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K c o n o n iía y

s < ) c ¡o lo j;ía

Para un análisis
sociológico <lc la
realidad económica

Mariano F. Engaita
157

CIS
Centro de Investigaciones Sociológicas
Vanirtino
de España
Editores.sa
COLECCIÓN -MONOGRAFÍAS-*, NÚM. 157

Todos los derechos reservados. Prohibida b reprcKiucción loial o


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electrónico, optico, químico, mecánico, fotocopia, etc.) v el alnuce-
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Primera edición, julio de 1998


O CENTRO ni- INVESTIGACIONES SOCIOLÓGICAS
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28850 Torrejón de Ardoz (Madrid)
A la m em oria d e
Usteban M edina y
Josechu Vicente M azariegos
INDICE

IN TR O D U C C IÓ N ........................................................................................................................ IX

1. D O S D ISC IP L IN A S , D O S C A M IN O S ............................................ I

2. IN D U S T R IA , E C O N O M ÍA Y S O C IE D A D .................................. 6

3. LA S O C IO L O G ÍA IN D U S I'R IA L (Y D E LA E M P R E S A )..... 17

4. LAS E SP E C IA L ID A D E S L IM ÍT R O F E S .......................................... 26

5. LA D IV E R S ID A D D E LA A C C IÓ N E C O N C ')M IC A .............. 41

6. LA E C O N O M ÍA N O M O N E T A R IA .............................................. 53

7. E L M E R C A D O C O M O IN S T IT U C IÓ N S O C IA I...................... 62

8. LA U B IC U ID A D D E L P O D E R Y E L C O N F L I C T O .............. 71

9. LAS TR A M A S D E LA D E S IG U A L D A D ........................................ 82

10. E L R E S U R G IR D E LA S O C IO L O G ÍA E C O N Ó M IC A ...... 95

REFERENCIAS ............................................................................................................. 105

ANEXO BIBLIO G R Á FIC O .......................................................................................... 123

Manuales y compilaciones de interés general........................................ 124


Sociología Económica, 124.—^Sociología industrial, 124.—Sociología
de las Organizaciones y StKiología dol Trabajo, 125.

Bibliografía clasificada................................................................................... 126


Socintogía y economía, 126.—La industriali/ación y su contexto,
128.--Macroicndcncias socioeconómicas, 129.—Las organizaciones,
131.—La empresa en el capitalismo, 133.—La organización dcl trabajo,
135.—La economía no monetaria, 136.— Las condiciones de empico y
trabajo, 138.—Economía y cultura, 140 —*Cualíficaci6n y formación,
142.— Intereses y conflicto, 144.—Trabajo y desigualdad social,
146.—El mercado como institución social, 148.—El consumo, 149.
K m oD u cn oN

La sociología de ia realidat.! ccoiiónúca no ha sido ni será nunca uti cam ­


po íácil. Por un lado, la sociología no solaníente ha considerado y consi­
dera la economía rcíil com o parte de su objeto de estudio, sino que, de
un modo u otro, ha tendido recurrentemente a contemplarla como un
apartado privilegiado, bien fuese com o e) objeto directo a analizar (la
sociedad industrial, las organizaciones), bien com o elem ento funda­
mental para el estudio de cualquier esleta de lo social (divei'sas formas
de m aterialism o, generalización del tnodclo de acción racional); por
ol ro, sin embargo, la disciplina, y con ella el cuerpo académico especiali-
zatlo, han mantenido una relación ambigua con la economía com ocam -
jx) próximo y, en buena nie<lida, coextensivo, relación que oscila entre
la patente incomodidad por sus supuestos reduccionistas y la tascina-
ci('>n por su aparato meirKlológico y técnico.
Lsia iliiícil relación se ha dejado sentir en la tlelirnitación del ámbito
de la disciplina y en su denominación misma. Primero fue la Sociología
Industrial, entendida nom ialm cntc, claro está, no com o el estudio del
sector secundario sino de la esfera monetaria de la sociedad industrial.
Con ello se admitió implícitamente que la economía, com o objeti> real,
era lo que los economistas decían que era; com o si se hubiera aceptado,
siguiendo a Ja co b Viner, que «econom ía es lo que estudian lc>$ econo­
mistas», y que lo que no estudien ellos no pc>drá ser considerado tal. Así
quedó fuera todo el sustrato de la econom ía no monetaria, cuya débil
llama fue mantenida a duras penas por la antropología y por la sociolo­
gía de la familia, y no siempre, hasta conocer cierra recuperación de la
mano de los esuidios sobre la mujer y del renacimiento actual de la so­
ciología econíimica.
Des|)ues vino su reducción al ámbito de Iíls empresas y el mercado
de iralnijo. Pasó a ser Sociología Industrial y de la Linpresa, liajoel \x>ai-
tivo impulso de la sCK.*kílogia de las organi/.aei<*nes, que sin duda signifi­
co un paso imponanre al subrayar la ivlcvancia de las estructuras infor­
males, las funciones latentes, los mecanismos de negociación y conflicto,
etc. (descuidando de paso, por cierto, su estructura form¡il). pero que, al
M i ir iiJ n n F E r ij^ u ita

mismo ricmpo, supuso dojíir de lado el m ercatio. fs w c|uedaría. así, en


las exclusivas mantas de la teoría económ ica conu» escenario de agre;¿a
ción de las preíerencias invididiuües, si l)ieii con tíos salvedadc-s. Una,
las decisiones de Itis consiimidt»res, tras cuyos gustos habría, ahí sí. ca r­
naza para los socióli>gos, jiero sólo en la trastierula tic su acruaci(*>n en el
m ercado: el consum o. ( )rra. el m ercatio tle trabajo, dontle las especiales
caracrerisricas de la m ercancía en juego, la fuerza de trabajo, abrúin las
puertas a la consideración ¿ d hh'tor h u m w o: sistema educativo y cuali-
ticación, actiuides ante el em pleo, grupos de riesgo, Lliscriininación, etc.
La dicotom ía entre m ercados y organizaciones, los primeros para el
econom ista y las segundas para el sociólogo, llevó a la elisión del p ro ble­
ma del poder. P or una parte, el m ercado quetiaba libre de toda sospe­
cha al definirse precisam ente com o una relación entre iguales — para lo
cual bastaría con que fueran iguales, form alm ente iguales, en la relación
misma— , tal com o llegaría a expresarse de form a diáfana en la term ino­
logía hoy tan en usoí jerarquías y m ercados, dos conceptos pertenecien­
tes a órdenes distintos (en vez tle organizaciones y m ercados, o jerarquía
e igualdad, jerarquías y grupfJS, que son pares tle co n cep to s co m p le­
m entarios). P or otra, las organizacionc-s no tardarían en ser abordadas
destic la j>erspectiva tiel m ercado, ct>mi> sucede cuantío se contem pla la
relación entre el capital y el trabajo — o. más ampliamente, entre em plea­
dores y em pleados-- com o mera relación de m ercado o con la teoría
necánsritucionalista de la empresa.
A unque algunos relevantes econom istas hubieran insistido en que la
figura del hom o cecon om km no debería entenderse com o una co n cep ­
ción reduccionista de la conducta hum ana, ni siquiera de la conducta
económ ica, sino com o abstracción de mi aspecto del com portam iento, la
red u cción racionalista y utilitarista de la acción no sólo ha im perado
prácticam ente indiscutida en la teoría económ ica, sino que ha funciona­
do com o linde de los dom inios de ésta y ha hecho im portantes incursio­
nes en la teoría sociológica, a m enudo presentándose a sí misma tanto
com o la única racionalidad posible cuanto com o el único mícrofunda-
m entó imaginable. Así, el m ercado se supone (objeto exclusivo de la leo
ria económ ica porque, dada su im(X'rsonalidad, nada debe interlerir en
él los designios de la racionalidad instrum ental: la organizaci(3n (la em ­
presa). a pc$í\r lie la densidad de su estructura, es ya asaltada pt>r nuevas
variantes del lu w lasicism o ; incluso terrenos que parecían al margen del
w easm ifig r o J y tlel cash nexus, com o la familia, son <ibjcfo de las incur­
siones más audaces. «d'tKltt lo que se creía f>ermanentc y [XTOnne se dcs-
viuieceen el aire»: Marx Jixit, B erk er/a á t
h f/fo Ju u /ó ft XI

Las páginas siguientes se ordenan en to m o a los problem as arriba


señalados. }',\ prim er cap ítu lo abord a el con traste en tre Sociología y
Lconom ía. El segundo se detiene en la visión socioliígica de la sodedad
industrial y de su evohicÍ*>n. El tercero está dedicado a una breve consi
deración del surgim iento y de la Sociología Industrial y de la Em presa
com o disciplina. El cuarto se ocupa de la relación entre ésta y otras st>
ciologías especiales, partículam icnre la socicilogía dcl trabajo y la de las
organizaciones. El quinto discute la idea económ ica de la acción hum a­
na com o instrum ental, racional y m axim izadora. L os tres capítulos s i­
guientes, sexto al octavo, abordan respectivitmente las otras reduccio
nes teóricas m encionadas: la elisión de la econ om ía no m onetaria, la
lim itación del ám bito de la sociología al estudio de las organizaciones
con exclusión del m ercado y la elim inación del poder del ám bito de Lis
relaciones económ icas. El noveno está consagrado a la problem ática de
la desigualdad asociada a la estructura económ ica. El décim o y último se
ocu p a, co m o cierre, del resurgir d e la sociología eco n óm ica y de sus
(xrrspcctivas.
1. IX J S D IS C IP L IN A S , LX,)S C A M IN ÍJS

Lii p ro xim id ad que p udiera hallarse en tre la eco n om ía y la sociología


clásicas o , si se prefiere, en tre la econ om ía política de los siglos x v m al
XLX, p articularm ente d e Smith a Mili, y la sociología fundacional del XLX
y principios del X X , de Saint-Sim on a D urkheim , se fue d esvaneciendo a
m edida cjue am bas disciplinas se consolidaron. La econ om ía fue p ro g re­
sivam ente d ecantand o sus supuestos, delim itando su ám bito y estilizan
d o su aparato m eto d o ló g ico y técn ico , y to d o ello, en gran m edida, p or
la vía de renunciar a una buena parte d e los p roblem as y los m étodos de
investigación acep tad os en la sociología y otras ciencias sociales; y, sobre
to d o , se deshizo ilel calificativo de “ política’’ en su esfuerzo [)or ser y p a­
recer una ciencia libre de valores. L a sociología, p o r su parte, fue am-
j-tliando más y m ás el abanico de sus intereses desde la inicial co n ce n tra ­
ción en los efectos d e la industrialización hasta intentar ab arcar todos
los p ro ceso s sociales, al tiem po q ue ren u nciaba cad a vez m ás ab ierta­
m ente a la unidad m etodohígica en aras d e un saiw eclectidsmo; en el c a ­
m in o, ad em ás, lú e a ce p ta n d o la definición d e la realidad eco n ó m ica
ap ortad a p or ciencia eco n óm ica y, sobre tod o , dejando a ésta co m o ob-
serv'adora única del m ercad o.
Sin duda esta divisitin era inecátable y n o cab e lam entarse de ella en
n om b re de una im p robab le, si es que n o im posible, unidad d e las cien ­
cias sociales, al m enos una vez q ue éstas co n o cen ya cierto g rad o d e de-
sarroDo, P o r o tra p arte, probab lem en te fue la división posible, pues de
un ám b ito tan com plejo co m o la sticiedad y con n uestro nivel de co n o c i­
m ien to actual sólo p ued e d esp eg ar una ciencia altam ente form alizada
sob re una base epistem ológica y m eto d o ló g ica fu ertem ente restrictiva
co m o la que ¡iroporcion an los supuestos de csca.sez y co n d u cta m axim i-
zad ora y el n u m erario del d in ero . P e ro este p ro ceso , con indudables
ventajas, tuvo lambién costes para am bas disciplinas. Para la econ om ía,
croo , una huitla hacia d elante con sisten te en confiarse cad a vez m ás a
m od elos cre cie n te m e n te d esco n ectad o s de la lealidad y en arru m b ar
m ás y m ás problem as al cap ítulo inexcrutable d e las variables exógenas
o la co n d u cta no racional. P ara la stxio lo g ía, en con lraparrida, la reniin-
- M cm aw f F Eit^rti/i¡

cia a cMudiar dt* manera consisrenie la in>tiitición más imponante de la


realidad cconómiea: el mercado.
r.n el camino, cada una de ellas lia loj:rado desarrollar una párente
incomprensión de la otra. Scliumpetei ya Í>n)ina> hace motlio siglo so
bre cómo <vcl soci<>logo y el v;conv>mista tí[>icos saben [ h >c o — y aun se
precK’Uf'an menos ~ de lo que hace el otrf> v f>refieren usar una sociolo­
gía primiiiva el segundo y una economía primitiva d piiinero, ambas
de cosecha propia, que aceptar los resultados protesionales del otro
grupo.»* Quizá la mejor prueí>a de esa incomprensión mutua esté en
cómo cada campo ha tratado de marginar u olvidar a aquellos que en
sus filas han intentado plantear los problemas o emplear los métodos
del otro: la Escuela Histórica alemana. Schumpeter v Veblen entre los
economisias o los partidarios de la elección racional entre los sociólo
gos. por no pt^ner sino los ejemplos más obvios. El caso más patente es.
no obstante, el de Marx, a veces negado por tirios y tróvanos: demasia­
do normativo parados economistas y demasiado especulativo para los
sociólogos, aunque tozudamente inevitable tanto para unos como para
otros.
Sociología y economía resultan diforcnciables de modo sistemático
casi hasta la saciedad, quedando al gasto de i|iiien aborda la conipara-
cu'm los mayoivs o menores grados de detalle y de exhaustiv idad C( »n los
que alinearlas. Ac|ui seremos parcos y tíos limitaremos a traer a colación
algunas diferencias esenciales, en concreto la cicccicin de los actores so
cíales a estudiar, la lógica que se presume en su acción, la relación entre
la re;ilidad económica y la realidad social v los métodos de iiivestigaci<>n.
Dig;imos ya, sin embargo, y de una vez |>or tixlas. que no nos referimos
ni ¡XHlemos referirnos de modo exhaastivo a toda la sociología y a roda
la economía, sino a las corrientes dominantes en cada una de ellas. Del
lado sociológico, lo que píxlrúunos llamar la sociología estructuralista.
entendiendo este adjetivo, en un sentido blando, como aplicable a cual­
quier concepción que suponga que el iiulividuo es lundamentaimente
un producto de Ja sociedad, lo que incluye a corrientes tan variadas
como el estmciural-funcionalismo, el marxismo o la llamatia conflictual.
YK'To n<). por ejemplo, la teoría del mtercambio o la de la elección racio­
nal. Del ladoconuMiiico, la economía necxlásica, entendiendo por ral la
que estudia los cslatlos de ctiuilibrio como resultarlo de la agregación de
condiicra.s maximizadoras en contextos más o menos compr iilivos. lo
que incluye desde el núcleo neoclásico hasta los neoinstitueionalistas o

Schunijxrtírr. IVS4 : í>2-63.


[kts Ji\i iphna\. líos (iifn¡}{<n ’

lii nueva eeoiuMiiía de la familia, pero no a los antiguos in^iriu ionalisras


ni a los marxistas.
La primera ditcTcncia obvia entre economía y sociología está en su
énfasis respectivo sobre el individuo o el grupo — o. ix>r mejor decirlo,
sobre los comportamientos colectivos comr> resultado de la agregación
de conductas individuales y sobre el individuo como producto de la so­
ciedad. En la perspectiva de la economía, el individuo es el pnus que se
explica a sí mismo y a partir del cual puede derivarse la realidad social:
en la de la sociología, la sociedad es la que proporciona al individuo
existencia como tal, es ella precisamente la que permite la individua­
ción. El homo a'conomiais persigue su utilidad individual, aunque pue­
da llegar a hacer propia la utilidad ajena o social; el homo sociologiaa
desempeña su papel social, aunque encuentre espacio para pcrsonali-
zarlo. A la unilateralidad de la sociedad como agregado de individuos se
opone la dd individuo hipcrsocializado. En las palabras burlonas de un
economista, «toda la economía trata de cómo las personas llevan a cabo
sus opciones, [mientras que] toda la sociología lo hace de cómo no tie­
nen opción alguna.»’ En la expresión más grave de un sociólogo, la ct'r>-
nomía trata de «los usos dternativos de medios escasos [lara la satisfac­
ción tle las necesií.ladcs» y la svxiología «del papel di* los fines últimos
comunes y las actitudes que subvacen y se asocian a ellos.»^ La econo­
mía ticiitlc casi irresistiblemente a lo que SchumiKtcr demiminó el «in­
dividualismo metodológico»/ mientras que la sociología se siente casi
irremediablemente inclinada ol holismoA
La tiicoiomía anterior se prolonga en otra solnela acción individual
y social. El economista parte de un modelo de acción racional modelatlo
sobre los cimientos del utilitarismo, aun cuando hayan abundado y has­
ta prosjxrado los esfuerzos por sustituir cuiilquier idea de utilidad obje­
tiva por la utilidad subjetiva, la utilidad individual por la utilidad social
(esto sólo de forma ocasional, ciertamente) o cualquier tipo de utilidad
por el concepto más limitado de las preferencias reveladas; en todo
caso, la acción racional implica preterir más a menos y hacerlo de modo
consistente v transitivo, para que la matemática luncione. La raciona­
lidad de la acción se reliere esencialmente a la rclacrión entre medios y
fines, siendo sus propósitos maximizadores (o, en el peor de los casos, op-

■ Duesenb<rrry . I % 0 : 2 ^V
ÍMrsons, 195 i: 526 29.
■* Schumpclcr, 19(I8:‘X).
' V HournCiUiJ, 1982: P>(>-9X Dunu'»ni, |97V: 145.
4 hÁariano /*. Enguiía

liinizaclures o simplemente satislaao res — aatisfivng). lin la f)en>ixfctiva


de la socioloj^ía, sin em bai j;o, la acción puede o lx'd ecer a una nama más
amplia y diversa de motivos, siendo o no racional u obedeciendo a o tro
tipo de fines, p or ejemplo a valores morales. FJ análisis económ ico co n ­
sidera la racionalidad co m o un supuesto, mientras que para el análisis
sociológict> es una variable.^
Para la ciencia económ ica, el entorno social de la econom ía, el rc'sto
de la sociedad (por ejemplo, la utilidad cardinal que obtienen los indivi­
duos de los bienes que adquieren o a los que renuncian, o los mecanis­
mos p o r los que se forman sus gustos y que dan lugar a sus preferencias),
es algo d ado, exógeno, de la misma form a que lo es, pongamos p or caso,
la naturaleza para la ciencia sociológica. L a realidad económ ica, en co n ­
secuencia, se contem pla com o una estera separada de la sociedad, con
una lógica interna au tocon ten id a y suficiente. Kn con traste, desde el
punto'de vista de la sociología, la esfera económ ica es una estera encaja­
da — incrustada o em potrada, enibedded, p or decirlo literalmente con la
quizá exagerad a expresión de Polanyi— en la sociedad. L a corriente
principal d e la sociología sin duda ha cedido parcialm ente en considerar
el m ercad o, o una buena parte dei mismo — excepción hecha del m erca­
do de trabajo— , com o un subm undo aislado en el que reinaría indisai-
tida la racionalidad utilitaria, pero al menos ha considerado el consum o
individual, la producción cooperativa (la em presa) y el m ercado de tra­
bajo com o instituciones eminentemente sociales.
L a concepción del acto r conlleva una concepción correspondiente
del observador. Puesto que la conducta económ ica del acror c-s — siem ­
pre sq?ún el ecx)nomista— una co n d u a a racional, en todo momcmto h a­
brá un one besl tvay de actuar, y, com o ser racional en econom ía es co n ­
seguir m ás p o r m enos, tal con du cta puede ser deducida. E sto implica
que el científico en realidad ni siquiera necesita observar, sino que p ue­
de permitirse deducir y predecir. De ahí que su principal instrumento
sea la m odelización y que pueda m antenerse elegantemente au dessus de
la melée. A düerencia de esto, el sociólogo aspira menos a predecir y se
conform a norm alm ente con describir o explicar, salvo en cam pos muy
específicos y normalizados de la vida social (co m o el voto político), para
lo cual precisa una mayor base em pírica, incluso p or el penoso procedi­
m iento de inm iscuirse en la situación c-studiada.' Su dificidtad estaría
más bien, al m enos en la trailición interpretativa, c-n llegar a com prender

” Sáncheombe, l9S6b: ‘I S.
' Saedbcrg. 1‘Mte: ¿65.
Dos Jisaphrtdi. Jo s m nim os 5

los iiK)Uvos J e las acciones que observa, es decir — lo que^ según M a­


chado, es más difícil— , en c-siai a la altura de las drcunstariáas. E x tre ­
mando el contraste se ha diclio que una y otra profesión se caracterizan,
respectivam ente, [xir sus modelos limpios y sus manos sudas? De ahí
que la econom ía privilegie el análisis, los m étodos formales, la matemaii-
zación, mientras que la sociología se rep an e entre un conjunto de m éto­
dos distintos, incluidas la com paración sincrónica (el métcKlo com p ara­
tivo en sentido limitado) o diacrcinica (liistórica).^
U no de los principales reproches no sólo de la sociología, sino tam ­
bién desde el m undo p ráctico de la econom ía, en particular de la admi­
nistración de empresas, a la ciencia económ ica es precisamente su ten ­
d en cia a desligarse d e los d atos em p írico s. Von M ises veía ahí la
fortaleza d e la disciplina, en el h echo de que «sus teorem as concretos no
son susceptibles de verificación o falsación alguna en terreno de la exp e­
riencia», p or lo cual no estarían sometidirs a o tro tribunal que el de la ra­
zón.'* P ara otros ecxmomi.stas, sin em bargo, «el entusiasmo acrítico por
las formulaciones matemática.s» era y es más bien un azote de la profesi-
só n ." En un lugar interm edio, es una posición bastante com ún la que
p arece seguir el proverbio chino que un ilustre político español imjx>ttó
entusiasmado hace pocos años: gato blanco o gato negro, lo imfwtante es
(fue cace ratones, que podría resum ir la idea de quienes suponen que
n ada im p orta que los su pu estos d e la teoría tengan m u ch o o p o co
que ver con la realidad si .se muestran útiles a la hora de hacer prediccio­
nes (lo que suele llamarse la tc*sis instrumcntalista, o de la irrelevenc'ia de
los supuestos),'^ El reprocire inverso h a sido hecho desde la econom ía a
la sociología: su incapacidad para p redecir y su tendencia a las teoriza­
ciones ad hoc. También en este caso, no obstante, podem os en contrar
voceros de esta crítica en la casa propia, sin necesidad de cruzar al otro
lado de la calle, M erton, p or ejemplo, criticó incesantemente la tenilen-
cia de la sociología a recurrir a las hipótesis post factum, de «bajo nivel
probatorio».’^

' Kirsch, .Michads y l'ricdman, 1986t 7


^ Sinclscr y SwcJI ht ^, 1994:7.
«' Mi.ses. 1949: S5«.
“ 1971: 1.
“ FricdniiUi, I95>: X-14.
■> Menon, 1957a: 101.
2. IN D U S T R IA , E C O N O M IA V SO C IED /V D

L a S o cio lo g ía n a ció , en g ran m ed iíla, c o m o S o cio lo g ía In d u strial,


C o m o se ha señalado hasta la saciedad , es el fuerte im p acto de los c a m ­
bios vinculados a la Revolución Industrial lo que p ro v o ca la reflexión
global so b re la sociedad que d a lugar a la E co n o m ía P olítica y a la S o ­
ciología. N o se trata ú n icam en te d e la industnalización p ro p iam en te
d ich a, sino tam bién d e los p rocesos co n co m itan tes y m u tuam ente c o n ­
d icionad os d e urbanización, form ación <le los estados nacionales, d esa­
rrollo d e la ad m inistración p úb lica, secu larizació n , m o d ern izació n ...,
p ero , si así se configura un cam p o m ás am plio, tam bién hay que su b ra­
yar la im p ortancia especial de uno m u ch o m ás específico e im p acian te:
la nueva láb rica y la nueva clase t>brera. Saini-Sim on escrib e D/i ¡ysíe-
me tndustnel y el Cdthedsme des indiisíneh, y tanto él co m o C o m tc y
S p cn ce r caracterizan su ép o ca co m o la é|K)ca hiduslrud. Sim ilar es la
caracterizaciiín de E oixmiz, von Stein, a quien se atribuye la paternidad
d e la e x a cta exp resión «socied ad in d u strial»,’ que tanta fortuna haría
co n posterioritlad.
L o que quiero señalar es que, p ara estos p rim eros sociólogos, tanto
si con tem plan lo que sucede ante sus ojos d e form a predotninantem ente
pesunisia, co m o von Stein, u optim ista, co m o C o m te, y no im p orta que
propí.)ngan intervenir p ara d om in ar ese despliegue d e tuerzas, co m o
Saint-,Simon, o abstenerse p o r e n tero de h acerlo, co m o Spcncer, identi­
fican el p ro ce so de ctim bio social con el desarrollo d e la industria tout
court. en sí y p o r sí, co m o la culm inación natural e ine\'itable d e una lar­
ga p ero previsible, o al m enos com prensible, y lineal evcilución histórica.
Para Saint-Simr>n y C o m te, la etapa industrial es también la etapa últi­
m a, científica y positiva, de la larga m arch a d e la hum anidad. Sin o tra
pretensión q ue la ric «fo m en tar y exp licar lo inevitable»,^ Saint-Sim on
a.segura q ue «la revolución está muy lejos d e h aber term inado, y lU) ter
minará m ás ijue con la plena realización del fin que el i>roeeso histórico

' Geck. m si.


- <.,il,ido pH->r Nisbei, 198U: 550.
¡nJu^lrut. <fiOftOf^¡hÍ V lOcVc’Jiíu 7

le lia asignadi:», con la torm acion del nuevo sislenia |io!iMco»d es decir,
con la snstiti ición del sistem a tciulal, teologice y militar p or el industrial,
cieniílico y ptisitivo. C o m o su m aestro, « C o m te acep ta la industria sin
d u d arlo », augura para científicos e industriales el papel g obertiante y
d esprecia los «d ogm as m etafísicos» co m o la liberiavi, la igualtlad y la so
beranía popular,' lo que quiere d ecir que sustituye la prilítiea p o r la tec-
iRK iacia, que ve en la industrialización el final d e la historia. « H e m o s re ­
c o n o c id o q u e lo m ás se le cto d e la h u m an id ad [ ...] llega ah o ra al
advenim iento d ire cto d e la vía plen am en te positiva, cuyos principales
elem entos han recibido ya la necesaria elaboración parcial y n o esjxtran
m ás que su co o rd in ació n general para con stituir un n uevo sistema so ­
cial, m ás h om ogéneo y estable q ue jamás p u d o serlo el sistema teológi­
co . p ropio de la sociabilidad p relim inar.»' Spcncer, ap arte d e alguna o s ­
cu ra y parentética alusión a un posible fu turo en que se trabajaría para
vivir en lugar d e vivir para trab ajar y se dcilicaria el tiem po a actividades
m as elevadas, percibió y quiso exp licar la historia más |iróxima co m o la
transición firme y defitiitiva d e la sociedad militar (y militante, en a ia n to
que el ilulividuo se identifica con el tod o) a la socieilad industrial, p ro ­
bablem ente con la inutquilidad añadida d e que la separación en tre fa­
milia, estado y econ om ía y el desarrollt> d e la división intra e interenipre-
sarial en ésta satisfacían su idea m as g en eral d e la ev o lu ción c o m o
diferenciación social, eom plejizacitin del to d o y especialización d e las
partes.''
L a siguiente generación d e sociólogos intentó ser m ás precisa en la
caracterización de la sociedad. P ara M a rx , la sociedad d e su tiem po es
capitalista, no sim plem ente industrial. N o se trata tan sólo d e p ro d u c­
ción cocvpeiativa, suio d e traba|o asalariado y subordinado al capital; nc>
m eram en te de la dim ensión supraindividual alcanzada p or los m edios
d e p ro d u cció n , sino d e que son objeto de propiedad privada; no ya d e la
división del trabajo, sino d e la división social a través del m ercad o y la d i­
visión m a n u fa ctu re ra en el in te rio r del p ro c e s o p ro d u ctiv o ; n o del
p ro ce so ile trabajo su p ed itad o a la m áquina, sino de la e x tra cció n d e
plusvalor relativo y la subsunción (subordinación) real del trabajo en el
(al) cap ital. D esde una p ersp ectiv a ep istem o ló g ica, M arx rep resenta,
frento a la visión naturalista o racionalista de la realidad econ óm ica pres-

' Siiim-.Siiiioii, 1820. (7.


■' Nisbet, l'tSO: 558-59.
' Comte, 1.S30-IS42: S 57; recocido en Iglevia:-. Animberri y Zúñi|,;a. 19.80; 385-8t).
' Spcncer, 187().
8 Mariano F F'ng,utta

pía de líi teoría económica, la radical afitmación de su carácter social:


«Al decir que las relaciones actuales f.,.] son naturales, los economistas
dan a enten<ler que [.„] son leyes eternas que deben regir la sociedad.
Por tanto, ha existido la historia, pero ya raí la hay.»' más característi­
co del análisis marxiano es, sin duda, su idea del modo de producción
capitalista como un sistema que lleva en sí las fuerzas que lo dcstniirán;
una clase obrera cada vez más numerosa y depauperada (al menos en
términos relativos), la concentración de la propiedad, la progresiva de­
saparición (fundamentalmente riúna) de las clases medias, el contraste
entre la universalidad de la producción y la unilateralidad del proceso
de trabajo, la acumulación excesiva del capital y la caída tendencial de la
tasa de ganancia, la disociación de compras y ventas y su expresión en
crisis comerciales, la obstaculización del desarrollo de las fuerzas pro­
ductivas por las relaciones de producción, la ubicuidad e irreduaibili-
dad de la lucha de clases... En suma, una descripción de la dinámica del
capitalismo ascKÍada a un conjunto de predicciones nunca cumplidas
(quizá, en parte, por haber sido formuladas: «la naturaleza no leyó a
Daruán pero la sociedad sí leyó a Marx»*). Pero también debemos a
Marx otras aportaciones que son hoy parte irrcnunciable del acen,'o —
algunas incluso del patrimonio ganancial y comparridtv— de la sociolo­
gía económica, intlustrial, ile la empresa, del trabajo; la alienación en el
trabajo, la división mamilacturera del trabajo, los efeettw tic la maquina­
ria, la tendencia del cajiital a invadir su periferia geográfica (las colonias)
y económica (las otras formas de producción), las crisis de acumulación,
etc. Además, no obstante c! inaimplimiento de las predicciones marxia-
nas sobre la explosión o el hundimiento del capitalismo, su visión dico-
tómica de las clases sociales en tom o a la propiedad de los medios de
producción ha tenido una enorme influencia, alcanzando virtualmente
a todos los campos de la sociología en lo que puede considerarse el caso
más claro de idea penetrante y expansiva sobre los efectos de la indus­
tria sobre la sociedad.
También W eberfue más allá de la simple caraaerización de la socie­
dad de su época por su componente más visible, la industria. Com o
Marx, consideró que el elemento principal y motor de su economía era
el capital, pero no tanto como creador de riqueza, p-alanca de progreso o
meciuiismo ile explotación cuanto ctimo ejemplo paradigmático y pun­
ta de lanza del proceso más amplio de racionalización y burocratización

' .Marx, 1847: 177.


' I«imo lie Kspinosn, 1990: 138
Industria, economía y sociedad 9

V
de todas las esletas de la vida social: la economía, la política, la milicia, la
cxlucación.’ Como Marx, evitó la visión lineal común en los precursores,
si bien por un procedimiento distinto: no iwr creer que el capitalismo
fuese una lonna histórica y transitoria, sino (.K>r considerar que sólo'se­
ría plenamente viable en las cotirdenadas culturales creadas en Eutópa
por el crisrianismo y, en particular, p>or el ascetismo protestante (hipóte­
sis hoy también desmentida, esta vez por el rápido desarrollo de las eco­
nomías capitalistas del sudeste asiático). Su especial relevencia pata el
análisis sociológico de la realidad económica viene más bien de otros as­
pectos que de la caracterización general de la sociedad industrial, con
importantes elementos entre ellos que nos harán volver una y otra vez
sobre él en los sucesivos apartados. Primero, de su análisis de la buro­
cracia, precedente de la sociología de las organizaciones; segimdo, de su
caraaerización del mercado com o escenario de relaciones de poder,
tercero, de su tipología más amplia de la acción social, racional o no;
cuarto, de su intento de abarcar de modo exhaustivo todos ios aspectos
de la economía, que lo convierten quizá en el mejor pionero de la socio­
logía económica. Por otra parte, la vocación de exhaustividad de su so­
ciología económica le llevó a una caracterización menos ambiciosa y
más plural de los efectos de la industria sobre el atnjimto de la sociedad
(si M arx sobrestiraa y ve de modo unilateral la ditiámica del mcxlo de
producción capitalista, Welter la subestima y la ve de modo casuístico,
tal como lo muestra la importancia difícilmente explicable que atribuye
a las «clases propiaarias», etc.) y a no olvidar el momento final del pro­
ceso económico, el consumo, al que concede una especial relevancia en
la formación de los estamentos en una línea que concuerda con Veblen y
conduce a Bourdieu.
En este ámbito, la obra de Durkheim es, sin discusión, la menos
atractiva de la trinidad fundacional. Su análisis de la división del trabajo
es poco más que una prolongación de la idea spenceriana de la comple-
jización y la diferenciación social, combinada con la dicotomía omnipre­
sente en la sociología clásica: statm /contrato, comunidad/asociación,
que el sociólogo francés bautizará, algo estrafalariamente, como solida­
ridad mecánica/orgánica. Si acaso, cabe mencionar que elaboró y Ic'gó
un interesante análisis, aunque altamente especulativo, del origen de la
propiedad y :ilgunas observaciones no destleñables, aunque (ji imarias,
s<ibre el mercado y los precios. Fuer.» de esto, su tratamiento de la vida
económica fue más bien excepcional y francamente chocante, pues no

■* Wc(ier, 1922: I1. 756-5S, UXil.


