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RECLAMAR EL DERECHO A DECIRLO TODO

Julieta Marchant
© RECLAMAR EL DERECHO A DECIRLO TODO

© Julieta Marchant

Libros del Pez Espiral

www.librosdelpezespiral.cl

Colección Pez Espada

Director editorial: Daniel Madrid

ISBN: 978-956-9147-49-4

Impreso en Middleton Impresores

300 ejemplares

Está permitida la reproducción, difusión, exposición al

público y representación, siempre que no sea con fines

comerciales o de lucro y a condición de que sean citados

el autor, la editorial y el contexto de origen.


RECLAMAR EL DERECHO A DECIRLO TODO
Julieta Marchant
A Funes

A Flora
En su torre mirando hacia el río Neckar,
Hölderlin tenía un piano que a veces tocaba
tan fuerte que quebraba las teclas. Pero hubo
días tranquilos en los que solo tocaba y echaba
la cabeza hacia atrás y cantaba. Quienes
lo oyeron decían que no podían distinguir,
aunque escuchaban, qué lengua era.
Anne Carson
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Alguien dice «¿cómo hacer memoria con aquello que no se recuerda?,
¿cómo oír eso que se presenta como imposible de ser escuchado?»,
y yo anoto como si fueran poemas esperando ser escritos:
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Una niña teje un canasto
abraza su nombre al borde de un río
imita con los dedos la lengua materna.
Desaparece una lengua.

Pensar en borrarse detrás de las palabras. Pensar en


aprender a morir. Pensar en la muerte presente en cada
palabra, en el habla que hace efectiva la muerte.

La voz de aquella que ya no está


aunque su modo de nombrar
no desaparece.
La primera nota de un violín
el arco que ingresa al cuerpo y lo derrumba.
El martilleo del respaldo de una cama
contra un muro.

Leer temblando la fecha que atraviesa todo poema.


Leer que «yo» nombra algo que muere, que un nombre
es siempre un nombre de un muerto. Leer amenazado
por la destrucción. Leer: ¿puede herirse una lengua?
Leer como quien lastra una marca y una grieta. Leer,
extender la mano.

Cada casa reverbera a su manera. Cada cuerpo –cavidad sonora,


columna de aire– se inquieta. Tu nombre cala el oído. Perfora, y yo
no termino de comprender la impiedad.

Cuando una lengua se apaga


un mundo empluma
las cosas se miden
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por su estado de elevación.
Cuando una lengua se quema
los nombres abrochan las bocas.
Las bocas suspenden los oídos.
Los oídos guardan silencio.
Desaparece una lengua.

El llanto de mi madre en la pieza contigua.


El cuerpo como espacio acústico.
Tú dormido murmurando mi nombre
¿acaso eso fue el amor?
La voz de mi psicoanalista tantos años buscándose.
Mi madre gritando el nombre de su madre
yo amando el nombre de la mía.
Decir un nombre propio a la espera de un impulso.

Socavar la combustión que hace que las palabras se eleven.


Socavar la poesía como victoria ante la gravedad. Socavar
la posición que es el poema. Socavar el yo.

Ser un erizo entre erizos.


Encogerse ante el contacto con el lobo
que habita cada cuerpo.
Desaparece una lengua.

Sentada en el jardín veo a mi madre. El zumbido de las abejas, el


viento mece un naranjo, el cauto maullido del gato. Las pisadas de
mi madre en el pasto, el chirrido de cada marco al ser sacado de
la colmena. «No está la abeja reina», dice mi madre. En pocos días
los zumbidos enjambrarán en otro jardín. Todo orden depende
de ella que, angosta y marcada con un círculo blanco, ha decidido
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retirarse. Encantada por otros ruidos, ella misma que es un ruido
se reserva. El gato yace mudo en una isla de maleza. Mi madre sabe
del dolor, sabe oírlo aunque nunca dice. Ella puede ser la abeja, ella
puede ser mi madre.

Oír la lectura del mundo como se leen las estrellas. Oír


la renuncia a pensar por querer pensarlo todo. Oír que
alguien despierta mediante la historia. Oír el lenguaje de
las cosas antes de que alguien hable en su lugar.

