espíritu…” “escogidos… para salvación, mediante la santificación por el Espíritu…” “… los
predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo…” “… nos
escogió… antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos…”. De ahí que
cuando Pablo vio “la obra de fe” y el “trabajo de amor” y “la esperanza” paciente de los
creyentes de Tesalónica, podía concluir: “Porque conocemos, hermanos amados de Dios,
vuestra elección” (1 P. 1.2; 2 Ts. 2.13; Ro. 8.29; Ef. 1.4; 1Ts.1.3-4).
“Porque cada árbol se conoce por su fruto” (Lc. 6.44). La humildad del creyente
verdaderamente santificado puede ser tan genuina que en sí mismo no vea más que
enfermedad y defectos; y al igual que Moisés, cuando descendió del monte, no se dé
cuenta de que su rostro resplandece. Como los justos en el día del juicio final, el creyente
verdaderamente santificado creerá que no hay nada en él que merezca las alabanzas de
su Maestro: “… ¿cuándo te vimos hambriento y te sustentamos…?” (Mt. 25.37). Ya sea
que el mismo lo vea o no, lo cierto es que los otros siempre verán en él un tono, un gusto,
un carácter y un hábito de vida, completamente distinto de los de los demás hombres. El
mero suponer que una vida pueda ser “santa” sin una vida y obras que lo acrediten, sería
un absurdo, un disparate. Una luz puede ser muy débil, pero aunque sólo sea una
chispita, en una habitación oscura se la verá. La vida de una persona puede ser muy
exigua, pero aún así se percibirá el débil latir del pulso. Lo mismo sucede con una
persona santificada: su santificación será algo que se verá y se hará sentir, aunque a
veces ella misma no pueda percatarse de ello. Un “santo” en el que sólo puede verse
mundanalidad y pecado es una especie de monstruo que no se conoce en la Biblia.
Una persona puede subir uno y otro peldaño en la escala de la santificación, y ser más
santificada en un período de su vida que en otro. No puede ser más perdonada y
justificada que cuando creyó, aunque puede ser más consciente de estas realidades. Los
que sí puede es gozar de más santificación, por cuanto cada una de las gracias del
Espíritu en su nuevo carácter y naturaleza, son susceptibles de crecimiento, desarrollo y
profundidad. Evidentemente, este es el significado de las palabras del Señor Jesús
cuando oró por sus discípulos: “Santifícalos en tu verdad”; y también del apóstol Pablo por
los tesalonicenses: “y el mismo Dios de paz os santifique por completo” (Jn. 7.17; 1Ts.
5.23). En ambos casos la expresión implica la posibilidad de crecimiento en el proceso de
la santificación. Pero no encontramos en la Biblia una expresión como “justifícales” con
referencia a los creyentes, por cuanto éstos no pueden ser más justificados de los que en
realidad ya han sido. No se nos habla en la Escritura de una imputación de santificación,
tal como creen algunas personas; esta doctrina es fuente de equívocos y conduce a
consecuencias muy erróneas. Además, es una doctrina contraria a la experiencia de los
cristianos más eminentes. Estos, a medida que progresan más en su vida espiritual y en
la proporción en que andan más íntimamente con Dios, ven más, conocen más, sienten
más a Dios (2 P.3.18; 1 Ts.4.1).
Al usar las palabras conflicto y batalla, me refiero a la contienda que tiene lugar en el
corazón del creyente entre la vieja y la nueva naturaleza, entre la carne y el espíritu (Gá.
5.17). Una percepción profunda de esta contienda, y el consiguiente agobio y
consternación que se derivan de la misma, no es prueba de que un creyente no crezca en
la satisfacción. ¡No! Por el contrario, son síntomas saludables de una buena condición
espiritual. Estos conflictos prueban que no estamos muertos, sino vivos. El cristiano
verdadero no sólo tiene paz de conciencia, sino que también tiene guerra en su interior,
se lo conoce por su paz, pero también por su conflicto espiritual. Al decir y afirmar esto no
me olvido de que estoy contradiciendo los puntos de vista de algunos cristianos que
abogan por una “perfección sin pecado”. Pero no puedo evitarlo. Creo que lo que digo
está bien confirmado por lo que nos dice Pablo en el capítulo séptimo de su Epístola a los
Romanos. Ruego a mis lectores que estudien atentamente este capítulo y que se den
cuenta de que no describe la experiencia de un hombre inconverso, o de un cristiano
vacilante y todavía joven en la fe, sino que hace referencia a la experiencia de un viejo
santo de Dios que vivía en íntima comunión con Dios. Sólo una persona así podía decir:
“Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (Ro. 7.22).
Creo, además, que lo que he dicho viene confirmado también por la experiencia de los
siervos de Cristo más eminentes de todos los tiempos. Prueba de esto la encontrarmos en
sus diarios, en sus autobiografías y en sus vidas. Y no porque tengamos este continuo
conflicto interno, hemos de pensar que la obra de la santificación no tiene lugar en
nuestras vidas. La liberación completa del pecado la experimentaremos, sin duda, en el
cielo; pero nunca la gozaremos mientras estemos en el mundo. El corazón del mejor
cristiano, aún en el momento de más alta santificación, es terreno donde acampan dos
bandos rivales, algo así como “la reunión de dos campamentos” (Cnt. 6.13). Pero, como
decía aquel santo hombre de Dios, Rutheford: “La guerra del diablo es mejor que la paz
del diablo”.
Aun las acciones más santas del más santo de los creyentes de todos los tiempos están
más o menos llenas de defectos e imperfecciones. Cuando no son malas en sus motivos,
los son en su ejecución; y de por sí, delante de Dios, no son más que “pecados
espléndidos” que merecen su ira y su condenación.
Sería absurdo suponer que tales acciones pueden pasar sin censura por el severo juicio
de Dios y obtener méritos para el cielo. “Por las obras de la ley ningún ser humano será
justificado”; “Concluímos, pues, que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la
ley” (Ro. 3.20-28). La única justicia se halla en nuestro Representante y Sustituto, el
Señor Jesús. Su obra y no la nuestra, es la que nos da título de acceso al cielo. Por esta
verdad deberíamos estar dispuestos a morir.
