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Napoleón Bonaparte
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Pocas figuras han merecido en la historia un tratamiento tan amplio y apasionado como el
hombre que, como Primer Cónsul y Emperador de Francia (1799-1804 y 1804-1814), rigió
los destinos de Europa durante tres lustros: Napoleón Bonaparte. Genio indiscutible del arte
militar y estadista capaz de construir un imperio bajo patrones franceses, Bonaparte fue, para
sus admiradores, el hombre providencial que fijó las grandes conquistas de la Revolución
Francesa (1789-1799), dotando a su país de unas estructuras de poder sólidas y estables con
las que se ponía fin al caos político precedente. Sus enemigos, por el contrario, vieron en él
«la encarnación del espíritu del mal» (Chateaubriand), un déspota sanguinario que traicionó
la Revolución y sacrificó la libertad de los franceses a su ambición desmedida de poder,
organizando un sistema político autocrático.

Napoleón Bonaparte (retrato de Jacques-Louis David, 1812)

Las claves del rápido encumbramiento de Napoleón se encuentran en dos pilares


fundamentales: su innegable genio militar y su capacidad para sustentar un sistema de
gobierno en principios comúnmente aceptados por la mayoría de los franceses. Bonaparte fue
primero, y ante todo, un estratega, cuyos métodos revolucionaron el arte militar y sentaron
las bases de las grandes movilizaciones de masas características de la guerra moderna.
Partiendo de una novedosa organización de las unidades y de una serie de principios
(concentración de fuerzas para romper las líneas enemigas, movilidad y rapidez) que serían
puntualmente ejecutados de acuerdo con unas maniobras tácticas planificadas y ordenadas
por Napoleón en persona, sus ejércitos se convirtieron en máquinas de guerra invencibles,
capaces de dominar Europa y de elevar a Francia hasta su máxima gloria.

Junto a la evidente relación entre los éxitos militares y la admiración popular, la consolidación
del poder napoleónico también obedeció a que su principal protagonista supo captar los
deseos de una sociedad que, como la francesa, se sentía exhausta tras la anarquía y el desorden
que habían caracterizado la dirección política del Estado durante el decenio revolucionario
(1789-1799). Al servicio del Directorio, el general corso había obtenido brillantes victorias
en sus campañas contra las monarquías absolutas europeas, aliadas contra Francia en un
intento de acabar con la Revolución. Cuando, al amparo de su inmenso prestigio, Napoleón
dio el golpe de Brumario e instauró primero el Consulado (1799-1804) y luego el Imperio
(1804-1814), regímenes autocráticos que encabezó como Primer Cónsul y Emperador,
encontró un amplísimo apoyo en los más diversos sectores sociales, claramente manifiesto
en los arrolladores resultados de los plebiscitos que se convocaron para su ratificación.

Biografía
Napoleón nació el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, capital de la actual Córcega, en el seno
de una familia numerosa de ocho hermanos. Cinco de ellos eran varones: José, Napoleón,
Lucien, Luis y Jerónimo. Las niñas eran Elisa, Paulina y Carolina. Gracias a la grandeza del
futuro emperador Napolione (así lo llamaban en su idioma vernáculo), todos ellos iban a
acumular honores, riqueza y fama, y a permitirse asimismo mil locuras. La madre de los
hermanos Bonaparte (o, con su apellido italianizado, Buonaparte) se llamaba María Leticia
Ramolino y era una mujer de notable personalidad, a la que Stendhal elogiaría por su carácter
firme y ardiente en su Vida de Napoleón (1829).

Carlos María Bonaparte, el padre, siempre con agobios económicos por sus inciertos tanteos
en la abogacía, sobrellevados gracias a la posesión de algunas tierras, demostró tener pocas
aptitudes para la vida práctica. Sus dificultades se agravaron al tomar partido por la causa
nacionalista de Córcega frente a su nueva metrópoli, Francia. Congregados en torno a un
héroe nacional, Pasquale Paoli, Carlos María Bonaparte apoyaba a los isleños que defendían
la independencia con las armas y que terminaron siendo derrotados por los franceses en la
batalla de Ponte Novu, encuentro que tuvo lugar en 1769, el mismo año en que nació
Napoleón.