Marfuno F. Finf^urfa

de orro nicuJo puede resultar su caraacrización de las crisis industriales


y del conllicto entre capital y trabajo como formas de anomía*'^ o su inu­
sitada — viniendo de quien viene— critica de la herencia.'* Sin embar­
go. puede afimiarse que de su ctinsidcración abs^racta de la división dcl
trabajo, es decir, de la diferenciación scK'ial. arrancan tanto las formula­
ciones todavía más abstractas de Parsons sobre la diferenciación estruc­
tura] y las relaciones entre la economía y la sociedad cxrmo la visión me-
riuK-rática de ésta, en torno a aquélla (de la distribución de las
recxjmpensas sociales sobre la base de la estructura del empleo), propia
del funcionalismo.
A los análisis iniciales de Marx, Weber o Durkhcim, centrados en la
acumulación del capital, la racionalización y burocratización o la división
del trabajo, seguirá un largo debate sobre los méritos respectivos de cada
interpretación, pero también una larga colección de nuevas caracteriza­
ciones de la sociedad. Es impensable dar cumplida cuenta aquí de ellas,
en especial por cuanto éste no es sino un aspecto, y no el central, sea de la
SocKík^á Econónuca o tle la Stniología Industrial y de la Empresa. Pero
merece la ¡lena detenemos en algunas grandes corrientes que, por su im-
p a a o y significación en el (tensamiento sociológico y, miís en general, so­
cial. no pueden dejar de ser tomadas en considcractón en el análisis de la
eccrnomía y el trabajo. No se trata de cxirrientcs idemificablc’S como tales
por su caráaer de “c-scnielas académicas”, sino por los motivos ceiitmles
de sus planteamientos. Me refiero, concretamente, a motiv<» como el c-a-
pitalismo tardío, la burocratización general de la sociedad, la estabiliza-
cicMt cid capitalismo demtKrático, d post-industrialismo y el post-trabajo.
Entiendo por idea del capitalhnto tardío rodo un conjunto de inter­
pretaciones que, de un modo u otro, consideran que el capitalismo hace
más o menos tiemfw que se sobrevive a sí mismo, con el resultado de
una creciente proliferación de manifestaciones de decadencia, conflic­
tos intemos difícilmente .solubles o irresolubles, etc. El ténnino capitalis­
mo tardío (Spatkapitaksmus) fue acuñado por Sombart para designar un
tercer y último periodo del capitalismo, tras d primero o temprano y d
segundo o pleno, en el que la empresa capitalista pierde peso respecto
de otras normas de producción colectiva (estatal, e tc ), la prcxlucción se
burtxratiza y decae la mentalidad empresarial; un periotlo t]ue d autor
siiuaria a partir de las postrimerías ele la Primera Guerra Mundial, si
bien él no pensaba en absoluto en un derm m be dd sistema. Sí lo hicie

■** IXirkhcini, 1895:


** Durkhcim. 1912: 2M tVpasstm
¡nJusínu, economía y sociedad 11

ron así, aunque sin usar la expresión, dos autores que, si bien no pueden
ser considerados sociólogos en modo alguno, no por ello han dejado de
tener, a través de su influencia política directa, una fuerte influencia teó­
rica indiieaa sobre la sociología. Me refiero a Lenin y Luxemburg, tuya
itlea del impermlismo como ¡ase superior — y Anal— del capitalismo gira
en lom o a la convicción de que la acumulación de capital encuentra
límites insuperables en las fronteras nacionales que fuerzan a la clase ca­
pitalista a buscar nuevos mercados fuera de las mismas (I^enin) y arra­
sando ios sectores periféricos restantes en su interior (Luxemburg).'^ La
economía marxista posterior, en particular la economía política, insistió
sobre la idea de la creciente inestabilidad, la decreciente rentabilidad y
la menguante racionalidad del capitalismo, bajo denominaciones como
capitalismo monopolista,'^ capitalismo monopolista de Estado,'^ neocapi-
taltsmo" o, de nuevo, capitalismo ta rd ío .Llama la atención cómo cierta
versión de t*sta idea ha ganado adeptos entre autores caracterizados por
una optosición frontal al marxismo p>ero que, al mismo tiempo, son pro­
fundos conocedores de la obra de M arx y reconocen en ella una buena
caracterización de la sociedad de su época, a la vez que participan de su
fascinación ante el ímpetu del capitalismo Victoriano. Es el caso, creo
que puede afirmarse, de Schumpeter y Bell. El primero, que no tuvo
nunca empacho en declararse prosaicamente partidario del capitalismo
(el sistema es tremendo pero prodiKe riqiic*za, que es de lo que se trata)
y poco amigo dcl socialismo, se mostró convencido de que «emergerá
inestablemente alguna forma de sociedad socialista a partir de una no
menos inevitable descomposición de la sociedad capitalista»,*' cuyas
causas veía, como Sombart, en la pérdida de peso de los emprendedores
en favor de los burócratas entre los empresarios y en el desplazamiento
de los valores por el racionalismo en la cultura. Bell recoge y refuerza el
argimicnto, si bien en otros términos y sin pronunciarse sobre el desen­
lace, al plantear que el capitalismo genera una cultura modernista que
mina su propia base moral, los valores de la modernidad.*®
Una línea distinta, que podría enlazar mejor con la preocupación
weberiana por la burocracia — aunque sin necesidad de inspirarse di-

Liixemburu, I9 l2 ;lm in . 1916


” Barin y,Swe<.“/.y, 1966.
” Sorvin.'WV a/., 19S4.
*’ Gorz, I9W.
Mamlcl. 1972
" Schiiin|ictcr. I9a2: xiii.
'* Bell, 1976.
12 Mtírtauo F. Engm/a

re a a m e n te en W eber— , es la que subraya el p roceso de racionalización,


burocratizacióri y desarrollo de las organizaciones. Puetie subdividirse,
a su vez. en ire quienes centran su análisis en estru cturas interm edias
com o las em presas o, más en general, las organizaciones, y quienes lo e x ­
tienden a cualesquiera estructuras de la sociedad global. E ntre los pri­
meros tiguran pioneros co m o M ichels,'”' aunque su trabajo se centrara
en el caso de un partido |X)litico, y, sobre tod o, Beric y Means. Según és­
tos, asi co m o el sistema fabril puso el trabajo de muchos bajo la autori­
dad de unos ¡xK o s, el de las sociedades p>or acciones sitúa la propiedad
de m uchos bajo el control de una m inoría.^ Aunque la socialdem ocra-
cia alemana estudiada p or Micliels y las corporaciones norteam ericanas
estudiadas p or Berle y Means parezcan no tener nada en com ún, y aun­
que las preocupaciones de los autores fueran de orden muy distinto, lo
que com parten estas dos obras pioneras es que señalan procesos de bu-
rocratización y oligarquización en organizaciones, sean de militantes
políticos o de accionistas propietarios, formadas p or iguales (si bien la
igualdad es entre personas, en el partido, y entre participaciones alícuo­
tas en la sociedad p or acciones). E sta literatura tiene su com plem ento en
la que, p or su p an e, señala la nuJtiplicación y el florecim iento de las o r­
ganizaciones, si bien hay que decir que el asom bm p or tal proceso ha
sido más com ún entre los econom istas, que han vi.sto el contraste entre
L'sa realidad y su concentración casi exclusiva en el estudio del m ercado,
que entre los s o c i ó l o g o s E n un plano más am bicioso, se ha querido
ver en la burocratización un fenóm eno que todo lo invade, desde cual­
quier género de organizaciones, p ro d u aivas o no, hasta la estructura del
estado, y ello sin distinción alguna entre sistemas sociales. L a variante
más fuerte de esta visión se produjo en los años treinta y cuarenta, cuan­
do a los procesos p or abajo d e la burocratización de los partidos y la ac-
cionarización de las empresas se superpusieron los procesos p or arriba
del fascismo y el estalinismo europeos y la socialdemocratización de la
política norteam ericana bajo el New Deai. Surgieron entonces las teorías
de la burocratización universal, desde la versión pionera de Rizzi, pasan­
do p or los plagios más o menos descarados d e Bum ham y .Schachtman,
hasta el trabajo tardío d ejaco b i.^ Finalizada la segunda gran guerra, caí­
do el fascismo, delimitado el estalinismo y disipada la alarma en torno al
Neu' Dea!, la visión iltira (Je la Ijurocratización seria stistituiila p or otra

M icM .e m is.
licrlc y Means. í. S.
Por ejemplo, Boukling, 19.53, y f lirs^liman, 1970.
Rizzi, 1939; Bumhum, 1941; Schuchtnwn. 1%2; fa<x>bv. 1969.
InJustria. economia v sociedad 13

\
más blanda, la de la tecnocracia, en iin abanico que va desde \o%dcúdcrdta
de Mannhcim tai torno a la planificación dc-nuxrática hasta la idea de la ío -
naiadprogramada de 'Iburaine, pasando p or la tccruicslructura del txono-
mista sociobgizante Galbraith y otras cxmstnicciones te<írica,s similares^’
L a estabilización del capitalismo deim xTático puede predicarse, por
supuesto, co m o un artículo d e te o co m o una simple inlerencHa em píri­
ca, {■cero al m encionarla co m o idea-fuerza de una corriente de pensa­
m iento no m e refiero a ninguna de esas posibilidades, .sino a las ideas y
teorías que subrayan la coexistencia entre una esfera económ ica en la
que siguen presentes, aunque sea en o tro grado, los conflictos señalados
del capitalism o decim onónico, los mismos que alim entaron la obra de
M arx y que sirvieron de com bustible a las grandes explosiones sociales
de principios de este siglo, pero, al m ism o tiem po, se desarrollan estru c­
turas políticas que los canalizan y los desactivan a la vez, confinándolos a
una esfera de la vida social y desactivando su potencial antisistémico.
C reo que la irrupción de esta idea puede atribuirse sin discusión a T.H .
Marshall, quien llamó la atención sobre cóm o la progresiva im planta­
ción de los derechos políticos y sociales, encarnados principalmente en
la generalización del sufragio a la clase o brera y la legalización de sus
partidos, los prim eros, y en los derechos laborales (una especie de se­
gunda ciudadanía industrial) y los serc'icios públicos del listado Social,
los segundos, suponía la oposición de la ciueJadanía a la clase scK'iald'*
D ahrend orf, que tam bién hizo suya la teoría m encionada de B erle y
Means (así com o la idea de Geiger, siguiendí» a Weber, d e que la presencia
de las clases se desplazaba hacia el ám bito dcl consum o), profundizaría
en este enfoque, recogiendo incondicionalm entc la oposición entre ciu ­
dadanía y clase y subrayando eJ aislamiento, la institucionalización y la
reglamentación del conflicto industrial’’ y, en consecuencia, el alcance
limitado de la clase (paradójicam ente, la contraposición entre la ciuda­
danía política y la pertenencia de cíase había sido sdialada originalmen­
te por M arx,*’ pero éste pensó que tal dualismo vaciaba de contenido la
ciudadanía, no que piidiera rebajar el perfil de la clase), fin con cepto
más reciente, el de corfinrafismo o neocorpnratismo, abunda en el mismo
sentido pero con otra interpretación: el sistema social, econtim ico y po
Utico se ha estabilizado no tanto porque la ciudadanía borre o relegue a

Mannhoini. 1950; tialbraitíi, 1967; Tonrainc, 1969.


» Maishiill, 1950.
Daíircntiorf. 1957.
Marx, 1894b.
u Mor/iwu F F.f¡¡^ui!d

un sejjundo pluno lus conílictos de clase y oíros conflictos de intereses


com o porque los dislintos g n i [ X ) s se recont»cen muluiimenle le^itiini-
tlad y articulan, a iniciativa o al amparo del Rslado, un sistema de repre­
sentación y mediací(>n de intereses.*' lln paralelo a estas teorías, y vincu­
ladas o no a ellas (jx)sible pero no neccsariíunente vinculadas), podemos
hacer constar las que ponen el acento en el crecimiento de una nueva
clase media como punta] de la armonía social. La idea de que una salu­
dable clase media es la mejor garantía de estabilidad del sistema político
se remonta a los griegos, pero no hay necesidad de ir tan lejos. La teoría
social dcl siglo XX ha vuelto una y otra vez sobre la cuestión, señalando
alternativa o conjuntamente la difiisión del accionariado, la biirocratiza-
cíón de empresas y otras organizaciones, el auge del profesionalismo, la
creciente respetabilicldd de la clase obrera, la expansión de los ser\'icíos,
etc., o, más recientemente, la recuperación de las clases medias patrimo­
niales.-’^ Aunque el análisis de las causas de este fenómeno tiene más re­
lación con las teorías sobre las s o c i e d a d e s q u e enseguida m enciona­
remos, es preciso subrayar este otro aspecto, su carácter de variable
independiente en relación con la estabilidad del sistema.
Pero probablemente los intentos más ambiciosos de caracterizar la
stx:iedad de la segunda milad del siglo .XX sean los que se eenlran en su
carácter pusi-indiatrutl y otras etiquetas Aunque arrumbado ya
en cl baúl de los recuerdos, no debo oKádarsc' su inmediato precedente:
la idea de la convergencia de las sociedades capitalistas y socialistits en
tom o al tipo genérico del industrialismo, a veces asociada a la proclama­
ción del fifí de Lis id e o l o g ía s Suelen coincidir estas construcciones
conceptuales postAo que sea en señalar el peso en aumento de los ser\i-
cios dentro de la economía y el de la información dentro de los servicios,
la proliferación de nuevos grupos de profesionales y técnicos, la impor­
tancia creciente de la tecnología y la innovación tecnológica en la pro­
ducción y otros elementos menores asociados. La expresión sociedad
post mdustrial ha sido utilizíida por Kahn y Wiener, Richta, Touraine y
Bell,^* sobre lodo Bell, pero no han faltado otras parecidas: de post-con-
sumo de masas (Kahn y Wiener)/^ teciKxrrática o programada (Toiirai-

S d m iiiicr, iy7-l; P íiniidi, iy K l;S o lc . 1988b .


Rfimcr. ( ¡oUlIn)p[>r íY////:. 1968;*. !%8 b. I9ti9 .
^ V’/(/Oony.¡ilt'Z Bhihco. W 89.
K orr e¡dhi I% í); Lipset. 1S>60; B d l, I% 1 ; A ro n , l % 2 .
*' Kühn y WieritT. I% 7 ; Riduj. 19(>S; TiHifuinc, I% 9 ; Bell, 1973. V también [)ah
re n Jo r t. 1957.
'* Kahn v W ien er. 19fa7.
//>,//< 5/r/.7, t-COtUDUUl V SOCU'tUJ !5

nc).^’ acliva o posi-m otiorna íF.fzioni)/'* lecnerninica (Brzezinski)/'


post-civilizada iBoiilding),'^ de la tercera ola (Toílcr),'^ informacional
(Masudíil,^^ post capitalista (D n icker)/ ' Sin necesidad de presentar los
tietalles de cada una de estas caraaerizaciones, puede señalarse que los
(adores arriba señalados son comunes a tcxlas ellas y. ademas, lian rec<'-
rrido por cuenta propia cl pensam iento social de buena parte del
siglo XX. El aumento dcl peso mlarivo de los servicios al paso del ilesarro-
lio económico fue señalado ya al final dcl siglo XVir por William Petty, en
\irrud de lo cual se conoce precisamente corno ley de Petty, y ha sido un
lugar común en la economía del desarrollo al menos desde la obra de
C. Clark.*^" Más que en la parte del producto interior bruto imputable a los
servicios, la sociología se ha fijado en la parte del empleo debida a ellos y
en el desarrollo y las transformaciones de las ocupaciones y profesiones
correspondientes. Así. las teorías sobre el aumento y consolidación de
una nueva clase media han señalado por lo general que, lo que tenía de
nueva, era el desempeño de ocupaciones profesionales y técnicas ubica­
das directamenie en el sector ser\'icios o consistentes en ocu(>aciones de
ser\ácios internalizadas \xw la industria, y que un elemento esencial de
c-sa novedad era la ciialiticación creciente de esos empleos, o al mentís
sus requisitos educativos, y su (xisición de autoridad dentro de la jerar­
quía |ir<xluctiva o frente al público. Se ha hablado, así, de una nueva cla­
se de serviciad' iutelecítudd^ profesiomüd^ directiva-profesiotudd'^ etc.,
con distintas connotaciones y delimitaciones (del otro lado, para hacer
un hueco a los nue\'OS sectores sociales en un capitalismo naila [n^st. se
hablaría en la sociología marxista de una r?uei>a clase ohrerad^ una nueva
pequeña burguesía.^ posiáones d e d ase contradictoriasd' etc.). Las teorías

Touraine, 1969.
Etzioni. 1968.
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16 M jrn m o f Encurta

(Je la so cictlad post-industriiil y asim ilables, en fin, lian p u esto especial


(.■nfasis en señ alar el nuevo p ape! del co n o cim ie n to , la uícnica, la cien cia,
el sabci' n o clirecrm nente p ro d u ctiv o , e tc . en la so cied ad , noved ail c o n ­
siste n te en u n a im p o rta n cia a u m e n ta d a , en co n stitu irse c o m o fuerza
p ro d u ctiv a directa, en c re a r una m ay o r propt»rci«ín del valor añ ad id o , en
re n o v a rse y q u e d a r o b s o le to siem p re m ás v elo zm en te, en p ro y ectarse
so b re el co n ju n to d e la o rg an izació n social, e tc. Así, R ichta an u n ciab a a
finales d e los sesen ta la revolución áentífiai-téaiica,^ q u e o tro s p refirie­
ron co n sid e ra r la tercera revoluaón industriat'' o sim p lem en te tecnoló­
gica.'^^
P a ra q u e n o p o d am o s ser víctim as del ab u rrim ien to , h oy asistim os a
o tra varian te d e lo piost: la so cied ad del post-trabajo. A u n q u e p end ien tes
tod av ía d e la ap arició n d e un n u ev o Bell q u e co n sag re el n u ev o lem a,
aquí y allá su rgen v o ces que an un cian nuevos ad venim ientos. A v eces se
tra ta sim p lem en te d e una n ueva caiclta d e tu e rca Sf'ibre tó p ico s a n terio ­
res, c o m o cu a n d o se p ro cla m a el pa.so d e la so cied ad d e scrv'icios a la del
autoservicio.'*' O tra s, d e p ro fecías m e rca d o té cn ica s tras las q ue aso m a el
p lu m e ro d e alguna q ue o tra profe-sión co n fesan d o g ratu itam en te su d e s ­
c o n c ie rto o v en d ien d o sus servicios, c o m o cu a n d o se p red ica la e d u c a ­
ció n p ara una uxiedad del ocio, fo rm a en cjue los doceiitc's tratiui d e luii-
p liar su p a rticu lar m e rca d o d e tr;tbajo en el c o n te x to d e una cre cie n te
d esconfiiuiza so b re la utilidad d e sus servicios d e ca ra al a cce so al m e r­
c a d o d e trab ajo d e los cine n o lo son. l.as m ás d e las veces, [>or fortu n a,
se tra ta d e reflexio n es so b re los e fe c to s d e un d escm jileo m asiv o q u e
cu e stio n a la cen tralid ad del trab ajo y ro m p e el viejo n e x o e n tre m ed ios
d e vida y e m p le o , el work-cash nexus, lo q u e co n d u ce al estu d io d e e s tra ­
tegias poL'ticas m ás o m en o s discu tib les, p e ro en to d o caso razonables,
c o m o el re p a rto del e m p leo ’ - o el ingreso in co n d icion al universal.”

" Richta, l%S.


" Toffler, 1980.
l'orcstrr. 1987.
” Gershuni, 1978; Gersliiaii y Miles, 198.1
« Gorz. 1988; Aznar, 1991.
” Van Pariji;, 1994, 1995.
1. L A S C X d O L C X iÍA IN D U S T R IA L (Y D E L A E M P R E S A )

L a sociología d e la so cied ad industrial, cap italista, p ost-in diistrial, e tc .,


si bien p u ed e co n sid e ra rse un co m p le m e n to n ecesario d e la sociología
industrial p ro p ia m e n te d ich a , y c o m o un p u en te o te rre n o in term ed io
e n tre ésta y la so cio lo g ía sin m ás (o , c o m o d icen algu n os, soaología gene­
ral) n o es p o r sí m ism a o tr a co sa q u e sociología a secas co n un especial
a c e n to s o b re el p ro ce so d e industrializacicin, a cu m u la ció n d e cap ital,
terciarizació n , ca m b io tecn o ló g ico , ere. P o r sí sola difícü m en te se jusri-
ticaría c o m o una ram a esp ecial d e la so cio lo g ía, c o m o lo q u e se viene
p ro cla m a m io d esd e p rin cip io s del siglo una sociología especial. E s p o r
ello, sin d u d a , q u e el n acim ien to d e la S ociología In d ustrial suele le c h a r­
se en relación co n investigaciones o ptiblicacionc’s esp ecíficam en te d e d i­
cad as a la industria y las co n d icio n es d e vida y trab ajo a ella astnriatlas d e
m o d o in m ed iato. C a re ce n d e interés las lech as en sí, p ero n o los a c o n te ­
cim ien tos q u e d a ta n , ya q u e ello n os da u na iilea b astan te fiel d e lo q ue
los so ció lo g o s industriales han [len sad o o piensan d e su disciplina. D e s­
pués d e to d o , la hnutade d e V in cr q u e aq uí p>odria parafra.searse c o m o
« so cio lo g ía ind ustrial es lo q u e h acen los so ció lo g o s in d u striales», es
algo m ás que una tau to lo g ía. R evela el h e ch o elem en tal d e q ue la d elim i­
tació n d e una disciplina n o es u n a o p e ra ció n solipsista d e la razó n (o al
m en o s n o es sim p lem en te e so ), sino m ás b ien im a co n v en ció n d e n tro d e
la co m u n id a d cientílica.
L a fech a m ás co m ú n m e n te ad u cid a es, h u elg a d e cirlo , 1 9 2 4 , m o ­
m e n to en que se inician los e x p e rim e n to s en las facto rías d e la VCéstem
E le c tric C o . en E law th o rn e q ue, só lo m ás ad elan te, d arían lugar a la in-
terx’en ció n d e E lto n M ayo y su eq u ip o y al n acim ien to d e la llam ada Es­
cuela de las Relaciones Humanas. Sería m as p ru d en te d esco n tar los añi>s
que tard a ro n en llegar y sa c a r co n clu sion es M ayo y sus co la b o ra d o re s y
es altam e n te d iscu tib le hasta q u é p u n to éstas p u ed en co n sid erarse e s ­
tric ta m e n te so cú tió g ica s, p e ro la fech a se señ ala p o iq u e es p e rcib id a
c o m o algo i.>arecido al rlía ile la victo ria socio ló g ica so b re el en fo q u e in-
geiiieril y b io m e cá n ico del trab ajo (T aylor) y /o incluso so b re la p ersp ec
tiva indivHdualista d e la psicología industrial (el p ro p io M ayo). A un q u e
Man/wo f Enguiífi

este es el natalicio íavoriio de la piofcsióii, algunos autores preíleren


posponerlo hasta la aparición de una obra claramente identilicable
como sociolo>tía industrial, sin ir más lejos la tie W.K. Moore, IniluUritil
rcLitions and thc socialorder (1946),‘ o adelantarla hasta 1908, a los tra­
bajos de Weber para la Unión para una Política Social, por habc*r pro-
()uesto «Ja concepción de una invc'Stigación de la industria social en su
objeto. perc> ciemifjca en su enJoque»/
Pero, a riesgo de provocar a alguna mentalidad bienpensante, po­
demos retroceder más y llegar, al menos, hasta 1844-45.’ <Qné sucede
ese año-' Que la pareja maldita, Marx y EngeLs, escribe dos obras esen­
ciales por distintos motivos: Marx, los Manuscritos («juveniles», «de
1844», «económico-íilosóficos» o como se prefiera llamarlos), y. En-
gels. Lm condición de la clase obrera en Inglaterra.* No se trata aquí de
atribuir pratemidades o reclamar fuentes de inspiración, sino de com­
prender a qué llamamos sociología industrial. Los Manuscritos son,
ciertamente, una obra altamente especulativa, pero no más que la de
los aproximadamente contemporáneos Comte y Spencer, ni más que la
de Parsons un siglo después. Lo que importa subrayar es que en ella
aparece ya, de fomia profusa y relativamente sistemática, un tratamien­
to de fenómenos de medio alcance como la pn>piedad de los medios de
producción, la división del trabajo, la alienación en el trabajo. Ja identi­
ficación con el trabajo, etc. situados a medio camino entre la descrip­
ción de las condiciones de vida y trabajo y la sociología de la sociedad
industrial, que, aunque en forma naturalmente transfonnada, todavía
son hoy temas de la Sociología Industrial y, sobre todo, de la Sociología
del Trabajo. La cuestión no es tanto caHlicar la importancia de este pre­
ciso escrito como comprender que, con él, y sobre todo con otros pos­
teriores, Marx, como a su manera ya lo había hecho Ure, se coltxra en
contraposición a .Smith al analizar la división del trabajo o, en un senti­
do miis amplio, la organización de la prcxlucción. Donde Smith sólo ve
— en la división manufacturera del trabajo— la mejor disposición téc­
nica para una producción eficiente, aun cuando le sugiera algún co­
mentario de pasada sobre sus consecuencias para los trabajadores (me­
nos, }-)or cierto, que a su maestn> Ferguson), Ure acierta a señalar un
mecanismo para doblegar a los trabajadores cualificados — y lo mismo

Por qcmplo Gcck, 1955: 320.


Dahrendort, 1962; 33,
Navdlc. 1957.
.Marx. 1844a; Engeis, 1845,
i a soáohg,ia mJustritü (y de la empraa^ 19

puede decirse de su evaluación de la maquinaria introducida por


Arkwright.’ Pero, [tara l Ire, a quien Marx no duda en calificar de rap­
soda de las manufacturas — brillante rapsoda, en cualquier caso— , el
elemento humano, la mano rebelde del trabajo, no es sino un obstáculo
en la marcha triunfante de k fábrica; para Marx, en cambio, los efectos
de la división del trabajo y k maquinaria son el problema por excelen-
tia, y eso es precisamente lo que le convierte en un precedente señala­
do de k Sociología Industrial. P o r su parte, y aunque su trabajo duer­
ma hoy más o menos merecidamente el sueño de los justos, Engeis se
sitúa, con La condición de la clase obrera..., dentro de un grupo de in­
vestigaciones empíricas, basadas en fuentes directas o indirectas, que
jalonan k segunda mitad del siglo XIX: es el caso de los trabajos de Le
Pky, Booth, Rowntree, la Verein für Sozialpolitik, Levenstein, Adams,
DuBois y otros.'’ Engeis no fue precisamente un metodólogo — ^y, en la
medida en que lo fue, como valedor del materialismo dialéctico, quizá
no debiera haberlo sido— , pero sus técnicas de investigación; dos años
parcialmente dedicados al examen de documentos, k observación di­
recta de las condiciones de vida y trabajo, k realización de entrevistas,
etc., están, sencillamente, a la altura de otros escritos de k época. Se
trata generahnente ile trabajos empíricos, con una mctcnlología com ­
prensiblemente primitiva y, a menudo, centrados más en las condicio­
nes de vida de los trabajadores fuera de la fábrica que en las cxindiciones
do trabajo mismas.
L o cierto es ejue habrá que esper;ir hasta bien entrado el siglo XX
para que aparezca con fuerza una Sociología de k Empresa m is especia­
lizada, apoyada en el estudio de las condiciones de trabajo y el análisis
de las organizaciones. En tom o al filo del siglo hay algunos conatos inte­
resantes desde la Verein für Sozialpolitik, en partiatlar las indicaciones
metodológicas de Max Weber, la llamada de atención sóbrela empresa
del economista histórico Gustav' SchmoUer y el trabajo de campo de una
mujer. Marie Bemays, pero no se trata más que de destellos aislados, de
menor relevancia que los ímtes mencionados. El estímulo, o más bien el
revulsivo decisivo, surge con k ofensiva de Taylor y su gerencia científi­
ca. en atya perspectiva el trabajo es esencialmente — o al menos se debe
intentar que sea— un mero intercambio entre hombres y cosas y, por
tanto, un problema primordialmente técnico con una solución óptima:

’ Urc. 1935:1/1,380-81 y 576-77.


‘ Los más represtíilativos de esta oleada de sociología empírica son, sin duda. Le
Play 11855), Booth (1889 19V1) y Rowntree (1902).
20 Marújfiú h'. Eng^uita

the one hesl u'ay. Taylor contempla al trabajador como una máquina
biológica,’ como «adjunto a la máquina».**
Del taylorismo se ha dicho que fue más bien una «antisociología in­
dustrial», p<ir su «olvidf) o desprecio de los aspectos personales o S(.KÍa-
les» del trabajo,"'' aunque quizá fuera más adecuado decir que Taylor no
los olvidó ni menospreció sino que Ies concedió gran imporfanda y tra­
tó, por ello mismo, de borrarlos. Cabe dedr que veía la empresa como
una gran conspiradón dirigida de abajo hada arriba en la que todos se
esforzaban por disminuir su carga de trabajo, y condbió su propio siste­
ma como una ofensiva de arriba abajo para obtener el mayor rendimien­
to fxtsible apoyándose en dos patas: un estricto control interno y una
gradadón de los estímulos externos. Sin duda representaba una forma
de entender los intereses del capital (controlar la fiterza de trabajo — lo
que podríamos llamar el principio Ure— y abaratar su coste global — el
principio ñahhagc— a través de la diviskSn de tareas y la descualificadón
de los puestos), com'o ha sostenido la corriente marxista qué sustenta la
idea de la degradación dcl trabajo,'® pero también, en no menor medi­
da, los de los ingenieros como profesión" y, en partiailar, su sueño de
prescindir de la falible máquina humana.'^
Cn paralelo al empeñt) de Taylor en racionalixitr la direcdón del trabajo,
de este lado d d océano se prixlucía el intento de ctxlificar la racionaliza
don de la dirección misma. Si la empresa familiar tradidonal pudo funtio
nar con todo el mando concentrado en la propiedad y en lui pequeño
grupo de confianza, la empresa moderna necesitaba una organizadón más
sistemática de la capacidad decisoria, y eso es lo que intentó Fayol con su
teoría de las funciones empresariales; comerdal, finandera. de seguridad,
contable, administrativa." Este aspecto de la organizadón empresarial,
la estructuradón de la dirección, sería lu<^o casi por entero descuidado
por la sociología, obstinadamente concentrada en los asp>ectos informales
de la organización," poro nunca ha .sido abandonado por los teóricos del
management rii por los esttidiosos de la historia de la empresa."

’ Miller y Form, 196.J: 706ss.


* March y Simón. 195S; 1i.
’ Martín López, 1997; 5 1.
“ Braverman. 197-4,1’rcyswiict. 1977.
" Mriksins. 1984.
“ Aunque no referiJo expresamente a Taylor. véase Noble. 1984,
” Fayol, 1916.
” Perrow. 1970: 93.
” Por eicmpk>, Druekcr, 1954; Urveide y Brcch, 1945; Pollaril, 1965; Chamller,
1977
Ij j soaoiogia tridustrial (y J e la empresa) 21

lis en este contexto, dominado por la pregunta de cóme^trigir, don­


de irrumpen los experimentos en Hawthome y el equipo encabezado
(x>r Mayo. .Sus descubrimientos pueden considerarse un buen ejemplo
lie lo que Merton llama serendipity — un descubrimiento casual-^, las
conclusiones de Mayo y su capacidad de sintetizarlas y sistematizarlas
dejan mucho que desear y, además, hay motivos para pensar que lo más
“sociológico” del proceso pudiera no deberse tanto a Mayo como al en­
tonces desconocido Warner. Sin embargo, Haulhome marca un punto
de inflexión en el camino hacia el desplegue y la consolidación de la .So­
ciología Industrial piorque, en primer lugar, rompie en buena medida y
de forma convincente con los supuestos del taylorismo para al sustituir
el elemento o el factor humano pior el sujeto o actor humano (to hrmg the
man back in, jxir decirlo parafraseando la expresión feliz, con otros fi­
nes, de otro de los participantes pior entonces anónimos del e,studio:
Homans); y porque, en segundo lugar, supone también una supx;ración
de la pterspiettiva puramente psicológica e individual que consideraba al
trabajador como dotado de una personalidad propia, piero al margen
del grupo y de las relaciones sociales, y ello a piesar del origen y el fondo
psicológicos y psicologistas dcl propio Mayo. Su principal conclusión
metodológica fue que hada falta una perspectiva cUnica de las situacio­
nes de trabajo,'® lo que no es mucho para la soriologfa, [rcro su prindpal
conclusión sustantiva fue, siguiendo a Durkheim, que todo gru|X) social
debe asegurar a sus miembros «la satisfaedón de las necesidades mate­
riales y económicas [yj el mantenimiento de la coopieración espontánea
en el ámbito de la organización»." Lo primero era lo que Taylor había
intentado lograr mediante incentivos materiales, cuya piertinenda Mayo
no negaba; lo segundo, lo que había surgido como resultado inesperado
de los experimentos en Hawthome: la importanda dcl grupo informal,
de la satisfacción en el trabajo y de la identificadón con la organizadón.
Puede dedrse que. frente a Taylor, Mayo representa la unikteralidad en
sentido opuesto: lo infomial frente a lo fomial. No fueron mucho más
allá las aportadones de la Escuela de las Reladones Humanas, poro, en
todo caso, los experimentos Hawthome y el debate en tom o a ellos
abrieron la puerta al estudio sistemático de las relaciones en el trabajo al
rompier con «la vía muerta tan querida de la primitiva psicología indus­
trial y de la gerencia científica, según la cual los problemas humanos de
la industria eran problemas de individuos insatisfechos con las condi­

“ Mayo, 1935: 19.


’ Mayo. 1945: 9.
Kianano P. Ertjiiiita

ciones materiales de trab ajo ».Q u iza fuese más correcto decir sintple-
meme que Mayo vio un elemento positivo para la productividad donde
Taylor había visto un obstáculo: en el grupo informal. En c**ste sentido,
cabe preguntarse si Mayo debe ser contrapuesto a Taylor o considerado,
sencillamente, como su complemento.'’ «I.a doctrina de la ERJI c*s el
“suplemento del alma” que necesita la CXTT.»^’
Las cosas cambiarían radicalmente a la salida de la Segunda Ciuerra
Mundial. En 1938 había aparecido el que lu ^ o sería considerado el dis­
paro de salida de la teoría de la organización, Thefunctiom ofthe execu-
tive, de Bamard.^' En 1944 se había publicado ya The Great Transfor-
matton^ de PoTanyi, que provocaría de inmediato un amplio debate en
la antropología^’ — ^pero no en la sociología— y sería tardíamente consi­
derado un clásico de la sociología económica. En 1946 se publicaba la
ya mencionada obra de Wilbert E. Moore,^’ a quien Dahrendorf señala­
ría tres lustros después como «el sociólogo norteamericano de la indus
tria más importante de nuestros tiempos.»-’ En 1947 aparecían The so-
aal System o f the rnodern factury, de Warner y Low;^* Aárninistrative
hehavioT, de Simon^’ , que sujxindría la entrada por la puerta grande de
los economistas en la teoría de la organización, y Trnhlemes humains du
machinisme industricl, de Friedmann, quien junto con Naville represen­
taba ya a una floreciente escuela francesa más orientada hacia la sociolo­
gía del trabajo. En 1951, Miller y l ’orm publicaban orgullosos su ma­
nual. «el primero que lleva el título de Sociología Industrial»}*' Esta
década sería ya prolija; Dubin y Komhauser y Koss, Lipset y Trow y Co-
leman, Roy, Bendix, Argyris, Stouffer, Lockwood, Gouldner, Rose,
W hyte, Wilenski, Dalton, Touraine, Blau, Crozier, Selznick, Mills,
Friedmann, Homans, Merton, Drucker, Sargant Florence, Baldamos,
Isambert, Naville, Ferrarotti, Lutz, Dahrendorf, Mayniz y un largo etcé­
tera. Nadie podía negar ya carta de naturaleza a la Sociología Industrial.
Añadamos, simplemente, dos hitos que conciernen a sociologías espe-

Castillo í^iastillo, 1‘166; 15.


Motiez, 197t;25s.s.
® Rodriguen Arambcrri, 1984; 221.
Bamartl, 1958.
Polanyi, 1944.
•’ LcClair y Schneidcr, 1968: Oodelicr, 1974.
-■* Moorc. 1946.
Dahrendorí. 1962: 48.
* Warner y Ixiw, 1947.
^ Simón. 1947.
“ MillcryFonn, 1951: 11.
L i %udologia industrial (y J e Li empresa) 2?

dales concurrtailes, superpuestas o ambas cosas a la vez; eí^I954 tuvo


lugar la publicación tlel libro de Caplow, The Soáolvgy of Work, y en
1958 vendría la ile Orgarnzaitons, de Mardi y Sim ón/'
A partir de la posguerra y hasta la década de los sesenta, puedo de­
cirse que transtairre la época dorada de la Sociología Industrial. Tra.s pa­
sar revista a iJgunos de los principales manuales de la época (Schelsky,
Friedmann, Dahrendorf, Faunce, Miller y Fonn, Schneider, Mottez), el
autor de un conocido manual español concluye; «Es en línea con esta
versión amplia de la subdisciplina donde situamos nuestra posidón so­
bre lo que deba ser el contenido de la Sociologia Industrial [...]. Se trata,
en definitiva, de acotar la disciplina de Sodología Industrial en torno a
tres áreas fundamentales de problemas; las actitudes y reladones de tra­
bajo, la estructura y funcionamiento de las organizadones empresariales
y laborales, y la relación entre industrialización y cambio social.»"’ No es
dilícil leer que estas tres áreas son, respectivamente, la Sociología del
Trabajo, la Sociología de las Organizadones y la Sociología de la Socie-
datl Industrial, fiero ya tendremos iKasión de volver sobre esto. I")ejo
para minuciosos autores de libros de texto o arrojados aspirantes a doc­
tor enfra-scados en el primer capítulo de su tesis la tarca de buscar (o po­
ner. es decir, inventar) algún orden en el desarrollo de la Sociología
Industrial (y de la Empresa) a partir de los cincuenta. Yo lo creo, si no
imposible, sí demasiado laborioso en relación con el beneficio que pue­
da reportar (los sociólogos también actuamos racionalmente de vez caí
cuando). Me parece, no obstante, que pueden señalarse algunas oleadas
que, sin llegar ni mucho menos a agotar la producción de la época en
que discurren, sí han alcanzado a caracterizarla, y lo haré aunque sea sobre
la base de simples impresiones — consolidadas y troqueladas, eso sí, por
el paso del tiempo. Así, creo que el período que corresponde más o me­
nos a la década de los cincuenta estuvo marcado por el esluerzo de de­
senterrar el lado infonnal de los gnifxw de trabajo y las empresas; la dé­
cada de los sesenta, hasta entrados los setenta, se caracterizó por el
estudio más global de las organizaciones; desde mediados de las setenta
hasta mediados de los ochenta la investigación y el debate académico
han estado en gran parte dominados por el análisis de las condiciones de
trabajo y, más concretamente, de la cualilicacicin; desde mecliacic's de los
ochenta a lioy, en lin, el cetna prefionderante ha sido la llexibilidad y la
precariedad. La primera oleada probablemente se debiera al empuje

^ (laplow, 1954; Marcli y SImmi, 1958.