Sin embargo, y a pesar de lo dicho, la Biblia enseña que las acciones santas de un
creyente santificado, aunque imperfectas, son agradables a los ojos de Dios: “… porque
de tales sacrificios se agrada Dios” (He. 13.16). “Hijos, obedeced a vuestros padres en
todo, porque esto agrada al Señor (Col. 3.20). “(Nosotros) hacemos las cosas que son
agradables delante de El” (1 Jn. 3.22). No nos olvidemos nunca de esta doctrina tan
consoladora. De la misma manera en que el padre se complace en los esfuerzos de su
pequeño al coger una margarita o en su hazaña de andar solo de un extremo al otro de la
habitación, así se complace nuestro Padre en las acciones tan pobres de sus hijos
creyentes. Dios mira el motivo, el principio, la intención de sus acciones, y no la cantidad
o cualidad de las mismas. Considera a los creyentes como miembros de su propio Hijo
querido, y por amor al mismo se complace en las acciones de su pueblo.
La santificación nos será absolutamente necesaria en el gran día del juicio como
testimonio de nuestro carácter cristiano
A menos que nuestra fe haya tenido efectos santificadores en nuestra vida, de nada
servirá en aquel día el que digamos que creíamos en Cristo. Una vez que
comparezcamos delante del gran trono blanco, y los libros sean abiertos, tendremos que
presentar evidencia. Sin la evidencia de una fe real y genuina en Cristo, nuestra
resurrección será para condenación; y la única evidencia que satisfará al Juez será la
santificación. Que nadie se engañe sobre este punto. Si hay algo cierto sobre el futuro, es
la realidad de un juicio; y si hay algo cierto sobre este juicio, es que las “obras” y “hechos”
del hombre serán examinados (Jn. 5.29; 2 Co. 5.10; Ap. 20.13).
La santificación es absolutamente necesaria como preparación para el cielo
1 N. de los E.: La idea del autor, sin duda presentada en forma incompleta, no excluye de
la posibilidad de salvación a aquellos que puedan entregar su vida en los momentos
previos a su muerte. Lo que desea resaltar es que a la vida eterna no se ingresa con la
mera “oración de recibir a Cristo”, sino que este acto debe conllevar el hecho de
comenzar una nueva vida sujeta al señorío de Cristo, dure esta uno o diez millones de
minutos, lo que en verdad, solo queda reservado al conocimiento y decisión divinos.
Evidencias
¿Cuáles son las señales visibles de una obra de santificación? Esta otra parte del tema es
amplia y a la par difícil. Amplia, por cuanto exigiría hiciéramos mención de toda una serie
de detalles y consideraciones que me temo van más allá de los horizontes de este escrito;
y difícil, por cuanto no podemos desarrollarla sin herir la susceptibilidad y creencias de
algunas personas. Pero sea cual fuere el riesgo, la verdad ha de ser dicha; y
especialmente en nuestro tiempo, la verdad sobre la doctrina de la santificación ha de
hacerse sonar.
No nos olvidemos de esto. Hay un gran número de personas que han oído tantas veces la
predicación del Evangelio, que han contraído una familiaridad poco santa con sus
palabras y sus frases, e incluso hablan con tanta frecuencia sobre las doctrinas del
Evangelio como para hacernos creer que son cristianos. A veces hasta resulta
nauseabundo y en extremo desagradable el oír cómo la gente se expresa en un lenguaje
frío y petulante sobre “la conversión, el Salvador, el Evangelio, la paz espiritual, la gracia,
etc.”, mientras de una manera notoria sirve al pecado o vive para el mundo. No podemos
dudar de que este hablar sea abominable a los oídos de Dios, y no es mejor que
blasfemar, maldecir y tomar el nombre de Dios en vano. No es sólo con la lengua que
debemos servir a Cristo. Dios no quiere que los creyentes sean meros tubos vacíos, metal
que resuena, o címbalo que retiñe; debemos ser santificados, “no sólo en palabra y en
lengua, sino en obra y en verdad” (1 Jn. 3.18).
Unas palabras de aviso sobre este punto son muy necesarias. Los cultos y reuniones de
avivamiento cautivan la atención de la gente y dan pie a un gran sensacionalismo. Parece
ser que algunas iglesias que hasta ahora estaban más o menos dormidas despiertan
como resultado de estas reuniones, y demos gracias al Señor de que sea así. Pero junto
con las ventajas, estas reuniones y corrientes avivacionistas encierran grandes peligros.
No olvidemos que allí donde se siembra la buena semilla, Satanás siembra también
cizaña. Son muchos los que, aparentemente, han sido alcanzados por la predicación del
Evangelio y cuyos sentimientos han sido despertados pero sus corazones no han sido
cambiados. Lo que en realidad suele tener lugar no es más que un emocionalismo vulgar
que se produce con el contagio de las lágrimas y emociones de los otros. Las heridas
espirituales que así se producen no son leves, y la paz que se profesa no tiene raíces ni
profundidad. Al igual que los de corazón pedregoso, estos oyentes reciben la Palabra con
gozo (Mt. 13.20), pero después de poco tiempo la olvidan y vuelven al mundo; llegan a ser
más duros y peores que antes. Son como la calabaza de Jonás: brotan en menos de una
noche, para secarse también en menos de una noche. No nos olvidemos de estas cosas.
Vayamos con mucho cuidado, no sea que curemos livianamente las heridas espirituales
diciendo, “Paz, paz”, donde no hay paz. Esforcémonos en persuadir a los que muestran
interés por las cosas del Evangelio a que no se contenten con nada que no sea la obra
sólida, profunda y santificadora del Espíritu Santo. Los resultados de una falsa exitación
religiosa son terribles para el alma. Cuando en el calor de una reunión de avivamiento
Satanás ha sido lanzado fuera del corazón por sólo unos momentos o por un tiempo muy
corto, no tarda en volver de nuevo a su casa, y el estado postrero de la persona es mucho
peor que el primero. Es mil veces mejor empezar despacio y continuar firmemente en la
Palabra, que empezar a toda velocidad, sin medir el costo para luego, como la mujer de
Lot, mirar hacia atrás y volver al mundo. Cuán peligroso resulta para el alma el tomar los
sentimientos y emociones experimentados en ciertas reuniones como evidencia segura de
un nuevo nacimiento y de una obra de santificación. No conozco ningúnpeligro mayor
para el alma.
