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CONDUCTA DEL SER SOCIAL

El ser social se puede definir en relación a dos cosas: frente a la sociedad de la que forma parte, y
frente a su individualidad. Puede éste incluso llegar a huir de ser parte de la sociedad, pero aun así
esto también es un modo de existencia y definición en relación a ella.

El ser social, como tal, debe comprender que sólo hará honor a su nombre cuando logre alcanzar el
equilibrio y armonía (entre cosas diversas) entre cada individuo con respecto a su entorno, es decir,
entre todas las partes en relación al total.

¿Cómo lograr esto si cada uno responde a sus intereses individuales y egoístas? ¿Si en vez de
otorgar a los demás y ser herramientas de difusión y cooperación, sólo nos dedicamos a tomar del
mundo todo lo que podemos y no conviene para nosotros mismos, si sólo somos absorción y
deseo?

Tal vez suene utópico y descabellado, pero frente a la situación actual, donde vemos graves
desequilibrios en diferentes ámbitos, debemos ser capaces de detenernos y pensar un segundo,
parpadear y respirar un poco más lento para que al abrir los ojos podamos ver que los problemas
nacen a partir de las malas o incorrectas relaciones que hemos desarrollado entre nosotros. De este
modo, las cosas sólo pueden cambiar a partir de un solo lugar: desde uno mismo, donde cada
hombre, cada actor de la sociedad, es el centro del cambio.

Es lo único que tenemos a mano a lo largo de toda la vida, y es a través de esto que podemos
cambiar y solucionar los problemas que aquejan a todo el mundo: los intentos por corregir la
contaminación, la delincuencia, los problemas financieros, la violencia en las escuelas o en los
estadios, la corrupción, la drogadicción, etc., son conflictos que no tendrán solución si intentamos
resolverlos a través de normas, procedimientos, reglas o acciones externas a uno mismo. Todo el
cambio que estamos buscando, esperando, y sobre el cual tanto se habla e ironiza, absolutamente
todo, parte por algo tan cercano y tan enormemente difícil de aceptar como es que ha llegado el
momento de dar un paso adelante, como un bebé que decide comenzar a gatear, y asumir que la
responsabilidad está en sus propias manos, y en las de nadie más. El que insista en creer que son
otros los que tienen que arreglar las cosas, podrá nacer y morir mil veces esperando a que esto
ocurra. A eso si llamaría una utopía imposible. Tan simple y tan difícil al mismo tiempo.

¿Cuál es entonces la dificultad de cambiar las cosas, si nos damos cuenta de que cada uno tiene en
sus manos la posibilidad de desear y construir el entorno y el mundo que desea? ¿Qué nos falta
para comenzar con el cambio?

He allí el conflicto y la paradoja, y está en manos de cada uno: decidir entre el yo, el seguir viendo
todo a partir de mi visión y culpar a los otros, o el comenzar a entender y ver todo desde el otro, para
entender que tal vez todo depende de mí.

¿Pero cómo? La fuerza que se encuentra entre el yo y el entorno, este inconmensurable conflicto
entre el yo y los demás, es lo único que nos puede ayudar. Entiendo y creo que debo cambiarme a
mi mismo, pero al mismo tiempo veo que muchas veces le hago daño a los demás, que soy incapaz
de ponerme realmente en el lugar del otro, que aunque entiendo que miles de personas mueren de
hambre diariamente sólo soy capaz de compadecerme unos cuantos minutos, suficientes para
convencerme a mí mismo que me preocupa el tema, y luego volver a mi vida habitual si mover un
dedo al respecto, es decir, entiendo y deseo cambiar porque asumo que no hay nadie que me
importe más en el mundo que yo mismo, y esto aplicado a nuestra realidad se transforma en un
mundo de confrontaciones, malentendidos y guerras. Deseo cambiar, y al mismo tiempo la única
fuerza capaz de hacerme cambiar es la influencia de un entorno correcto, pero bajo la condición,
repito, de que debo estar absolutamente dispuesto, tanto en mente como en corazón, a dejarme
influir por éste, como un bebé con su madre que recibe su alimento confiado y feliz, porque sabe
que ella es más grande que él.
Es, entonces, un trabajo individual y social al mismo tiempo: por un lado debo desear cambiar y, por
el otro, debo ponerme a disposición de un entorno que aplique su fuerza de influencia y anhele lo
mismo que yo: debemos partir por pequeños núcleos sociales, entornos educativos, escuelas, etc.,
para que poco a poco esto se vaya expandiendo por toda la sociedad.

Este entorno, y más adelante la sociedad completa, se debe plantear como base fundamental una
nueva educación para todos, niños, jóvenes y adultos, educación no como acumulación de
conocimientos y destrezas personales, sino como el espacio de discusión, aprendizaje y práctica
para aprender a convivir con el resto de los seres humanos en armonía y absoluta cooperación
mutua, esta es la nueva educación que exige la situación actual.

¿Imposible? Cada uno decide en qué mundo quiere vivir. Creemos espacios e instancias para
reflexionar sobre esto, tanto internamente como con otras personas, y esto dará pie a un cambio
verdadero y profundo. La herramienta del cambio no tiene precio ni es algo lejano: somos
simplemente nosotros mismos, nuestros deseos, pensamientos, intenciones y forma de actuar en el
mundo construyen el mundo en que vivimos. Debemos cambiar nuestra forma de entender y ver al
mundo, solo así el mundo cambiará, y esto será posible a través de un entorno y una nueva
educación que influya constantemente sobre cada persona.

Este es el conflicto que se vive hoy en el centro de cada individuo y al mismo tiempo en medio de
toda la sociedad. Tal vez sea hora de entender que este individualismo que se nos ha dado, debe
ser guiado a través de una nueva educación y de una nueva sociedad, en pos del bien de toda la
Humanidad: cambiar el modelo actual por uno cuyo objetivo sea la cooperación mutua, amor y
bienestar de todas las personas, cada uno de acuerdo a sus necesidades y particularidades.

Pero esta añoranza choca con los deseos que naturalmente nacen en nosotros, los que nos han
dividido en países, ciudades, grupos, familias, individuos. Recibimos un mundo completo al nacer y
hoy sólo queda para uno lo que somos capaces de arrebatarle al otro, sin darnos cuenta que si
compartiéramos todo lo que tenemos y la cooperación prevaleciera por sobre el individualismo,
tendríamos un mundo entero en armonía y a nuestra disposición en forma amorosa.

Sólo podremos avanzar cuando cada uno vea y sienta un dolor en el centro de su propio bienestar y
entienda que luchar y esforzarse sólo para sí mismo jamás nos llevará a la felicidad, ya que es
precisamente lo que nos separa del resto, causa la desconexión y nos aleja de un mundo en
equilibrio.

Esta individualidad, que a lo largo de la vida nos esforzamos en cultivar y definir, que al mismo
tiempo configura el lugar de la sociedad que ocupamos, es también la que nos distancia de ella, ya
que nos convierte en un fragmento aislado que lucha desde el día de su nacimiento hasta su muerte
por su propio beneficio y por delinearse como un diferente al total, en vez de intentar incluirse.

Intentemos vernos como una extremidad del cuerpo que llamamos Humanidad, y entendamos que
dependiendo del entorno en que crecemos y nos influye, podremos desarrollarnos en armonía con el
resto para lograr que cada parte, antes fragmento, aprenda a moverse y trabajar unida al total, al
cuerpo que configura y gracias al cual existe.

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