Carlos María Bonaparte

A causa de la derrota de Paoli y de la persecución de su bando, la madre de Napoleón tuvo


que arrostrar durante sus primeros alumbramientos las incidencias penosas de las huidas por
la abrupta isla; de sus trece hijos, sólo sobrevivieron aquellos ocho. Sojuzgada la revuelta, el
gobernador francés Louis Charles René, conde de Marbeuf, jugó la carta de atraerse a las
familias patricias de la isla. Carlos María Bonaparte, que religaba sus ínfulas de pertenencia
a la pequeña nobleza con unos antepasados en Toscana, aprovechó la oportunidad: viajó con
una recomendación de Marbeuf hacia la metrópoli para acreditar su hidalguía y logró que sus
dos hijos mayores, José y Napoleón, entraran en calidad de becarios en el Colegio de Autun.

Los méritos escolares de Napoleón en matemáticas, a las que fue muy aficionado y que
llegaron a constituir en él una especie de segunda naturaleza (de gran utilidad para su futura
especialidad castrense, la artillería), facilitaron su ingreso en la Escuela Militar de Brienne.
De allí salió a los diecisiete años con el nombramiento de subteniente y un destino de
guarnición en la ciudad de Valence. En aquellos años, el muchacho presentaba un aspecto
semisalvaje y apenas hablaba otra cosa que no fuera el dialecto de su añorada isla. Sus
compañeros, hijos de la aristocracia francesa, veían en él a un extranjero raro y mal vestido,
al que hacían blanco de toda clase de burlas; no obstante, su carácter indómito y violento
imponía respeto tanto a sus camaradas como a sus profesores. Lo que más llamaba la atención
era su temperamento y su tenacidad; uno de sus maestros en Brienne diría de él: «Este
muchacho está hecho de granito, y además tiene un volcán en su interior».

Juventud revolucionaria

Al poco tiempo sobrevino el fallecimiento del padre y, por este motivo, el traslado de
Napoleón a Córcega y la baja temporal en el servicio activo. Su agitada etapa juvenil discurrió
entre idas y venidas a Francia, nuevos acantonamientos con la tropa (esta vez en Auxonne),
la vorágine de la Revolución Francesa (cuyas explosiones violentas conoció durante una
estancia en París) y los conflictos independentistas de Córcega.

En el agitado enfrentamiento de las banderías insulares, Napoleón se creó enemigos


irreconciliables, entre ellos el mismo Pasquale Paoli. El líder independentista había sido
amnistiado en 1791 y nombrado gobernador de la ciudad corsa de Bastia; dos años después,
sin embargo, rompería con la Convención republicana y proclamaría la independencia,
mientras el entonces joven oficial Napoleón Bonaparte se decantaba por las facciones
afrancesadas. La desconfianza hacia los paolistas en la familia Bonaparte se había ido
trocando en furiosa animadversión. Napoleón se alzó mediante intrigas con la jefatura de la
milicia y quiso ametrallar a sus adversarios en las calles de Ajaccio. Pero fracasó y tuvo que
huir con los suyos, para escapar al incendio de su casa y a una muerte casi segura a manos de
sus enfurecidos compatriotas.