La verdadera santificación no consiste en un mero formalismo y devoción externa
¡Cuán terrible es esta ilusión! Y por desgracia, ¡cuán común también! Miles y miles de
personas se imaginan que la verdadera santidad consisten en la cantidad y abundancia
de los elementos externos de la religión: en una asistencia rigurosa a los servicios de la
iglesia, la recepción de la Cena del Señor, la observancia de las fiestas religiosas, la
participación en un culto litúrgico elaborado, la auto-imposición de austeridad y
abnegación en pequeñas cosas, una manera peculiar de vestir, etc., etc. Muy
posiblemente algunas personas hacen estas cosas por motivos de conciencia, y
realmente creen que con ello benefician a sus almas, pero en la mayoríade los casos esta
religiosidad externa no es más que un sustituto de la santidad.
Con el correr de los siglos han sido muchos los que han caído en esta trampa en sus
intentos de buscar la santidad. Cientos de ermitaños se han enterrado en algún desierto, y
miles de hombres y mujeres se han encerrado entre las paredes de monasterios y
conventos, movidos por la vana idea de que de esta manera escaparían del pecado y
conseguirían la santidad. Se olvidaron de que ni las cerraduras, ni las paredes pueden
mantener afuera al diablo y que allí donde vayamos llevamos en nuestro corazón la raíz
del mal. El camino de la santificación no consiste en hacerse monje, o monja, o miembro
de la Casa de Misericordia. La verdadera santidad no aísla al creyente de las dificultades
y las tentaciones, sino que hace que éste les haga frente y las supere. La gracia de Cristo
en el creyente no lo convierte en una planta de invernadero, que sólo puede desarrollarse
bajo abrigo y protección, sino que es algo fuerte y vigoroso que puede florecer en medio
de cualquier relación social y medio de vida. Es esencial a la santificación el que nosotros
desempeñemos nuestras obligaciones allí donde Dios nos ha puesto, como la sal en
medio de la corrupción y la luz en medio de las tinieblas. No es el hombre que se esconde
en una cueva, sino el hombre que glorifica a Dios como amo o sirviente, como padre o
hijo, en la familia o en la calle, en el negocio o en el colegio, el que responde al tipo bíblico
del hombre santificado. Nuestro Maestro dijo en su última oración: “No ruego que los
quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Jn. 17.15).
… y en un esfuerzo continuo por obedecerla como regla de vida. ¡Qué gran error es el de
aquellos que suponen que, puesto que los Diez Mandamientos y la Ley no pueden
justificar al alma, no es importante observarlos! El mismo Espíritu Santo que le ha dado al
creyente convicción de pecado a través de la ley, y lo ha llevado a Cristo para
justificación, es el que le guiará en el uso espiritual de la ley como modelo de vida en sus
deseos de santificación. El Señor Jesús nunca relegó los Diez Mandamientos a un plano
de insignificancia, sino que, por el contrario, en su primer discurso público (El Sermón del
Monte) los desarrolló, y puso de manifiesto el carácter relevante de sus requerimientos.
San Pablo tampoco relegó la ley a la insignificancia. “Pero sabemos que la ley es buena,
si uno la usa legítimamente”, “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de
Dios” (1 Ti. 1.8; Ro. 7.22). Si alguien pretende ser un santo y mira con desprecio los Diez
Mandamientos, y no le importa mentir, ser hipócrita, estafar, insultar y levantar falso
testimonio, emborracharse, traspasar el séptimo mandamiento, etc., en realidad se
engaña terriblemente; y en el día del juicio le será imposible probar que fue un “santo”.
Podemos encontrar este nivel o norma espiritual en los últimos capítulos de casi todas sus
epístolas. Está muy generalizada la idea de que San Pablo sólo escribió sobre materia
doctrinal y de controversia: la justificación, la elección, la predestinación, la profecía, etc.
Tal idea es extremadamente errónea, y es una evidencia más de la ignorancia que sobre
la Biblia muestra la gente de nuestro tiempo. Los escritos del apóstol San Pablo están
llenos de enseñanzas prácticas sobre las obligaciones cristianas de la vida diaria, y sobre
nuestros hábitos cotidianos, el temperamento y la conducta entre los hermanos creyentes.
Estas exhortaciones fueron escritas por inspiración de Dios para perpetua guía del
creyente. Aquel que haga caso omiso de estas instrucciones, quizá se haga pasar por
miembro de una iglesia o de una capilla, pero ciertamente no es lo que la Escritura llama
una persona “santificada”.
… que el Señor Jesús de una manera tan hermosa ejemplarizó, particularmente la gracia
de la caridad. “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he
amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis
discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13.34-35). El hombre santificado
tratará de hacer bien en el mundo, disminuir el dolor y aumentar la felicidad en torno suyo.
Su meta será la de ser como Cristo, lleno de mansedumbre y de amor para con todos; y
esto no sólo de palabra sino de hecho, negándose a sí mismo. Aquel que profesa ser
cristiano, pero que con egoísmo centra su vida en sí mismo asumiendo un aire de poseer
grandes conocimientos, y sin preocuparle si su prójimo se hunde o sabe nadar, si va al
cielo o al infierno, con tal de que él pueda ir a la iglesia con su mejor traje y ser
considerado un “buen miembro”, tal persona, digo, no sabe nada de lo que es la
santificación. Puede ser considerada como santa en la tierra, pero ciertamente no será un
santo en el cielo. No se dará el caso de que Cristo sea el Salvador de aquellos que no
imiten su ejemplo. Una gracia de conversión real y una fe salvadora han de producir, por
necesidad, cierta semejanza a la imagen de Jesús (Col.3.10).
