Você está na página 1de 25

GIORGIO ANTEI

INDENTIDADES EN DISPUTA
Lorenzo Boturini Benaduci y el mestizaje mexicano

“Que como de las Indias solo se apetece plata, y oro, están


sus Escritores tan olvidados, como sus Historias poco
vistas: siendo ocupación estrangera la que debía ser natural
de España”, Juan Rodriguez de León, Bibl. Ind.

El elemento indígena fue incorporado a la identidad americana tardíamente. Hasta después


de 1750, la élite criolla, que se encargó de plasmarla, se caracterizó a sí misma por
oposición a los aborígenes, insistiendo sobre la pureza de sus raíces españolas y su lealtad
a la corona. Lorenzo Boturini (1698-1755) fue el primero en respaldar sobre bases
documentales el derecho histórico y cultural de los indios de tomar parte en el proceso de
construcción simbólica de la patria americana. Animado por esta convicción, se propuso
reescribir la historia de la América Septentrional a partir de fuentes de tradición indígena.
Lo hizo utilizando por primero, en el ámbito historiográfico hispano, el nombre “América”
en lugar de “Nueva España” o “Indias”: una escogencia inusitada que revela de entrada su
intención provocadora (1). Su proyecto no agradó a los criollos, pues les pareció
presuntuoso; ni gustó a las autoridades coloniales, que lo juzgaron nocivo; tampoco fue
bien recibido en España, donde fue interpretado en clave anti española. Sin embargo, así
en las Indias como en la metrópolis, no faltaron quienes entendieran y apreciaran su
propuesta. En 1755, el mismo año de la muerte de Boturini, salió a luz el primer tomo de
la “Bibliotheca Mexicana” (2), obra en la cual ya se reconocía el derecho moral de los
indios de figurar entre los americanos… pero ¿cúales indios? ¿Los que desaparecieron por
obra de los conquistadores y cuyos vestigios documentaban el altísimo nivel alcanzado por
su civilización? ¿O los indios que en el siglo XVIII andaban por ahí a medio civilizar? O
los indios bárbaros que sobrevivían en los márgenes del mundo conocido?

Según Jacques Lafaye, el proceso de toma de conciencia de la casta criolla novohispana se


intensificó gracias al esfuerzo de la “generación de 1730”, alcanzando su fase culminante
entre 1730 y 1747, lapso correspondiente al magisterio espiritual del arzobispo “criollo”
Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta (1685-1747). En “Quetzalcoatl y Guadalupe”
Lafaye se detiene a describir el aparato festivo predispuesto para la entrada a México de
Vizarrón, interpretando su elevación al solio arzobispal como el símbolo de una
“generación triunfante” (3). En efecto, el que un criollo llegase a ocupar la sede arzobispal
y sucesivamente el trono virreinal no podría constituir una mejor evidencia de la
importancia alcanzada por la sociedad mexicana en la primera mitad del siglo XVIII. Sin
embargo, la realidad es otra. Sorprendentemente, Lafaye se equivoca: el arzobispo-virrey
Vizarrón y Eguiarreta no era un “criollo mexicano ex alumno del colegio jesuita de San
Ildefonso”, era un aristócrata andaluz, ya arcediano de la catedral de Sevilla, que llegó a la
Nueva España a los 45 años de edad. Prescindiendo de esta inexactitud, que invalida la
perspectiva simbólica del discurso de Lafaye, hay circunstancias que nos inducen a dudar
de la actitud triunfante de la “generación de 1730”. Nos referimos en particular a la reacción
de los literatos novohispanos ante el menosprecio de dos grandes eruditos metropolitanos,
un episodio que pone de manifiesto lo impervio del recorrido hacia la emancipación mental
de la élite criolla y lo contradictorio del proceso de toma de conciencia de la nación
mexicana.

En la primera mitad de Milsetecientos, reinando en España Felipe V de Borbón, el


horizonte político europeo estaba dominado por un conjunto de Potencias entre las cuales
descollaban Francia e Inglaterra, aunque no puedan olvidarse Austria, Rusia, Prusia y
Holanda. España había perdido gran parte de su poderío, y por ende ya no jugaba un rol
protagónico en Europa, pese a que su imperio de Ultramar siguiera intacto. El lugar
relativamente marginal ocupado por la flamante corte borbónica en el ámbito político
internacional correspondía al estado de precariedad social y económica que caracterizaba
la península. Los caudales procedentes de las Indias no bastaban a subsanar las finanzas de
la nación, tal que gran parte de la población tenía que vérsela con una estrechez sin remedio.
Esto, por supuesto, reverberaba también en el terreno cultural. Además de frenar la
actividad editorial, la escasez de medios hizo que las academias y las bibliotecas públicas
aparecieran tarde y se desarrollaran lentamente (en comparación con otros países), con el
resultado que los intelectuales españoles perdieron el paso frente a sus colegas europeos.
Aunque algunos estudiosos, como Benito Feijoo y Gregorio Mayans, mantuvieran una
amplia red de contactos con eruditos de otros países, recibieran gacetas internacionales y
fueran apreciados en toda Europa, la mayoría —pese al naciente afrancesamiento— estaba
sumida en un ambiente de aislamiento provinciano.

Dentro de este contexto poco alentador, los “indianos” (o criollos) residentes en Madrid
constituían una excepción, no sólo porque disponían de rentas fabulosas sino también
porque su visión del mundo era extraordinariamente abierta (al punto que en sus tertulias
—cuenta Lorenzo Boturini— se atrevían a ponderar las ideas jurídico-económicas de los
pensadores reformados, sin ocultar sus simpatías por la teoría del libre comercio). Sin
embargo, su desenvoltura intelectual no les facilitó el acceso a los círculos eruditos de la
capital. Sobre los “indianos” pesaban prejuicios de todo tipo y de poco sirvió que Feijoo
rompiera más de una lanza en su favor. Por ejemplo, cundía la voz que el entendimiento
de los americanos estaba destinado a una prematura decrepitud, recíproca a su despertar
anticipado (“aquellos ingenios, así como amanecen más temprano, también se anochecen
más presto”, Teatro Crítico Universal, II, XV). Escribiendo en 1667, Don Antonio Peralta
Castañeda, Doctor Teólogo de la Universidad de Alcalá, Canónigo Magistral de la Puebla
de los Angeles, y Catedrático de Prima de sus Reales Estudios, anotaba:
“Está entendido en este Hemisferio [las Indias], que miran en la Europa con poco aprecio
sus Obras [de los criollos], porque tienen poco crédito sus letras; y en esto, como en otras
muchas cosas, están ofendidos sus sujetos [los criollos]”

Basándose en su propia experiencia docente en Alcalá y en Puebla, continuaba Peralta,


