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movimiento es la ley del universo, y su principio, el fuego. «Todo fluye», afirmaba, por lo que
para él primaba el tiempo o devenir sobre el ser.
Platón supone una especie de síntesis, es decir, la unión o suma de estas dos doctrinas
presocráticas contrapuestas. Por un lado tenemos el mundo sensible, caracterizado por un
proceso constante de transformación y, por otro, el mundo abstracto y perfecto de las Ideas,
caracterizado por la eternidad y la incorruptibilidad.
Para San Agustín, Dios es el creador de todo lo que existe en el tiempo, y también del tiempo
mismo. Es célebre su proverbio: «¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si quisiera
explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.» Considera que el tiempo consiste en «pasar desde
un pasado, que ya no existe, a un presente cuyo ser consiste en pasar al futuro, que todavía no
es». Concluye que el tiempo se da en el espíritu o alma humana en cuanto capacidad de enlazar
el pasado retenido en la memoria con la expectativa del futuro en el presente, lo que es posible
por la permanencia de la identidad subjetiva del alma.
Friedrich Nietzsche, con su concepto del eterno retorno de lo idéntico, en el que, a diferencia de
la visión cíclica del tiempo, no se trata de ciclos ni de nuevas combinaciones en otras
posibilidades, sino de que los mismos acontecimientos se vuelven a repetir en el mismo orden,
tal cual ocurrieron, sin posibilidad de variación.
El pensamiento de que esta vida, tal como la hemos vivido, tendrá que ser revivida otra vez, y
una cantidad innumerable de veces, que no habrá nada nuevo y que tanto las cosas más grandes
como las más pequeñas volverán para nosotros en la misma sucesión y en el mismo orden, este
pensamiento es tal que puede sumir en la desesperación al hombre aparentemente más fuerte.
[y sin embargo] hay que alcanzar la voluntad de querer que retorne todo lo que ya ha sucedido,
de querer en lo sucesivo todo lo que acontecerá. Hay que amar la vida y a nosotros mismos más
allá de todo límite para no poder desear otra cosa que esta eterna y suprema confirmación.
Immanuel Kant, en su obra central y más conocida, Crítica de la razón pura, describió el tiempo y
el espacio como formas puras a priori de la sensibilidad: se trata no de conceptos, sino, en
efecto, de «formas de la sensibilidad» que suponen condiciones apriorísticas, o necesarias, para
cualquier posible experiencia, ya que posibilitan la percepción de los sentidos. Para Kant, ni el
espacio ni el tiempo se conciben como sustancias, sino que más bien se trata de elementos de
un armazón o estructura sistemáticos que utilizamos para organizar nuestra experiencia. Así, las
medidas espaciales se utilizan para cuantificar hasta dónde se encuentran los objetos separados,
y las medidas temporales para comparar cuantitativamente el intervalo entre (o la duración de)
los acontecimientos.
Para nosotros, el tiempo es la medida que le damos al cambio, es decir, el universo está en un
constante cambio, una semilla cae al suelo, gremina, crece, se desarrola, da flores, luego frutos,
cae un rayo y el arbol se quema. Todos estos eventos se van dando de a pasos, innumerables
"fotografías" de cada pequeño cambio que al juntarse consecutivamente forman la realidad que
vivimos, "cambio a cambio". Con el fin de medir "cuanto tarda" cada cosa en pasar, el hombre
crea el llamado "tiempo". Pensar en algo sin cambios es como "frenar el tiempo", algo eterno,
inmutable, estático. Por eso, llegamos a la conclusion de que el tiempo es la medida del cambio,
cuantas unidades hay entre cambio y cambio.