Al referirme a las gracias pasivas me refiero a aquellas gracias que se muestran muy
especialmente en la sumisión a la voluntad de Dios, como así también en la paciencia y
condescendencia hacia los demás. Pocas personas pueden hacerse una idea cabal sobre
lo mucho que se nos dice respecto de estas gracias en el Nuevo Testamento y el
importante papel que parecen desempeñar. Este es el tema que San Pedro nos desarrolla
y presenta especialmente en sus epístolas. “…Cristo padeció por nosotros, dejándonos
ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su
boca; quien cuando le maldecían , no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pe. 2.21-23). Estas
gracias pasivas se encuentran entre los frutos del Espíritu que San Pablo nos menciona
en su Epístola a los Gálatas. Se nos mencionan nueve gracias de las cuales tres
(tolerancia, benignidad, mansedumbre) son gracias pasivas (Gá. 5.22-23). Las gracias
pasivas son más difíciles de obtener que las activas, pero su influencia sobre el mundo es
mayor. La Biblia nos habla mucho de estas gracias pasivas, y es en vano que hagamos
alardes de santificación si en nosotros no existe el deseo de poseer tolerancia, benignidad
y mansedumbre. Aquellos que continuamente se destapan con un temperamento agrio y
atravesado, que dan muestras de poseer una lengua muy incisiva, llevando siempre la
contra, siendo rencorosos, vengativos, maliciosos (y de los cuales el mundo está, por
desgracia, demasiado lleno) los tales, digo, nada saben sobre la santificación.
Estas son las señales visibles de la persona santificada. No pretendo decir que se verán
de una manera uniforme en todos los creyentes, ni que brillarán con todo su fulgor aun en
los creyentes más avanzados. Pero sí que constituyen las señales bíblicas de la
santificación, y que aquellos que no saben nada de ellas, bien pueden dudar de que en
realidad tengan gracia alguna. La verdadera santificación es algo que se puede ver, y las
características que he procurado esbozar son, más o menos, las de una persona
santificada.
Aplicaciones
Debemos darnos cuenta del estado tan peligroso en que se encuentran algunas personas
que profesan ser cristianas
“Sin la cual (la santidad) nadie verá al Señor” (He.12.14). ¡Cuánta religión hay, pues, que
no sirve para nada! ¡Cuán grande es el número de personas que van a la iglesia, a las
capillas y que sin embargo andan por el camino que lleva a la destrucción! Esta reflexión
es terriblemente aplastante, abrumadora. ¡Oh, si los predicadores y los maestros abrieran
sus ojos y se dieran cuenta de la condición de las almas a su alrededor! ¡Oh, si las almas
pudieran ser persuadidas a “huir de la ira que vendrá”! Si las almas no santificadas
pudieran ir al cielo; la Biblia no sería verdadera. ¡Pero la Biblia es verdad y no puede
mentir! Sin la santidad nadie verá al Señor.
… y de nuestros deseos de conseguir una elevada santidad. Por más que algunos se
contenten con unos logros muy pobres y miserables y otros no se avergüencen de vivir
vidas que no son santas, mantengámonos nosotros en las sendas antiguas y sigamos
adelante en pos de una santidad eminente. He aquí la manera de ser realmente felices.
Por más que digan ciertas personas, debemos convencernos de que la santidad es
felicidad; y la persona que vive más felizmente en esta tierra es la persona más
santificada. Sin duda hay cristianos verdaderos que, como resultado de una salud débil, o
de pruebas familiares, o alguna otra causa secreta, no parecen gozar de mucho consuelo,
y con suspiros prosiguen su peregrinar al cielo; pero estos no son casos muy abundantes.
Por regla general podemos decir que los creyentes santificados son las personas más
felices de la tierra. Gozan de un sólido consuelo que el mundo no puede dar ni quitar.
“Sus caminos (los de la sabiduría) son caminos deleitosos”. “Mucha paz tienen los que
aman tu ley”. “… mi yugo es fácil y ligera mi carga”. “No hay paz para los malos, dijo
Jehová” (Pr. 3.17; Sal. 119.165; Mt. 11.30; Is. 48.22).
Puntos Concordantes:
2. Ambas son parte del gran plan de salvación que Cristo, en el pacto eterno, tomó sobre
sí en favor de su pueblo. Cristo es la fuente de vida de donde fluyen el perdón y la
santidad. La raíz de ambas está en Cristo.
3. Ambas se aplican en la misma persona. Los que son justificados son también
santificados, y aquellos que han sido santificados, han sido también justificados. Dios las
ha unido y no pueden separarse.
5. Ambas son necesarias para la salvación. Jamás nadie entrará en el cielo sin un
corazón regenerado y sin el perdón de sus pecados; sin la sangre de Cristo y sin la gracia
del Espíritu; sin una disposición apropiada para gozar de la gloria y sin el título para la
misma.
1. Por la justificación, la justicia de otro –en este caso de Jesucristo– es imputada, puesta
en la cuenta del pecador. Por la santificación el pecador convertido experimenta en su
interior una obra que lo va haciendo justo. En otras palabras, por la justificación se nos
considera justos mientras que por la santificación se nos hace justos.
Apuntes Pastorales
Vol. III, N° 5 y 6
Edición especial
La Teoría Política de Juan Calvino
Aunque la iglesia y el estado deben ser distintos, Calvino afirmo que sus esferas se
sobreponen. La iglesia de Ginebra estaba gobernada por un cuerpo representativo,
el consistorio. Nueve pastores, elegidos por las diferentes congregaciones, eran los
de mayor envestidura; la iglesia estaba representada por doce ancianos y cuatro
ejecutivos, quienes eran elegidos democráticamente por todos los miembros de la
iglesia. Solo las personas que eran miembros podían ser elegidos para cualquier
ministerio. El voto era un derecho adquirido y se respaldaba con buena conducta y
participación en la iglesia.
