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El insólito ladrón de
talentos

Hubo una vez un troll malvado que tenía el sueño de ser el mayor artista

del mundo, y planeó robar su talento a pintores, escultores, músicos y

poetas. Pero como no encontró la forma, terminó por atrapar y

encadenar en su cueva a un anciano mago, obligándolo a transformarle en

el mejor de los artistas.

Convertido en el más magnífico dibujante, músico y escultor, el troll solo

necesitó crear una obra para ganar tal fama que comenzó a recorrer

el mundo recibiendo fiestas y homenajes. Tan entretenido estaba

celebrando su fama, que olvidó su sueño de ser artista y no volvió a crear

nada.
Sin embargo, años después, durante uno de sus viajes, el troll se

enamoró de tal forma que no dudó en crear nuevas obras para

dedicárselas a su amada. Pero cuando las mostró ante todos, eran tan

mediocres y vulgares que hizo el mayor de los ridículos, y la troll se sintió

tan avergonzada que nunca más quiso saber de él.

El troll, enfurecido, volvió a la cueva para exigir al mago que le

devolviera su talento artístico. Pero, a pesar de sus intentos, el mago

no consiguió nada. Su varita estaba tan polvorienta y seca por falta de uso

que apenas quedaba nada de su brillo mágico.

- Me temo que he perdido mi don para la magia, malvado troll. Y

parece que tú has perdido también tu don para las artes.

- ¡Mentira! - rugió el troll mientras se ponía a dibujar-. Mira este dibujo: es

magnífico.

Pero no lo era, y así se lo dijo el mago. Y volvió a decírselo cada una de

las miles de veces que el furioso troll le mostró un nuevo dibujo, su

más reciente escultura o su última melodía.

Hasta que un día el anciano mago, sintiéndose ya muy débil, suplicó al troll

que lo liberase.

- Si me liberas te devolveré tu arte- dijo.

El troll sabía que ya no quedaba nada de mágico en aquel hombre, y

que no le devolvería nada, pero sintió lástima y lo dejó libre. Entonces el

anciano, sin decir nada, fue recorriendo la cueva con calma, recogiendo
uno a uno los cientos de dibujos que cubrían el suelo. Luego, despacio y en

silencio, los fue colocando uno tras otro en la pared, justo en el orden en

que el troll los había pintado.

Mientras lo hacía, el troll comenzó a maravillarse. Siguiendo los dibujos de

lado a lado pudo descubrir cómo unos dibujos torpes y vulgares se iban

convirtiendo poco a poco en cuadros decentes para terminar mostrando, en

sus últimos trabajos, magníficas obras de un arte insuperable.

Contemplando el gran artista en que se había convertido, el troll

rompió a llorar de felicidad con tanta emoción y alegría, que todo él

se convirtió en lágrimas de un agua brillante y cristalina. Y

deseando que todos pudieran disfrutar aquel arte logrado con tanto

esfuerzo, y sabiendo que si dejaba de usar su talento lo perdería,

viajó por las cuevas y ríos del mundo modelando las rocas y

creando los paisajes más bellos que aún hoy se pueden encontrar

en todos los rincones de nuestra amada tierra.


El ajedrez de los mil
colores

Panchito Pinceles era un niño artista. Todo lo veía como si mirara

un hermoso cuadro,y en un abrir y cerrar de ojos era capaz de

pintar cualquier cosa y llenarla de magia y color. Un día fue con su

abuelo a pasar un fin de semana al palacio del Marqués de Enroque

Largo, viejo amigo del abuelo y famosísimo jugador de ajedrez. Allí

descubrió en el centro de un gran salón un precioso conjunto de

ajedrez totalmente tallado a mano, con su propia mesa de mármol

haciendo de tablero. A Panchito le llamó muchísimo la atención,

aunque por dentro pensó que aquellas piezas estaban demasiado

ordenadas, lo que unido al blanco y negro de todas ellas resultaba

en un conjunto bastante soso.

Así que aquella noche salió sigilosamente de su habitación con su

caja de pinturas, se fue a la sala del ajedrez, y se dedicó a darle

colorido a todo aquello, pintando cada figura de mil colores y


dibujando un precioso cuadro sobre el tablero, esperando con su

arte darles una sorpresa mayúscula al marqués y al abuelo.

Pero a la mañana siguiente, cuando el marqués descubrió los miles

de colores de las figuras, en lugar de alegrarse se disgustó

muchísimo: aquella misma tarde tenía una importante partida, y

por muy bonitos que fueran todos aquellos colores, era imposible

jugar al ajedrez sin poder diferenciar unas piezas de otras, y menos

aún sin ver las casillas del tablero.