Las vocales se quedan


en los animales que amamos
en las cortezas.
La mano protege el fuego
y se protege del fuego en una sola vez.
La boca aqueja la palabra.
Desaparece una lengua.

Leer en la cercanía de una relación amorosa. Leer en


desvío, sin anticipación. Leer la primacía de la voz. Leer
la implosión de las palabras.

Mi gato que no ronroneaba


y que murió en un digno silencio.
Oír la propia voz
y apropiarse de lo impropio.
El chirrido de los pies
de la mecedora en la que escribo.
A qué suena la muerte.
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El sonido del habla permea lo vivo, aunque siempre alguna
conversación anónima es interrumpida: ella muere, aterrada, en
una cama demasiado angosta. Muere de lado y me pregunto qué
animales se extinguirán así. De lado: o de cara a la muerte o de
espaldas, cómo saberlo. Le han quitado la palabra y, sin embargo,
su tono retumba en la letra. ¿No es acaso morir un modo de perder
el derecho a hablar? Escribir: resistirse a esa prohibición.

Pensar en qué impide la inmortalidad del alma. Pensar


que nuestro modo de morir depende de las palabras que
usemos. Pensar en escribir con ambas manos. Pensar en
por qué hablaríamos de esto.

Tu palabra favorita –algarabía–


suena tan diferente de lo que significa.
Un núcleo de abejas
enjambra en el cuerpo de un niño.
¿Acaso recordaré tu voz
si escribo sobre tu voz en la vejez?
Esa manera que tienes de decir mi nombre.
Un exceso de ternura.

Acopiar cuerpos tapados con piedras.


Dejar la carne en el lugar donde decide oscurecer.
Custodiar nombres.
Desaparece una lengua.

Oigo mi voz en diván. Mi cuerpo recostado guarda muy pocas


semejanzas con mi cuerpo vertical. Ella está atrás, la escucho
anotando. El mimbre de su silla cruje. Es una antigua mecedora. Me
molesta el vaivén, me sofoca cada ínfimo sonido. El mundo parece
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una suma de murmullos que deseo aquietar. La siento empujándome
desde atrás para que yo diga palabras que no quiero oír, un forcejeo
apremia. Mi cuerpo no cesa de quejarse, siempre, se acomoda y el
mimbre rechina. Oírse llorar es tan distinto a oír llorar a otro. Con
el tiempo aprenderemos a obviar nuestros lamentos. Cuando sollozo
y me ahogo escucho cómo busca en su cartera y me extiende un
paquete de pañuelos. Cuál es el sonido del amor. Si pudieras darle
un sonido y describirlo, cuál sería.

Leer como un esclavo o un amado. Leer más allá del


propio querer decir. Leer la supremacía del oído. Leer
lo que ninguna vigilancia puede reunir. Leer y rendirse
al llamado de las palabras. Leer y tomar posición.

Tu tono ronco leyéndome un poema una mañana.


Cómo vibran las paredes
cuando escucho música al levantarme.
Esa imposibilidad
de hacer cualquier cosa en silencio.
Articular una palabra que nunca antes pronunciamos.
El pulsar de una plancha en el papel que imprime.
Enviarnos canciones porque no sabemos decir.
Cómo colisionan los vocablos entre ellos.

Que la boca oiga la piedra


que es el cuerpo apartado luego del silencio.
Decimos silencio en una lengua extranjera.
Decimos casa.
Desaparece una lengua.
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Ella se acomoda los lentes y lee. Habla en francés, lengua no madre
aunque hermana de la mía. No me resisto a ninguna manera de
incomprensión. Mi oído se tensa, se vuelve superficie. Por una
ranura caen los sonidos que reconoce. Las palabras buscan su raíz,
agolpadas enfilan hacia el origen. El poema estrecha la lengua
materna. La escucho como quien se abandona a la vibración de la
música. El oído se acopla a los vocablos que le parecen familiares
y deja que implosionen los que no reconoce. Afloja el cuerpo esta
extranjería que no demanda entendimiento. En su hermandad con
mi lengua, el francés me extiende palabras sueltas que incluso sin
querer el pensamiento vincula. Cómo se buscan aunque yo intente
separarlas, se encuentran y colisionan en la total oscuridad de la
insignificancia. Cobran sentido en el sinsentido, se afectan entre
sí. Acaso eso es el poema: un raudal de palabras que se tropiezan,
conforman una figura por un instante y luego retornan al caos que
las hizo aparecer. Ella habla y su idioma le exige que cada letra
brote del inicio de la garganta. En la opacidad de mi ignorancia
la belleza se hace lugar. Ser prendados por la penumbra de lo que
somos incapaces de asir. Digo «mi lengua» aunque ninguna lengua
soporte esa confianza.