Calvino tenia la vision donde juntos el estado y la iglesia son colocados por Dios
para proteger al pueblo. Van Ruler exponia que de acuerdo a Calvino, la vision y
razon de ser del estado, deben ser derivadas de la ensenanza de la iglesia: “El
estado debe tener clara vision y conocimiento de la verdad y la esencia de las
cosas.” 19 Van Ruler dice que Calvino vio la influencia de la iglesia sobre el estado
en terminos del Primer Mandamiento, el imperativo bajo el cual esta tanto la iglesia
como el estado: “Yahweh... no tolera otros dioses delante de El y demanda una
obediencia exclusiva de todo el hombre y de todas las areas de su vida. Esto tiene
un impacto inmediato sobre todos los aspectos de la vida politica.” 20 Dios
demanda obediencia en todos las areas de la existencia humana--sociologia, ley,
gobierno, politica, lo mismo que en las creencias religiosas y el culto.
Calvino no insistia, sinembargo, en que toda la Ley juridica Mosaica deberia ser
implementada. 21 Por el contrario el denunciaba el totalitarismo teonomista de su
dia el cual insistia que el “sistema politico de Moises” era obligatorio para el
gobierno civil. 22 Si todos los representantes de la ciudadania de Ginebra votaran
para establecer enteramente “el sistema politico de Moises,” Calvino no se
opondria, puesto que el veia el “sistema politico Mosaico” como un ideal pero no
un requisito obligatorio para un estado Reformado. Calvino vio el sistema politico
Mosaico como un ideal porque fue inspirado por Dios.
Calvino afirmo que el estado es una entidad religiosa y por lo tanto es una fuerza
estabilizante en la sociedad. Esta afirmacion esta plasmada en el cuarto libro de las
Intituciones: “Los Medios Externos o Ayudas a traves de las cuales Dios nos invita
dentro de la Sociedad de Cristo y nos sostiene en ella.” In McNeill’s edition,
sinembargo, solamente treinta y cinco paginas tratan sobre el estado, mas o menos
el siete por ciento del libro, y el resto del libro cuarto se discute el role de la iglesia.
23
Calvino escribio sobre la constancia y en aplicar la ley: “Cuando las leyes son
variables, muchas son lesionados como consecuencia, y ningun interes privado es
estable a menos que la ley sea sin variacion; ademas, cuando existe la libertad para
cambiar las leyes, se produce libertinaje en lugar de justicia.” 24 Premios y castigos
son “parte de la bien ordenada administracion de justicia.” El interpreto el termino
“alabar”(Rom. 13:1-7) de acuerdo a su origen y significado Biblico Semitico,
anotando que su significado es variado. 25 Calvin vio el termino “alabar” como un
beneficio general, incluyendo la proteccion y la prosperidad.
Aunque el gobierno civil tiene como fin principal, hasta tanto vivamos como
hombres, el compartir y proteger el culto publico a Dios, defender la sana doctrina
de la piedad y la posicion de la iglesia, ajustar la vida a la sociedad, educar nuestra
conducta conforme a la justica civil, la reconciliacion de unos con otros, y
promover la paz y tranquilada general. 34
Calvino sinembargo incluyo dentro del estado un ambito de defensa a “la sana
doctrina,” un arreglo que pareciera muy extrano hoy, pero que era la norma en los
dias de Calvino.
La Reforma no origino la teorias politicas que dominaron los siglos XVII y XVIII,
pero si acelero e intensifico el crecimiento de las ya existentes. 42 Muy temprano en
la Reforma, los monarcas de Espana, Francia, Escocia, Holanda y hasta cierto
punto Inglaterra, eran altamente Catolico-Romanos y estaban dispuestos a rechazar
el Protestantismo. La Reforma empezo a un nivel local, en los estados
(departamentos), ciudades, provincias, y la nobleza, y en la medida que se
expandia, la Reforma iba cobijando a todos los que se oponian a las practicas
absolutistas. El pensamiento del absolutismo estaba presente en los escritos tanto
del Renacimiento como en los de la Reforma. 43 Los Reformadores tuvieron que
luchar con los proponentes del absolutismo quienes rechazaban el pluralismo
reformador, 44 y prefirian el creer en un solo Dios, un rey, un credo, and una ley. 45
Bucer escribio que “dondequiera que el poder absoluto es dado a un principe, alli la
gloria y el dominio de Dios se ve lesionado. El poder absoluto, el cual es solamente
de Dios, no se le da a un hombre puesto que esta bajo el pecado.” 52 El reconocio
los beneficios de preservar los recursos en tiempos de necesidad, recordandole a
sus lectores que la republica Romana permitia una dictadura con poderes plenos
cuando era necesario. 53 Calvin estaba de acuerdo con Bucer.
Tiene que haber espacio para la seleccion divina de aquellos a quienes Dios
colocara al frente del estado, y a quiernes el beneficiara con su espiritu de
sabiduria. La Monarquia elegida, y no un reino heredado, es el orden favorecido por
la religion. Este, afirmaba Bucer, seria el orden ideal de un estado: ya sea uno o
algunos pocos hombres los que estan en el poder; pero estos hombres tienen que
ser designados por Dios. Ellos deben gobernar sobre las bases del orden legal.
Poder absoluto no sera concedido a ningun hombre. 56
La oferta de Israel a Gedeon para que tomara el trono, quien habia liberado la
nacion, era justificado, pero el conferir poder real hereditario a la familia de Gedeon
era impio. 57 Calvino argumento mas tarde por el magistratus populares, los lideres
elegidos por el pueblo y para el pueblo. 58
Calvino reclamaba moderacion por parte del soberano, recalcando que “no hay
virtud mas escasa en los reyes como la moderacion, y sinembargo no hay otra tan
necesaria; porque entre mas ellos esten en control del poder, ellos necesitan ser
mas cautelosos no sea que empiecen a justificar su apetitos, mientras ellos piensan
que esta dentro de la ley desear cualquier cosa que les plazca.” 59
Mas aun, el los previno para que no se dejaran gobernar por sus gobernados.