Instalado con su madre y sus hermanos en Marsella, malvivió entre grandes penurias
económicas, que en algunos momentos rozaron el filo de la miseria; el horizonte de las
disponibilidades familiares solía terminar en las casas de empeños, pero los Bonaparte no
carecían de coraje ni recursos. María Leticia Ramolino, la madre, se convirtió en amante de
un comerciante acomodado, François Clary. El hermano mayor, José Bonaparte, se casó con
una hija del mercader, Marie Julie Clary; el noviazgo de Napoleón con otra hija, Désirée
Clary, no prosperó.
Napoleón Bonaparte en el asedio de Tolón (1793)

Con todo, las estrecheces sólo empezaron a remitir cuando un hermano de Robespierre,
Agustín, le deparó su protección. Napoleón consiguió reincorporarse a filas con el grado de
capitán y adquirió un amplio renombre con ocasión del asedio a la base naval de Tolón (1793),
donde logró sofocar una sublevación contrarrevolucionaria apoyada por los ingleses. Suyo
fue el plan de asalto propuesto a unos inexperimentados generales, basado en una inteligente
distribución de la artillería, y también la ejecución y el rotundo éxito final.

En reconocimiento a sus méritos fue ascendido a general de brigada, se le destinó a la


comandancia general de artillería en el ejército de Italia y viajó en misión especial a Génova.
Esos contactos con los Robespierre estuvieron a punto de serle fatales al caer el Terror
jacobino el 27 de julio de 1794 (el 9 de Termidor en el calendario republicano): Napoleón fue
encarcelado por un tiempo en la fortaleza de Antibes, mientras se dilucidaba su sospechosa
filiación. Liberado por mediación de otro corso, el comisario de la Convención Salicetti, el
joven Napoleón, con veinticuatro años y sin oficio ni beneficio, volvió a empezar en París,
como si partiera de cero.

Encontró un hueco en la sección topográfica del Departamento de Operaciones. Además de


las tareas propiamente técnicas, efectuadas entre mapas, informes y secretos militares, esta
oficina posibilitaba el trato directo con las altas autoridades civiles que la supervisaban. Y a
través de dichas autoridades podía accederse a los salones donde las maquinaciones políticas
y las especulaciones financieras, en el turbio esplendor que había sucedido al implacable
moralismo de Robespierre, se entremezclaban con las lides amorosas y la nostalgia por los
usos del Antiguo Régimen.
Allí encontró Napoleón a una refinada viuda de reputación tan brillante como equívoca,
Josefina de Beauharnais, quien colmó también su vacío sentimental. Josefina Tascher de la
Pagerie (tal era su nombre de soltera) era una dama criolla oriunda de la Martinica que tenía
dos hijos, Hortensia y Eugenio, y cuyo primer marido, el vizconde y general de Beauharnais,
había sido guillotinado por los jacobinos. Mucho más tarde Napoleón, que declaraba no haber
sentido un afecto profundo por nada ni por nadie, confesaría haber amado apasionadamente
en su juventud a Josefina, cinco años mayor que él.

Josefina Bonaparte (detalle de un retrato de François Gérard, 1801)

Entre los amantes de Josefina Bonaparte se contaba Paul Barras, el hombre fuerte del
Directorio surgido con la nueva Constitución republicana de 1795, que andaba por entonces
a la búsqueda de una espada (según su expresión literal) a la que manejar convenientemente
para defender el repliegue conservador de la república y hurtarlo a las continuas tentativas de
golpe de Estado de los realistas, los jacobinos y los radicales igualitarios. A finales de 1795,
la elección de Napoleón fue precipitada por una de las temibles insurrecciones de las masas
populares de París, a la que se sumaron los monárquicos con sus propios fines
desestabilizadores. Encargado de reprimirla, Napoleón realizó una operación de cerco y
aniquilamiento a cañonazos que dejó la capital anegada en sangre.

Asegurada la tranquilidad interior por el momento, Paul Barras le encomendó en 1796 dirigir
la guerra en uno de los frentes republicanos más desasistidos: el de Italia, en el que los
franceses peleaban contra los austriacos y los piamonteses. Unos días antes de su partida,
Napoleón se casó con Josefina en ceremonia civil, pero en su ausencia no pudo evitar que
ella volviera a entregarse a Barras y a otros miembros del círculo gubernamental. Celoso y
atormentado, Napoleón terminó por reclamarla imperiosamente a su lado, en el mismo
escenario de batalla.