Oír que todo habla, que lo que hay que hacer es oír. Oír
al hombre nombrando las cosas y reconociéndolas. Oír
las cosas que reciben nombres y que ya no son nunca
más nombres.

El golpe de una tumba que se cierra


y que clausura un cuerpo.
La condición de toda palabra y de todo silencio.
Escucharme hablar en un idioma extranjero
y no reconocerme.
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Pensar que escribir es una experiencia impersonal.
Pensar que hay tantas muertes como escrituras. Pensar
en relacionarse con el otro cuando ha muerto. Pensar en
la prioridad de las palabras.

Mi abuelo, el zapatero, tenía una pierna menos. En el armario guardaba


los zapatos izquierdos. Los coleccionó como quien construye un
antiguo tesoro. Conservo pocas impresiones: la cortina floreada que
reemplazaba a una puerta, mi abuela desnudándolo, el ruido de la
ducha, la tetera hirviendo en una cocina sin ventanas. Lo oscuro,
la humedad. A falta de cuerpo, mi abuelo consiguió una prótesis.
El ritmo irregular de sus pasos no se olvida, el eco vacío de una
pierna. Y su silencio inquebrantable, su mutismo ante cualquier
pedido, ante cualquier afecto. Murió discreto en su cama, ajeno a
toda palabra.

El sonido del vino ingresando a una copa.


Advertir tus pasos en el corredor
y que el corazón se inquiete.
El ritmo de las vértebras
cuando el cuerpo elonga.
El maullido agudo de mi gata
cada vez que alguien se acerca.
A qué suena mi nombre me escribiste
y yo ahora pienso a qué suena el tuyo.

Socavar el enmudecimiento del mundo en su totalidad.


Socavar la represión que ejecuta el nombre propio.
Socavar el impoder y el desastre del pensamiento. Socavar
realidades que acaban haciendo el amor.
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Un oído se cierra
al contacto con el agua.
Desaparece una lengua.

Mi madre tiene una herramienta de metal del porte de su mano.


En el extremo las dos aspas, al presionarse, abren un rectángulo
con paredes de rejillas. Es la jaula para la abeja reina. Encontrarla
consiste en un oficio lento. Sacar cada marco, buscarla por el reverso
y el anverso, ir uno a uno hasta que la cara de mi madre se ilumine.
Para ella la reina es la más hermosa, le agradece murmurando la
manera en que conserva todo orden. Es larga y angosta, fue marcada
con un punto blanco de pintura a la altura del tórax, su aguijón sin
púas, su modo despreocupado de desplazarse, cómo las demás abejas
abren paso y le hacen lugar. La jaula parece un objeto medieval en
miniatura. Atraparla ahí, hacerla esperar mientras se revisan las
larvas, se reordenan los marcos en función de los huevos, se hacen
pruebas para confirmar que no existe ninguna plaga. Atraparla ahí
para protegerla mientras sigue joven. Pero la reina será confinada una
última vez. Cada apicultor ha de matar a su abeja reina y mi madre
carga con ese destino incómodo. De esa manera se conserva el orden
que ella misma se ha encargado de estructurar en su juventud. Mi
madre toma la jaula por última vez, la última vez de esa reina. La
atrapa, la sumerge en alcohol, deja que se apague. Un breve temblor,
mi madre llora sentada en el pasto. El gato no se inmuta. Ha dejado
de respirar. Mi madre. La reina.

El mutismo insufrible
ante el pedido de un lenguaje común.
Tu modo de tartamudear
cuando te sientes atrapada.
Mi propio tartamudeo que apareció en la tristeza
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y que se me hizo impropio.
Todo sonido, en cada sonido, la reserva de tu voz.

Pensar en el fracaso de toda presencia. Pensar en seguirle


la pista a la oscuridad. Pensar en tenerle miedo al miedo.
Pensar en lo inapropiable. Pensar en lo que viene a mí.
Pensar que solo mediante otro lenguaje esto es posible.