“Siendo que los principes no estan libres de caer bajo la tirania de otros, y si ellos
permiten el ser influenciados por cosas contrarias a sus conciencias, entonces su
autoridad sera menoscabada, y seran llevados en todas direcciones por la voluntad
de sus subditos.” 60 De esta manera Calvino dio su aprobacion a las tradiciones
clasicas republicanas.
Los vicios y los inconvenientes de las personas hacen que sea mejor y mas seguro
el que muchos (plures) esten involucrados en el poder (gubernacula). En esta forma
los gobernantes se ayudan mutuamente, se ensenhan y corrigen los unos a los
otros, y si uno falla, los demas actuando en acuerdo deben censurarlo para
restringir sus desafueros (Libidinem). 63 Calvino difirio de Aquinas quien en el
segundo capitulo de El Gobierno de los Principes defiende la monarquia para
garantizar la unidad nacional, y para quitar el peligro de que los mucho tiranicen a
los pocos. 64
Puesto que la condicion mas deseada por la gente es aquella en la que ellos puedan
tener sus propios lideres a traves del voto... por lo tanto alguna persona que usurpa
el poder por la fuerza, es un tirano. Ademas cuando los hombres nacen para
heredar el trono, esto no esta de acuerdo con la libertad. Por esta razon el profeta
dice (Miqueas 5:5), nosotros colocaremos nuestros principes; esto es, El Senhor no
solamente le da a la iglesia la libertad para existir, sino que tambien coloca un
gobierno definido, bien organizado y ordenado, y lo establece a traves del voto de
todos. 66
Calvino pudo bien estar de acuerdo con el planteamiento de Knox: “El contrarestar
la furia y la ira de los principes en reinos y estado libres.... le corresponde a la
nobleza, que ha jurado y nacido para ser oficiales de los mismos reinos, y tambien
a los barones y el pueblo, cuyos votos y consentimientos son requeridos en toda la
grandeza y peso del bien comun.” 67 Samuel previno a Israel de que un monarca
absoluto con poderes judiciales, legislativos y ejecutivos oprimiria al pueblo. En su
primera propuesta el afirmo “y esta sera la manera [ ] del rey que reine sobre
ustedes” (1 Samuel 8:11; Calvino tradujo[ ] con la palabra francesa “puissance”
implicando que el lo entendio en terminos de una obligacion derecho legal. 68
Desde luego que hay algunos personas que creen que el reino de Cristo no puede
ser suficientemente establecido a menos que todos los poderes terrenales sean
abolidos, y que ellos no pueden disfrutar la libertad dada por el solamente si ellos
pueden quitarse de encima todo yugo de humana opresion. Este error, sinembargo,
es la que posee la mente de los Judios sobre todo; puesto que les parece a ellos
una ofensa que la simiente de Abraham, cuyo reino florecio antes que el Redentor
viniera, deba ahora continuar bajo la submision de otro poder.” 74
Calvino nunca promovio la revolucion puesto que los gobernantes, buenos o
malos, son colocados por la providencia de Dios. 75 Si el gobernante es
benevolente, entonces es una bendicion; sino el gobernante es una maldicion.
Nabucodonozor seguia siendo un siervo de Dios aunque el fue un instrumento de
reprension divina, uno al cual Calvino llamo “tirano cruel y pestilente.” 76 Cuando
los creyentes son gobernados por malhechores, antes que rebelarse deben mas
bien considerar sus pecados, arrepentirse e implorar ayuda divina. La providencia
derrocara a los tiranos, y en su lugar Dios colocara aquellos que el ha preparado
como sus instrumentos. 77
En el mismo flujo de ideas Goodman advierte que la falla al remover todos los
gebernantes idolatras y tiranos traera, “la gran ira e indignacion de Dios.” 90 La
falla de remover y resistir es conspirar con los principes, la nobleza y la gente mala,
de acuerdo a Knox. La ira de Dios castigara a toda la nacion, los gobernantes y los
gobernados, por “conspirar juntos en conta de El y sus Santas ordenanzas.” 91
Algo menos que una rebelion abierta, por lo tanto en la opinion de Knox, Goodam, y
Ponet se convierte en sumision. Sumision es conspiracion, conspiracion es
pecado, y el pecado requiere el castigo divino. 92
La razon por la cual debemos someternos a los magistrados es porque ellos estas
sujetos a la orden de Dios. Porque es el agrado de Dios gobernar de esta forma al
mundo, el que intente invertir el orden de Dios, y por lo tanto resistir a Dios mismo,
este menosprecia el poder de Dios; el menospreciar la providencia de Aquel que es
el fundador del poder civil, es entrar en guerra con El. 95 Aunque la corrupta
administracion del poder terrenal civil este confuso o pervertido, el Senhor aun
continua teniendo a los hombres bajo sujecion. Pero cuando el gobierno espiritual
se degenera, las conciencias de los santos esta libre y por lo tanto no se les obliga
a obedecer a una autoridad injusta; especialmente los enemigos de la santidad,
quienes son malos y profanos y que pretenden falsamente el titulo sacerdotal,
quieren destruir la doctrina de la salvacion. 96
Por lo tanto toda dignidad, la cual es dada para el mantenimiento del gobierno civil,
debe ser reverenciada y tenida en gran honor. Porque cualquiera que es promovido
a este honor, pero se ha rebelado o ha resisitido a un magistrado o a aquellos que
han sido elegidos para gobernar, el tal no debe gobernar. Pues con tales deseos de
disturbar el orden, el tal sacudira y desconocera toda la humanidad. 97
Los Cristianos estan libres para protestar. Sinembargo,
ellos no deben quemarse en ira, y empatar injuria con injuria... pero deben luchar
para conquistar el mal con el bien. Esto no los libra de quejarse por la heridas que
les han causado, o de condenar a los malos por lo que han hecho, liberandolos del
juicio d e Dios, sino que deben aplicar justicia con mente calmada sin mala
voluntad u odio. 98
La Teoria de Calvino sobre la Relacion Entre el Gobierno y Dios
Calvino se opuso a la idea de extender el Cristianismo a traves de la espada.