USpez Pinior, 1986 : 41
24 M u r/jn o f Lng,u{/a

ta rd ío lie las co n clu sio n o s d d e stu d io en H au fíb o rn c ( re e iié rd csc que


m ed ia la Segu m la C íuerra M undial) y algún o tr o esruilio p osterior, p o r
ejem p lí' el d e Roy so b re la restricción d e a i o t a s en la proiluccicin a des
ta jo ,'’ y la inlluencia m ayor (>robablem eiite p roviene d e la sociología del
trab ajo. Hti la segunda oleaila d estacan los trab ajos sol>rc b u ro cra cia y
o rg an izacio n es d e Cioulilner, E tzio n i, ílro zier, B arn ard . M e ch a n ic..., lo
q u e h a ce o b v io q u e, en esta etap a, el im p ulso viene esen cialm en te del
ám bitci tle la so cio lo g ía d e las o rg an izacio n es. E n la te rce ra olead a es d e ­
cisiva la ap arició n L ihonm clm otiopok aipita!^' (co n su c o rre sp o n d ie n ­
te e u ro p e o en La división aipitaliste du travait)" y el d eb ate y la secuela
d e estu d io s secto riales so b re la cu aliticació n q u e estimuló), p e ro hay que
añ ad ir q u e su e c o n o p od ría co m p re n d e rse si se ignora el fo n d o c o n sti­
tu id o pt^r la tu rb u len cia social d e los últim os sesenta y p rim ero s setenta
y el flo recim ien to del n eo m arxism o en las universidades; p o d ríam o s d e ­
c ir q u e el im p ulso p ro ce d e d e una virtual sociología de las relaciones la­
b orales, o m ás e x a c ta m e n te salariales. E n la c u a rta o lead a, en fin, hay
q u e d e sta ca r el d eb ate p ro v o ca d o [x>r \he second indus/rial divide,'^ si
bien esta o b ra n o es tan to un p u n to d e p artid a — c o m o l<t litera en la e ta ­
pa a n te rio r el lib ro d e B rav erm an — c u a n to un p u n to d e e n cu e n tro p ro ­
visional e n tre d o s co rrien tes d e ideas q u e ya llevaban c ie rto tiem p o Hu­
y en d o : los e fe c to s d e las llam ad as n u evas to im a s ile o rg an izació n ilcl
trab ajo (desile la recotn p o sición d e p u esto s d e trab ajo hiista la d e m o c ra ­
cia industrial, pasaiiilo jx)! arados de calidad, empresas Z, e tc., e tc.) s o ­
b re la p ro d u ctiv id a d ’’ y las nuevas lo n n a s d e e co n o m ía d ik tsa (d esd e .
los industrial distriets hasta las imaativas ¡ocales de empleo)-,^' es d e d es­
ta c a r q u e. en to m o a este d eb ate, se p ro d u ce , pienso — p e ro sin ech a r
las ca m p a n a s al vuelo— , un re e n cu e n tro e n tre so ció lo g o s y eco n om istas
c o m o n o tenía lu g ar d esde p rincipios d e siglo, es d ecir, d esd e la é p o c a
d o ra d a d e la e co n o m ía h istó rica e institucional y la sociología clásica de
la eco n o m ía . A ñ ad am o s so lam en te q u e este intento d e tipificación d e las
ole,idas d e la S ociología Industrial en la p o stg u erra n o d eb e en ten d erse
c o m o u n a sucesión d e etap as en la q u e ca d a u na cierra y en tierra a la an ­
terior, p ues, n o so lam en te se p ro d u ce , p<ir fortu na, cierta acum ul.ación
irreversible d e co n o cim ien to , sino q u e es m ás c o rr e c to co n siilerar cad a

>' Roy. 19S-1,


braverman, 197-t
" Freys.senei, 1977.
^ Piorc y Salid, I9íq.
" Iones y Svejnar, 1982.
'*■ Bccattini, 1987; Bagnasco. 1988.
L i soa olu ^ ú iiuliistna! ( v Je la empresa) 25

niit-va olead a c o m o un im pulso q u e se superpom .' al o a los an terio res,


|XTO sin elim inarlos. I,a co n ce n tra ció n so b re los p ro ceso s inform ales d e
ios cin cu e n ta ha p e rd u ra d o ha.sta hoy. p o r ejcm [)lo , en m u ltitud d e tra
bajos m o n o g rá lico s so b re el co n sen tim ien to y el co n llicto en el lugar d e
trab ajo ; el interés p o r las organ i& icion es no ha d ecaíilo en ningún m o ­
m e n to , sino que se ha ¡d o tunpliando a nuevos tipos d e em p resas (p ú b li­
ca s, p rofesionales, co o p e ra tiv as) y nuevos ap artad o s ilen tro d e ellas (los
accio n istas, las red es su p raem p resariales d e d irectiv o s); el d eb ate so b re
la cu aliíicació n del trab ajo , en fin, n o ha d ecaíd o sino q u e se ha ido ha
cie n d o ca d a vez m ás rico y m ás co m p lejo .
4. LAS ESPEC.IALIDADHS LIMÍTROFES

Llegados aquí debemos preguntamos qué es exactamente la Sociología


Industrial íy de la Empresa) y qué relación guarda con otras sociologías
especiales. I .a lista de las posibles afectadas por esta disgresión es larga:
empieza por la propia cópula contenida en la denominación estándar y
por el sentido exacto, en la medida en que sea pertinente, de los térmi­
nos que cancilla (industria y empresa); continúa por la relación con ma­
terias difícilmente distinguibles con nitidez, al menos a primera vista,
como la scK'iología económica y la scx^iología del trabajo; alcanza a ámbi­
tos de la sociología que presentan importantes terrenos comunes, pero
también separados, comc> la sociología de las organizaciones, del consu­
mo, de las ocupaciones y de la sociedad industrial; se completa con posi­
bles camjxis más restrictivcis como los de una eventual scxiología de las
relaciones laborales, del mercado de trabajo, del empleo, del mercado,
de las profesiones...
Hay que empetzar por decir que no todo el mundo considera que el
asunto valga la pena. Así, por ejemplo, Mottez asegura que «a desptxho
de los discursos a que a veces ha dado lugar, el problema de la extensión y
los límites del campo cubierto por la sociología industrial es un ptoblema
desprovisto de todo interés científico. Es una cuestión de pura convenien­
cia y que corresponde a cada cual resolver a su manera.»' No estoy de
acuerdo en absoluto con esta afirmación, peto no porque piense que po­
see un especial interés fijar las fronteras entre los territorios académicos,
sino porque creo que el problema del objeto de la Sociología Industrial no
es sino el problema de qué entendemos p>or economía; una cuestión epis-
temoli^ca, que atañe al contenido de la disciplina, y no territorial, relati­
va a sus dominios académicxis. Iras la discusión sobre qué significan apo­
siciones como “industrial”, “del trabajo”, “económica” etc., late la
discusión misma sobre qué son las realidades que designan.
Emixeemos por la cuestión aparentemente más simple: ,ipor qué
industrial y no agraria, de los .servicios, comercial o de la administra-

Mottez. 1971; 6.
Las especiúliJádcs lim ítrofes 11

0 0 0 ? La pregunta parecería simplemente alosurda si no fuese porque ha


habido autores y obras de mucho peso que han entendido que “Sociolo­
gía Industrial" quería decir precisamente eso: de la industria, del sector
extractivo y transformativo y, si acaso, de los servicios asimilabldt (por
ejemplo, e! transporte). Así, Dahrendorf; «el concepto de induiftria se
refiere a las actividades extractivas y transformadoras que por lo regular
requieren el empleo de fuerza mecánica. [..X J a industria constituye el
objeto propio de la sociología de la industria y de la empresa. Es la so­
ciología especial de problemas aún por determinar en el marco de la
producción mecanizada de bienes en las minas, en la industria siderúr­
gica y en las fábricas, tai como se ha desarrollado a fines del siglo XVIII a
partir de la revolución industrial.»^ Análogo razonamiento parece haber
tras lo que escribe un santón de la scxiología del trabajo, Georges Fried-
mann: «Así como es abusivo hablar de “sociología industrial” para de­
signar, en realidad, toda la sociología del trabajo, resulta una fuente de
confusión urilizar la expresión ‘relaciones industriales’ para cubrir toda
la relación entre patronos y empicados en todas las ramas de las activi­
dades económicas y admmistrativas.»^ Aunque es difícil interpretar de
modo inequívoco este texto, pues puede considerarse que simplemente
apunta a un abuso lingüístico, parece más bien que su propcwito, cuan­
do menos latente, es reivindicar para la scxiología del trabajo un territo­
rio más amplio que el de la sociología industrial. Es difícil determinar
dónde establecería sus límites una sociología industrial así definida, o
qué servicios respetaría como tales: el transporte, ya se sabe (sin duda
por la muy alta relación capital/trabajo o, más aún, en sentido físico, me­
dios de producción/trabajo), siempre es admitido junto a la industria,
desde por los sociólogos industriales restrictivos como Dahrendorf has­
ta por los teóricos marxianos del Irahajo productivo, pasando por la con­
tabilidad nacional; el almacenamiento de matenaies y mercancías, a me­
nudo, también; el mantenimiento de productos industriales, podría
considerarse... y así hasta la más completa ccmfusión. L o cierto, afortu­
nadamente, es que estas definiciones restrictivas han tenido poco eco.
Probablemente el único scxiólogo de acuerdo con Dahrendorf en esto
sea el propio Dahrendorf. Un decenio antes, el primer manual conocido
de sociología industrial afirmaba: «En muchos aspectos es lamentable
que la mayoría de las investigaciones en Sociología Industrial se hayan
realizado en las fábricas. Ello ha llevado a una confusión semántica.

Dahrendorf, 1962: 5.
Fricdmann, 1961: )ü.
28 Mariano F. Krtfíuita

idenrificancio invesrigación en las fábricas con Sociología Industrial. [...1


Nosotros preferimos utilizar la palabra “industrial” en su sentido más
;unplio: referido a todo ri|X) de actividad económica, abarcando, en ge
neral, empresas financieras, comerciales, pnxluctivas y profesionales.»''
Por la misma época, f fughes se felicitalw, al introducir un número espe­
cial del American joumalofSocioiogy, de que los que él consideraba so­
ciólogos del trabajo, los cuales .se veían a sí mismos más bien como so­
ciólogos industriales, abarcasen ya una gran diversidad de campos
ajenos al sector secundario de la economía.’ Es cierto que, en stis inicios,
la sociología industrial, en la medida en que pudiera considerarse ya tal,
como la sociología en general, se sintió mucho más impresionada e inte­
resada por la manufactura, la maquinaria y la gran industria pnxluctora
de bienes, así como por sti impacto sobre la sociedad, que por la agriciil-
nira, los servicios o la administración, que por entonces sólo cambiaban
mucho más lentamente. Sin embargo, no lo es menos que, ya mediado el
siglo, cuando puede afirmarse sin lugar a dudas que ya existe una socio­
logía industrial propiamente dicha, buena parte de ella se dedicaba pre­
cisamente al estudio de los servicios (jx>r ejemplo las investigaciones de
Sciznick, Argyris, I ockwtxid, janowitz, .Stouffer, Sills, Blau, Crozier, en­
tre otros; a no ser, claro está, que las arrojemos, en exclusiva, al capítulo
de la sociología de las organizaciones).
Se han propuesto, sin embargc>, otras restricciones; propuestas que,
en general, no hacen sino expresar las particulares concepciones de los
proponentes. Etzioni, por ejemplo, rechaza la identificación de la socio­
logía industrial con la industria pura y dura, a la que califica de plant so-
dology, sodología dcl taller (siguiendo en ello a Kerr y Fischer),* y pro­
pone su extensión a todas las organizaciones económicas, pero según su
propia definición de las mismas; «Así. la sociología industrial incluirá el
estudio de las oficinas, los restaurantes y otras organizaciones económi­
cas que no son las fábricas, p>ero excluirá el estudio de las universidades,
las escuelas, los hospitales y otras organizaciones no económicas.»^ O r­
ganizaciones económicas serían aquellas «cuyo objetivo principal es
producir bienes y servicios, intercambiarlos y organizar y manipular los
procesos monetarios», es decir, la prodticción de bienes y ciertos servi­
cios, el comercio y las finanzas. Se nos aparece arduo encontrar alguna

Millcr V Form, lV6i: 7 S.


’ Hughes. 1952: 42.V
‘ Kcrr y Fist+icr. 1957.
’ Rlzioni. 1958: 13V
I^s espeaalUUdes timúmfcs 29

lógica en esa consideración de la medicina o la enseñanza (<;tampoco la


abogacía, la arquitectura, etc.?) como no cconómica.s, |>ero resulta fácil
seguir sus huellas hacia la concepción funcionalista de las profesiones
(por otra parte, abusivamente ideuiilicadas con las organizaciobes en
que trabajan, arm o si no hubiera otro personal en éstas) inspiráda en
Parsons y Hughes,* algo tlificil de sostener hoy gracias, entre otras cosas,
al mejor conocimiento strciológico que tenemos de ellas.
Cabe admitir, pues, con Castillo, «que “industria”, lo mismo en sus
orígenes ingleses que en francés o en buen castellano, significaba cual
quier actividad industriosa, en la que se aplka el ingenio y la capacidad
de las p>ersonas para transformar la naturaleza o las cosas.»’ Pero hay
que añadir, primero, que el problema no es simplemente gramatical,
ya que la ambivalencia de los términos industria o industrial, de hecho,
existe y ha dado lugar a interpretaciones más restrictivas y por autores
no precisamente marginales; segundo, que este problema no se plantea
ni para la sociología del trabajo ni para la sociología económica, cuya
transversalidad a través de las fronteras luncionales de la actividad eco­
nómica es unánimemente admitida, aunque sí para la sociología indus­
trial (y de la empresa).
iVlenos dificultades presenta la aposición “industrial y de la empresa”.
Por un lado, se ha señalado que, en la primera mitad dcl siglo, Alemania
dc-sarrolló una Betriehssoziolog/e tnieiuras en los Estadc>s Unidos se des­
plegaba una industrial soaology"^ (y pronto en Francia, por cierto, una so-
ciologie du travail}. Algo o bastante de derto hay en dio, pues es verdad
que el economista Schmoller avant la lettre (en 1892), o Geck (1931),
Briefs (1951) y Schdsky (1954), por ejemplo, refieren la sociolc^ía a la
empresa, como luego lo harían también Dahrendorf, Mayntz o Lepsius.
pero también que pronto la sociología alemana se sumó a la doble fór­
mula mdustria-empresa. iMientras tanto, dd otro lado d d Adántico lo
que parece es más bien que se utiliza d término industrial sodology o in­
dustrial relations para referirse a los -aspectos más teóricos y generales de
la disciplina, como lo hacen Mtxire o Whyte, pero se prop>ende a englo­
bar los estudios de empresas concretas dentro de la sodology of organiza-
tions u organiTjutkmal soáolog^. De hecho, pues, creo que lo que hay en
realidad es, por así decirlo, una distindón micro-macro (no en cuanto al
método, sino en cuanto al objeto), que en Alemania se traduce en la dico-

' ParsíXis, 1959; Hueles. 1%3.


•• CasDllo, 1W6:42-43.
“ Uahrendorf, 1%2.
^0 Mariano f\ Bnz^tta

tomía Belrief>Industrie y, en Ins RstatJos Unidos, en la di.stinción nrnatii-


zatinns-industry (y, a riesgo de ser aventurado, añadiría que en Francia se
presenta com o travail-indusine). y a iy o mantenimiento en el momento
actual, una vez establecido que la sociología industrial no es sólo ni prin­
cipalm ente la sociología de la sociedad industrial, pero también que
abarca otros ámbitos que el interior de la empresa (el mercado de trabajo,
por mencionar solamente uno), puede que resulte francamente ociosa.
Esto nos lleva directamente a la relación con la sociología de las o r­
ganizaciones. en estos momentos, con toda probabilidad, Li sociología
especia] más admitidamente cercana. Si partimos, con Bam ard, de «la
definición de una organización formal com o un sistema de actividades o
fuerzas conscientemente coordinadas de dos o más personas»,'' en ella
caben no solamente las empresas sino también todo tipo de organizacio­
nes políticas, religiosas, etc. N o obstante, una buena parte de las organi­
zaciones son empresas y otra buena parte de las empresas (pues también
existen las empresas iftdividuales y familiares en sentido estriao ) son o r­
ganizaciones. N o parece de recibo, pues, considerar, com o proponía Et-
zioni — barriendo para casa— , que «puede ser fructíferamente concebi­
da com o una rama de la sociología de las organizaciones».'^ Además,
otras organizaciones interesan también a la sociología industrial, por
ejemplo los sindicatos de trabajadores, los colegios profesionales y las
asociaciones patronales. Puede decirse que la sociología de las organiza-
cúmes conoció un fuerte impulso com o rama de la sociología industrial,
sobre todo a través de los numerosos estudios sobre corporaciones pri­
vadas y agencias públicas de los sociólogos notteainericanos y franceses,
pero no es menos cierto que tema sus propios precedentes, algunos in­
cluso anteriores al desarrollo de una sociología industrial en sentido
fuerte: el clásico por excelencia de la especialidad, sin ir más lejos, Lo.v
partidos políticos, " pero también los ensayos de W eber o M arx sobre la
burocracia.'^'
Otras sociologías com o la del consum o, la de las ocupaciones o la de
la sociedad industrial presentan en sus relaciones con la sociología in­
dustrial, en un .sentido formal, el mismo tipo de problema: cada una de
aquéllas com parte con ésta cierto espacio, pero ambas son siempre más
o mucho más que esa intersección. La .sociología del consumo presenta

" Bamard. I9)«: 75.


Etzinni. 1958: 131.
” Mirhels, 1911; podríanlo.'; considerar lambién a Mosca, 1939.
» Marx, 18d3, 18d-)b; Webe-r, 1922: T parte. III/II.
Las espcáaluiaJcs hmilrofcs JI

una clara intersección con la sociología industrial, entendida en un sen-


ritió amplio, o, al menos, con la sociología económica en cualquier lor
ma que ésta se enrienda. En términos convencionales, el consumo es el
estadio final del procc-so económ ico sustantivo que sigue a la prbduc-
ción, la distribución y el intercambio de los bienes y servicios. E n térm i­
nos formales, la necesidad o el deseo de consumo se traducen, mediados
pxar las dotaciones, en una demanda efectiva que indica a las empresas, a
través de los precios, lo que el público desea que produzcan; o, en senti­
do contrario, las empresas tienen que en contrar o generar mercados
para los bienes y servicios que producen. P o r supuesto, el consumo es
solamente una parte del entorno de la industria y la empresa y, por otra
parte, es y representa para los consumidores m ucho más que su relación
con los proveedores. P o r eso la sociología del consum o se ocupa necesa­
riamente de otros aspectos de éste, tales com o los mecanismos de repre­
sentación de status, las formas de socialidad, la reproducción y transfor­
mación de la cultura (en sentido restrictivo), etc., que quedan fuera del
ámbito de la sociología industrial y que incluso atañen a otras sociologías
es[xxializadas (estratificación social, arte y cultura, etc ). De hecho, p o­
demos enuever o sencillamente ver en la calificación “industrial y de la
em presa", así com o “del trabajo", a diferencia de la más general “econ ó­
mica’’, un intento o, al menos, una disposición a ilejar de lado la esfera
del consumo.
L a sociología de las ocupaciones raramente existe cv>mo tal. La en­
contramos a menudo com o sociología del trabajo y las ocupaciones o,
con o tro nom bre, com o estratificación social (o, en algunos casos, e s­
tructura social), en el entendido de que la ocupación es uno de los ele­
mentos decisivos, si no el más, de la posición de las personas en cual­
quier form a de estratificación social — en la sociedad industrial o
post-industrial (la Snaohgía del trabajo de Caplow, el clásico anglosajón
del área, era en gran medida, p or cierto, una sociología de las ocupacio­
nes. com o se constata con un simple vistazo a su índice). La sociología
del trabajo no debería d u d ar— aunque a menudo parezca simplemente
ignorarlo— que entre las ocupaciones se incluyen las profesiones, en­
tendidas éstas com o la parte de las ocupaciones con mayor nivel tle cua-
lificación y autonomía, con una situación de ventaja en el mercado o en
las organizaciones y con una ix>sición de dominio simbólico sobre su
clientela. La sociología industrial y de la empresa puede dudarlo si por
empresa se entiende necesariamente la colalx>ración de dos o más per-

” Caplow, 1954.
^2 M d ru n o h' Ertiutía

sonas: por ejemplo cuando so afirma, com o lo hicieran M illcr y F omi.


que «la Sociología indiislrial es un área inti-Kirtanic de la Sociología ge­
neral que puede ser tiruhula con mayor exactitud Sociología de las orga
nizacioni-s del trabajo»"'’ (a no ser que so incluya entre las organizacio-
ne’S, [ K M ig a m o s p(.'r caso, la clientela privada de un médico). E s decir,
puede dudarlo en la metlida en que acepte considerarse a sí misma
como utia .sección ile la sociología de las organizaciones; pero, en primer
lugar, ya hemos criticado esta reducción; en segundo lugar, i'stas organi­
zaciones difícilmente podrían entenderse en su estnictura y funciona­
miento sin una cabal comprensión de las profesiones que juegan un pa­
pel dom inante o simplemente esencial en ellas; en tercer lugar, el
profesional liberal aislado no existe en realidad, sino que actúa siempre,
al menos, a través de pequeñas organizaciones (consultas, bufetes, estu­
dios, gabinetes) que son, propiamente, empresas. Huelga añadir que
este problema no existe desde la perspectiva más amplia de la sociología
económica.
Fin alm en te, d e n tio de este g ru p o , la sociología d e la .sociedad indus
Irial sen cillam en te p arece h ab er ilejado d e ten er sentido au ló n o m o . U na
p arte se singulai'iza co m o relaciones inilustríales y p erten ece, c o m o tal, a
la stK'iología industrial (o del trabajo, o eco n ó m ica): « E s te térm in o ha sig­
nificado p o c o a 1X 1 0 0 , en el uso co rrien te, el co n ju n to de relaciones en tre
p a tro n o s y em (ilead o s, así c o m o las astx'iacio n es fo rm ad as p o r u nos y
o tro s, los m eilios d e n egociack in , d e arbitraje y d e lucha q u e em plean en
sus n egociaciones y co n flicto s»,"' au nq ue au to res m ás recien tes prefieren
d e n o m in a rla s « re la cio n e s lab o rales» o « re la cio n e s d e trab ajo asalaria-
d o » ,'’' o incluso « relacio n es d e e m p le o » . E n c ie rto m o d o , la exp resió n
designa la organ ización d e lo c]uc M arshall llam ó el «sistem a .secundario
d e ciu d a d a n ía industrial»,'"* p o r lo q u e suele ce n tra rse esp ecialm en te,
aun sin ig n o ra r el co n flicto e n tre las partes, en los m ecanism os institucio­
nales y e xp lícita o im p lícitam ente co n sen su ad o s c o m o tilles: n o n n as s o ­
b re e m p le o , m é to d o s d e elaboracitin y ap licación , e tc .'* E l resto , las c a ­
ra c te rís tic a s . los p ro ce so s y las tra n sfo rm a cio n e s m ás g e n erales d e la
sociedarl industrial, o co m o quiera q u e sea caracterizad a ((X'st-iiulusirial,
cap italista, d e scivicios, e tc., e tc.) p erten ecen ya a la sociología del c a m ­
b io six'ial, del ilesarrollo, d e la m od ern ización o histórica.

■Millcr y f orm, 1%5; 54.


I mxfniann. 1%I: 5(1.
. M ijt u c lc z V Prieto, P W l l ) : , \ \ ii
Mars-half, igiO: 104.
Baftljoni. 19.S2: 24.
Í j í i*ipecút/¡Jít<h’s ¡1/MÍtrofe^

M ás co m p leja es la relación co n so cio lo g ías esp eciales q u e p u ed en


se r p r á c lic a m e n ie o en g ran m e d id a c o e x ie n s iv a s co n la in d u siría l,
c o m o la so cio lo g ía del tra b ajo y la so cio lo g ía eco u íím ica . <do*za haya
q ue co m e n z a r p o r d e cir q u e. en un sent/Jo /w/plio, es d ecir, efitirando
los c o n c e p to s al m á x im o y, si h a ce Falta, fo rzám lo lo s, p ro b a b le m e n te
|iodríam os h a c e r llegar cu alq u iera d e ellas a d on ile q u iera q u e llegase
o tra , p e ro n o cre e m o s q u e sea ésta la m ejo r vía a elegir. E m p e c e m o s p o r
la so cio lo g ía del tra b a jo . A la vista salla q u e el trab ajo , c o m o o b je to , e s ­
ca p a en el e sp a cio y e n el tiem p o a la d elin ició n d e imlustrml. P o r un
lad o , ha h a b id o tra b a jo , según las cró n ica s, d e sd e la salida del pariúso y,
según la a n tro p o lo g ía , d e sd e q u e h ay h u m an id ad ; p o r o tr o , hay un s e c ­
to r im p o rta n te d e tra b a jo en las so cie d a d e s in d u striales (e n tre o tr o s ,
p e ro ah o ra só lo n os d e te n d re m o s en é ste) q u e n o suele se r a b o rd a d o
p o r la sociología industrial: el trab ajo d o m éstico , que rep resenta la m itail
o m ás del trab ajo total en cu alq u ier so cied ad industrializada. Si itleniili-
ca m o s tmiuslruil co n iiiJintnoso, cie rta m e n te , d esap arecen esos lím ites
y la stK iologia industrial c o rr e p aralela a la so cio lo g ía del tra b a jo ... sal­
vo q u e esta .se d cle n d ie ra e n to n c e s p ro cla m á n d o se resp on sab le del C‘s-
tu d io d e to d a activiílihi, incluiilo el o c io — c o m o en algún viejo plan de
i *su k 1íos. M as en e ste se n titio , c r e o , sí q u e hay i|ue e star tic a cu e rd o co n
D a h re n d o rt en q u e «la socio lo g ía d e la ind ustria y tie la em p resa se h a ­
lla referid a a d e te rm in a d o p e río d o d e la historia social y n o e s, al p ie d e
la le tra , una “ so cio lo g ía e s p e c i a r , sin o u na “so cio lo g ía esp ecial d e la
so cietíad iiK lustrial”» , ’ ' es d ecir, q u e n o tiene la p reten sió n , p o r ejem ­
p lo, d e e stu d ia r el trab ajo en una so cied ad ag raria, p reind ustrial, p re ­
tensión q u e sí puetle y d e b e te n e r la so cio lo g ía del trab ajo , ta n to si se
tra ta d e e stu d ia r una so cie d a d co n te m p o rá n e a c o m o si d e utilizar el pa
sa d o c o m o p la ta fo rm a cíe c o m p re n sió n del p re se n te . (P e r o sí c o r r e s ­
p o n d e — tam b ién — a la so cio lo g ía ind ustrial, c o m o arg u m en tam o s an ­
tes e n c o n tr a d e D a h r e n d o r f , el tra b a jo a g ra r io en u n a s o c ie d a d
uid ustrial, p u es las so cie d a d e s “ in d u striales" n o son so cied ailes políti­
ca m e n te in teg rad as p e ro e c o n ó m ic a m e n te seg m en tad as, en las q u e la
a g ricu ltu ra , p o r e je m p lo , se m an ten g a c o m o era an tes d e la ind ustriali­
z a c ió n , sin o s o c ie d a d e s ta m b ié n e c o n ó m ic a m e n te in te g ra d a s, en las
q u e la a g ricu llu ra , p o r seg u ir co n el ejem p lo , es ag ricu llu ra m ecan iza­
d a , o p ra ctica ila en gran jas cap italistas o estatales, o p ro d u cció n inelivi-
dual p a ra el m e rca ilo m as o m en o s asíitiilada a los g ran d es circu ito s p ri­
varlos o p ú b lico s ríe d istrib u ció n , o activirlad ag ríco la <le su bsistencia

DMÍiifiul<.nt, 1962- 3
Man/:no f. finíiuüti

resiilual de unidades iamiliares cuyos ingresos proceticn mayoritaria-


mente del trabajo asalariado o mercantil.)
Pero también hay una parte de la sociología industrial (y de la em­
presa) que quctla fticra del ámbito de la sociología del trabajo: la propie­
dad y la alta dirección. El análisis del trabajo, por supuesto, parte dd he­
cho de que la mayerría de las personas no son propietarias de medios de
producción, de que la mayoría de los medios de producción son propie­
dad de una minoría de |x;rsonas y de que, consiguientemente, la mayor
parte de los trabajadores son trabajadores asalariados. Por otra parte, las
Formas y concepciones de la dirección del proceso productivo tienen
consecuencias decisivas sobre el proceso y las condiciones de trabajo,
los cuales no podrían comprenderse de manera cabal sin tenerlas en
ccmsideración, y la estructura misma de la dirección es inseparable de la
estructura del empleo (división de tareas, puestos intermedios, líneas de
autoridad, mecanismos de piomoción, etc.). Pero resulta difícil imagi­
nar, por ejemplo, que puede tener que ver con la sociología del trabajo
la problemática de las relaciones entre el capital accionarial y sus repre­
sentantes suscitada a partir, sobre todo, de ía obra de Berlc y Means (el
viejo tema de la posible disyunción ctitre propiedad y control de los me­
dios de producción, o propiedad y posesión, o entre su propiedad jurí­
dica y su propiedad econtSmica — distinciones conceptualc-s, todas ellas,
JXKO aforttinadas, pero no vamos a entrar ahora en esa discusión). l,os
dirertivos que representan al capital pueden ser o no los mismos cine se
CKupen personalmente de la dirección del proceso productivo; tal o cual
modelo de organización puede ser o no ñincional para el capital o, lo
que es lo mismo, para los accionistas; ios propios puestos de los directi­
vos son, después de todo, puestos de trabajo, etc., p>ero la problemática
propiedad-control es la de la organización del capital, no de la organiza­
ción del trabajo; es un problema esencial desde la perspectiva de la em­
presa, pero no, salvo muy indirectamente, desde la del trabajo. En suma,
debemos decir que hay un amplio campo de coincidencia entre la .socio­
logía industrial (y de la empresa) y la sociología del trabajo, que proba
blemente este campo de coincidencia es el grueso de cada una de estas
sociología.s especiales tomada por separado, pero también que tanto
una como otra tienen un campo restante no compartido.
Hay algo más, por cierto, que une a la sociología industrial (y de la em­
presa) y la sociología del trabajo, y que separa a ambas de la sociología
económica: la exclusión de las esferas de la circulación y el consumo. Aun -
que se podría sostener que la sociología industrial puede o debe incluir,
por limitadamente que sea, el ámbito del consumo (así lo hacen, por ejem-
l/is e^pectalííiaiiei lim ítrofes

pío, algunos reóricos de la organización procedentes del campo de la teo­


ría económica), ^ lo cierto es que no lo haceo ajienas lo hace, y la sociolo­
gía del trabajt) excluye esa estera por definición. Más importante es, em-
piero. la esfera de la circulación. Aquí entiendo ésta definitla eh los
siguientes términos: toda pnxliicción no doméstica, es decir, no conáumi-
da por el propio protluctor, ha de circular hacia los consumidores finales
(como bienes o servicios de consumo) o hacia otros consumidores-pro
ductores (como bienes intermedios o servicios a las empresas), y esto ha
de discurrir a través del intercambio privado (incluidos aquí el mercado,
el trueque y la donación) o a través de la asignación por el Estado (racio­
namiento, redistribución fiscal); si, además, la producción es cooperativa
(o conjunta, o asociada: en definitiva, en una empresa u organización), el
producto final, antes de cirailar, ha de ser objeto de apropiación por los
participiantes.^^ Hay que empezar por decir que la apropiación (lo que los
economistas suelen llamar “distribución” o “distribución funcional”, es
decir, distribución entre los factores: tierra, trabajo y capital, o rentas, sala­
rios y beneficios) no suele ser por sí misma objeto de atención ni para la
sociología industrial (y de la empresa) ni para la sociología del trabajo, ex­
cepto en la medida en que sea objeto de conflicto expreso entre los aao-
res, quizií porque se admite que, salvo que surja éste, viene determinada
por las leyes del mercado. La circulación (lo que los economistas suelen
llamar intercambio, pero aquí éste es sólo una de las variantes de la cirai-
lación), es, en principio, dejada al margen por ambas.
Sólo en principio, claro está, porque lo que .sale o no se permite que
entre por la puerta termina haciéndolo por la ventana. En primer lugar,
hay un mercado que ambas sociologías especiales consideran; el merca­
do de trabajo. La sociología industrial (y de la empresa), en cuanto que
forma parte indiscutida de las relaciones industriales, especialmente
como política de empleo, escenario del movimiento obrero y de los sin­
dicatos, etc.; la sociología del trabajo en el mismo sentido, y en eUa in­
cluso puede observarse una tendencia reciente a transmutarse total o
parcialmente en sociología del empleo, a interrogarse sobre las condi­
ciones de empleo con carácter previo a las condiciones de trabajo, en la
medida en que la sociedad parece alejarse definitivamente — hasta don­
de la vista alcanza— del pleno empleo y el empleo realmente existente
estalla en mil formas y fragmentos.^'* Pero hay más mercados, concrcta-

“ Por ejemplo, f-lirschiiiiin, 1970.


Par.i ni¡ls detalles, véase EnRuiu, 1997d.
^ Maruani y Reynaud, 199}: 4; Prieto, 1994: 20:
Munüno F Ertguitü

tnctue los increados de ca|>iial y los m ercad os en tre em presas. L os pri­


m eros son sencillam ente ignorailos, algo p erlectam en le com p ren sible
para la stK'iología del trabajo (.lero no tanto para la sociología industrial
(y d e la ernpresa). I^)s segundos suelen ser ignorados p or la sociología
industrial (¡y d e la em p re sa !), precisam en te p o r su p aixim id ad con la
stKÍologia d e las organ izaciones (qu e ha d e ignorarlos p o r d elinición.
salvo q ue se consideren éstas co m o sistemas ab iertos), p ero ya n o p u e­
den serlo p or la scK'iología del trabajo, la cual se en cuen tra, p or ejem plo,
cara a ca ra con la imposibilidad de ab arcar la división del trabajo si no
es. ad em ás d e co m o división interna a la em p resa, co m o división del tra ­
bajo entre em p resas, co n sid eran d o el p ro ceso d e p ro d u cció n d e cu al
quier bien o sercacio co m o un to d o .^
E n el d escuido o la renuencia d e la sociología a ad op tar el mercader
c o m o objeto d e estudio n o hay o tra co sa q ue el fetichism o del m ism o
co m p artid o con la econ om ía, la idea d e que es un m ecanism o au to m áti­
co e im personal, en el que cualquier m ano es invisible, una idea llam ati­
v am en te co m p a rtid a p o r la e a m o m ía chisica liberal (aun qu e algunos
au tores clásicos, co n cretam en te Sm ith, tenían sus reseivas al respecto,
c-stas han sido ignoradas ptrr la p osterid ad), tatito m ás p or la ncMclásica y
n eoliberal, y la ecom im ía m aixista, co n su p eculiar visión neutral del
“velo de la circulacicin”. P e ro si, en lugar d e su|X)ner que el m ercad o es
lo que tanta gente dice que es, nos {ireguntam os si realm ente lo es, e n ­
ton ces ap arece con claridad el h ech o d e que, sea lo que sea, existe una
am plia subestera de la econ om ía distinta del trabajo en cualquier te rre ­
n o — en la em p resa, p o r cuetita propia o en el m ercad o — y distinta d e la
«m an o visible»^*’ en la em p resa u cirganización. E s la estera d e la d is tó -
b u cio n , e s decir, d e la asignación y el intercam bio, y ha sido ya, aunque
solo de form a tentativa e incipiente, estudiada p o r la sociología e co n ó ­
m ica. i\o hay, en cam bio, un trabajo ni una industria (o em presa) que
queden fuera d e la econ om ía. Si algún trabajo lo hiciera sería o tra cosa;
actividad d e o cio , actividad política o religiosa o cualquier tJtra lo n n a d e
acción social p ero no eco n óm ica, es decir, n o seria trabajo. Si alguna e m ­
presa lo hiciera sería solam ente una organización — una organización de
tipo n o económ iccí. L a sociologta eco n óm ica se o cu p a, pues, jKir detini-
cióti. d e un ám b ito algo más atn[)lio qiu- el d e o tras stx'itilogía.s esptX’ia-
les co m o son la industrial (y d e la em p resa) o la del trabajo; eso n o la
h ace ni tnejor ni peor, no la co n vien e en principio ni síntesis de nada.