“puedo asegurar, que comúnmente hay en este Reino [Nueva España] en menor concurso
más Estudiantes adelantados, y que en algunos he visto lo que nunca vi en iguales
obligaciones en España”. Concluía aclarando: “Todo lo he dicho por llegar a desagraviar
este Reino [Nueva España] de una calumnia que padece con los que saben que mozos son
prodigiosos los sujetos; pero creen que se exhalan sus capacidades, y se hallan defectuosas
en los progresos” (4). En defensa de los “indianos” se había alzado con anterioridad
Solórzano Pereira, quien sostuvo que los criollos eran españoles legítimos, por ende
provistos de los mismos derechos y merecedores de iguales honras y privilegios (5). El
hecho de que dicha paridad quedara letra muerta se debía a:

“… la ignorancia o mala intención de los que no quieren que los criollos participen del
derecho y estimación de los españoles, tomando por achaque que degeneran tanto con el
cielo y temperamento de aquellas provincias que pierden cuanto de bueno les pudo influir
la sangre de España, y apenas los quieren juzgar dignos del nombre de racionales…”

La razón, la justicia y el buen gobierno imponían que los criollos recibieran un tratamiento
igual al de los súbditos metropolitanos, siendo que:

“… estos naturales de las Indias y sus progenitores [los criollos] las pueblan, habitan y
defienden, y con su sangre, sudor y trabajos las descubrieron, conquistaron y pacificaron,
[entonces] no deben preferirles en las honras y comodidades de ellas los extraños y
advenedizos, porque siempre se ha reputado este género de repartimiento y distribución de
los premios por duro y cruel y totalmente contrario a las reglas jurídicas y de caridad…”

Sin embargo, las recomendaciones de Solórzano Pereira cayeron en el vacío. Un siglo más
tarde el menosprecio hacia los “indianos” no había mermado, y esto a pesar de que mientras
tanto la élite criolla, compuesta por soi-disant “patricios”, se hubiese elevado por encima
de los naturales rasos, colocándose al mismo nivel de la aristocracia peninsular. Provistos
de un linaje impoluto, orgullosos de ser descendientes directos de cristianos viejos, los
integrantes de este grupo selecto se preciaban de la limpieza de su sangre, no tocada por
“raza alguna de judíos, moros, confesos, mulatos, indios y mestizos, ni otra mala
generación” (una alcurnia sin mácula era conditio sine qua non para entrar a los colegios
de México) (6). Con todo, la corona se obstinó hasta el final en excluirlos de los cargos
importantes, así como de privilegios y honores. En la “Representación vindicatoria que en
el año 1771 hizo a Su Majestad la Ciudad de México”, su autor, el oidor criollo Antonio
Joaquín de Rivadeneira, cita textualmente un informe redactado por orden de Carlos III en
el cual se aconsejaba:

“El espíritu de los americanos es sumiso, porque se hermana bien con el abatimiento; pero
si se eleva con facultades o empleos, [los americanos] están muy expuestos a los mayores
yerros, y por eso conviene mucho el tenerlos sujetos, aunque con empleos medianos.
Porque ni la humanidad ni mi corazón propone el que se vean desnudos de favor, pero sí
me enseña la experiencia, y conviene mucho, tengan por delante a nuestros europeos, que
con espíritu muy noble desean el bien de la patria y el sosiego de nuestro amado monarca”.

La indignación del oidor frente a semejante parcialidad es igual a su recelo frente a los
resultados lamentables obtenidos en la Nueva España por los funcionarios metropolitanos.
Baste ver la situación de los indios, cuya felicidad fue desde un comienzo motivo de
desvelo para los monarcas católicos, y que no obstante:

“… lejos de adelantar, cuantos más años pasan desde la conquista, es menor su cultivo,
crece su rusticidad, es mayor su miseria y aun en el número de sus individuos se
experimenta tal decadencia, que tiene Vuestra Majestad en estos dominios gobiernos
enteros en que ya no se conoce un indio, y en el resto del reino acaso no se conocerán
dentro de algunos años”.

En cuanto a las causas de la lastimera condición de los indios, además de la ineptitud del
gobierno colonial —deja entender el oidor—, hay que considerar las circunstancias
endémicas:

“Los indios, o bien por descendientes de alguna raza a que quisiera dar Dios este castigo,
o por individuos de una nación sojuzgada, o acaso por la poca cultura que tienen, aun
después de dos siglos de conquistados, nacen en la miseria, se crían en la rusticidad, se
manejan con el castigo, se mantienen con el más duro trabajo, viven sin vergüenza, sin
honor y sin esperanza; por lo que, envilecidos y caídos de ánimo, tienen por carácter propio
el abatimiento”.

Acerca del estado de ruindad de los aborígenes, anota Rivadeneira, había acuerdo entre los
“autores juiciosos”. Sin embargo, “por mala inteligencia o precipitación en la lectura de
estos escritos”, el epíteto “abatido”, tan propio de la condición del indio, se aplicaba con
frecuencia también a los españoles americanos, “con tanta injusticia que es necesario…
para cometerla negar de todo punto los oidos a los clamores de la razón”. Tildar a los
criollos de “abatidos” significaba confundirlos con una estirpe miserable, desconociendo
que “la América se compone de un copioso número de españoles tan puros como los de la
antigua España”. Pese a todo, en la península seguía cundiendo una “prevención grosera”
según la cual “indianos” e indios se habían mezclado hasta formar un conjunto racial
desdeñable. Anota amargado el oidor:

“No faltan entre nuestros émulos [los españoles metropolitanos] quienes vivan en la
preocupación de que en la América todos somos indios, o por lo menos que no hay alguno
o es muy raro sin mezcla de ellos en alguna rama de su descendencia”

Tan sólo quien ignoraba el verdadero proceso histórico de la colonización de las Indias,
podía persistir en esta falsedad. De hecho, pregunta Rivadeneira:

“¿Qién no sabe que, luego que se conquistaron estos dominios, fue uno de los primeros
cuidados de nuestros soberanos su población, a que consultaron, haciendo para ello pasar
los mares mucho número de familias nobles y sacadas de las provincias más limpias de la
Corona de Castilla? ¿Quién ignora lo que se atendió a la pureza de esta población
impidiendo con tantas providencias el que pasaran a ella no sólo extranjeros, sino aun
españoles que estuvieran notados con alguna infamia en sí, en sus padres o sus abuelos?”