El militar exitoso

Desde marzo de 1796 hasta abril de 1797, el genio militar del joven Buonaparte se puso de
manifiesto en la península italiana; Lodi (mayo de 1796), Arcole (noviembre de 1796) y
Rivoli (enero de 1797) pasaron a la historia como los escenarios de las principales batallas en
las que derrotó a los austríacos; Beaulieu, Wurmser y Alvinczy fueron los más destacados
mariscales cuyas tropas fueron barridas por las de Napoleón.

Napoleón en la batalla de Rivoli (1797)

El inexperto general llegado de París en la primavera de 1796 despertó la admiración de todos


los maestros en estrategia de la época y se convirtió en un tiempo récord en el terror de los
ejércitos de Austria. En cuanto a sus propios soldados, el recelo de los primeros días pronto
se transformó en entusiasmo: comenzaron a llamarle admirativamente «le petit caporal» y a
corear su nombre antes de iniciar la lucha. Fue en esos días victoriosos cuando Napoleón
varió la ortografía de su apellido en sus informes al Directorio: Buonaparte dejó paso
definitivamente a Bonaparte.

Aquel general de veintisiete años transformó unos cuerpos de hombres desarrapados,


hambrientos y desmoralizados en una formidable máquina bélica que trituró el Piamonte en
menos de dos semanas y, de victoria en victoria, repelió a los austriacos más allá de los Alpes.
Sus campañas de Italia pasarían a ser materia obligada de estudio en las academias militares
durante innúmeras promociones, pero tanto o más significativas que sus victorias aplastantes
fue su reorganización política de la península italiana, que llevó a cabo refundiendo las
divisiones seculares y los viejos estados en repúblicas de nuevo cuño dependientes de Francia.

El rayo de la guerra se revelaba así simultáneamente como el genio de la paz. Lo más


inquietante era el carácter autónomo de su gestión: hacía y deshacía conforme a sus propios
criterios y no según las orientaciones de París. El Directorio comenzó a irritarse. Cuando
Austria se vio forzada a pedir la paz en 1797, ya no era posible un control estricto sobre un
caudillo alzado a la categoría de héroe legendario. Napoleón mostraba una amenazadora
propensión a ser la espada que ejecuta, el gobierno que administra y la cabeza que planifica
y dirige: tres personas en una misma naturaleza de inigualada eficacia. Por ello, el Directorio
columbró la posibilidad de alejar esa amenaza aceptando su plan de cortar las rutas vitales
del poderío británico (concretamente, la que unía el Mediterráneo y la India) con una
expedición a Egipto.

Así, el 19 de mayo de 1798, Napoleón embarcaba rumbo a Alejandría, y dos meses después,
en la batalla de las Pirámides, dispersaba a la casta de guerreros mercenarios que explotaban
el país en nombre de Turquía, los mamelucos, para internarse luego en el desierto sirio. Pero
todas sus posibilidades de éxito se vieron colapsadas cuando la escuadra francesa fue hundida
en Abukir por el almirante Horacio Nelson, el émulo inglés de Napoleón en los escenarios
navales.

El revés lo dejó aislado y consumiéndose de impaciencia ante las fragmentarias noticias que
recibía del continente. En Europa, la segunda coalición de las potencias monárquicas había
recobrado las conquistas de Italia, y la política interior francesa hervía de conjuras y
candidatos a asaltar un Estado en el que la única fuerza estabilizadora que restaba era el
ejército. Finalmente, Napoleón se decidió a regresar a Francia en el primer barco que pudo
sustraerse al bloqueo de Nelson. Nadie se atrevió a juzgarle por deserción y abandono de sus
tropas; recaló de paso en su isla natal y repitió una vez más el trayecto de Córcega a París,
ahora como héroe indiscutido.