('.astillo, 1988:26.
Chandler, 1977.
Ijji espradhtJjJei ihfn'íro/ts 37

pero, a n o clutlar, liace d e ella an a es[>edalidad (.lisiima d en tro d e la dis­


ciplina coiniin.
Potiria (jensarse, ciertam en te, en ima posibilidad d e contigiirai su-
bám bitos de la sociología industrial (y d e la em presa) o d e la sociología
del trabaje' q ue queden luera del ám b ito d e la sociología e co n ó m ica.
Robbins cticribió, refiriéndose al o bjeto d e la econ om ía: « L a co n cep ció n
que hem os ad op tad o puede d escribirse co m o analítica. N o p retend e se­
leccionar ciertos tipos d e co n d u cta, sino que en foca la atención so b re un
aspecto particu lar d e la co n d u cta, la form a im puesta p or la influencia de
la escasez.»^' A cogiéndose a esto , se podría intentar definir la sociología
eco n ó m ic a co m o la so cio lo g ía del a sp e cto e co n ó m ic o d e la realidad.
Así, p on g am o s p o r ca so , estud iaría el asp ecto e co n ó m ico del trab ajo
p ero n o su dim ensióti exp resiva, o estudiaría la em p resa co m o organiza­
ción produ ctiva p ero no co m o escen ario d e acoso sexu al co n tra las m u ­
jeres. El problem a es que, si acep tam o s esa lim itación, exp ulsam os la so ­
ciología m ism a del ám b ito d e la realidad e co n ó m ica, sea la sociología
eco n ó m ica , la industrial o la del trab ajo. Sin n egar a prion, d e ningún
m o d o , la utilidad d e las ab stracciones d e la teoría eco n óm ica, lo que la
síxio lo g ía plantea es que tales abstracciones nc> son reales (no se basan
en aislar a sp e cto s realm en te existen tes d e la co n d u cta hum ana) sino
con ceptuales (consisten en eliminar del razonam iento aspectos que no
son aislables en la realidad). E n o tras palabras, que no existe la co n d u cta
p uram en te eco n óm ica, ni se p ued e aislar y estudiar p o r sí m ism o el as­
p ecto e co n óm ico d e la co n d u cta, sea en el m ercad o, en la em presa, en el
h ogar o en cu alquier o tro co n te x to . N atu ralm en te, los o tro s d eterm i­
nantes de la cx'iiducta (los no d ictados p or la relactón m edios-ünes o p o r
la escasez) están m ás presen tes en unos co n te x to s q ue en o tro s; están
m enos presentes, p o r ejem plo, en el c o n te x to im personal del m ercad o,
sensiblem ente m ás en la em p resa y de fo n n a ab ru m ad ora en el hogar, de
m an era que la ab stracción con ceptual del econ om ista teórico se acerca
m ás a la realidad en el m e rca d o , d o n d e las in teraccio n es son relativa
m ente unpersonales y erráticas y en algún grad o se com p en san, y m enos
a m edida que se sum erge en co n texto s social y cu lturalm cn te m ás d e n ­
sos, d e m anera que ch o ca con en orm es dificultades en el iimbito de la
organ ización y m u estra una clara tem len cia a (satinar en el del hogar.
Q uizá esto sea tam bién (jarte d e la exp licación d e la (ireferencia m ostra­
da (x>r la sociología (>or estud iar las organizaciones (las em presas), que
ni son tan im personales co m o el m ercad o (o cx>mo algunt's m ercad os) ni

^ Itolibins, 1932, recosido en Le<Jlair y Sclineider. 1%8: 97.


58 Mariano F Encuita

están tan esjjesamente (jersonalizadas co m o los hogares (com o cuaic*s-


qiiiera hogares).
IXI que distingue a la econom ía no es ocuparse de un aspecto de la
con du cta, el aspecto económ ico, sino ocuparse d e la conducta desde un
supuesto conceptual o m etodológico; la racionalidad tal com o la entien­
de norm alm ente el econom ista (inaximización u optimización): en defi­
nitiva, lo que Polanyi llamó la econom ía tormal. Lx> que distingue a la
srxhología económ ica, del trabajo o industrial (y de la em presa) de la so­
ciología a secas o de otras sociologías especiales es ocuparse, esta vez sí,
de un área de la co n d u a a , la que se refiere a la obtención del sustento en
í
el sentido más amplio, o a la satisfacción de las necesidades en un co n ­
te x to de escasez (a no confundir con la racionalidad medios-fines), pero
bajo todos los aspectos. P o r eso pudo d ecir Polanyi que «el ensayo de
Lionel Robbins, aunque útil para los econom istas, distorsionó fatalmen­
te el problem a.»•“ Si la sociología industrial (y de la em presa), o la socio­
logía de las organizaciones, se ocu pa del acoso sexual en el trabajo no lo
hará co m o p arte de una sociología de las relaciones de género, sino
co m o parte, y en la medida en que sea j-iarte im portante, riel estudio de
los m ecanism os de poder informal en la organización, de las dim ensio­
nes latentes o los eíc'ctos ^lerversos de la autoridad formal, de las condi­
ciones de trabajo, e tc.; si la sociología del trabajo se cK’upa, suixingam os,
d e la dimensión expresiva del trabajo extradom éstico (el hecho mismo
d e ten er un em pleo co m o fuente de autoestim a, o el tipo de em pleo
co m o fuente de estatus), no será tanto p or agotar todo lo que pueda te ­
ner alguna relación con el trabajo sino porque sería sencillamente im po­
sible co m p ren d er la relación con el m ism o sin tener en cuenta esa d i­
m ensión (co m p ren d er, p o r ejem plo, q ue secto res im p ortan tes de
mujeres trabajen p o r salarios que, deducido el precio-som bra de tareas
dom ésticas que pasan a ser reemplazadas p or b iaies y servicios adquiri­
dos en el m ercado, no compensan el aum ento de su carga de trabajo).
P ero este m ecanism o de absorción de problem as, o del objeto de estu­
dio, es com ún a cualquier especialidad de la sociología que se o a ip e de
cualquier aspecto de la realidad, económ ica o no.
D igám oslo una vez más: no se trata de hacerse con esta o aquella
parcela de la sociología com o disciplina o d e la realidad com o objeto de
estudio. Se trata, eso sí, de com prender la relación entre la disciplina y la
realidad, parte de lo cual es com p ren d er su historia, y se trata de que
esta historia se condensa significativ'amente en el juego de las denomina-

^ Polanvi, 1957b: 270,


ijts especialidades im iir o fes 59

dones. L a sodología nace bajo la hierte impresión de las transform acio­


nes p rodu dd as jxir la industrializadón; de sus efectos sociales en gene
ral y de esos nuevos fenómenos que son la fábrica y la clase obrera en
particular, lin la medida en que se concentra en estos aspectos jxid em w
decir que nace la sociología industrial. La adición del términr) “em pre­
sa” implica una doble delimitación, resp>eao de la sociología de las orga-
nizadones (que se o a ip a también ile otras organizaciones) y resp etto de
la econom ía (que se o a ip a , de m om ento, del m ercad o, o de la an p resa
co m o sim ple conjunción de facto res en función d e una tecnología y
unos precios dados). D ice D ahrendorf, con cierto fundamento, que «la
investigad ón sociológica industrial con stituye un dom inio eu rop eo.
H istóricam ente, el gran objeto de la sociología norteam ericana fue el
municipio (community), en tanto que el de la europea ha sido la em p re­
sa i n d u s t r i a l .T i e n e razón, creo, en el sentido de que la sodología n or­
teamericana se o cupó de estudiar có m o se formaba ,su sociedad a partir
de elem entos de muy variada p ro ced en d a, m ientras que la soeiologia
europea lo hizo de entender có m o se derrum baba la suya. P ero no creo
que esto divida a una y otra entre la comiinitlad l<Kal (el m unidpio) y la
as(KÍación productiva (la em presa), sino que — dejando aquí aparte el
municipio— entraña ríos fonnas de contem plar la empresa: com o o rg a­
nización más o menos annónica, que es lo que hace en sus inicios la so­
ciología norteam ericana de las organizaciones, o com o [>erenne escen a­
rio de la pugna en tre capital y trab ajo . P o r eso la sociología d e la
em presa, procedente sobre tod o de la sociología de las organizaciones,
es un p roducto antes que nada norteam ericano, mientras que la sociolo­
gía del trabajo es un produ cto preferentem ente europeo — y, dentro de
E u rop a, m ás francés, italiano y español que alem án— , p rerísam ente
« p o r o p o sid ó n a la “sociología industrial”, considerada co m o ev'oca-
ción d e un con cepto am ericano más bien limitado de la sociología de la
em presa.»’'’ El desarrollo de la sociología del tralxajo de preferencia en
los países económ icam ente menos industrializados y políticamente más
agitados de Europa — pero con cierto nivel académ ico y profesional—
obedece, creo, al doble iminilso de dar prioridad al trabajo entre los ele­
mentos de la em presa-organizadón y de ab arcar el importantísimo resto
de trabajo no asalariado — incluso sin considerar el d om éstico —. Pues
bien, el renacer de la scK'iología económ ica respoiule, en mi opinión, a la
detección de tdras insuficiencias, en particular la escasa atención presta-

^ D ahm ubrI. 1%2: 55,


” Mottez. 1971: h.
40 Martdtto F. Hngutía

da a! mercado y a la economía doméstica. Teóricamente, estos vacíos


han csradti siempre ahí, pcn> las escasas voces que los señalaron estaban
condenadas a clamar en el desierto. Lo que ha cambiado la situación
han sido dt>s a>sas: en primer lugar, la pérdida de centralidad de la opo
sición entre capital y trabajo, producto de una gran multiplicidad de
factores que no hace falta enumerar aquí, pero uno de cuyos electos de­
rivados es que se puede prestar más atención a otras formas de desigual­
dad y de conflicto sociales; en segundo lugar, el paso a primer plano de
otros aspectos de la economía como el hogar — al ritmo de su abandono
parcial por la mujer— o el mercado — como consecuencia de los límites
de la teoría económica y de la llamada desconcentración productiva.
Resta añadir que todavía queda una esteta cuya importancia económica
viene siendo subestimada por la sociolo^a. y que tarde o temprano ha­
brá de ocupar el lugar que le corresponde en el análisis sociológico de la
realidad económ ica: el Estado com o mecanismo de (rc)distribución
que, aparte de sus fun'ciones propiamente productivas, que desempeña
a través de sus propias organizaciones — empresas y agencias— , redis­
tribuye una parte del producto de otras organizaciones y de los hogares
e individuos
No se trata, pues, de poner una sociología especial en el puesto de
otra en nombre dcl tlcscubiimiento de tal o cual parcela olvidada, sino
de actuar, en cualquiera de ellas, de manera que abarque la totalidad de
su objeto.
5. LA DIVEILSIDAD DE LA ACCIÓN ECON ÓM ICA

El análisis económico de la realidad económica se basa en el supuesto de


que ésta está formada por actores que persiguen sus intereses individua­
les de forma racional, es decir, tratando de obtener el mayor beneficio al
menor coste. Por más que los utilitaristas irredentos puedan pensar que
no hay otra forma posible de co n d u aa humana, y mucho menos de con­
ducta racional, ésta dista mucho de ser una concepción espontánea, o
eterna: es una idea nacida exclusivamente en occidente y en techa relati­
vamente reciente.' El deseo de simplificar los supuestos para entregarse
con todas las fuerzas a las deducciones ha hecho del homo aiconomicus
el acompañante inevitable de cualquier economista, particularmente de
cualquier economista neoclásico. Pero, si la |X)lítica, ilicen, hace extra-
fuis compañeros de cama, la economía, entonces, los trac francamente
indeseables. Es un lugar común que semejante espécimen puede resul­
tar de gran utilidad en la mesa de despacho, com o supuesto de la teoría,
pero es, afortunadamente, difícil de encontrar en la realidad. L.a literatu­
ra económica abunda en ironías que definen al homo axonomiem como
la última persona a la que uno querría tener como amigo o con la que
desearía ver casada a su hija:^ «H abría que tomar varios cursos de eco­
nomía para encontrar a uno que dejase entrar siquiera el bienestar de su
familia en su función personal de utilidad.»^
Más allá de este rechazo instintivo, la idea utilitaria y economicista
de la racionalidad topa una y otra vez con dificultades para abarcar
formas patentes y relevantes de conducta humana, incluida la conduc­
ta económica, y se ha visto por ello llevada a redefinir constantemente
sus términos. En su formulación original, todo su atractivo y toda su
insuficiencia rcsitlen precisamente en su simplicidad. «L a naturaleza»,
escribe Benthain, «ha puesto a la humanidad bajo el dominio de dos
soberanos, cl dolor y el placer. SóUi a ellos les corresponde indicar lo

I lirscfiiníin, 1977.
Bouldin^. 1970: 159.
Sen, 197>:46.
42 Mariano F. Enguz/a

qik* dcbcriamos hacer, así com o detemiinar lo que haremos.»' Aclua-


lízado [-Kir iin tilósofo de la economía: «T<xla acción humana se dirijic
a aumentar el placer y evitar el dolor.>v’ Pero la forma más elemental
de entender este principio de utilidad, que cada acción persigue au­
mentar el placer y evitar el dolor para la persona que la realiza sin te­
ner para nada en cuenta a los demás, contradicx: claramente la reali­
dad, plagada de casos de altruismo o, sencillamente, de dudosa
utilidad personal, lo que obliga al utilitansta a sucesivos epiciclos en­
caminados a englobar las conductas rebeldes, ambiguas o simplemen­
te incómodas. Una forma algo más compleja puede consistir en inte­
grar el placer y el dolor de los demás, o de algunos entre ellos, como
propio, lo que algún autor ha llamado el «gusto f?or la percepción del
bienestar de otros». En estos términos, com o resulta obvio, siempre
podrá justificarse cualquier acción humana como útil para quien la lleva
a cabo, ya que. en realidad, basta para ello con suponer que, si lo hace,
es porque le proporciona algún tipo de placer (o le evita algún tipo de
dolor) sea éste físico o moral, egoísta o altniísta, etc., lo que convierte
el razonamiento en una simple tautología de valor nulo.*’ Más de lo
mismo se obtiene cuando la teoria se limita a afirmar que «hay algo lla­
mado utilidad — com o la masa, la altura, la riqueza o la felicidad—
que la gente maximiza. f...A)hora es simplemente un nombre para la
ordenación de las opciones según las preferencias de cualquier indivi­
duo.»^ Lo que se viene a rlccir así es que es preciso mantener la aritmé­
tica moral benthamiana para que la realidad se preste a su formaliza-
ción matemática. Lo que convierte al utilitarismo en una base ideal
para la teoría económica no es el contenido de la moral que predica
(placer, dolor), por mucho que se pueda espiritualizar, sino su cardi-
nalidad o, al menos, su ordinalidad: más. menos, igual. Tanto más si,
de paso, la moral se reduce a la eficiencia: «la mayor felicidad del ma­
yor número es la metlida de lo justo y de lo injusto.»"
Por otra parte, el supuesto de racionalidad formal también se ha vis­
to sacudido, incluso desde las propias filas de la teoría económica. Si­
món siigirkt ya hace tiempo reemplazar la idea de conducta maximiza-
Jora u optimizadora por la de un com portam iento simplemente

Bcnlfum. 17X9; I, Jl.


IX kr. 19X1 31
Siigkr, 1952; 57.
Afclánn y Alien, 1969; -10.
Btniham. 1776: Prefacio, S2.
¡jj diversidad d e la acción económica

satisfactorio (satisfizingf y, sobre todo, propuso limitar el alcance del su­


puesto de una conducta económ ica racional, sustituyendo la idea de
plena racionalidad por la de racionalidad limitada (hounded ratUmality),
la cxMiducta que es «pretendidamente racional, pero sólo limitadamente
tal».'® Williamson sugiere que la idea de racionaitdad limitada, a medio
camino entre la racionalidad maximizadora, fuerte, de la economía neo-
dá-sica y la racionalidad orgánica, débil, de la teoría evolucioni.sta de la
economía (Veblen), es la que mejor responde a la realidad económ ica,"
y sobre ella se levanta su teoría de los costes de transacción. Lindblom
considera, írente al modelo que llama racional-amprehensivo (que con­
sidera todos los asjTectos de la realidad), que quienes toman las decisio­
nes lo hacen más bien por un procedimiento de comparaciones limitadas
sucesivas consistente en apartarse solamente paso a paso — pasito a pasi­
to— de las políticas o los hábitos estableados," comparando alternati­
vas que difieren en pequeña medida, de donde también el nombre de
incretnentalismo o incrementalismo inconexo o, más sencilla y gráfica­
mente, apañárselas Imuddling throughj.
Uno de los escollos principales ante el moclelo de la acción racional
es la presencia de la incertidumbre. Existe esta atando el actor no pue­
de prever los resultados de la acción ni asignarles siquiera probabilida­
des. Frank Knight ya distinguió entre la meertidumbre, así definida, y el
riesgo, cuando el actor puede a.signar tales probabilidades," y lo que la
economía ha hecho más recientemente ha sido contemplar cada vez más
la presencia de incertidumbre como si se tratara de una situación de
nesgo para salvar la vigencia de la racionalidad, hasta el punto de borrar
por entero la distinción bajo la idea de las pmhahilidades sithjetivas. Sin
embargo, el mundo no parece estar poblado por tan finos estadísticos, y
la cuestión entonces es cómo se las arregla la gente para decidir, ya que
de hecho decide, en situaciones de incertidumbre, es decir, en situacio­
nes en las cuales no se puede aplicar un cálculo racional, lo cual no signi­
fica que haya que ser irracional o que se pueda dejar de actuar, o sea;
«.-•qué hacemos cuando no sabemos qué es lo mejor que podemos ha­
cer?» La respuesta de Beckert es que, entonces, los agentes que quie­
ren ser racionales (intcndcdly rationat) «no aumentan sus capacidades

•“ Simón, 1957: 198.


¡bt<L xxiv.
" Williainson, 1985:44 47.
Umlbloin. 1958.
'■ Knighi, 1921.
“ Beckert, 1996:819.
Martijno F lÍnf,utJa

de cálculo para detenuinar las probabilidades con el fin de dominar la


incertiduinbrc. Más bien se a)X)yan en “mecanismos” sociales que res-
trmgen sus posibilidades y crean una ngidez en las respuestas a los cam ­
bios en un entorno incierto.»*’ Estos mecanismos pueden ser reglas,
nomias sociales, cxinvencioncs, instituciones, estructuras sociales o rela­
ciones de prxlcr.^' En otras palabras, la conducta económica sólo es po­
sible en un contexto de incertidumbre porque la economía está inserta
en un contexto social que permite minimizarla.
El problema de la conducta racional maximizadora (u optimizado-
ra, o satisfactoria) no sería tal si fuese simplemente presentada com o un
supuesto axiom ático arbitrario, aunque más o menos razonable y sensa­
to, sobre el que se propone construir una teoría formal que luego servirá
para interprctai; explicar o predecir la realidad en la medida y sólo en la
medida en que tales supuestos correspondan a ella. Esto y n o más es lo
que quiso hacer el inventor del humo oeconomicus,}. S. MiU, para quien
el unpulso de maximizar la riqueza, sopesado por la aveisión al trabajo y
el deseo de goce, es simplemente ima abstracción que p>ermite una apro­
ximación a la conducta real «SJ, dentro de las áreas en cuestión, no fuese
impedido por ninguna otra motivación.»*' <cEn definitiva», com o señala
Blaug. «Mili opera con una teoría del “hom bre ficticio”. Además, su­
braya también el hecho de que la esfera económ ica es tan solo una parte
del área total de la conducta humana.»** Sin embargo, este hombre fie-
l/ao ha sido el único considerado o, peor aun, ha sido considerado el
único, vale decir el hombre real, p or la corriente principal de la econo­
mía. ya desde Sénior, pasando por Marshall. hasta llegar a los actuales
neoclásicos. E n palabras de Becker; «D e hecho, he llegado a la conclu­
sión de que el enfoque económ ico es un enfoque comprehensivo que re­
sulta aplicable a toda conducta humana.»*’ Pero media un abismo entre
admitir que algún tipo de concepción de la acción com o racional y m a­
ximizadora es necesario para levantar sobre ella la economía política
(hoy sería más correcto — y entonces también lo habría sido— decir: el
análisis económico, entendiendo éste com o sólo una parte de la teoría
económica), o incluso propiciar su empleo con fines heurísticos en la so­
ciología com o lo hiciera, por ejemplo, Coleman,'*“ y suponer que «pue-

” ni
"■Ik-incr, 1985,
" MiU. 1836: 525.
“ BLuig, 1980: 82.
Becker. 1976: 112.
•' Colcman. 199t): 13 H, 18 19.
Ij i tin>erudaá d e la acción económica 45

de considerarse que toda conducta humana envuelve a participantes


que maximizan su utilidad a partir de un conjunto estable de preferen
cias y aoim ulan una cantidad óptima de información y otros insumos en
diversos mercados.»^'
En la (xírspectiva s<.)ciológica, la acción humana presenta un rcgfttno
más amplio. Es verdad, no obstante, que desde ella se puede in airrir fá­
cilmente en el vicio inverso: en vez de un actor infrasocializado, uno hi-
pcrsocializado. En la teoría sociológica tam poco faltan hoy los intentos
de «encontrar una función que llev«e de un conjunto de preferencias in­
dividuales a un orden de preferencias social»,^ pero pueden ser incluso
bienvenidos com o contrapunto a una concepción hipersocializada de la
acción que d isairre p o r la doble vía que va de Durkheim a Parsons y
Dahrendorf,^’ unidos en este aspecto,^'* o que parte de H egel, pasa
(atemperándose ocasionalmente) p or M arx y llega hasta el Tráger del es-
trucruralismo marxisra.’’ Durkheim, etc., representan lo que Sorokin
llamó la tradición sodologista,^ en la que la norma social es vista com o el
punto de partida unilateral y la teoría se dedica fundamentalmente a e x ­
plicar de qué manera se produce el hecho de que los individuos se plie­
guen a ella. Para M arx y el marxismo, los seres humanos son parte de
gnipos cuya posición les asigna unos u otros intereses y el problema
esencial es el de cóm o llegan a tom ar conciencia de ellos, por lo que la
elección individual es en sí un problcina irrelevante.^'' N o hay dificultad,
pues, en encx>ntrar en el seno mismo de la sciciología ni el trasunto de la
teoría de la acción dominante en la teoría económica ni su opuesto; una
vez más, los errores van por parejas, com o la Benemérita.
«Mientras que la teoría de la d ección radonal tom a los intereses in­
dividuales com o dados e intenta dar cuenta del funcionamiento de los
sistemas sodales, la teoría normatK'a tom a las normas sociales com o da­
das e intenta dar cuenta de la conducta individual.»"** La disyuntiva es
vieja com o el pensamiento sodal mismo: <qué es anterior, el individuo o
la sodedad? Es inevitable que este problema nos recuerde otro más vie­
jo: ,;el huevo o la gallina? La diferencia reside en que la evolución de la

” Becker. 1976: 119.


“ FJster y ífyllaml. 1986b: 2
Me refiero a IXthrendorí, 1958.
.Sobre la variante funúonalista, véase VC'rong, 1961.
Sobre la miu xista, Thompson. 1978.
Sorokin, 1928.
^ Hfwics y ( iintis, 1986: 146.
» G.leman. 1990:241-42.
-16 Martarto Enguitu

stKriedad es mucho ]uás rápida que la dcl plumííero, de manera que, si


Ijicn un huevo de una genciación se parece al de cualquier otra anterior
com o solamente (lodría hacerlo un huevo a otro huevo, un individuo es
sencillamente imposible de concebir lucra de su contexto social e histó­
rico. «La comunidad», escribió Bentham, «es un cuerpo ficricio.»*’^ Pero
lo que puede aceptarse como una torma de negar que existan unos inte­
reses sociales al margen de los intereses de quienes la forman, es sencilla­
mente inaceptable si lo que se pretende es que la sociedad sólo es la
suma de los individuos, el interés social la suma de los intereses indivi­
duales, la racionalidad social la suma de las racionalidades individuales,
etc. 1.a racionalidad individual que la teoría económica presupone es un
p ro d u ao histórico, porque sus dos componentes son históricos: prime­
ro, el individuo, que nene que desgajarse tátal y moralmente de la com u­
nidad inmediata (la tribu, la familia...) para llegar a considerarse a sí mis­
mo com o la medida de todas las ajsas\ segundo, la razón instrumental,
que tiene que despojarse de elementos mágicos, religiosos, morales, ri­
tuales y consuetudinarios para llegar a a a u a r en función de un cálculo;
de paso, la economía, cjiie debe configurarse como una esfera relativa­
mente independiente y acotada dcl resto de la sociedad, precisamente
para que en ella sea posible la racionalidad dcl cálculo económico. La
sociología no niega la racionalidad instrumental, pero tampoco la da
por setitada. N o la contempla como una condición que puede darse por
supuesta sino como algo de existencia contingente, a demostrar.
Puede comprenderse también el atractivo de las teorías de la elec­
ción racional para el análisis de la realidad social como reacción, no ya
contra el cstructuralismo y la hipersocialización, sino contra la casuística
errática de la conducta en la que parecen complacerse, a veces, la etno-
metodología y otros enfoques asociados. Frente al pleno desorden de la
miríada de las motivaciones individuales o la infinidad de las combina­
ciones scxiales, la parsimoniosa idea de que, en elfondo, todos quieren lo
mismo — com o advertían antes, prudentemente, las madres a las tujas,
aunque fuera por otro motivo— , despeja el horizonte y seduce con la
promesa de grandes frutos para el trabajo deductivo. Sin embargo, los
buenos (Iceseos no pueden sustituir a la realidad, [lor mucha que sea la
intensidad con la iiue se sientan. Y, cuando no se vive la autocomplacen-
cia tranquila del economista ni la angustia pkgada de urgencias del so­
ciólogo, es dilícil llegar a pensar seriamente que la conducta humana, in ■
cluida la conducta ecomimica, esté regular y globalmente dictada por el

•'* Bemham, 1789:1. §4.


Ij í Jiv e r siJa J ¿/f? ía acciótí fvonómicn 47

cálculo racional. Kn palabra.s de Lovejoy, la lazóii del honíbre tiene,


«como mucho, una iniluencia secundaria y muy |x-queña sobre su con­
ducta, y los sentimientos y deseos irracionales o no racionales son las
verdaderas causas eíicientc*s de todas o casi todas sus acciones.»’" •
1-ixi.ste también la ptssibilidad de una perspectiva más plural y diver­
sificada t]iic, sin negar la pertinencia dcl modelo racionalista y maximi-
zador de la tettría económica en ciertos átnbitos y de forma limitada, ni,
sobre tt>do, sus virtudes heurísticas, considere también la de otros tipos
de conducta. Este es el caso, sin ir más lejos, de la tipología de la acción
de Weber; « L a acción social, como toda acción, puede ser; 1) racional
con arreglo afines', determinada por expectativas en el comportamiento
tanto de objetos del mundo exterior com o de otros hombres, y utilizan­
do esas expectativas como “condiciones” o “medios” para el logro de fi­
nes propios racionalmente sopesados y perseguidos; 2) raáonal con arre­
glo a valores-, detemiinada por la creencia consciente en el valor — ético,
estético, religioso o de cualquier otra fornia como se le interprete— pro­
pio y ab.soluto de una detenninada ronducta, sin relación alguna con el
resultado, o sea puramente en mériuis de ese valor; 3) afectiva, especial­
mente emotiva, tleterminada jwr afectos y estados sentimentales actua­
les. y 4) tradiaonal: detenninada por una costumbre arraigada.»” N óte­
se que ni siquiera la acción del primer tipo ha de ser propiamente
maximizadora. sino simplemente utilizar los medios de la mejor manera
fwsible para obtener los fines; la maximización, por supuesto, entra
dentro de las posibles acciones racionales con arreglo a fines (en contra­
partida, también es posible considerar la acción racional con arreglo a
valores como parte de la racionalidad económica si se define ésta como
mera «congruencia entre opciones y preferencias».)’-^Las demás formas
de acción, simplemente, quedan fuera del esquema de la “racionalidad
económica’’ ; o bien son racionales pero no “económicas” — no maximi-
zadoras— , como la acción racional con arreglo a valores (con la cautela
planteada, que ]>ermitiría una especie de maximización de la congruen­
cia con los valores o de satisfacción o utilidad obtenidas de la aplicación
de éstos), o bien, conduzcan o no a un resultado maximizador — y pro­
bablemente no lo harán— , no son racionales en el sentido que la teoría
económica otorga a este adjetivo, como sucede cxrn las acciones tiadi-
cional y aleciiva.

Luvejoy. 1961: (4
Wfber. 1922: 1,20.
Bouilnn y Boiirrícaiiil. 1982: 196
48 Martatto F. Enguita .J

Es manifiesto que existen co n d iiaas económicas que en nada se


ajustan, ni mucho ni poco, a los cánones de racionalidad. La antropolo­
gía, que no en vano ha sido siempre más hostil que k sociología a las teo­
rías efe la elecciíin racional, nos ha proporcionado abundantes ejemplos
como el anillo kula, el potlatch o el culto carg,o. Pero no es preciso acnadir
a las sociedades primitivas, pues también los encontramos en la nuestra.
Se aducen con frecuencia, por ejemplo, la escasa disptisición a contratar
seguros, la solicitud injustificada de crédito a altos tipc>s de interés, las
compras consuetudinarias o compulsivas, etc., una temática en la que
abundan la economía, la sociología y la psicología del consumo.^’ Quizá
la contribuciem más importante de Veblen a la sociología y a la econo­
mía haya sido la de señalar que el consumo, es dedr, las preferencias de
los consumidores, no pueden considerarse dadas en una visión dinámi­
ca ni sujetas a una lógica instrumental, sino que son enormemente varia­
bles y rienen un elevado componente expresivo,'^ idea remachada des­
pués por Parsons y Smelser.’^ Tampoco podrían explicarse fácilmente
en lénninos de racionalidad utilitaria los comportamientos propios de
lo que se ha denominado la cultura de la pobreza, lundamentalinente im-
previ.sores desde tal perspectiva.’''
Por otra parre, hay razones más que abundantes para subrayar el pa­
pel de la moral en la economía. Numerosos actos como las limosnas, las
donaciones, los regalos, la participación ciudadana, etc., no podrían
comprenderse sin conceder carta de naturaleza al altruismo. Lo más im­
portante, sin embargo, es el grado de moralidad que requiere la misma
conducta “económicamente racional”. Para empezar, no hay nada a i el
calado racional de la utilidad que impida el uso de la fuerza y el fraude,
incluso si están legal y moralmente condenados, cuando las recompen­ i
sas son lo bastante altas y el riesgo lo bastante bajo. Hobbcs ya fue cons­
ciente de que el interés egoísta podía conducir directamente ahí. Para
decirlo en términos económicos convencionales, la honestidad y la con­
fianza, que son fenómenos estrictamente morales, son esenciales para
contener los costes de transacción.” Por un lado, ciertamente, los víncu­
los morales que unen a una comunidad obstaculizan el desarrollo de re­
laciones ecxtnómicas impersonales, rales como el intercambio mercantd
o el trabajo itsalariado. Así como el mercado «reduce la necesidad de

*' Véase Kauina, 1975,


VcWen. )«99.
” Parson.s y Smdscr, 1956.
Véase l.e-JC<x k. 1971.
>■ Arrow, 1974:23.
L/i Jtveradaá de la acaon economiza

compasión, patriotismo, amor fraterno y solidaridad cultural»,’* ;isi las


instituciones de carácter comunitario (sobre todo las pequeñas: familia,
comunidad local, minoría étnica, pero también, en otra forma, las gran­
des, como el Estado del bienestar) resisten a la lógica del mercado. Por
otro lado, sin embargo, la ausencia de la comunidad y la tnoral comuni­
taria com o fondo torna inviables o extremadamente azarosas y costosas
las transacciones mercantiles, com o lo muestran el elevado grado de
desconfianza que suele acompañar a las transacciones interétnicas o el
carácter casi prebélico que -alcanza a veces el trueque entre comunida­
des primitivas. L a máxima viabilidad del mercado se produce, proba­
blemente, en una situación intermedia, con una moralid-ad lo bastante
presente para conjurar el fraude y la fuerza y suscitar la confianza, en­
grasando así el mecanismo, y lo bastante ausente para no atascarlo con
escrúpulos de justicia. L o que puede considerarse el término medio en­
tre la plena independencia de los individuos y la sociedad comunal,’’ o
un sistema de solidaridad débU." Dore, por ejemplo, ha argumentado la
importancia del goodwill, entendido como «los sentimientos de amistad
y la sensación de obligación f>erson-al difusa que se lorman entre los in­
dividuos embargados en un intercambio econcimico contractu-al recu­
rrente.»'" A iH-fsar do la tendencia a olvidarlo de la economía neoclásica,
este problema estuvo muy presente en la obra y las preocupaciones de
los economistas clásicos. Junto a su aprecio por la eficiencia dcl merca­
do, «vieron con toda claridad que sólo podría operar dentro de un mar­
co de restricciones. Tales restricciones eran en parle legales y en parte
religiosas, morales y convencionales, y su finalidad era asegurar la coin­
cidencia del interés propio y el de la comunidad.»'” Ejemplo de ello fue
el mismo Adam Smith, parte del grupo de los moralistas escíKeses, cuya
obra económica se prolonga y se contradice a la vez con sus reflexiones
morales (la relación entre La riejueza de las naciones y Teoría de los senti­
mientos morales ha dado lugar, preds-amente, a lo que se llama el proble­
ma Smith).
Finalmente, intentar dar cuenta cumplida de la conducta individual
sin tener en cuenta el grupo, la institución, la cultura, es sencillamente
im()ensablc. Incluso dentro de las coonlenadas de la acción “racional”,
la información que podemos recoger, lo que de ella consideramos rele-

” Schulzt.-, 1977: 18.


’• Etzioni. 1988:215.
■*’ Lmlcitlx-rg, 1988.
■" ITorc-, 1983: 460.
” O'Bricn, 1975:272.
M arian o F. Hn'¿utta

vame, el motio en que la interprcramos, etc., están fuertemente mcdia-


ilos por el enrom o pntximo. Deci.siones aparentemente no racionales
(Icstle el punto de vista individual pueden serlo desde la fx;rsi)t;cfiva de
la solidaridad del grupo (la restricción de cuotas, por ejemplo),"'* de la
subcultura de la clase obrera (la decisión de abandonar la escuela, pon­
gamos por caso)"'"' o de la tradición cultural de los gremios artesanales (el
rechazo del trabajo asalariado com o indigno en parucular por estar suje­
to a supervisión)"''’. /\J cálculo racional de los individuos presuntamente
utilitaristas, aislados, egoístas y maximizadores puede superponerse, e
incluso imponerse, lo que Thompson llamó certeramente, en una pro­
vocativa contradictio in terminis, la economía moral de los grupos o co ­
munidades.""’
El supuesto de la racionalidad instrumental de la acción es, en cierto
modo, necesario para el funcionamiento de las instituciones ftmdadas
en la libertad. Tanto el mercado centrado en la elección individual com o
el sistema político dem ocrático representativo fundado en el sufragio se
basan en la presunción de que a ellos acuden individuos plenamente
conscientes, capaces de actuar por sí mismos y de alnrntar las conse­
cuencias de su acción. Sabemos sfibradamente que ni los consumidores
ni los electores están siempre tan magnífica y exquisitamente informa­
dos, pero, al igual que la ignorancia de la ley no excusa su incumpli­
miento, tam poco la conciencia de la ignorancia, o de los límites de la ra­
cionalidad, excusa del escniiiuloso respeto de los derechos económicos
y políticos individuales ni exime de la responsabilidad individual íntegra
por sus consecuencias, hin embargo, lo que resulta una útil abstracción
práctica puede convertirse en una muy perjudicial limitación teórica.
Hay dos aspectos, al menos, de la acción que deben considerarse junto a
su vertiente instrumental: el expresivo y el constitutivo. El primero con ­
cierne a sus motivos; el segundo, a sus efeoos.
Ante toda acción económ ica hay que preguntarse si, aparte de su fi­
nalidad instrumental, contiene además una finalidad expresiva. Esto es
un lugar común ante las acciones que forman parte de la etapa final del
ciclo ect»nómico: las acciones de consumo. Está ya fuera de discusión
que. en el consumo, no sólo buscamos satisfacer ciertas necesidades m a­
teriales de sustento, cobijo, abrigo, etc., sino también, incluso hasta el
punto de dt'sdibujar aquéllas, cuidar, crear, alimentar y transmitir una

" Kov. I9S4.