El reconocimiento de la plena identidad ibérica de los españoles americanos era un acto


debido. Los indios constituían las sobras de la gentilidad y pese a sus virtudes (humildad,
inocencia, paciencia, honestidad, obediencia y lealtad) no debían de ninguna manera
confundirse con los criollos, so pena de que el “negro borrón de una barbaridad perpetua”
siguiera manchando a estos últimos para siempre jamás.
II

Así como la república literaria española no gozaba internacionalmente de mucho aprecio,


lo mismo sucedía con la república literaria novohispana respecto a la metropolitana. Es
más, las dificultades de comunicación y entronque que caracterizaban las relaciones entre
los eruditos españoles y sus colegas europeos, eran similares a las que existían entre los
intelectuales penínsulares y los criollos. Esto hizo que los literatos novohispanos
padecieran una doble marginalidad, frente a España y frente a Europa, una situación sin
duda relacionada con el descrédito que la sociedad criolla siguió meritando en la península
ibérica hasta la Independencia. El ajuste de cuentas emprendido por Juan José de Eguiara
y Eguren por medio de su famosa recopilación bibliográfica, si es que logró atenuar la
suspicacia de la república literaria madrileña, no bastó a subsanar las prevenciones de la
corte borbónica. De hecho, Carlos III, sin importar el alto nivel alcanzado por la cultura
novohispana, rechazó la pretensión de los súbditos americanos de participar en el reparto
de los altos cargos de la administración colonial (lo que provocó la amarga respuesta de
Rivadeneira en la citada “Representación”).

La noción de “república literaria” requiere un paréntesis. En efecto, su importancia dentro


de la historia de la cultura de los siglos XVII y XVIII ha sido tan grande que vale la pena
precisar los significados que le fueron atribuidos en el curso del tiempo. La mejor
descripción en castellano se debe a la pluma de Saavedra Fajardo (1584-1648). Desde su
punto de vista, la república literaria era el repositorio de los productos del intelecto y la
imaginación. En su interior se conservaba la memoria del saber y la creatividad de
Occidente, un patrimonio que crecía día a día gracias a nuevas y continuas contribuciones.
Con todo —anota Saavedra Fajardo— los doctos habitantes de la república “estaban
melancólicos, macilentos, y desaliñados”, debido a que “entre ellos había poca unión, y
mucha emulación, y embidia”. Pese a su hermosura exterior —agrega el autor— “en
muchas cosas [la república] era aparente y fingida, levantadas algunas fábricas sobre falsos
fundamentos, ocupados sus habitantes en fabricar con más vanidad que juicio obras nuevas
con las ruinas de unas, y con los materiales de otras”, razón por la cual “andaba revuelta y
embarazada, con más confusión que fruto de su vana fatiga, que no renovaba, y no
engrandecía la República, antes la defraudaba… ” Tal estado de incertidumbre intelectual
y desorientación moral manaba de la libertad de pensamiento y el ejercicio de la crítica.
Todo era sometido a discusión, hasta los dogmas de la fe, y “donde se disputa… es fuerza
que haya valedores de todas las opiniones, por extravagantes que sean” (7).

Bien que apareciera a comienzos del siglo XV en el ámbito del humanismo italiano, la
expresión “república literaria” se volvió común en siglo XVII, no sólo en Italia sino
también en los demás países europeos. En Francia, recibió particular atención y fue allí
donde se intentó delimitar su significado, definiéndola “el conjunto de los eruditos”,
“hombres de letras en general, considerados como un cuerpo”, “agrupación de sabios”, etc.
Pierre Bayle (1647-1706), en el “Dictionaire Historique et Critique”, elaboró un bosquejo
crítico, poniendo de relieve lo contradictorio de una república que, por cuanto se fundara
sobre la tolerancia y el raciocinio, se caracterizaba por las rencillas, la incomprensión y el
rencor:

“La Repubblica Literaria es un Estado extraordinariamente libre, en donde se reconoce


únicamente la autoridad de la Verdad y la Razón; y al amparo de Ellas se hace la guerra
inocentemente al que sea. Los amigos deben guardarse de los amigos, los padres de los
hijos, los suegros de los yernos, como en la edad del hierro…”

La república literaria alcanzó su auge en la primera mitad de Milsetecientos. Por entonces


su significado era distinto del que le asignara Saavedra Fajardo. Ya no se trataba de un
simple depósito de conocimientos librescos de carácter filosófico y filológico, ni de un
mero espacio de elucubración erudita. Se le entendía como un lugar internacional de
encuentro y debate, unido por comunes tradiciones culturales y un común amor al saber,
en donde literatos y filósofos naturales perfeccionaban y acrecentaban sus nociones
científicas, forjaban ideas, polemizaban y sobre todo comunicaban entre sí por medio de
un idioma compartido —el latín—, valiéndose de instrumentos informativos de amplia
circulación internacional (recordemos el “Journal des Savants”, 1665, “Philosophical
Transactions”, 1665, “Giornale de’ Letterati”, 1668, “Acta Eruditorum”, 1682, etc.)
Las academias literarias y científicas y las bibliotecas públicas representaban las sucursales
nacionales de esta república sin fronteras. En el caso de España, por ejemplo, la Real
Biblioteca (1716), la Real Academia de la Historia (1735) y la de la Lengua (1713) eran
los ejes alrededor de los cuales —en la primera mitad del siglo XVIII— se desarrollaba la
vida intelectual madrileña. El “Diario de los Literatos de España” llegó a constituir, a lo
largo de su corta vida (1737-1742), el órgano de difusión y discusión de la república
literaria peninsular. Ésta se caracterizaba por un estado de pugna permanente parecido al
descrito por Saavedra Fajardo y Pierre Bayle, agravado, en el caso en cuestión, por la
dependencia de las instituciones culturales recién mencionadas del patrocinio de la corona.
Baste pensar en la disimulada hostilidad con la cual Gregorio Mayans y Siscar fue recibido
en la Real Biblioteca en 1733. Dotado de profunda erudición, agudeza de ingenio y espíritu
crítico, además de una impresionante capacidad de trabajo, Mayans aprovechó el cargo de
bibliotecario para profundizar sus estudios en campo literario, jurídico e histórico, sacando
a luz en rápida sucesión varias obras de gran importancia. Sin embargo, en 1739, se vio
obligado a abandonar la Real Biblioteca y a “exilarse” en Oliva, cerca de Valencia, a causa
de la enemistad de los redactores del “Diario de los Literatos de España”. Entre otras cosas,
estos le acusaron de anti-patriota por haber publicado un ensayo crítico sobre el estado de
la literatura española en las “Acta Eruditorum” de Leipzig.

Recién entrado a la Real Biblioteca, en 1735, Mayans cuidó la edición de las cartas latinas
de Manuel Martí, Deán de Alicante (1663-1737), eximio latinista cercano al círculo de los
Novatores y miembro destacado de la república literaria internacional. Activos desde
finales del siglo XVII, los Novatores sostenían que el estudio del pasado debía enfrentarse
sobre bases objetivas, esto es, privilegiando el documento frente a la tradición o el criterio
de autoridad. Martí no dudó en hacer propios los postulados de la crítica histórica,
consciente del pernicioso efecto de los ‘falsos cronicones’ sobre la historiografía española
(8). Fiel a su maestro, Mayans hizo lo mismo, aunque fue precisamente el ejercicio de la
crítica histórica la causa final de su salida de la Real Biblioteca.