Entonces el abuelo explicó a Panchito que incluso las cosas más

bonitas y coloridas, necesitan un poco de orden. Panchito se quedó

muy apenado pensando en la cantidad de veces en que con sus

alocados dibujos habría molestado a otros volviendo las cosas del

revés...

Pero Panchito Pinceles era un artista y no se rendía fácilmente, así

que un rato después se presentó ante el abuelo y el marqués, y les

pidió permiso para arreglar el ajedrez. Sabiendo lo artista e

ingenioso que era, decidieron darle una oportunidad, y Panchito se

encerró durante horas con sus pinturas. Cuando acabó, poco antes

de la gran partida,llamó a ambos y les enseñó su trabajo.

¡Era un ajedrez precioso! Ahora sí había dos bandos perfectamente

reconocibles, el de la noche y el del día, decorando tablero y figuras

con decenas de estrellitas y lunas de todos los tamaños y colores,

por un lado; y de soles, nubes y arcoiris por el otro, de forma que


todo el conjunto tenía una armonía y orden insuperables. Panchito

había comprendido que hacía falta un mínimo de orden, ¡y supo

hacerlo sin renunciar a los colores!

Los dos mayores se miraron con una sonrisa: estaba claro que

Panchito Pinceles se convertiría en un gran artista.

El cuadro más bello

Había en un país un rey amante de la pintura y la naturaleza que quiso

poseer el más bello cuadro que pudiera hacerse de los paisajes de su reino.

Para ello convocó a cuantos pintores habitaban aquellas tierras, y una

mañana los guio hasta su paisaje favorito.

- No encontraréis una imagen igual en todo el reino - les dijo-. Quien

mejor la refleje en un gran cuadro tendrá la mayor gloria para un

pintor.

Los artistas, acostumbrados a dibujar los más bellos parajes, no

encontraron el lugar tan magnífico como el mismo rey pensaba y, viendo


que su fama y su gloria no aumentaría, se propusieron resolver el

encargo rápidamente. Todos tuvieron sus cuadros listos a media mañana,

excepto uno, que a pesar de pensar lo mismo que sus compañeros

sobre el paisaje, quiso pintarlo lo mejor posible. Puso tanto esmero en su

trabajo, que al caer la tarde, cuando llevaba ya algunas horas

pintando en solitario, apenas había completado un pedacito del lienzo.

Pero entonces ocurrió algo maravilloso. Al ponerse el sol, las

montañas crearon un increíble juego de luces con sus últimos rayos

y, ayudadas por los reflejos del agua en un río cercano, un extraño

viento que retorcía las nubes y los variados colores de miles de

flores, dieron a aquel paisaje un toque de ensueño insuperable.

Así pudo entonces el pintor entender la predilección del rey por

aquel lugar, y pintarlo con su esmero habitual, para crear el más

bello cuadro del reino.

Y aquel laborioso pintor, que no era más hábil ni tenía más talento que

otros, superó a todos en fama gracias al cuidado y esmero que ponía en

todo cuanto hacía.


El tigre sin color

Había una vez un tigre sin color. Todos sus tonos eran grises, blancos y

negros. Tanto, que parecía salido de una de esas películas antiguas.

Su falta de color le había hecho tan famoso, que los mejores pintores del

mundo entero habían visitado su zoológico tratando de colorearlo, pero

ninguno había conseguido nada: todos los colores y pigmentos resbalaban

sobre su piel.

Entonces apareció Chiflus, el pintor chiflado. Era un tipo extraño que

andaba por todas partes pintando alegremente con su pincel. Mejor dicho,

hacía como si pintara, porque nunca mojaba su pincel, y tampoco utilizaba

lienzos o papeles; sólo pintaba en el aire, y de ahí decían que estaba

chiflado. Por eso les hizo tanta gracia a todos que Chiflus dijera que quería

pintar al tigre gris.

Al entrar en la jaula del tigre, el chiflado pintor comenzó a susurrarle a la

oreja, al tiempo que movía su seco pincel arriba y abajo sobre el animal. Y

sorprendiendo a todos,la piel del tigre comenzó a tomar los colores y

tonos más vivos que un tigre pueda tener. Estuvo Chiflus mucho
tiempo susurrando al gran animal y retocando todo su pelaje, que resultó

bellísimo.

Todos quisieron saber cuál era el secreto de aquel genial pintor. Chiflus

explicó cómo su pincel sólo servía para pintar la vida real, que por eso no

necesitaba usar colores, y que había podido pintar el tigre con una única

frase que susurró a su oido continuamente: "en sólo unos días volverás a

ser libre, ya lo verás".

Y viendo la tristeza que causaba al tigre su encierro, y la alegría por

su libertad, los responsables del zoo finalmente lo llevaron a la

selva y lo liberaron, donde nunca más perdió su color.

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