“ WillLs. 1978.
Thompson. l% 3; Momgomery, 197**.
TTiompson. 1971.
¡jt dñftrsulüd d e la acdón económica 51

imagen de nosotros mismos. La cuestión es que este interrogante debe


extenderse a las acciones propias de las esferas del intercambio y la pro­
ducción. Desde los orígenes de la sociedad han existido oficios de m a­
yor o menor prestigio, incluidos oficios estigmatizados — com o lo^ he­
rreros en numerosas culturas agrarias— , y hasta el día de hoy el trabajo
es una seña de identidad, lo que Touraine llama «una mezcla de hacer y
set». D e ahí que el desempleo prolongado, la jubilación anticipada o la
misma jubilación ordinaria puedan vivirse com o una crisis en la que se
pierde el principal elemento expresivo de la propia identidad."'' Y otro
tanto puede decirse, aunque en todo caso sean, por su propia naturale­
za, más efímeros, de los a a o s de intercam bio, no menos preñados de
elementos expresivos; la honestidad en el crédito, la puntualidad en la
entrega, la magnanimidad o el desprendimiento en el pago, el buen gus­
to en la elección, la habilidad en el regateo o la despreocupación frente
;il precio, etc., elementos todos ellos que. por supuesto, pueden regir de
forma distinta para diferentes culturas, medios, situaciones o personas.
« [L ]o s individuos son reconcKidos (ante sus propios ojos y ante los ojos
de los deniíts) por sus actos. La personalidad \.self\ com o personalidad
st">cial {stK'ialíelf\ está constantemente necesitada ile definición, de vali­
dación, y de rccontuim icnto a través de la acción, Así com o los objetos
son conw idos por sus propiedades, así la personalidad de cada cual es
concKida por su conduaa.»** La idea, después de todo, es bastante vieja
y popular y, por ello mismo, de e te a o reflexivo: Por sus obras los cono
ceréis.
El aspecto constitutivo de la acción reside simplemente en que, al
actuar, aprendemos. L a estricta dicotomía entre individut>s libres, ple­
namente competentes, e individuos dependientes, eventualmente capa­
ces de aprendizaje, heredada del pensam iento liberal, tiene el doble
efecto de negar la libertad de los dependientes e ignorar la vttlnerabili-
dad y el aprendizaje de los independientes."'*' E n el extrem o opuesto, el
despotism o ilustrado vio la vida misma com o un largo p roceso de
aprendizaje. Según Helvetius, «el curso de mi vida no es, en propiedad,
otra cosa que una educación prolongada.»’" M arx intentó encontrar la
síntesis entre estas dos visiones unilaterales en la praxis com o práctica
transformadora, fuese de la naturaleza (trabajo) o de la sociedad (revo-

*’ l:lngiiiia, 19891); ÍAcol)ar, 1988; ( niillcnuril, 1972,


“ Bowic-sVCiiitis, 1986: líO-S]
« /W„-121.71; Enguita, 1988.
^ Helvetius, 1772: VII, 2Í.
52 M jríiifio P En¿ítfra

Ilición): la «coincidencia del cambio ile las circunstancias con el de la ac­


tividad humana o cambio de los hombres mismos» «le la tercera tests so ­
b re Feuerhitch.'^' A l margen de cualquier otra consideración, M a rx per­
cibió con claritlad y acierto el carácter constituyeme y lormativo del
trabajo no sólo para la es[H.*cie en gencr-.d sino para el itidividiio en parti­
cular, y de ahí su insistente énfasis sobre lc>s electos de la división del tra­
bajo, el extrañamiento, la subordinación a la maquinaria, etc., lo que la
sociolocia moderna del trabajo ha recuperado, reelaborándolo, bajo el
amplio epígrafe de la alienación. L a sociología y la psicología social mo
demas han atendido al aspecto constitutivo de la acción, y en paiticidar
de la acción económica por excelencia, el trabajo, al estudiar la influen­
cia de sus relaciones, procesos y condiciones en la conformación de la
personalidad y la proyección de la imagen de sí propiciada en él sobre
otras esferas en principio no \nnculadas, tales como la educación de ios
hijos o el empleo del tiempo libre.’^

" M.irx. IS45: W->íi.


^ Veanso Kohn, l%^>; Bourdieu.
6. l-A E C O N O M Í A N O M O N E T A R I A

Una de las mayores limitaciones de la economía, y tras ella, aunque


siempre en medida algo menor, de la sociología de la realidad económi­
ca, sobre todo cuando no es percibida o reconocida, ha sido, es y será la
elisión de la economía no monetaria. N o puede haber objeción alguna a
que la economía no monetaria y la economía monetaria se consideren
por separado, o a que se desarrolle para el análisis de ésta un instrumen­
tal técnico, basado en la e.\istencia de un numerario común y real — el
dinero— , de imposible, limitada o condicional aplicación a aquella. F,l
problema surge cuando esta limitación en el método se traduce en una
linútación cu el objeto y se incurre en lo que Polanyi llamaba la/í/rfaí;
tro> /o///idsfii, «la identihcación artilicial de la economía con su forma 1
mercantil».'
H ay tres grandes apartados o tiptos de economía no monetaria o de
difícil cómputo monetario. El primero, más obvio y de mayor importan­
cia es la prodtjcción doméstica. Entietido por tal el trabajo que realÍ7.an
para sí los miembros de un hogar, y entiendo por hogar un grupo de
personas que ponen sus recursos eti común para la satisfacción de sas
necesidades. Puede ser y será típicamente una familia, probablemente
corresidente, pero puede adoptar otras fórmulas en las que no entren el
parentesco (por ejemplo, un grupo de estudiantes que com pane global­
mente vivienda y recursos, si es el caso, o una comuna hippy) o la resi­
dencia (¡x>r ejemplo, una familia cuyos hijos todaMa no independientes
esiutlian en otro lugar). Puede comprimirse hasta reducirse a un indiri-
diio o puede ampliarse para incluir las importantes transferencias de
trabajo y otros recursos que se dan entre hcigares de uti mismo tronco
familiar, sobre todo en el periodo de desgajamiento y formación ile un
hogar nuevo (ayuila de los padres a los hijos, ]ror lo general, o de las m a­
dres a las hijas y ntieras, para ser más fieles a la realiilad). Aunque por los
hogares se mueven trabajo, a-ntas y (latrimonio, el elemento que suele
quedar enteramente oculto es el trabajo, ya qite los otros proceden de

Polanyi, 1957b: 270.


Mfiriano /* Iinguiiu

las relaciones económ icas extracloinésücas, ambos, y desemboca de


nuevo en las mismas uno de ellos, el dinero.
Id senundo apartado importante está constituido por lo cinc jxxlc-
mos denominar economía comunitaria. Entiendo por tal las donacio­
nes, la asistencia más o menos reciproca y el trabajo voluntario no retri­
buido, y llamo a todo ello “comunitario”, a falta de un término mejor,
por cuanto se dirige generalmente hacia otros miembros de la comuni­
dad inmediata (amigos, vecinos, personas ocasionalmente próximas, co­
usuarios de ciertos servicios) o hacia grupos de la comunidad global
peto eludiendo las \ias de su distribución sistemática, es decir, el Estado
o el mercado. Las donaciones corresponden a daciones o cesiones de
bienes o servicios por las cuales no se esp>era una correspondencia si­
quiera aproximada o, al menos, esa aaitu d no va más allá de la exp eaa-
tiva vaga de que el otro adopte una actitud genérica similar: regalos ri­
tuales y ocasionales, limosnas, aportaciones a fines diversos, ayudas
ocasionales, etc. Gsmo asistencia reríproca designo la prestación de ser­
vicios o la dación o cc-sión de bienes sin contrapartida inmediata, pero
de modo que se espera una actitud correspondiente en una situación si­
métrica y un equilibrio general a medio o largo plazo entre las partes;
coiiK) sucede, por ejemplo, con entregas ocasionales de elementos de es­
caso valor económico y, a diferencia de los regalos, sin ninguna función
simbólica (vecinos que se piden pan, azúcar, el peritklico, etc.), con el
préstamo para su uso temporal de bienes de mayor valor (un automóvil,
una casa, un ordenador...) o con la prestación de ser\icios ocasionales
(cuidado de unos niños, pasar un texto a máquina, arreglar un enchu­
fe...). Finalmente, por trabajo voluntario (y no retribuido, pues, al fin y
al cabo, en la soaedad capitalista casi todo trabajo es voluntario) entien­
do el que se realiza sin pretensiones de reciprocidad para un grupo del
que se copartidpa (por ejemplo, para una asociación de padres de alum­
nos o para una comunidad de vecinos, sin rumo ni remuneración) o
para otros grupos de la comunidad (para una parroquia o una organiza­
ción no gubernamental, pongamos fwr caso).
El tercer apartado está constituido por los trabajos y las transferen­
cias públicos. Los trabajos públicos son ya residuales en las societlarles
modernas, pero han tenido gran importancia en el pa.sado y subsisten
todavía bajo formas como el .servicio militar, las prestaciones sastituto-
rias o el no tan lejano servicio social; no son remunerados o lo son sólo
simbólicamente para quienes los realizan y suponen algún bien o servi­
d o , aunque sea de carácter público (como la defensa naciomtl), para el
conjunto de la comunidad o para grupos o individuos precisos en ella.
cctmomia no monetaria 55

l^cro hay otro subapartado, las transferencias públicas, que no es nece­


sariamente no monetario (pueden ser monetarias o en es(jecie) }>ero
tampoco encaja en el modelo de equivalencia propio de la compraventa
de bienes y servicios y fuerza de trabajo. En cualquiera de c-stos casos,
atando se compra un bien o servicio en el mcrc'ado o cuando se trabaja
rt^tularmenie para cualquier tip>o de empresa, tiene lugar una transac­
ción bidiieccional. .Sin embargo, con las transferencias públicas se rom-
pie esta bidireccionalidad, al memos de modo inmediato. A lo laigo de
una vida, cada individuo realiza ciertas aportaciones al Estado (impues­
tos y, en su caso, prestaciones) y redbe ciertas transferencias (sobre todo
servicios, com o la educación o el orden público, o bienes públicos,
como las carreteras, pero también rentas, com o las pensiones no contri­
butivas, y, en ciertas circunstancias, bienes divisibles, com o en otro
uanpio la leche en las escuelas o, en caso de catástrofe, alimentos y otros
prxxluctos básicos). Al final de una vida o en un periodo dado se puede
hacer para cada individuo el balance de lo que ha dado y lo que ha reci­
bido, pero las prestaciones (y las exacciones) no buscan el equilibrio ni
la eqiúvalencia piara el individuo (aunque tengan que equilibrarse glo­
balmente), sino que responden a siniaciones tipificadas, lo que hace que
puedan arrojar ciialcpuicr balance.
Todo lo que se diga sobre la relevancia global de la economía no mo­
netaria es poco. El apartado menos voluminoso seguramente es d de la
economía comunitaria, pero aun éste resulta relevante al menos en cier­
tos ámbitos como el apoyo mutuo entre amas de casa, las aaividades
asociativas o el trabajo para entidades de .solidaridad. En general, es
probable que represente p<x:o, en reladón con el conjunto de su activi­
dad económica, para los que dan, pero puede llegar a representar mu­
cho para algunos de los que redben, de modo que la estimadón de su
relevancia global en la sodedad, sin duda baja en comparadón con los
tJtfos apartados no monetarios y con la economía monetaria, no debe
ocultar su especial importancia para algunos grupos pequeños. La mag
nitud de las transferencias públicas puede estimarse por el montante del
presupuesto públiio, que en cualquier país se sitúa fácilmente entre un
lerdo y la mitad del producto interior bruto, si bien una propordón im-
I>onante de las transferencias públicas no va directamente a las personas
.sino a las empresas, y sólo después, a través ya de la economía moneta­
ria, a las personas. A pesar de que buena parte del presupuesto público
se destina a la retribución de los empleados jitíblicos o a la adquisición
de bienes y servicios para las administraciones, hay que suponer que
unos y otras prodticen algo real, aunque pueda ser tan inasible como la
^6 Manaito h lin^uita

pa7 sorial y no figure en la ¡larticla de la renta de las familias. Pero el ea-


píciilo más imjwrtantc es, con mucho, el de la economía doméstica, más
exaaam ente el del trabajo doméstico. E s difícil computar éste de ainl-
qiiier manera, sea en horas o en precios sombra, pero se ha estimado
que, para im país com o España, el trabajo doméstico puede suponer
más de la mitad de las horas anuales trabajadas'' y su adición al producto
interior bnito significaría un aumento de éste de entre dos y cuatro ter­
cios.^
No es nuestro propósito aquí discutir cada una de las variantes y
subvariantes de la economía no monetaria, sino tan sólo señalar de for­
ma consincente lo erróneo y arriesgado de su exclusión y la necesidad
de su inclusión en el análisis económico y, sobre todo, sociológico de la
realidad económica. Nos centraremos, pues, por ser suficiente para este
fin y en aras de la brevedad, en el trabajo doméstico. Salta a la ■vista, ante
todo, la forma sistemática en que ha sido y es ignorado por la eettnomía
y, a su zaga, aunque en fnenor grado, por la sociología de la realidad eco­
nómica. Un buen indicador de esto se encuentra en los conceptos más
elementales con que se alxnda la realidad macrcieconómica; así, la acti-
viiiad o arliviJatl Pconómicú es siempre y exclusivamente la extradomés­
tica, y la pohUdón activa o económicamente activa es sólo aquella que
realiza una actividad económica cxtradomcstica; el trabajo y la ocupa­
ción son. en correspondencia, los que tienen lugar en los empleos extra-
domésticx>s y remunerados; el producto, sea interior o nacional, bruto o
neto, es el ptxxlucto que se compra o vende, o que es resultado del tra­
bajo extradomestico, en ningún caso el producto del trabajo doméstico;
la contabilidad nacional (o internacional, para el caso), no incluye el me­
nor x’estigio de las actividades domésticas.'' No cabe objetar a la necesi­
dad de distinguir entre formas de trabajo o aerhidad, o de aplicar dife­
rentes criterios de cálculo a los bienes y senicios que circulan por un
sistema de precios real y a los que stilo pueden ser objeto de asignación
ficticia, condicional o hi]X)tética y que, en todo caso, no podrían ser acu­
mulados y mezclados sin más, pero una cosa es distinguir y otra, obvia­
mente, ignorar. Este dc^sclén androccnrrico hacia lo domestico no se ma­
nifiesta sólo en el análisis inmediato y técnicamente más desarrollado y
condicionado de la realidad económica, sino también en conceptualiza-
ciones nada aladas a un aparato técnico. Así, por ejemplo, cuando

Enguiu, 1989a; 88.


Duran. 1997b; 13^.
Waring. 1988,
/wj cctm om ia no m oftetaria 57

caracterizamos formaciones o sistemas sociales como capitalistas, stxria-


listas, feudales, etc. Cualquier sociedad anterior a la industrial ha con­
sistido, en realidad, en un océano más o menos estable de unidades
económicas de subsistencia (es decir, domésticas y virtualniente autoSu
Ikitrites) sobre el cual se divisaba una agitada superficie de señores feu­
dales, funcionarios imperiales, jefes guerreros, ciudades aisladas, merca­
deres desperdigados, e tc.,’ e incluso la sociedad industrial, fuera
capitalista o socialista, ha sido en todo momento también, y en mayor
medida, una sociedad de unidades domésticas. Lx) propio sería desig­
narlas, pues, como sociedades doméstico-feudal, doméstico-despótica,
doméstico-burocritica, doméstico-capitalista, etc., y si b iai puede com ­
prenderse el aso para su designación de sólo aquella característica que
las distingue entre sí, hay que evitar, en cambio, el error de suponer que
quedan suficientemente caracterizadas por esa differentia specifica. La
teoría, en fin, alcanza con sus conceptos a aquellos que forman parte de
su objeto, y el carácter presuntamente no económico de las actividades
domésticas es asumido de forma consciente o inconsciente incluso por
sus principales protagonistas, las amas de casa, que, cuando son entre-
vHstadas al respecto, se refieren reiteradamente a su trabajo no como tal
trabajo, sino como faena, tarea, algo í¡nc hay que hacer, una obligación,
etc., reservando el concc*pto de trabajo para el trabajo cxtradoméstico y
remunerado.*
Un indicio de cuán por debajo de las circunstancias han estado la
sociología y otras ciencias sociales a la hora de analizar el trabajo domés­
tico es el ciínuilo de simplificaciones con que todavía se aborda, cxintra
cualquier evidencia empírica; producción inmaterial, trabajo productor
de sók) servicios, identificado con el espado interno del hogar, impro­
ductivo, no cualificado, de bajo nivel tecnológico, tradidonal, parte del
proceso de reproducción, realizado sólo por mujeres, etc. No es inmate­
rial. pues produce bienes y servidos tan perfectamente materiales como
la economía doméstica. N o produce solamente servicios, sino también
bienes elaborados a partir de otros bienes, y si cada vez está en propor­
ción más dedicado a la produedón de servidos no hace con ello sino lo
mismo que la produedón extradoméstica, poxt-induxtrializarse. No dis­
cu ta ’ enteramente dentro del hogar, y menos todavía si se incluye d tra
bajo doméstico realizado por los varones. No es un trabajo en general
improduaivo, aunque no produzca directamente plusvalor para un ca-

A este vóíise WjUerstrui, 1974. 1980.


Fjiguita, 1988: 163-64.
58 Mariano F. Eng,uita

pitalisia — como tampoco lo hace el trabajo en el sector público— , ni


excedente para un empleador — tampttco el trabajo por cuenta pro­
pia— , ni tan sicjuicra valor de cambio — como corresponde a su natura­
leza de trabajo domestico— , y, en términos físicos, es tan productivo
como muchos trabajos remunerados. Es un trabajo cualificado, al me­
nos en a lo n a s de sus tareas, por encima de diversos trabajos extrado-
inésticos. No es necesariamente un trabajo de bajo nivel tecnológico,
como lo muestra un rápido vistazo a cualquier hogar moderno mediana
mente equipado. No es ni más ni menos tradicional que una buena par­
te de los trabajos extradomésticos, tal vez menos que la mayoría de los
trabajos agrarios. No es parte del proceso de reproducción en mayor
medida que, por ejemplo, el trabajo en el sector público. Finalmente, no
es un trabajo desempeñado de modo exclusivo, aunque sí mayoritario,
por mujeres, ni es el único que las mujeres realizan. Todas estas dicoto­
mías tienen un liilo comúit; situar el trabajo extradoméstico y, con él, a
los hombres en la parte de la economía y la sociedad que merece ser es­
tudiada y, a la inversa, el trabajo doméstico y, con él, a las mujeres, en la
sombra de lo no económ ico, lo natural, etc.: lo que podría decirse el
tono menor de lo cotidiano?
No hay ningún problema de interés sociológico en el trabajo extra-
doméstico, sea por cnenta propia o ajena, que no encuentre su corres­
pondiente en el trabajo doméstico. Presenta distintos grados de satisfac­
ción o insatisfacción, puede ser un foco de alienación (en el sentido ile la
sociología norteamericana), se compone de tareas con distinto nivel de
aialificación sustantiva, da lugar a unas u otras condiciones de trabajo,
etc., y si estos aspectos no son normalmente objeto de estudio es porque
la disposición a cooperar del trabajador doméstico, básicamente la mu­
jer ama de casa o en funciones de ama de casa, se da por descontada, y
porque los problemas de eficiencia, insatisfacción, accidentes, etc., no
afectan en principio a fuerzas sociales, grupos o individuos poderosos,
sino a los atomizados hogares. Hay, por supuesto, una división del tra­
bajo, la más antigua del mundo, pero el impulso para analizarla no ha
venido de ninguna de las sociologías especiales en las que aquí nos cen­
tramos sino de la sociología de la familia y de los estudios sobre la mujer.
Y, por supuesto, hay o puede haber desigualdad, tanto en las oportuni­
dades de desempeñar o dejar de desempeñar tal o cual tipo de tareas (o
tal o cual puesto de trabajo, en p artiailar el de sustentador/a o el de
amo/a de casa), lo que significa discriminación, como en las contribucio-

Duran, 1987b: 139


La t'cofU>mta no monetaria 59

nos en trabajo, la apropiación dcl producto o las transacciont^ acumula­


das en bienes y servicios, lo que significa explotación,
Pero sin duda el efecto más negativo que para la interpretación y e x ­
plicación de las relaciones económicas tiene la elisión de la eslera*do-
mc^fica es que las relaciones, los procesos, las acciones y decisiones en
ésta olsedeccn a una lógica scK-ial intrínseca distinta de la dcl mercado, y
al ignorar esta otra lógica no sólo nos incapacitamos para comprender lo
que sucede en su esfera de vigencia, sino para comprender lo que suce
de en general, o al menos para comprenderlo hasta donde podríamos y
debeiíamos llegar a hacerlo, ya que el individuo no elabora sus estrate­
gias ni adopta sus decisiones económicas, en particular las más impor­
tantes, utilizando una lógica por la mañana y otra por la tarde, una hiera
de casa y otra dentro, sino teniendo en cuenta en todo momento tanto
una como otra, ponderadas de distinta forma según el contexto inme­
diato pero ponderadas siempre ambas en virtud del contexto global.
Fue Chayanov quien indicó certeramente que, en la economía do­
méstica, «el grado de autoexplotación de la fuerza de trabajo se estable­
ce por la relación entre la metiida de la satisfacción de las necesidades y
la tlcl jK-so riel trabajo»,* es decir, que — para una composición tlada de
la fuerza de trabajo (brazos disponibles)— se busca lograr un equilibrio
entre esfuerzo y bienestar, un balance trabajo-consumo. Y el problema
teórico al que intentaba responder no era el de explicar las conductas
específicas de una estera doméstica diferenciada y aislada dentro de la
realidad económica, sino los comportamientos en la intersección entre
esta esfera doméstica y Ja estera no doméstica, en su caso ya mercitntil y
capitalista y luego burocrática. Concretamente, hechos como que la su­
bida dcl precio del pan, en lugar de provocar una subida de los salarios,
como preveía la teoría económica convencional, trajera consigo un des­
censo, exactamente el efecto contrario. La respuesta era relativamente
sencilla: la subida del precio del pan se debía al fracaso de la cosecha,
que impedía a los campesinos ganar ki suficiente como empresarios de
si mismos y los forzaba a acudir al mercado de trabajo como asalariados,
causando una caída de los salarios. Un ca.so más extremo y bien conoci­
do de la sociología dcl desarrollo y la modernización es el del llamado
target worker — trabajador temporal— o. más técnicamente, el proble­
ma <lel desarrollo económico con una oferta ilimitada de trabajo? en so­
ciedades y áreas geográficas rlonde la producción caititalisla (o, si se da

* ( Jiayanov, 1924: <S4.


Lewis, 1954.
60 Manarlo H Encuita

el caso, cualquier otra forma de rrahajo asalariado) coexiste con la pro­


ducción de subsistencia, y ésta tiene una entidad suficiente, una subida
de los salarios tiene como efeao una reducción de la oferta de fuerza de
trabajo (o demanda de enipIcK»), y viceversa.‘“ El homo a-mnomicus de la
teoría convencional tendría que actuar al contrarío, vender más de su
fuerza de trabajo cuanto mayor sea el precio c}ue puede obtener por ella,
pero el hombre real, y no menos racional, que vive en la intersección en­
tre el trabajo domestico y el trabajo por cuenta ajena, sale de la econo­
mía de subsistencia con un objetivo limitado y, cuanto antes lo alcanza,
antes retoma a dia.
Una lógica similar, pero aplicada al trabajo dcMnéstico familiar en el
contexto de una economía plenamente industrializada (o terciarizada, si
fuera el caso), es la que sugiere Gardiner. Frente a algunas discusiones bi­
zantinas de la ortodoxia marxista sobre si el ama de casa produce o no va­
lor, etc., Gardiner propone un sencillo razonamiento; el nivel de subsis­
tencia de los trabajadores y sus familias no equivale, como pretende Marx,
a su salario, el precio de su tuerza de trabajo, sino a un conjunto de bienes
y servicios que pueden adquirirse en el mercado o producirse en el hogar;
cuanto mayor sea el salario, menos habrá que producir en el Ixigar y vice­
versa. Por consiguiente, un descenso de los salarios llevará a una mayor
autoexplotación del ama de casa, es decir, a una mayor carga domestica y
a un mayor peso del trabajo doméstico dentro del trabajo total de la fami­
lia." Llama la atención, por cierto, que el marxismo, a pesar de su énfasis
sobre la primacía de la economía y su crítica del carácter histórico de las
cat^orias de la ecooonu'a política, haya contribuido tan poderosamente a
la exclusión de la esfera doméstica de la defimeión de la realidad económi­
ca, al considerarla, junto con la familia, como una simple superestructura,
es dedr, como un fenómeno derivado de factores más profundos que se
encontrarían en la economía delimitada de la misma forma en que la deli­
mita la economía clásica, como economía monetaria.*^
De manera más general, las unidades familiares son plenamente I
conscientes de que alcanzar cierto nivel de calidad de vida se consigue
en cada caso, como explica P-ahl, «a través de una mezcla característica
de todas las formas de trabajo que aportan todos los miembros dcl ho­
gar.»" F.n esta mezcla o, como lo llama Mingione, en este complejo de so-

Wcnsc. por clq*ir un clásico. Mtx>rc. l% 5: 36; más en Enguita, 1*>K); 77-78.
" (íartiinrr, 1973; l'ngiiira, 1993¡i.
Engujia, 1996b.
Pahl, 1984:402.
l a ecfittnffiüi no níonetaria 61

\
dalización'* cntinn toda dase de actividades remuneradas (rentas del
trabajo y de la propiedad, labtirales y comerdales, formales c informa­
les, legales o ilegakii...) y, como nos interesa subrayar aquí, no moneta­
rias (liicnes y servicios producidos mediante el traíiajo domestico,'apo­
yo familiar y comunitario, transferendas y prestadones procedentes de
las administraciones públicas o de organizaciones voluntarias, etc,).
Sólo integrando todas y cada una de estas fuentes de recursos podemos
aspirar a compirender las estrategias individuales, familiares y grupales
ante los mecanismos de obtendón de cada uno de ellos, es dedr, la reali­
dad económ ica. E ste todo integrado es precisamente la oikonomia,
mientras que el objeto típico de lá teoría económica corresponde más
bien a la dtrematisticay por r e c c ^ r una vieja distindón que va de Aristó­
teles a H avek."

Mingione, 1991: 40.


Hayck. 1988:64.
7. E L M ER C A D O C O M O IN S l'IT U C IÓ N SCTCIAL

Una de las cosas más sorprendentes de la teoría económ ica, al menos


vista desde fuera, es la ausencia de una discusión amplia y un concepto
claro sobre el m ercado. Si en la sociología resulta difícil abrir un libro
sin encontrarse con una colección de definiciones sobre lo que ,se tercie
(la acción social, la estructura, los grupos, las instituciones...), en la teo ­
ría económ ica sucede exaaam en te lo contrario, con lo que se supone
que es el escenario por excelencia de la acción económica. H ace dos d e­
cenios mtistraba el sodólogo Barl^er su extrañeza por no haber encon­
trado prácticamente ningún debate al respecto en la historia ilel [x'nsa-
micnto económ ico, así ct)mo la de sus colegas cuando se lo comunicaba,
[wro pudiera suceder que los sociólogos, tan dados a discutir y retliscu-
tir una u otra vez los fundamentos de la disciplina, no estuviésemos lla­
mados a ser los mejores jueces de las carcnci;ts de la teoría económ ica.'
Sin embargo, este vacío ha sido señalado también por diversen! econo­
mistas, particularm ente entre los nuevos institucionalistas, com o un
«hecho peculiar» (North) y «una fuente de incomodidad» (Stigler), y al­
gunos han lamentado que «la discusión sobre el m ercado en sí mismo
haya desaparecido por com pleto» (Coase) o que el concepto se haya
convertido en «una conceptiialización em píricam ente vacía» (Dem
setz).^ E n realidad, dar el m ercado por una realidad no problemática
(salvo la consabida letanía sobre si los mercados reales se acercan más o
menos a ser mercados perfectos) es la mejor forma de asegurarle legiti­
midad: simplemente está ahí, es com o es, no puede ser de otro m odo, es
un automatismo impersonal y, por tanto, no es algo sobre lo que quepa
discutir, sino sencillamente un escenario que hay que prcitegcr y en el
que no hay que interferir.
Cuestión distinta es que este stipuesto sea aceptable en general y
para la sociología en paniciilar. ( )u c la economía necK-lásica huye como
de la peste de cualquier cosa que suene a poder o conflicio (sea dentro

Barher, 1977: 30
Citados porSwedbcrg. )W4; 257-.Í9.
fi/ mercádo como mstituaon social 6)

tW mercado, fuera del mercado o com o supuesto del m ercado) es algo


obvio. Así lo escribió L e m e r «U na transacción económ ica t“s un p ro ­
blema político resuelto. La economía se ha ganado el título de reina de
las ciencias sociakrs jxir haber esasgido com o terreno el de lc)s proble­
mas políticos resueltns.»' Para la sociología, en contrapartida, tjiK'darían
los problemas irresueltos, com o quería Hieles,^ por no decir los insolu­
bles. El caso es que la sociología industrial, al concentrarse sobre las re­
laciones sociales en el interior de las organizaciones y dejar de lado las
que tienen com o escenario el mercado, al problematizar una y otra vez
la naturaleza de la organización pero dar por sentada la del mercado,
aceptó esta divisoria entre los problemas políticos y los técnicos, entre la
normatividad y la racionalidad, liberando de la primera a la economía y,
de paso, dcsproblematizantio una institución aKsolutamente problemá­
tica; el mercado. En el proceso de su maduración y desarrollo, verdad
es, «la Sociología Industrial va progresivamente dejando de ser sociolo­
gía de las sociedades industriales para transformarse en Sociología de las
organizaciones inditstriales, que es algo muy diferente.»’ I.a sociología
industrial, ciertamente, pasaba así de las grandes generalidades al terre­
no intermedio de las in.stituciones y las teorías de medio alcance; pero, al
mismo tiempo, y podría asegurarse que sin apercibirse de ello, renuncia­
ba precisamente a la institución que se considera central en nuestra rea-
lidatl económ ica: el mercado.
En el argot de la nueva ccotKrmía institucional, las organizaciones, o
jerarquías, surgen para cubrir de la forma menos mala posible los fallos
del mercado (extem alidades, bienes públicos, oportunismo, racionali­
dad limitada, e tc.). D e este modo, la sociología, al limitarse al estudio de
las organizaciones, se confina a sí misma a estudiar ese second best, esa
segunda opción, que serían éstas fra ite al indiscutible one best way, el
mercado. Aunque el uso y abuso de la expresión “fallos del m ercado’ es
relativamente nuevo, la idea es ya vieja, y éste es el tipo de razonamiento
implícito en la tan frecuente visión residual de la sociología que aparta a
ésta de los cam pos abordados por otras disciplinas más restrictivas en
sus supuestos y más formalizadas en su aparato metodológico; razona­
miento com o el que, entre resignado y despreocupado, presentaba uno
de los primeros manuales de sociolttgía industrial: «L a sociología, com o
ciencia especial, se iKupa de ciertas clases de datos que otras ciencias o

Umer. 1972:259.
I lii-k.s. 1936.
Cani|>o, 1987: ix.
64 Mariano F. En^utia

Ignoran o los consideran com o secundarios.»'’ Sin em bargo, la cosa ]x>-


dria vctsc precisam ente al revés. Donde algunos ven fallos ¡id wcraido
es posible ver también éxitos ornanizattMisi IX-spiiés de tixlo, prim ero
lueron las com unidades (domesticas o (xtlíticas) y las organizaciones, y
luego los m ercados, no al ievt“S. Si excep tu am os los antiguos m ercados
locales y los de com ercio a distancia, a ninguno de los cuales era aplica­
ble el conjunto d e supuestos sobre com petencia, inic>rmación, racionali­
dad. etc. propios de la teoría económ ica, las orgam zaciones (txjr ejem ­
plo en la econ om ía hacendaria, en las plantaciones, en la guerra, en la
gran construcción o en la anesanía para el com ercio estatal) precedieron
con m ucho a los m ercados. Son más bien los fallos de k organización, es
decir, su incapacidad para coc>rdinar a gran esca k (con los m edios de
tratam iento de la inform ación disponibles) o , si se prefiere, sus rendi­
mientos decrecientes, los que dan lugar a la difusión, generalización y
consolidación del m ercado com o mecanrsmo tle coordinactón de la p ro ­
ducción. Ese es, dc’spiiés de todo, incluso el razonamiento de I layek: la
organización (la planificación, la coordinación consciente), a partir de
cierta escala, tracasa frente al m ercailo (el conocim iento local);** arg u ­
m ento que, aun habiendo sido pensado en los térm inos de la dicotom ía
K stado-m ercado, fxidria aplicaise igualm ente (aunque cab e su pon er
también que menos dram áticam ente, puesto que la cuestión es el tam a­
ño), a la dis)mntiva organización-m ercado (de hecho, el trabajo ile Wi-
llianison sob re la opciétn entre jerarquias y m ercados se inspira clara­
mente en él).’
Por su parte, la tradición clásica de la sociología, o de la sociología
económica, tenía algo o bastante que decir sobre el mercado. N o Marx,
paradójicamente, a pesar de ser el más radical crítico del capitalismo,
pues consideraba el mercado, al igual o más que los economistas clási­
cos, como escenario de un proceso, la circulación de mercancías, que en
términos de valor no era sino un intercambio de cquivalentc's y, en todo
caso, un epifenómeno poco digno de ser estudiado en sí mismo. «La cir­
culación. que se presenta como lo inmediatamente existente en la su[)er-
ficie de la sociedad burguesa, [...esj el fenómeno de lui proceso que
(Kurre por detrás de ella», «es una nebulosa tras la cual se esconde un
mundo entero, el mundo de los nexos del capital.»‘“ Marx llevo a cabo

* VtiiK-ider, 19S7 29.


' Ij«inii)e, 1991:8.

• Hayeit, 199S.

’ \X'iÍliam$on. 1975:
.Marx. 1857a: 1.199; II. 15).
iJ Mcrcüdo como ím tituaofi suaal 65

en E l capital un iraiainiciUu muy oiiginal y relativamente (líictifero del


mercado y del dinero (el fetichismo de la mercancía y del dinero), y de
este último también en L t cueslum ju dia (el dinero como materialización
y alistracción del nexo starial), con elenK’ntos que luego han sido narti-
cularmcnte api ovechados por la sociología del conocimiento (por ejem­
plo, por Berger y Luckmann, Sohn-Rethel y otros),*' peni no, en absolu­
to, un análisis socioeconómico del mercado.
Weber sí lo liizo, y, en contra de la mtcrpretaci<)n dominante en el
ámbito de la economía, cxincibió el mercado como un escenario de reía
ciones de poder. Aunque privilegió el análisis de la autoridad, es decir,
del (xxlcr ejercido dentro de una comunidad u organización, que expre­
samente denominó dom inación, lo que le convertiiía en el precursor re-
amocido de la sociología de las organizaciones, lo hizo sin ignorar por
ello la existencia de otra torma de poder, el «poder condicionado por
constelaciones de intereses, especialmente las de mercado».*^ N o vio en
los precios el mecanismo de un equilibrio igualmente satisfactorio para
k k I o s (el punto donde se igualan las utilidades individuales), sino el pro­

ducto de las relaciones de fuerza: «Los precios en dinero son producto


Je lucha y compromiso; por tanto, resultados Je constelación Je poder.
[...j Medio de lucha y precio de lucha, y medio ile cálculo tan sólo en la
forma de una expresión cuantitativa de la estimacitín tle las probabilida­
des en la lucha de interc'ses.»" Durkheim, por su parte, fue consciente
— además tle ocuparse a fondo de una Je sus precondiciones, la división
del trabajt!— de tjue un mc*canismo formal como el mercado ariojaria
resultados enteramente distintos según cuál fuese la estructura de la
propiedad, lo que hoy llamaríamos la distribución inicial de las tkrtacio-
nes, porque para él, como para Weber, era, en lo esencial, mi escenario
de lucha no violenta: «[PJara que cada uno sostenga lo que es suyo en
esta especie de duelo del que surge el contrato, y en el curso del cual se
fijan los términos del intercambio, las armas de las partes contratantes
deben coincidir tanto como sea posible. [...] Si, por ejemplo, mío con­
trata para obtener algo de lo que vivir, y el otro sólo lo hace para obtener
algo con lo que vivir mejor, resulta claro que la fuerza de resistencia del
último excederá con mucho la Jcl primero, dado que puetle abandonar
la idea de contraiar si no consigue los tenninos que desea. El otro no
juiede hacer c'sto. Está, por tanto, obligado a ceder y a someterse a lo t1l!i

“ Bcrger y Luckniíinn. 197'; Sohn-Rcthcl. 19/2


^ W elxr. 1922:11,699.
WcbtT, 1922: I,X2.