III
Entre las cartas latinas del Deán de Alicante había una dirigida a Antonio Carrillo, “joven
de claras prendas”, escrita en 1718 (9). Habiéndose enterado de la decision de Carrillo de
trasladarse a las Indias Occidentales, Martí quiso expresarle su preocupación:

“Me preocupó dobremanera tu decision, tomada, a mi entender, con poco acierto y con
ningún provecho. Me había dado cuenta de tu valiosa forma de ser, y de tu carácter más
propenso al estudio de las letras y las artes de Minerva que a las artimañas del comercio y
a los engaños lucrativos. Así pues, me propuse muy activamente desbaratar ese propósito
tan inapropiado, con gran esperanza en conseguirlo, pues tenía la impression de que te
habías lanzado a ese asunto poco resueltamente y con escasa reflexión, y que estabas aún
con el ánimo suspenso”.

Había pasos que Carrillo, si le importaba su propio futuro, no debía absolutamente dar:

“… apártate con aversion de una esposa que debes escoger y de unos hijos que debes
educar. Piensa solamente en el sacerdocio. Siendo célibe, dispondrás en abundancia de
todas las cosas placenteras de la vida. Especialmente la libertad y la tranquilidad, en las
cuales juzgabas, verdadera e inteligentemente, que radica el caudal de la felicidad
humana”.

Otro paso a evitar a toda costa era el viaje a las Indias:

“Qué objeto tiene, me digo, esta nefasta navegación, tantos esfuerzos agotadores, tantos
peligros que afrontar? […] ¿Acaso deseas estas cosas intrascendentes e inútiles [como la
gloria y las riquezas] para vivir opulentamente, sumirte en lujos, marchitarte en medio de
una inactividad enervante, entre borracheras y festines? Sin duda te propones esto. Eres un
joven […] serio, frugal, moderado, trabajador y apasionado en el amor por las letras. Pero
quizá vas allí para librarte de los estudios, bajo la instrucción y la disciplina de los indios.
¡Los mejores maestros, por Hércules!”
El panorama de las Indias desdibujado por el Deán de Alicante no es nada alentador:

“Los instintos de la naturaleza se manifiestan y discurren espontáneamente. Entremos en


razones. ¿Cómo es que vas a residir entre los indios, en un desierto de cultura tan vasto?
¿A quién acudirás, no dire ya a un maestro, con cuyos consejos puedas instruirte, sino
simplemente a alguien que te escuche?: no diré a un sabio, sino a alguien deseoso de saber.
Te lo diré más claro: alguien que no aborrezca las letras. ¿Qué libros consultarás? ¿Qué
bibliotecas frecuentarás? Intentarás conseguir esto tan inutilmente como el que esquila a
un burro o el que ordeña a un cabrón. ¡Ea! Retráctate de estas simplezas y regresa acá,
donde puedas cultivar tu espíritu, encontrar un modo honesto de vida y hacerte acreedor de
nuevos honores. A lo que tu responderás: ¿En qué lugar podemos conseguir esto? En
Roma, te añado. Este es el lugar más adecuado a tu talento, tu ingenio y tu plan de vida”.

Las palabras de Manuel Martí no dejan lugar a dudas. En su perspectiva, el Nuevo Mundo
era lo menos aconsejable para un joven “serio, frugal, moderado, trabajador y apasionado
en el amor por las letras”. Aquellos que se trasladaban a las Indias propendían a “las
artimañas del comercio y a los engaños lucrativos” y no deseaban más que “cosas
intrascendentes e inútiles”, como era “sumirse en lujos” y “marchitarse en medio de una
inactividad enervante, entre borracheras y festines”. Más grave aún, la población, en
América, estaba compuestas por indios incultos y apáticos, reacios e incluso enemigos del
saber. No había libros, ni bibliotecas, ni gente que las reclamara. Y por supuesto no había
el menor asomo de república literaria.

Como hemos visto, la opinión peyorativa del Deán se enraizaba en prejuicios muy
difundidos a lo largo y ancho de la península. Las Indias eran un lugar de saqueo y
perdición adonde se iba para enriquecerse a costa de corromperse. Quien allá se quedaba
se embrutecía hasta confundirse con los indios, hasta compartir con ellos el mismo
“abatimiento”. Sin embargo, no deja de extrañar que un sabio de la talla de Martí, vocero
de una reforma del conocimiento orientada en sentido crítico y documental, en cuanto a la
realidad americana subscribiera acríticamente prejuicios y rumores. La sorpresa se atenúa
al considerar que otro célebre erudito había expresado con anterioridad una opinión similar,
incluida en una carta que probablemente llegó a manos del Deán (10). Se trata de Nicolás
Antonio (1617-1684), el autor de las “Bibliotheca Hispana Vetus” y “Bibliotheca Hispana
Nova”, quien, dirigiéndose a Lucas Cortés, había escrito (11):

“…no dudo que ha de resultar deste favor y apoyo [del conde de Villaumbrosa] que V.M.
se vea en algunos de los puestos que merece dentro de Castilla y no en Indias, porque,
como V.M. entiende bien, ellas no son sino para hombres que quieren ir a sepultarse en un
olvido de todo lo virtuoso y precioso de Europa, teniendo por precioso solamente y por
virtuoso el oro que da aquella tierra; y ser éste su sentimiento de V.M. no lo debo extrañar,
pues conozco que vive con lo que a aquellos miseros desterrados del otro Mundo les falta,
que es la comunicación de los literatos y manejo de las obras de entendimiento, de que tan
fecundo es hoy el suelo desta parte del mundo, en donde Dios le dio naturaleza, no para
que vaya a tratar con Indios, sino sólo para averiguar de las Indias, cuando haya de aplicarse
a cosa de ellas …”

Por lo visto, para el sumo erudito sevillano las Indias eran un mundo lóbrego y sin memoria,
cementerio de la excelencia europea, en cuyas tinieblas relampagueba únicamente el brillo
del oro. Debido tanto a su afición a la molicie y el lujo cuanto a la falta de “la comunicación
de los literatos y manejo de las obras de entendimiento”, los desterrados que lo habitaban
estaban sumidos en la ignorancia. A diferencia del Deán de Alicante, Nicolás Antonio no
identifica abiertamente a los “indianos” con los aborígenes, pero los califica de “míseros
desterrados”, achacando su desdicha a la flaqueza moral que los llevó a confinarse en
América tras la quimera del oro. Corrompidos por la codicia y deshumanizados por la
incultura, los criollos, pues, estaban mucho más cerca de los indígenas salvajes que de los
españoles metropolitanos.