El apego por la lengua materna, me dice. Y nuevamente el mimbre


se estrella contra sí mismo. Enfatiza en esa palabra, «materna». La
dice incluso separada por sílabas. Esa incapacidad de hablar otra
lengua, cómo mi boca se resiste e insiste en su tendencia al español.
Mi madre nunca pudo aprender otro idioma. Tiene solo un modo
de hablar. De pequeña solía imitarla. Ella colmaba su jardín y yo
ataba cada pequeño arbusto al de al lado que, ya maduro, podía
tolerar la fragilidad. Me sostengo en los brazos de mi madre, huele
a bergamota y lavanda.

Estar preso en el entorno de un cuerpo


que no tiene compañero.
En el paisaje cercado de una mano
desaparece una lengua.

Leer una carta de amor que se escribe en la oscuridad.


Leer: cuando digo «mi amor», ¿te nombro a ti o a lo que
en mí te ama? Leer: en todos los puntos donde no haya
nada escrito, lea que la amo. Leer la desactivación del
rasgo nostálgico del deseo.

Auscultar el cuerpo enfermo


que por enfermedad escribe.
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Un libro es deslizado por la repisa
a mis cinco años
en puntillas
intento alcanzarlo.
El crepitar de la sal en el agua hirviendo.
Buscar cacofonías en poemas
que anhelamos haber escrito.
La cadencia del cuerpo de mi madre
abrazándome en el agua.

Zurean afuera las palomas, y yo de oírlo soy incapaz. O él es incapaz


de sobreponerse a esos arrullos que entran a la sala desde el patio.
«Simplificar las cosas no es el modo de acceder a ellas», y respira
silencioso aunque abrumado. Cada palabra cae lenta, las deposita
desde el paladar a la mesa, con el cuidado de un cirujano habla. Dice
«baladí» cada tanto y me pregunto cómo es posible decir «baladí».
Aguzar el oído quizá no es el modo de entender, retengo frases,
palabras, enunciados breves en mi cuaderno, apunto como quien
escribe y qué será escribir sino apuntar con el dedo una ínfima
desaparición. «Ojalá abrir un ojo antes, antes de que todo ocurra,
porque desde el momento en que lo hago ya soy mortal», afirma
en su propia mortalidad que vibra. Tiene esa tendencia a elevar
suavemente la pierna, como si estuviera pedaleando en el aire, eleva
el cuerpo de alguna manera, baja la voz. Entre el pantalón y el zapato
se asoma una calceta de líneas horizontales. «Vayamos al grano si lo
hubiera». Cuando termina el primer pedaleo y pone el pie sobre el
piso de cerámica, un sonido casi imperceptible aparece y retoma la
labor con la pierna opuesta. Su ruido interior se sobrepone al exterior.
Toma la botella de agua a ratos aunque nunca bebe: no termina jamás
de abrirla, enrosca la tapa y vuelve a cerrarla. Habla de Hölderlin y
yo escribo. Mi oído retiene las palabras que escoge para nombrar
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cada cosa, me aferro a ellas, aletean en mi cabeza como abejas o
mariposas. No me resisto a ninguna manera de incomprensión.
También me elevo o nado quizá. Qué será comprender. En la autopsia
a Hölderlin se precisa la belleza con la que estaba construido su
cerebro, una cavidad colmada de agua presionaba el tejido cerebral.
La causa de la locura: una laguna, un manantial. «El origen pujante
de todos los ríos», dice, y él mismo se torna de pronto una liquidez.
Pensamientos impensados acuna el oído. Piensa el cuerpo también
que tiembla. En nuestras insignificantes mortalidades hablamos y
escribimos. En nuestros ríos inquietos oímos.

Un rostro dice de su opacidad.


El oído anhela palabras que otros extraviaron.
Remando río abajo aprender un vocablo
para nombrar cosas que existían antes de respirar.
Cubre las manos astilladas en la faena
abriga el agua
rebrota la sal.
Lumbre el animal y no se consuela.
Desaparece una lengua.