II
66 Mariafío F. Enf>ta/a

que se le ofrece,»'"' También Simmci ticdicó cierta atención a la compe­


tencia, aunque a mi juicio de menor interés intrínseco, dentro, fX)r cier­
to. del capítulo de su Sociología titulado «La lucha».” Incluso Mosca vio
con claridad el mercado como escenario de conflicto, lejos del interc-am-
bio voluntario de equivalentes: «cuando está prohibid^) luchar a mano
armada mientras que está admitido luchar con libras y peniques, los me­
jores puestos son conquistados inevitablemente por quienes mejor pro­
vistos están de libras y {-)eniqucs.»'*
¿Por que, entonces, la sociología posterior abandonó casi por ente­
ro el análisis del mercado? No, en mi opinión, porque sin negarle una
importancia similar decidiera dedicarse tan sólo a las relaciones internas
a la empresa, al igual que si hubiese decidido estudiar la industria pero
no los servacios, como sugiere en solitario Dahrendoif. No, entre otras
cosas, porque, de hecho, ni la sociología industrial ni la sociología del
trabajo dejaron nunca de ocuparse, en mayor o menor medida, del mer­
cado de trabajo; la sociología del consumo, por su parte, siempre hubo
de ocuparse al menos de una orilla del mercado de bienes y servicios; y
la sociología económica, por la suya, desapareció prácticamente de la
taz de la tierra, salvo las jxicas excepcioties bien conocidas, y, con la úni­
ca salvedad importante de Polanyi (quizá más un historiador económico
que un sociólogo), no volvió) a ocuparse seriamente de los mercados has­
ta la década de los ochenta. Sencillamente, se dejó de ver en ellos un
problema digno de estudio bajo la influencia de la corriente dominante
de la teoría económica. Es como si, dando la vuelta a la caracterización
por Polanyi del error economicista, identificar la economía con el merca­
do, la sociología hubiera optado por producir su propio error sodologis-
ta, identificar la dimensión social de la realidad económica con la orga­
nización. Curiosamente, nunca ha habido en la sociología — que yo
sepa— , no ya un argumento desarrollado contra la posibilidad de estu­
diar el mercado, sino ni tan siquiera una declaración al respecto, equipa­
rable a las que hemos mencionado u otras sobre excluir cíe la sociología
industrial los servicios, las organizaciones dominadas por lc)S profesio­
nales o la administración pública, que no han faltado. Simplemente .se
aceptó de forma tácita y sin discusión tanto el monopolio como objeto
de estudio cuanto la definición del mercado como puro mecanismo,
más que impersonal, asexial, por parte de la teoría económica. Un poco

DurkÍKÚn, 1912:215.
Simnicl, I9(W: J, op . 4
‘‘ Mosca. J939:201.
f j mercoAo com o institución socutl 67

más de sumisión a la economía, particularmente a la nueva economía


institiirional, y se podría hoy ya, en un nuevo paso atrás, restringir el ob­
jeto de la sociología a las organizaciones informales o al lado infonnal de
las organizaciones. Volveremos sobre esto. *
Sin embargo, fallidos o exitosos, los mercados no son mecanismos
naturales sino instituciones históricas y sociales. Hizo falta esperar a Po­
lanyi para que esta idea fuese sistemáticamente formulada. El autor de
¡ui gran transformación — el surgimiento y desarrollo del mercado—
hizo notar que el mercado era una institución históricamente fechada, y
de fecha muy reciente, así com o, sobre todo, que la inclusión en él,
como mercancías, de la tierra, el trabajo y el dinero había requerido un
alto grado de elaboración de la misma y había tenido l ^ a r a través de
complejos y dolorosos procesos sociales. «El punto crucial es éste: el tra­
bajo, la tierra y el dinero son elementos esenciales de la industria: tam­
bién deben ser organizados en mercados; de hecho, estos mercados son
una parte absolutamente vital del sistema económico. Pero el trabajo,
la tierra y el dinero, obviamente, no son mercancías; el postulado de que
todo lo que se compra y se vende debe haber sido producido para la
venta es enfáticamente falso en relación a ellos. El trabajo es sólo otro
nombre para la actividad humana [...1; la tierra es sólo otro nombre para
la naturaleza [...]; el dinero acmal, por último, L...J alcanza su existencia
a través del mecanismo financiero banc-ario o estatal.»” La antropología
económica, al menos, sabía desde tiempo atrás c]ue no siempre habían
existido y que no habían sido la única forma de cirailación de los bie­
nes. No en vano Mahnowski, había descrito el kula'^ Mauss había estu­
diado el y Firth había nqtado la posibilidad de interpretar las eco­
nomías no occidentales sobre la base de una teoría económica basada en
el m ercado.*
Uno de los problemas de mayor importancia e interés para la socio­
logía en el estudio de la realidad económica actual o la historia económi
ca reaente es, creo, el dcl grado en que la sociedad o los grupos e insti­
tuciones que la forman favorecen, aceptan o rechazan el mercado en
confluencia o en oposición a otras formas de circulación de los bienes y
servicios, los medios de producción, el dinero o el trabajo. Es ya un lu­
gar común, por ejemplo, que el mercado y el dinero son (.)t)derosos mc-

IVá-iiiyi. 1944: 72.


" Malinowcki, 1922.
” Maass, I92S.
« Finh. 1947.
68 Marrano f. E»g.utta

carlismos que socavan las jcraiqiiías y los vínculos rraclicionalcs^' (rv-


cuérdcsc el asombro de ( iristóbal ( iolón; «E l oro es excclcnásinio: f... I
quien lo tiene hace cuíuito quiere en el mundo, y llega a que echa las áni­
mas al paraíso.») En general, las jiequeñas estructuras comunitarias,
com o las pequeñas comunidades políticas, las familias o los gru|His étni­
cos, resisten mal tanto la impersonalidad de las relaciones de intercam­
bio com o los criterios de estratificación derri'ados de las estructuras a.so-
ciativas, tales las organizaciones o el m ercado. En el plano teórico, eso es
lo que está en la base, por ejemplo, de la aguda interpretación de Par
sons sobre la funcionalidad de la familia nuclear, con su doble segrega­
ción interna (de roles) y externa (el hogar com o refugio) respecto de la
sociedad industrial, por más discutible que sea su relación con la histo-
na teal;— y, en el plano práctico, de la condena por ciertos gnipos étni­
cos particularmente encapsulados, com o los gitanos, de las relaciones
comerciales entre sus miembros, a diferencia de con los payos, o dentro
del clan, a diferencia de con ottxts gitanos.-^^ Incluso nuestra ya altíunen-
te mercantilizada sociedad ha ofrecido una fuerte resistencia a incorpo­
rar al m ercado ciertos bienes y servicios, en particular los que, por un
motivo u otro, se consideran más esenciales al ser humano, desde los
bienes religiosos extra commerdum o el am or y el sexo hasta la sangre,^''
los trasplantes*^ o los seguros de vida.'^^
P o r otra parte, y dejando de lado el caso obvio del m ercado de tra­
bajo — del que ya dijimos algo en un capítulo anterior— , resulta mani­
fiesto que tam poco todos los otros mercados son iguales, ni responden
al modelo de imjK-rsonalidad, competitiv'idad, etc., de la teoría económi­
ca. El m ercado ideal, de competencia pura, requiere que haya un gran
número de vendedores y un gran número de compradores y ninguno de
ellos venda ni com pre una gran proporción de ningún bien en el m erca­
do (i.e., que todos sean price-takers y no pn'ce-makers), que el producto
sea hom ogéneo, que haya información perfecta, que no existan barreras
a la entrada y que no haya costes de transacción. Va de suyo que estas
condiciones nunca se cumplen. L o más parecido que puede encontrarse
son las bolsas de valores, y aun éstas presentan, cuando menos, barreras
de entrada, problemas de información y una fuene influencia de algu­

Simmel, I9<X).
“ lUrris. 1985.
^ Enguita, 1996a.
•'* Titrnuss. 1971
^ Parsons. Eox y Ijóz. 1975.
Zelizer. 1978, 1979.
Ü/ m ercado <x>mo msUiuciott son al 69

nos vcndeclon's o compraílores sobre los precios. Es cierto» no obstante


que las bolsas de valores y algunos oíros mercados especiales, com o los
tic materias primas o futuros, se apro.ximan m ucho a la situación ideal,
mientras que oíros, por ejemplo los de biaies intermedios, tuncioníui a
través de contratos a largo plazo o relaciones más o menos estrechas y
estables entre com prador y vendedor. Esta diferencia corresponde en
parte a la señalada por Okun entre «precio de mercado de subasta» y
«precio de m ercado de clientela».” Si rastreamos la evolución de los
mercados en el tiempo, las características del m ercado moderno, sea en
cuanto a la forma material del intercambio, a los mecanismos de com pe­
tencia, a los precios resultantes o al contexto legal y cultural no aparecen
o lo hacen sólo de manera muy limitada en los mercados anteriores;
m ercados locales en y en tom o a las ciudades medievales, com ercio a
laiga distancia o mercados arcaicos intercomunitarios. Si comparamos
los distintos tipos de mercados en una misma fase histórica, funcionan
de forma muy distinta, en atención a los mismos aspectos y también a la
relación entre com pradores y vendedores, el grado ile inlormación que
poseen ios paiticipantes y los costes de obtenerla, los mercados de capi­
tal, de trabajo, de bienes intermedios y de consumo.
En los últimos años el estiulio sociológico de los mercados ha dedi­
cado una partictilar atención a las llamadas redes {networks), es decir, a
las relaciones personales más o menos estables entre com pradores y
vendedores. Swedberg y Granovetter, dos de los principales represen-
taiires de este enfoque, las definen, simplemente, com o «un conjunto re­
gular de contactos u otras conexiones sociales similares entre individuos
o grupos.»^" Estas redes suplen en parte las dificultades de obtener in­
formación en el mercado y hacen descender los riesgos en las transac­
ciones y los costes de asegurar el cumplimiento de los contratos. En cier­
to modo, este enloque las contempla com o una respuesta informal a los
mismos problemas de especificación insuficiente de los contratos, espe­
cificidad de las inversiones en equipo, dependencia bilateral, comp(.irta-
miento opom m ista, etc. Tal pcrsptectiva ha resultado particularmente
útil en el estudio de ios merca<los industriales o de producción, es decir,
de los mercados entre empresas. Este ha sido el objeto de estudio de au­
tores com o White o Baker. VC'hite sostiene que el m ercado tic protluc-
ción típico consiste en una tlocena de empresas complementarias que
intentan colocar un producto en el mercado, y acienan o no, «Ixis mer-

( >kun, I9SI 42,


^ (Vanoverrer y Sw'etltKfrg, 1992.9.
70 Mariano F Encuita

cados son diques tangibles de productores vigilándose los unos a los


otros.»^ Baker, estudiando las transaedones concretas en el mercado
especializado de las obligaciones, ha mostrado que los mercacios están
altamente diferenciados y que, cuantos menos actores intervienen, más
estables resultan los precios, en contra de la hipótesis n e o clá sica .L o
que estas redes logran es, sobre todo, aumentar el grado de confianza
entre los partidpantcs en el intercambio, algo de lo que el mercado anda
siempre necesitado. En este sentido pueden interpretarse también los
distritos industriales o, más concretamente, la colaboradón continuada
de empresas que forman parte de ellos.”
Aunque el término redes (derivado probablemente del uso colo­
quial de términos como network o netiwrking en los Estados Unidos;
hacer rcladones o contactos sociales) me parece poco afortunado en
castellano, de modo que preferiría otros como diques, clanes o circuios,
resulta útil, en todo caso, en cuanto que señala la existencia de agrupa-
mientos de individnói; o empresas y conjuntos de relaciones más o me­
nos estables y diferenciados de los demás en los mercados. De hecho, el
mercado privilegiado para detectar su existencia probablemente sea el
mercado de trabajo. .Sin contar con las formas más institucionalizadas
de m<mopoIio de ciertos tipos de empleo, como tiene lugar a través ríe la
exigencia de credenciales formales, algunos buenos ejemplos son los lla­
mados nichos étnicosí^ la recomendación mutua entre profesionales li­
berales y la crxiptación por parte de las profesiones con base en las orga­
nizaciones. Sin embargo, creo que una investigación realmente
fructífera de los mercados debe ir más allá, partiendo de la simple hipó­
tesis de una multiplicidad de tipos,” es decir, de que el término mercado
no pasa de ser ima abstracción del mismo tipo que, por ejemplo, ctrgani-
zación u hogar, y que existe un enorme camjxr para las ciencias sociales
en el estudio de su variabilidad real.

« Whitc. 1981: ■>41.


^ Baker. 1984.
" rjstÜlo. 1994: 55.
El clásico es Bonacidi, 1973.
” Zelizer, 1992.
8. LA LIBJCUIDAI) D EL R )D H R Y EL CO N FLICTO

Dando cuenta en 1970 del desarrollo de la sociología de las organizacio­


nes, Burrell y Morgan distinguían tres grandes enfoques; unitario, plu­
ralista y radical. El primero, unitario, se caracterizaría por el énfasis en
los objetivos comunes de la oi^anización y la actuación tras ellos de sus
miembros, por considerar el conflicto como algo excepcional y patoló­
gico y por ignorar el poder a favor de conceptos de imagen más armo­
niosa como la autoridad, el liderazgo o el control. El segundo, pluralista,
pondría el énfasis en la diversidad de intereses de individuos y grupos
contemplando la organización como una coalición laxa sólo en parte su
bordinada a sus objetivos formales; el conflicto sería algo inherente, ine
vitable y positivo, permitiendo el reajuste interno y externo del sistema
el poder, en fin, sería una variable crucial, pero repartido entre una plu
calidad de fuentes y detentores. El tercero, radical, subrayaría la oposi
ción de intereses, preferentemente dicotómicos; el conflicto sería ubi
cuo y el principal motor del cambio, aunque susceptible de ser
reprimido; el poder seria un fenómeno integral y de suma cero, desi­
gualmente distribuido.' A pesar de la simplicidad de la distinción, creo
que es útil para considerar la forma en que han sido abordados el p<xler
y el conflicto en la sociología de las organizaciones, industrial y econó­
mica. l ^is visiones unitaria, pluralista y radical pueden tomarse no sólo
como tres opciones sino también, hasta cierto punto, como tres etapas
sucesivas y como tres estratos acumulables (en el sentido de que ningún
enfoque desaparece porque irrumpa el siguiente) en el estudio de las or­
ganizaciones industriales. Sin embargo, identificadas por sus elementos
riistintivos deberían también ser consideradas como otras tantas visio­
nes unilaterales, y sólo en su unilateralidad como estrictamente alterna­
tivas.
Aunque los estudios [lioneros sobre las organizaciones subrayaron
el [HxJcr y el conflicto en su interior (Michels, Wel^er y Mosca, por no
hablar ya de Marx), los primeros estuilios norteamericanos, tras la se-

' Burrell y Morgan, 1979; 204, 388.


Wanárto f*. Efiguiia

ganda guerra mundial, sobre la burocracia i>usicron el acento sobre los


objetivos comunes y la autoridad legítitna. Aquí, com o en otros terre­
nos, se recurrió a una versión e<lulcorada de Weber, cuya llcrn chtifl
(dominación) lúe tiaduciila | X ) r Parsons y I leiideison com o aulbority
(autoridad form al).’ Id funcionalismo aceptó la definición puramente
funcional — valga la reilundancia— de la organizackin de Barnard: «un
sistema J e actw iJddes o ftu n as conscientem ente coordinadas de dos o más
personas»;* en términos de Parsons, se aceptaba la aprim ada J e la orien-
taaón hada e l logro de un objetivo espeeí/ico com o característica deíini-
toria».^ Ni la más mínima mención al poder o al conllicto en el largo ar­
ticulo, «Sugerencias para el enfoque sociológico de la teoría de las
organizaciones», que Parsons escribió para el número fundacional del
Admtnistrative Science Quarterly. Una rápida alusión en una nota a pie
de página a la restricción de la producción, claro caso de resistencia a la
autoridad, era, [tara Parsons, «un caso de fallo relativo de la integración
[,..J de fallo de la dirección en la función de coordinación. Podría abor­
darse [...] scilo mediante decisiones de axjrdinación, presumiblemente
incluyendo medidas “terapéuticas'’ .»’ Igualm ente representativo de
este enfoque en el que cual(|iiier problema es sim[ilemente patológico,
aunque sin duda más interesante y mentts ingenuo, es el trabajo de Mer-
ton sobre la estructura y la personalidad burcKráticas, cuyo motivo cen ­
tral es el desplazam iento de objetivos o conversión de los medios en fines,
es (.lecir, un com|x)rtamiento individual, [tatok'»gico, disfunoonal [tara el
sistema.'’ E sta visión eficicntista, en la que la organización no es otra
cosa que un esfuerzo colectivo tras un objetivo ¡tero su logro pucrlc ver­
se difiailtado por la mala integración de sus miembros, es también im-
pb'citamcntc. después de todo, la de Taylor, para quien el trabajador se
equivoca al no comprender que su único interés es un salario miís alto y
escuchar los cantos de sirena de sus iguales, y la de iVlayo, para quien el
ambiente de trabajo y el grupo informal son, sencillamente, parte de un
contexto paralelo, no esencial a la organización misma.
El desplegue respecto de esta visión hipierarmonicista vino de la con­
sideración de la pluralidad de intereses en el interior de la organización.
Después de Mayo, de hecho, los siguientes estudios impiortantes sobre
organizacioiic'S y emitresas se centran, en su mayoría, en las luentes de

■ Vc.ist 'X'cbcr. 19-47.


’ Bamard. I95S; 7?.
Parsons. I9S6-. ?5
’ Parsons. 19S6: 47.
.Merton, 1957b: .55.
[jt ubicuidad del poder y el nmjlú to 73

poder de distintos grupjos. ü alton subraya la tensión entre lt« órganos


úitermedios integrados en la linea de mando (Une) y los que tienen enco­
mendadas liinciones técnicas y de asesoramicnto (staffjj tema que tam ­
bién alxtrda, con otra terminología — burtxrracia represenlaliva o centra­
da en e l castigo— , G ouldner; M echanic estudia la manipulación del
acceso a [■•ersonas, inlormación e instalaciones com o l ítente de [)oder de
los participantes interiores (low er partiápants)-^ Crozier examina el po­
der inlormal de cada individuo o grupo basado en su propia imprevisi-
bilidad y en su capacidad de controlar las fuentes de incertidumbre;''
Zald distingue entre distribución vertical (basada en la propiedad y en la
autoridad legítima) y horizontal del (xxler y atribuye las diferencias en
esta última a la importancia funcional en el flujo de trabajo y la capaci­
dad de definir el flujo interno de información, las reglas del juego y el
ambiente externo relevante. E ste tipo de enfoque puede considerarse
sistematizado en la teoría conductual de la empresa de Cyert y iVlarch o
en la teoría de la contingencia de I lickson.'* Si se quiere un precedente
clásico, puede encontrai-se en Michels, en la medida en que, detrás de la
ley de hierra de la oligarquía, hay toda una discusión sobre el peso en el
[trtKeso y el [xider relativos de distintos grupos; parlamentarios, perio­
distas, abogados, intelectuales, aparatchiki, caiuiiieros... E n general, es­
tas teorías se basan en el control por ciertos individuos o grupos de
algún tipo de “recursos” orgiuiizativos, pxtro, com o ha señalado certera­
mente Clegg, no suelen decir m ucho sobre por qué unos imlividuos
controlan recui-sos y otros no, o sea, sobre la distribución irúcial de éstos
o sobre los mecanismos por los cuales son objeto de apropiación,*'
Quizá el enfoque a menudo indiferenciado de los recursos y la plu­
ralidad del ptxler. en el que se tratan apriorísticamentc en pie de igual­
dad — se asigna la carga de la prueba a quien piense lo contrario— cua­
lesquiera fonnas de poder, autoridad o influencia, esté relacionado con
la tendencia de la siKiologia de las organizaciones a concentrarse sobre
los aspectos infonnales de la esirucnira y el funcionamiento de éstas, de­
jando de lado, no se sabe si por obvia o p or asocial, la estructura formal.
Así ha sido normalmente, y por ello se ha dicho y escrito hasta la sacie­
dad que la moderna sociología industrial se inicia con Mayo y que el

D.üton, 1959.
Mccli:mic, 1962.
Crozier, 1%5.
Cvert y Marti), 1905; I lickson, 1971.
Ciegp. 1979: KM.
74 Mariano F Fn^uita

principal descubrimiento ele éste fue, precisamente, el griijK) informal.*^


Elzioni, de nuevo, proj-wrciotia un buen ejemplo de esta renuncia; «L a
sociología organizadonal se concentra en el estudio de las organizacio­
nes [...] a tm o unidades sociales, y el interés se divide aquí entre el estu­
dio de la estructura formal y la informal. 1^ dimensión formal, a menu­
do estudiada p or los administradores, « de poco intercs en sí misma
para el sociólogo de las organizaciones. Éste se concentra normalmente
en las relaciones informales y en su conetdón con el sistema formal. Sólo
se interesa en lo formal en la medida en que choca con el proceso social
y en que proporciona el escenario para procesos de interacción más “rea­
les”.»** Aunque m uchos sociólogos industríale!: no considerarian tal a
Etzioni, sino más bien un sociólogo de las otras organizaciones, a estas
alturas debe de resultar ya sobradamente claro que no com parto esa de­
finición restn aiva de la sociología industrial: por otra parte. Etzioni se­
ria en todo caso un impoitante sociólogo de la econom ía; last hut not
leasí, lo que Etzioni dice res|>ecto de la scK'iología de las organizaciones
resultaría aplicable, según su concepción de ésta com o especialidad más
amplia, a la subespecialidad industrial, y. sea com o sea, creo que refleja
una disposición bastante generalizada en el conjunto de la sociología in­
dustrial, disposición que se refleja, ya hemos dicho, en la insistencia en
el papel fundacional de Mayo, el habitual oKndo de Fayol. etc.; en gene­
ral . en el descuido de lc>s mecanismos tnás visibles y propiamente admi­
nistrativos. Justificada, creo, la atención prestada a Etzioni com o jtoria-
voz, hagamos notar que resulta difícil imaginar aiál sería el fundamento
científico p or el que los procesos informales (por ejemplo, la restiicción
de cuotas) serían más reales que los formales (por ejemplo, la norma de
producción o la autoridad del capataz): o por qué la estructura formal
sería solamente una especie de escenario, com o quien dice un paisaje,
para los procesos sociales, com o si tal estructura formal no fuese en sí
misma un hecho .social, precisamente la plasmación duradera de la co ­
rrelación de fuérzas. ( .onsiderar la estnirtura formal com o algo dado e
invariante en el análisis de la organización, no es, por parte del sociólo­
go, muy distinto de lo que hace el economista nianrlo considera las pre­
ferencias de los actores com o dadas y estables. Y, en todo caso, es dedi­
carse voluntariam ente a lo que ixidría considerarse la parre li^hí del
i-sttidio de la organización, en vez tie estudiar ésta com o totalidad.
El desm arque radical respecto tIe la teoría pluralista se produce

'• Sin ir más Icjcw, fsiprz I’imor, 19S6: i7


” Frzicni, 1958: H5.
La uhia*idaJ dclfmilrr y el amjluUy 75

cuando se señala un conflicto de intereses, en torno a una relación de


poder, com o fuiulaniental, en el sentido de que predomina cntcramenrc
sobre todos los demás o de que estos ottxis no son sino sus epifenóme­
nos o metástasis. I«i variante, digamos, indiferenciada consiste en seña­
lar el conflicto donde se supone que tiene que estar en una organización;
entre los que tienen la autoridad y los que no. Así pueden entenderse la
ley d e hierro de Michels para toda otganización o la divisoria universal
establecida por D ahrendorf entre quienes ejercen la autoridad y quienes
son objeto de ella en cualesquiera a.sociaciones de dom inación. Pero
creo que el enfoque radical p or excelencia, o la variante fuerte de este
enfoejue, está en la línea neomarxista identificada con el trabajo de Bra-
vennan en los Estados Unidos y, secundariamente, con el de Ereyssenet
en Europa. El problema planteado por Braverman es que «lo que el tra­
bajador vende, y lo que el capitalista com pra, no es una cantidad acorda­
da d e trabajo, sino la capacidad de trabajar durante un periodo acordado de
tiem po.» « 1 x1 que [el capitalistal com p ra es infinito com o potencial,
(lero com o realizacum está limitado por el estado subjetivo de los traba­
jadores. Í...1 Habiéndose vasto forzados a vender su tuerza de trabajo a
otros, los trabajadores también abandonan su interés en el prcxreso de
trabajo, que ahora ha sido “alienado”. E l proceso de trabajo se ha conver­
tido en responsabilidad d el c a p ita lis ta .» En realidad, esta indetermina­
ción del con trato de trabajo ya había sido señalada bastante tiem po
atrás com o un área de indeterminación y, potencialmente, de conflicto
por Baldamos, quien consideró que la incongruencia entre los salarios y
el esfuerzo era el «cen tro del confliCTo laboral»,*’ pero su obra, quizá
por adelantarse a su tiempo, no tuvo, desde luego, el impacto que ten­
dría años más tarde la de Bravennan. L o mismo puede decirse, por cier­
to, de la de Bright, de quien Brav-erman extrajo el argumento y, sobre
todo, la principal evidencia empírica de que la automatización disminu­
ye de forma sistemática la cualificadón del trabajo.'* El argumento prin­
cipal de Trabajo y capital m onopolista es. com o ya se mdicó, que el capi­
talista está interesado en controlar y abaratar la mano de obra y se sirve
para ello de la división del trabajo y la maquinaria. En la exposición más
sistematizada de Ereyssenet, la organización del trabajo pasa sucesiva­
mente por las etapas de la cooperación simple, la división manufacture­
ra. la mecanización, el taylorismo y la automatización, en una remodela

" Brawmi.m, 1974: 54,57.


” Baldanius, 1961: 108.
Bright, 1958, 1‘XX.,
76 Mariano h\ ¡ínf^uita

ción constante que discurre [x>r tkts líneas analíticamente distinguibles


pero p ráaicam en te entrelazadas: la reorganización del trabajo y la nte-
canización-autom atizadón.’^ O tros autores prolongarían más tárele el
hilo argumcntal hasta llegar a la robotizadón'* y la inlormatizadón.*’ En
la exposidón y argumentadón de Braverman Uxio sucedía com o si no
hubiera otra (wsibilidad para el capital y com o si éste hubiese consegui­
do im poner p or entero sus designios, lo cual hizo que fuera criticado
tanto por aceptar com o portavoz fiel de la clase capitalista a Taylor, sin
suponer que añidiera representar a un cokctis'o de cuadros con intere­
ses propios ni que los capitalistas pudieran tener otras opdones u otros
valedores, com o p or tom ar por una realidad ineluctable lo que en prin-
d pio no podía ser más que una tendencia y no dejar ningún margen a la
resistenda de los trabajadores frente a los planes de ingatieros y ptatro-
n o s .* L o importante, sin embargo, no era la respuesta sino el problema
planteado por Braverman. Al señalar la diferenda entre trabajo y fuerza
de trabajo, entre trab'ajo electivo y jomada de trabajo, llamó la atc-nrión
sobre el proceso mismo de produedón, o proceso de trabajo, com o cen­
tro del conflicto en la producción. 1 fasta entonces, el conllicto laboral
había sido visto, en general, ctimo un conflicto en tom o a qué com pen­
sación (qué salario, para simplificar), por una cantidad de trabajo ciada
o, com o mucho, dependiente de la duración de la jomada laboral. En
tales circunstancias, el llamamiento de Braverman a localizar el conflicto
en el corazón del proceso de trabajo — eti la produedón— en vez de en
los términos del intercambio de trabajo (x>r salario — en el intercambio o
la distrihudón— , cualquiera que fuera el juido que mereciesen sus con-
dusiones, no podía sino suscitar el reconocimiento unánime de la socio­
logía marxista; o, más en general, de la s o d o k ^ a indicstrial y la sociología
del trabajo; o, por qué no, de la sodologúi en general, ya que, de paso,
significaba, en cierto m odo, desplazar un problema del ámbito de la
economía al de la sodología.
Al trabajo de Brav'erman siguió en los Estados Unidos una larga se­
rie de otm s aiy a finalidad era, digámoslo así, seguir machacando el mis­
mo d avo sobre materiales empíricos distintos: Kraft, Glenn y l ’ddlterg,
(^ooley, W allace y Kalleberg...;^^ o tro tanto sucedería en E urop a tras

” r-'reysscnet, 1977.
a)riat, 1‘784.
'■* Manacord.i. 1976.
" Aromiuítz. 1978; Kilwards, 1978; Buruwov, 1981, entre otros.
Kraít. 1977; éik-nn y fddbclg, 1979; (.kx»ley, 1980: Wallacc y Kalleiícrg. 1982.
Ui uhtcuuiad d^l poder y e l con flicto

Freysscnet; Durand, Cx>nat, Manacorda...'^ En realidad, despersonali­


zando el relato podernos considerar a Braverman y Ereysscnct com o el
punto álgido de una corriente nacida antes; Bcrg, Marglin, (iorz.,.'^
Pero lo interesante es que provocaron también todo género de reaccio­
nes en sentido contrario. Una, de la que no vamos a ocuparnos aquí, fue
cuestionar una y otra vez el concepto mismo de cualificación y discutir
la realidad de las previsionc-s sobre descualifícación a la luz de fuentes
diversas. O tra, la que atañe directam ente a la temática del poder y el
conflicto, fue subrayar la resistencia — eficaz o ineficaz— de los trabaja­
dores a los planes de los empleadores y de la dirección e interpretar los
resultados finales com o un com prom iso, equilibrado o no, entre dos
fuerzas con intereses opuestos en vez de com o un ukase impuesto por
una de las partes sobre la otra; por ejemplo, en los trabajos de Edwards,
Burawoy, Maurice et al, Wilkinson y otros.
En general puede decirse que ha faltado una visión más radical y
menos subsidiaria, a la vez, del poder en las organizaciones. Más radical
en el sentido de comprender que toda organización, fxir el hecho de ser­
lo, es necesariamente un c'scenario de poder, pues organizar consiste
precisamente en aunar y acumular la capacidad de acción de muchas
(jersonas, y quienquiera que controle el nexo entre ellas está en una po­
sición de prxlcr frente a ellas y gracias a ellas; es en el hecho mismo de la
organización donde reside la raíz dcl ptoder, de esa forma de poder que
llamamos autoridad — al mapten de su legitimidad— ; menos subsidia­
ria, por otra parte, en el sentido de com prender que para ello basta con
que se trate de una organización, no importa de qué tipo, por lo que un
análisis de las organizaciones no puede depender por entero, com o en la
perspectiva neom arxista, de la asimetría entre el capital y el trabajo.
Quien más se ha acercado a esto, lejos tanto del reduccionismo neomar­
xista com o de la indiferenciación pluralista (y, por supuesto, d éla cegue­
ra unitaria), ha sido, creo, Perrow; «L as organizaciones generan un po­
der e influencia ingentes en el mundo social, poder c influencia que va
más allá de los objetivos manifiestos:»-’ en su propio interior, com o dis­
tribución de las compensaciones, y frente al exterior, com o uso de los
rctTjrsos organizativos para fines propios.
Visto desde una perspicctiva más distante, el problema del poder en

” Duraml, 1978; (iorial, 1979; M;uiacorda., 1976.


Bcr>!. 197(1; t97V,G.)r/, 197V
“ Eiiwards, 1979; Burawoy, 1979, 1985; .Maurice. Sellicr y Sylvcstrc, 1982; Wilkin
son. 198.5.
Perrow, 19/1: 18.
78 Martano F. Fttgui/a

la economía es el ele en tom o ele qué tipo de derechos está organizada


ésta. La estructura y el discurso liberal-democráticos suponen que en la
c-sfera de la economía rigen los derechos de la propiedad y en la esfera
dcl Estado los derechos de la persona, o que lo relevante en la primera
es un acuerdo liberal y en la segunda un acuerdo democrático?''’ Por de­
cirlo en los términos de otra dicotomía popular en el pensamiento poli
rico occidental, se trataría de lo que Berlín llama libertad negativa y li-
lx;rtad positiva: en qué medida somos nuestros propios dueños y en qué
medida podemos influir sobre los demás.^’
El conflicto en tom o a las condiciones y la organización del trabajo
puede interpretarse respectivamente, en esta perspectiva, como un con­
flicto en tom o a la extensión de los derechos liberales (qué es lo que
realmente venden los trabajadores, entre la plena disposición de su ca­
pacidad de trabajo y la zona de indiferencia de March y Simón, y qué
abarca esta zona) y de los derechos democráticos (qué capacidad se re­
conoce a los trabajadores, si es que se les reconoce alguna, de decidir so­
bre el proceso de trabajo). En el mínimo de los derechos liberales para
los trabajadores en ci trabajo está la simple {xtsibilidad de negarse a ven­
der su fuerza de trabajo, y a partir de ahí las posibilidades se despliegan
en forma de limitaciones en el derecho del empleador a disponer de ella;
desde la simple penalización del abuso de autoridad fuera del ámbito
estricto de la producción hasta las restricciones sobre movilidad, hora­
rios. tipo de tareas, etc. En el mínimo de los derechos democráticos está
la discrecionalidad absoluta del capitalista o el cmprc'sano a la hora de
decidir desde las inversiones hasta el proceso de trabajo, y a partir de ahí
se abren una serie de posibilidades de intervención con mayor o menor
peso en niveles diversos: derecho de petición, derecho de información,
cogesrión, autogestión..., apoyadas en la intervención o representación
de los trabajadores implicados o en el control y la intervención del Esta­
do, y en tom o a ámbitos varios como las condiciones de trabajo, el pro­
ceso inmediato de producción, la política de personal o las decisiones de
inversión. Pero no se trata, como se plantea a veces, de una línea conti­
nua que recorra, por ejemplo, las etapas de la taylorización (mejora
ergonómica y salarial), la humanización (mejora ambiental), la partici­
pación (círculos de calidad y similares) y la democratización (co-deter-
minación, etc.),''“ sino que, cualquiera que sea la sucesión hislórica de

* Bowlcs y Giniis, 1986:27ss, (>6ss.


^ BcrÜii, 1958.

’* Tezanos, 1987b.
iti u h ia a d á d J<fl pOíUr y e l conflicto 79

sus arnibinaciones, son dos asjx:ctos de las relaciones de prorlucción


que pueden cambiar de fornia autónoma. I.OS empleadores pueden re­
sistirse a la ampliación ile los derechos liberales tie los trabajadores den­
tro de la producción porque limitan su capacidad de acción, pero no'se
juegan en ello nada sustancial — salvo la manida tlexibilidarl— ; en cafn-
bio, se rc’sistirán con uñas y dientes a cualquier lonna de derechos de-
niocráticos puesto que cuestionan las prerrogativas esenciales de la di­
rección, es decir, la asimetría fundamental en que se basa la relación
capital-trabajo. Cuestión distinta es que se alcancen compromisos en los
que, por ejemplo, los trabajadores ceden derechos individuales y los
empleadores ganan discrecionalidad — modalidad geográfica, ponga­
mos por caso— a cambio de capacidades democráticas para los prime­
ros — intervenir en la reasignación, u otras— que son una cesión limira-
ila de poder para los segundos.
Ha.sta aquí, el poder y el con íliao en la producción en sentido es­
tricto. Pero la economía es también, obviamente, la distribución, y ésta
no está libre ni del conflicto ni dcl poder. Este hecho suele ser ignorado,
a pesar de su carácter elemental, por dos razones. Por un lado, el merca-
ilo, como ya se ha dicho, es contemplado, tanto por la economía neoclá­
sica como por la marxista, como escenario de intercambios de equiva­
lentes. Para la teoría neoclásica, tal intercambio es justo porque es
voluntario y porque, si no hay rcstriccionc's a la competencia, tiene lugar
a un precio que iguala las utilidades marginales de quienes lo realizan.
Para la teoría marxista no es justo ni injusto, ya que las mercanrías, in­
cluida la fuerza de trabajo, se cambian a su valor competitivo y la injusti­
cia radica en otro lado, en la producción, donde el capital explota la
fuerza de trabajo porque ésta puede producir un valor superior al suyo
propio. P or otro lado, puesto que el trabajador — sobre todo el trabaja­
dor poco o nada cualificado— tiene normalmente muy pocas probabili­
dades de influir en la voluntad de su empleador con la amenaza de reti­
rar sin más su fuerza de trabajo, es dc'cir, de abandonar la empresa, el
conflicto entre trabajo y capital toma normalmente otra forma; suspen-
iler el trabajo sin abandonar el puesto. El trabajador aprovecha, justifi­
cadamente o no, el único lazo de dependencia del empleador respeao a
él; los costes y dificultades de funcionar sin él, sustituirlo o despedirlo,
una forma de ilependencia, aun parcial, que se ha creado en la produc­
ción misma — tlesde el punto de vista de la nueva economía institucio­
nal, esto sería una forma de oportunismo. lx->s conflictos adoptan por
ello, nonnalmente, la fomia de amflictos en la [iroducción, entendida
no cm sentido amplio sino estricto, porque la única baza que tiene el tra­
80 Mariano /* Hrtiw.

bajador es su trabajo. Pero, en realidad, la mayor parte de estos conllic-


tos no tienen por objeto la prodiiccitín misma sino la apropiación; algu­
nas veces la esjMícífíca combinación de ambas, producción y apropia­
ción, pero, la mayoría, ni siquiera eso, sino que se da por sentada la
organización del proceso de prtxlucción y se discuten solamente los tér­
minos de la apropiación (de ahí la sorpresa allxjrozada de la ízc)uicrda
política y sindical cuando, en ciertas circimstancias — por ejemplo, en
los últimos sesenta y primeros setenta— , el movimiento obren» pasa de
las reKnndicacioncs cuantitativas a las cualitativas, es decir, de las recom­
pensas por el trabajo a las condiciones y la oi^anización del trabajo, o
sea. de la apropiación a la producción).
Kl problem a de la apropiación surge del hecho de que, en aialq u icr
tifx» de p ro d u cció n cooperativa, no hay form a ¡xisible de im p utar el
produ cto a los factores en un sentido físico. P uede hacerse per capita,
pro laboren? o p or cualquier o tro procedim iento, p»ero en h xio caso d eci­
dir y aplicar ese procedim iento, sea de form a explícita o implícita, entra­
ña un co n fL a o de intereses entre las partes en el que cada una de ellas
hará valer hasta donde pueda, si lo tiene, el pod er de que disponga. « L o
que corresponde a la c’sencia tiel capitalismo — escribe H eilbroner— es
que las ganancias de cualquier origen van a parar norm alm ente a los
propietarios del capital, no a los trabajadores, ni a los directivos, ni a lt»s
funcionarios gubernamentales.»” Una afirmación harto discutible, pues
en la década de los ochenta los propietarios del capital cobraron clara
conciencia de que, si bien su pugna ¡xtr el p roducto con los trahajadori-s
estaba relativamente resuelta en los m encionados térm inos, no lo estaba
ni m ucho m enos su pugna con los directivos, pero que tiene la virtud de
señalar el h echo de que la apropiación p or los propietarios del capital
no es algo inevitable o indiscutible, no va de suyo. Toda la oleada de
grandes adquisiciones de empresas p>or los tiburones financieros de los
<x;henta se hizo bajo esta divisa: d ar al capital lo que le corresponde, los
beneficios, cri lugar de que fuera apropiado p or los directivos en forma
de salarios o de nuevas inversiones para ampliar sus dominios.^®
Y la apix»piación es solamente una fase de la distribución del pro-
d u a o . (También es la fonna de entrada en el circuito económ ico de los
recursos naturales escasos, pero, dado que los recursos naturales libres
son ya irrelevantes, (»odemos dejar de lado esta p an e.) La otra, que tiene
a ésta co m o precondición, es la circulación, sea en forma ile asignación

^ Hciibroncr. 1988:40.
^ lis el pn>hlema implícito en Borle y Moans. 1932.
lü uhtruidaddctpCHÍcrv cf cmiflhtn 81

V
por medio del E stado o de intercamhin a rravés del m ercado. 1 ,a primera
iomia no t-s problemática a estos efectos, pues ha.sta los economistas n«»-
clásicos aceptan que el p roceso de asignación de recursos y bienes p or
el E stad o, tal com o es — no tal com o quisieran que fuera— , está mt^lia-
do p>or las relaciones de poder, concretam ente p or la capacidad de íad a
individuo o grupo para induir en las decisiones públicas, en la puhlic
chotee, l/a segunda, sí, puesto que, co m o ya vimos en el apartado ante­
rior. tanto la teoría económ ica predom inante, p or activa, com o la socio­
logía predom inante, p or pasiva, tienden a am sid erar el m ercado com o
un autom atism o libre de los estigmas del p od er y el conflicto. « L a esen­
cia de la com petencia p e rfc a a [...] es la total dispersión del p od er»,”
condición sine qua non para que los participantes en el m ercado se vean
obligados, co m o quiere la teoría, a aceptar los precios — entonces ca ­
bría preguntar: si todos son precio-aceptantes, ¿quien cam bia los p re­
cios? P e ro también vimos que no es así, que el m ercado es un escenario
de conflictos y relaciones de {xxler, aunque unos y otras discurran por
medios simplem ente econ óm icos. Si la expresión de las relaciones de
poder, o el resultado del co n flia o explícito o implícito, en la aj)ropia-
ción es la llamada distribución funcional de la renta (entre salarios, b e­
neficios, etc., pero también « i tr e distintos tipos de salarios), su exp re­
sión en el intercam bio es el precio.
L a sociología económ ica, tanto da que se centre sobre las organiza­
ciones o sobre el m ercado, no puede entonces por menos que abordar el
problem a de la exp lotación , es decir, de las transacciones asimétricas
(intercam bio desigual en el m ercad o, pero también asignación desigual
p or el E stado) y la apropiación diferencial del p rod u cto (en la em presa,
[>ero también en cualquier form a de producción cooperativa, p or ejem ­
plo el hogar o la hacienda — oikos— ).”