Primer Cónsul
En pocas semanas organizó el golpe de Estado del 9 de noviembre de de 1799 (el 18 de
Brumario según la nomenclatura del calendario republicano), para el que contó con la
colaboración, entre otros, de Emmanuel Joseph Sieyès y de su hermano Luciano, el cual le
ayudó a disolver la Asamblea Legislativa del Consejo de los Quinientos, en la que figuraba
como presidente. El golpe barrió al Directorio, a su antiguo protector Paul Barras, al Consejo
de Ancianos, a los últimos clubes revolucionarios y a todos los poderes existentes, e instauró
el Consulado: un gobierno provisional compartido en teoría por tres titulares, pero en realidad
cobertura de su régimen autocrático, sancionado por la nueva Constitución napoleónica del
año 1800.
El golpe de Brumario: Napoleón disuelve el Consejo de los Quinientos (óleo de François Bouchot)

Aprobada bajo la consigna de «la Revolución ha terminado», la nueva Constitución


restablecía el sufragio universal, que había sido recortado por la oligarquía del Directorio tras
la caída de Robespierre. En la práctica, calculados mecanismos institucionales cegaban los
cauces efectivos de participación real a los electores, a cambio de darles la libertad de ratificar
los hechos consumados en entusiásticos plebiscitos. El que validó la ascensión de Napoleón
a Primer Cónsul al cesar la provisionalidad arrojó menos de dos mil votos negativos entre
varios millones de papeletas.

El Consulado terminó con una larga etapa de anarquía y desórdenes. En cuanto tuvo todo el
poder en sus manos, Napoleón demostró que no era solamente un general audaz, preocupado
por manipular mediante la diplomacia o la guerra los complejos resortes de la política
internacional, sino que también estaba interesado por procurar bienestar a sus súbditos y podía
actuar como un brillante legislador y administrador. En los años inmediatamente posteriores
a su proclamación como cónsul, la obra de reforma, recuperación y reparación que realizó
fue espectacular y admirable. Bonaparte introdujo cambios en la administración (dando a
Francia instituciones que han llegado hasta hoy, como el Consejo de Estado, las prefecturas
y la organización judicial), acabó con las guerras civiles que asolaban la zona oeste del país
e instauró una política financiera eficaz que permitió poner fin al déficit acumulado durante
la Revolución.
A estos logros en el interior se sumaron nuevos éxitos en el exterior. El 14 de junio de 1800
volvió a hacer un derroche de su genialidad como militar al aplastar de nuevo a los austríacos
en la renombrada batalla de Marengo, obligándolos a firmar la paz de Lunéville al año
siguiente. Además firmó con el papa el concordato de 1801, que preveía la reorganización de
la Iglesia de Francia y favorecía el resurgimiento de la vida religiosa tras los desmanes
cometidos en los momentos culminantes del período revolucionario. Napoleón no se contentó
con alargar la dignidad de Primer Cónsul a una duración de diez años; apenas dos años
después, en 1802, la convirtió en vitalicia. Era poco todavía para el gran advenedizo que
embriagaba a Francia de triunfos (después de haber destruido militarmente a la segunda
coalición en Marengo) y emprendía una deslumbrante reconstrucción interna.

Napoleón, Emperador

La heterogénea oposición a su gobierno fue desmantelada mediante drásticas represiones a


derecha e izquierda a raíz de fallidos atentados contra su persona. El castigo más
ejemplarizante y amedrentador fue el arresto y ejecución, el 20 de marzo de 1804, de un
príncipe emparentado con los Borbones depuestos, el duque de Enghien, acusado de
participar en un complot para asesinar a Napoleón y restaurar la monarquía. El corolario de
este proceso fue el ofrecimiento de la corona imperial que le hizo el Senado al día siguiente.

