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Resumen
Palabras clave
*
El presente ensayo es extraído del Trabajo de Grado del egresado Juan Sebastián Giraldo Franco, el cual
obtuvo la mención laureada, otorgada por la Universidad de Caldas.
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Egresado del programa de derecho de la Universidad de Caldas. Miembro del Semillero de Investigación
“Demos”, línea de Derecho y Política, adscrito al Centro de Investigaciones Socio-Jurídicas de la Universidad
de Caldas. Correo electrónico: juansegiraldofr@hotmail.com
Abstract
Key words
Uno de los problemas del significante democracia es el odio del que ha sido
objeto; un odio tan antiguo que la asecha desde su propia cuna. Históricamente,
las élites han visto en un verdadero modelo político popular el germen de la
destrucción de todo orden basado en la herencia, la riqueza o la sabiduría,
resultando obvia su animadversión hacía una fuerza caótica que ha pretendido
un acceso igualitario al poder para individuos naturalmente desiguales. Incluso
los modelos actuales que se autodenominan democráticos y constitucionales, ya
encuentran en el segundo adjetivo una negación del primero. Esto se debe a que
los típicos diseños liberales de constitución han recurrido a límites institucionales
basados en la validez normativa, para expulsar de la creación del mundo jurídico
a las fuerzas democráticas que velan por la expansión social de los significantes
valiosos (libertad, justicia social, igualdad, etc.). Por supuesto, estos vetos del
liberalismo se forjan en aras de mantener el gobierno de los “mejores” (me
refiero a los acaudalados) junto con la preservación del orden propietario. Esto
explica el porqué se critica desde el poder elitista el exceso democrático y no el
abuso institucional usurpador del poder popular (Ranciere, 2007: 10-11).
Sin embargo, un pensador tan egregio como el mismo Hans Kelsen (2000: 109-
111), no concebía la intromisión del germen popular en su teoría pura del derecho.
Esta aseveración puede desentrañarse en el marco de los estudios sobre su ley
fundamental (Grundnorm), como una norma hipotética básica que representa
el centro de validez de todo ordenamiento jurídico, excluyendo la legitimidad
provista por la sociedad al orden normativo, tras la pretensión de mantener
impoluta la pureza ideal de su diseño teórico.
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La democracia en serio: la presencia traumática del pueblo
El orden, así entendido, opaca todo reclamo igualitario del pueblo, y lo subsume
a la gramática normativa elitista; configurando inconscientemente, fuera de
sus instancias simbólicas, el discurso popular que se eleva a la dignidad de “lo
real”, es decir, el elemento excluido de un todo ordenado autoproclamado como
universal, que desarticula la lógica de lo dado con su verdad contraventora de
paradigmas socio-políticos. En este sentido, el pueblo como representación de
lo real no muere, y aun cuando ha sido desplazado al espacio del apartamiento,
siempre se encuentra vivo a la espera de su retorno inexorablemente traumático.
Pero mientras lo real estalla en forma de revolución, allí yace el ser popular,
obnubilado y refrenado por las murallas de la validez institucional que niegan,
sin consideración alguna, la democracia misma (los mejores-los más acaudalados
deciden por nosotros).
Se puede plantear que una de las razones que soportan tal negación democrática,
parte de la idea difundida que sostiene la imposibilidad del “ser autónomo” del
pueblo, catalogándosele como un sujeto (colectivo) paquidérmico que debe ser
dirigido por las formas jurídicas, dada su incapacidad manifiesta para gobernar.
Esta reflexión puede llevarse al punto de sostener que el pueblo no puede ser
reconocido como la condición de existencia del orden político. Queda suspendida
en la atmosfera una duda obvia, en un supuesto orden democrático ¿Quién es, si
no el Pueblo, el que puede ostentar la dignidad de soberano y dar forma al orden
político?
Volviendo a la teoría pura del derecho (Kelsen, 2000: 104-109), tenemos que en
ella la tradición liberal encontró una respuesta conveniente al interrogante antes
propuesto. Empecemos por hacer referencia, nuevamente, a ley fundamental
como fuente primordial que provee de validez a los ordenamientos jurídicos
modernos. En efecto, las prescripciones de los ordenamientos normativos
nacionales tendrían validez, únicamente, si se derivaban de la ley fundamental,
pues de ella dependería la producción normativa con su correspondiente fuerza
de obligatoriedad.