En 1755, dos décadas después de la aparición de las cartas latinas de Manuel Martí, el
erudito “indiano” Juan José Eguiara y Eguren (… - 1763) sacó a luz “Biblioteca
Mexicana”, un repertorio bibliográfico razonado de los autores novohispanos, “con el fin
de aniquilar, detener, aplastar y convertir en aire y humo la calumnia levantada a nuestra
nación por el Deán de Alicante”. El de Eguiara y Eguren no fue un intento aislado o nuevo,
pero fue sin duda el más sólido y concluyente. En defensa de la república literaria criolla
se había batido con anterioridad Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), el cual,
refiriéndose sacásticamente a las “prevenciones groseras” del jesuita de origen italiano
Eusebio Kino respecto de los españoles americanos, hubo a comentar (12):

“Viva mil años el muy religioso y reverendo padre [Kino] por el alto concepto que tuvo de
nosotros los americanos […]! Piensan en algunas partes de la Europa […] que no sólo los
indios, habitadores originarios de estos paises, sino que los que de padres españoles
casualmente nacimos en ellos […] aún valiéndose de microscopios ingleses apenas se
descubre en nosotros lo racional”.

Eusebio Kino procedía de un remoto villorio alpino, más aislado de los circuitos culturales
europeos que las colonias de Ultramar. Con todo, se atrevía a emitir opiniones desdeñosas
sobre las facultades cognoscitivas de los “indianos”. De lo expuesto por el jesuita en la
“Exposición astronómica de el cometa” (13) se desprendía que “[los criollos] no sabemos
leer y […] por consiguiente, somos incapaces de hacer juicio de lo que consta de las letras”.
Ahora bien, el que prejuicios de ese tipo circularan entre los habitantes del Viejo Mundo
debido a la distancia y la ignorancia podía entenderse. Pero, se pregunta Sigüenza y
Gongora, ¿como era posible que el jesuita siguiera opinando lo que opinaba después de
haber vivido en la Nueva España por meses enteros y haber “conversado con los nacidos
en ella…”? Prevenciones como las del padre Kino perjudicaban doblemente a los literatos
y filósofos naturales “indianos”: primero, por lo que ratificaban urbi et orbi sus deficiencias
intelectuales y morales; segundo, por lo que ocasionaban en ellos una suerte de
autodepreciación (Sigüenza y Góngora se consideraba perjudicado “con imaginar que sólo
es perfecto... lo que se aprende en Europa”). En efecto, en muchos casos los eruditos
criollos acabaron por internalizar y acreditar los prejuicios que los agraviaban, volviéndose
cómplices de su propia pretendida inferioridad. Posiblemente algunos de ellos se
autoconvencieron de que Bernardino de Sahagún estaba en lo cierto cuando afirmó que
“los criollos eran españoles en apariencia, pero eran distintos en temperamento y carácter”,
y esto debido al clima y las constelaciones de las Indias. A propósito del influjjo del
firmamento americano sobre el “ingenio natural” de indios y criollos, el dominico fray Juan
de la Puente, había sido más explícito. Refiriéndose a la dificultad de sembrar la verdad
del evalgelio en las almas recién conquistadas, anota de la Puente:

“Otras veces la fe cae en corazones duros, bárbaros, y sin policia humana; y aunque la
reciban, luego hace su oficio el ingenio natural, y no se hermana con la gracia… Tenemos
desto buen ejemplo en las Indios de la América, que en perdiéndolos de vista el ministro,
se buelven a su idolatría…”

¿A qué se debe la dureza del corazón de los americanos? El dominico no duda en responder:
“Influye el cielo de la América inconstancia, lascivia, y mentira: vicios propios de los
indios, y la constelación los hará propios de los Españoles que allá se criaren y nacieren”
(14). Por ser “castizo” (o metropolitano), el denunciante disponía de una autoridad moral
que se sobreponía a la verdad e incluso a la verosimilitud. Total, ante la censura europea,
el acusado llegaba por momentos a dudar de su propia inocencia, reconociendo la
superioridad del acusador antes que su perversión.

IV

El 29 de enero de 1744, once años antes de que Eguiara y Eguren diera por terminado el
primer (y único) tomo de la citada “Bibliotheca Mexicana”, el doctor Joseph de Mercado
puso punto final a su “Parecer” laudatorio del “Escudo de Armas de México” de Cayetano
Cabrera y Quintero.

Aunque desiguales, tanto el breve panegírico de Mercado como el amplísimo ensayo


bibliográfico de Eguiara y Eguren nacen del mismo “patriotismo criollo” y marcan dos
etapas del proceso de reivindicación a través del cual los españoles nacidos en las Indias
fueron consolidando su identidad de “americanos”. Un proceso nada sencillo que envolvió
la remoción del complejo de inferioridad recién aludido y su reemplazo con una actitud
opuesta, definida por Jacques Lafaye “triunfalismo mexicano”. Al despertar del orgullo
nacional contribuyó la intensificación del culto guadalupano, que alcanzó su auge entre
1737 y 1754, así que México, de un lugar de destierro se transformó en la “tierra de elección
de María” (“Del mismo modo que Dios había elegido a los hebreos para encarnarse en
Jesus su hijo —anota Lafaye—, del mismo modo María, la redentora del final de los
tiempos, la que iba a triunfar sobre el Anticristo, había elegido a los mexicanos”). El
surgimiento del nacionalismo criollo implicó por un lado un ulterior distanciamiento con
respecto a los indios y por el otro el enfriamiento de las relaciones con los “gachupines” y
los españoles metropolitanos. En efecto, en su camino hacia una nueva identidad, los
“indianos” no buscaron aliarse con la masa de indígenas, mulatos y mestizos que para la
mitad de Milsetecientos representaban casi las cuatro quintas partes de la población
mexicana. Las diferencias étnicas y sociales entre la minoría criolla y el resto de la
población no permitían proyectos políticos comunes: lo cual no impedía que esas mismas
diferencias fueran aprovechables, por contraste, para precisar la fisonomía del nuevo
“pueblo elegido”.