Aunque reyes que temen a Dios defienden el reino de Cristo con la espada, esto es
hecho en diferente manera de aquella en que reinos terrenales son ganados para
ser defendidos; porque el reino de Cristo, siendo espiritual, debe ser establecido
sobre la doctrina y el poder del espirtu. De la misma manera, tambien, su
edificacion es promovida; porque ni la ley o decretos de hombres, ni el castigo
hecho por ellos, entra en las conciencias. Pero de todas maneras esto no debe
detener a los principes de defender el reino de Cristo; por un lado imponiendo
disciplina externa y por otro lado protegiendo a la Iglesia de los hombres malvados.
Siembargo, por la depravacion del mundo, el reino de Cristo se fortalece mas por la
sangre de los martires que por la ayuda de las armas. 99
Los magistrados deben estar sujetos tambien a la gloria de Dios. “Nosotros
sabemos como los reinos terrenales son instituidos por Dios, sabiendo que El no
se depriva de nada, sino que su gloria se manifiesta, para que todos los
magistrados y cada autoridad existente deben estar sujetos a Su gloria.” 100
Lewis Mumford, citado por Graham, arguye que una razon por la que las ciudades-
estado Griegas fallaron fue por su falta de “moral comercial.” 101 En contraste, la
teoria politica de Calvino incluye una doctrina del comercio moral, esto es,
transacciones economicas deben ser gobernadas por Dios. Con respecto a la usura
Calvino, en su Ordenanzas Eclesiasticas de Mayo 17 de 1547, escribio, “Que
ninguno preste a usura o ganancia superior al cinco por ciento, bajo la pena de la
confiscacion del capital y el pago de una multa de acuerdo a los requerimientos de
el caso.” 102
Juan Calvino, el hombre de su dia, se aproximo a la ley, los asuntos publicos, y las
ciencias politicas desde unas presuposiciones muy diferentes a las democracias
contemporaneas. El no hizo la distincion entre religion y vida personal. Religion es
la totalidad de la vida, y la totalidad de la vida es religion. Por lo tanto toda la vida,
la ley y la politica son influenciadas por la religion; ellas no estan separadas de la
religion. Mas aun, Calvino no vio la politica desde la perspectiva del dualismo
Kantiano- las realidades pneumo y fenomenologicas estan sujetas a la ley de Dios,
un monismo santo. El Reformador afirmaba que tanto la ley civil, moral como la
religiosa se derivan de Dios, y estan controladas por Dios. Desde el punto de vista
de Calvino tanto la iglesia como del estado, los controles y equilibrio en el poder,
los ciudadanos y su relacion con el gobierno, y la relacion del gobierno con Dios
salen de las convicciones teologicas.
Estimado lector:
Le escribo porque usted y yo tenemos más cosas en común de las que usted puede
percatarse. Aunque nunca nos lleguemos a conocer en este mundo, un día
estaremos en la presencia uno del otro porque ambos poseemos un alma inmortal.
Con esta alma debemos presentarnos ambos delante de Dios, Creador suyo y mío,
en el gran día del juicio final. “Tal como está establecido que los hombres mueran
una sola vez, y después el juicio.” (Heb. 9:27)
Siento tener que decirle que millones de personas actualmente piensan que están
preparados para encontrarse con Dios, los cuales terminarán en el infierno tras el
gran día del juicio final. Esto es lo que Dios nos dice en Su Palabra Santa: “Muchos
me dirán en aquel día: '¡Señor, Señor! ¿no profetizamos en Tu Nombre? ¿en Tu
Nombre no echamos demonios? ¿y en Tu Nombre no hicimos muchas obras
poderosas?' Entonces yo les declararé: 'Nunca os he conocido. ¡Apartaos de Mí,
obradores de maldad!'” (Mat. 7:22-23)
Alguna vez ha considerado que terrible despertar les espera a todos aquellos que
transitan por esta vida pensando que todo está bien con ellos y que ese día
escucharán al estar presentes delante del Dios Altísimo, “Nunca os he conocido”?
No hay palabras que describan la angustia del alma para aquellos que recibirán esta
sentencia: “Apartaos de Mí, obradores de maldad”.
En primer lugar, honestamente debo decirle que la Biblia nos informa en Mateo 7
que la vasta mayoría de la gente será enviada al infierno. “Ancha es la puerta, y
espacioso el camino que lleva a la destrucción, y son muchos los que entran por
ella. Pero cuan estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y son
pocos los que la hallan.” Quizá esto le suene cruel, pero este triste hecho es cierto
no porque Dios es cruel; mas bien, somos crueles con nosotros mismos.
Desafiamos a nuestro Creador en forma deliberada y despreciamos Su amor, a la
vez que quebrantamos Sus mandamientos los cuales nos han sido dados para
nuestro verdadero bienestar. Por tal rebelión y perversidad, todos hemos ganado la
muerte y el infierno. Estas son las únicas dos cosas que merecemos, “porque todos
pecaron y no alcanzan la gloria de Dios” (Rom. 3:23), y “la paga del pecado es
muerte” (Rom. 6:23).
vivir una vida de rebelión en contra de los padres y toda autoridad dada por Dios.
Tales personas impías terminarán en el infierno a menos de que el Señor los lleve a
un verdadero arrepentimiento y conversión mediante el poder de Su gracia.
Pertenece usted a este grupo? Si es así, le urjo a que busque la gracia que produce
arrepentimiento, confesión y conversión, antes de que sea tarde para siempre para
buscar al Señor!.
estimar las posesiones y riquezas mundanas más que a las riquezas de la gracia de
Dios,
promover los deseos de otras personas por encima de la voluntad de Dios
conforme es revelada en Su Palabra,
considerar los resultados del pecado como más trágicos que ofender y pecar
contra su santo Creador quien les colma de bendiciones,
creer que es más importante lo que sus vecinos y amigos piensan de ellos que lo
que Dios piensa de ellos.