La ceremonia de coronación se llevó a cabo el 2 de diciembre de 1804 en Notre Dame, con


la asistencia del papa Pío VII, aunque Napoleón se ciñó la corona a sí mismo y después la
impuso a Josefina; el pontífice se limitó a pedir que celebrasen un matrimonio religioso, en
un sencillo acto que se ocultó celosamente al público. Sus enemigos describieron toda aquella
magnificencia como «la entronización del gato con botas». Sus admiradores consideraron que
nunca antes Francia había alcanzado mayor grandeza. Se asegura que, cuando el cortejo
abandonaba la catedral majestuosamente, Napoleón, al pasar junto a su hermano Jerónimo,
no pudo reprimir una sonrisa y le susurró al oído: «¡Si nos viera nuestro padre Buonaparte!»
El mismo año, una nueva Constitución afirmó aún más su autoridad omnímoda.
La coronación de Napoleón (óleo de Jacques-Louis David)

La historia de la mayor parte del Imperio (1804-1814) es una recapitulación de sus victorias
sobre las monarquías europeas, aliadas en repetidas coaliciones contra Francia y promovidas
en último término por la diplomacia y el oro ingleses. En la batalla de Austerlitz, de 1805,
Bonaparte abatió la tercera coalición; en la de Jena, de 1806, anonadó al poderoso reino
prusiano y pudo reorganizar todo el mapa de Alemania en torno a la Confederación del Rin,
mientras que los rusos eran contenidos en Friendland (1807). Al reincidir Austria en la quinta
coalición, volvió a destrozarla en Wagram en 1809.

Nada podía resistirse a su instrumento de choque, la Grande Armée (el 'Gran Ejército'), y a
su mando operativo, que, en sus propias palabras, equivalía a otro ejército invencible. Cientos
de miles de cadáveres de todos los bandos pavimentaron estas glorias guerreras; cientos de
miles de soldados supervivientes y sus bien adiestrados funcionarios esparcieron por Europa
los principios de la Revolución francesa. En todas partes los derechos feudales eran abolidos
junto con los mil particularismos económicos, aduaneros y corporativos, y se creaba un
mercado único interior.

Del mismo modo quedó implantada por todos los dominios del Imperio la igualdad jurídica
y política según el modelo del Código Civil francés, al que dio nombre: el Código de
Napoleón o Napoleónico se convertiría en la matriz de los derechos occidentales, excepción
hecha de los anglosajones; se secularizaban igualmente en todas partes los bienes
eclesiásticos, se establecía una administración centralizada y uniforme y se reconocía la
libertad de cultos y de religión, o la libertad de no tener ninguna. Con estas y otras medidas
se reemplazaban las desigualdades feudales (basadas en el privilegio y el nacimiento) por las
desigualdades burguesas (fundadas en el dinero y la situación en el orden productivo), y
buena parte de las sociedades europeas entraban en la Edad Contemporánea.

La obra napoleónica, que liberó fundamentalmente la fuerza de trabajo, es el sello de la


victoria de la burguesía en la Revolución Francesa y puede resumirse en una de las frases del
estadista corso: «Si hubiera dispuesto de tiempo, muy pronto hubiese formado un solo pueblo,
y cada uno, al viajar por todas partes, siempre se habría hallado en su patria común». Esta
temprana visión unitarista de Europa, que es acaso la clave de la fascinación que ha ejercido
su figura sobre tan diversas corrientes historiográficas y culturales, ignoraba las
peculiaridades nacionales en una uniformidad supeditada por lo demás a la égida imperialista
de Francia. Así, una serie de principados y reinos férreamente sujetos, mero glacis defensivo
en las fronteras, fueron adjudicados a los hermanos y generales de Napoleón. El excluido fue
Luciano Bonaparte, a resultas de una prolongada ruptura fraternal.