Como se intuye, esta teoría científica (más bien, pura) está contagiada
congénitamente por la hipótesis de validez trasmitida por la ley fundamental,
basándose, de esta manera, todo el modelo de creación de lo fenoménico desde el
noúmeno, en una cuestión de fe en la validez de las prescripciones normativas.
Lo que aquí se extraña son las exigencias científicas de certeza, coherencia y orden
que deben caracterizar a todo objeto de estudio, las cuales no se vislumbran, de
modo diáfano, al momento de auscultar el deber jurídico contenido en la norma,
y tratarlo como un elemento natural impoluto de toda inherencia humana.
Como es obvio, resulta complicado para una teoría descriptiva (como pretende
serlo la teoría pura del derecho) tener coherencia como sistema, cuando se
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Es evidente como esta postura enfatiza el rechazo del pueblo como ser creador,
subordinando la legitimidad democrática a la validez hipotética de la ley
fundamental. Se asiste al extraño universo en el que los objetos dan sentido al
sujeto
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Por otra parte, la posición denunciada implica que el sentido impuesto hoy a
nuestro sistema jurídico no sea más que el reflejo hegemónico de un particular,
cuando debería permanecer abierta la disputa pública por definir las fronteras del
orden. Ahora, reconocer y actuar conforme a esta idea permitiría que:
Ello acontece por cuenta de la miopía de la teoría pura del derecho kelseniana,
que reduce el derecho a normas, dejando de lado el orden concreto (político–
social) del cual emana todo sistema jurídico.
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De esta manera, decidir sobre la excepción, como aquello que rompe con la
normalidad del orden constituido, ya no es asunto del nosotros, sino de un único
sujeto carismático que encarna un interés nacionalista en el cual se estipula,
desde su ideario particular, un proyecto político y económico universalizado
con la razón instrumental de las armas. Renunciar a la pluralidad es equivalente
a renunciar a la democracia; significa dar prelación a un entendido de mundo
reducido a sus propios simbolismos estrechos. Se llega al extremo obsceno
de idolatrar un particular fenotipo humano y de justificar perversamente la
necesidad de campos de concentración que erradiquen industrialmente la huella
y semilla del otro radical.
Conforme a esta idea, el ser del pueblo se estructura en lo pretérito, pero sólo
puede reconocerse como un ser colectivo en un futuro institucionalizado, en
donde los individuos se identifican como integrantes de una comunidad política
al momento de acatar y de ejercer los mandatos y las potestades que asigna la
constitución instituida por esa misma comunidad política.
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Como puede apreciarse, con esta tesis se pretende reclamar el papel del pueblo
en la configuración de la constitución, empero, esta tesis no es ajena a problemas
lógicos. No resulta muy coherente pensar en un pueblo que una vez más se
convierte en subordinado del mundo jurídico, es decir, el sujeto colectivo que nos
preocupa, no puede reconocerse más que al interior de la institucionalidad que el
mismo estatuye, por lo cual, se desprecia nuevamente la posibilidad del ser del
pueblo por fuera de las prescripciones positivas del gran otro. La existencia del
pueblo se hace difusa y la preocupación central se refiere a la construcción de un
postulado epistemológico que se limita a preguntar por el reconocimiento del
demos, olvidando, en consecuencia, su ser y el momento político que dio apertura
a la configuración popular como unidad y potencia. El pueblo es inexorablemente
el fundamento de lo constituido, pero también es el verdugo de las formas dadas
como verdades irrefutables.
caso tal anomalía sería desgarrada de su identidad original para ser normalizada,
pues, al someterse por completo a los condicionamientos del gran otro, pierde
sus particularidades, las cuales son controladas por el sistema, que jurídicamente
opera la diferencia para acomodarla a sus patrones de certeza. Esta es la lógica de
dominación, que privilegia los formalismos jurídicos por encima de la riqueza de
lo político, implementada por los cabecillas del poder constituido para conservar
su hegemonía gracias a una realidad social unidimensional y predecible.
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BIBLIOGRAFÍA