Los tales terminarán en el infierno a menos de que el Señor los lleve a un verdadero
arrepentimiento y conversión mediante el poder de Su gracia. Pertenece usted a
este grupo?
Si es así, debo decirle: si usted llegase al cielo no tendría felicidad en él, porque el
Señor del cielo no es su amigo -lo que a El le place a usted no le agrada; lo que a El
le disgusta a usted no le ocasiona problema. Su Palabra no es su consejero; Su luz
no es delicia para usted; Su ley no es su guía. A usted poco le importa escuchar de
El; mucho menos hablar con El. Estar para siempre en Su compañía sería algo que
usted no podría soportar; la convivencia con santos y ángeles le fastidiaría. En
relación a su vida cotidiana, la Biblia poco significa para usted, Cristo menos aún, y
la salvación es una cuestión innecesaria. "¡Despiértate, tú que duermes, y levántate
de entre los muertos, y te alumbrará Cristo!"... “No podéis servir a Dios y a las
riquezas” (Efe. 5:14; Mat. 6:24).
Podemos ser tan religiosos como las 5 vírgenes insensatas en Mateo 25,
poseyendo la misma confesión, la misma expectativa, las mismas lámparas, y la
misma apariencia externa de las 5 vírgenes prudentes -y aún así perecer. Podemos
ser tan religiosos como Acab, del cual la Palabra dice, “...rasgó sus vestiduras,
puso cilicio sobre su cuerpo, ayunó y se acostó con el cilicio; y andaba humillado”
(I Reyes 21:27) -y aún así ser inconverso.
Necesitamos más que una religión sentida a medias y que acudir a una iglesia.
Necesitamos de la obra irresistible y regeneradora del Espíritu Santo para poder
nacer de nuevo y ser convertido. Solo entonces es cuando podemos amar a Dios
con todo nuestro ser -el ingrediente faltante en los ejemplos previos- y ansiar tener
a Dios como el hombre sediento ansia agua fría. Solo entonces la gracia de Dios
nos permite prepararnos para encontrar al Señor. “Mira, pues, no sea que la luz que
hay en ti sea tinieblas” (Lucas 11:35).
Como puedo saber si estoy incluido entre aquellos que irán al cielo?
Todos aquellos que han de ir al cielo confesarán que su salvación ha sido un gran
milagro de la gracia gratuita del Señor. Serán almas que verdaderamente han
nacido de nuevo por el poder del Espíritu Santo (ver Juan 3). Serán personas que
han sido convertidas por Dios, lo cual implica que experimentan tres cosas: (1) una
pena profunda por su propia iniquidad, (2) una inmensa alegría por la salvación en
Cristo Jesús, y (3) una sincera gratitud a Dios por Su gran salvación (ver Rom. 7:24-
25; Salmos 50:15).
una pena sentida desde el fondo de su corazón sobre sus innumerables pecados
actuales en sus pensamientos, palabras y acciones contra Dios que todo lo sabe;
una pena sentida desde el fondo de su corazón sobre el vivir sin Dios, sin Cristo, y
sin esperanza en el mundo;
una pena sentida desde el fondo de su corazón sobre su terrible pecado original
adquirido al caer juntamente con Adán, comprendiendo que su corazón es una
fuente de contaminación y corrupción en su totalidad;
una pena sentida desde el fondo de su corazón no solo porque la carga del pecado
es muy pesada para ser llevada, sino también porque encuentra imposible liberarse
por si mismo de esta carga.
una pena sentida desde el fondo de su corazón cuando el es traído al punto en que
se da cuenta de que el no puede salvarse a si mismo pero aun así el debe ser salvo,
por lo cual implora “Señor, tu eres justo y tienes todo el derecho de separarme de ti
para siempre, pero será posible que haya algún camino en Ti para escapar de Tu
castigo divino y ser restaurado en Tu misericordia?”
una aplicación de Cristo mediante la cual puede ceñir a Cristo con gozo indecible
como su Salvador y su salvación.
Transita usted por la senda ancha a la destrucción eterna o por la senda angosta a
la vida eterna? En este mundo hay muchos caminos diferentes, pero en el mundo
espiritual solamente existen dos, los cuales nunca se cruzan. Son tan opuestos uno
del otro como la oscuridad es de la luz, Satanás de Dios, lo natural de la gracia, y el
infierno del cielo. Solo Dios, en Su gracia gratuita, nos puede remover de la senda
ancha que lleva a la destrucción y colocarnos en la senda angosta que lleva a la
vida eterna.
Pecador, rogamos a usted, apártese de sus caminos de pecado y maldad. Implore a
Dios por una verdadera conversión, quien no solo dijo, "os es necesario nacer de
nuevo”, sino que también dio testimonio de Si mismo, “el Hijo del hombre ha venido
a buscar y a salvar lo que se había perdido.” Su alma está perdida y su condición es
miserable; por ello, ruegue al Señor que le muestre esto, para que pueda haber
lugar dentro de usted para el mensaje del evangelio de Jesucristo y El crucificado.
Permítame dejarle una última advertencia. En los veintisiete libros del Nuevo
Testamento se menciona al infierno 234 veces. Si el camino de la vida fuera de 27
millas, y hubiera 234 anuncios a lo largo de este camino que leyeran, “Este camino
lleva al infierno”, permanecería usted en dicho camino? Mientras usted permanezca
un pecador incrédulo, sin arrepentimiento, sin Cristo, autosatisfecho, usted
continúa en este camino al infierno. El infierno es el fin de una vida religiosa o
mundana que permanece sin Cristo.
Este corto mensaje es también otro anuncio enviado a usted por el Señor para
advertirle que todos los caminos del hombre terminan en la muerte. “Buscad a
Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano” (Isaías
55:6).
Todos aquellos que han vivido sin Dios en la tierra estarán sin Dios en el infierno.
Qué terrible será experimentar junto con el hombre rico en Lucas 16, “en el infierno,
estando en tormentos, alzó sus ojos... y gimiendo, dijo:...estoy atormentado en esta
llama.”