El Imperio napoleónico

A las numerosas infidelidades conyugales de Josefina durante sus campañas, por lo menos
hasta los días de la ascensión al trono, apenas había correspondido Napoleón con algunas
aventuras fugaces. Éstas se trocaron en una relación de corte muy distinto al conocer a la
condesa polaca María Walewska en 1806, en el transcurso de una campaña contra los rusos.
El intermitente pero largamente mantenido amor con la condesa dio a Bonaparte un hijo,
León; el ansia de paternidad y de rematar su obra con una legitimidad dinástica se asoció a
sus cálculos políticos para decidirle a divorciarse de Josefina y a solicitar la mano de la hija
de Francisco II de Austria, la archiduquesa María Luisa de Austria o de Habsburgo-Lorena,
emparentada con uno de los linajes más antiguos del continente.

Sin otro especial relieve que su estirpe, María Luisa de Austria cumplió lo que se esperaba
del enlace al dar a luz en 1811 a Napoleón II (de corta y desvaída existencia, pues murió en
1832), que sería proclamado heredero y sucesor por su padre en sus dos sucesivas
abdicaciones (1814 y 1815), pero que nunca llegó a reinar. Con el tiempo, María Luisa de
Austria proporcionaría al emperador una secreta amargura al no compartir su caída; en 1814
regresó con el pequeño Napoleón II al lado de sus progenitores, los Habsburgo, y en la corte
vienesa se hizo amante de un general austriaco, Adam Adalbert von Neipperg, con quien
contrajo matrimonio en terceras nupcias a la muerte de Napoleón.

El ocaso

El matrimonio con María Luisa en 1810 pareció señalar el cenit napoleónico. Los únicos
estados que todavía quedaban a resguardo eran Rusia y Gran Bretaña. El almirante Horacio
Nelson había sentado de una vez por todas la hegemonía marítima inglesa en la batalla de
Trafalgar (1805), arruinando los proyectos del emperador. Como réplica, Napoleón había
intentado asfixiar económicamente a Gran Bretaña decretando el bloqueo continental (1806),
es decir, prohibiendo el comercio entre la isla y el continente y cerrando los puertos europeos
a las manufacturas británicas.

A la larga, la medida resultaría no sólo estéril, sino también contraproducente. Era una guerra
comercial perdida de antemano, en la que todas las trincheras se mostraban inútiles por el
activísimo contrabando y frente al hecho de que la industria europea, por entonces en
mantillas respecto a la británica, era incapaz de surtir la demanda. Colapsada la circulación
comercial, Napoleón se perfiló ante Europa como el gran estorbo económico, sobre todo
cuando las restricciones mutuas se extendieron a los países neutrales.

El bloqueo continental también condujo en 1808 a invadir Portugal, el satélite británico, y su