Joseph de Mercado, y Eguiara y Eguren reúnen las cualidades típicas de la élite criolla, es
decir, un linaje limpio y noble y la descendencia directa de cristianos viejos. Con todo, los
dos autores, debido también a los años que separan sus escritos, tenían una diversa opinión
del mundo indígena y del rol que éste debería jugar en la formación de la identidad
mexicana. Mercado soñaba una España nueva, más grande, rica y culta que la peninsular,
pero regida por un mismo rey, iguales leyes y desde luego la misma fe. Eguiara y Eguren
vislumbraba una patria americana, dependiente sí de la española, pero dotada de cultura,
memoria y rasgos étnicos propios. Debido a su diversa visión de la “patria criolla”,
opinaban diversamente de Lorenzo Boturini —a quien ambos conocieron— y de su intento
de rescate del pasado prehispánico. Escribiendo a las pocas semanas de su expulsión de la
Nueva España, Mercado se refirió al italiano tildándolo despectivamente de “extraño
explorador”. Eguiara y Eguren, en cambio, no disimuló su aprecio. Al hablar en el Prologo
II de los códices aztecas, dejó anotado: “En nuestros días se conservan gran número de
esos volúmenes recogidos de diversas partes por la incansable actividad y no menor
entusiasmo del ilustrado caballero Lorenzo Boturini, que cuando vivía en México nos los
enseñó muchas veces y dio particular noticia de ellos en el Catálogo de su Museo Indiano”.
Mientras que en la perspectiva de Eguiara y Eguren el “Museo’ recogido por Boturini
representaba un paso fundamental hacia el conocimiento y el rescate de la civilización
indígena y, por extensión, hacia la conformación de la nación mexicana, para Mercado las
“exploraciones” del italiano en el mundo de los “indios bárbaros” no habían contribuido
mínimamente ni a la solución del problema del origen de los indios ni mucho menos al
reconocimiento europeo de la república literaria criolla. Es más, con su entusiasmo mal
puesto por los vestigios de la gentilidad y su recíproca indiferencia ante los méritos
novohispanos, el italiano se sumaba a los enemigos de las Españas.

En contra de lo que los estudiosos han sostenido hasta ahora, Eguiara y Eguren no fue el
iniciador de la controversia sobre la real importancia de la república literaria criolla. La
“Bibliotheca Mexicana” constituye indudablemente el aporte de más altura a la discusión,
pero no fue el primero. Hasta este momento, tampoco se ha investigado a cabalidad el
efecto suscitado en la Nueva España por la carta de Nicolás Antonio, pues el interés de
todos se ha concentrado sobre el Deán de Alicante. La relación entre las dos cartas, la de
Martí y la de Nicolás Antonio, ha sido enfocada correctamente, así como ha sido bien
estudiado el rol jugado por Mayans en la difusión de tales documentos. Pero, la reacción
de los eruditos “indianos”, en particular la de Joseph de Mercado, ante la aparición de la
carta de Nicolás Antonio ha pasado inadvertida. Fue el propio Boturini quien se refirió por
primero el “parecer” de Mercado, impugnando su argumentación. Sin embargo, al igual de
lo que pasó con muchos de sus hallazgos e ideas, su impugnación fue ignorada toda vez
que texto del erudito criollo fue desatendido.

El discurso de Mercado se desenvuelve en el respeto de los cánones retóricos y estilísticos


barrocos, a partir de la simbología del escudo presente en el título de la obra de Cabrera y
Quintero. Así como la Virgen de Guadalupe es el escudo protector de México, el libro del
docto presbítero representaba una defensa de la patria criolla frente a los flechazos con que
se la quería herir:

“Y yo entiendo [que el escudo] puede blasonar, y oponerse en defensa de la Patria con todo
el lemma del Mantuano [Virgilio]: contra los dardos todos de los Latinos: Unum Omnia
contra tela Latinorum. Quiero decir: contra los que han disparado en oprobrio de los
Americanos, algunos Escritores Latinos. Unos que han escrito expresamente: otros que han
aprobado, y como prohijado sus dictámenes, con la publicación de sus Escritos. Entre ellos:
D. Gregorio Mayans, y Siscar, Papiniano Español [Aemilius Paulus Papinianus], y elegante
Escritor Latino, cuya Latinidad puso en problema el sentimiento, si ha dado a España más
lucimiento, que desdoro? De que no cupo a la Nueva, acaso, por lo que tiene de España, la
menor parte; en las tirantes expresiones, y Latinas Cartas, que publicó del verdaderamente
Latinissimo Deán de Alicante, D. Manuel Martí, eruditissimo en todo lo que no sea noticia
de las Indias”

En la perspectiva de Mercado, pues, el editor de las cartas latinas de Martí, Gregorio


Mayans y Siscar, no era moralmente menos culpable que el propio autor. Publicando tales
misivas, Mayans había mancillado por igual a los Reinos de Castilla y a la Nueva España,
“por lo que [esta última] tiene de España”. Pese a sus conocimientos, el Deán de Alicante
Martí había pecado de ignorancia en lo relativo a las Indias, tal vez por ceñirse al juicio de
otro autor anterior, cuyas cartas publicara el mismo Mayans:

“Alentóle a desaforar de las más cultas Indias las Letras, otro Author, Latino también,
como lo es el de una, y otra Biblioteca Hispana, antigua, y nueva, sin embargo que el mismo
D. Gregorio Mayans, que publica sus Cartas Españolas le censure su estylo Latino un poco
escabroso, como suele ser el de todos los que en su niñez, no llegaron a formar estylo, &cc.
Pero en el Español se manejó tan bien como el Latino, entendió, e hizo entender a su secuaz
D. Manuel Martí, que en las Indias se comerciaban todas Mercaderías, menos Libros.
Dardos fueron los rasgos de su pluma, que recogidos en una Carta Familiar embebió en el
corazón de los Indianos, y en lo más vivo de su menos premiada aplicación.”

Tras la estela de Nicolás Antonio, Manuel Martí no había dudado en adoptar la opinión
según la cual en las Indias se comerciaba de todo, menos libros, una afirmación infamante
y cruel, escrita con sangre criolla. Pero en adelante el “Escudo” de Cabrera y Quintero,
junto a otras evidencias de igual valor ya conocidas en Europa, se opondría a los ataques
de quienes persistieran en fomentar “mal formados sentimientos… contra la Patria”. A los
lectores cuidadosos del “Escudo” y demás obras del ingenio mexicano iba a resultarle facil
entender que México no sólo no estaba poblado únicamente por indios sino que su
república literaria era abultada:
“Pero a estos, y los que en ellos encendió el mismo Martí, se oponen defendiendo a todo
el Cuerpo de estos Reynos las ojas de este grande Escudo: Ingentem Clypeum informant,
&cc. Unum Omnia contra tela Latinorum: ellas serán el manifiesto que acrediten la
temeridad con que se han sindicado los créditos de la América: No dudo, quando otros, no
huviessen passado a la Europa, que este le hará creer que en las Indias no está la Región
del olvido de todo lo virtuoso, y precioso, de que aquella es tan copiosa, ni que en ellas
solo tiene este aprecio el Oro, y Plata, que sus Minas engendran. No lamentará por tan
míseros a los desterrados de aquel antiguo Mundo, no pensará que para vivir les falta la
comunicación de los Literatos, ni el manejo de las obras del entendimiento:
Comprehenderá que en este nuevo [Mundo] no son los indios bárbaros los únicos que le
habitan; porque en la de este Escudo percibirá abundantissima instrucción, y doctrina, que
en estas partes ha florecido, y con que casi desde su descubrimiento se ha propagado
numerosísima la República literaria.”