'■ Stipler. 1%8: 181.


í^puira, 1997íi
9, Í.AS TRAMAS D E I,A DRSIC'.l'AI.DAD

Decir economía, hoy en día, es decir desigualdad. Si la economía es ade­


más, com o efeaivam ente es, un sistema formado por elementos intcrre-
lacionados y relaciones articuladas entre sí. entonces es decir desigual- j
dad m utuam ente condicionada. U na p an e de la desigualdad, p or í;
supuesto, depende de las características, las opciones y las contribucio­
nes indiciduales; trabajar más o menos, ahorrar más o menos, etc., o dé ’J
circunstancias fuera 4el alcance de todos, o sea, del azar. O tra pane pue­
de considerarse, tal vez, com o un instrumento del sistema, es decir, de
todos, para generar crecimiento, para aumentar las dimensiones de la
tana, etc.; esto es, com o un incentivo libremente acordado o, en el [>eor
de los casos, razonablemente consentido. Pero, descontado esto, toda­
vía hay sin duila una parte importante de la desigualdad pt>r e.'tpiicar:
desigualdad en el accestj a los recursos (a la propiedad, a la autoridad, a
la cualificación, al trabajo misnn)), a la que solemos llamar discrimina­
ción, y desigualdad en la retribución obtenida p or aportar recursos
equivalentes — de valor igual, aunque sean de naturaleza rlistinta— , a la
que llamamos explotación.
En la teoría económ ica convencional, estas formas de desigualdad
se suelen ignorar por el sencillo expediente de suponer que, puesto que
las transacciones son siempre voluntarias — no obligadas, no compulsi­
vas— , sólo se darán al precio en que se igualen las utilidades marginales
de los que participan en ellas. P or otra parte, estas utilidades subjetivas,
que se suponen ahí por el hecho mismo de tener lugar la transacción — y
así el razonamiento, com o las pescadillas, se muerde la cola— serían la
única medida aceptable del valor (Pareto). Este m odo de razonar es tan
contonable que algunos economistas hiui intentado llevarlo al extrem o,
pro|)oniendo que la ciencia económ ica se reduzca al estudio del Ínter
cambio y dejando ()or entero de lado tanto la producción com o el co n ­
sumo. La propuesta, que yo sepa, se remonta a 1831, cuando tue lorrnu
lacia por el obispo Whately, quien sugirió que, reducida a una ciencia
del cam bio, la economía (econotnics) debería denominarse ciencia cata-
las íraffuis de la destg^ualdad 83

láctica (catallactu's)} Suscitó un entusiasmo tardío, tal com o cabía espe­


rar, entre alpinos miembros de la escuela austríaca [lara quienes el cen ­
tro de la econom ía era el m ercado, com o von Mises y Hayek (éste prefe
ría llamarla catalaxia). (La ha repetido incluso un economista tan poco
convencional com o ikiulding, si bien añadieitdo que no considera que
el intercambio sea el único medio posible de asignar medios escasos a fi­
nes alternativos.) ^ De esta manera se expulsa de la teoría económica el
problema de la desigualdad y, con mayor motivo, el de la justician justi­
cia económ ica, y la ciencia ya puede ocuparse d el precio de todo, sin tener
que preocuparse por el valor d e nada.
Y a hemos dedicado algún espacio a señalar que ni los mercados, en
contra del supuesto común, ni, por supuesto, las organizaciones, son es-
piacios libres de relaciones de poder ni de conflictos de intereses. Este
pcider es precisamente el poder sobre los recursos, entendiendo por ta­
les las cosas y acciones que sirven para producir más cosas y acciones, y
los intereses versan en último término sobre los bienes y servicios, que
son las cosas y acciones que directamente consumimos para la satisfac­
ción de nuestras necesidades y deseos. Organizaciones y mercados son,
además, las instituciones características de la sociedad capitalista. N o
unas ni otros por separado, sinci la peculiar combinación de las dos. Se
han intentado otras vías a la indastrialización — hoy fracasadas y a pun­
to de desaparecer por entero, y hasta donde alcanza la vista, de la faz de
la tierra— apoyadas exclusivamente en la organización (el socialism o
real), y se han conocido periodos y escenariiis, aunque muy limitados,
en los que el mercado ha reinado casi indiscutido — com o, a veces, las
economías de frontera en las zonas de colonización. P ero lo esperífico
del capitalismo es la mezcla cada vez más masiva de ambos tipos de en­
tram ado económ ico: la mercantilización de una parte creciente de la
economía y la asalarización de una parte creciente del trabajo. L a inter­
sección de la organización y el m ercado es, precisamente, la empresa, y
éste es quizá el único sentido en que su adición al nom bre de la discipli­
na no resulta ociosa, aunque ya hayamos indicado que no suscribimos
su limitación a tal ámbito. N o todo lo que interviene sistemátic'amente
en el m ercado son empresas, puesto que también lo hacen los producto­
res autónomos (si bien es cierto que estos últimos suelen ser clasificados
com o em presarios sin asalariados), ni todas las organizaciones tienen
com o principal finalidail a a id ir con algo al mercado, sino que existen

Kirzner, 1976: 72.


Bouldinp, 1970: 17-18.
Mariano F. bnguita j

organizaciones de caraaeristicas no económicas o sólo sccunflariamen-


ce tales.
Q ue el capitali.sino, nuestra soaedad {posOindustrial, sea esencial­
mente una combinación de mercados y t)rganizaciones, significa que el
poikrr y el conflicto discurren en él en tomt> a tres dimensiones: propie­
dad. autoridad y cualificaáon. F.stas tres instimeiones sociales pueden
contemplarse com o la capacidad de disposición sobre tres factores de la
prtxhicción: capital, trabajo y técnica, que no son sino las formas econó­
micas de los tres elementos que fluyen por todo sistema: materia, ener­
gía e información. Ahora bien, para que se conviertan en fuente de po­
der, y en su caso de discriminación y explotación — no simplemente de
desigualdad, sino de inequidad— hacen falta dos condiciones más: pri­
mero, que se precisen y se empleen com o tales factores, pues lo que im-
^lorta es la trinidad medios de producción, trabajo, técnica, y no cuales­
quiera formas de bienes, actividad y conocim iento; segundo, que la
capacidad de disposicit'in sobre ellos sea lo bastante desigual com o para
que, sobre esa base, unas personas puedan condicionar la voluntad de
otras.* En eso consiste ese gran proceso de expropiación de los medios
de producción (y crédito), administración (y guerra) e investigacieSn (ge­
neralizando. de conocimiento), o, si se prefiere, de los nexos sociales, en
que W eber propuso intuitivamente d e s p i c a r la idea m arxiana de la
enajenación.'* N o entraremos acgií en el trammiento sustantivo de estos
procesos, por otra parte más propios del análisis de la estnictura o la es­
tratificación sociales, pero sí en algunas consideraciones sobre su perti­
nencia para la sociología económica en general y para la sociología in­
dustrial (y de la empresa) en partiailar.
Sobre la propiedad parecería dicho tcxJo o, mejor, resumido ttxlo en
su desigual distribución, pero cuando menos tres puntos reclaman algu­
na menciem. En primer lugar, que la relación entre propietarios política­
mente librt's. jurídicamente iguales y p»ersonalmente indepiendientes en
el m ercado no disipa el problema del pioder, sino que se limita a reducir­
lo a una forma indirecta, medLuite objeto interpuesto. Ademási los m er­
cados de la sociedad industrial se caracterizan porque la gran mayoría
de las transacciones (la inmensa mayor parte en los mercados de consu­
mo, buena parte en los mercados de capital y la totalidad en el mercado
de trabajo) son transacciones asimétricas en las que interviene, de un
lado, un individuo y, de otro, una organización; lo cual no es sino la cara

Véase Engulla, 1992.


VCcbcr. 1922:11. lOtil
trff tramas de la deu^ualdoii «5

de carne y hueso del hecho de que imcrvaenen, de un lado, la propiedad


y, del otro, la no propiedad. Dicho <le este m<Klo, en términos de propie­
dad, parece el pre-textn para colocar a continuacitSn un texto <lc Marx,
pero, planteado en los términos de la asimetría organización-individno,
podemos expresarlo con las palabras de im autor muy alejado de él: «El
resultarlo final es que dos partes que comienzan con derechos nominal-
menle iguales, pero acuden con recursos enonnem ente distintos, termi­
nen con derechos realmente muy distintos en la relación. [...] Si el actor
corporativo es más [xxieroso que cualquiera de sus coparticipantes, en­
tonces habrá un “derrame de valor”, absorbiendo plusvalor [ste: surplus
valué, plusvalía!».*
En segtuido lugar, aunque el marxismo anunció a bombo y platillo la
desaparición de la pequeña burguesía (la que hoy llamaríamos tradicio­
nal, o patrimonial) por ,su dilución en las filas del proletariado y, en me­
nor medida, su ascenso a las de la burguesía a secas, y atmque esta predic­
ción parecería también acorde con la idea clásica y neoclásica de que, en
condiciones de libre competencia y con rendimientos técnicos de escala,
las grandes empresas deberían barrer del mapa a las ixx]ueñas, o al me­
nos a las más pequeñas, lo cierto es que no ha sido así. Una vez reducida
lie modo espectacular y decisivo la poblaaón agraria, que era el principal
repositorio de la pequeña propiedad, asistimos simplemente a movi­
mientos diversos en los que nuevas técnicas productivas, estrategias mer­
cantiles. orientaciones empresariales y políticas de relaciones industriales
pueden traer com o resultado la crisis, la estabiÜtlad o el auge ilel trabajo
autónomo y la pequeña empresa en cualquier rama de la producción de
bienes o servicios; es decir, asistimos no sólo a la resistencia a desaparecer
en algunas ramas, sino al (relsurgimicnto en otras, e.g. el decentramento
prnduttivo y la pequeñhación^ Fíito implica, por una parte, la sustitución
de cierta porción de relaciones organizativas p>or relaciones mercantiles.
o, si se prefiere en términos más comimes, de contratos laborales por
contratos de suministro de bienes o servicios. P o r otra, sufxine una diver­
sificación y segmentación de las relaciones organizativas o laborales que
ilebe ser tenida en cuenta en cualquier análisis de la desigualdad, pues las
condiciones de empleo (estabilidad, salarios, jomadas, beneficios socia­
les, etc.) pasan a dei>ender decisivamente, junto a los demás elementos,
ilcl tamaño de cada empresa y de su lugar especifico dentro de la división
ilel trabajo entre las empresas.

Ciernan. 1982: 22-23.


B a gn a sa \ 1988; Segenher^or. 1988; 1991.

I
86 Martano F. Bnguíta

Jtn terrer lugar, la gencrali»»ción de la forma accioiiarial plantea im­


portantes novedades en rclad<>n con el papel de la propietlail en la desi­
gualdad. N o se trata en mcxlo alguno de que pase globalmente a un se­
gundo plano, com o a veces se ha querido ver en relación con el
crecimiento de las organizaciones y la relevancia en ascenso de los direc­
tivos,' sino de que se diversifica y de que cambia su relación con otras
fuentes de poder. Esto último tiene lugar p<irque, ciertamente, el au­
mento de tamaño de las organizaciones y el mayor peso de la tecnología
refuerzan la dependencia de la propiedad respecto de la autoridad y la
cualilicación — o, si se quiere así, de los propietarios del capital respecto
de direaivos y cuadros y técnicos y profesionales— , aunque sin arreba­
tarle su papel dominante. Pero lo primero, y quizá lo más importante,
engloba fenómenos como la extensión de las formas pasivas de propie­
dad — ^accionistas que no intervienen en la marcha de la empresa, como
los pequeños inversores y los llamados grandes inversores instituciona­
les— , y las cada vez más complejas y difíciles relaciones internas a la
misma, concretamente a la propiedad de cada gran empresa de capital
social, tal como se manifiesta en el permanente confliao entre altos eje
cutivos, núck'os estables, tiburones, caballeros blancos, entidades finan­
cieras, etc., en un constante ir y venir de absorcktnes. (JPA s, desmem­
bramientos de empresas, cambios de alianzas entre los diveisos grupos
de accionistas, campañas de captación de voto delegado, etc.* Como ha
señalado Berle, la generalización de la propiedad por acciones separó
primero la posesión (en mano.s de los directivos corporativos) de la pro­
piedad jurídica (radicada en los accionistas), piero el enorme crecimien­
to de los inversores institucionales (fondos de inversión, fondos de pen­
siones, mutuas de seguros) ha desgajado después el poder de voto de las
acciones de la persona de los propietarios de las mismas.^
La autoridad, como ya se ha indicado, gana espado y chupa cámara a
medida que crecen las organizaciones — gana en importanda y en visi-
bilidail— , si bien hay que subrayar hasta la sadedad que esto no aconte­
ce porque la propiedad, o más exactamente la concentración de la pro­
piedad, haya perdido relevancia, sino precisamente por lo contrario,
porque la ha ganado. Porque más y más gente no posee en propiedad
medios de producción suficientes para trabajar por cuenta propia, y
txjrquc una cantidad creciente de riqueza se concentra en unas pocas

’ üjlirciidorf. 19S7
* V/í/Epsiein, 19S6: Scliram-r, flV86
' Berle, 1959: 59ss.
I^ s tramas de h destgtéüldiid

manos — y además, claro está, porque existen las fórmulas instituciona­


les para concentrar propiedad de distintas manos: las sociedades por ac­
ciones— , cada vez más gente tiene que trabaiar para las organizaciones
V cada vez pueden agrupar éstas, conjunta o individualmente, a más
gente. L a importancia creciente de la autoridad y de quienes la deten­
tan no es, com o creía Dahrendorf, malinterf>retando a Berle y Means,
una alternativa a la importancia de la propiedad, sino su otra cara. Ni
la propiedad debe disolverse en la autoridad ni la autoridad, por cier­
to, en la propiedad, como sucede con el reciente invernto de los bienes
o activos de organización}^ P or ello mismo, la primera distinción que
se impone es la que divide analíticamente la autoridad sobre el proce­
so de trabajo y el uso normal de los medios de producción de la capa­
cidad de decisión sobre los usos del capital,, incluidas las opciones de
invertir o desinvertir, repartir o no beneficios, absorber o desprender­
se de empresas, etc. Aunque de forma poco satislactoria, creo, esto es
lo que se ha querido recoger bajo distinciones com o, por ejemplo, la
que separa la propiedad jurídica (propietarios legales) de la propiedad
económica (ejecutivos con capacidad tle disposición sobre el capital) y
de la posesión (directivos con capacidad de decisión sobre el proceso
ríe producción en su conjunto)" — distinción que haría estremecerse a
un jurista.
Precisamente por su creciente relevancia, por otra parte, resulta ya
urgente hacer distinciones más finas en el ámbito de la autoridad en el
seno del proceso de producción y/o trabajo, (juando menos, me parece,
hay que distinguir entre, primero, la capacidad de decidir sobre el uso
de medios y recursos afectados al proceso de producción, a la que pode­
mos llamar capacidad de asignación; segundo, la capacidad de deddir
sobre el trabajo de los demás, a la que podemos llamar autoridad pro­
piamente dicha, y, tercero, la capacidad de controlar por uno mismo el
propio proceso de trabajo, a la que podemos llamar autonomía.*^ Más a
menudo que lo contrario, estas tres formas de autoridad en sentido am­
plio, de capacidad de disptoner de los medios de la organización en fun­
dón de los fines de la organización, van juntas, pero no es inevitable que
así sea. Cuando ascendemos desde la base hasta la ctispide de una orga-
nizadón, aumentan normalmente a la par las capacidades de autono­
mía, autoridad y asignación, pero puede haber y hay casos de autoridad

Wright, 1985, 1989


Como Poiilaiuzis. l97-t.
Enguita. 1994a.
^ Marwnftf' Hnf^uiu rl

sin autonomía — por ejemplo, el eapataz ile una línea de montaje— , de


autonomía sin autoríilad — eomo un vigilante rKKtumo— o de asifjna-
ción sin autoridad — un director de compras, tal vez.
De torma análotta a la autoridad, la cualificación gana tm(xtrtanaa y
visibilidad, no jxirque la pierda la propiedad, como podna clcsprcnder-
sc de algunos relatos funcionalistas,” ni menos todavía porque la pierda
la autoridad, como parecen creer algunos análisis de las organizaciones
especialmente proclives a la consideración de Jo informal,*'' sino por
todo lo contrario. Por un Jado, ciertamente, el papel creciente de la tec­
nología en la competencia entre empresas y la aceleración del ritmo de
innovación tecnológica rebierzan la importancia deJ conocimiento téc­
nico y desús detentadores. Pero, por otro, esta importancia en aumento
procede de Ja complejidad misma de Jos procesos aJxirdados por Jas o r­
ganizaciones y de las propias organizaciones como tales, así como de la
campante mercantilización de la vida económica y de la dificultad en au­
mento de desenvolverse en esa variedad de mercados distintos, segmeti-
tados aunque interdependientes, efímeros aunque necesarios, imprevi­
sibles aunque manipiilablcs. Y lusramente por la mayor dependencia de
las fx'rsonas y de sus posiciones y relaciones respecto de la ciialificación,
precisamos también conceptos más exactos y distinciones más finas
dentro de ésta.
Necesitamos distinguir entre la cuaJificación del individuo, o con
junto de capacidades que (losee con independencia de cuáles tenga real­
mente que ejercer en su puesto de trabajo, y la del puesto mismo, o el
conjunto de capacidades necesarias para desempeñarlo con indepen­
dencia de otras que pueda poseer el individuo que Jo exupa; entre la
cuaJificación formal reconocida al individuo — sus diplomas escolares y
otros— o al puesto — su definición en un convenio colectivo, en una o r­
denanza laboral o en unos estatutos profcáonaJes— y su cuaJificación
real, que es la que resulta de sumar a aquéllas, en cada caso, otras capaci­
dades efectivamente necesarias, aunque no reconocidas, y de restarles
capacidades imaginarias, perdidas u obsoletas, aunque les sigan siendo
atribuidas. Hay que discernir entre el nivel de cuaJificación, considerado
como una posición en una táscala canlinaJ u ordmal que permite estable­
cer comparaciones, cquiv'alencias y ordenaciones entre cualificaciones
sustantivamente distintas por su contenido, y el tipo de cuaJificación,
que puede convertir en irreal cualquier comparación de niveles y hacer

” E.g Davis y Moorc. I‘M>.


'■* E g. Ciouldner. 1
/><i tramas da lo desigualdad 89

pataite una diferencia esencial entre el capital y el trabajo; h) menor l¡-


tfuidez o convertibilidad del segundo y, por tanto, la limitada movilidad
funcional del trabajador, sin tener en atenta la cual es im(X)SÍble com ­
prender la dinámica del mercado de trabajo. Hay que diíercnciar, en fin,
I
la cualiíicación en sí de la autonomía en el proceso de trabajo, sobre
t(x b por aian to que buena parte de la literatura strltre la descualificaciún
o degradación del trabajo ha tendido a confundirlas o, cuando menos, a
suponer que siempre corren parejas.
Más que nada, parece necesario apartarse de la imagen de las dife­
rencias de cualiftcación percibidas simplemente en términos cuantitati­
vos: más o menos, mayor o menor, cualificados y no cualificados, para
introducir- algunos cortes cualitativos imprescindibles. P or ejemplo, dis­
tinguiendo entre cualificaciones escasas y cualificaciones monopólicas,
pues sólo a partir de la consideración singular de estas últimas parece
viable interpretar adecuadamente la posición y la dinámica de las profe­
siones — en el sentido fuerte del ténnino, sean de ejercicio liberal o de
base en las organizaciones— . Los mismos conceptos en apariemeia pu-
ramcirte cuanútativers que se aplican a los poseedores de cualificaciones
no escasas m monopolistas: cualificado, scmicualilicado, no cualificado,
requieren una mayor elaboración para determinar, por ejemplo, si la lla­
mada “no cualificación” es tal o es simplemente la cualiiicación básic~a, y
si ésta es la legal o la mcxJalmente básica, y, en tal caso, si no hay que con­
siderar la existencia de un s c a o r infracualificado, etc.*’
Estas desigualdades de poder, en las capacidades de disposiciejn, se
traducen, precisamente por una conducta racional, en explotación. La
explotación consiste* en desequilibrar en provecho propio los términos
del intercambio o los de la apropiación del p rodu ao de la cooperación.
Para detectarla, por supuesto, hay que desterrar de la cabeza la idea de
que cualquier intercambio voluntario da lugar a un precio justo, o al úm-
co precio posible, cosa que no todo el mundo parece dispuesto a hacer.
Entonces, si se admite un criterio de atribución, o más exactamente de
justicia, potencialmente divergente de la razón real de intercambio, cabe
preguntarse sobre los términos de éste, los terms of trade, aunque para
ello haya que contar con una teoria del valor, es decir, con una norma de
atribución, con una teoría normativa de la distribución. Si los términos
del intercambio se apartan de la equivalencia, si uno da más de lo que
recibe y otro recibe más de lo que da, entonces hay explotación en un
sentido económico, sc*a cual sea la mecánica de la transacción (compra-

” Kngiúta, 1994b.
Múrrano ¡\ h.nnutía

venta, trueque, reciprocidad en el sentido que le da Polanyi) y no impt>r*


ta en qué otras reladonos venga envuelta (ninguna, com o en el mercado;
de dependencia, com o en el fcudali.smo; alcctivas, com o en el matrimo­
nio). listo es lo que a)m únm ente se llama intercambin desigual, aunque
sena más comprehensivo denominarlo transacción asimétrica para in­
cluir en el las formas de circulación no mercantiles con las transaccionc-s
correspondientes. I,o mismo sucede si, en la producción cooperativa,
no hay ixna cormspcxndencia exacta entre la contribución y la apropia­
ción de cada uno, sea porque se contribuye más de lo que se apropia, en
proporción, o viceversa; entonces surge la otra forma de explotación, lo
que suele denominarse extracción de excedente pero debería denominar­
se, en un sentido más general — ya que no depende de que la p roduc­
ción com o tal sea excedentaria— , apropiación dispropurcional}*’
Si subrayamos la importancia de los conceptos de transacción asi­
métrica, más amplio que el de intercambio desigual, y apropiación dis-
projxjrcional, más que el de extracción de excedente, es para añadir a
continuación que sus escenarios posibles no son sólo, respectivamente,
el m ercado o la organización, sino también el Estado, entendido como
mecanismo de (rc)distribución — al margen de sus funciones propia­
mente pob'tica.s— , y el hogar, entcndiilo conto unidatl de producción y
consumo — al margen de .sus funciones afectivas o vinculadas a la repro-
ilucdón.*^ El problema dei Estado es relativamente sencillo; cada indivi­
duo o grupo explota o es explotado por los demás según resulte |xwitivo
o negativo el balance entre lo que da y lo que recibe. N o necesitamos en­
trar ahora en la larga casuística de los colectivos que deben ser excluidos
de esta regla: niños, discapacitados, etc., y no vamos a abrtrdar aquí el
problema. Baste señalar que, si el Estado produce o distribuye recursos,
ha de ser com o tal objeto de la sociología económica. Com o señaló hace
tiempo Daniel Bell, es un «hecho extraordinario [...] que no tengamos
una teoría sociológica del hogar público [puhtic hnusehold]»}* Puesto
que las relaciones no son en él bilaterales, podemos preguntamos quién
explota y quién es explotailo, pero no quién explota a quién (problema
que no existe en las transacciones singulares del m ercado y que sí lo
hace, aunque más limitadamente, en la organizitción), salvo en términos
agregados; sin embargo, que la explotación a través del Estado sea errá­
tica o casuística no significa que sea inescrutable. El problema del hogar.

Erguirá. 1997c
lúiguita. I^7b.
Bell. 1976:220.
ios iramas de Ut desif^ujUaJ 91

por su parte, puede resultar oscurecido por la dilicultad de lidiar y acor­


dar criterios de conniensurabiliilad entre las ajxxrtacioiK'S monetarias y
no monetarias o por la multiplicidad de funciones y relaciones que se
superixrnen en él a las económicas, pero se puede soslayar ésta y resol­
ver aquélla. Es posible que el hogar, donde electivamente pueden llegar­
se a conocer las utilidades subjetivas o preferencias del otro, sea el único
escenario imaginable para las comparaciones intersubjetivas, de modo
que pierdan o cedan sentido las comparaciones basadas en cualquier
idea objetiva del valor. Pero, mientras alguien descubre la forma de ha­
cer esto, es difícil encontrar un término más adecuado que el de explo­
tación para designar las transacciones asimétricas y la apropiación dis­
proporcional del producto que tienen lugar en él, precisamente por ser
una «palabra emotiva y política».'*'
La otra forma de desigualdad social a tener en cuenta es la discrimi­
nación. E s característico de la sociedad capitalista e industrial que ésta
no sea ya categórica o colectiva, com o en la sociedad estamental, sino in - ! 4
dividual. Las íormas más importantes de discriminación son, qué duda
cabe, genérica, étnica y generacional, aunque en ciertas circunstancias
puede revestir importancia la discriminación de los disidentes (xtlíticos,
los ilíscapacitados, los homosexuales u otros grupos. 1 ,a diferencia esen­
cial entre la explotación y la discriminación es que aquélla deriva dcl
ejercicio de una relación de intercambio o de producción, mientras que
ésta co n d em e al acceso mismo a tales relaciones; la explotación atañe a
los medios de vida; la discriniinadón, a las oportunidades. E s imposible
la explütadón absoluta, salvo que consideremos tal el canibalismo o el
em pleo de los niños pobres para fabricar jabón, com o sugirió Swift,
pero es perlectam entc posible la discritnmadón absoluta; la exclusión.
Explotación y discriminación, pues, no son conmensurables. P or consi­
guiente, resulta de gran im portanda señalar que además, jumo a o antes
que la explotación en sus diversas formas, est-án las distintas fomias de
discriminación, pero carece de sentido equiparar una y otra, com o suce­
de, por ejemplo, cuando se repite el sambenito sobre las desigualdades
de clase, género y etnia.^ Pertenece al análisis concreto, y sólo a éste, de
calla sociedad determinar la importancia relativa tic una u otra fonna de
desigualdad, más exactam ente de cada forma de explotación o de dis
criminación (por ejemplo, si afirmamos que en la sociedad agraria hay
menos explotación y niás iliscriininación que en la industrial, o que en la

D d p l i y V L e o n a r d , 1992: a 2
L n g u ita ,' 1995b.
1
92 Mitriano F Enj^$4ité

ex URSS la discriminación más grave era la política y en los t!KUU la ra­


cial), así como corresponde a cada individuo determinar qué forma <lc
desigualdad le resulta más dañina o más llevadera (como cuando una
mujer romfie al menos parcialmente su discriminación en el hogar — e s ­
tar confinada en él— para salir a ser explotada en la fábrica o la oficina).
En todo caso, la categoría de discriminación resulta a priori irreniin-
ciable — otra cosa será lo que digan los resultados— para el análisis tan
to de las organizaciones como de los mercados — y, entre éstos, tle los
mercados de trabajo en particular. Aparte de la consabida concentra­
ción de mujeres, minorías, jóvenes y mayores en el desempleo o la inacti­
vidad inducida, el empleo precario, los trabajos peor pagados, etc., se ha
señalado, por ejemplo, que el análisis de los mercados segmentados de
trabajo tiene que ir vinailado al de la segmentación de los propios tra­
bajadores, especialmente a lo largo de las líneas típicas de género, etnia y
edadr*' que la dinámica de las profesiones y las semiprofesiones, y en
particular los éxitos y*fracasos coleaivos en el proceso de profésionali-
zación, no puede ser separada de la composición sexual de ios colecti­
vos afectados;^ que los estereotifxis de género disocian fuertemente las
carreras de los cuadros y directivtw^' y marcan sus relaciones con los su-
Ixirdinadosr’'* que el logro tlel consentimiento y la ctxiperación de una
pane imfHirtante de la fuerza de trabajo mediante la constitución de
mercados internos de mano de obra se ha basado, a menudo, en la acen­
tuación de las fracturas étnicas, o entre nacionales e inmigrados;^’ que
las políticas de empic-o se sirven a menudo de las divisorias de edad a fa­
vor de la generación intermedia y en detrimento de las generaciones ex­
tremas de activos potenciales, jóvenes^'' o mayores.'^'
(^uizá la más importante de estas formas de discriminación, por
cuanto afecta a la mitad de la población de cualquier sociedad, sea la
tlLscriminación genérica. Es importante, en este aspecto, destacar el pa­
pel de la articulación entre la esfera doméstica y la extradoméstica, es
decir, cómo la responsabilidad prioritaria de la mujer sobre las tareas
domésticas y el cuidado y la educación de los hijos la sitúa en una posi­
ción de desventaja a la hora de acudir al mercado de trabajo, mientras

Gfirdon, lülwartfc y Rcich, 1982.


^ Simpsnci ySim(>son, 1%9.
Davklson, 1992.
Kantcr, 1977.
” Stonc. 1974.
Osterman. 1980.
^ Giiillcmard. 1986.
I j s iramas J e la JesiffialdaJ 95

que su peor |x)sición en el mercado de trabajo la coloca en una relación


de dependencia respecto de los ingresos normalmente más cuantiosos y
estables del varón.’* responsabilidad doméstica hace que tcuj^a que
conformarse con empleaos temptiraics o a tiernjx) parcial, tal vez incluso
que abandonar el trabajo y sacrificar así su carrera en la primera fase de
la crianza, y en todo caso que sea contemplada como una elección me­
nos segura por los empleadores. La postergación extradomésrica impli­
ca la presión moral a favor de una mayor asunción de tareas domésticas
y la insuficiencia de los medios propios como base para una eventual in-
depiendencna. En otras palabras, tanto en el hogar como fuera de él, la
relación es esencialmente de discriminación — con independencia, en
ambos casos, de que sea o no, además, de explotación— , y las dos for­
mas de discriminación se refuerzan mutuamente.^ No obstante lo cual,
hay que añadir que la disminución de las desigualdades extradomésticas
mina las bases de las desigualdades domésticas.
La discriminación étnica (definida la etnia por cualquier combina­
ción de características raciales, lingüísticas, nacionales o religiosas),
que sin duda es — como cualquier otra forma de discriminación pero
de modo más claro— un fenómeno mucho más amplio que la mera dis
crúninación en las oportunidades econóiiucas (Weber, por ejemplo, creía
que su piedra ilc toque estaba en el connubio y la comensalidad,’”
aunque no se le escapó su disponibilidad para fines económicos” ), pre­
senta un campo de intersección con las políticas de relaciones industria­
les y las estrategias colectivas en las relaciones económicas cada vez más
claro para la investigación. En particular, hay que señalar la orientación
creciente de los análisis de las relaciones raciales o, en im sentido más
amplio, interétnicas, hacia contemplarlas como un proceso de racializfi-
ción de lo que en realidad serían esencialmente p>olíticas de mano de
obra que meluyen como variable manipulable a la mano de obra inmi­
grante y estrategias frente al problema del reparto de un trabajo escaso y
tlesigual.’^ No solamente es posible así comprender mejor el brote y re­
brote de ciertos fenómenos de racismo y xenofobia entre los seaores
más marginales de la etnia dominante, como sucede con el fenómeno
profusamente estudiado de la white trash (originalmente, los blancos
más pobres del sur de los Estados Unidos, protagonistas de la mayor

“ Uanmann, 1979.
^ Encuita. 19^)53, 1997a
^ WcIkt, 1922:1,515 16.
>' Weber, 1922:1,276.317.
Caistlea y Knsack. 1978; Miles y l’hizackica. 1984.
Marifirto F Enj^nrta

hostilidad hacia los negros), sino incluso las estrategias de solidaridad


étnica <le los gm pos discriminados, jx»r ejemplo el papel de la magnifi­
cación del conflicto externo com o forma de mantener la cohesión de los
gm jw s gitanos que bastm su modo de vida económ ico semi-itinerante
en la existencia de amplias redes familiares y de clan.”
1,a discriminación generacional, en fin. arnrja intersecciones equipa­
rables. (Prefiero denominarla discriminacitín ^generacional, mejor que
edadista. por razón de la edad o cualquier otra fórmula similar, amén de
la eufonía, porque considero que, aunque los estereotipos tengan que
ver con la edad, se trata de un problema de sucesión de las generaciones
en un contexto de opcíriunidades escasas. El uso que hago del término
generación, pues, es claramente distinto del más popular en sociología,
el que hiciera Mannheim.)*'’ Ante la escasez de puestos de trabajo, la
edad aparece com o una divisoria dotada de legitimidad suficiente para
ser invocada en el reparto y las políticas dirigidas hacia la juventud y la
vejez gravitan hacia la política de empleo. I^ s primeras com o políticas
manilicstamente encaminadas a la inserción profesional de los jóvenes,
(x*ro también erm la función latente de su contención a las puertas del
mercado de trabajo,” y las segundas com o políticas de protección de los
trabajadores mayores frente a las condiciones de trabajo o los rigores del
desempleo, jicro también dirigidas a favorecer su paso a la situación de
inactividad.^
■4.

" I99<ia; 67 ss.