Socavar la vida para vivir. Socavar la lengua que se


expresa a sí misma. Socavar la dignidad de dar cuenta de
lo efímero. Socavar el arte de citar sin comillas. Socavar
lo muerto apoderándose de lo vivo. Socavar un arte
sin lejanía. Socavar el devenir pétreo del pensamiento.
Socavar un texto que depende de imágenes. Socavar un
umbral, ese lugar de paso.

El tono de la voz de una mujer suele parecerme familiar. Oigo


grabaciones de poemas en inglés y una vibración gutural en los
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hombres me aleja. Un rumor en el revés del cuello. Una distancia. Elegí
a mi psicoanalista por eso, y ella lo sabe. La escogí por la proximidad
de su voz. Sentada en el patio puedo oír los minúsculos sonidos de
las abejas en plena faena. Mi madre canta una canción aunque no
conoce la letra. Rellena sin apuro. Estrecho esta intimidad. Imagino
las colonias de hormigas bajo mis pies. Hace frío y los zánganos serán
expulsados. Esa voz, la de mi analista, la de mi madre, el zumbido
de la reina, atesoro. Conozco su temblor, cómo oscilan e ingresan
en la materia. Hace frío y los hombres serán expulsados. Sacados
de raíz. Como un cuerpo que no necesita de sus órganos.

Sentarme y oír el mar


a los seis
a los quince
a los veinticuatro
a los treinta.
La casa que sonaba toda
con los pasos
con la lluvia
con el viento
con los fantasmas.
El océano del lenguaje
que abre el cuerpo y lo estremece.
El llanto de mi madre en la pieza contigua
su estridencia.
Tu voz
mi voz
enunciando los nombres que amamos.
Oigo el clamor del cuerpo a contrapelo.
La memoria de la escucha
lo que atesora el oído
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y que se queda temblando
en la infinita materia.

Una historia acordona los elementos


a la manera de nombrar.
La madre le pide a la hija guardar lo propio.
Estrecha el cuento de un lobo
que acude sin saberlo a su propio sacrificio.
Las manos lastran y sangran,
trenzan un cesto del tamaño de la palma.
Cómo se componen los materiales.
Desaparece una lengua.

Leer con el cuerpo golpeado. Leer y desmontar la lógica


de la propiedad. Leer cuando somos reclamados por las
palabras. Leer ejerciendo mi derecho a leer y que el texto
sea nuevo cada vez.

La abeja reina desova en primavera. Rodeada de miles de semejantes


infértiles, toda reproducción depende de ella. Y lo sabe. Mi madre
también lo sabe. Con la jaula en la mano y la dama real adentro,
acerca el rectángulo metálico a su cara. Mi madre, profundamente
miope, alza la jaula para verla a la luz. Se queda ahí en su silencio
mientras los zánganos, ruidosos e inofensivos, desfilan en su cacería.
«Acá estás», le dice. La reina mira a mi madre con sus miles de ojos,
mi madre la mira con sus ojos cansados que brillan. Los zánganos
provienen de huevos no fecundados: no necesitan de otro macho
para nacer, me explica mi madre. Pero fecundan a la reina para
producir obreras infértiles que los alimentan, recolectan polen,
limpian la colmena, construyen panales, custodian la piquera para
que no ingresen abejas extranjeras o avispas. Copulan en el aire y
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caen juntos al pasto. Ella viva, él muerto: el zángano más fuerte ha
logrado fecundar a la reina de pronto y, en el acto, se desprenden
sus genitales, ha sido desgarrado. Cuando avanza el otoño y escasea
el alimento, las obreras expulsan a los zánganos de la colmena. Los
dejan morir de hambre o de frío. Se deshacen de todos los hombres,
los insensibles, los torpes incompetentes, los bárbaros. Sin embargo,
adentro, en la oscuridad de los marcos, huevos y larvas son una
latencia: en las celdas más grandes una horda de machos espera nacer.

Oír la relación entre cosas que no tienen ninguna


relación. Oír la vigilia. Oír: estar en el lenguaje antes que
en cualquier otra cosa. Oír un clamor intensivo. Oír a
alguien haciéndose uno con el infinito en un instante.
Oír el lugar bestial.

¿Y si reclamáramos el derecho a decirlo todo?


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Agradecimientos

A Sebastián Herrera Gajardo y Nicolás Labarca, que posibilitan la


escritura y la amistad.

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