llave de paso, España. Los Borbones españoles fueron desalojados del trono en beneficio de
su hermano, José Bonaparte, y la dinastía portuguesa huyó a Brasil. Ambos pueblos se
levantaron en armas y comenzaron una doble guerra de Independencia que los dejaría
destrozados para muchas décadas; pero, a la vez, obligaron a permanecer en la península a
una parte de la Grande Armée y la diezmaron en una agotadora lucha de guerrillas que se
extendió hasta 1814, sin contar el desgaste de las batallas a campo abierto que hubo de librar
contra un moderno ejército enviado por Gran Bretaña. Por primera vez, el ejército
napoleónico se mostró incapaz de controlar la situación; acostumbrados a rápidas contiendas
contra tropas de mercenarios, sus soldados no pudieron acabar con aquellos guerrilleros que
peleaban en grupos reducidos y conocían a la perfección el terreno.
La otra parte del ejército francés, en la que Napoleón había enrolado a contingentes de las
diversas nacionalidades vencidas, fue tragada por las inmensidades rusas en la campaña de
1812 contra el zar Alejandro I. Al frente de un ejército de más de medio millón de hombres,
Napoleón se adentró en las llanuras de Polonia al tiempo que sus enemigos se replegaban a
marchas forzadas, obligándole a penetrar profundamente en las estepas rusas. Tras las
victorias pírricas de Smolensko y Borodino, las tropas francesas entraron en Moscú, pero
Bonaparte no pudo permanecer en la ciudad a causa de la falta de víveres y el desaliento de
sus soldados. La retirada fue un completo desastre: el hambre y el crudo invierno se abatieron
sobre los hombres y causaron aún más estragos que el acoso selectivo a que se vieron
sometidos por el ejército del zar. El 16 de diciembre, tan sólo 18.000 hombres extenuados
regresaban a Polonia; el emperador, cabizbajo sobre su caballo blanco, parecía una triste
sombra de sí mismo.
La magnitud de la catástrofe acaecida en Rusia propició que todos sus enemigos se levantasen
contra él al unísono. Europa se levantó contra el dominio napoleónico, y el sentimiento
nacional de los pueblos se rebeló dando apoyo al desquite de las monarquías; en Francia,
fatigada de la interminable tensión bélica y de una creciente opresión, la burguesía resolvió
desembarazarse de su amo. El combate resolutorio de esta nueva coalición, la sexta, se libró
en Leipzig en 1813. También llamada «la batalla de las Naciones», la de Leipzig fue una de
las grandes y raras derrotas de Napoleón, y el prólogo de la invasión de Francia, la entrada
de los aliados en París y la abdicación del emperador en Fontainebleau (abril de 1814),
forzada por sus mismos generales. Las potencias vencedoras le concedieron la soberanía
plena sobre la minúscula isla italiana de Elba y restablecieron en el trono francés la misma
dinastía que había sido expulsada por la Revolución, los Borbones, en la figura de Luis XVIII.

El confinamiento de Napoleón en Elba, suavizado por los cuidados familiares de su madre y


la visita de María Walewska, fue comparable al de un león enjaulado. Tenía cuarenta y cinco
años y todavía se sentía capaz de hacer frente a Europa. Los errores de los Borbones (que a
pesar del largo exilio no se resignaban a pactar con la burguesía) y el descontento del pueblo
le dieron ocasión para actuar. En marzo de 1815 desembarcó en Francia con sólo un millar
de hombres y, sin disparar un solo tiro, en un nuevo baño triunfal de multitudes, Napoleón
volvió a hacerse con el poder en París.
La batalla de Waterloo (1815)

Pero muy pronto, en junio de 1815, fue completamente derrotado en la batalla de Waterloo
por los vigilantes Estados europeos (que no habían depuesto las armas, atentos a una posible
revigorización francesa) y puesto nuevamente en la disyuntiva de abdicar. Así concluyó su
segundo período imperial, que por su corta duración es llamado el Imperio de los Cien Días
(de marzo a junio de 1815). Napoleón se entregó a los ingleses, que lo deportaron a un perdido
islote africano, Santa Elena, donde sucumbió lentamente a las iniquidades de un tétrico
carcelero, Hudson Lowe.

Antes de morir el 5 de mayo de 1821, escribió unas memorias, el Memorial de Santa Elena,
en las que se describió a sí mismo tal como deseaba que lo viese la posteridad. La historia
aún no se ha puesto de acuerdo ni siquiera en el retrato de su singular personalidad y en el
peso relativo de sus múltiples facetas: el bronco espadón cuartelero, el estadista, el visionario,
el aventurero y el héroe de la antigüedad obsesionado por la gloria. Convertido en héroe de
epopeya por escritores de la talla de Victor
Hugo, Balzac, Stendhal, Heine, Manzoni o Pushkin, su leyenda alcanzó la apoteosis en 1840,
cuando sus cenizas regresaron a París para ser depositadas bajo la cúpula de la iglesia del
Hôtel des Invalides, fundado dos siglos antes por el Rey Sol Luis XIV para acoger a los viejos
soldados

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