Mamihcim, 1928.
s.
” Rise, I984;Dubar. 1987.
“ Waiker, 198l;Gau]licr, I99(),
10. E L RESU RG IR D E LA S (JG IO L O G JA EC O N O M IC A
s

A mediados de los cincuenta, Parsons y Smeiser lamentaban en Ecr>-


nomy and society el abismo creciente entre la sociología y la econorm'a e
incluso que hubiera tenido lugar, «si acaso, un retroceso, más que un
avance, en lo que va de siglo»,* en los intentos de |.x)nerlas en relación.
Cuatro decenios después, Smeiser y Swedberg abrían su magnífica reco­
pilación, The Handhook ofEconornicSoaology, afirmando que «el cam ­
po de la sociología econ óm ica, en todas sus m anifestaciones, había
experimentado tal periodo de vitalidad durante los diez años anteriores
fa 1 99 0 ] que ya c*staban maduras las condiciones para la presentación
riel esiadt) y la consoliilación de ese trabajo creciente. Al contem plar
este volumen en vísfreras de su publicación vemos esa convicción con-
liimada en el producto.»^
\jo t|ue iba de siglo para Parsons y Smeiser iba, en realidatl, más o
menos de.sdc Wcl)er, fallecido en 1920 y cuya ¡iamotn/a y sociedad se
publicaría en 1922 (si bien fue escrita, en su casi totalidad, en los años
inmediatamente anteriores y posteriores a la G ran G uerra). Efectiva­
mente, algunos de los fundadores no sólo habían tenido una mayor o
menor familiaridad con la economía sino que dedicaron una buena par­
te de sus esfuerzos a la sociología económ ica. E s el caso, por supuesto,
de Weber, pero también el de Som bart, con sus grandes investigaciones
y sus diversos estudios menores sobre el capitalismo;’ Simmel y sus tra­
bajos sobre el dinero y, en menor medida, sobre la competencia;'* Veblen
y sus obras sobre la empresa, la propiedad, el consumo, el trabajo o la
ciencia.’ Los franceses añadirían seguramente a Simiand, pero pienso
que su obra pertenece al dominio más específico de la sociología imlus-
tnal; y, los italianos, a P areto, [tero creo que. si bien puede ostentar con
kk Io derecho el doble t ítulo de economista y sociólogo, fue las tíos cosas

l’ar.W)iis y Smeiser. 19S6; xvii.


Smeiser y SwcillKrK. 1‘W : vii.
Sombart. ISHa.b.c
Simmel. I'XX), 1922.
Veblen. 1899, 1904, 1919. 192).
Mariano f . Ennuita

de fomia inclcpondieiite y separada, fx>r ik) decir esquizofrénica, y re­


presenta mejor que nadie el divorcio entre ambas disciplinas. Ahora
bien, lo que distingue a Weber de los demás es su concepción comprc-
bcnsis’a (en relación al ámbito, no al sentido) de la sociología económica
o, por decirlo de otro modo, su convicción de que la sociología podría y
deliería abarcar el cxmjunto de la realidad eainómica, el mismo objeto
real que la ciencia económica, si bien definiéndola de otro modo como
objeto teórico.
La ambición de Weber queda patente en el plan que .se proponía
abordar para lo que pretendía fuese, con el título de Wirtschaft und Ge-
íelhchaft, la parte tercera del Grtmdriss der SoTialókonomik, los textos
que luego, al quedar su obra inacabada, llegarían a nosotros, en realidad,
como parte segunda, Die Wirtschaft und die gesellschaftlichen Ordnun-
gen und Machte (Lm ixonomía y los ordenarmentos y poderes sociales), de
su postuma Wirtschaft und Gesellschaft (Economía y sociedad), sin
apartarse apenas dclproyecto original. Nos permitiremos citarlo en
toda su extensión: «1) Categorías de los ordenamientos sociales. Econo­
mía y derecho en su relación de principio. Relaciones económicas en las
asociaciones en general. 2) Comutudad doméstica, oikos y empresa. 3)
Asociación de vecindad, parentela y comunidad. 4) Relaciones étnicas
en la comunidad. 5) Comunidades religiosas. Dependencia de las reli­
giones respecto a las ciases; religiones avanzadas c ideología económica.
6) l/a colectivización del mercado. 7) La a.sociacíón política. Las condi­
ciones de desarrollo del derecho. Profesiones, cla.ses, partidos. La na­
ción. 8) El dominio, a) Los tres tipos de dominio legítimo, h) Dominio
poh'ricci y hierocrático. c) El dominio ilegítimo. Tipología de las ciuda­
des. d) El desarrollo del Estado moderno, e) Los partidos políticos mo­
dernos.»* Chocará sin duda la inclusión, y la amplitud con que tiene lu­
gar, de la religión y la dominación, si bien no es difícil relacionarlo con la
importancia otorgada por Weber a las ideas religiosas, las ciudades (que
asocia al dominio ilegítimo) y la burocracia en el desarrollo del capitalis­
mo. Baste subrayar, no obstante, la inclusión de tenias las lomias «isocia-
das de prcxlucción material; hogar, oikos, empresa; la consideracitm es­
pecífica del marco político: derecho y Estado, y cultural: etnia y religión;
en fin, la problematización del mercado. Queda claro, pues, que, cc>n in­ i
dependencia del juicio que merezca cada una de sus incursiones, Weber
estableció un jilan ¡lara la sociología económica — en realidad, para la
Sozialñkonomik, la sociinconomía— tan amplio como .se pueda desear.

” Gtado por Winckelmann, 1955: ix ,x.


£/ resurgir de U sociología económica 97

Mucho tiempo antes, sin embargo, Marx ya había clamado con insis­
tencia casi obsesiva cxtntra la economía política, es decir, contra la tettria
económica de su tiempo, acusándola de no reconocer eJ carácter históri­
co y, por tanto, social, de las relaciones económicas, empezando pór las
más elementales. Para ella, rcxoiérdcsc, «ha existido la historia, pe'ro ya
no la hay.»’ «La economía política parte del hecho de la propiedad priva­
da, pero no lo explicxt. [...Nlo nos proporciona ninguna explicación so­
bre el lundamento de la divistón de trabajo y capital, de capital y tiena.
[...OJtrci tanto cKurre con la competencia l...].»“ Proudhon es criticado
por no entender que «esas relaciones sociales [de produedónj son tan
producidas por el hombre como la tela, el lino, etc. Al adquirir nuevas
tuerzas productivas los hombres cambian su modo de producción, y sA
cambiar el modo de produedón, la manera de ganar su vida, cambian to­
das sus reladones sociales.»^ Es difícil encontrar un llamamiento más en­
cendido a relativizar las reladones económicas, todas ellas declaradas
«producios históricos y transitorios-»)'^ pero el problema está en que sólo
es un llamamiento limitado a estudiarlas. No sólo la produedón debe ser
estudiada y merece, jxir tanto — añadimos nosotros— , su sociología in­
dustrial y de la empresa, sino que otro tanto puede decirse de la distribu-
dón, el cambio y el consumo, que merecerían así, también — ampliaría­
mos nosotros— , sus respectivas sodologías de la estratificación sodal o
de las ocupadones, de los mercados y del consumo, c incluso— sintetiza­
ríamos nosotros— una sodología econónuca unificada. Pero, para Marx,
todas las otras esferas se reducen a la producción: «La organización de la
distribución .se halla completamente detenninada por la organización de
la produedón.»" «El cambio aparece así, en todos sus momentos, como
comprendido directamente en la produedón o determinado por cUa.»'-
En otras palabras: el camino parte siempre de la produedón. No hay un
lugar específico, independiente, para el estudio de los mercados, de la
distribución de la renta, etc., sino que todos estos campos están práctica
y teóricamente subordinados a la produedón. «La verdadera denda de
la economía moderna sólo comienza cuando la consideración teórica
pasa del proceso de la circulación al pnx:eso de la producción.»"*

' Murx. m i\ 177


' Marx. )X49a; 104.
* .Marx, 1S47: 161.
W . cH.
" .Marx, J857h;Z62.
.Marx. 1857b: 267.
Marx, 1867: 1II/I.450-U.
98 M a r ia n o F . lin g u iía

De ahí a los setenta tuvo lugar la trai>esta del deuerto, pero con dos
notabÜísimas excepciones. Una es Schumpeter. un economista arípico»
perfeaamente integrado por un lado en la tradición del análisis econó­
mico pero enonneinente atento, txir otro, a la contribución real o po­
tencial de otras ciencias sociales que la economía al estudio de la reali­
dad económ ica. Schum peter no sólo hizo él mismo notables
contribuciones a la sociología económica*** sino que defendió con toda
claridad la idea de que la realidad a la que la economía analítica aplica
sus modelos teóricos y sus instrumentos técnicos es pane de una socie­
dad de la que tienen que dar cuenta la historia y la sociología, « lo d o tra­
tado de economía que no se limite a enseñar técnica, en el más estricto
sentido de la palabra, cuenta con una introducción institucional que
pertenece a la sociología más que a la historia económica como tal.»*’
Schumpeter criticó la ambición de la txonotnia política de abarcar la
economía como un todo, y en particular la pretensión de explicar la po­
lítica y la cultura a partir de la economía, como sería el caso del marxis­
mo — aunque el principal atractivo de éste para el lego residiría precisa­
mente ahí: en oireccr una imagen completa y ordenada tic la realidad— .
Creía que el conocimiento de la economía (el análisis económico^ en sus
términos) avanzaba a través del desarrollo de campos especializados, y
mencionó como los tres fundamentales la teoría económica (lo que hoy
llamaríamos precisamente análisis), la estadística y la historia económi­
ca, pero comprendió que entre los tres sólo daban una versión parcial,
incompleta y fragmentaría de la realidad ecx)nómica, y que el deseo de
encajar las piezas era lo que se reflejaba en la empresa totalizante de la
economía política. «Al añadir nuestro “cuarto campo fundamental”, la
sociología económica, reconocemos parcialmente la verdad que parece
contenida en este programa.»*^ Y definió la disciplina en unos términos
que podrían tomarse hoy como una declaración programática: «el análi­
sis económico estudia las cuestiones de cómo se comporta la gente en
cualquier momento dado y cuáles son los faióm enos económicos que
producen al comjx^rtarse así; la sociología económica trata la cuestión
de cómo es que la gente se compon^ como lo hace. Si definimos el com­
portamiento humano con la suficiente amplitud para que incluya no
sólo acciones, motivos y propensiones, sino también las instiíuciímcs so­
ciales que importan para el comportamiento humano — como el gobier- 4

S chu m p rter. 1 9 4 2 .19SI


” Schunipcrer, 1954: 56.
** / t ó . ; 5 8 .
E i r e s u r g ir d e la sociolog ^ ía e c o n ó m ic a 99

no. la herencia de la propiedatl, los contratos, etc.— , entonces esa frast'


nos dice realmente todo lo que necesitamos prexásar.»*^
La otra íigura de excepción fue, por su()uesto, Polanyi, con su estu­
dio de la tormación de los mercadeas de la tierra, la fuer/a de trabaj<5 y el
dinero,*** el estudio con sus colaboradores de los mercados y las fohnas
de distribución de la antigüedad*'* y, en el terreno más conceptual, la dis-
ríndón entre econom ía sustantiva y econom ía form al y el conc'epto de in-
CTí4Staaón iemheddedness)?^ El significado sustantivo de la economía,
según Polanyi, «deriva de la dependenda del hombre para ganarse la
vida de la naturaleza y de sus compañeros, en la medida en que esto fun-
dona para suministrarle los medios de satisfacer sus deseos materiales.
El significado formal de la economía deriva del carácter lógico de la re­
lación medios-fines, cal como se ve en palabras como “económico” [en
d sentido de barato] o “economizar”. I jos dos significados básicos de la
'"economía”, el sustantivo y el formal, no tienen nada en común. El últi­
mo deriva de la lógica, el primero de los hechos.»’ * Esta distinción tuvo
un fuerte impacto en la antropología, pues el concepto de “ea>nomía
sustantiva” pareció a numerosos autores más adecuado para dar cuenta
de unas instíTuciones y procesos menos específica y exclusivamente eco­
nómicos que los do las sociedades modernas. LJ concepto de incrusta^
á ón sirv^e a Polanyi para explicar la imposibilidad de separar mental­
mente la economía de otras actividades sociales antes de la llegada de la
s<KÍedad moderna, cuando señala que no existe para los miembros de
esas sociedades un concepto de economía claro y diferenciado como el
que puedan tener de las distintas instituciones del parentesco, la magia
o la etiqueta. «La primera razón para la ausencia de cualquier concepto
de economía es la difiailtad de identificar el proceso económico bajo
unas condiciones en las que está incrustado [em hedded] en instiuidones
no económicas.»^^
De aqiú arrancan distintas tradiciones que podemos reducir a dos,
aun con plena conciencia de que, en consecuencia, serán internamente
muy diversas: de un lado, la de la (nueva) econom ía política, en buena
parte de origen o inspiración marxisfa o marxistizanfe, desde la que se
intenta explicar las otras relaciones económicas, por decirlo c^n el argot.

Schumpeter, 1954: T7.


P4>lanyi, 1944.
** Polanvi, Arensherji y Pearson. 1957.
l*oIanyi. 1957a.b.
l’olanyi, 1957ii:24^
lhtd. l\
lOtí Martafjo F. Lnguíta

como totalidades concretas en las cuales juegan un pajxJ determinante la


dinámica del capital y/o la relación capital trabajo. En esta tradición
ocupan un lugar lundamental, com o es lógico, los neomarxistas, y en
ella se conhinden — dcscontextualizando para el caso los términos de
üum oni— economistas sociologizantes y sociólogos economizantes a
los que debemos diversos estudios do gran interés sobre la articulación
interna tlel capital (por ejemplo, Zeitlin),^ el papel del Estado en el pro­
ceso de acumulación del capital (por ejemplo, O'Connor),^'' las relacio­
nes entre trabajo asalariado y trabajo dom éstico (por ejemplo,
Delphy),-^ el isomoríismo entre intercambio desigual y extracción de
plusvalor (por ejemplo, Chevalier),-'’ las funciones de la escuela (por
ejemplo, Bowics y (jintis), el desempleo (por ejemplo, Therborn),^' la
inflación (por ejemplo, Goldthorpe y H irschi,^ el desarroüo tecnológi­
co (por ejemplo, Castells),^'^ más un largo etcétera y, por supuesto, sobre
la relación trabajo-capital misma (por ejemplo, Braverman).’" Elemen­
tos comunes a todos tilos son el énfasis en la importancia de la econo­
mía frente a otras esferas de la vida social y la centralidad del conflicto
capital-trabajo, los cuales me parece que son su mejor apoiiactón; la de­
bilidad de la primera oleada de neomarxismo orttxloxo, manifiesta en
aspectos como la omnipotencia presupuesta al capital, la presunción de
que existe una clase obrera con intereses homogéneos y la no considera­
ción de los gru(xjs lucra de la relación capital-trabajo ni de otras relacio­
nes que ésta, desaparece a partir de los och aita sin que por ello se pierda
el gusto distintivo por el estudio de los grandes escenarios y tendencias.
En segundo lugar, hay una tradición apoyada en Weber y en Polanyi
— que se atiene tle modo implícito al programa de la sociología econó­
mica de Schumpeter y a su critica de la economía pob'tica— a la que pue­
den adjudicarse, creo, tres tipos de estudios. Los más clásicos son los
que, en la onda de la sociología de las organizaciones, constituyen buena
pane de la sociología industrial y de la empresa en Europa y el grueso de
la misma en Norteamérica desde sus inicios. Se distinguen más o menos
claramente de los análisis (filo)marxistas sobre el proceso de trabajo por

Zciilin. I989;Usccm. 1983.


O ’Connor, 1973;(íoiiph, 1979;Ofte. 1984; Hsping-Andcrsrn, 1985, 1990.
Uclpliy, 1976; IX-lpliy y U-onar<l. 1992; HarriMMi. 1973
OicvidR-r, 198.3; Hilos, 1978.
^ Tlierbom, 1^86.
^ Hirsi-h vtjoldlhorpc, 1987; Undbcrp y :Maicr. 1985.
C.astells. 1985, 1989.
^ Braverman. 1974: A(dicila, 1976; l’alloix, 1977.
fcVresurgir d e U soaologia económica iOl

su énfasis en las distintas fuentes de (xxler en la organización, en partiai-


lar las que no son ni la propiedad ni la autoridad tomial — la influencia,
la posición estratégica, el control de la información, el contrt>l de recur
sos, etc.— , frente al monismo reduccionista de la relación capital-traba­
jo. Reprc-sentante paradigmático de este tipo de estudios |X)dría ser el
primer Etzioni.” Un segundo tipo está fonnado por los que, recuperan­
do rlc modo explícito o implícito el énfasis de Weber sobre la importan­
cia de la cultura en el funcionamiento y la viabilidad misma de un com ­
portamiento económico raáonal, han iniciado una floreciente saga de
análisis sobre las condiciones culturales en las que es posible el floreci­
miento de las instituciones económicas del capitalismo: entre estos pw-
dríamos mencionar, como dos buenos ejemplos, a Dore o DiMaggio.^^ El
tercer tipo, en fin, se remonta más directamente a Polanyi y muestra un
interés particular por los mercados, con lo cual han entrado directamen­
te en la sala de estar de lo que hasta ayer era el domicilio inviolable de la
teoría económica. Los más importantes de estos autores fueron ya men­
cionados en el apartado sobre el estudio del mercado. La otra buena no­
ticia es que no se trata ya de un conjunto disperso de trabajos inteiesantes
sobre tal o cual aspecto de la realidad económica, probablemente poco
tratado dc’sdc la sociología, sino que ya abundan las compilaciones más o
menos sistemáticas, como los números monográficos dedic-ados por re­
vistas como Curren! Sodolo^'' Theoty andSociely'^ y Actes de la Recljer-
ihe" o las editadas directamente en forma de libro por Friedland y Ro-
bertson, Granovetter y Swcdberg, Swedberg (¡tres, incluido un libro de
entrevistas!}, Smelser y Swedbcrg.’* (Incluso aquí puede saludarse ya la
monografía de Política y Soaedad dedicada a Sociología y Economía,^^ si
bien no deja de ser significativo del escaso desarrollo de la sociología eco­
nómica entre nosotros que, de sus siete artículos, seis de los cuales na­
cionales, cuatro — entre ellos los de los autores más veteranos— estén
dedicados al análisis del discurso de algún clásico propio o ajeno — ^Mi­
ses, Smith, Majideville, Polanyi— y los otros dos al discurso global de la
teoría económica.) Asimismo, menudean los tratamientos teóricos siste-

” Etzioni, 1961,1964.
” IXirc, 1983; Di.Mwo, 1990
” Maniiielli y Smelst-r, 1990.
“ Zukin V DiMa^gio, 1986.
" AA.VV,, 1994; AA.W, 1997.
*'■ Friedland y Robcrt.'Kvn, 1990; Swedberg, 1990a,b, üranovetter y Swcdberg,
19‘)2: Swcdberg, I9'33; Smel.wr y Swcdberg. 1994; Swedberg. 1*396,
AA.VV., 1996.
102 M anano P. Hn^urta

máticos de la sociología económ ica cpic tratan de det'inir ios hindam cn-
tos y con torn os de ésta co m o una sociología especial junto a otras, tal
com o se hace en los jirólogos de todas las recopilaciones ahora mencio
nadas fiero también y más a tondo en trabajos de algunos de los refire-
sentantes más claros de la corriente, tales co m o G ranovetter, liizioni y
Swedberg.** (3abe añadir, no obstante, que es una característica de esta
corriente, crcxi, la inclinación hacia los estudios de medio alcance con
apoyatura em pírica en datos de nivel micro, p or contraste con la tenden­
cia generalizadora de la econornúi política y su acusada preferencia p or el
uso d élas macromagnitiides.
H ay que m encionar, en fin, otras voces y o tros ámbitos a tener en
cu enta, sea co m o com ilitanfes o co m o co n cu rren tes. M e refiero, del
lado de la disciplina vecina, al tmpermlismo económico y, del propio, a las
teorías de la elecáón racional. Del imperialñmn ecotiómico — que quizá
sería mejor llam ar imperialismo paradigmático^'’— m e parecen p artiai-
larm ente interesantes las incursiones d e la escuela de Chicago en torno a
temas eximo la discriminación, el capital hum ano o la familia, particular­
mente los ambiciosos trabajos de Becker;"*® la nueva economía institucio­
nal y su asalto a las organizaexones, en cspiecial la tcxin'a del princijial y el
agente;"" la audaz teoría de los costes de transacción d e WUiamson"'^ y los
estudios sob te la hacienda pública de Tullock"" y otros autores de la es­
cu ela de la elección pública. A unque no esp ero que vayamos a saber
nada que no supiéram os ya de estos cam pos a través d e castas incursiones
— d e m om ento, todo lo contrario— , sí creo, no obstante, que plantean
problemas e hipótesis que no pueden ni deben ser ignorados p or la so­
ciología económ ica ni p or las otras sociologías especiales dcxlicadas a los
cam pos afectados (estratificación, ed ucación, familia, organizaciones, f i
trabajo). D e la corriente denominada de la eUKción racional en sociolo­
gía, cre o que hay que distinguir en tre una co rrien te dura en carn ad a
principalm ente por autores com o Lindenbcrg, H ech ter o Coleman,"'"' y
o tra afortu nad am en te más blanda en la que militan sociólogos co m o
Elster, Van Parijs o Boiidon."*’ Ixis prim eros representan un intento de

'* Ciramwcttcr. IV85; Etzioni, 1988; SwcdberK, 19‘X). 19‘»1.


SaK’Jli, 199t: 209.
" Hci'kcr, I9S7, l‘)(>4, J976, 1981.
“ .\lthian y Denisviz, 1972.
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TuUodc. 1985 1986.
" LindcnlxTg. 1985; Mcchtcr, l98.J;(>>kTnan, 1975. l'l'K).
Bouclon, 1977; HIstcr, 1979, 1986. Usier y i fyll.mil. 1986h; Van Pariis. 1981.
m resurgir de la sodología economn a 10^

im jxirtadón sistemática de la titetcxlología económ ica al cam po de la so ­


ciología que, al menos por el m om ento, p rodu ce mucho ruido y pocas II*
nueces, ya que los esfuerzos p or articular modelos formales y m atem áti­
iM
cos a la búsqueda de la partícula socioleSgica elemental no se corresp on ­
fil
den, cri-o, con los resultados; los segundos, más tnoderados en sus p re­
tensiones, tienen la ventaja de co n cen trar sus esfuerzos en un ám bito
iii
más limitado, norm alm ente el d e la desigualdad y las estrategias frente a
ella, en el que la racionalidad co m o elección entre térm inos cardinales u
ordinales puede corresponder mejor a los proce.sos reales de decisión y
tener un alto valor heurístico.
Finalm ente, hay que considerar com o una fuente específica los estu­
dios sobre la com unidad dom éstica y la lógica económ ica de subsisten­
cia y, dentro de éstos, a su vez, tres focos independientes; la antropología
eco n ó m ica , los estudios cam pesinos y las investigaciones feministas.
Aunque cada uno de estos rótulos designa, sin lugar a dudas, un ámbito
más amplio que el que aquí nos interesa, hay que señalar que todos ellos
tienen en com ún apuntar a un tipo de realidad económ ica plenamente
distinta de la que cubren el m ercad o, las em presas y el Estado. Si, com o
tlicen los chinos, las mujeres sostienen L¡ mitad del cielo, fKidcmos asegu
rarsin miedo que la econom ía dom éstica sostiene la mitad de la tierra en
la stK'iedad avanzada actiuil y m ucho más en todo el resto y en totia la
historia anterior. N o es casual, por otra parte, que en nxlos estos cam -
pc>s aparezca reiteradam ente la som bra de C.hayanov, cuya interfireta-
ción de la lógica eco n óm ica d e subsistencia de la unidad econ óm ica
cam pesina ha resultado esencial no sólo para el estudio de ésta sino tam ­
bién para el de los otros dos tipos de hogares esenciales en la historia; el
grupo dom éstico primitivo^ y el hogar nuclear moderno.''’
P uede observarse que las dos primeras y principales corrientes m en­
cionadas se unen en el deseo de rom per las barreras entre la realidad
econ óm ica y el resto de la realidad social y, en cierto m odo, también e n ­
tre las disciplinas, i.e. entre la sociología y la econom ía, sea bajo la ban­
dera de la econornia política o bajo la de la soaología económica. La o p ­
ción p o r la con vergen cia se refiere al o b jeto de investigación y a su
interpretación sustantiva, no al m étodo, y esto lo que separa a ambas del
tercer grujxi, el tom iado (xir el imperialismo económico y la elección ra-
eiofuil. P ero les aparta también de la corricTitc principal de sus dos disci­
plinas-madre: la economía política de los econom istas ts , en lo esencial.

Sahhns, 1974.
*’ (iariltncr, 1975.
104 Mari ano F. F.ng^uita

obra de los econom istas marxistas o radicales, según de qué lado d d


océano se tom e la terminología, l.a economía polilim y la aoaolofia eco­
nómica de los sociólogos son, en gran medida, pequeños islotes aislados
dentro de una disciplina dedicada fundamentalmente a otros meneste­
res. Las economía política y la sociología económica divergen, no obstan­
te, en que la primera trata de subrayar el pc-so decisivo de los factores
económ icos sobre otras esferas de la vida social, mientras que la segun­ i
da acentúa el enmarque y los condictonaniiemos sociales de las institu­
ciones económicas. El explanans de cada una de ellas es el explananJum
de la otra, y ahí es donde más se nota la larga sombra de M arx y Weber.
Sin embargo, no hay razón para exagerar ni motivo para desesperar. Ni
los unos son tan culturalístas ni los otros tan economicistas. El tiempo,
que todo lo desgasta, ha limado sin lugar a dudas k s aristas de las dos es­
cuelas, y el futuro de la sociología económ ica, entendida ya estrictamen­
te com o denominación de una sociología especial y no com o etiqueta de
una escuela particular,* se dibuja relativamente optimista sobre bases
contrapuestas, pero también complt-mcntarias.

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La bibliografía que sigue, organizada por grandes apartados cuyo contenido se


explícita mínimamente al comienzo de cada uno de ellos, pretende ser simple­
mente un instrumento útil para el estudioso interesada en ellos o para el prole-
sor que los incluya, total o parcialm.ente. en su programa. P or supuesto, no pre­
tende ser exhaustiva sino selectiva, aimqiie no dudo de que habrá mil buenas
razones para incluir trabajos que no lo han sido y dejar fuera otros que sí lo han
sido.
H e [trocurado reseñar las versiones en castellano siempre que tuviera noti­
cia de ellas, lo cual creo halrer conseguido en buena medida con Icvs libros pero
no asi, dada la diticultad de manejar bases de datos adectiadas en nuestra len­
gua, con los arlículos. Por si el libro llegara a reeditarse, agradeceré cualquier
información, sugerencia o corrección al respecto, que puede hacerse llegar a l.t
dirección electrónica mfe@gugu.usal.es
I le tratado de que las referencias sean lo más breves posibles, de modo que
he omitido auilquier infonnacion reduiulante y he optado siempre ¡lor la mas
concisa, por ejemplo renunciando a las páginas de principio y fin de los capítu­
los en libros colectivos (no dudo que el lector sabe buscar en los indiccsl, o de
artículos en revistas de las que ya se da volumen y /o número, etc. t.uando he in­
cluido capítulos esfiecíficos de recopilaciones que tiguran com o tales en el blo­
que prim ero, form ado por manuales y recopilaciones, he evitado repetir de
nuevo la referencia: en esos casets, un asterisco tras el nombre del autor o auto­
res de la recopilación advierte de que ésta se encuentra en dicho bloque.
Las fechas de las obras corresponden siempre, la primera de ellas lentre pa­
réntesis tras el nombre del autor o editor) a la edición original y. la siguiente,
dentro de la información de referencia, a la edición utilizada o accesible, o a la
traducción. Finalmente, y dada la tendencia creciente de los editores a distin­
guir entre nuevas ediciones y reimpresiones, he optado por improvisar una no­
tación en superíndice. tal cjue, por ejemplo. 1978'*’ significaría que se trata, en
1978. de la tercera reimpresión de la segunda edición.
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142 Anexo hiUmffájiai

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146 A n e x o h ihtiográficv

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Discriminación genérica, generacional y étnica. liscascz y reparto ilel trabajo.
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CO LECCIÓ N M ONOGRAFIAS

51. Sociología de las profesiones en España.


Jaime Martin-Moreno y Amando de Miguel.
52. Traba|adores intelectuales y la estructura de clases.
Daniel Lacalle.
53. El uso de la comunicación social por los españoles.
Manuel Martín Serrano.
54. Regionalismo y autonomía en España, 1976-1979.
Manuel García Ferrando.
55. Elites políticas y centros de extracción en España, 1938-1957.
Miguel Jerez.
56. Teoría sociológica de las creaciones culturales. El estructura-
lismo genético de Luden Goldmann.
Eduardo Huertas.
57. Autoridad y privilegio en la universidad española: Estudio so ­
ciológico del profesorado universitario.
Amparo Almarcha.
58. Familia y cambio social en España.
Rosa Conde (comp.).
59. Los constituyéntes de 1931: Unas elecciones de transición.
Javier Tussell.
60. Energía y Sociedad.
Alejandro Lorca. Manuel García Ferrando y Antonio Buitrago.
61. La conciencia regional en el proceso autonómico español.
Eduardo López-Aranguren.
62. Política como realidad, realidad como literatura.
Carlos Ollero
63. Procedimientos retóricos del cartel.
Fermín Bouza.
64. Los viejos y la política.
Manuel Justel.
65. Análisis de la población en México.
Amando de Miguel.
66. Condiciorres de trabajo: Un enfoque renovador de la sociolo­
gía del trabajo.
Juan José Castillo y Carlos Prieto.
67. El fascism o en los orígenes del Régimen franquista. Un estu­
dio sobre f e t - j o n s .
Ricardo Chueca.
68. Datos sobre el trabajo de la mujer en España.
M * Pilar Alcobendas Tirado.
69. Antropología de un viejo paisaje gallego.
José Antonio Fernández de Rota
70. Memorias del cura liberal Don Juan Antonio Posse con su dis­
curso sobre la Constitución de 1812.
Edición a cargo de Richard Herr.
71. Sociología contemporánea. Ocho temas a debate.
Luis Rodríguez Zúríiga y Fermín Bouza (comps.).
72. El mito ante la Antropología y la Historia.
José Alcina Franch (comp ). ^
73. La reproducción del nacionalismo. El caso vasco.
Aifonso Pérez-Agote
74. El discurso político de la transición española.
Ralael det Águila y Ricardo Montero. *
75. Escritos.
Luis Diez del Corral.
76 Emile Durkheim: su vida y su obra.
Steven Lukes.
77. Hitter y la prensa de la II República española.
Mercedes Semolinos.
78. La financiación de partidos y candidatos a las democracias
occidentales.
Pilar del Castillo.
79. Los católicos en la España frarK|uista, I. Los actores del Juego
político.
Guy Hetmet.
80. Los funcionarlos ante la reforma de la Administración.
Miguel Beltrán.
81. La UCD y la transición a la democracia en España.
Carlos Huneeus.
82. Del conocimiento antropológico.
Enrique Luque
83. Geografía electoral de Andalucía.
Antonio Porras Nadales.
84. Nacionalismo y II República en el País Vasco.
José Luis de lo Granja.
85. Los partidos políticos en las democracias occidentales.
Klaus von Beyme.
86 . El sistema de partidos políticos en España. Génesis y evolución.
Richard Guniher. Giacomo Sani y Goldie Shabad.
87. Convergencia Democrática de Cataluña.
Joan Marcel Morera.
88. Antropología social: Reflexiones incidentales.
Carmelo LIsón Tolosana
89 Elecciones y partidos en la transición española.
Mario Caciaglí.
90. Dote y matrimonio en ios países mediterráneos.
John G. Pertstiany (comp.).
91 La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado.
Norbert Lechner.
92 Los católicos en la España franquista, II. Crónica de una dic­
tadura.
Guy Hermet.
93. Populismo, caudillaje y discurso demagógico.
José Álvarez Junco (comp.)
94. Alianza Popular: estructura y evolución electoral de un par­
tido conservador.
Lourdes López Nieto.
95. El nacionalismo vasco a la salida del franquismo.
Alfonso Pérez-Agote.
96. «¡Pleitos tengasl...». Introducción a la cultura legal española.
José Juan Toharia.
97. La profesión farmacéutica.
Jesús M. de Miguel y Juan Salcedo.
98. Sociología de las crisis políticas. La dinámica de las movi­
lizaciones multisectoriales.
Micñel Dobry.
99. Familia, población y sociedad en la provincia de Cuenca,
1700-1970.
Oavkj-Sven Reher.
100. ¿M ovilidad social o trayectorias de cla se ? Elementos para
una crítica de la sociología de la movilidad social.
Lorenzo Cachón Rodríguez.
101. Política y movimientos sociales en el Magreb.
Bernabé López García.
102. La vida y el mundo de los vaqueiros de alzada.
Mana Cátedra Tomás.
103. La prensa del Estado durante la transición potftlca española.
Juan Montabetf Pereira.
104. Louis Blanc y los orígenes del socialism o democrático.
Jesús González Amuchasteguí
105. Análisis de tablas de contingencia.
Juan Javier Sánchez Carrión.
106. Medios de com unicación de masas. S u influencia en la so ­
ciedad y en la cultura contemporáneas.
Rafael Roda Fernández
107. Conocimiento y sociología de la cierKía.
Esteban Medina.
108. Estructura urbana y diferenciación residencial: El caso de Bil­
bao.
Jon Joseba Leonardo Aurteneche.
109. Participación política de las mujeres.
Judtth Astelarra (comp.).
110. Ibíza, una isla para otra vida. Inmigrantes utópicos, turismo y
cambio cultural.
Danieile Rozenberg.
111. La profesión de policía.
Manuel Martín Fernández.
112. Salud y poder.
Josep A. Rodríguez y Jesús M. de Miguel.
113. La sociedad anciana.
María Teresa Bazo.
114. La sociedad reflexiva. Sujeto y objeto del conocimiento s o ­
ciológico.
Emilio Lamo de Espinosa.
115. Chile: transición política y sociedad.
Antonio Alaminos.
116. Trabajadores extranjeros en Cataluña. ¿Integración o racismo?
Carlota Solé y Encama Herrera. N
117. Población y desigualdad social.
Graciela Sarrible.
116. La política como compromiso democrático.
Angel Flisfisch. «
119. Redes sociales y mercado de trabajo. Elementos para una
teoría del capital relacional.
Félix Requena Santos.
120. De jóvenes y s u s identidades. Soctoantropologfa de la etnF
cidad en Euskadi.
Eugenia Ramírez Goicoechea.
121. El cambio cultural en las sociedades iridustríales avanzadas.
Ronakt Inglehart.
122. Nacionalismo y lengua. L o s procesos de cambio lingüístico
en el País Vasco.
Benjamín Tejerina Montaña.
123. La mortalidad infantil española en el siglo xx.
Rosa Gómez Redondo.
124. La deserción universitaria. Desarrollo de la escolaridad en la
Enseñanza Superior. Éxitos y fracasos.
Margarita Latíesa.
125. México frente al umbral del siglo xxi.
Manuel Alcántara y Antonia Martínez (comps.).
126. La nación com o discurso. La estructura del sistem a ideo­
lógico nacionalista: el caso gallego.
Julio Cabrera Vareta
127. La justicia de menores en España.
M * Ángeles Cea D'Ancona.
128. La vigencia del nacionalismo.
Gonzalo Herranz de Rafael
129. Tiempo y sociedad.
Ramón Ramos Torre (comp.).
130. De lo mío a lo de nadie. Individualismo, colectivismo agrario y
vida cotidiana.
María José Deviilard.
131. C risis y cambio en Europa del Este. La transición húngara a la
democracia.
Carmen González Enríquez.
132. La Gripe Española. La pandemia de 1918-1919.
Beatriz Echeverri Dávila.
133. indicadores Sociales de Calidad de Vida. Un sistema de medi­
ción aplicado al País Vasco.
María Luisa Setién Santamaría.
134. Mujeres policía.
Manuel Martín Fernández.
135. Sociología política de la ciencia.
Cristóbal Torres Albero.
136. Teoría Social y Metateoría hoy. El caso de Anthony GIddens.
Fernando J. Garda Salgas.
137. E n v e j e c im ie n t o y familia.
jo$ep A. Rodrígue2
138. Erving Goffman. De la interacción focalizada al orden interac-
clonal.
José R. Sebastián de Eríce.
139. Am igos y redes sociales. Elementos para una sociología de la
amistad.
Félix Requena Santos.
140. Sociología de la movilidad espac ial. El sedentarísm o nó­
mada.
Eduardo Bericat Alastuey.
141 La mirada reflexiva de G. H. Mead. Sobre la socialídad y la co­
municación.
Ignacio Sánchez de la Yncera.
142. La mirada distante sobre Lévi-Strauss.
Luis V Abad Márquez.
143. La abstención electoral en España, 1977-1993.
Manuel Juste!.
144 La audiencia activa. El consum o televisivo: discursos y estra­
tegias.
Javier Callejo Gallego.
145. La dimensión de la ciudad.
Jesús Leal Maldonado y Luís Cortés Alcalá.
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