Aludiendo a Boturini y demás autores extranjeros que pretendían entremeterse en lo que


no les competía, Mercado prosigue su discurso defendiendo el derecho de los eruditos
criollos de investigar en exclusiva todo lo relacionado con América. El estudio de las
antigüedades indígenas, y en particular el del origen de los indios, no podía ser confiado a
extraños, mucho menos a herejes como Pererius. Entre los autores indianos figuraban
autoridades como Sigüenza y Góngora, ¿para qué ir más lejos?:

“En ella [Nueva España] sin necessitar de estraños Exploradores ha habido quien lo sea del
origen, y transito de sus primeros habitantes. Y entre lo que insinua el Author, bastante al
desprecio de la impía, y extravagante opinión del Protestante Peyreiro [Pererius o Jacques
La Peyère, 1596-1676] sus ideados Preadamitas se pueden ver otras bien fundadas
sentencias de Indianos, y uno por mil al eruditísimo D. Carlos de Sigüenza, y Góngora,
originario de México…”

Aunque los infundios acopiados por Nicolás Antonio en su carta a Lucas Cortés pudieran
ser achacados a la distancia que separaba el erudito sevillano de las Indias, impidiéndole
verificar sus afirmaciones —anota seguidamente Mercado—, sus juicios eran igualmente
errados, No sólo errados sino imperdonables, ya que nadie mejor que Nicolás Antonio
hubiera podido reunir datos bibliográficos suficientes para demostrar el alto nivel
alcanzado por la república literaria criolla:

“A vista, digo, de este pulido Escudo, y sus ojas, ya que no uno por mil, de mil uno, y
temblén de millares, que penden en el cuello, y Baluarte de la Minerva Mexicana, se
calificará de inconsiderada la crítica, que con semejantes notas de estos Reynos, y de sus
moradores assentó (bien que en una Carta Familiar, que no creería se diesse a la pública
luz) el prudentísimo, y nunca bastantemente alabado D. Nicolas Antonio, digno en todos
los siglos de la veneración en que permanece. Conocerase en fin lo errado que fue el juicio
del Sabio, que no dejó de serlo porque ignorasse lo que pudo encubrirle la distancia. Y la
huviera vencido sin duda, si enriquece su nueva Biblioteca, con la noticia de Authores ya
Europeos, ya Españoles Indianos, que a expensas de su Magestad en sus primitivos
transportes, y a las que ha continuado en las Universidades de su Real Patronato, con
cuarenta años de antelación a esta su Carta, avian ya enriquecido la Biblioteca Indiana de
Leon Pinelo. Pero nunca dejan de ser hombres, aun los que lo son grandes…”

Aunque en el formular su censura se dejase arrastrar por la “poderosa autoridad” de Nicolás


Antonio, el Deán de Alicante era tan culpable como su maestro, siendo que podría haberse
informado con facilidad sobre la circulación de libros en el Nuevo Mundo:

“Alguno otro que se concilio los respectos de Maestro lo padeció, o guiado de tan poderosa
autoridad, o llevado de su propio dictamen: asintió, digo a esta Censura, sin que le debiera
la menor reflexa, no ya al crecido numero de Varones insignes que en las Sagradas
Comunidades de estos Reynos pudieron considerar, si les constaba su establecimiento: no
la multitud de Sabios, y Doctores que en sus Universidades era congeturable, por la notoria
antiguedad de sus fundaciones sino el frecuente transporte de Libros de todas facultades, a
que no se engolosinarían los Comerciantes, si en la América no se expendiesse esta
mercancia, y a precio tan fuera de su imaginación, que callando el computo, que no
creerían, solo queda sin controversia, la más laudable aplicación de los Indianos…”

En fin, en nuestra opinión, las palabras de Mercado no revelan una “actitud triunfante”.
Hay en ellas, más bien, una entonación doliente e indignada, del todo comprensible dada
la procedencia de los ataques. Entre la metrópolis y las Indias media un océano, pero la
distancia mental que las separaba era mayor, tan grande que imposibilitaba una
comunicación ecuánime y veraz. La verdad se perdía en el Atlántico y las noticias que
llegaban a Cádiz o Veracruz eran a menudo infundadas. Dicho diversamente, en las
palabras de Mercado reverbera el dolor del amante repelido y calumniado… pero no por
esto menos devoto.; un amante deseoso de demostrarle a la amada tanto la nobleza de su
alcurnia cuanto la honestidad de sus intenciones.
En el frontispicio del “Escudo de Armas de de México” aparece un grabado de Balthasar
Troncoso, realizado en 1743, que ilustra los estragos de la peste de 1737. Hacia abajo, en
primer plano, aparecen varios personajes arrodillados que miran hacia la Virgen de
Guadalupe, la cual ocupa la parte superior de la página. En la margen inferior izquierda,
detrás del arzobispo Vizarrón y Eguiarreta, aparece de pie el autor del “Escudo”, el
presbítero Cayetano de Cabrera y Quintero, reconocible por la pluma y el libro que sostiene
en sus manos. Su piel oscura confirma un dato aportado por Boturini: Cabrera y Quintero
era mulato. Lo cual significa que para 1740 los medias sangres ya tenían acceso a la
república literaria novohispana. ¿Significa también que eran miembros “de número” de la
patria criolla, con iguales derechos y privilegios? ¿O indica que la élite “indiana” permitía
ocasionalmente que hombres de baja alcurnia y altas prendas intelectuales la ayudaran en
sus reivindicaciones? Letrados había incluso entre la población indígena, pero el que las
autoridades coloniales utilizaran sus servicios y reconocieran sus méritos no quiere decir
que los indios pudieran aspirar a hacer parte de la nación mexicana. Cabrera y Quintero
estuvo siempre a la sombra del poder, así virreinal como arzobispal. La protección de
Vizarrón y Eguiarreta le consintió publicar el “Escudo”, escrito por encargo del mismo
prelado, a costa del cabildo de México. ¿Fue la benevolencia del arzobispo la que intercedió
para que el presbítero fuera recibido en los círculos cultos de la capital? Como quiera que
sea, el tono despreciativo con que Boturini alude reiteradamente a la “casta” de Cabrera y
Quintero da a entender que a los “blancos”, por caritativos que fueran, no se les olvidaba
nunca el color de la piel del prójimo.

Prescindiendo de la cuestión racial, Boturini tenía buenas razones para no congeniar con
Cabrera y Quintero. Los ataques que éste le movió en el “Escudo” eran tales que no
lograban disimular la alevosía y el rencor que los había motivado, razón por la cual el
italiano, que no tuvo la posibilidad de defenderse, nunca los olvidó. Las acusaciones de
Cabrera y Quintero vertían sobre supuestas fallas humanas e intelectuales. A su manera de
ver, Boturini era arrogante, porque menospreciaba a los eruditos novohispanos; engreído,
porque se creía un hábil investigador; jactancioso, porque se presentaba como “historiador
de la Virgen”; temerario, porque no dudaba en exhumar la “leyenda negra”; taimado,
porque iba por ahí substrayendo documentos; e iluso, porque confiaba en las fuentes de
tradición indígena:

“[...]debo reclamar cuán poco segura irá la fantasía de quien no habiendo nacido en Indias,
ni en España, destituido del idioma y voz viva de los indios, y despreciando como
perezosos a los autores que las tuvieron, presume de extraidor de mapas, desenterrador de
noticias (que había sepultado en manuscritos la imposibilidad de imprimirlos), levanta
testimonios auténticos, rastrea archivos, aunque no públicos, saca de sus Casas, o de la del
Obispo de Chiapa, delitos de conquistadores; impertinente todo al fin porque quiere darse
a conocer de ilustrador, o historiador de Nra. Sra. de Guadalupe.”

A la vez que Boturini menospreciaba los aportes novohispanos a la historiografía


guadalupana, sosteniendo la necesidad de cotejarlos críticamente, iba predicando un nuevo
método histórico basado no ya sobre la autoridad de la tradición y la erudición filológica
sino sobre “testimonios auténticos”, con el riesgo de que dichos testimonios acabaran por
debilitar la solidez de las creencias, volviéndose “máquinas troyanas”. En contra de lo que
proponía el italiano, las únicas fuentes válidas para la historia de las apariciones
guadalupanas eran “lo que testificaron con juramento los Sacerdotes Parrochos, y
canonizables Ministros” que en su momento recibieron las declaraciones de los indios. “A
todo lo demás —agrega el prebítero amparándose en la autoridad de Luis Becerra Tanco—
a todo lo demás que dijeren los Naturales el día de hoy aunque sean muy ancianos, acerca
de sus antigüedades, NO DEBE DARSE CRÉDITO”. Exponente tardío de la “historiografía
barroca”, Cabrera y Quintero no podía ni entender ni valorar los alcances del método de
Boturini. Suspicaz y conservador, se oponía a lo modernos por principio, negando la
posibilidad de que nuevos enfoques pudieran arrojar nuevos conocimientos. Tampoco
aceptaba que la investigación de un fenómeno tan mexicano como la Virgen de Guadalupe
se abriera a estudiosos europeos, en menoscabo de los eruditos locales. De hecho, con todas
sus innovaciones, los exploradores como Boturini acababan no sólo por descubrir el agua
tibia sino también por causar daños a la tradición:

“Con que verdad se puede censurar… una como simple necesidad en los modernos a
instruir a Italia, y Roma del milagro. Al que nunca ha visto, ninguno le parece que vee: y
si acaso vee de milagro, y le amanece como nunca, parecele assombro nunca visto, ni oido,
el del Sol, y que el que lo fue a su ceguera es también Pais estrangero al que mira. Admirese,
pasmese, asómbrese; que debe hacerse a todas las obras de Dios; pero no crea, si tiene
sesso, que porque él antes no habló, otros callaron; porque antes no vio, otros no vieron.
Aun al portento que los pasma en Guadalupe, hace más daño que provecho: hace mas que
authorizarse de Escritor, desauthorizar lo que escribe, negando al milagro (ya que la
solicitud que nos vende no desentierra sus Autenticos)… ”

Cabría preguntarse: ¿De dónde nace el rechazo de lo nuevo y lo foraneo alardeado por
Cabrera y Quintero? ¿De dónde brota su rabiosa oposición a Boturini? ¿Es la suya otra
expresión del triunfalismo de la generación de 1730? ¿O es una manifestación del complejo
de inferioridad de los literatos “indianos” frente a sus colegas europeos? Lo cierto es que
estos últimos no se esforzaron por acercarse a la república literaria criolla, ya sea
descalificándola a priori ya sea ignorándola. Los celos del presbítero frente a los “asuntos”
americanos, su desdén por los intrusos y la apología de los autores mexicanos, todo esto
forma parte de la respuesta de un erudito mulato presionado por anhelos intelectuales y
profesionales y al mismo tiempo acorralado por una realidad implacable. Cabrera y
Quintero no sólo no podía aspirar a ser apreciado en Europa sino que tampoco podía esperar
de ser admitido en la élite criolla. Tenía grandes conocimientos y era conciente de sus
propios méritos mas dependía de la benevolencia de quienes estaban por encima de él. En
la segunda mitad del siglo XVIII los forjadores de la identidad mexicana seguían siendo
los españoles americanos.

Los demás deberán esperar hasta 1910.

(1) Lorenzo Boturini Benaduci, “Idea de una Nueva Historia General de la América
Septentrional”, Madrid, 1746.

(2) Juan José de Eguiara y Eguren, “Bibliotheca Mexicana”, México, 1755.

(3) J. Lafaye, “Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional en México”,


México, 1977.
(4) Citado por Feijoo en “Teatro Crítico Universal”, IV, VI.

(5) Juan de Solórzano Pereira, “Política Indiana”, Madrid, 1648.

(6) Cfr. “Cathálogo de los colegiales del insigne, viejo y mayor de Santa María de todos los
Santos etc.”, México, 1796.

(7) Diego de Saavedra Fajardo, “La República Literaria”, ed. G. Mayans y Siscar, Madrid, 1772.

(8) Cfr. Ma. del Rosario Hernando Sobrino, “Manuel Martí o la legitimación del documento epi-
gráfico”, 2006.

(9) Manuel Martí, “Epistolarum libri duodecim”, ed. G. Mayans y Siscar, Madrid, 1735.

(10) Cfr. J.Carlos Róvira, “Para una revisión de la polémica mexicana dieciochesca con Manuel
Martí, Deán de Alicante”…

(11) Carta de 5 de septiembre de 1663, en Nicolás Antonio, “Censura de Historias Fabulosas”, ed.
G. Mayans y Siscar, Valencia, 1742.

(12) Carlos de Sigüenza y Góngora, “Libra astronómica y philosóphica”, México, 1690.

(13) P. Eusebio Kino, “Exposición astronómica de el cometa”, México, 1681.

(14) Fray Juan de la Puente, “Tomo primero de la conveniencia de las dos Monarquías Católicas ,
la de la Iglesia Romana y la del Imperio Español, y defensa dev la precedencia de los Reyes
Católicos de España…, Madrid, 1612

Você também pode gostar